13

He llegado a un punto importante de mi historia, pues me propongo dar un salto de unos mil años.

No puedo precisar cuánto tiempo transcurrió, pues no estoy seguro de en qué fecha partí de Constantinopla; sólo sé que fue después del reinado del emperador Justiniano y Teodora y antes de que los árabes se sublevaran con la nueva religión del Islam e iniciaran su rápida y asombrosa conquista de Oriente a Occidente.

Lo que cuenta es que no puedo relatarte toda mi vida, de modo que he decidido saltarme esos siglos que la historia ha dado en llamar Medievo, durante los cuales viví numerosas y pequeñas historias que quizá confiese o dé a conocer más adelante.

De momento, me limitaré a decir que cuando abandoné la casa de Zenobia aquella noche, me sentí muy preocupado por la seguridad de los que debían ser custodiados.

El ataque de la multitud a nuestra casa me había infundido pavor. Tenía que instalar a los que debían ser custodiados en un lugar seguro, lejos de cualquier ciudad y de cualquier vivienda que adquiriera dentro de una ciudad. Nadie podía acceder a ellos excepto yo.

La cuestión era adonde trasladarlos.

No podía ir a Oriente debido a las continuas guerras del Imperio persa, que ya había arrebatado a los griegos toda Asia Menor e incluso había ocupado la ciudad de Alejandría.

En cuanto a mi amada Italia, deseaba instalarme cerca pero no en el mismo país, pues me resultaba insoportable asistir a los violentos disturbios que lo agitaban.

Pero conocía un lugar idóneo.

Los Alpes situados al norte de la península italiana eran una zona que había visitado en mis años mortales. Los romanos habían construido varios pasos a través de las montañas y yo mismo había viajado cuando era un joven intrépido, por la vía Claudia Augusta, de modo que conocía el carácter de aquella tierra.

Por supuesto, los bárbaros habían irrumpido con frecuencia a través de los valles alpinos, tanto cuando descendían para atacar Italia como cuando se retiraban. Y en aquel entonces el cristianismo se había propagado por aquellas tierras, en las que proliferaban iglesias, monasterios y demás instituciones religiosas.

Pero yo no buscaba un valle fértil y poblado, y menos aún la cima de una montaña donde hubieran construido un castillo, una iglesia o un monasterio.

Lo que necesitaba era un lugar remoto, un valle pequeño y completamente oculto al que sólo yo pudiera acceder.

Después de llevar a cabo la ardua tarea de escalar, excavar, desbrozar y crear un santuario subterráneo, trasladaría a la Madre y al Padre a ese lugar seguro. Sólo un superhombre sería capaz de abordar semejante empresa, pero yo estaba convencido de poder hacerlo. Tenía que hacerlo.

Lo cierto era que no tenía otra opción.

Durante ese tiempo, mientras reflexionaba en lo que debía hacer, mientras contrataba a esclavos, adquiría carros para el viaje y ultimaba los preparativos, Zenobia fue mi compañera. Avicus y Mael se habrían unido a nosotros si yo se lo hubiera permitido, pero aún estaba enojado con ellos por haberse negado en un principio a proteger a Zenobia, y el hecho de que en esos momentos desearan permanecer junto a ella no aplacó mi ira.

Zenobia pasaba muchos ratos conmigo en alguna taberna mientras yo daba vueltas a mi plan. ¿Temía que adivinara mis pensamientos y averiguara adonde me proponía trasladarme? En absoluto, pues yo mismo tenía tan sólo una vaga idea del proyecto. El emplazamiento definitivo del santuario de los que debían ser custodiados no debía conocerlo nadie más que yo.

De ese lugar seguro, en la región alpina, saldría cada vez que tuviera necesidad de alimentarme del populacho de alguna aldea o población. Existía un gran número de asentamientos en la tierra de los francos y podría aventurarme a Italia siempre que lo deseara, pues tenía muy claro que los que debían ser custodiados no precisaban de mi vigilancia y mis cuidados diarios.

Por fin llegó la noche de la partida. Los preciosos sarcófagos habían sido cargados en los carros, los esclavos habían sido deslumbrados, levemente amenazados y descaradamente sobornados con artículos de lujo y dinero, los guardaespaldas estaban listos para partir y yo estaba preparado para emprender el viaje.

Me dirigí a casa de Zenobia y la encontré llorando desconsoladamente.

—No quiero que te vayas, Marius —declaró.

Avicus y Mael estaban presentes. Me miraban cohibidos, como si no se atrevieran a decirme lo que pensaban.

—Yo tampoco quiero marcharme —le aseguré a Zenobia. Luego la abracé apasionadamente y la cubrí de besos, tal como había hecho la noche que la vi por primera vez. Su tierna piel de mujer niña me volvía loco—. Debo irme —dije—. Mi corazón me lo exige.

Por fin nos separamos, agotados de tanto llorar y abatidos, y me volví hacia los otros dos.

—Cuidad de ella —les dije en un tono severo.

—Descuida, permaneceremos los tres juntos —contestó Avicus—. No comprendo por qué no puedes quedarte con nosotros.

Al mirar a Avicus sentí que me embargaba un profundo y doloroso amor.

—Sé que no he sido justo contigo —dije suavemente—. He sido demasiado severo, pero no puedo quedarme.

Avicus rompió a llorar, sin importarle la mirada de desaprobación que le dirigió Mael.

—Habías empezado a enseñarme tantas cosas… —dijo.

—Puedes aprender muchas más del mundo que te rodea —respondí—. Puedes aprenderlas de los libros que hay en esta casa. Puedes aprenderlas de… de aquellos a quienes transformes una noche con la sangre vampírica.

Avicus asintió con la cabeza. No quedaba nada más que decir.

Había llegado el momento de marcharme, pero no podía hacerlo. Entré en la otra habitación y me quedé allí plantado, con la cabeza agachada, sintiendo el peor dolor que he experimentado jamás.

¡Ansiaba desesperadamente quedarme con ellos! No cabía la menor duda. Todos los planes que había forjado no me proporcionaban ningún consuelo. Me llevé una mano a la cintura y palpé el dolor que me abrasaba por dentro como el fuego. No podía hablar. No podía moverme.

Zenobia se me acercó, y también Avicus. Ambos me abrazaron. —Comprendo que debas partir —dijo Avicus—. De veras, lo comprendo muy bien.

No podía responderle. Me mordí la lengua para que sangrara y, volviéndome hacia él, presioné los labios entreabiertos contra los suyos para que mi sangre pasara a su boca. Cuando le besé, Avicus se estremeció y me abrazó con fuerza.

Luego me llené de nuevo la boca de sangre y besé a Zenobia mientras ella me abrazaba también con fuerza. Sepulté la cara en su cabello largo y ligeramente perfumado, mejor dicho, me cubrí la cara con él como si fuera un velo. Sentía un dolor tan agudo que apenas podía respirar.

—Os amo a los dos —musité. No sabía si me habían oído.

Luego, sin que mediaran más palabras ni más gestos, agaché la cabeza y salí por fin de la casa.

Al cabo de una hora, dejé atrás Constantinopla y emprendí la conocida ruta hacia Italia. Iba sentado en el pescante del primer carro de la comitiva, conversando con el jefe de mis guardias, que empuñaba las riendas.

Me entretuve durante varias noches jugando a conversar y reír como los mortales, por más que tenía el corazón destrozado.

No recuerdo cuántos días viajamos, sólo que nos detuvimos en varias poblaciones y que las carreteras eran menos accidentadas de lo que me había temido. En el transcurso del viaje, no les quité el ojo de encima a mis guardaespaldas y repartí oro a manos llenas entre mis sirvientes para comprar su lealtad.

Cuando llegué a los Alpes, tardé algún tiempo en encontrar un lugar remoto y oculto donde construir el santuario.

Pero una tarde, cuando el invierno no era tan frío y el cielo estaba despejado, distinguí unas laderas despobladas, a poca distancia de la carretera principal, que encajaban perfectamente con mi plan.

Después de conducir a mi caravana a la población más cercana, regresé solo. Después de escalar por el abrupto terreno, una tarea que pocos mortales habrían sido capaces de llevar a cabo, encontré lo que buscaba, un pequeño valle en el que construir el santuario.

Regresé a la población, adquirí una vivienda para mí y los que debían ser custodiados y envié a mis guardaespaldas, junto con mis esclavos, de vuelta a Constantinopla, tras haberlos recompensado generosamente por sus servicios.

Mis confundidos pero amables compañeros mortales se despidieron de mí con afecto y partieron alegremente en uno de los carros que les cedí para que regresaran a casa.

Dado que la población en la que me alojaba no estaba a salvo de invasiones, por más que sus habitantes lombardos se sintieran satisfechos, la noche siguiente me puse manos a la obra.

Sólo un bebedor de sangre podía recorrer la distancia que separaba el pueblo del emplazamiento definitivo del santuario a la velocidad a la que yo lo hice. Sólo un bebedor de sangre podía excavar la dura tierra y la piedra para abrir unos pasadizos que condujeran a la habitación rectangular de la cámara subterránea, y construir la puerta de piedra con remaches de hierro que separaría al Rey y a la Reina de la luz del día.

Sólo un bebedor de sangre podía pintar en los muros diosas y dioses grecorromanos. Sólo un bebedor de sangre podía tallar el trono de granito con tal habilidad y en tan breve espacio de tiempo.

Sólo un bebedor de sangre podía transportar a la Madre y al Padre, uno tras otro, montaña arriba hasta su lugar de descanso. Sólo un bebedor de sangre podía colocarlos uno junto a otro en su trono de granito.

Y cuando todo hubo terminado, ¿quién si no un bebedor de sangre se habría tumbado en el frío suelo para llorar sumido en su soledad habitual? ¿Quién si no un bebedor de sangre habría permanecido unas dos semanas acostado en silencio y sin moverse?

No es de extrañar que durante aquellos primeros meses tratara de infundir cierta vitalidad a los que debían ser custodiados llevándoles sacrificios, como había hecho con Eudoxia, pero Akasha se negaba a mover su poderoso brazo derecho por aquellos míseros mortales, todos ellos malvados, te lo aseguro. De modo que tuve que liquidar a esas desdichadas víctimas y transportar sus restos hasta la cima de una montaña, para arrojarlos desde su escarpado pico cual ofrendas dedicadas a los dioses crueles.

Durante los siglos sucesivos, buscaba a mis presas en las poblaciones cercanas con esmero, alimentándome de la sangre de muchos para no sublevar a la población local. A veces recorría una gran distancia para comprobar cómo estaban las cosas en ciudades que había conocido anteriormente.

Visité Pavía, Marsella y Lyon. Visité las tabernas de esas ciudades, como tenía por costumbre, atreviéndome a entablar conversación con los mortales e invitándolos a beber vino para que me contaran lo que ocurría en el mundo. De vez en cuando exploraba los campos de batalla donde los guerreros islámicos obtenían sus victorias. O seguía a los trancos cuando entraban en combate, utilizando la oscuridad a modo de escudo. Durante esa época, y por primera vez en mi existencia inmortal, hice buenos amigos mortales.

Seleccionaba a un mortal, por ejemplo, un soldado, y me reunía a menudo con él en la taberna local para charlar sobre lo que opinaba del mundo, sobre su vida. Esas amistades nunca duraban mucho tiempo ni eran muy profundas, porque yo no quería que lo fueran, y si alguna vez me asaltaba la tentación de convertir a alguno en un bebedor de sangre, me alejaba de él rápidamente.

Por ese procedimiento llegué a conocer a muchos mortales, incluso a monjes en sus monasterios, pues no vacilaba en abordarlos en la carretera, especialmente si pasaban por un territorio peligroso, y acompañarlos durante un trecho mientras les formulaba educadamente preguntas sobre la situación del Papa, la Iglesia e incluso las pequeñas comunidades donde ellos vivían.

Podría relatar infinidad de historias relacionadas con esos mortales, pues a veces no conseguía ocultar mis sentimientos, pero no hay tiempo. Me limitaré a confesar que algunos se convirtieron en amigos íntimos y que, cuando recuerdo esa época, ruego a algún dios dispuesto a escuchar mis súplicas que yo fuera capaz de ofrecerles un consuelo tan eficaz como ellos me lo ofrecieron a mí.

A veces me armaba de valor y me desplazaba hasta Rávena, en Italia, para contemplar las maravillosas iglesias con mosaicos tan magníficos como los que había admirado en Constantinopla. Pero jamás me atreví a adentrarme más en mi país natal. Temía presenciar la destrucción de todo cuanto había existido allí en otro tiempo.

En cuanto a las noticias del mundo que averiguaba a través de mis amigos, casi todas me partían el corazón.

Constantinopla había abandonado a Italia y sólo el Papa de Roma seguía manteniéndose firme contra los invasores. Los árabes islámicos parecían haber conquistado el mundo entero, incluida la Galia. Posteriormente, Constantinopla desencadenó una crisis a propósito de la validez de las imágenes sagradas, condenándolas sin más, lo cual llevó a la destrucción masiva de los mosaicos y los iconos en las iglesias, una guerra odiosa contra el arte que me abrasó el alma.

Por fortuna, el Papa de Roma se negó a aceptar la situación y, volviendo la espalda oficialmente al Imperio oriental, se alió con los francos.

Esto marcó el fin del sueño del gran Imperio que comprendía a Oriente y Occidente. Y marcó también el fin de mi sueño de que Bizancio lograra preservar la civilización que antaño había preservado Roma.

Pero no marcó el fin del mundo civilizado. Hasta yo, el patricio romano amargado, tuve que reconocerlo.

No tardó en surgir entre los francos un gran líder, llamado Carlomagno, quien consiguió numerosas victorias en su empeño de mantener la paz en Occidente. A su alrededor se formó una corte en la que se alentaba la afición a la antigua literatura latina, como si se tratara de una frágil llama.

Pero, en términos generales, fue la Iglesia quien mantuvo vivos los aspectos de la cultura que habían formado parte del mundo romano y que yo había conocido de niño. No dejaba de ser una ironía que el cristianismo, esa religión rebelde, nacida del martirio durante la Pax Romana, se encargara ahora de preservar los textos antiguos, la lengua antigua, la poesía antigua y el lenguaje antiguo.

A medida que transcurrían los siglos, me hice más fuerte; todas mis dotes sobrenaturales se intensificaron. Mientras yacía en la cámara subterránea junto a la Madre y el Padre, oía las voces de la gente en ciudades remotas. A veces oía a un bebedor de sangre pasar cerca de mí. Oía pensamientos y oraciones.

Por fin me fue dado el don de las nubes. Ya no tenía que escalar la ladera para llegar al santuario subterráneo. Me bastaba con desear alzarme desde la carretera, y al cabo de unos instantes me hallaba ante la puerta oculta del pasadizo. Era terrorífico y al mismo tiempo fascinante recorrer grandes distancias cuando me sentía con las fuerzas necesarias para hacerlo, cosa que ocurría cada vez más a menudo.

A todo esto, había empezado a aparecer en esta tierra que antaño había sido el territorio de tribus guerreras un gran número de castillos y monasterios.

Gracias al don de las nubes, podía visitar las elevadas cumbres sobre las que habían sido erigidas estas maravillosas estructuras y en ocasiones incluso penetraba en su interior.

Era un nómada que vagaba a través de la eternidad, un espía de corazones. Era un bebedor de sangre que no sabía nada de la muerte ni, en última instancia, del tiempo.

A veces mudaban los vientos. Yo seguía vagando a través de las vidas de otros. Como de costumbre me dedicaba a pintar para los que debían ser custodiados en el santuario oculto en la montaña, esta vez cubriendo los muros con imágenes de antiguos egipcios que acudían a ofrecer sacrificios, y guardaba allí mis escasos libros, que me reconfortaban el alma.

A menudo espiaba a los monjes en los monasterios. Me deleitaba observándoles escribir, y me consolaba comprobar que conservaban antiguas poesías griegas y romanas a buen recaudo. Al amanecer, penetraba en las bibliotecas, donde una figura encapuchada, inclinada sobre el atril, leía viejos poemas e historia de mi época.

Jamás descubrieron mi presencia. Era muy hábil. Muchas noches me quedaba fuera de la capilla escuchando los cánticos de los monjes, lo que me daba una gran paz interior, al igual que pasear por los claustros o escuchar el tañido de las campanas.

El arte de Grecia y Roma que tanto me gustaba había sido sustituido por un severo arte religioso. Las proporciones y el naturalismo no tenían ya importancia. Lo importante era que las imágenes plasmadas evocaran la devoción a Dios.

Las figuras humanas, pintadas o talladas en piedra, solían ser grotescamente enjutas, con ojos saltones de mirada fija. Imperaba una espantosa fealdad, aunque no por falta de conocimientos ni destreza, pues los manuscritos estaban decorados con una admirable minuciosidad y los monasterios e iglesias eran construidos con gran esfuerzo. Quienes realizaban esas obras de arte podrían haber creado cualquier cosa. Era una decisión voluntaria. El arte no debía ser sensual, sino piadoso. El arte debía ser solemne y austero. Y así fue como se perdió el mundo clásico.

Sin duda descubrí numerosos prodigios en este nuevo mundo, no puedo negarlo. Utilizando el don de las nubes, viajé para contemplar las grandes catedrales góticas, cuyos elevados arcos superaban todo cuanto había contemplado con anterioridad. La belleza de esas catedrales me asombraba. Me maravillaban los mercados que proliferaban en toda Europa. Daba la impresión de que el comercio y la artesanía habían aportado a las tierras una estabilidad que la guerra no había logrado imponer.

En toda Europa se hablaban nuevas lenguas. El francés era la lengua de la élite, pero también se hablaba inglés, alemán e italiano.

Fui testigo de todos esos hechos, pero no vi nada. Por fin, quizás hacia el año 1200 (no estoy seguro), me acosté en la cámara subterránea para sumirme en un sueño prolongado.

Estaba cansado del mundo y había adquirido una fuerza increíble. Confesé mis intenciones a los que debían ser custodiados. Después de decirles que las lámparas acabarían apagándose y que todo quedaría sumido en la oscuridad, les rogué que me perdonaran. Estaba fatigado. Deseaba dormir durante mucho tiempo.

Mientras dormía, averigüé muchas cosas. Mi oído sobrenatural estaba demasiado aguzado para permitirme yacer envuelto en el silencio. No podía escapar a las voces de los que gritaban, ya fueran bebedores de sangre o humanos. No podía escapar al decurso de la historia del mundo.

Permanecí así en el elevado paso alpino donde me ocultaba. Oí las plegarias de Italia y las de la Galia, que se había convertido en un país llamado Francia.

Oí los lamentos de las almas que padecían la terrible enfermedad del siglo XIV conocida como la peste bubónica.

En la oscuridad abrí los ojos. Escuché. Quizás incluso estudié. Por fin me desperté y, temiendo por la suerte que hubiera corrido el mundo, bajé a Italia. Tenía que ver con mis propios ojos la tierra que tanto amaba. Tenía que regresar.

Llegué a una ciudad que no había conocido antes, una ciudad nueva que no existía en tiempos de los Césares. Era un gran puerto. Es más, seguramente era la ciudad más grande de toda Europa. Se llamaba Venecia. La peste había penetrado en ella a través de los barcos anclados en su puerto; miles de ciudadanos la habían contraído y estaban gravemente enfermos.

Yo no la había visitado nunca; habría sido demasiado doloroso. Cuando entré en Venecia hallé una ciudad repleta de soberbios palacios construidos junto a sus canales de color verde oscuro, pero la peste se había apoderado de sus habitantes, que morían a diario por decenas. Los transbordadores se llevaban a los cadáveres para enterrarlos bajo tierra en las islas de la inmensa laguna de la ciudad.

Todo estaba presidido por los gemidos y la desolación. Las personas se congregaban en los cuartos de los enfermos para morir, con los rostros cubiertos de sudor, los cuerpos atormentados por una hinchazón incurable. El hedor de los cadáveres putrefactos lo impregnaba todo. Algunos trataban de huir de la ciudad y de la plaga. Otros permanecían junto a sus seres queridos aquejados por la enfermedad.

Yo jamás había contemplado una plaga semejante. Con todo, ésta había irrumpido en una ciudad de un esplendor tan increíble que me sentí a un tiempo profundamente apenado y maravillado por la belleza de los palacios y la espléndida iglesia de San Marco, la cual daba fe de los vínculos que mantenía la ciudad con Bizancio, adonde enviaba sus numerosos barcos mercantes.

No veía sino desconsuelo en aquel lugar. No era el momento de contemplar a la luz de las antorchas los cuadros y las estatuas que para mí representaban una novedad. Por despreciable que yo fuera en otros aspectos, tenía que partir por respeto a los moribundos.

De modo que me dirigí hacia el sur, a otra ciudad que no había conocido en mi vida mortal, concretamente Florencia, en la Toscana, una tierra muy hermosa y fértil.

Debo precisar que en aquellos momentos evitaba a toda costa ir a Roma. No soportaba ver de nuevo mi hogar sumido en la ruina y el dolor. No soportaba ver Roma azotada por esa plaga.

De modo que decidí ir a Florencia, como he dicho, una ciudad nueva para mí y próspera, aunque quizá no fuera tan opulenta como Venecia, ni tan bella, aunque estaba llena de imponentes palacios y calles pavimentadas.

Pero allí me topé también con la temible peste. Algunos individuos sin escrúpulos exigían dinero por retirar los cadáveres y con frecuencia golpeaban a los moribundos o a quienes trataban de atenderlos. En la puerta de algunas casas yacían hasta siete u ocho cadáveres. Los sacerdotes iban y venían a la luz de las antorchas, tratando de administrar la extremaunción. Todo estaba invadido por el mismo hedor que en Venecia, el hedor que proclamaba que el fin se hallaba próximo.

Cansado y compungido, entré en una iglesia situada cerca del centro de Florencia, aunque no sé de qué iglesia se trataba. Me apoyé en la pared, frente al distante tabernáculo iluminado por las velas, y me hice la pregunta que se hacían muchos mortales que rezaban: «¿Qué será de este mundo?».

Había presenciado la persecución de los cristianos; había visto a los bárbaros saquear ciudades; había asistido a las disputas entre Oriente y Occidente, hasta que por fin habían roto toda relación; había visto a los soldados islámicos entablar una guerra santa contra el infiel; y después de todo eso veía esa enfermedad que se propagaba por todo el mundo.

¡Y qué mundo! Un mundo que había experimentado un enorme cambio desde el año en que yo había huido de Constantinopla. Las ciudades europeas presentaban un aspecto pujante y floreciente. Las hordas bárbaras se habían convertido en pueblos civilizados. Bizancio seguía manteniendo unidas a las ciudades de Oriente.

¡Y ahora todo estaba invadido por esa terrible plaga!

«¿Por qué sigo vivo? —me pregunté—. ¿Por qué debo ser testigo de tantos hechos trágicos y maravillosos?». ¿Qué conclusión debía sacar de lo que contemplaba?

Pese a mi dolor, admiré la belleza de la iglesia iluminada por un sinfín de velas, y al divisar un toque de color a cierta distancia, en una de las capillas situadas a la derecha del altar mayor, me dirigí hacia allí» convencido de que encontraría otras espléndidas pinturas, pues había atisbado una parte de las mismas.

Ninguno de los fieles que rezaban devotamente en la iglesia reparó en mí: un ser cubierto con una capa roja provista de capucha, que se dirigía silenciosa y rápidamente hacia la capilla para contemplar las pinturas que contenía.

Lamenté que el resplandor de las velas no fuera más intenso. Lamenté no atreverme a encender una antorcha. Pero tenía los ojos de un bebedor de sangre, por lo que mis quejas estaban fuera de lugar. En la capilla vi unas figuras pintadas totalmente distintas de todas cuantas había contemplado hasta entonces. Eran unas figuras religiosas, sí, y severas, sí, y piadosas, sí, pero exhalaban un rasgo novedoso, algo que casi podría calificarse de sublime.

Constituían una mezcla de elementos. Pese a la congoja que me embargaba, experimenté una inmensa alegría, hasta que oí a mi espalda una voz grave, una voz mortal. Se expresaba con tal suavidad que dudo que otro mortal la hubiera oído.

—Está muerto —dijo el mortal—. Todos están muertos, todos los pintores que realizaron esta obra.

Sentí un dolor que me sobrecogió.

—Se los llevó la peste —dijo el hombre.

Era una figura cubierta con una capucha, igual que yo, pero su capa era de un color más oscuro. Me miró con ojos relucientes y febriles.

—No temas —dijo—. He padecido la enfermedad, pero no me ha matado y ya no puedo contagiar a nadie. Pero todos esos pintores han muerto. Han desaparecido. La peste se los ha llevado a ellos y sus conocimientos.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Eres pintor?

El individuo asintió con la cabeza.

—Ellos fueron mis maestros —respondió, señalando los muros—. Esta es nuestra obra inacabada —dijo—. No puedo terminarla yo solo.

—Debes hacerlo —dije—. Saqué unas monedas de oro de mi talego y se las entregué.

—¿Crees que esto me ayudará? —preguntó abatido. —Es cuanto puedo darte —respondí—. Quizá te permita adquirir un poco de intimidad y silencio, y puedas ponerte a pintar de nuevo. Me volví para marcharme. —No me dejes —dijo el individuo de pronto. Di media vuelta y lo miré. Él me miró a los ojos con insistencia.

Todo el mundo se muere menos tú y yo —dijo—. No te vayas.

Acompáñame, beberemos unas copas de vino juntos. Quédate conmigo.

No puedo —contesté. Temblaba. Me sentía demasiado atraído por él. Estaba a punto de matarlo—. Si pudiera, me quedaría contigo —dije.

Acto seguido abandoné Florencia y regresé a la cámara subterránea de los que debían ser custodiados.

Me tumbé para sumirme de nuevo en un sueño prolongado, sintiéndome un cobarde por no haber ido a Roma y aliviado por no haber bebido la sangre de aquella alma exquisita que me había abordado en la iglesia.

Pero algo había cambiado para siempre en mí.

En la iglesia de Florencia había contemplado un estilo pictórico nuevo. Había visto algo que me había llenado de esperanza.

Haz que la peste desaparezca, rogué, y cerré los ojos.

La peste desapareció por fin.

Y todas las voces de Europa cantaban.

Cantaban a las nuevas ciudades, las grandes victorias y las terribles derrotas. Todo en Europa experimentó una transformación. El comercio y la prosperidad propiciaban el arte y la cultura, al igual que habían hecho las cortes regias, las catedrales y los monasterios del pasado reciente.

Cantaban a un hombre llamado Gutenberg, que vivía en la ciudad de Maguncia y había inventado una imprenta mediante la cual podían obtenerse centenares de libros a bajo coste. Las personas comunes y corrientes podían poseer un ejemplar de las Sagradas Escrituras, libros de horas, libros de historias cómicas y de hermosas poesías. En toda Europa habían comenzado a construirse imprentas.

Cantaban la trágica caída de Constantinopla ante el invencible ejército turco. Pero las orgullosas ciudades de Occidente ya no dependían del lejano Imperio griego para que las defendiera. El lamento por Constantinopla no surtió efecto.

Italia, mi Italia, estaba iluminada por la gloria de Venecia, Florencia y Roma.

Había llegado el momento de que abandonara la cámara subterránea.

Me desperté de mis exaltados sueños.

Había llegado el momento de contemplar por mí mismo ese mundo que marcó su época como el año 1482 después de Cristo.

Ignoro por qué elegí ese año, como no fuera porque las voces de Venecia y Florencia me llamaban y porque había contemplado con anterioridad esas ciudades sumidas en las tribulaciones y el dolor y ansiaba desesperadamente contemplarlas en su esplendor.

Pero antes debía regresar a casa, emprender el camino hacia Roma.

Así pues, encendí de nuevo las lámparas de aceite para mis amigos.

Padres, limpié los adornos de sus frágiles vestiduras, rezándoles como hacía siempre, y me marché para penetrar en una de las épocas más interesantes que ha vivido el mundo occidental.