11

Nos dimos a la fuga.

No hay otra forma de describirlo. Estábamos aterrorizados y huimos. En cuanto llegamos a nuestra casa, cerramos todas las ventanas y las puertas con sus postigos más recios.

Pero ¿qué era eso comparado con el poder que tenía Eudoxia?

Nos reunimos en el jardín interior para analizar la situación. Teníamos que descubrir nuestros poderes. Teníamos que averiguar qué poderes nos habían proporcionado el paso del tiempo y la sangre.

Al cabo de unas horas, obtuvimos algunos resultados.

Avicus y yo podíamos mover objetos con facilidad sin tocarlos. Podíamos hacer que volaran por el aire. Por lo que respecta al don del fuego, sólo yo lo poseía, y comprobamos que podía utilizarlo sin límites dentro del espacio de nuestra casa. Eso significaba que podía hacer que ardiera cualquier tipo de madera, por lejos que estuviera de dónde yo me encontraba. En cuanto a seres vivos, elegí como víctimas a unos infortunados animales y les prendí fuego desde una gran distancia sin mayores problemas.

Nuestra fuerza física era mucho mayor de lo que habíamos supuesto. De nuevo, yo los superaba en eso al igual que en todo lo demás. Avicus me seguía a cierta distancia, y Mael era el tercero.

Pero estando con Eudoxia había intuido otra cosa que traté de explicarles a Avicus y a Mael.

—Cuando peleamos, Eudoxia trató de abrasarme con el don del ruego. (Esas fueron las palabras que utilizamos en esa ocasión). Estoy seguro de ello, pues noté el calor. Pero yo me enfrenté a ella con otro poder. Utilicé una gran presión. Y eso es lo que debemos comprender.

De nuevo, elegí para mi experimento a las desgraciadas ratas que «habitaban en nuestra casa. Sosteniendo a una de ellas, ejercí la misma fuerza que había utilizado cuando sostenía a Eudoxia en mis brazos. El animal prácticamente reventó, pero no se produjo ningún fuego.

Entonces comprendí que poseía un poder distinto del don del fuego, un don que podríamos denominar el don de matar y que había utilizado en mi defensa. Si utilizaba esa presión contra un mortal, cosa que no me proponía hacer, sus órganos internos reventarían y el desgraciado moriría.

—Ahora, Avicus —dije—, puesto que eres el mayor de nosotros, comprueba si posees este don de matar, lo cual es muy posible.

Después de atrapar a una rata, la sostuve en mis manos mientras Avicus dirigía sobre ella sus pensamientos con la debida concentración. Al cabo de unos segundos el pobre animal empezó a sangrar por las orejas y la boca y murió.

Este experimento impresionó a Avicus.

Insistí en que Mael hiciera también la prueba. En esta ocasión la rata se retorció desesperada al tiempo que emitía débiles y angustiosos chillidos, pero no murió. Cuando la deposité de nuevo sobre el suelo de mosaico del jardín, no fue capaz de echar a correr, ni siquiera de incorporarse sobre sus diminutas patas, y la maté por compasión.

—Tu poder se está intensificando —dije, mirando a Mael—. El de los tres se está intensificando. Tenemos que ser más astutos, infinitamente más astutos, a la hora de enfrentarnos a nuestros enemigos aquí.

Mael asintió con la cabeza.

—Por lo visto, soy capaz de dejar a un mortal muy maltrecho —comentó.

—E incluso de abatirlo —dije yo—. Pero centrémonos ahora en el don de la mente. Todos lo hemos utilizado para localizarnos unos a otros, y a veces para comunicar en silencio una pregunta, pero sólo de forma defensiva y rudimentaria.

Entramos en la biblioteca y nos sentamos formando un triángulo. Yo traté de introducir en la mente de Avicus unas imágenes de lo que había visto en la gran iglesia de Santa Sofía, concretamente los mosaicos que me habían maravillado.

Avicus me las describió de inmediato con todo detalle.

Luego me convertí en el receptor de sus pensamientos, unos recuerdos del azaroso año en que fue trasladado de Egipto al norte, a Gran Bretaña, para cumplir su prolongado servicio en el bosque de los druidas. Había permanecido encadenado.

Esas imágenes me turbaron. No sólo las vi, sino que me causaron una intensa reacción física. Tuve que aclararme los ojos, además de la mente. Las imágenes contenían algo tremendamente íntimo y a la vez confuso. Comprendí que, a partir de aquel momento, Avicus me inspiraría un sentimiento muy distinto.

A continuación hice el mismo experimento con Mael. Traté de transmitirle unas imágenes nítidas de mi antigua casa en Antioquía, donde había sido tan feliz —e infeliz— con Pandora. Mael también fue capaz de describir verbalmente las imágenes que yo le había transmitido.

Cuando le tocó el turno a Mael de transmitirme unas imágenes, me permitió contemplar la primera noche que había participado, en su juventud, en las ceremonias celebradas por los fieles del bosque para el dios del roble. Por razones obvias, esas escenas me disgustaron y turbaron, y después de contemplarlas tuve la impresión de conocerlo algo más de lo deseable.

Luego, los tres tratamos de espiarnos unos a otros mentalmente, una habilidad que siempre habíamos sabido que poseíamos y en la que demostramos ser más potentes de lo que habíamos imaginado. En cuanto a enmascarar nuestras mentes, los tres, incluso Mael, éramos capaces de conseguirlo casi a la perfección.

Decidimos reforzar nuestros poderes en la medida que pudiéramos. Utilizaríamos el don de la mente con mayor frecuencia a fin de prepararnos para hacerle frente a Eudoxia y a lo que se propusiera hacer.

Por fin, después de haber completado nuestra lección, y puesto que no habíamos recibido más noticias de Eudoxia o sus acólitos, decidí bajar al santuario de los que debían ser custodiados.

Avicus y Mael se mostraron reacios a quedarse solos arriba, de modo que dejé que bajaran conmigo y me esperaran junto a la puerta, pero insistí en que debía entrar solo al santuario.

Me arrodillé ante los Padres Divinos y les conté en voz baja lo ocurrido. Naturalmente, era un tanto absurdo, puesto que lo más seguro era que ya lo supieran.

Sea como fuere, les expuse con franqueza a Akasha y a Enkil todo lo que Eudoxia me había revelado, les hablé sobre nuestra feroz lucha y les confesé que no sabía qué hacer.

Eudoxia, de la que no me fiaba porque no me respetaba a mí ni a quienes yo amaba, estaba empeñada en hacerse cargo de ellos. Les dije que si deseaban que yo les entregara a Eudoxia, sólo tenían que hacer una señal, pero les rogué que me salvaran a mí y a mis compañeros.

Nada, salvo mis murmullos, rompió el silencio de la capilla. Nada cambió.

—Necesito la sangre, Madre —le dije a Akasha—. Jamás la he necesitado tanto como en estos momentos. La necesito para defenderme.

Me levanté. Esperé. Deseé ver alzarse la mano de Akasha, como había hecho en el caso de Eudoxia. Pensé en las palabras de su creador: «Nunca destruye a los que les indica que se acerquen».

Pero no hubo un gesto cálido para mí. Sólo contaba con mi valor cuando abracé de nuevo a Akasha. Oprimí los labios contra su cuello y, al morder la piel, noté el delicioso e indescriptible sabor de la sangre.

¿Qué vi en mi éxtasis? ¿Qué vi en esa sublime satisfacción? Vi el exuberante y espléndido jardín, repleto de árboles frutales bien cuidados, la mullida y oscura hierba, el sol resplandeciendo a través de las ramas. ¿Cómo iba a olvidarme de ese sol fatal y extraordinariamente hermoso? Sentí bajo mi pie desnudo el suave y ceroso pétalo de una flor. Sentí las delicadas ramas rozándome la cara. Seguí bebiendo más y más hasta perder la noción del tiempo y el calor me paralizó.

¿Es ésta tu señal, Madre? Me paseaba por el jardín del palacio con un pincel en la mano, y al alzar la vista comprobé que estaba pintando los árboles que tenía ante mí, creando el jardín por el que caminaba. Comprendí perfectamente la paradoja. Era el jardín que había pintado con anterioridad en los muros del santuario. Y ahora me pertenecía, estaba plasmado sobre un muro liso y se extendía a mi alrededor, como si existiera en realidad. Ése era el vaticinio. Conserva a la Madre y al Padre a tu cuidado. No temas.

Retrocedí. Estaba saciado. Me abracé a Akasha como un niño. Le rodeé el cuello con la mano izquierda, apretando la frente contra sus gruesas trenzas negras, y la besé una y otra vez. La besé como si ése y sólo ése fuera el gesto más elocuente que existiera.

Enkil no se movió. Akasha tampoco. Suspiré, y ése fue el único sonido que oí.

Luego retrocedí y me arrodillé ante ellos para expresarles mi gratitud.

Amaba a mi espléndida diosa egipcia de forma profunda y total. Estaba convencido de que me pertenecía.

Durante largo rato, reflexioné sobre el problema que tenía con Eudoxia y al fin lo vi un poco más claramente.

Pensé que, si no se producía una señal clara dirigida a Eudoxia, mi pelea con ella sería a muerte. Eudoxia jamás me permitiría quedarme en esa ciudad y se proponía arrebatarme a los que debían ser custodiados, de modo que tendría que utilizar contra ella el don del fuego. Lo que había ocurrido hacía un rato no era sino el principio de nuestra pequeña guerra.

Me producía mucha pena, porque admiraba a Eudoxia, pero sabía que se sentía humillada por el resultado de nuestra lucha y jamás capitularía ante mí.

Miré a Akasha.

—¿Cómo puedo pelear a muerte con esa criatura? —pregunté—. Tu sangre corre tanto por sus venas como por las mías. Hazme una señal más clara indicándome lo que debo hacer.

Me quedé allí más de una hora, tras lo cual salí del santuario.

Encontré a Avicus y a Mael esperándome junto a la puerta, donde los había dejado.

—La Reina me ha dado su sangre —dije—. No lo digo para ufanarme, sino simplemente para que lo sepáis. Creo que ésa es la señal que me envía. Pero ¿cómo puedo estar seguro? Creo que no desea que la entregue a Eudoxia y que, si se la provoca, nos destruirá.

Avicus parecía desesperado.

—Tuvimos suerte de que durante los años que pasamos en Roma no nos desafiara ningún vampiro más potente que nosotros —comentó.

Asentí con la cabeza.

—Los vampiros potentes no se acercan a otros tan poderosos como ellos —dije—. Pero lo cierto es que la estamos desafiando. Podríamos marcharnos tal como nos pidió que hiciéramos.

—Eudoxia no tiene ningún derecho a exigirnos eso —repuso Avicus—. ¿Por qué no procura amarnos?

—¿Amarnos? —pregunté, repitiendo sus palabras—. ¿Cómo se te ocurre decir una cosa tan extraña? Sé que estás enamorado de ella, desde luego, lo he visto con mis propios ojos. Pero ¿por qué iba a amarnos?

—Precisamente porque somos poderosos —contestó—. Se rodea de vampiros muy débiles, de criaturas que no tienen más de medio siglo. Nosotros podemos contarle cosas que quizá desconozca.

—Sí, yo pensé lo mismo cuando la vi por primera vez. Pero eso es imposible con ella.

—¿Por qué? —preguntó Avicus de nuevo.

Si Eudoxia quisiera rodearse de vampiros poderosos, ya lo habría hecho —respondí. Luego añadí entristecido—: Siempre podemos regresar a Roma.

Avicus guardó silencio. Ni yo mismo sabía muy bien por qué lo había dicho.

Cuando subimos la escalera del santuario y atravesamos los túneles hasta llegar a la superficie, le tomé del brazo y dije:

—Estás obsesionado con ella. Es preciso que recobres tu yo espiritual. No debes amarla. Esfuérzate en borrarla de tu mente.

Avicus asintió, pero estaba demasiado trastornado para ocultarlo.

Miré a Mael y vi que se tomaba este asunto con más calma de lo que yo había supuesto. Entonces me formuló la inevitable pregunta:

—¿Habría destruido Eudoxia a Avicus si tú no te hubieras enfrentado a ella?

—Sin duda estaba dispuesta a hacerlo —respondí—. Pero Avicus es muy viejo, más que tú y que yo, y posiblemente incluso más que ella. Y tú mismo has comprobado esta noche la fuerza que tiene.

Turbados por los malos augurios y los malos pensamientos, nos dirigimos a nuestros infames lugares de descanso.

La noche siguiente, en cuanto me levanté, intuí que había extraños en casa. Estaba furioso, pero, a pesar de que la ira debilita, conservaba cierto sentido común.

Mael y Avicus se reunieron de inmediato conmigo y los tres subimos para descubrir la presencia de Eudoxia y de un aterrorizado Asphar, junto con otros dos jóvenes vampiros a quienes no habíamos visto antes.

Se hallaban sentados en la biblioteca, como si fueran unos invitados.

Eudoxia vestía una espléndida túnica oriental de gruesa seda con las mangas largas y acampanadas, y calzaba unas zapatillas persas; llevaba sus gruesos bucles negros recogidos sobre la orejas y adornados con joyas y perlas.

Mi biblioteca no era tan magnífica como la estancia en la que ella me había recibido, pues no había terminado de decorar mi casa, de modo que la propia Eudoxia constituía el adorno más suntuoso.

Me llamó de nuevo la atención la belleza de su rostro menudo, en especial de su boca, aunque sus ojos fríos y oscuros seguían resultándome hipnotizadores.

Sentí lástima del desdichado Asphar, que me miraba aterrorizado, y también me compadecí de los otros dos vampiros, ambos unos adolescentes en su vida mortal y jóvenes en inmortalidad.

Huelga decir que me parecieron muy hermosos. Eran unos chiquillos cuando los transformaron en vampiros, es decir, unos espléndidos seres con cuerpo de adulto y mejillas y boca carnosas y juveniles.

—¿Por qué te presentas aquí sin haber sido invitada? —pregunté a Eudoxia—. Estás sentada en mi sillón como si fueras mi huésped.

—Discúlpame —respondió suavemente—. He venido porque tenía que hacerlo. He registrado tu casa de arriba abajo.

—¿Y me lo dices a la cara? —pregunté.

Eudoxia entreabrió la boca como para responder, pero de pronto las lágrimas acudieron a sus ojos.

—¿Dónde están los libros, Marius? —preguntó con voz queda, mirándome—. ¿Dónde están los libros antiguos de Egipto, los libros que se hallaban en el templo y que robaste?

No respondí. Tampoco me senté.

—Vine confiando en encontrarlos —dijo mirando al frente mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas—. Vine porque anoche soñé que los sacerdotes del templo me decían que debía leer las viejas fábulas.

Yo seguía sin responder.

Eudoxia alzó la vista y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Percibí los olores del templo, el olor de los papiros —dijo—. Vi al Anciano sentado ante su escritorio.

—Él fue quien expuso a nuestros Padres al sol —dije—. No te dejes engañar por un sueño que le hace parecer inocente. El Anciano era malvado y culpable. Era egoísta y estaba amargado. ¿Quieres saber cómo acabó?

—En mi sueño, los sacerdotes me decían que tú habías sustraído los libros, Marius. Decían que entraste en la biblioteca del templo y te llevaste todos los pergaminos sin que nadie te opusiera resistencia.

Yo callé.

Su desesperación era conmovedora.

—Dime, Marius, ¿dónde están esos libros? Si me permites leerlos, si me permites leer las viejas fábulas de Egipto, mi alma se reconciliará contigo. ¿Harás eso por mí?

Enojado, inspiré hondo.

—Eudoxia —dije suavemente—, esos libros han desaparecido, lo único que queda de ellos está aquí, en mi cabeza —añadí tocándome la sien—. Cuando los salvajes del norte asaltaron la ciudad de Roma, quemaron mi casa y destruyeron mi biblioteca.

Eudoxia meneó la cabeza y se llevó las manos a la cara, como si no soportara aquella situación.

Me arrodillé junto a ella y traté de obligarla a volverse hacia mí, pero fue inútil. Eudoxia siguió llorando en silencio.

Escribiré todo lo que recuerde, y recuerdo mucho —dije—. ¿O prefieres que lo relate en voz alta para que tomen nota nuestros escribas? Tú misma puedes decidir cómo quieres recibirlo y te complaceré de mil amores. Comprendo tus deseos.

Ése no era el momento de revelarle que buena parte de lo que deseaba averiguar carecía de importancia, que las viejas fábulas estaban llenas de supersticiones, estupideces y encantamientos que no significaban nada.

Hasta el malévolo Anciano lo había dicho. Pero yo había leído esos pergaminos durante los años que había pasado en Antioquía y los recordaba bien. Estaban impresos en mi corazón y mi alma.

Eudoxia se volvió hacia mí lentamente, alzó la mano izquierda y me acarició el pelo.

—¿Por qué robaste esos libros? —murmuró, desesperada, sin dejar de llorar—. ¿Por qué los sustrajiste del templo donde habían permanecido a buen recaudo durante mucho tiempo?

—Quería saber qué contenían —respondí con sinceridad—. ¿Por qué no los leíste cuando tenías una vida entera para hacerlo? —pregunté suavemente—. ¿Por qué no los copiaste cuando copiabas textos para los griegos y los romanos? ¿Cómo puedes censurarme por hacer lo que hice?

—¿Censurarte? —preguntó Eudoxia—. Te odio por ello.

—El Anciano había muerto, Eudoxia —dije con voz queda—. La Madre lo mató.

Eudoxia me miró abriendo desmesuradamente los ojos, que tenía arrasados en lágrimas.

—¿Pretendes que te crea? ¿Que crea que no lo mataste tú?

—¿Yo? ¿Matar a un bebedor de sangre que tenía mil años cuando nací? —repliqué, profiriendo una breve carcajada—. No. Lo mató la Madre. Y fue ella quien me pidió que la sacara de Egipto. Yo no hice más que obedecer sus órdenes.

La miré a los ojos, empeñado en conseguir que me creyera, que tuviera en cuenta esta prueba definitiva antes de seguir odiándome como me odiaba.

—Observa mi mente, Eudoxia —dije—. Contempla las imágenes que hay en ella.

Reviví los espeluznantes momentos en que Akasha aplastó al Anciano con el pie. Recordé cómo derribó la lámpara de su pedestal para derramar el aceite en llamas sobre los restos de éste y cómo ardió la sangre misteriosa.

—Sí —musitó Eudoxia—. El fuego es nuestro enemigo, siempre lo ha sido. Lo que dices es verdad.

—Te hablo con el corazón y el alma —respondí—. Es cierto. Después de que la Madre me encargara esa misión, y habiendo presenciado la muerte del Anciano, ¿cómo no iba a llevarme los libros? Ansiaba apoderarme de ellos tanto como tú. Los leí cuando estuve en Antioquía. Te diré todo lo que contenían.

Tras reflexionar largo rato en mis palabras, Eudoxia asintió con la cabeza.

Me puse de pie y la miré. Ella permaneció sentada, inmóvil, cabizbaja. Luego sacó un pañuelo de lino fino del interior de su túnica y se enjugó las lágrimas de sangre.

Yo le reiteré mis promesas.

—Escribiré cuanto recuerdo —dije—. Escribiré todo lo que me contó el Anciano cuando llegué al templo. Dedicaré mis noches a esta labor hasta haberlo relatado todo por escrito.

Eudoxia no me respondió y yo no podía ver su rostro a menos que me arrodillara de nuevo.

—Ambos sabemos lo mucho que podemos ofrecernos uno a otro, Eudoxia —dije—. En Roma, llegué a estar tan cansado de todo que perdí el hilo de la vida durante un siglo. Ahora estoy ansioso de oír todo cuanto sepas.

¿Sopesaba ella mis palabras? Imposible adivinarlo.

—Anoche tuve una pesadilla —dijo por fin Eudoxia sin alzar la cabeza—. Soñé con Rashid, que gritaba pidiéndome que le auxiliara.

¿Qué podía yo decir? Estaba desesperado.

—No, no quiero que me respondas con palabras destinadas a aplacarme —dijo—. Sólo quiero que sepas que dormí mal. Luego me vi en el templo rodeada por los sacerdotes. Tuve una pavorosa sensación, una sensación clarísima de muerte y tiempo.

—Ambos podemos vencer eso —repuse, hincando una rodilla ante ella.

Eudoxia me miró a los ojos como si desconfiara de mí.

—No —respondió suavemente—. Nosotros también morimos. Morimos cuando nos llega la hora de morir.

Yo no quiero morir —dije—. Dormir, sí, a veces dormir casi eternamente, pero morir no.

Eudoxia sonrió.

¿Qué escribirías para mí —preguntó—, suponiendo que pudieras escribir algo? ¿Qué escribirías en un pergamino para que yo lo leyera y supiera?

—No lo que contenían esos antiguos textos egipcios —respondí con vehemencia—, sino algo más sublime, más universal, algo lleno de esperanza y vitalidad que hable de crecimiento y triunfo, que hable de vida, para decirlo sin rodeos.

Eudoxia asintió con solemnidad y volvió a sonreír.

Me miró unos instantes con una expresión parecida al afecto.

—Llévame al santuario —dijo tomándome de la mano.

—Muy bien —respondí.

Me levanté y ella hizo lo propio, tras lo cual echó a andar precediéndome. Quizá lo hiciera para demostrar que sabía dónde se hallaba el santuario. Gracias a los dioses, sus escoltas permanecieron rezagados, por lo que no tuve que ordenarles que no nos siguieran.

Bajé con ella al santuario y, con el don de la mente, abrí las numerosas puertas sin necesidad de tocarlas.

Ignoro si eso la impresionó, pues no manifestó nada al respecto. En cualquier caso, yo no sabía si seguíamos enfrentados, pues no podía adivinar su estado de ánimo.

Cuando Eudoxia vio a la Madre y al Padre ataviados con sus suntuosos ropajes y exquisitas joyas, contuvo el aliento.

—¡Benditos Padres! —musitó—. He recorrido un largo camino para veros.

Su tono me conmovió. Las lágrimas se deslizaban de nuevo por sus mejillas.

—Ojalá pudiera ofrecerte algo —dijo, mirando a la Reina. Estaba temblando—. Ojalá pudiera ofrecerte un sacrificio, un presente.

Al oírla pronunciar esas palabras, sentí un leve sobresalto, aunque no sabría explicar por qué. Miré a la Madre y luego al Padre, pero no detecté nada. Sin embargo, algo había cambiado en la capilla, quizás Eudoxia lo había notado también.

Aspiré la densa fragancia que exhalaban los incensarios. Contemplé las flores que se estremecían en los jarrones. Contemplé los ojos relucientes de mi Reina.

—¿Qué puedo ofrecerte? —repitió Eudoxia, dando un paso adelante—. ¿Qué podría ofrecerte con toda mi alma que tú estuvieras dispuesta a aceptar? —Siguió avanzando hacia el estrado con los brazos extendidos—. Soy tu esclava. Era tu esclava en Alejandría cuando me concediste por primera vez tu sangre y sigo siéndolo ahora.

—Retrocede —dije de pronto, aunque sin saber por qué—. Retrocede y guarda silencio —me apresuré a añadir.

Pero Eudoxia siguió avanzando y subió el primer escalón del estrado.

—¿No ves que soy sincera? —me dijo sin volver la cabeza ni apartar la vista del Rey y la Reina—. Deja que yo sea tu víctima, bendita Akasha, deja que me convierta en tu sacrificio de sangre, mi sagrada Reina.

De improviso, Akasha alzó el brazo derecho y atrajo a Eudoxia hacia sí, abrazándola en un gesto brutal.

Eudoxia profirió un angustioso gemido.

Con un levísimo movimiento de la cabeza, la Reina inclinó su boca pintada de rojo sobre Eudoxia y, durante un instante, vi sus afilados colmillos antes de que se clavaran en el cuello de su víctima. Eudoxia estaba impotente, con la cabeza doblada hacia un lado y los brazos colgando, fláccidos, mientras Akasha, con su acostumbrada expresión impávida, le chupaba la sangre al tiempo que la sujetaba con fuerza.

Contemplé la escena horrorizado, sin atreverme a inmiscuirme.

Pasaron tan sólo unos segundos, quizá medio minuto, antes de que Eudoxia lanzara un ronco y terrible grito al tiempo que trataba desesperadamente de alzar los brazos.

—¡Basta, Madre, te lo suplico! —grité, asiendo el cuerpo de Eudoxia con todas mis fuerzas—. ¡Basta, te lo imploro, no la mates! ¡Perdónale la vida! —insistí, tirando del cuerpo de Eudoxia—. ¡No la mates, Madre! —grité. Noté que el cuerpo de Eudoxia se movía y lo aparté rápidamente del brazo curvado de la Reina, que permaneció suspendido en el aire.

Eudoxia aún respiraba, aunque estaba lívida y gemía lastimosamente. Ambos caímos del estrado y el brazo de Akasha regresó a su anterior posición, perpendicular al cuerpo, con la mano apoyada en el muslo, como si nada hubiera ocurrido.

Caí al suelo junto a Eudoxia, que no cesaba de boquear.

—¿Es que querías morir? —le pregunté.

—No —contestó, trastornada. Siguió tendida en el suelo, respirando con dificultad. Le temblaban las manos y no podía incorporarse.

Alcé la vista y escruté el rostro de la Reina.

El sacrificio había teñido sus mejillas de rojo, pero en sus labios no había ni una gota de sangre.

No salía de mi asombro. Ayudé a Eudoxia a levantarse y la saqué apresuradamente del santuario. Subimos la escalera, atravesamos los diversos túneles y por fin llegamos a la planta baja de la casa.

Ordené a los otros que salieran de la biblioteca, cerré la puerta con el don de la mente y deposité a Eudoxia en el diván para que recobrara el aliento.

—Pero ¿cómo has tenido valor para arrebatarme de sus garras? —me preguntó, abrazándose a mi cuello—. Abrázame, Marius, no me dejes. No puedo…, no quiero… Abrázame. ¿Cómo te has atrevido a encararte con nuestra Reina?

—Iba a destruirte —contesté—. Iba a responder a mi ruego.

—¿Y qué ruego era ése? —preguntó Eudoxia.

Por fin me soltó y acerqué una silla para sentarme junto a ella.

Su rostro mostraba una expresión trágica y tenía los ojos brillantes. Alargó el brazo y me asió de la manga.

—Le rogué que me enviara una señal manifestándome su deseo —dije—. Que me indicara si quería pasar a tu cuidado o quedarse conmigo. La Reina se ha pronunciado. Tú misma has visto cuál es su respuesta.

Eudoxia sacudió la cabeza, pero no para contradecir mis palabras, sino para recobrar la lucidez. Trató de levantarse del diván, pero no pudo.

Durante largo rato permaneció tendida, con la vista fija en el techo, pero no logré adivinar sus pensamientos. Traté de tomarle la mano, pero ella la apartó.

Luego dijo en voz baja:

—Tú has bebido su sangre. Posees el don del fuego y has bebido su sangre. Y ella ha hecho esto en respuesta a tu ruego.

—¿Por qué te ofreciste a ella? —pregunté—. ¿Por qué pronunciaste esas palabras? ¿Las habías pronunciado alguna vez en Egipto?

—Jamás —contestó ella en un vehemente murmullo—. Había olvidado la belleza. —Parecía confundida, débil—. Había olvidado la intemporalidad —musitó—. Había olvidado el silencio que los rodeaba, como si estuvieran circundados de multitud de velos.

Se volvió y me miró lánguidamente. Luego miró a su alrededor. Sentí su hambre, su debilidad.

—Sí —murmuró—. Llama a mis esclavos —dijo—. Quiero que salgan y obtengan un sacrificio para mí; me siento demasiado débil por haberme ofrecido yo misma como sacrificio.

Me dirigí al jardín e indiqué a su pequeña cuadrilla de exquisitos bebedores de sangre que se presentaran ante Eudoxia. Ella misma podía darles esa desagradable orden.

Cuando hubieron partido para cumplir su siniestra misión, regresé junto a Eudoxia. Estaba incorporada en el diván, con una expresión todavía angustiada y las manos trémulas.

—Quizá debía haber muerto —comentó—. Quizás estaba escrito. —¿Escrito? —repliqué con desdén—. Lo que está escrito es que ambos debemos vivir en Constantinopla, tú en tu casa con tus jóvenes acompañantes y yo aquí con los míos. Y que debemos mantener un trato frecuente y cordial. Eso es lo que está escrito.

Eudoxia me miró con aire pensativo, como si reflexionara en mis palabras, en la medida en que fuera capaz de hacerlo después de lo ocurrido en el santuario.

—Confía en mí —le rogué en voz baja—. Confía en mí al menos durante un tiempo. Luego, si debemos separarnos, que sea amistosamente.

Eudoxia sonrió.

—¿Como si fuéramos griegos antiguos? —preguntó.

—¿Por qué vamos a perder los modales? —contesté—. ¿Acaso no se alimentaron de esplendor, como las obras de arte que todavía nos rodean, la poesía que todavía nos reconforta y las conmovedoras historias heroicas que nos hacen olvidar el cruel paso del tiempo?

—Los modales… —repitió ella, pensativa—. Eres un ser muy extraño.

¿Era mi enemiga o mi amiga? No podía adivinarlo.

De pronto aparecieron sus esclavos bebedores de sangre arrastrando a una desdichada y aterrorizada víctima, un rico comerciante que nos miraba con los ojos desorbitados y nos ofreció dinero sin tapujos a cambio de su vida.

Yo quería impedir esa abominación. ¿Cuándo había sacrificado a una víctima bajo mi techo? Y eso era justamente lo que iba a ocurrirle en mi casa a un hombre que me imploraba misericordia.

Pero, al cabo de unos segundos, los esclavos le obligaron a arrodillarse y Eudoxia comenzó a succionar su sangre sin importarle que yo presenciara el espectáculo. Di media vuelta, salí de la biblioteca y no volví a aparecer hasta que el hombre hubo muerto y los esclavos se llevaron su cadáver ataviado con lujosas ropas.

Por fin regresé a la biblioteca, agotado, horrorizado y confundido.

Eudoxia, que presentaba mejor aspecto después de haberse alimentado del desgraciado comerciante, me miró fijamente.

Me senté, pues no veía motivo para permanecer de pie, indignado por algo que había concluido, y me sumí en un mar de pensamientos.

—¿Podremos compartir tú y yo esta ciudad? —pregunté con calma, mirándola—. ¿Seremos capaces de hacerlo en paz y armonía?

No conozco la respuesta a tus preguntas —contestó. Había algo en su voz, en sus ojos y en su talante que me alarmó—. Ahora me despido de ti. Hablaremos en otra ocasión.

Eudoxia ordenó a sus escoltas que la siguieran y todos salieron silenciosamente, a instancias mías, por la puerta trasera de la casa.

Me quedé sentado en el sillón, exhausto después de todo lo ocurrido, preguntándome si se habría producido algún cambio en Akasha después de haber bebido sangre de Eudoxia.

Por supuesto que no se habría producido ningún cambio. Pensé en mis primeros años con Akasha, cuando estaba seguro de poder hacerla resucitar. Ahora se había movido, sí, pero qué expresión tan horripilante había mostrado su rostro lozano e inocente, más impávido que los rostros de los mortales cuando mueren.

En aquel momento tuve un espantoso presentimiento, en el que la fuerza sutil de Eudoxia parecía a la vez un sortilegio y una maldición.

En medio de ese presentimiento tuve una terrible tentación, un terrible pensamiento de rebeldía. ¿Por qué no le había entregado la Madre y el Padre a Eudoxia? De este modo me habría librado de ellos, de la carga que soportaba desde las primeras noches de mi existencia entre vampiros. ¿Por qué no lo había hecho?

Habría sido muy sencillo. Y yo me habría liberado de esa carga.

Al reconocer este infame deseo en mi interior, al verlo estallar como un fuego avivado por un atizador, comprendí que durante las largas noches en alta mar, durante la travesía a Constantinopla, en mi fuero interno había deseado que el barco naufragara, que zozobráramos y que los que debían ser custodiados se hundieran para siempre en el fondo del mar. Yo habría sobrevivido al naufragio, pero ellos habrían permanecido enterrados en el fondo del mar, tal como el Anciano me había dicho tiempo atrás en Egipto, maldiciendo y despotricando: «¿Por qué no los arrojo al fondo del mar?».

¡Ah, qué pensamientos tan terribles! ¿Acaso no amaba a Akasha? ¿No le había entregado mi alma?

Me devoraban los remordimientos y el temor de que la Reina averiguara mi mezquino secreto, mi deseo de librarme de ella, de todos ellos, de Avicus, de Mael y por supuesto de Eudoxia, de errar por el mundo como un vagabundo, como tantos otros, sin una identidad, ni un lugar, ni un destino, de estar solo.

Eran unos pensamientos espantosos que me separaban de todo cuanto yo valoraba. Tenía que borrarlos de mi mente.

Pero, antes de que pudiera recobrar la compostura, Mael y Avicus entraron apresuradamente en la biblioteca. Se había producido un tumulto frente a la casa.

—¿No lo oyes? —me preguntó Avicus, frenético.

—¡Qué escándalo! —exclamé—. ¿Por qué grita esa gente en las calles?

Oí un tremendo vocerío y el clamor de una multitud que golpeaba nuestras ventanas y puertas. Arrojaban piedras contra nuestra casa. Estaban a punto de destrozar los postigos de madera.

—Pero ¿qué ocurre? ¿Por qué hacen eso? —preguntó Mael, desesperado.

—¡Escuchad! —contesté alarmado—. ¡Dicen que hemos atraído con malas artes a un rico comerciante a nuestra casa, que le hemos asesinado y arrojado su cadáver para que se pudra! ¡Maldita seas, Eudoxia! ¡Es obra de ella! ¡Ella ha asesinado al comerciante y ha hecho que la multitud se alce contra nosotros! ¡No hay tiempo que perder! ¡Debemos refugiarnos en el santuario!

Los conduje hasta la entrada, levanté la pesada puerta de mármol y penetramos en el pasadizo, conscientes de que estábamos protegidos pero éramos incapaces de defender nuestra casa.

Luego, lo único que pudimos hacer fue escuchar impotentes cómo la multitud entraba por la fuerza y saqueaba nuestra morada, destrozando mi nueva biblioteca y todo cuanto poseía. No era preciso oír sus airadas voces para comprender que habían prendido fuego a la casa.

Por fin, cuando retornó la calma, cuando sólo quedaban unos pocos saqueadores que se abrían paso entre las calcinadas vigas y los cascotes, salimos del túnel y contemplamos horrorizados las ruinas.

Ahuyentamos a aquellos canallas. Acto seguido, después de cerciorarnos de que la entrada al santuario estaba bien cerrada y disimulada, nos dirigimos a la atestada taberna y nos sentamos a una mesa para conversar rodeados de mortales.

Era increíble que nos hubiéramos batido en retirada, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer?

Les conté a Avicus y a Mael lo que había ocurrido en el santuario: que la Madre había bebido sangre de Eudoxia hasta dejarla exangüe y que yo había intervenido para salvarle la vida. Luego les conté lo del comerciante mortal, pues ambos habían visto que los esclavos de Eudoxia lo traían a la casa y se llevaban luego su cadáver, aunque no sabían de qué iba la cosa.

—Arrojaron su cadáver donde la multitud pudiera hallarlo —dijo Avicus—. Lo utilizaron como señuelo.

Así es. Hemos perdido nuestra vivienda —dije—, no podremos volver a poner los pies en el santuario hasta que tome una serie de complicadas medidas legales para adquirir con otro nombre lo que me pertenece, pues la familia del comerciante reclamará justicia contra el desdichado individuo que yo era antes, ¿comprendéis?

—¿Qué pretende Eudoxia de nosotros? —preguntó Avicus. —Esto es una ofensa contra los que deben ser custodiados —declaró Mael—. Ella sabe que el santuario está en el sótano de la casa, y sin embargo ha provocado un motín para destruirlo.

Me quedé mirándolo. Estuve a punto de recriminarle aquella salida intempestiva, pero de pronto confesé:

—No se me había ocurrido, pero tienes razón. Ha sido una ofensa contra los que deben ser custodiados.

—Sí, Eudoxia ha ofendido a la Madre —terció Avicus—. Eso está claro. En cualquier momento pueden ir ladrones y ponerse a excavar en el suelo que cubre el pasadizo subterráneo que conduce al santuario.

Me invadió una profunda tristeza, junto con una rabia puramente juvenil. La rabia me reafirmó en mi empeño.

—¿Qué te pasa? —preguntó Avicus—. Has mudado de expresión. Dinos ahora mismo qué estás pensando, sinceramente y sin rodeos.

—No estoy seguro de poder expresar mis pensamientos —contesté—. Basta con que yo los sepa, y no auguran nada bueno para Eudoxia y para aquellos a quienes asegura amar. Cerrad vuestras mentes para no dejar indicios de vuestro paradero. Dirigíos a la puerta de la ciudad más cercana, salid por ella y ocultaos en las colinas durante los próximos días. Mañana venid a reuniros conmigo en esta taberna.

Los acompañé hasta la puerta de la ciudad y, cuando la hubieron atravesado, me dirigí directamente a casa de Eudoxia.

No me resultó difícil oír a sus esclavos vampiros trajinando dentro y les ordené que me abrieran la puerta.

Eudoxia, arrogante como de costumbre, les ordenó que me obedecieran. Una vez dentro, al ver a los dos jóvenes vampiros, me puse a temblar de ira, pero los abrasé sin vacilar, empleando toda mi fuerza. Contemplé, horrorizado y temblando de pies a cabeza, aquel fuego feroz, pero no podía entretenerme con contemplaciones. Asphar echó a correr para huir de mí. Eudoxia gritó para que me detuviera, pero no pudo evitar que quemara a Asphar. Al oír sus angustiosos gemidos, me estremecí al tiempo que luchaba con todas mi fuerzas contra los tremendos poderes de Eudoxia.

Sus esclavos mortales huyeron despavoridos a través de las puertas y ventanas.

Eudoxia se precipitó sobre mí, con el rostro contraído en una mueca de rabia.

—¿Por qué me haces esto? —preguntó.

La tomé en brazos, sujetándola con firmeza mientras ella trataba de liberarse, invadido por unas intensas oleadas de calor, salí de la casa y eché a andar por las sombrías calles hacia las humeantes ruinas bajo las que se hallaba el santuario.

—De modo que has enviado a una multitud para destruir mi casa —dije—, a pesar de que te he salvado la vida. Estabas engañándome cuando me dabas las gracias.

—No te he dado las gracias —protestó, retorciéndose, debatiéndose entre mis brazos. El calor me agotaba mientras me esforzaba en controlarla, en sujetarle las manos, que me empujaban con una fuerza asombrosa—. ¡Le rogaste a la Madre que me destruyera! —exclamó—. Tú mismo me lo has dicho.

Por fin llegué a los humeantes montones de madera y cascotes, y tras dar con la puerta cubierta de mosaicos, la levanté con el don de la mente, momento que Eudoxia aprovechó para enviar un chorro ardiente contra mi rostro.

Me sentí como un mortal escaldado por un chorro de agua hirviendo. Sin embargo, logré abrir la pesada puerta al tiempo que me protegía de los poderes de Eudoxia. La cerré tras de mí con una mano, sujetando a Eudoxia con la otra, y empecé a arrastrarla a través de los laberínticos pasadizos que conducían al santuario.

Sentí de nuevo una oleada de calor abrasador, percibí el olor de mi pelo chamuscado y vi el humo que saturaba el aire a mi alrededor, mientras ella salía de nuevo victoriosa pese a mi extraordinaria fuerza.

No obstante, conseguí defenderme sin soltarla. Sujetándola con un brazo, abrí una tras otra las puertas, resistiéndome a su poder mientras avanzaba a trompicones, arrastrándola hacia el santuario. Nada podía detenerme, pero, por más que me opusiera a ella con todas mis fuerzas, no conseguía lastimarla.

No, ese privilegio estaba reservado a un ser infinitamente más poderoso que yo.

Por fin llegamos a la capilla y la arrojé al suelo.

Protegiéndome de sus poderes con todas mis fuerzas, me volví hacia la Madre y el Padre para contemplar el mismo cuadro silencioso que se ofrecía invariablemente a mis ojos.

Al no obtener ninguna otra señal, y luchando contra otra oleada abrasadora de calor, agarré a Eudoxia antes de que pudiera ponerse de Pie y, sujetándole las muñecas tras la espalda, la acerqué a la Madre tanto como pude sin desarreglar las ropas de ésta, sin cometer lo que para mí representaba un sacrilegio, en aras de lo que me proponía hacer.

El brazo derecho de la Madre se extendió hacia Eudoxia como si obrara por cuenta propia, sin alterar la sosegada postura del resto del cuerpo. Akasha volvió a entreabrir los labios con un leve, sutil y grotesco movimiento, y a mostrar los colmillos. Cuando solté a Eudoxia, ésta profirió un grito y retrocedió espantada.

Exhalé un profundo y desesperado suspiro de resignación. ¡Que así sea!

Observé horrorizado y en silencio a Eudoxia agitando inútilmente los brazos y empujando a la Madre con las rodillas para librarse de ella, hasta que por fin ésta dejó caer al suelo su cuerpo inerte.

Tendida en el suelo de mármol, parecía una exquisita muñeca de cera blanca. De entre sus labios no escapaba ningún sonido. Sus ojos redondos y oscuros no se movían.

Pero no estaba muerta, ni mucho menos. Era el cuerpo de una bebedora de sangre dotado del alma de una bebedora de sangre. Sólo el fuego podía acabar con él. Aguardé, controlando mis poderes sobrenaturales.

Tiempo atrás, en Antioquía, cuando unos vampiros intrusos habían atacado a la Madre, ésta había utilizado el don de la mente para levantar una lámpara y quemar los restos de esos canallas con fuego y aceite. Había hecho otro tanto con los restos del Anciano en Egipto, tal como he descrito. ¿Haría lo mismo ahora?

Pero ocurrió algo más simple.

De pronto vi brotar del pecho de Eudoxia unas llamas que se extendieron rápidamente a través de sus venas. Su rostro seguía mostrando una expresión dulce e insensible. Tenía los ojos en blanco. Su cuerpo se agitó levemente.

No era mi don del fuego lo que había propiciado su ejecución, sino el poder de Akasha. ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Un nuevo poder, que había permanecido latente en su interior durante siglos y cuya existencia descubría ahora debido a Eudoxia y a mí?

No me atreví a tratar de adivinarlo. No me atreví a preguntármelo.

Las llamas que brotaban de la sangre altamente combustible del aquel cuerpo sobrenatural prendieron fuego en el acto a sus pesados y suntuosos ropajes, y todo su cuerpo ardió.

El fuego no se apagó hasta pasado largo rato, tras el cual quedó un reluciente montón de cenizas.

Aquella criatura inteligente e instruida que había sido Eudoxia ya no existía. Aquella brillante y encantadora mujer que había vivido tan bien y durante tanto tiempo ya no existía. Aquel ser que me había inspirado una gran esperanza al verlo y oír su voz por primera vez, ya no existía.

Me quité la capa y, arrodillándome como una pobre fregona, recogí la suciedad del suelo de la capilla. Luego, rendido, me senté en un rincón con la cabeza apoyada en la pared. Y para mi asombro, y quizá de la Madre y el Padre, ¿quién sabe?, di rienda suelta a mis lágrimas.

Lloré por Eudoxia y también por mí, por haber abrasado brutalmente a los jóvenes bebedores de sangre, aquellos estúpidos, analfabetos y díscolos inmortales que habían nacido a las Tinieblas, como decimos ahora, para convertirse en meros peones en una disputa.

Sentía una crueldad en mí que me horrorizaba.

Por fin, después de cerciorarme de que mi cripta subterránea seguía siendo inexpugnable (pues los ladrones menudeaban entre las ruinas de mi antigua casa), me tumbé para dormir durante el día.

Sabía lo que me había propuesto hacer la noche siguiente y nada ni nadie lograría disuadirme.