La noche siguiente me encontré con Avicus y Mael en la taberna. Estaban aterrorizados y escucharon con los ojos muy abiertos mientras les relataba la historia.
A diferencia de Mael, Avicus se mostró muy afligido por la noticia de la muerte de Eudoxia.
—¿Por qué ha tenido que ser destruida? —preguntó.
No sentía el falso imperativo viril de disimular su dolor y abatimiento y rompió a llorar.
—Ya conoces el motivo —respondió Mael—. Era imposible frenar su odio hacia nosotros. Marius lo sabía. No le atormentes con preguntas. Era preciso hacerlo.
Yo no dije nada, pues tenía muchas dudas sobre lo que había hecho. Había sido un acto tan definitivo como repentino. Al pensar en ello, sentí una opresión en el corazón y en el pecho, un pavor localizado en el cuerpo en lugar de en el cerebro.
Me limité a observar a mis dos compañeros y a analizar lo que su afecto significaba para mí. Me sentía conmovido y no quería abandonarlos, pero eso era precisamente lo que iba a hacer.
Por fin, después de que ambos hubieran pasado unos minutos discutiendo sosegadamente, les indiqué que guardaran silencio. Quería hacer unas puntualizaciones respecto al asunto de Eudoxia.
—Ha sido mi ira la que ha exigido su muerte —dije—, pues ¿qué parte de mí, salvo mi ira, se había ofendido por el hecho de que ella hubiera destruido nuestra casa? No me arrepiento de que haya desaparecido, os lo aseguro. Y repito que lo he hecho como una ofrenda a la Madre. En cuanto al motivo por el que la Madre ha decidido aceptar esa ofrenda, no puedo responder.
»Antiguamente, en Antioquía, ofrecí víctimas a los Padres Divinos. Llevaba a hombres malvados, drogados e inconscientes, al santuario. Pero ni la Madre ni el Padre bebieron nunca esa sangre.
«Ignoro por qué la Madre ha bebido sangre de Eudoxia, sólo sé que Eudoxia se ofreció ella misma y que yo le había rogado a Akasha que me enviara una señal. El asunto de Eudoxia está zanjado. Ha desaparecido con toda su belleza y su encanto.
»Pero escuchad lo que voy a deciros. Voy a abandonaros. Voy a abandonar esta ciudad, que detesto, y naturalmente me llevaré a la Madre y al Padre conmigo. Os dejo, y os aconsejo que permanezcáis juntos, como seguramente pensáis hacer, porque el amor que os profesáis mutuamente constituye la base de vuestra resistencia y vuestra fuerza.
—Pero ¿por qué quieres abandonarnos? —preguntó Avicus. Su expresivo rostro mostraba una profunda emoción—. ¿Cómo puedes hacernos esto? Aquí hemos sido felices los tres, hemos cazados juntos, hemos encontrado multitud de malvados. ¿Por qué deseas marcharte?
—Quiero estar solo —contesté—. Antes estaba solo y deseo seguir así.
—Eso es una locura, Marius —intervino Mael—. Acabarás encerrado de nuevo en una cripta con los Padres Divinos, aletargado, y te debilitarás demasiado para despertarte por ti mismo.
—Es posible, pero, si eso ocurriera —dije—, podéis estar seguros de que los que deben ser custodiados estarán a salvo.
—No te comprendo —dijo Avicus, rompiendo de nuevo a llorar. Lloraba tanto por Eudoxia como por mí.
No traté de detenerlo. La taberna estaba tenuemente iluminada y atestada de gente, y nadie iba a reparar en él, aunque fuera un magnífico ejemplar masculino que se tapaba la cara con sus blancas manos. Quizá pensarían que estaba ebrio.
Mael tenía un aspecto muy triste.
—Debo marcharme —dije, tratando de convencerlos—. Comprended que es preciso mantener el secreto de la Madre y el Padre. Si sigo con vosotros, el secreto corre peligro. Cualquiera, incluso unos seres tan débiles como Asphar y Rashid, los esclavos de Eudoxia, puede adivinarlo en vuestras mentes.
—¿Cómo sabes que lo hicieron? —protestó Mael.
Todos estábamos muy tristes, pero no podía dejar que me disuadieran de mi empeño.
—Si estoy solo —dije—, únicamente yo poseeré el secreto del lugar donde los Padres Divinos se hallen sentados o tendidos. —Me detuve, compungido, lamentando no poder resolver el problema de forma más sencilla, despreciándome como jamás me había despreciado.
Me pregunté de nuevo por qué había abandonado a Pandora, y de improviso tuve la sensación de que había destruido a Eudoxia por la misma razón, de que esas dos criaturas estaban más vinculadas en mi mente de lo que estaba dispuesto a reconocer.
Pero no, eso no era cierto. Lo cierto era que no lo sabía con certeza. Lo que sabía era que yo era un ser débil y fuerte a la vez y que, si el tiempo me hubiera dado esa oportunidad, podría haber amado a Eudoxia tanto como había amado a Pandora.
—Quédate con nosotros —dijo Avicus—. No te culpo por lo que has hecho. No debes marcharte por eso. Me sentí subyugado por el encanto de Eudoxia, sí, lo reconozco, pero no te odio por lo que has hecho.
—Eso ya lo sé —contesté, tomando su mano y tratando de tranquilizarlo—. Pero debo estar solo. —Era imposible consolarlo—. Escuchadme —dije—. Sabéis perfectamente cómo ocultaros y debéis hacerlo. En cuanto a mí, iré a la antigua casa de Eudoxia para preparar mi partida, puesto que no dispongo de otra casa donde trabajar. Si lo deseáis, podéis venir conmigo para comprobar si existe alguna cripta debajo de la vivienda, pero es peligroso.
Ni Avicus ni Mael querían acercarse a la casa de Eudoxia.
—Muy bien. Alabo vuestra prudencia. Os dejo, pero prometo no partir de Constantinopla hasta dentro de unas noches. Quiero volver a visitar algunos lugares, entre ellos las grandes iglesias y el palacio imperial. Venid a verme a la casa de Eudoxia, o yo iré a vuestro encuentro.
Los besé a ambos como se besan los hombres, con gesto brusco y emocionado, abrazándolos con fuerza, tras lo cual me marché para estar solo, tal como anhelaba.
La casa de Eudoxia estaba desierta. Pero me di cuenta de que había estado allí un esclavo mortal porque en casi todas las habitaciones había lámparas encendidas.
Registré minuciosamente aquellas estancias palaciegas, pero no hallé rastro de ocupantes. No descubrí la presencia de ningún vampiro. Los suntuosos salones y la espaciosa biblioteca estaban envueltos en un denso silencio; el único sonido que oí fue el murmullo de las diversas fuentes que había en el espléndido jardín interior, en el que de día penetraba el sol.
Debajo de la casa había unas criptas que contenían recios ataúdes de bronce. Los conté para asegurarme de que había destruido a todos los esclavos vampiros de Eudoxia.
A continuación hallé sin mayores dificultades la cripta donde ella había reposado durante las horas diurnas, en la que ocultaba su tesoro y su fortuna, así como dos magníficos sarcófagos profusamente decorados con oro, plata, rubíes, esmeraldas y unas perlas enormes y perfectas.
¿Por qué dos? No me lo explicaba, pero pensé que quizás Eudoxia había tenido un compañero que había desaparecido.
Mientras examinaba esa magnífica cámara, me invadió un dolor inenarrable, semejante a la congoja que había experimentado en Roma al comprender que había perdido a Pandora para siempre y que nada la obligaría a regresar. En realidad, era peor, pues seguramente Pandora existía en algún lugar, mientras que Eudoxia había dejado de existir.
Me arrodillé junto a uno de los sarcófagos, apoyé la cabeza en los brazos y, cansado, rompí a llorar como había hecho la noche anterior.
Permanecí allí algo más de una hora, desperdiciando la noche sumido en un morboso y angustioso arrepentimiento, cuando de pronto oí unos pasos en la escalera.
No se trataba de un mortal, de eso estaba seguro, y también sabía que no era ninguno de los bebedores de sangre que había visto con anterioridad.
No me molesté en moverme. Quienquiera que fuese, no era un ser fuerte; de hecho, era tan débil y tan joven como para permitirme oír el sonido de sus pasos andando descalzo.
Por fin apareció sigilosamente y a la luz de la antorcha una joven, una muchacha no mayor que Eudoxia cuando nació a las Tinieblas, con el pelo negro peinado con raya en medio y desparramado sobre los hombros, y ataviada con una ropa tan fina como la de Eudoxia.
Tenía un rostro inmaculado, los ojos brillantes, la boca roja. Sus mejillas mostraban el rubor del tejido humano que aún poseía y la conmovedora seriedad de su expresión contrastaba con sus rasgos, en especial con la pronunciada línea de sus labios carnosos.
Sin duda había visto en alguna parte a alguna persona más bella que esa niña, pero no recordaba quién. Su belleza me causó tal sensación de humildad y de asombro que me sentí como un idiota.
Con todo, comprendí al instante que esta joven había sido la amante bebedora de sangre de Eudoxia, elegida por ésta debido a su incomparable belleza, así como a su exquisita educación e inteligencia, y que antes de que Eudoxia ordenara a sus esclavos que nos condujeran ante ella, había encerrado a la muchacha.
El otro sarcófago que había en la cámara pertenecía a esta joven, a esta criatura a quien Eudoxia había amado profundamente.
Sí, todo resultaba lógico y evidente, y durante unos instantes me abstuve de hablar. Me limité a contemplar a esa radiante joven que permanecía de pie junto a la puerta de la cripta, iluminada por la antorcha que ardía a su espalda, con sus atormentados ojos fijos en mí.
Por fin, la joven habló en un sofocado murmullo.
—La has matado, ¿no es así? —preguntó. No sentía el menor temor, bien debido a su juventud o a su extraordinaria valentía—. La has destruido. Ya no existe.
Me levanté como si me lo hubiera ordenado una reina. La joven me examinó detenidamente. Luego su rostro adoptó una expresión de profunda tristeza.
Tuve la impresión de que iba a desplomarse. La sujeté en el momento preciso, tras lo cual la tomé en brazos y la transporté lentamente escaleras arriba.
La joven apoyó la cabeza contra mi pecho y exhaló un prolongado suspiro.
La llevé a la suntuosa alcoba de la casa y la deposité sobre el gigantesco lecho, pero no quiso permanecer acostada. Se incorporó y me senté junto a ella.
Supuse que me haría preguntas, que se pondría violenta, que descargaría su odio sobre mí, aunque apenas tenía fuerza. Calculé que hacía menos de diez años que se había transformado en vampiro. No me habría sorprendido averiguar que tenía catorce años cuando se produjo su transformación.
—¿Dónde te escondías? —le pregunté.
—En una vieja casa —respondió suavemente—. Un lugar desierto. Eudoxia insistió en que me quedara allí. Dijo que ya me mandaría llamar.
—¿Cuándo? —inquirí.
—Cuando hubiera terminado contigo, cuando te hubiera destruido u obligado a marcharte —contestó la joven mirándome.
¡No era más que un exquisito proyecto de mujer! Ansiaba besar sus mejillas. Pero su dolor era terrible.
Dijo que sería una batalla feroz —continuó la joven—, que eras uno de los seres más fuertes que había venido aquí. Con los otros no había tenido mayores dificultades, pero contigo no estaba segura del resultado, de modo que me ordenó que me ocultara.
Asentí. No me atrevía a tocarla. No sentía sino un intenso deseo de protegerla, de abrazarla, de decirle que, si deseaba golpearme en el pecho con los puños y maldecidme, no se reprimiera, al igual que si deseaba llorar.
—¿Por qué no dices nada? —me preguntó con mirada triste y perpleja—. ¿Por qué guardas silencio?
—¿Qué puedo decir? —repuse, meneando la cabeza—. Fue una batalla encarnizada, pero yo no la propicié. Pensé que todos podíamos convivir aquí en paz.
Mis palabras la hicieron sonreír.
—Eudoxia jamás lo habría consentido —se apresuró a decir—. Si supieras a cuántos ha destruido… Ni yo misma lo sé.
Eso aplacó un poco mis remordimientos, pero no me aproveché de ello. Lo pasé por alto.
—Decía que esta ciudad le pertenecía, que requería el poder de una emperatriz para protegerla. Me raptó del palacio, donde yo era una esclava, y me trajo aquí de noche. Yo estaba aterrorizada. Pero con el tiempo llegué a amarla. Ella estaba convencida de que así sería. Me contaba historias de sus correrías por el mundo. Y cuando aparecían otros bebedores de sangre, me ocultaba y peleaba con ellos hasta recuperar el control de la ciudad.
Asentí con la cabeza a todo cuanto decía la joven, afligido por ella y por el tono pesaroso y aturdido con que se expresaba. Su historia era tal como había imaginado.
—¿Cómo te las arreglarás para sobrevivir si te dejo aquí? —pregunté.
—¡No puedes hacer eso! —replicó, mirándome a los ojos—. No puedes abandonarme. Tienes que hacerte cargo de mí. Te lo suplico. No sé arreglármelas por mí misma.
Maldije en voz baja. Ella lo oyó y su rostro dejó entrever el dolor que sentía.
Me levanté y di unas vueltas por la habitación. Me volví para mirar a aquella mujer niña, con esa boca tierna y el pelo negro, largo y suelto.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Zenobia —respondió la muchacha—. ¿No puedes leerlo en mi mente? Eudoxia siempre adivinaba mis pensamientos.
—Puedo hacerlo si quiero —dije—. Pero prefiero hablar contigo. Tu belleza me confunde. Prefiero oír tu voz. ¿Quién te convirtió en vampiro?
—Uno de sus esclavos —respondió la joven—. Uno llamado Asphar. Él también ha desaparecido, ¿verdad? —preguntó—. Todos han desaparecido. Vi las cenizas —añadió, señalando la habitación con un gesto ambiguo. Luego recitó una lista de nombres.
—Sí —dije—, todos están muertos.
—De haberme encontrado aquí, me habrías matado a mí también —comentó con la misma expresión entre perpleja y dolorida.
—Es posible —respondí—. Pero todo ha terminado. Ha sido una dura batalla. Y cuando concluye una batalla, todo cambia. ¿Hay alguien más escondido aquí?
—No —contestó Zenobia sinceramente, —sólo yo. Había un esclavo mortal, pero cuando me desperté esta noche, comprobé que había desaparecido.
Yo debía de tener un aspecto abatido, pues me sentía así.
Zenobia se volvió y, con la lentitud de alguien que se siente aturdido, metió la mano debajo de las almohadas del lecho y sacó un puñal.
Acto seguido se levantó y se dirigió hacia mí sosteniendo el puñal en alto con ambas manos, apuntándolo hacia mi pecho. Miraba fijamente al frente, pero evitando mis ojos. El cabello negro, largo y ondulado le caía a ambos lados de la cara.
—Debería vengarme —dijo con voz queda—, pero si lo intento me lo impedirás.
—No lo intentes —repuse en el mismo tono sosegado que había empleado con ella en todo momento. Le arrebaté el puñal con delicadeza y, rodeándole los hombros con el brazo, la conduje de nuevo hacia el lecho.
—¿Por qué no te dio Eudoxia su sangre? —pregunté.
—Su sangre era demasiado potente para nosotros, según nos dijo. Todos sus esclavos bebedores de sangre habían sido raptados o convertidos en vampiros por otro ser que estaba a las órdenes de Eudoxia. Decía que no podía compartir su sangre porque ésta conllevaba fuerza y silencio. Después de crear a un bebedor de sangre, no puedes oír sus pensamientos. Eso nos dijo Eudoxia. Asphar me creó y ni yo podía oír sus pensamientos ni él los míos. Eudoxia nos dijo que tenía que obligarnos a obedecer, y que si nos concedía su sangre, no lo conseguiría.
Me dolía que Eudoxia se hubiera convertido en la maestra y que hubiera desaparecido.
La joven me observó con detenimiento.
—¿Por qué no me quieres? —me preguntó con ingenuidad—. ¿Qué puedo hacer para obligarte a cambiar de opinión? Eres muy hermoso —continuó con ternura—, con ese pelo rubio claro… En realidad, pareces un dios, tan alto y con los ojos azules… Hasta ella pensaba que eras hermoso. Me lo dijo. Nunca permitió que te viera, pero me dijo que te parecías a los hombres del norte. Me describió la forma en que te movías, con tus capas rojas…
—No sigas, por favor —dije—. No tienes por qué halagarme, es inútil. No puedo llevarte conmigo.
—¿Por qué? —preguntó Zenobia—. ¿Porque conozco el secreto de la Madre y el Padre?
Me quedé estupefacto.
Pensé que debería leer su mente, tratar de adivinar sus pensamientos, explorar su alma para averiguar todo lo que sabía, pero no quería hacerlo. No quería experimentar esa intimidad con ella. Su belleza me abrumaba, no puedo negarlo.
A diferencia de mi amante, Pandora, aquella preciosa joven ofrecía la promesa de una virgen, de una criatura que se dejaría manipular como uno quisiera sin perder nada, y supuse que esa promesa contenía una mentira.
Le respondí en tono quedo y amable, para no herirla.
—Ésa es justamente la razón por la que no puedo llevarte conmigo, aparte de que deseo estar solo.
Zenobia agachó la cabeza.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó—. Dímelo. Se presentarán aquí unos hombres mortales exigiendo que pague impuestos por esta casa o con algún otro motivo prosaico, y al verme, me tacharán de prostituta, o de hereje, y me arrojarán a la calle. O bien aparecerán de día y me hallarán durmiendo como una muerta debajo del suelo, y me sacarán a la luz del sol para reanimarme, causándome una muerte segura.
—Basta, todo eso ya lo sé —dije—. ¡Estoy tratando de razonar contigo! Déjame tranquilo un rato.
—Si te dejo tranquilo —replicó—, me pondré a llorar o a gritar de pena, y no podrás soportarlo y me abandonarás.
—No —contesté—. Estate calladita.
Comencé a pasearme por la habitación, consumido de deseo por ella, angustiado por hallarme en aquella situación. Era una venganza terrible por haber matado a Eudoxia. Esa niña parecía un fantasma que hubiera surgido de las cenizas de Eudoxia para atormentarme mientras yo trataba de escapar de lo que había hecho.
Por fin, llamé en silencio a Avicus y a Mael. Utilizando mi don de la mente al máximo, les pedí, no, les ordené que acudieran a casa de Eudoxia sin falta. Les dije que los necesitaba y que les esperaría hasta que llegaran.
Luego me senté junto a mi joven cautiva e hice lo que anhelaba hacer desde hacía rato: le aparté el espléndido cabello negro de la cara y besé sus suaves mejillas. Eran besos robados, desde luego, pero la textura de su cutis terso y juvenil y su espesa cabellera ondulada me enloquecían y no pude contenerme.
Ese gesto íntimo la sorprendió, pero no me apartó.
—¿Sufrió Eudoxia? —preguntó.
—Muy poco, o quizá nada —respondí, incorporándome y dejando de besarla—. Pero, dime, ¿por qué no se limitó a destruirme? ¿Por qué me invitó a venir aquí? ¿Por qué habló conmigo? ¿Por qué me hizo confiar en que podíamos alcanzar un pacto?
Zenobia reflexionó unos momentos antes de responder.
—A diferencia de otros, tú ejercías una gran fascinación sobre ella —dijo—. No era sólo por tu belleza, aunque eso tenía una importancia decisiva. Para Eudoxia, la belleza siempre fue importante. Me dijo que, hacía tiempo, una bebedora de sangre le había hablado de ti en Creta.
No me atreví a interrumpirla. La miré con los ojos muy abiertos.
—Hace muchos años —dijo—, llegó a la isla de Creta esa bebedora de sangre romana que iba en tu busca. No cesaba de hablar de ti, de Marius el romano, patricio por nacimiento y erudito por vocación. Era evidente que te amaba. No le negó a Eudoxia su derecho a controlar la totalidad de la isla. Sólo le interesaba dar con tu paradero, y al comprobar que no te encontrabas allí, se marchó.
¡Estaba mudo de asombro! Me sentía al mismo tiempo tan acongojado y excitado que no podía articular palabra. ¡Era Pandora! Era la primera vez en trescientos años que oía hablar de ella.
—No llores por eso —dijo Zenobia suavemente—. Ocurrió hace siglos. El tiempo siempre borra esos amores. Sería terrible que no lo hiciera.
—No los borra —contesté con voz ronca. Tenía lágrimas en los ojos—. ¿Qué más dijo esa mujer? Cuéntame lo que recuerdes, te lo ruego, hasta el detalle más insignificante. —Sentí que el corazón me latía con violencia, como si hubiera olvidado que lo tenía y de pronto hubiera reparado en él.
—¿Qué más quieres que te diga? No sé nada más. Sólo recuerdo que era una mujer poderosa, que no era una enemiga fácil. Como sabes, Eudoxia siempre hablaba de esas cosas. No era una mujer que pudiera ser destruida, pero se negó a revelar los orígenes de su inmensa fuerza. Eudoxia se quedó muy intrigada, hasta que llegaste a Constantinopla y te vio, Marius el romano, ataviado con tu espléndida capa roja) caminando a través de la plaza por la noche, pálido como el mármol Pero con la convicción de un mortal.
La joven se detuvo. Alzó la mano y me acarició la mejilla. —No llores. Eso fue lo que dijo Eudoxia: «Con la convicción de un mortal».
—¿Cómo averiguaste el secreto de la Madre y el Padre y qué significan para ti esas palabras?
—Eudoxia hablaba de ellos maravillada —respondió Zenobia—. Dijo que eras un incauto, o un loco. Pero lo mismo decía una cosa que la contraria. Eudoxia era así. Te maldecía por mantener ocultos a la Madre y al Padre en esta ciudad, pero quiso que acudieras a su casa. Por eso, me ordenó que me ocultara. Dejó que permanecieran los chicos, pues no sentía el menor aprecio por ellos, pero a mí me encerró. —¿Sabes lo que representan la Madre y el Padre? —pregunté. Zenobia negó con la cabeza.
—Sólo sé que están en tu poder, o lo estaban cuando Eudoxia me habló de ellos. ¿Son los primeros de nuestra especie?
No respondí. Pero estaba convencido de que eso era todo cuanto ella sabía, que no era poco.
Por fin penetré en su mente, utilizando todo mi poder para descifrar su pasado y su presente, para conocer desde sus pensamientos más íntimos hasta los más intrascendentes.
Zenobia me miró con ojos límpidos y confiados, como si percibiera lo que le estaba haciendo, o tratando de hacer, y aparentemente sin ocultar nada.
Pero ¿qué averigüé? Sólo que me había dicho la verdad. No sé nada más sobre tu hermosa bebedora de sangre. Se mostró paciente conmigo. De pronto la embargó un profundo pesar. Yo amaba a Eudoxia. Tú la has destruido. No puedes dejarme sola.
Me levanté y comencé de nuevo a pasearme por la habitación. Los suntuosos muebles bizantinos me agobiaban. Los gruesos cortinajes con dibujos saturaban el aire de polvo. Desde esa estancia no podía vislumbrar el cielo, pues nos encontrábamos demasiado alejados del jardín interior.
¿Qué pretendía yo en aquellos momentos? Simplemente, librarme de esa criatura; no, olvidarme de ella, de su presencia, del hecho de haberla visto… Pero eso era imposible.
De pronto me interrumpió un sonido y comprendí que Avicus y Mael habían llegado.
Atravesaron las numerosas habitaciones hasta llegar a la alcoba. Al entrar, se sorprendieron al ver a aquella preciosa joven sentada en un lado del enorme lecho cubierto con cortinas.
Guardé silencio mientras ambos se recuperaban de la sorpresa. Avicus se sintió de inmediato atraído por Zenobia, tanto o más de lo que se había sentido por Eudoxia, a pesar de que la joven no había pronunciado aún una palabra.
Advertí en Mael ciertos recelos y no poca preocupación. Me miró con aire inquisitivo, sin dejarse hechizar por la belleza de aquella criatura. Mael no cedía a sus emociones.
Avicus se acercó a Zenobia y, al observarle y advertir que en sus ojos se encendía la pasión, vi la forma de zafarme de aquella situación. Lo vi con toda nitidez, pero al mismo tiempo con pesar. Lamenté haberme jurado permanecer solo, como si me hubiera comprometido en nombre de un dios. Quizá fuera así. Me había comprometido en nombre de los que debían ser custodiados. Pero no debía seguir pensando en ellos en presencia de Zenobia.
En cuanto a la mujer niña, se sentía mucho más atraída por Avicus, quizá debido a la inmediata y evidente devoción que éste le manifestaba, que por el distante y suspicaz Mael.
—Os agradezco que hayáis venido —dije—. Sé que no os apetecía volver a poner los pies en esta casa.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Mael—. ¿Quién es esta criatura?
—La compañera de Eudoxia. Le ordenó que se ocultara por seguridad, hasta que concluyera su pelea contra nosotros. Ahora que ha concluido, aquí tenéis a esta niña.
—¿Niña? —preguntó Zenobia suavemente—. No soy una niña.
Avicus y Mael sonrieron con aire paternalista, aunque ella los miró con expresión grave y de censura.
—Yo tenía la misma edad que Eudoxia cuando le dieron la sangre vampírica —dijo—. «No conviene crear un bebedor de sangre anciano», solía decir Eudoxia. «Un mortal anciano sólo acarrea problemas debido a los hábitos que ha adquirido durante su vida mortal». Todos sus esclavos recibieron la sangre vampírica a la misma edad que yo, así que no eran unos niños, pero los bebedores de sangre se preparaban para la vida eterna en calidad de vampiros.
No dije nada, pero jamás olvidé esa frase. Te lo aseguro. Jamás. Al cabo de mil años, esas palabras cobraron un significado muy importante para mí, me atormentaban día y noche. Enseguida me referiré a eso, pues me propongo glosar ese millar de años someramente. Pero permite que retome mi historia.
Zenobia pronunció su breve perorata con la misma ternura con que había hablado todo el rato, y cuando concluyó, observé que Avicus la contemplaba subyugado. Eso no significaba que fuera a amarla de forma absoluta ni para siempre, desde luego, pero vi que no existía ninguna barrera entre la niña y él.
Avicus se acercó a ella, como si se sintiera incapaz de expresarle el respeto que le infundía su belleza.
—Me llamo Avicus. Soy un viejo amigo de Marius —dijo de improviso. Sus palabras me sorprendieron. Después de mirarme, clavó de nuevo los ojos en Zenobia y le preguntó—: ¿Estás sola?
—Completamente sola —respondió Zenobia, aunque me miró primero para comprobar si iba a indicarle silencio—. Y si alguno de vosotros, o todos, no me saca de aquí, o permanece conmigo en esta casa, estoy perdida.
Miré a mis dos viejos amigos asintiendo con la cabeza.
Mael me dirigió una mirada fulminante y meneó la cabeza en señal de desaprobación. Luego miró a Avicus, pero éste no apartaba los ojos de la niña.
—No te dejaremos desprotegida —dijo Avicus—, eso es impensable. Pero ahora debes dejarnos solos para que podamos hablar. No, quédate aquí. Hay muchas habitaciones en esta casa. ¿Podemos reunimos arriba, Marius?
—En la biblioteca —respondí de inmediato—. Venid conmigo. No temas, Zenobia, y no trates de escuchar nuestra conversación, pues sólo oirás fragmentos y lo que importa es la totalidad. La totalidad contendrá nuestros auténticos sentimientos.
Conduje a Avicus y a Mael arriba y nos sentamos en la magnífica biblioteca de Eudoxia, como habíamos hecho hacía poco tiempo.
—Lleváosla vosotros —dije—, yo no puedo. Me marcho de aquí y me llevo a la Madre y al Padre, tal como os he dicho. Debéis protegerla.
—Eso es imposible —declaró Mael—, es demasiado débil. ¡Y no la quiero conmigo! Os lo digo claramente, ¡no quiero cargar con ella!
Avicus apoyó una mano en la de Mael.
—Marius no puede llevársela —dijo—. Lo que dice es cierto. No se trata de una opción. No puede llevarse a esa criatura con él.
—¡Criatura! —replicó Mael con desdén—. Di la verdad. Es un ser frágil e ignorante, que no hará sino causarnos problemas.
—Os ruego a ambos que os la llevéis —insistí—. Enseñadle todo lo que sabéis. Enseñadle lo que necesita saber para valerse por sí misma.
—¡Pero si es una mujer! —protestó Mael despectivamente—. ¿Cómo va a valerse por sí misma?
—Eso no tiene importancia para una bebedora de sangre, Mael —respondí—. Cuando sea fuerte, cuando haya averiguado todo lo que debe saber, podrá vivir como vivía Eudoxia si lo desea. Podrá vivir como quiera.
—No la quiero conmigo —insistió Mael—. Me niego a llevármela. Ni por todo el oro del mundo, bajo ningún concepto.
Me disponía a contestarle pero al observar la expresión de su rostro comprendí que decía la verdad, que era más sincero de lo que él mismo imaginaba. Jamás aceptaría a Zenobia, y si yo la dejaba a su cuidado, la pondría en peligro. Mael no dudaría en abandonarla a la primera ocasión, o quizá le hiciera algo peor.
Miré a Avicus y comprobé que, por desgracia, estaba a merced de las palabras de Mael. Como de costumbre, estaba supeditado al poder de Mael. Como de costumbre, no podía librarse de la ira de Mael.
Avicus trató de convencerle, asegurándole que la presencia de Zenobia apenas cambiaría sus vidas. Podían enseñarle a cazar. O quizá ya supiera hacerlo. Era una joven muy hermosa, con escasos rasgos humanos. No les resultaría una carga imposible de soportar y, a fin de cuentas, debían hacer lo que yo les pedía.
—Quiero que nos la llevemos —dijo Avicus en tono afectuoso—. Me parece una joven encantadora y advierto en ella una dulzura que me conmueve.
—En efecto —apostillé—. Posee una gran dulzura.
—¿Y eso representa una cualidad en una bebedora de sangre? —preguntó Mael—. ¿Desde cuándo una bebedora de sangre debe ser dulce?
No pude responder. Pensé en Pandora y sentí un dolor tan intenso que me impedía articular palabra. Pero vi a Pandora. La vi y comprendí que siempre había aunado pasión y dulzura, y que tanto los hombres como las mujeres pueden poseer esas cualidades, y que esta niña, Zenobia, tenía muchas posibilidades de desarrollarlas.
Desvié la mirada, incapaz de dirigirme ni a uno ni a otro mientras siguieran discutiendo entre sí. Pero de pronto advertí que Avicus se había enojado y que Mael estaba furioso.
Cuando volví a mirarlos, ambos guardaron silencio. Luego, Avicus me miró como buscando en mí una autoridad que yo sabía que no poseía.
—No puedo organizar vuestro futuro —dije—. Tal como os he dicho, me marcho.
Quédate y nos haremos cargo de la niña —dijo Avicus. ¡Imposible! —protesté.
—Eres obstinado, Marius —dijo Avicus suavemente—. Tus intensas pasiones te atemorizan incluso a ti. Podríamos vivir los cuatro en esta casa.
—He matado a la dueña de esta casa —respondí—, no puedo vivir en ella. Es una blasfemia contra los dioses que haya permanecido tanto rato aquí. Los antiguos dioses se vengarán, no porque existan sino porque antaño yo los reverenciaba. En cuanto a esta ciudad, ya os lo he dicho, debo abandonarla y llevarme a los que deben ser custodiados para instalarlos en un lugar secreto y seguro.
—Esta casa te pertenece por derecho propio —dijo Avicus—, lo sabes muy bien. Tú mismo nos la has ofrecido.
—Vosotros no destruisteis a Eudoxia —dije—. Pero volvamos al asunto que nos ocupa. ¿Os llevaréis a esta chica?
—No —contestó Mael.
Avicus calló. No tenía más remedio que callar.
Desvié de nuevo la mirada. Mis pensamientos se centraban única y exclusivamente en Pandora en la isla de Creta, algo que ni siquiera había imaginado. Pandora, la vampiro errante. Durante un buen rato, guardé silencio.
Luego me levanté y, sin decir una palabra ni a Avicus ni a Mael, pues me habían decepcionado, regresé a la alcoba, donde hallé a la bella y joven criatura tendida en la cama.
Tenía los ojos cerrados. La lámpara emitía una luz suave. Qué aspecto tan maravilloso y pasivo ofrecía aquella muchacha, con el pelo desparramado como una cascada sobre la almohada, el cutis inmaculado, la boca semicerrada.
Me senté a su lado.
—Aparte de por tu belleza, ¿por qué te eligió Eudoxia? —pregunté—. ¿Te lo dijo alguna vez?
Zenobia abrió los ojos como si se hubiera sobresaltado, lo cual era lógico dada su juventud, y después de reflexionar unos instantes respondió suavemente:
—Me eligió porque era inteligente y me sabía muchos libros de memoria. Eudoxia me pedía que se los recitara. —Sin alzar la cabeza de la almohada, Zenobia colocó las manos como si sostuviera un libro y añadió—: Me bastaba echar una ojeada a una página para recordar todo cuanto había escrito en ella. Además, no lloraba la muerte de ningún mortal. Era una más del centenar de siervas que atendían a la emperatriz. Era virgen. Era una esclava.
—Entiendo. ¿Y por algo más?
Me percaté de que Avicus se hallaba en la puerta, pero no le dije nada.
Zenobia reflexionó unos momentos antes de contestar.
—Eudoxia decía que mi alma era incorruptible, que, aunque había presenciado mucha maldad en el palacio imperial, era capaz de percibir la música en la lluvia.
Asentí con la cabeza.
—¿Y todavía percibes esa música?
—Sí —respondió la joven—. Creo que más que nunca. Pero, si me abandonas aquí, esa música no bastará para sostenerme.
—Antes de dejarte, quiero darte algo —dije.
—¿De qué se trata? —Zenobia se incorporó sobre las almohadas—. ¿Qué puedes darme que me ayude a sobrevivir?
—¿No lo imaginas? —pregunté suavemente—. Mi sangre.
Oí a Avicus, que estaba junto a la puerta, proferir una exclamación de asombro, pero no hice caso. Lo único que me interesaba era Zenobia.
—Soy fuerte, pequeña —dije—, muy fuerte. Y después de que hayas bebido de mi sangre, el rato que quieras y la cantidad que desees, te convertirás en una criatura distinta de la que eres ahora.
Zenobia se sentía intrigada y fascinada a un tiempo por esa perspectiva. Alzó tímidamente las manos y las apoyó en mis hombros.
—¿Y quieres que lo haga ahora?
—Sí —respondí. Sentado junto a ella, dejé que me abrazara y, al notar que me clavaba los dientes en el cuello, exhalé un prolongado suspiro—. Bebe, tesoro —dije—. Succiona con fuerza para ingerir toda la sangre que puedas.
Un millar de airosas visiones inundó mi mente: imágenes del palacio imperial, de estancias doradas, de banquetes, de música y magos, de la ciudad a la luz del día con sus carreras de carros avanzando a toda velocidad por el Hipódromo, de la multitud gritando y aplaudiendo, del emperador alzándose en el palco imperial para saludar con la mano a quienes le reverenciaban, de la gigantesca procesión dirigiéndose hacia Santa Sofía, de velas e incienso y nuevamente de un esplendor palaciego, en esta ocasión bajo este techo.
Empecé a sentirme débil y mareado, pero no tenía importancia. Lo importante era que Zenobia bebiera toda la sangre que pudiera.
Por fin, la joven se recostó sobre las almohadas. La miré y vi que tenía las mejillas blancas como la cera debido a la sangre vampírica que había ingerido.
Después de incorporarse con cierto esfuerzo, me miró como una bebedora de sangre recién nacida, como si jamás hubiera contemplado la auténtica visión de la sangre vampírica.
Zenobia se levantó de la cama y empezó a pasearse por la habitación. Describió un gran círculo, aferrando con la mano derecha el tejido de su túnica, con el rostro radiante en su nueva palidez, los ojos muy abiertos, húmedos y resplandecientes.
Me miró como si fuera la primera vez que me veía. Luego se detuvo, como si oyera unos sonidos distantes a los que había permanecido sorda. Se tapó los oídos con las manos. Su rostro traslucía una serena sensación de asombro y dulzura, sí, dulzura; luego me examinó detenidamente.
Traté de ponerme de pie, pero estaba demasiado débil. Avicus se acercó para ayudarme, pero le aparté.
—¿Qué le has hecho? —preguntó.
—Tú mismo lo has visto —contesté—, tú y Mael, que os habéis negado a haceros cargo de ella. Le he dado mi sangre. Le he dado una oportunidad.
Me acerqué a Zenobia y la obligué a mirarme.
—Préstame atención —dije—. ¿Te habló Eudoxia de su existencia anterior? —pregunté—. ¿Sabías que puedes merodear por las calles en busca de una presa como un hombre?
Zenobia me miró con una mirada nueva, aturdida, sin comprender.
—¿Sabías que si te cortas el pelo crecerá en el espacio de un día y volverás a tener una melena tan larga y espesa como antes?
Zenobia negó con la cabeza, desviando la mirada de mí para contemplar las numerosas lámparas de bronce que había en la habitación y los mosaicos de las paredes y del suelo.
—Escucha, preciosa mía, no tengo tiempo para enseñártelo todo —dije—, pero quiero dejarte bien provista de conocimientos y poder.
Tras volver a asegurarle que el pelo le crecería al cabo de unas horas, se lo corté, observando cómo caía al suelo. Luego la llevé a los aposentos de los bebedores de sangre masculinos y la vestí con prendas varoniles.
Después de ordenar con firmeza a Mael y a Avicus que nos dejasen solos, me la llevé a la ciudad para mostrarle la forma de caminar de un hombre, con aire decidido, el ambiente de las tabernas, que ella jamás había imaginado, y cómo capturar a una presa.
En aquellos momentos me pareció tan encantadora como antes. Parecía su hermana mayor, más sabia. Mientras reía alegremente sentada a la mesa de una taberna, ante la copa de vino de rigor, que no probó siquiera, se me ocurrió pedirle que partiera conmigo, pero enseguida comprendí que eso era imposible.
—La verdad es que no pareces un hombre —comenté sonriendo—, ni con pelo ni sin pelo.
Zenobia soltó una carcajada.
—Claro. Ya lo sé. Pero me encanta estar en un lugar como éste, un lugar en el que, de no ser por ti, jamás habría puesto los pies.
—A partir de ahora puedes hacer lo que quieras —dije—. Piensa en ello. Puedes ser un varón o una mujer. O ni una cosa ni la otra. Ve en busca del malvado como hago yo y jamás te toparás con la muerte. Pero, sean cuales sean tus alegrías y tus tristezas, no te arriesgues nunca a ser juzgada por los demás. Mide bien tus fuerzas y sé prudente.
Zenobia asintió con la cabeza observándolo todo con los ojos muy abiertos, fascinada. Como es natural, los hombres que había en la taberna la miraban con curiosidad, pensando que yo había salido de copas con mi amiguito. Antes de que las cosas se pusieran feas, me la llevé de allí, pero antes puse a prueba sus poderes para adivinar los pensamientos de los que la rodeaban, y subyugar al joven esclavo que nos había servido el vino.
Mientras caminábamos por las calles, le di algunas instrucciones acerca de los usos y costumbres del mundo que supuse que podía necesitar, lo cual me proporcionó un placer tan intenso como peligroso.
Zenobia me describió todos los secretos del palacio imperial, para que pudiera penetrar en él y satisfacer mi curiosidad. Después entramos en otra taberna.
—Llegarás a odiarme por lo que le hice a Eudoxia —le advertí— y lo que les hice a los otros bebedores de sangre.
Te equivocas —respondió con naturalidad—. Ten en cuenta que Eudoxia jamás me concedió un momento de libertad. En cuanto a los otros, sospecho que me despreciaban y envidiaban a un tiempo.
Asentí con la cabeza, aceptando su razonamiento. Luego le pregunté:
—¿Por qué crees que Eudoxia me contó su vida, entre otras cosas que correteaba por las calles de Alejandría vestida como un chico, mientras que a ti no te habló de eso?
—Eudoxia confiaba en amarte —respondió Zenobia—. Me lo dijo ella misma, no directamente, por supuesto, sino a través de la forma en que me hablaba de ti y de su entusiasmo al verte. Pero esas emociones se mezclaban en su mente con la suspicacia y la astucia. Creo que el temor que le inspirabas prevaleció sobre los otros sentimientos.
Guardé silencio mientras reflexionaba en sus palabras. Percibía el ruido de la taberna como si fuera música.
Zenobia me observaba con atención.
—Eudoxia no quería que yo llegara a conocerla y a comprenderla. Se contentaba con que fuera su juguete. Incluso cuando le leía en voz alta o le cantaba, no me miraba ni me prestaba atención. A ti, en cambio, te veía como un ser digno de ella. Cuando hablaba de ti, lo hacía como si nadie la escuchara. Pensaba continuamente en ti, no paraba de darle vueltas a su plan para atraerte a su casa y hablar contigo. Era una obsesión llena de temor. ¿Comprendes lo que digo?
—Que se volvió contra ella —dije—. Pero Vámonos, hay muchas cosas que deseo enseñarte y nos quedan sólo unas pocas horas antes de que amanezca.
Salimos de nuevo a la oscuridad de la noche, cogidos del brazo. ¡Cuánto me complacía enseñarle cosas! Me encantaba desempeñar el papel de maestro con ella.
Le enseñé a trepar por un muro sin esfuerzo, a deslizarse junto a mortales en la sombra y a atraer a víctimas.
Penetramos sigilosamente en Santa Sofía, cosa que a Zenobia se le antojaba imposible, y por primera vez desde que le había dado mi sangre contempló la gran iglesia que había visitado con frecuencia cuando estaba viva.
Por fin, después de que ambos nos hubiéramos cobrado unas víctimas en unos callejones para saciar nuestra sed nocturna, lo que permitió a Zenobia descubrir el alcance de su nuevo poder, regresamos a casa.
Allí encontré los documentos oficiales referentes al título de propiedad. Los examiné junto con Zenobia y le dije que podía conservar la casa de Eudoxia como si fuera suya.
Avicus y Mael se hallaban en la casa y me sorprendió que me preguntaran si podían quedarse.
—Preguntádselo a Zenobia —respondí—. Esta casa le pertenece a ella.
Inmediatamente, llevada de su generosidad, Zenobia les dijo que podían quedarse a vivir allí y ocupar los escondrijos que habían pertenecido a Asphar y a Rashid.
Observé que Avicus, con su buena planta y sus facciones armoniosas, le resultaba muy atractivo a Zenobia, quien asimismo parecía juzgar a Mael con excesiva benevolencia e ingenuidad.
No dije nada, pero sentía una extraordinaria confusión y un profundo dolor. No quería separarme de Zenobia, deseaba yacer en la oscuridad de la cripta junto a ella. Sin embargo, había llegado el momento de partir.
Agotado, pese a que nuestra cacería había sido muy fructífera y había pasado un rato maravilloso, regresé a las cenizas de mi casa, bajé al santuario que albergaba a los Padres Divinos y me eché a dormir.