10

—Mi vida mortal no tiene mucha importancia —dijo—, por lo que me detendré brevemente en ella. Provengo de una ilustre familia griega que dejó Atenas con una de las primeras oleadas de pobladores para instalarse en Alejandría con el fin de convertirla en la gran ciudad que Alejandro deseaba cuando la fundó trescientos años antes de nacer Jesucristo.

»Me educaron como a cualquier niña perteneciente a una noble familia griega, protegiéndome extremadamente y sin dejarme salir nunca de casa. No obstante, aprendí a leer y a escribir, porque mi padre deseaba que pudiera escribirle cartas cuando me desposara y me fuera de casa y leerles poemas a mis hijos.

«Siempre he agradecido a mi padre que me diera una educación aunque los demás no opinaran igual, y me entregué a ella con auténtica pasión, descuidando todo lo demás.

«Concertaron mi boda cuando yo no había cumplido los quince años. Cuando me lo comunicaron, confieso que me complació, pues había visto a mi prometido y me parecía un hombre fascinante, aunque un tanto extraño. Pensé que mi matrimonio con él me ofrecería una nueva existencia, más interesante que la que llevaba en casa. Mi madre había muerto y no quería a mi madrastra. Deseaba marcharme de su casa.

Eudoxia se detuvo unos momentos, que yo aproveché para hacer unos cálculos. Era mucho mayor que yo, eso era evidente; me doblaba la edad, por eso parecía tan perfecta. El paso del tiempo había dejado unas arrugas en su rostro, al igual que empezaba a hacer en el mío.

Eudoxia me observó y vaciló unos instantes, pero luego prosiguió: Un mes antes de la boda, una noche me raptaron de mi lecho, saltaron los muros de mi casa portándome en brazos y me llevaron a un lugar cochambroso, donde me arrojaron a un rincón. Me quedé tendida en el suelo de piedra, temblando, mientras unos hombres discutían sobre cuánto pagarían a determinada persona por haberme raptado.

«Supuse que me matarían y comprendí que mi madrastra estaba detrás del complot.

»Pero de pronto apareció un hombre alto y delgado con una tupida pelambrera negra, la cara y las manos blancas como la luna, que asesinó a todos esos hombres. Arrojó sus cuerpos al suelo como si no pesaran nada, se acercó el último de ellos a la boca y oprimió sus labios contra él durante largo rato, como si succionara la sangre del cadáver o lo devorara.

»Creí que estaba a punto de volverme loca.

»Cuando el extraño de semblante pálido dejó caer el cadáver, me percaté de que estaba mirándolo fijamente. Iba cubierta tan sólo con un camisón sucio y desgarrado, pero me puse de pie y me encaré con él.

»“Una mujer”, dijo. Jamás olvidaré la forma en que pronunció la palabra “mujer”, como si fuera algo extraordinario.

—En ocasiones lo es —dije.

Eudoxia me dirigió una sonrisa tolerante y continuó con su relato.

—Después de ese comentario, el hombre soltó una carcajada y se acercó a mí.

»Pensé de nuevo que iba a matarme, pero me convirtió en una bebedora de sangre. Lo hizo sin ceremonia, sin decir una palabra.

»Luego, tras haberle quitado la túnica y las sandalias a uno de los cadáveres, me vistió toscamente como un niño y durante el resto de la noche recorrimos las calles en busca de presas. Me trataba bruscamente, me empujaba hacia uno y otro lado, me ordenaba lo que debía hacer dándome empellones y profiriendo vituperios.

»Antes del amanecer, me condujo a su curiosa vivienda. No se hallaba en el elegante barrio griego donde me había criado, pero en aquellos momentos yo no lo sabía. Nunca había salido de casa de mi padre. Confieso que mi primera experiencia por las calles de la ciudad resultó francamente interesante.

»El hombre me tomó en brazos, trepó por la elevada tapia de la casa de tres pisos y aterrizamos en un patio sembrado de matojos.

»Era una casa inmensa y desordenada, donde cada habitación ocultaba increíbles tesoros.

«“¡Contempla todo esto!”, me dijo el vampiro, muy ufano.

»Todo estaba patas arriba. En el suelo había unas hermosas cortinas y unos cojines de seda amontonados, con los que el vampiro confeccionó una especie de nido para mí. Me colocó unos pesados collares alrededor del cuello y dijo: “Con ellos conseguirás atraer a tus víctimas y podrás apoderarte rápidamente de ellas”.

»Me sentía al mismo tiempo embriagada y temerosa.

«Entonces el vampiro sacó un puñal y, agarrándome del pelo, me lo cortó casi al rape. Aquello hizo que me pusiera a gritar como una loca. Había asesinado, había bebido sangre, había corrido por las calles como una posesa y nada de eso había hecho que me pusiera a gritar, pero no pude soportar que me cortara el pelo.

»Mis quejas no parecían molestar al vampiro, pero, de pronto, me agarró y me arrojó dentro de un arcón, sobre un lecho duro formado por un montón de joyas y cadenas de oro, y cerró la tapa. Yo no sabía que había empezado a amanecer. Pensé de nuevo que iba a matarme.

«Cuando volví a abrir los ojos, vi al vampiro ante mí, sonriendo. Me explicó con voz ronca, sin el menor ingenio ni talento, que teníamos que dormir durante el día protegidos del sol, tal como exigía nuestra naturaleza, y beber mucha sangre. La sangre era lo único que nos alimentaba.

«“Quizás en tu caso”, pensé, pero no me atreví a contradecirle.

»El pelo me había vuelto a crecer por completo, como todos los días a partir de entonces, y él volvió a cortármelo. Al cabo de unas noches, comprobé aliviada que había adquirido unas tijeras para facilitar la operación. Al margen de lo que hiciéramos, el vampiro jamás toleró que yo llevara el pelo largo.

«Estuve con él varios años.

«Jamás me trató con educación y amabilidad, pero tampoco con extrema crueldad. No me quitaba el ojo de encima. Cuando le pedí que me comprara ropa más bonita, accedió, aunque a regañadientes. En cuanto a él, llevaba una túnica larga y una capa, que no desechaba hasta que estaban hechas jirones, sustituyéndolas por prendas que robaba a alguna de sus víctimas.

«A menudo me daba unas palmaditas en la cabeza. No sabía pronunciar palabras cariñosas y carecía de imaginación. Cuando yo llevaba a casa libros de poesía comprados en el mercado, se reía de mí, si es que a aquel ruido nasal que emitía se le podía llamar risa. No obstante, yo le leía poemas, y la mayoría de las veces, después de la risotada inicial, se limitaba a mirarme fijamente.

»En un par de ocasiones le pregunté cómo se había convertido en bebedor de sangre y me respondió que a través de un vampiro perverso procedente del Alto Egipto. “Todos esos ancianos son unos mentirosos —declaró—. Yo los llamo los bebedores de sangre del templo.” Eso fue cuanto me contó sobre su historia.

»Si me atrevía a contradecirle, me pegaba. No me pegaba con violencia, pero bastaba para impedir que volviera a llevarle la contraria.

»Cuando trataba de poner un poco de orden en la casa, el vampiro me miraba sin comprender, sin ofrecerse a ayudarme, pero no me pegaba. Saqué unas alfombras babilonias que él guardaba enrolladas. Coloqué junto a las paredes estatuas de mármol que daban un aire respetable a la vivienda. Limpié el patio.

«Durante ese tiempo, oí a otros bebedores de sangre que se hallaban en Alejandría. Incluso los vislumbré en alguna ocasión, pero nunca se acercaron mucho a nuestra casa.

»Cuando se lo conté al vampiro, se encogió de hombros y me dijo que no me preocupara. “Soy demasiado fuerte y no quieren tener problemas. Saben que sé demasiado sobre ellos.” No dijo más, pero me aseguró que yo era muy afortunada por haber recibido su vieja sangre.

»No sé cómo me las arreglaba para no desanimarme durante esa época. Quizá yendo a cazar por diversos barrios de Alejandría, o leyendo nuevos libros, o yendo al mar a nadar. El vampiro y yo íbamos con frecuencia a bañarnos en el mar.

»No creo que podáis imaginar lo que el mar significaba para mí, el hecho de sumergirme en él, de caminar por la orilla. Un ama de casa griega jamás habría podido disfrutar de ese placer. Por lo demás, yo era una vampiro. Un chico. Merodeaba en torno a los barcos atracados en el puerto en busca de víctimas. Me codeaba con hombres valientes y perversos.

»Una noche, mi creador, en contra de su costumbre, no me cortó el pelo y me llevó a un extraño lugar. Se hallaba en el barrio egipcio de la ciudad, y después de abrir la puerta bajamos por un largo túnel hasta llegar a una amplia habitación repleta de antiguos jeroglíficos egipcios. El techo estaba sostenido por gigantescos pilares cuadrados. Era un sitio impresionante.

»Me recordaba una época más refinada, durante la cual había conocido cosas misteriosas y muy bellas, pero no estoy segura.

»En aquel lugar había varios bebedores de sangre. Eran extraordinariamente hermosos y tenían la piel blanca, aunque no tanto como mi creador, al que evidentemente temían. Me quedé asombrada al contemplar aquella escena. De pronto recordé que mi creador había mencionado a ciertos “bebedores de sangre del templo” y deduje que estábamos con ellos.

»Mi creador me empujó hacia delante, exhibiéndome como un pequeño milagro que jamás hubieran contemplado, y se pusieron a discutir en su lengua, que yo apenas comprendía.

»Al parecer, le dijeron que la decisión la tomaría la Madre, después de lo cual las faltas de mi creador quedarían perdonadas. Él replicó que le tenía sin cuidado que se las perdonaran o no, que lo que quería era marcharse y desembarazarse de mí, y les preguntó si deseaban hacerse cargo de mí. Era lo único que le interesaba.

»Yo estaba aterrorizada. Aquel lugar me daba mala espina, pese a sus impresionantes columnas y dimensiones, y no acababa de gustarme. Mi creador y yo habíamos pasado muchos años juntos, y ahora quería abandonarme.

«Sentí deseos de preguntarle: “¿Pero qué he hecho?” Supongo que en aquel momento comprendí que le amaba. Estaba dispuesta a todo con tal de hacerle cambiar de parecer.

»Los otros se precipitaron sobre mí. Me agarraron de los brazos y me arrastraron con una brutalidad innecesaria hasta otra habitación gigantesca.

»En ella se encontraban la Madre y el Padre, magníficos y resplandecientes, sentados sobre un inmenso trono de diorita negra, en lo alto de una escalera de mármol de seis o siete peldaños.

»Era el salón principal de un templo. Todas las columnas y paredes estaban exquisitamente decoradas con jeroglíficos egipcios y el techo estaba cubierto con placas de oro.

»Yo pensé, como nos sucede a todos, que la Madre y el Padre eran estatuas, y cuando me arrastraron hasta colocarme ante ellos, estaba rabiosa por verme sometida a aquellas vejaciones.

«Curiosamente, me sentía avergonzada de llevar unas sandalias viejas, una túnica sucia como las que llevan los chicos y el pelo alborotado, pues esa noche mi creador no me lo había cortado. En suma, no estaba preparada para una ceremonia como la que iba a celebrarse.

«Akasha y Enkil eran de una blancura inmaculada y estaban sentados en la misma postura de siempre desde que los conozco, como sin duda se hallan sentados ahora en vuestra capilla subterránea.

Mael interrumpió la narración para formular una pregunta en tono airado:

—¿Qué sabes tú de cómo están sentados la Madre y el Padre en nuestra capilla subterránea?

Su exabrupto me turbó profundamente, pero Eudoxia no perdió la compostura.

—¿Acaso no tienes el poder de ver a través de las mentes de otros bebedores de sangre? —preguntó. Sus ojos mostraban una expresión dura, incluso un tanto cruel.

Mael la miró, confundido.

Yo era consciente de haberle revelado a Eudoxia un secreto, concretamente el de que Mael no poseía ese poder, o no sabía que lo poseía y no sabía muy bien qué hacer.

Ten presente que Mael sabía que podía localizar a otros bebedores de sangre escuchando sus pensamientos, pero no sabía cómo utilizar ese poder para ver lo que ellos veían. Lo cierto era que ninguno de los tres conocíamos bien nuestros poderes, lo cual era absurdo.

En aquel momento, al ver que Eudoxia no obtenía respuesta a su pregunta, traté en vano de hallar el medio de distraerla.

—Continúa, por favor —le dije—. Cuéntanos tu historia. —No me atrevía a pedirle disculpas por la grosería de Mael porque temía enfurecerlo aún más.

—Muy bien —dijo Eudoxia mirándome sólo a mí, como si prescindiera de mis enojosos compañeros—. Como decía, mi creador me empujó hacia delante y me obligó a arrodillarme delante del Padre y la Madre. Como estaba aterrorizada, obedecí sin rechistar.

»Al contemplar sus rostros, como llevan haciendo los bebedores de sangre desde tiempos inmemoriales, no advertí ningún signo de vitalidad, una expresión sutil, tan sólo la inexpresividad de unos animales estúpidos.

»Pero de pronto se produjo un cambio en la Madre. Tenía la mano derecha alzada ligeramente sobre su regazo y la movió un poco, indicándome que me acercara.

»Ese gesto me dejó estupefacta. ¡De modo que esas criaturas estaban vivas y respiraban! ¿O se trataba de algún truco, de un hechizo mágico? No lo sabía.

»En éstas, mi creador, con una rudeza impropia de aquel momento sagrado, dijo: “Acércate a ella y bebe su sangre. Es la Madre de todos nosotros.” Después me propinó una patada y añadió: “Ella es La Primera. Bebe”.

»Los otros bebedores de sangre empezaron a discutir acaloradamente con él expresándose de nuevo en la antigua lengua egipcia. Le decían que el gesto de la Madre no estaba claro, que podía destruirme, que él no era nadie para ordenarme que bebiera sangre de la Madre y que cómo se atrevía a presentarse en el templo con una desgraciada bebedora de sangre tan sucia e inculta como él.

»Pero él no hizo caso y me repitió: “Bebe su sangre y obtendrás una fuerza increíble.” Luego me obligó a ponerme de pie y me propinó tal empujón que fui a parar a lo alto de los escalones de mármol, delante del trono.

»Los otros bebedores de sangre se escandalizaron ante esos modales tan bruscos. Oí a mi creador soltar una carcajada, pero yo tenía los ojos clavados en el Rey y la Reina.

»Vi a la Reina mover de nuevo la mano, abriendo los dedos, y aunque la expresión de sus ojos cambió, sin duda estaba indicándome que me aproximara.

»“Bebe de su cuello —dijo mi creador—. No temas. Nunca destruye a los que les indica que se acerquen. Obedéceme.” Y yo le obedecí.

»Bebí tanta sangre de la Reina como pude. Te aseguro, Marius, que eso sucedió más de trescientos años antes de que el Anciano expusiera a la Madre y al padre al Gran Fuego. Bebí de ella más de una vez. Créeme, más de una vez, mucho antes de que fueras a Alejandría, mucho antes de que te llevaras a nuestro Rey y a nuestra Reina.

Eudoxia me miró arqueando levemente sus negras cejas, como si quisiera que entendiera perfectamente lo que me decía. Era extraordinariamente poderosa.

—Pero Eudoxia, cuando fui a Alejandría —dije—, cuando fui en busca de la Madre y el Padre, y a averiguar quién les había dejado expuestos al sol, tú no estabas en el templo. No estabas en Alejandría. En cualquier caso, no me revelaste tu presencia.

—Es cierto —contestó—, me encontraba en la ciudad de Éfeso, adonde había ido con otro bebedor de sangre que quedó destruido por el Fuego. Mejor dicho, iba de camino a Alejandría, para descubrir qué había provocado el Fuego y beber de la fuente sanadora, cuando tú te llevaste a la Madre y al Padre.

Eudoxia me dirigió una sonrisa delicada pero fría.

—¿Imaginas mi angustia cuando averigüé que el Anciano estaba muerto y el templo desierto? ¿Cuando los pocos supervivientes del templo me dijeron que un romano llamado Marius nos había robado a nuestro Rey y nuestra Reina?

No respondí, pero su rencor era evidente. Su rostro mostraba emociones humanas. Unas lágrimas de sangre asomaron a sus ojos oscuros.

—Con el tiempo me he curado, Marius —prosiguió—, porque llevo dentro una gran cantidad de sangre de la Reina y porque a partir del momento en que me transformé en vampiro adquirí una fuerza extraordinaria. El Fuego Fatídico sólo logró teñir mi piel de un color marrón oscuro, sin causarme apenas dolor. Pero, si no te hubieras llevado a Akasha de Alejandría, ella me habría permitido beber su sangre y me habría curado rápidamente de mis heridas. No habría tardado tanto en recuperarme.

—¿Estarías dispuesta a beber ahora sangre de la Reina, Eudoxia? —pregunté—. ¿Es eso lo que te propones? Sin duda sabes por qué hice lo que hice. Sin duda sabes que fue el Anciano quien expuso a la Madre y al Padre al sol.

Eudoxia no contestó. No pude adivinar si esta información le había sorprendido o no. Ocultaba sus pensamientos y emociones perfectamente.

—¿Necesito la sangre en estos momentos, Marius? —me preguntó—. Mírame. ¿Qué ves?

Dudé unos instantes antes de responder.

—No, no la necesitas, Eudoxia. A menos que esa sangre represente siempre una bendición.

Después de observarme durante unos momentos, asintió con la cabeza, casi distraídamente, y frunció levemente el entrecejo.

—¿Siempre una bendición? —preguntó, repitiendo mis palabras—. No lo sé.

—Sigue relatándome tu historia. ¿Qué ocurrió cuando bebiste sangre de Akasha? ¿Qué hiciste cuanto tu creador se marchó? —le pregunté suavemente—. ¿Te quedaste a vivir en el templo?

Mis preguntas le concedieron unos instantes para reflexionar.

—No, no me quedé allí —repuso—. Aunque los sacerdotes trataron de convencerme para que me quedara contándome unas historias tremendas sobre los antiguos ritos y asegurándome que la Madre era indestructible, salvo si le alcanzaba la luz del sol, y que si moría abrasada nosotros moriríamos también. Uno de ellos hizo mucho hincapié en esa advertencia, como si la perspectiva le atrajera…

—El Anciano que posteriormente trató de demostrarlo —dije.

—Así es. Pero para mí no era el Anciano y no tuve en cuenta sus palabras.

»Me marché, libre de mi creador, y, dueña de su casa y su tesoro, decidí emprender otra vida. Como es lógico, los sacerdotes del templo iban a verme a menudo y me acusaban de profana e insensata, pero no pasaban de ahí y yo no les hacía caso.

»En aquella época yo pasaba fácilmente por humana, en especial si me untaba la piel con ciertos ungüentos. —Eudoxia suspiró—. Estaba acostumbrada a que la gente me tomara por un muchacho. Al cabo de unas noches, después de limpiar y decorar la casa con objetos bellos y de adquirir ropas elegantes, logré hacerme pasar por rica.

»Hice correr por las escuelas y el mercado la noticia de que estaba dispuesta a escribir cartas para gente que no supiera escribir, y a copiar libros, cosa que podía hacer por las noches, cuando los otros copistas hubieran terminado y se hubieran ido a casa. Instalé un amplio estudio en mi casa, muy luminoso, y empecé a desarrollar esa labor para seres humanos. Así fue como llegué a conocerlos y a averiguar lo que los maestros enseñaban de día.

»Era un suplicio para mí no poder acudir de día a oír disertar a los grandes filósofos, pero esta ocupación nocturna me iba muy bien; había conseguido lo que ansiaba, oír las voces cálidas de seres humanos que conversaban conmigo. Hice amistad con mortales. Más de una noche mi casa estaba llena de convidados que yo había invitado a cenar.

«Aprendí mucho del mundo a través de estudiantes, poetas y soldados. De madrugada, penetraba sigilosamente en la gran biblioteca de Alejandría, un lugar que debiste visitar, Marius. Me choca que pasaras por alto ese lugar que alberga un tesoro de libros. Yo no lo hice.

Eudoxia se quedó en silencio. Su rostro mostraba una expresión vacua y deduje que se debía a un exceso de emociones. Tenía la mirada perdida.

—Te comprendo —dije—. Te comprendo perfectamente. Yo sentía la misma necesidad de oír voces mortales, de ver sonreír a mortales, como si fuera uno de ellos.

—Conozco tu soledad —dijo Eudoxia en un tono un tanto duro.

Por primera vez, tuve la impresión de que las fugaces expresiones de su rostro también eran duras, de que su semblante no era sino una hermosa cáscara que albergaba a un alma trastornada, sobre la cual tan sólo sabía lo que me revelaban sus palabras.

—Viví bien y durante largo tiempo en Alejandría —continuó—. No existía una ciudad más grande. Y, al igual que muchos bebedores de sangre, estaba convencida de que mis conocimientos me bastarían para sostenerme durante décadas, de que la información me impediría caer en la desesperación.

Sus palabras me impresionaron, pero no hice ningún comentario.

—Debí quedarme en Alejandría —se lamentó Eudoxia en voz baja, desviando la mirada—. Empecé a amar a un mortal, un joven que sentía un profundo amor por mí. Una noche me reveló sus sentimientos, asegurándome que renunciaría a todo por mí; al matrimonio que habían concertado para él con otra mujer y a su familia, si accedía a marcharme con él a Éfeso, la ciudad de la que provenía su familia y a la que él deseaba regresar.

Eudoxia se detuvo como si no quisiera continuar.

—Me amaba con locura —dijo más lentamente—, convencido de que yo era un muchacho.

No dije nada.

—La noche que me declaró su amor, le revelé mi auténtica identidad. Se quedó horrorizado al averiguar el engaño y me vengué de él. —Eudoxia frunció el entrecejo, como si no estuviera segura de haber empleado la palabra idónea—. Sí, me vengué.

—¿Le transformaste en un bebedor de sangre? —pregunté suavemente.

—Sí —respondió con mirada ausente, como si hubiera retrocedido a aquellos tiempos—. Le convertí en un bebedor de sangre empleando una fuerza brutal y nada femenina. Una vez cumplido mi propósito, él me contempló con ojos cándidos de enamorado.

—¿Con ojos de enamorado? —repetí.

Eudoxia miró a Avicus con una expresión cargada de significado. Luego me miró a mí y después de nuevo a Avicus.

Yo le observé detenidamente. Siempre me había parecido espléndido y deduje que a los dioses del bosque los elegían por su belleza y su resistencia, pero en esos momentos traté de verlo tal como ella lo veía. Tenía la piel dorada, más que de color tostado, y su espesa y negra cabellera formaba un digno marco para su atractivo rostro.

Miré de nuevo a Eudoxia y comprobé, con cierto sobresalto, que tenía los ojos clavados en mí.

—¿Volvió a enamorarse de ti? —pregunté, retomando de inmediato su historia—. ¿Se enamoró incluso cuando la sangre vampírica empezó a fluir por sus venas?

No pude adivinar los más íntimos pensamientos de Eudoxia.

—Sí, volvió a enamorarse de mí —respondió con gravedad, asintiendo con la cabeza—. Sus ojos tenían la mirada del nuevo bebedor de sangre. Yo era su maestra, y todos sabemos el encanto que eso encierra —añadió, sonriendo con amargura.

En aquel momento se apoderó de mí una sensación siniestra, el presentimiento de que algo no concordaba en esa bebedora de sangre, de que quizás estuviera loca. Pero tuve que sepultar ese presentimiento en mi interior.

—Partimos para Éfeso —continuó Eudoxia—, y aunque no tenía punto de comparación con Alejandría, no dejaba de ser una gran ciudad griega, con un comercio pujante procedente de Oriente y llena de peregrinos que acudían para adorar a la gran diosa Artemisa. Vivimos allí hasta que se produjo el Gran Fuego. —Bajó tanto la voz que un mortal no habría captado sus palabras—. El Gran Fuego le destruyó por completo. Estaba en una edad en que desapareció toda su carne humana y sólo quedó el bebedor de sangre, pero el bebedor de sangre hacía poco que había empezado a adquirir vigor.

Eudoxia se detuvo, como si no tuviera fuerzas para continuar, pero al cabo de unos momentos prosiguió:

—Tan sólo me quedaron sus cenizas. Eso es todo.

Tras estas palabras, guardó silencio y no me atreví a animarla a continuar su relato.

—Debí haberlo conducido ante la Reina antes de marcharme de Alejandría —dijo—. Pero los bebedores de sangre del templo me irritaban, y cuando me había presentado ante ellos había sido en plan rebelde y jactancioso, ufanándome de los gestos que me había hecho la Reina para que me permitieran depositar flores ante ella. Pero ¿y si al llevar a mi amante ante la Reina ésta no le hacía un gesto como el que me había hecho a mí? De modo que no lo llevé y me quedé con sus cenizas en las manos en Éfeso.

Guardé silencio por respeto. No pude por menos de mirar de nuevo a Avicus. Estaba a punto de romper a llorar. Aquella mujer se había apropiado de su corazón y su alma.

—¿Por qué regresé a Alejandría después de esa terrible tragedia? —preguntó Eudoxia con tono cansino—. Porque los bebedores de sangre del templo me habían dicho que la Madre era la Reina de todos nosotros. Porque me habían hablado del sol y de que nos abrasaba. Yo sabía que a nuestra Madre le había ocurrido algo, algo que había provocado el Gran Fuego y que sólo los vampiros del templo sabían qué era. Sentía dolor en la carne, no un dolor insoportable, pero se me habría pasado enseguida si hubiera encontrado a la Madre allí.

No dije nada.

En todos los años transcurridos desde que me había llevado a los que deben ser custodiados, jamás me había tropezado con una criatura como esa mujer ni una bebedora de sangre como ella me había localizado a mí.

Jamás había conocido a nadie dotado de tanta elocuencia, con tantos conocimientos de historia y poemas antiguos como ella.

—Durante siglos —dije con voz queda y suave—, tuve a la Madre y al Padre en Antioquía. Otros bebedores de sangre dieron conmigo, seres amargados y violentos que habían sufrido atroces quemaduras y estaban empeñados en robar la potente sangre de nuestra Madre. Pero tú no apareciste nunca.

Eudoxia meneó la cabeza en señal negativa.

—El nombre de Antioquía jamás se me pasó por la cabeza —confesó—. Creía que te habías llevado a la Madre y al Padre a Roma. Te llamaban Marius el romano. «Marius el romano se ha llevado a la Madre y al Padre». Así que, como ves, cometí un gran error al trasladarme a la ciudad imperial. Después fui a Creta; ni siquiera pasé cerca de donde estabas, nunca di con tu paradero por medio del don de la mente, nunca oí decir dónde te encontrabas.

»Pero no siempre he andado en busca de la Madre y el Padre —continuó—. Tenía mis posesiones. Convertí a otros bebedores de sangre para que fueran mis compañeros. Como ves, los siglos han curado mis heridas. Ahora soy infinitamente más fuerte que tú, Marius, e infinitamente más fuerte que tus acompañantes. Y aunque me conmueven tus finos modales patricios, tu anticuado latín y la devoción de tu amigo Avicus, debo imponeros unas condiciones muy duras.

—¿A qué te refieres, Eudoxia? —pregunté con calma.

Mael estaba furioso.

Eudoxia guardó silencio unos momentos, durante los cuales sus rasgos menudos y delicados no traslucieron sino dulzura y bondad. Luego dijo en tono cortés:

—Entrégame a la Madre y al Padre; de lo contrario, os destruiré a ti y a tus acompañantes. No permitiré que os quedéis aquí ni que os marchéis.

Observé la expresión de pasmo en el rostro de Avicus. Por fortuna, Mael estaba tan estupefacto que no alcanzaba a articular palabra. En cuanto a mí, no salía de mi asombro.

Tras unos instantes, pregunté:

—¿Por qué quieres que te entregue a la Madre y al Padre, Eudoxia?

—Marius, no te hagas el tonto conmigo. Sabes que la sangre de la Madre es más potente que la de cualquiera de nosotros. Como te he dicho, cada vez que se lo pedía, ella me indicaba que me acercara y me permitía beber su sangre. Quiero que me la entregues porque ambiciono el poder que posee. Y porque no quiero que entregues al Rey y a la Reina, que pueden abrasarse de nuevo o ser expuestos al sol, a otros capaces de cometer semejantes tropelías.

—¿Lo has pensado bien? —pregunté fríamente—. ¿Cómo conseguirías mantener el secreto del santuario? Por lo que he visto, tus compañeros bebedores de sangre son casi unos niños en años mortales y como vampiros. ¿Sabes la responsabilidad que eso entraña?

—Lo sé desde mucho antes de que tú existieras —replicó Eudoxia con el rostro encendido de ira—. Estás jugando conmigo, Marius, y no lo consentiré. Sé lo que oculta tu corazón. No quieres desprenderte de la Madre porque no quieres desprenderte de su sangre.

—Es posible —contesté, esforzándome para no perder la compostura—. Necesito tiempo para reflexionar sobre lo que hemos hablado.

—No te concedo ni un minuto —replicó Eudoxia, roja debido a la rabia—. Respóndeme ahora o te destruiré.

Su arrebato de furia fue tan repentino que me pilló desprevenido. Pero reaccioné con rapidez.

—¿Y cómo te propones hacerlo? —pregunté.

Mael se levantó de un salto y se situó detrás de su silla. Yo le indiqué que no se moviera. Avicus contemplaba la escena mudo y desesperado. Unas lágrimas de sangre comenzaron a rodar por sus mejillas. Se sentía más decepcionado que temeroso. De hecho, ofrecía un aspecto valeroso y solemne.

Eudoxia se volvió hacia Avicus y yo percibí cierta amenaza en su ademán. Su cuerpo se tensó y sus ojos adquirieron una expresión extraordinariamente dura. Se proponía hacerle algo malo a Avicus y yo no podía perder tiempo tratando de descifrar qué era.

Me levanté, corrí hacia ella y la sujeté por ambas muñecas, obligándola a volverse hacia mí. Me miró furiosa.

Por supuesto, mi fuerza física de poco iba a servirme allí, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Qué había sido de mis dotes sobrenaturales a lo largo de esos años? Lo ignoraba. Pero no había tiempo para cavilar ni hacer experimentos. Así pues, hice acopio de toda la fuerza destructora que pudiera poseer.

Sentí un dolor en el vientre y luego en la cabeza, y al tiempo que Eudoxia desfallecía en mis brazos, con los ojos cerrados, noté un calor abrasador en el rostro y el pecho. Pero no me quemó. Logré repelerlo, obligándolo a regresar al lugar de donde había venido.

En suma, me había enzarzado en una batalla y no tenía ni remota idea de quién ganaría. Volví a reunir toda mi fuerza y noté que Eudoxia se debilitaba, pero sentí de nuevo aquel calor, que sin embargo no consiguió abrasarme.

La arrojé al suelo de mármol y, utilizando una vez más toda mi fuerza, la dirigí contra ella, que se agitó en el suelo, con los ojos cerrados y las manos temblorosas. Mi fuerza la mantenía clavada en el suelo, impidiéndole incorporarse.

Por fin se quedó quieta. Respiró profundamente y abrió los ojos, clavándolos en mí.

Por el rabillo del ojo, vi a sus acólitos, Asphar y Rashid, acercarse corriendo para ayudarla. Ambos empuñaban relucientes espadas. Desesperado, miré a mi alrededor en busca de un quinqué para abrasar a uno de ellos con el aceite, pero el pensamiento se me adelantó con toda mi fuerza y mi rabia: ¡Ojalá consiga abrasarte! Rashid se detuvo en el acto, lanzó un grito y comenzó a arder envuelto en llamas.

Le miré horrorizado. Sabía que lo había hecho yo, al igual que lo sabían todos los presentes. Durante unos instantes, los huesos del joven quedaron visibles, pero enseguida se desplomó mientras las llamas brincaban y danzaban sobre el suelo de mármol.

No tenía más remedio que volverme hacia Asphar. Pero Eudoxia me detuvo.

—¡Basta! —gritó. Trató de levantarse, pero no pudo. La así de ambas manos y la ayudé a incorporarse.

Eudoxia retrocedió ante mí con la cabeza gacha. Luego se volvió y observó los restos de Rashid.

—Has destruido a alguien a quien quería mucho —dijo con voz trémula—. Ni siquiera sabías que poseías el don del fuego.

—Y tú te proponías destruirnos a Avicus y a mí —repliqué. La miré al tiempo que suspiraba—. No me has dejado otro camino. Tú has sido mi maestra en lo referente a mis poderes —añadí, temblando de agotamiento y rabia—. Podíamos haber vivido todos en armonía.

Miré a Asphar, que no se atrevía a acercarse, y después a Eudoxia, que estaba sentada en una silla, débil e impotente.

—Voy a marcharme con mis dos compañeros —dije—. Si tratas de lastimarnos, lanzaré todo mi poder contra ti. Como tú misma has dicho, ni yo mismo conozco su alcance.

—Me amenazas porque estás asustado —respondió Eudoxia en tono cansino—. No te marcharás de aquí sin darme una vida a cambio de otra. Has quemado a Rashid. Dame a Avicus. Entrégamelo ahora, voluntariamente.

—No —contesté con frialdad.

Sentía en mi interior toda la fuerza de mi poder. Miré a Asphar. El pobre chiquillo vampiro temblaba aterrorizado.

—Se ha producido una pérdida innecesaria, Eudoxia —dije—. Podíamos haber enriquecido mutuamente nuestras mentes.

—No trates de convencerme con tu fina palabrería, Marius —contestó Eudoxia, enojada, mirándome con los ojos anegados de lágrimas de sangre—. Aún me temes. Condúceme ante el Padre y la Madre y deja que ella decida quién debe ser su guardián, si tú o yo.

—No quiero tenerte bajo mi techo, Eudoxia —me apresuré a responder—. Pero plantearé el asunto a la Madre y al Padre. Cuando me hayan comunicado su decisión, te la transmitiré a ti.

A continuación me volví hacia Asphar.

—Sácanos de aquí —dije— o te abrasaré como he hecho con tu compañero.

El joven obedeció sin dilación, y cuando nos hubo conducido rápidamente a la calle, nos dimos a la fuga.