9

Durante las noches siguientes no me resistí a visitar Roma, aunque Avicus y Mael me aconsejaron que no lo hiciera. Temían que no supiera cuánto tiempo había permanecido dormido, pero lo sabía. Habían transcurrido casi cien años.

Comprobé que los grandes edificios de la época de esplendor imperial estaban en un estado ruinoso y se utilizaban para guardar animales y como canteras donde proveerse de piedras. Gigantescas estatuas habían sido derribadas y yacían en el suelo entre matojos. Mi antigua calle resultaba irreconocible.

Y la población se reducía a unos pocos miles de personas.

No obstante, los cristianos se ocupaban de los suyos y su virtud era francamente edificante. Y dado que algunos de los invasores eran cristianos, muchas iglesias permanecían intactas. El obispo de Roma trató de defenderlas contra quienes los gobernaban y mantenía estrechos vínculos con Constantinopla, la ciudad que gobernaba Oriente y Occidente.

Sin embargo, a las pocas familias antiguas supervivientes sólo les quedaba el recurso de humillarse tratando de servir a sus nuevos señores bárbaros, confiando en que los toscos godos y vándalos llegaran a aprender ciertos modales, a aficionarse a la literatura y a apreciar el derecho romano.

Me maravillé de nuevo ante la increíble resistencia del cristianismo, que había conseguido beneficiarse del desastre al igual que se había beneficiado de las persecuciones, medrando en épocas de paz.

También me maravilló la fortaleza de los viejos patricios, quienes, como he dicho, no se retiraron de la vida pública, sino que procuraron inculcar a los jóvenes los valores tradicionales.

Por todas partes veía a bárbaros con bigote, que vestían toscos pantalones y llevaban el pelo grasiento y alborotado. Muchos eran cristianos arrianos y celebraban unas ceremonias distintas de los ritos de sus hermanos católicos «ortodoxos». ¿Qué eran? ¿Godos, visigodos, alemanes, hunos? A algunos no les reconocí. El gobernante de este gran estado no vivía en Roma sino en Rávena, al norte.

Asimismo descubrí que un nuevo nido de vampiros satánicos se había instalado en una vieja catacumba de la ciudad, donde celebraban ceremonias consagradas a su diablo-serpiente antes de salir en busca de alguna víctima, sin distinguir entre inocentes y culpables.

Avicus y Mael, que desconocían los orígenes de esos nuevos fanáticos y recelaban de ellos, habían decidido dejarlos en paz.

Mientras caminaba a través de calles en ruinas y casas desiertas, esos seres fanáticos no dejaban de espiarme. Los odiaba, pero no los consideraba un peligro. El ayuno me había fortalecido. Por mis venas circulaba la sangre de Akasha.

No obstante, ¡cuan equivocado estaba en mi juicio sobre los vampiros satánicos! Pero volveré sobre esto más adelante.

Permite que regrese a las noches en que deambulaba entre los restos de la civilización clásica.

No me sentía amargado, como pudiera pensarse. La sangre de Akasha no sólo me había procurado una gran fortaleza física, sino que había incrementado mi lucidez, mi capacidad de concentración, de asimilar lo que era importante para mí y rechazar lo inservible.

Con todo, el estado de Roma era desmoralizador, y todo indicaba que empeoraría. Confiaba en que Constantinopla lograra preservar lo que yo llamaba civilización y estaba impaciente por emprender la travesía.

Llegó el momento de ayudar a Avicus y a Mael con los preparativos del viaje. Ellos, por su parte, me ayudaron a envolver a la Pareja Divina como si fueran momias, con gran respeto, y a colocarlos en unos sarcófagos de granito que ni una cuadrilla de hombres era capaz de abrir, tal como había hecho yo antiguamente y se haría en el futuro cada vez que los Padres Divinos tuvieran que ser trasladados.

Para Avicus y Mael, trasladar a la pareja cubierta por completo con vendas de lino blanco fue una experiencia angustiosa. No conocían las antiguas oraciones egipcias que yo recitaba, destinadas a conjurar cualquier peligro que pudiera cernirse sobre nosotros durante el viaje y que procedían de mis largos años dedicados a la lectura. No creo que eso los tranquilizara. Pero yo debía velar por la seguridad de la Pareja Divina.

Cuando me disponía a tapar los ojos de Akasha con una venda, los cerró, y en el caso de Enkil ocurrió lo mismo. ¡Qué forma tan extraña y momentánea de indicarme que estaban conscientes! Me produjo un escalofrío, pero proseguí con mi tarea como si fuera un egipcio antiguo envolviendo a un faraón difunto en la casa sagrada de los muertos.

Mael y Avicus me acompañaron a Ostia, el puerto desde el que zarparíamos, y subimos a bordo después de haber instalado a los Padres Divinos en la bodega.

En cuanto a los esclavos que Avicus y Mael habían comprado, me causaron una impresión muy favorable, pues habían sido cuidadosamente seleccionados y resultaron ser unos excelentes galeotes que sabían que trabajaban para obtener la libertad en Oriente y pingües beneficios.

Nos acompañaba un grupo numeroso de soldados, todos ellos armados, perfectamente adiestrados y convencidos de la misma promesa. Me impresionó el capitán del barco, un romano cristiano llamado Clement, un hombre inteligente y con sentido del humor, que durante la larga travesía mantuvo vivas las esperanzas de los otros en la recompensa que los aguardaba.

La embarcación era la galera más grande que yo había visto jamás. Estaba dotada de un inmenso y colorido velamen, y contaba con un gigantesco e inexpugnable camarote que contenía tres grandes arcones, construidos modestamente de bronce y hierro, en los que dormíamos durante el día Mael, Avicus y yo. Al igual que los sarcófagos, era imposible que unos mortales abrieran esos arcones sin grandes esfuerzos, aparte de que eran tan pesados que ni una partida de hombres habría podido alzarlos.

Por fin, cuando todo estuvo listo, zarpamos de noche, armados hasta los dientes para defendernos de los piratas, escudriñando la oscuridad con nuestros ojos sobrenaturales para impedir que el barco chocara con algún peñasco mientras navegábamos bordeando la costa.

Esto, como cabe imaginar, atemorizó a la tripulación y a los soldados, pues en aquellos tiempos los barcos navegaban casi siempre de día. Era demasiado peligroso hacerlo de noche, pues no alcanzaban a divisar la costa ni las islas rocosas con las que podían toparse, y aunque llevaran buenos mapas y navegantes competentes, siempre existía el peligro de que se produjera un trágico accidente en la oscuridad.

Nosotros invertimos esta sabia costumbre. Nuestro barco permanecía fondeado en el puerto para que los que nos servían pudieran disfrutar de los placeres que la población local les ofreciera, con lo cual conseguíamos que los esclavos y los soldados se sintieran más satisfechos y trabajaran con más ahínco. El capitán los controlaba y permitía desembarcar sólo a unos cuantos en determinadas ocasiones, insistiendo en que los otros se quedaran a bordo para vigilar o dormir.

Siempre que nos despertábamos y salíamos del camarote, encontrábamos a los sirvientes de excelente humor, a los músicos tocando a la luz de la luna para los soldados, y a Clement, el capitán, deliciosamente ebrio. Ninguno sospechaba que nosotros fuéramos otra cosa que tres seres humanos excéntricos e inmensamente ricos. A veces, cuando espiaba sus conversaciones, les oía exponer sus teorías sobre nosotros, por ejemplo, que éramos unos magos del lejano Oriente, semejantes a los Reyes Magos que habían ido a hacer sus ofrendas al Niño Jesús, lo cual me divertía sobremanera.

Nuestro único problema era absurdo. Pedíamos que nos trajeran comida para luego arrojarla al mar a través del ojo de buey del camarote.

Esto nos provocaba hilaridad, por más que a mí me parecía poco digno.

Periódicamente pasábamos una noche en tierra para poder alimentarnos. Nuestra longevidad nos había proporcionado una gran destreza en la materia. Podíamos haber ayunado durante toda la travesía, pero decidimos no hacerlo.

En cuanto a nuestra camaradería a bordo, confieso que fue una experiencia muy interesante para mí.

Nunca había convivido tan estrechamente con mortales. Pasaba horas charlando con el capitán y los soldados, lo que me causaba un enorme placer, y comprobé satisfecho que, pese a la palidez de mi piel, me resultaba muy sencillo.

Me sentía tremendamente atraído por el capitán Clement. Disfrutaba con las historias de su juventud, pasada a bordo de barcos mercantes que navegaban por todo el Mediterráneo; me divertían sus descripciones de los puertos que había visitado, algunos de los cuales yo había conocido cientos de años atrás, mientras que otros los desconocía por completo.

Mi tristeza se disipaba cuando escuchaba a Clement. Contemplaba el mundo a través de sus ojos y sentía su esperanza. Confiaba en instalarme en una casa llena de música y alegría en Constantinopla, a la que él pudiera venir en calidad de amigo.

Se había producido otro importante cambio. Me había convertido en amigo íntimo de Avicus y Mael.

Pasábamos muchas noches solos en el camarote, con unas copas llenas de vino ante nosotros, conversando sobre todo lo que había ocurrido en Italia y otros temas.

Avicus era tan inteligente como yo había supuesto, siempre dispuesto a aumentar sus conocimientos por medio de la lectura, y a lo largo de los siglos había aprendido latín y griego.

Pero había muchas cosas de mi mundo y su trasnochada piedad que no entendía.

Había traído consigo obras de Tácito y Livio, así como la Historia verdadera de Luciano de Samosata y las biografías escritas en griego por Plutarco; pero no comprendía esta obra.

Yo pasaba muchas horas en su amena compañía, leyéndole en voz alta y explicándole cómo interpretar el texto mientras él me escuchaba con atención. Advertí en él una gran capacidad para asimilar información. Deseaba conocer el mundo.

Mael no compartía ese afán, pero ya no se mostraba contrario a él. Escuchaba todas nuestras conversaciones, que quizá le beneficiaran. Estaba claro que ambos, Avicus y Mael, habían sobrevivido como bebedores gracias a que contaban con su apoyo mutuo. En cualquier caso, Mael ya no me temía.

En cuanto a mí, disfrutaba desempeñando el papel de maestro; me complacía discutir con Plutarco como si se encontrara en la habitación frente a mí y comentar la obra de Tácito como si también estuviera presente.

Con el paso del tiempo, tanto Avicus como Mael habían adquirido una palidez más intensa y una mayor fortaleza. Ambos me habían confesado que, en un determinado momento, habían temido sucumbir a la desesperación.

—Fue el hecho de verte dormido en el santuario —dijo Mael sin rencor— lo que me impidió bajar a un sótano y resignarme a caer en un sueño semejante al tuyo. Pensé que no despertaría de él, y Avicus, mi amigo Avicus, no permitió que lo hiciera.

Cuando Avicus se había sentido cansado del mundo e incapaz de seguir adelante, había sido Mael quien le había impedido caer en un sueño fatal.

Ambos habían sentido una profunda angustia al verme sumido en ese estado, y durante las largas décadas en las que yo me había mostrado insensible a sus ruegos, el temor que les inspiraban los Padres Nobles les había impedido depositar flores ante ellos, quemar incienso y ocuparse del santuario.

—Temíamos que nos atacaran —me explicó Avicus—. Hasta el mero hecho de contemplar sus rostros nos aterrorizaba.

Yo asentí con la cabeza mientras le escuchaba, indicando que le comprendía perfectamente.

—Los Padres Divinos nunca han demostrado necesitar esas atenciones —dije—. Soy yo quien se las ha inventado. La oscuridad les complace tanto como el resplandor de las lámparas. No hay más que ver cómo duermen envueltos en vendas en sus respectivos ataúdes, uno junto al otro, en la bodega del barco.

Las visiones me habían dado renovadas fuerzas. Tenía que hablar de esas cosas, aunque jamás me referí a aquellas visiones ni me jacté de haber bebido sangre sagrada.

Sobre nosotros se cernía la posibilidad de que, durante la travesía, se produjera un espantoso desastre: que nuestro barco fuera atacado de día o de noche y que los Padres Divinos se hundieran en el mar. Era algo tan terrible que no nos atrevíamos a comentarlo entre nosotros. Cada vez que me ponía a cavilar en eso, lamentaba que no hubiéramos emprendido una ruta terrestre, sin duda más segura.

A veces, de madrugada, se me imponía una angustiosa realidad: en caso de producirse esa catástrofe, quizá yo lograra salvarme, pero los que debían ser custodiados no podrían. ¿Qué sería de ellos en el fondo del misterioso océano? Mi inquietud aumentaba hasta extremos intolerables.

Dejando a un lado mi angustia, proseguía la amena charla con mis compañeros. Salía a cubierta, contemplaba el mar plateado y enviaba mi amor a Pandora.

A todo esto, yo no compartía el entusiasmo de Mael y Avicus por Bizancio. Tiempo atrás había vivido en Antioquía, una ciudad oriental sometida a una profunda influencia occidental, y la había abandonado para regresar a Roma, pues yo era una criatura de Occidente.

En esos momentos nos dirigíamos hacia lo que yo consideraba una capital puramente oriental y temía que, pese a su gran vitalidad, sólo hallaría algo que no podía aceptar.

Ten en cuenta que Oriente, o sea, las tierras de Asia Menor y Persia, siempre había suscitado cierta suspicacia en los romanos debido a su desmesurada afición al lujo y a la vida regalada. Al igual que muchos romanos, yo opinaba que Persia había ablandado a Alejandro Magno, ablandando por extensión a la cultura griega. Y la cultura griega, con su influencia persa, había ablandado a Roma.

Por descontado, ese ablandamiento había conllevado una gran riqueza cultural y artística. Los romanos estaban deseosos de adquirir todo tipo de conocimientos griegos.

No obstante, en mi fuero interno seguía recelando de Oriente.

Como es natural, no dije nada al respecto ni a Avicus ni a Mael, pues no quería enturbiar su entusiasmo por la poderosa sede del emperador oriental.

Por fin, tras una larga travesía, una noche llegamos al resplandeciente mar de Mármara y contemplamos las murallas de Constantinopla, iluminadas por un sinfín de antorchas, y por primera vez comprendí el esplendor de la península que Constantino había elegido tiempo atrás.

Nuestro barco se adentró lentamente en el magnífico puerto. Mis compañeros decidieron que utilizara mi «magia» con las autoridades portuarias para tramitar nuestra arribada y disponer del tiempo suficiente para buscar alojamiento desde el mismo puerto antes de desembarcar nuestro sagrado cargamento, los sarcófagos que contenían a nuestros venerables antepasados, a los que habíamos traído para enterrarlos en su tierra natal. Como es lógico, hicimos las preguntas de rigor acerca de dónde podíamos contratar a un agente que nos ayudara a buscar alojamiento. Más de un mortal se ofreció para aconsejarnos.

Era un problema de oro y, utilizando asimismo el don de la seducción, no tuve mayores dificultades en conseguir mi propósito. Al poco rato desembarcamos, dispuestos a explorar este lugar mítico donde Dios había ordenado a Constantino que creara la ciudad más grandiosa del mundo.

No puedo decir que aquella noche me llevara una decepción.

Nuestra primera gran sorpresa se produjo al comprobar que los comerciantes de Constantinopla estaban obligados a colocar antorchas en las fachadas de sus establecimientos para que las calles estuvieran perfectamente iluminadas. Y enseguida averiguamos que existía un sinnúmero de iglesias que explorar.

La ciudad contenía aproximadamente un millón de habitantes y enseguida advertí que poseía aquel extraordinario vigor que Roma había perdido.

Me dirigí de inmediato, seguido por mis dos amables compañeros, a u gran plaza llamada el Augusteon, desde la cual pude contemplar la fachada de Santa Sofía, la iglesia de la Sagrada Sabiduría, y otros inmensos e imponentes edificios, como las espléndidas termas de Zeus, decoradas con unas estatuas paganas exquisitamente talladas, procedentes de diversas ciudades del mundo.

Deseaba visitar tantos lugares al mismo tiempo que no sabía hacia dónde tirar: hacia el Hipódromo, donde de día se celebraban las carreras de cuadrigas que constituían la pasión del populacho, o hacia el indescriptible y gigantesco palacio real, donde habríamos podido colarnos fácilmente sin que nadie reparara en ello.

De esa plaza arrancaba una amplia calle que discurría hacia el oeste. Era la calzada principal de la ciudad y a ella daban otras plazas y otras calles, de las cuales derivaban numerosos senderos.

Mael y Avicus me seguían educadamente mientras los conducía de un lado a otro, hasta que por fin nos dirigimos a Santa Sofía para detenernos entre sus magníficos muros y bajo su inmensa cúpula.

Me sentí abrumado por la belleza de la iglesia, sus múltiples arcos y los intrincados y detallados mosaicos de Justiniano y Teodora, situados en lo alto, increíblemente espléndidos y rutilantes bajo la luz de innumerables lámparas.

Las noches nos ofrecían múltiples aventuras, a cual más interesante. Mis camaradas se cansaban de recorrer la ciudad, pero yo no. No tardaría en infiltrarme en la corte imperial, utilizando mi rapidez y destreza para moverme por el interior del palacio. Para bien o para mal, me encontraba en una ciudad pujante donde experimentaría el consuelo que ofrece la proximidad de un gran número de seres humanos.

Unas semanas más tarde adquirimos una espléndida casa perfectamente fortificada, rodeada por un jardín tapiado, y mandamos construir una cripta secreta y segura debajo del suelo de mosaico.

En cuanto a los Padres Divinos, insistí en que debíamos ocultarlos a cierta distancia de la ciudad. Había oído hablar de los numerosos tumultos que se producían en Constantinopla y quería instalarlos en un santuario seguro.

Sin embargo, no conseguí hallar una antigua cripta o una tumba en la campiña, como la vieja tumba etrusca situada en las afueras de Roma. De modo que no tuve más remedio que hacer que una cuadrilla de esclavos construyera un santuario debajo de nuestra casa.

Esto me inquietaba. Tanto en Antioquía como en Roma, yo mismo había construido las capillas para nuestros Padres y ahora tenía que delegar esa tarea en otros. Así pues, urdí un complicado plan.

Diseñé una serie de pasadizos que se comunicaban y conducían a una espaciosa cámara subterránea. Para llegar hasta dicha cámara, había que girar primero a la derecha, luego a la izquierda, luego de nuevo a la derecha y a la izquierda, lo que producía un efecto mareante.

Luego instalé cada pocos metros unas puertas de bronce de doble hoja provistas de un pesado cerrojo.

La recia piedra que impedía la entrada a este sinuoso y complejo laberinto no sólo parecía una pieza integrante del suelo de mosaico de la casa, sino que, como suelo decir al describir detalles, era tan pesada que ni una cuadrilla de mortales habría podido alzarla. Y los asideros de hierro eran tan numerosos y estaban tan bien camuflados que parecían formar parte de la decoración del suelo.

Mael y Avicus opinaban que estas medidas eran una exageración, pero no dijeron nada.

No obstante, estuvieron de acuerdo conmigo en cubrir los muros de la capilla con los mismos mosaicos dorados que habíamos visto en todas las espléndidas iglesias de la ciudad, y el suelo con las mejores baldosas de mármol. Encargamos un amplio y magnífico trono de oro batido para la Pareja Real, y unas lámparas que colgamos del techo con cadenas.

Quizá te preguntes cómo logré que se realizaran esos trabajos sin comprometer el secreto de la cámara subterránea. ¿Asesinando a todos los que habían participado en la construcción de la capilla?

No. Utilizando el don de la seducción para confundir a los hombres que la construyeron, y vendando a veces los ojos de los esclavos y los artistas, a lo que todos se prestaron sin protestar. Las doradas palabras «amantes» y «esposas» acallaban cualquier objeción por parte de los mortales. El dinero hizo el resto.

Por fin llegó la noche en que debía trasladar a los Padres Regios a su capilla. Avicus y Mael me confesaron educadamente que suponían que deseaba hacerlo solo.

Yo no me opuse. Al igual que un poderoso ángel cristiano de la muerte, transporté primero un sarcófago y luego el otro hasta la hermosa capilla, colocándolos uno junto a otro.

En primer lugar retiré las vendas de lino con que había envuelto a Akasha, sosteniéndola en mis brazos mientras permanecía arrodillado en el suelo. La Reina tenía los ojos cerrados. De improviso los abrió y clavó la vista en el infinito, con la expresión impávida y vacía de siempre.

Creo que sentí una curiosa decepción, pero musité unas oraciones Para ocultarla al tiempo que recogía las vendas y alzaba a mi silenciosa esposa para sentarla en el trono. Akasha permaneció inmóvil, con la ropa arrugada y deslucida, ciega como de costumbre, mientras yo le pitaba las vendas a Enkil.

Entonces se produjo ese extraño momento en que él abrió también los ojos.

No me atreví a decirle nada en voz alta. Al levantarlo, observé que su cuerpo era más dúctil e incluso ligero. Lo deposité sobre el trono junto a su reina.

Pasaron varias noches antes de que completara el atavío de la Pareja Sagrada, que hice coincidir hasta el último detalle con el recuerdo que guardaba de los suntuosos ropajes egipcios. Posteriormente busqué para ellos joyas nuevas e interesantes. En Constantinopla abundaban artículos de lujo, y artesanos que los confeccionaban y vendían. Todo esto lo hice solo y sin mayores dificultades, sin dejar de rezarles a los Padres Divinos en tono respetuoso.

Por fin la capilla estuvo lista. Era más hermosa incluso que la primera que había creado en Antioquía, y mucho más que la de Roma. Coloqué en ella los acostumbrados pebeteros para quemar incienso y llené de aceite aromático las numerosas lámparas que colgaban del techo.

Una vez hecho esto, volví a pensar en la nueva ciudad, en cómo nos irían las cosas allí y si Akasha y Enkil estarían seguros en ella.

Me sentía muy intranquilo. No conocía todavía la ciudad. Estaba preocupado. Quería seguir visitando las iglesias y recreándome con la belleza de la ciudad; pero no sabía si éramos los únicos vampiros que había allí.

Me parecía muy poco probable que lo fuéramos. A fin de cuentas, existían muchos otros bebedores de sangre. ¿Por qué no iban a acudir a la ciudad más bella del mundo?

En cuanto al aspecto griego de Constantinopla, no me gustaba. Me avergüenza confesarlo, pero así es.

No me gustaba que el populacho hablara griego en lugar de latín, aunque yo, por supuesto, hablaba griego perfectamente; ni que de todos los monasterios cristianos emanara un profundo misticismo que resultaba más oriental que occidental.

Las obras de arte que contemplé en toda la ciudad eran impresionantes, desde luego, pero habían comenzado a perder todo vínculo con el arte clásico de Grecia y Roma.

Las nuevas estatuas representaban a hombres de aspecto tosco y corpulento, con la cabeza muy redonda, ojos saltones, rostro carente de expresión. Y los iconos o efigies sagradas tan populares eran muy estilizados y tenían semblantes hoscos.

Hasta los espléndidos mosaicos de Justiniano y Teodora (las figuras ataviadas con largas túnicas de las paredes de la iglesia), presentaban un aspecto rígido y fantástico, en lugar de clásico, o bello, de acuerdo con unos cánones que yo desconocía.

Constantinopla era sin duda una magnífica ciudad, pero yo no me sentía a gusto en ella.

Me parecía que había algo intrínsecamente repugnante en el gigantesco palacio real, con sus eunucos y sus esclavos. Cuando entraba disimuladamente en él y me paseaba por sus estancias, visitando las salas del trono, las salas de audiencia, las imponentes capillas, el inmenso comedor y las numerosas alcobas, veía el libertinaje de Persia, y aunque no censuraba a nadie por entregarse a él, me sentía incómodo.

En cuanto a la población, aunque inmensa y dinámica, era capaz de enzarzarse en peleas callejeras por el resultado de las carreras de carros en el Hipódromo y organizaba tumultos incluso en las iglesias. Llegaban a matarse unos a otros por motivos religiosos. De hecho, las interminables disputas religiosas rayaban en la locura. Y las diferencias doctrinales mantenían buena parte del tiempo a todo el Imperio en pie de guerra.

En cuanto a los problemas de las fronteras del Imperio, eran tan frecuentes como en tiempos de los Césares. Los persas amenazaban constantemente a Oriente y los bárbaros seguían invadiendo el Imperio procedentes de Occidente sin solución de continuidad.

Yo, que tiempo atrás había identificado mi alma con la salvación del Imperio, no experimentaba el menor consuelo en esta ciudad, que sólo me inspiraba recelo y un profundo disgusto.

No obstante, iba con frecuencia a Santa Sofía para admirar la inmensa cúpula que parecía flotar en lo alto sin ningún sistema de sujeción. Aquella gran iglesia poseía una cualidad inefable capaz de humillar al espíritu más orgulloso.

Avicus y Mael se sentían a gusto en la nueva ciudad. Ambos estaban empeñados en que yo fuera su líder, y por las tardes, cuando recorría el mercado en busca de libros, Avicus se apresuraba a acompañarme, rogándome que le leyera en voz alta las obras que adquiría.

Entretanto, no cesaba de buscar a Pandora. Les conté a Avicus y a Mael algunas anécdotas, inofensivas y sin importancia, referentes a las noches que había compartido con ella, pero sobre todo les hablé de lo mucho que la había amado con el fin de crear en sus mentes imágenes de ella, confiando en que lograran mantenerlas vivas mediante sus dotes sobrenaturales.

Si Pandora se paseaba por esas calles, si se topaba casualmente con mis amigos, quizás adivinara a través de los pensamientos de éstos que yo me encontraba allí y ansiaba reunirme con ella.

Comencé de inmediato a hacerme una biblioteca comprando cajas enteras de pergaminos que examinaba detenidamente. Instalé un elegante escritorio y empecé a escribir un diario, un tanto neutral e impersonal, en el que anotaba mis aventuras utilizando la clave que había inventado hacía tiempo.

Llevábamos menos de seis meses en Constantinopla cuando descubrimos que otros bebedores de sangre merodeaban por los alrededores de nuestra casa.

Los oímos un día al amanecer. Por lo visto, acudían para percibir a través del don de la mente cualquier detalle sobre nosotros que lograran captar, tras lo cual se alejaban apresuradamente.

—Me choca que hayan tardado tanto en aparecer —comenté—. Nos han estado observando y vigilando.

—Quizá su presencia explique el hecho de que no hayamos hallado aquí a ningún adorador del diablo —dijo Avicus.

Quizá tuviera razón, pues esos seres que nos espiaban no eran adoradores del diablo. Lo dedujimos por los retazos de imágenes que obtuvimos de sus mentes.

Por fin acudieron un día al anochecer, con el claro propósito de invitarnos cortésmente a acompañarlos a visitar a su ama.

Salí a saludarlos y comprobé que se trataba de dos jóvenes pálidos y muy bellos.

No debían de tener más de trece años cuando se transformaron en vampiros. Tenían los ojos oscuros y luminosos y el pelo negro, corto y rizado. Vestían largas túnicas orientales, confeccionadas con un espléndido tejido recamado, ribeteado con una cenefa roja y dorada. Debajo llevaban otra túnica de seda, lucían elegantes sandalias y numerosos anillos adornados con piedras preciosas.

Dos mortales, que parecían simples esclavos persas, portaban antorchas para iluminarles el camino.

Uno de los jóvenes y radiantes bebedores de sangre me entregó un pequeño pergamino escrito en griego con una esmerada caligrafía, que abrí enseguida y leí.

«En mi ciudad, antes de ir de caza es costumbre pedirme permiso. Los invito a venir a verme a mi palacio», decía la nota. Estaba firmada: «Eudoxia».

El estilo de la nota no me gustó, como tampoco me gustaba el estilo de Constantinopla ni nada relativo a ella. No puedo decir que me sorprendiera, y comprendí que me ofrecía la oportunidad de hablar con otros bebedores de sangre que no fueran los fanáticos adoradores de la serpiente, una oportunidad que no se había presentado hasta entonces.

Permite que haga un inciso para señalar que, en todos mis años de vampiro, jamás había visto a otros vampiros tan educados, elegantes y hermosos como aquellos adolescentes.

Entre los grupos de adoradores de Satanás sin duda había más de un bebedor de sangre de hermoso rostro y ojos inocentes, pero, por lo general, como ya he contado, eran Avicus y Mael quienes se encargaban de matarlos o de llegar a un acuerdo con ellos, no yo. Por lo demás, su fanatismo los corrompía invariablemente.

Estos jóvenes eran muy distintos.

Su dignidad y su atuendo los hacían infinitamente más interesantes, por no hablar del valor con que me miraban a los ojos. En cuanto al nombre de Eudoxia, en última instancia me inspiraba más curiosidad que temor.

—Os acompañaré encantado —respondí sin vacilar. Pero los chicos insistieron en que Avicus y Mael debían venir también.

—¿Por qué? —pregunté, con el fin de proteger a mis amigos. Pero éstos me indicaron que deseaban ir.

—¿Cuántos sois? —pregunté a los jóvenes.

—Eudoxia responderá a tus preguntas —contestó el chico que me había entregado el pergamino—. Por favor, acompañadnos sin más dilación. Hace tiempo que Eudoxia ha oído hablar de vosotros.

Nos escoltaron durante un buen rato por las calles, hasta que por fin llegamos a un barrio de la ciudad más opulento incluso que el barrio en el que vivíamos nosotros, y a una casa más grande que la nuestra. Tenía la típica fachada de piedra rústica y seguramente jardín interior y habitaciones suntuosas.

Durante ese rato, los jóvenes vampiros habían enmascarado sus pensamientos con gran habilidad, pero yo conseguí adivinar, quizá porque ellos querían que lo adivinara, que se llamaban Asphar y Rashid.

Nos abrió la puerta otra pareja de esclavos mortales, que nos condujo a una espaciosa estancia totalmente decorada con motivos dorados.

A nuestro alrededor ardían numerosas antorchas en el centro de la habitación. Tendida en un diván dorado con cojines de seda color púrpura, se hallaba una espléndida vampiro hembra con un espesa cabellera negra y rizada como la de los chicos que nos habían conducido hasta allí, aunque ella la llevaba adornada con perlas; lucía un traje de Damasco y, debajo, una túnica de la seda más fina que había visto hasta la fecha en Constantinopla.

Tenía el rostro pequeño, ovalado, de una perfección que no había contemplado jamás, aunque no guardaba ningún parecido con Pandora, que para mí representaba la viva imagen de la perfección.

Tenía los ojos redondos y enormes. Sus labios estaban perfectamente pintados de rojo y toda su persona exhalaba un perfume elaborado sin duda por un mago persa para hacernos perder el sentido.

En la habitación había numerosos sillones y divanes, y el suelo de mosaico mostraba a diosas y dioses griegos triscando, tan artísticamente representados como hubieran podido serlo hacía quinientos años. En las paredes observé unas imágenes parecidas, pero las columnas, algo toscas pese a ostentar una compleja filigrana, pertenecían a un estilo posterior.

La vampiro tenía la piel de una blancura inmaculada y tan desprovista de todo toque humano que, al contemplarla, sentí un escalofrío. Pero su expresión, que se manifestaba casi enteramente en una sonrisa, era cordial y extremadamente curiosa.

Incorporada sobre un codo, con el brazo cubierto de pulseras, alzó la vista y me miró.

—Marius —dijo en un latín cultivado y fluido, con una voz tan bella como su rostro— lees mis paredes y mi suelo como si fueran un libro.

—Discúlpame —respondí—. Pero cuando una habitación está decorada de forma tan exquisita, me parece correcto admirarla.

—Y añoras la vieja Roma —dijo la bebedora de sangre—, o Atenas, o incluso Antioquía, donde viviste antiguamente.

Comprendí que estaba ante una vampiro muy poderosa. Había obtenido esta información de mis recuerdos más profundos. Cerré mi mente, pero no mi corazón.

—Me llamo Eudoxia —dijo la vampiro—. Quisiera poder daros la bienvenida a Constantinopla, pero es mi ciudad y no me complace vuestra presencia aquí.

—¿No podríamos llegar a un acuerdo contigo? —pregunté—. Hemos hecho un largo y arduo viaje. La ciudad es inmensa.

Eudoxia hizo un pequeño gesto y los esclavos mortales se retiraron. Sólo se quedaron Asphar y Rashid, como si aguardaran sus órdenes.

Traté de averiguar si había otros bebedores de sangre en la casa, pero no podía hacerlo sin que ella se percatara, por lo que mis intentos resultaron ineficaces.

—Sentaos, os lo ruego —dijo Eudoxia. Al oír esas palabras, los dos hermosos jóvenes, Asphar y Rashid, se apresuraron a acercar los divanes para que nos instaláramos cómodamente.

Yo pregunté si podía sentarme en un sillón. Avicus y Mael formularon la misma petición, aunque en voz baja y vacilante. Ella accedió y nos sentamos.

—Un viejo romano —comentó Eudoxia con una repentina y luminosa sonrisa—. Desprecias un diván y prefieres un sillón.

Reí brevemente por cortesía.

Pero algo invisible me hizo mirar a Avicus y comprobé que contemplaba a aquella espléndida bebedora de sangre como si Cupido acabara de clavarle una flecha en el corazón.

En cuanto a Mael, la miraba con la misma expresión hosca con que me había mirado a mí en Roma muchos siglos atrás.

—No te preocupes por tus amigos —dijo Eudoxia, sobresaltándome—. Te son leales y acatarán lo que digas. Es contigo con quien quiero hablar. Ten en cuenta que, aunque esta ciudad es gigantesca, y hay sangre suficiente para alimentar a muchos, llegan constantemente vampiros vagabundos y es preciso ahuyentarlos.

—¿Nos consideras vampiros vagabundos? —pregunté con delicadeza.

No pude por menos de observar sus rasgos, su mentón bien perfilado con un hoyuelo en el centro y sus pequeñas mejillas. Era muy joven en años mortales, al igual que los dos chicos. Tenía los ojos negros como el azabache, enmarcados por unas pestañas que hacían sospechar que las llevaba pintadas como las egipcias, pero no era así.

Mientras la observaba, pensé de pronto en Akasha y, aterrorizado, traté de borrar su imagen de mi mente.

¿Qué había hecho al llevar allí a los que debían ser custodiados? Debí haberme quedado entre las ruinas de Roma. Pero era inútil pensar ahora en eso.

Miré a Eudoxia, deslumbrado por las innumerables joyas de su vestido y sus relucientes uñas, más brillantes que cuantas había visto en mi vida salvo las de Akasha. Traté de nuevo de recobrar la compostura y de penetrar en su mente.

Ella me sonrió con dulzura y dijo:

—Marius, soy una bebedora de sangre demasiado vieja para lo que te propones, pero te diré lo que desees saber.

¿Puedo llamarte por el nombre que nos has dado? —pregunté. Por eso os lo he dado —repuso—. Pero os advierto que espero que seáis sinceros conmigo; de lo contrario, no toleraré que permanezcáis en mis dominios.

De pronto sentí una oleada de ira que emanaba de Mael. Le dirigí una mirada de advertencia y observé de nuevo la expresión abstraída del rostro de Avicus.

Deduje que jamás había contemplado a una bebedora de sangre como aquélla. Las jóvenes vampiros pertenecientes a la secta de los adoradores de Satanás presentaban un aspecto sucio y desaliñado, y la mujer que se hallaba ante nosotros, tendida cómodamente en un magnífico diván, parecía la emperatriz de Bizancio.

Tal vez ella se considerara así.

Eudoxia sonrió, como si estos pensamientos le resultaran transparentes. Luego, con un pequeño gesto de la cabeza, indicó a los jóvenes vampiros, Asphar y Rashid, que se retiraran.

Acto seguido examinó lentamente y con calma a mis dos compañeros, como tratando de extraer todos los pensamientos coherentes que les habían pasado por la cabeza.

Yo seguí observándola y me fijé en las perlas que llevaba trenzadas en el pelo, los collares de perlas que lucía alrededor del cuello y las joyas que adornaban sus pies desnudos y sus manos.

Al cabo de unos momentos, Eudoxia me miró y esbozó de nuevo una sonrisa que iluminó todo su rostro.

—Si os permito quedaros, y aún no he decidido hacerlo, debéis demostrarme vuestra lealtad cuándo aparezcan otros para destruir la paz que compartimos. Jamás debéis aliaros con ellos en mi contra. Debéis preservar Constantinopla para que sólo nosotros gocemos de ella.

—¿Y qué harás si no te demostramos lealtad? —preguntó Mael, haciendo gala de su antigua ira.

—¿Qué puedo hacer para silenciarte antes de que digas otra estupidez? —replicó Eudoxia. Luego se volvió hacia mí y añadió—: Dejad que os haga una advertencia. Sé que la Madre y el Padre están en vuestro poder. Sé que los habéis traído aquí para tenerlos a buen recaudo en una capilla instalada debajo de vuestra casa.

Sus palabras me causaron un impacto brutal.

Me invadió una profunda pesadumbre. Al igual que tiempo atrás en Antioquía, no había conseguido mantener el secreto. ¿Acaso era incapaz de hacerlo? ¿Estaba predestinado a fracasar continuamente a este respecto? ¿Qué podía hacer para remediarlo?

—No te precipites en tu juicio sobre mí, Marius —dijo Eudoxia Yo bebí de la Madre en Egipto mucho antes de que tú te la llevaras.

Esta revelación me asombró aún más.

No obstante, contenía una extraña promesa; arrojaba una pequeña luz en mi alma.

De pronto experimenté una deliciosa exaltación.

Me hallaba ante una vampiro que, al igual que Pandora, lo sabía todo sobre los antiguos misterios. Esta criatura, de rostro y lenguaje delicados, era completamente distinta de Avicus y Mael. ¡Qué dulce y razonable parecía!

—Si lo deseas, te contaré mi historia, Marius —dijo—. Siempre he sido una vampiro mundana, nada aficionada a la vieja religión de los dioses egipcios que exigían sacrificios. Cuando tú naciste hacía trescientos años que había recibido la sangre vampírica. Pero te contaré todo lo que desees saber. Es evidente que te mueves por el mundo mediante preguntas.

—En efecto —repuse—, me muevo por el mundo mediante preguntas. A menudo he formulado esas preguntas en silencio, y las respuestas que hace siglos me daba la gente constituían fragmentos que yo debía unir como si se tratara de pedacitos de papiros. Ansío saber más. Ansío oír lo que vayas a decirme.

Eudoxia, que parecía muy complacida por mis palabras, asintió con la cabeza.

—Algunos de nosotros no precisamos que se nos comprenda íntimamente —dijo—. ¿Lo necesitas tú, Marius? Puedo adivinar gran parte de tus pensamientos, pero son un rompecabezas. ¿Necesitas que te comprendan?

Me sentí perplejo.

«¿Necesito que me comprendan?», me pregunté, reflexionando sobre la cuestión tan secretamente como me era posible. ¿Me comprendían Avicus y Mael? No. Pero tiempo atrás me había comprendido la Madre. ¿O no? Y es posible que cuando yo me enamoré de ella la comprendiera.

—No sé qué contestarte —dije en voz baja—. Creo que he llegado a disfrutar de la soledad. Creo que cuando era mortal me encantaba. Era un ser errante y solitario. Pero ¿por qué me lo preguntas?

—Porque yo no necesito que me comprendan —respondió Eudoxia. Por primera vez advertí un tono frío en su voz—. Pero, si lo deseas, te contaré mi historia.

—Estoy impaciente por oírla —contesté. Me sentía atraído por ella—. Pensé de nuevo en mi hermosa Pandora. Esta mujer parecía poseer los mismos dones que ella. Deseaba escucharla; era esencial para nuestra seguridad que la escuchara. Pero ¿cómo resolver la insatisfacción de Mael y la evidente obsesión de Avicus con ella?

Eudoxia captó en el acto ese pensamiento y miró a Avicus con dulzura. Luego clavó los ojos unos momentos en el enfurecido Mael.

—Fuiste un sacerdote en la Galia —le dijo con calma—, pero tu actitud es la de un guerrero. Deseas destruirme. ¿Por qué?

—No respeto tu autoridad aquí —respondió Mael, tratando de emplear el mismo tono—. No representas nada para mí. Dices que nunca respetaste nuestra antigua religión. Yo sí, y Avicus también. Y nos sentimos orgullosos de ello.

—Todos deseamos lo mismo —dijo Eudoxia. Sonrió, mostrando sus afilados colmillos—. Deseamos disponer de un territorio de caza que no esté atestado de bebedores de sangre. Deseamos mantener alejados a los vampiros satánicos, que se multiplican increíblemente y tratan de fomentar el malestar en el mundo mortal. Mi autoridad reside en mis antiguos triunfos. No es sino un hábito. Convendría que hiciéramos las paces… —Se detuvo, encogiéndose de hombros y abriendo los brazos como habría hecho un hombre.

—Habla en nombre nuestro, Marius —terció Avicus de pronto—. Haz las paces con Eudoxia, te lo ruego.

—Te ofrecemos nuestra lealtad —dije—, pues también deseamos las cosas que has mencionado. Pero ardo en deseos de hablar contigo. Quiero saber cuántos bebedores de sangre se encuentran en estos momentos aquí. Por lo que se refiere a tu historia, te reitero que estoy ansioso de escucharla. Si hay algo que podemos ofrecernos unos a otros, son nuestras respectivas historias. Sí, deseo conocer la tuya.

Eudoxia se levantó del diván airosamente y comprobé que era más alta de lo que había imaginado. Tenía la espalda muy ancha para ser mujer y caminaba erguida, sin hacer el menor ruido con los pies desnudos.

—Venid a mi biblioteca —dijo conduciéndonos a una habitación que comunicaba con el salón principal—. Es preferible que hablemos allí.

La larga, espesa y ondulada cabellera le caía por la espalda, y caminaba airosamente a pesar de que sus ropajes recamados y adornados con gemas pesaban mucho.

La biblioteca era inmensa, con anaqueles repletos de pergaminos y códices, es decir, volúmenes encuadernados como los que existen hoy en día. Había varios sillones, algunos situados en el centro de la estancia, dos divanes para tumbarse cómodamente y unas mesitas para escribir sobre ellas. Las lámparas doradas, con sus intrincadas filigranas, me pareció que tenían un aire persa, pero no podría asegurarlo.

Las alfombras eran decididamente persas, de eso estoy seguro.

Por supuesto, en cuanto vi los libros me invadió una grata sensación, como me ocurre siempre. Recordé la biblioteca del antiguo Egipto en la que me encontré con el Anciano que había dejado a la Madre y al Padre expuestos al sol. Los libros me proporcionan una absurda sensación de seguridad, lo cual puede ser un error.

Pensé en todo lo que había perdido durante el primer asedio de Roma. No pude por menos de preguntarme qué autores griegos y romanos se hallarían presentes allí. Los cristianos, aunque eran más benévolos con los antiguos de lo que cree la gente, no siempre conservaban las obras del pasado.

—Tu mirada es codiciosa —dijo Eudoxia—, pero tu mente permanece cerrada. Sé que deseas leer los libros que hay aquí. Te autorizo a hacerlo. Envía a tus escribas para que copien las obras que desees. Pero me estoy precipitando. Ante todo debemos hablar. Debemos tratar de alcanzar un acuerdo, aunque no sé si lo lograremos.

Luego se volvió hacia Avicus.

—Y tú, que eres un anciano, que recibiste la sangre vampírica en Egipto, estás empezando a descubrir y amar el universo de las letras. Me choca que hayas tardado tanto tiempo.

Sentí la intensa turbación y la conmovedora confusión de Avicus.

—Estoy aprendiendo —respondió—. Marius es mi maestro —añadió, ruborizándose.

En cuanto a Mael, al observar su furia contenida pensé que él mismo se había labrado hacía tiempo su desgracia, pero que ahora estaba ocurriendo algo que podría ser una causa legítima de dolor para él.

Como es natural, me disgustaba profundamente que ni uno ni otro hieran capaces de ocultar sus pensamientos. Tiempo atrás, en Roma, cuando intenté dar con ellos, habían logrado zafarse de mí. Sentémonos —dijo Eudoxia— y os contaré quién soy.

Ocupamos nuestros respectivos asientos, lo cual nos aproximó más, y Eudoxia empezó a desgranar su historia con voz queda.