8

Los años transcurrieron a una velocidad pasmosa.

En Roma no se hablaba de otra cosa que de la gran ciudad de Constantinopla, en Oriente. El número de patricios que se trasladaban a ella atraídos por su magia era cada vez mayor. A Constantino le sucedió una interminable lista de emperadores guerreros. La presión en las fronteras del Imperio seguía siendo intolerable y exigía la entrega absoluta de cualquiera que fuese elevado a la púrpura.

Un personaje de lo más interesante fue Juliano, posteriormente conocido como el Apóstata, quien trató de restaurar el paganismo y fracasó estrepitosamente. Al margen de sus fantasías religiosas, demostró ser un excelente soldado y murió en una campaña contra los incontrolables persas, a muchos kilómetros de casa.

El Imperio seguía siendo invadido por todos lados por los godos, los visigodos, los germanos y los persas. Sus ricas y hermosas ciudades, con sus gimnasios, teatros, pórticos y templos, eran asoladas por tribus de pueblos a los que les tenían sin cuidado la filosofía, los modales, la poesía o los valores de la vida civilizada.

Incluso Antioquía, mi viejo hogar que había compartido con Pandora, había sido saqueada por los bárbaros, un espectáculo que me resultaba inimaginable pero del que no podía hacer caso omiso.

Sólo la ciudad de Roma permanecía inmune a ese horror. Estoy convencido de que las familias de antiguo linaje jamás creyeron, aun cuando las casas se derrumbaran a su alrededor, que la Ciudad Eterna pudiera sufrir algún día esa suerte.

En cuanto a mí, seguía organizando banquetes para los marginados y proscritos, escribiendo durante largas horas en mis diarios y pintando mis murales.

Cuando alguno de mis convidados habituales moría, su ausencia me causaba un sufrimiento atroz y procuraba que mi casa estuviera siempre llena de gente.

Yo seguía trajinando entre botes de pintura, sin hacer caso si algún borracho se ponía a vomitar en el jardín. Aquello parecía una casa de locos iluminada por numerosas lámparas, cuyo amo se dedicaba a plasmar sus fantasías en los murales, los comensales a mofarse de él y a brindar por él, mientras la música sonaba hasta el amanecer.

Al principio temí que el hecho de que Avicus me observara mientras pintaba me distraería de mi tarea, pero me acostumbré a oírle saltar la tapia sigilosamente y penetrar en el jardín. Me acostumbré a la proximidad de un ser que compartía esos momentos conmigo como sólo él podía hacerlo.

Continué plasmando diosas: Venus, Ariadna, Hera… Al cabo de un tiempo me resigné a que la figura de Pandora presidiera mi labor, aunque también pintaba dioses. Me sentía especialmente cautivado por Apolo, pero tenía tiempo para pintar otras figuras míticas como Teseo, Eneas y Hércules. A veces leía a Ovidio, Hornero o Lucrecio en busca de inspiración; otras, yo mismo me inventaba los temas de los murales.

Pero lo que me producía más placer era pintar jardines, pues tenía la sensación de habitarlos en mi corazón.

Pinté una y otra vez las paredes de mi casa, y como estaba construida a modo de villa, Avicus podía pasear por el jardín que la rodeaba observando lo que yo hacía. Yo no podía por menos de preguntarme si mi trabajo no resultaba de algún modo modificado por lo que él veía.

Lo que más me conmovía era la constancia con que acudía para verme pintar y el hecho de que guardara un respetuoso silencio. Rara vez pasaba una semana sin que apareciera y se quedara prácticamente toda la noche. A menudo se presentaba cuatro o cinco noches seguidas, a veces más.

Por supuesto, nunca nos hablábamos. Nuestro silencio estaba dotado de cierta elegancia. Y aunque en cierta ocasión mis esclavos se percataron de su presencia y me atosigaron con sus temores, no tardé en poner remedio a esa situación.

Las noches que iba a visitar a los que debían ser custodiados, Avicus no me seguía. Confieso que el hecho de pintar solo en el santuario me producía una sensación de libertad, aunque al mismo tiempo me invadía una melancolía más intensa que en tiempos pasados.

Me sentaba a pintar, deprimido, en un rincón situado detrás del estrado y de la Pareja Divina, tras lo cual dormía el resto del día y la noche siguiente sin salir del santuario. Tenía la mente vacía. Todo consuelo era inconcebible. Todo pensamiento sobre el Imperio y la suerte que podía correr era inimaginable.

Luego, al acordarme de Avicus, me levantaba, sacudiéndome de encima la melancolía, regresaba a la ciudad y me ponía a pintar de nuevo las paredes de mis habitaciones.

No alcanzo a calcular los años que transcurrieron así.

Pero conviene reseñar otro dato más importante: una pandilla de vampiros satánicos se había instalado de nuevo en una catacumba abandonada. Se alimentaban de gentes inocentes, como tenían por costumbre, utilizando unos métodos tan imprudentes que habían conseguido sembrar el pánico entre los humanos y que proliferaran las historias de terror.

Yo confiaba en que Mael y Avicus lograran destruir a esa pandilla de vampiros, pues todos eran muy débiles y torpes y no les habría costado ningún esfuerzo.

Pero Avicus vino a verme para explicarme la verdad del asunto, que yo debía haber comprendido hacía mucho.

—Esos adoradores de Satanás son invariablemente jóvenes —me dijo—. Ninguno de ellos sobrepasa los treinta o cuarenta años de vida mortal. Todos vienen de Oriente y declaran que el diablo es su señor y que a través de él sirven a Jesucristo.

—Ya conozco esa vieja historia —dije mientras seguía pintando, como si Avicus no estuviera presente, no por descortesía sino porque estaba harto de esos adoradores de Satanás que habían provocado mi ruptura con Pandora.

—Es evidente que alguien muy anciano nos envía a esos temibles emisarios. A ese ser anciano es a quien debemos destruir, Marius.

—¿Y cómo te propones hacerlo? —pregunté.

—Queremos atraerlo a Roma —respondió Avicus—, y hemos venido a pedirte que te unas a nosotros. Acompáñanos esta noche a las catacumbas para decirles a esos jóvenes que eres amigo suyo.

—¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurre pedirme eso? —contesté—. ¿No te das cuenta de que conocen la existencia de la Madre y el Padre? ¿No recuerdas lo que os dije?

—Los destruiremos uno por uno —intervino Mael, situado a mi espalda—. Pero, para rematar nuestra labor, debemos conseguir que el anciano venga aquí antes de empezar a destruirlos.

—Vamos, Marius —dijo Avicus—, necesitamos tu habilidad y tu elocuencia. Convéncelos de que defiendes su causa. Diles que deben hacer que venga su líder aquí, pues sólo así les permitirás que se queden en Roma. Mael y yo no lograríamos convencerlos. No te lo digo para halagarte, te lo aseguro.

Me quedé un rato inmóvil, con el pincel en la mano y la mirada fija pensando si debía hacerlo, hasta que por fin confesé que no podía.

—No me pidáis eso. Atraed vosotros mismos a ese ser. Cuando se presente, comunicádmelo y te prometo que acudiré.

La noche siguiente, Avicus regresó a mi casa.

—Esos seguidores de Satanás son como niños —dijo—. Hablan de su líder sin tapujos y reconocen que reside en un lugar desierto del norte de Egipto. Se abrasó durante el Fuego Fatídico, de eso no cabe duda, y les ha contado todo lo relativo a la Gran Madre. Es una lástima destruirlos, pero recorren la ciudad como salvajes cobrándose a sus víctimas entre los mortales más dulces, y no podemos consentirlo.

—Lo sé —contesté con voz queda. Me avergonzaba haber dejado que Mael y Avicus ahuyentaran ellos solos a esas criaturas de Roma—. Pero ¿habéis conseguido que su líder abandone su escondite? ¿Cómo pensáis lograrlo?

—Les hemos dado abundantes riquezas para que traigan a su líder aquí. A cambio de que venga, le hemos prometido nuestra potente sangre, pues necesita crear a más sacerdotes y sacerdotisas que sirvan a su causa satánica.

—Ah, claro, vuestra potente sangre —dije—. ¿Cómo no se me había ocurrido? Siempre la relaciono con la Madre y el Padre, pero nunca la relaciono con vosotros.

—Mentiría si dijera que se me ocurrió a mí —dijo Avicus—. Fue uno de los seguidores de Satanás quien sugirió que su líder debería bebería de ella, pues está tan débil que no puede levantarse de la cama y sólo sobrevive para recibir nuevas víctimas y crear a más seguidores. Por supuesto, Mael y yo no vacilamos en prometérselo. ¿Qué representamos nosotros para esas criaturas con nuestros cientos de años?

No volví a oír nada más sobre el asunto durante varios meses. Tan sólo me enteré, a través del don de la mente, de que Avicus había matado a varios adoradores de Satanás por los crímenes públicos que éstos habían cometido y que él consideraba muy peligrosos, y una tibia noche de verano, cuando me hallaba contemplando las vistas de la ciudad desde mi jardín, oí a Mael discutiendo a lo lejos con Avicus acerca de si debían matar al resto de los bebedores de sangre.

Por fin exterminaron a toda la banda y la catacumba quedó vacía y empapada en sangre. Mael y Avicus se presentaron en mi casa para rogarme que los acompañara, pues al cabo de una hora llegarían los que regresaban de Egipto y teníamos que actuar con rapidez.

Abandoné mi habitación cálida y acogedora, provisto de mis mejores armas, y los acompañé tal como les había prometido.

La catacumba era de dimensiones tan reducidas que apenas cabía de pie. Enseguida comprendí que era la tumba de los cristianos mortales y el lugar donde se reunían a veces durante los primeros años de la secta.

Descendimos unos veinticinco metros bajo tierra hasta llegar a un lugar subterráneo, donde hallamos al viejo bebedor de sangre sentado sobre su catafalco, mirándonos enojado. Sus jóvenes ayudantes estaban horrorizados al comprobar que la catacumba estaba desierta y llena de las cenizas de sus compañeros muertos.

El anciano ser había sufrido mucho. Calvo, flaco, con la piel ennegrecida debido al Fuego Fatídico, se había entregado por completo a la creación de sus seguidores satánicos, por lo que no había llegado a recobrarse de sus heridas como lo habría hecho otro bebedor de sangre. Para colmo, sabía que había caído en una trampa. Los jóvenes a los que había enviado a Roma habían desaparecido para siempre y nosotros, unos bebedores de sangre de innegable poder que no sentían la menor compasión por él ni por su causa, estábamos ante él observándolo con severidad.

Avicus fue el primero en alzar la espada, pero se detuvo cuando el anciano exclamó:

—¿Acaso no servimos a Dios?

—Tú lo averiguarás antes que yo —respondió Avicus, y le cortó la cabeza con la espada.

El resto de la banda se negó a huir. Cayeron de rodillas y encajaron nuestros contundentes golpes en silencio.

Igual que cuando el fuego los consumió a todos.

La noche siguiente y la otra, regresamos los tres a la catacumba para recoger los restos y quemarlos de nuevo, hasta que nos convencimos de que habíamos terminado de una vez por todas con los seguidores de batanas.

¡Ojalá hubiera sido así!

No puedo decir que ese espantoso capítulo de nuestras vidas me uniera más a Avicus y a Mael. Fue horrible, totalmente ajeno a mi naturaleza, demasiado amargo para mí.

Regresé a mi casa y reanudé afanosamente mi trabajo pictórico.

Me divertía que ninguno de mis convidados se preguntara nunca mi verdadera edad, ni por qué no envejecía o moría. Creo que era porque mi casa estaba siempre tan llena de gente que nadie prestaba atención a nada durante mucho tiempo.

Fuera como fuese, después de la matanza de los seguidores de Satanás ansiaba oír música a todas horas y pintaba con mayor dedicación, haciendo gala de una mayor inventiva y una mejor técnica pictórica.

Entretanto, el Imperio había caído en un estado lamentable. Se hallaba dividido entre Oriente y Occidente. En Occidente, que por supuesto comprendía Roma, se hablaba latín, mientras que en Oriente la lengua común era el griego. Los cristianos también acusaban esta profunda división y seguían discutiendo sobre sus creencias.

Al final, la situación de mi amada ciudad se hizo insostenible.

Alarico, un rey visigodo, había ocupado el cercano puerto de Ostia y amenazaba con invadir Roma. El Senado se mostraba impotente para frenar la inminente invasión, y en la ciudad se decía que los esclavos se aliarían con los invasores, lo cual significaría la ruina de todos nosotros.

Por fin, a medianoche, abrieron la puerta Salaria de la ciudad. Se oyó el horripilante sonido de una trompeta gótica y penetraron las hordas rapaces de godos y escitas con el propósito de saquear Roma.

Salí corriendo a la calle para contemplar la carnicería que se producía a mi alrededor.

Avicus se colocó de inmediato a mi lado.

Avanzamos por los tejados, contemplando cómo se sublevaban en todas partes los esclavos contra sus amos, cómo forzaban los saqueadores las puertas de las casas, cómo les ofrecían joyas y oro sus víctimas, desesperadas, para acabar muriendo asesinadas, cómo cargaban las estatuas en grandes carros, cómo sembraban las calles de cadáveres mientras la sangre corría a chorros por las alcantarillas y las inevitables llamas empezaban a consumir cuanto encontraban a su paso.

Los jóvenes y sanos fueron vendidos como esclavos, pero los agresores asesinaban a la gente de forma aleatoria y pronto comprendí que no podía hacer nada para ayudar a ninguno de los mortales con los que me topaba.

Al regresar a mi casa comprobé, horrorizado, que estaba en llamas. Mis convidados habían sido hechos prisioneros o huido. ¡Mis libros se quemaban! Todos mis ejemplares de Virgilio, Petronio, Apuleyo, Cicerón, Lucrecio, Hornero y Plinio eran consumidos por las llamas. Mis pinturas comenzaban a ennegrecerse y a desintegrarse. El humo acre invadía mis pulmones, asfixiándome.

Apenas tuve tiempo de salvar unos pocos pergaminos importantes. Busqué desesperadamente los textos de Ovidio, muy apreciado por Pandora, y a los grandes trágicos griegos. Avicus extendió los brazos tratando de ayudarme. Intenté rescatar mis diarios, pero en aquel fatídico instante unos soldados godos irrumpieron en mi jardín gritando y empuñando sus armas.

Me apresuré a desenfundar mi espada y comencé a decapitarlos a una increíble velocidad, gritando igual que ellos, dejando que mi voz sobrenatural los ensordeciera y confundiera mientras yo los despedazaba.

Avicus demostró ser más feroz que yo, quizá por estar más acostumbrado a este tipo de batallas, y al poco todos yacían muertos a nuestros pies.

Pero mi casa ya estaba totalmente invadida por las llamas. Los pocos pergaminos que habíamos tratado de salvar ardían y no se podía hacer nada para evitarlo. Esperaba que al menos mis esclavos hubieran buscado refugio en alguna parte, pues de lo contrarío serían capturados como botín.

—¡A la capilla de los que deben ser custodiados! —dije—. Es el único lugar al que podemos ir.

Nos encaramamos de nuevo rápidamente a los tejados, sorteando las llamas que iluminaban el cielo nocturno. Roma lloraba; Roma suplicaba compasión; Roma agonizaba; Roma había dejado de existir.

Llegamos al santuario sin novedad, aunque las tropas de Alarico se dedicaban también a expoliar la campiña.

Bajamos al fresco reducto de la capilla; encendí rápidamente las lámparas y me postré de rodillas delante de Akasha, sin importarme lo que Avicus pudiera pensar de ese gesto, y le relaté en voz baja la naturaleza de la tragedia que se había abatido sobre mi hogar mortal.

—Tú misma presenciaste la muerte de Egipto —dije en un tono respetuoso—. Viste cómo se convertía en una provincia romana. Pues bien, ahora es Roma la que va a perecer. Roma ha perdurado mil cien años y está a punto de desaparecer. ¿Cómo sobrevivirá el mundo? ¿Quién se ocupará de los millares de calzadas y puentes que unen en todas partes a hombres y mujeres? ¿Quién mantendrá las fabulosas ciudades donde hombres y mujeres viven y prosperan en sus viviendas seguras, enseñando a los jóvenes a leer y a escribir, así como a adorar a sus dioses y diosas con ceremonia? ¿Quién repelerá a las criaturas malditas que no saben cultivar la tierra que han quemado y cuyo único afán es destruir?

Por supuesto, no obtuve ninguna respuesta de los Padres Benditos.

Me incliné hacia delante y toqué el pie de Akasha. Exhalé un profundo suspiro.

Por fin, dejando a un lado toda formalidad, me senté en un rincón como un chiquillo que se siente agotado.

Avicus se sentó junto a mí y me tomó la mano.

—¿Y Mael? —pregunté en voz baja.

—Mael es inteligente —respondió Avicus—. Le encanta pelear. Ha destruido a muchos bebedores de sangre. Jamás permitirá que le hieran como ocurrió aquella lejana noche. Sabe esconderse cuando todo está perdido.

Permanecimos en la capilla seis noches.

Oíamos gritos y sollozos mientras se producían los robos y los saqueos. Pero un buen día Alarico abandonó Roma para atacar la campiña situada al sur.

Por fin, la necesidad de sangre nos obligó a regresar al mundo exterior.

Avicus se despidió de mí y fue en busca de Mael, mientras yo doblaba por una calle cercana a mi casa y me topaba con un soldado que yacía agonizando, con una flecha clavada en el pecho. Estaba inconsciente. Tras retirar la flecha, lo cual le hizo proferir un sofocado gemido, le alcé y apreté los labios contra la herida sangrante.

La sangre estaba llena de escenas de la batalla y enseguida me sentí saciado. Deposité al soldado en el suelo, colocando su cuerpo con cuidado. Entonces me di cuenta de que ansiaba beber más sangre.

No quería alimentarme de otro moribundo. Eché a caminar, sorteando los cadáveres hediondos y putrefactos y los cascotes de las casas derruidas, hasta que me topé con un soldado que iba solo portando un saco con el botín que había robado. El hombre trató de desenvainar la espada, pero yo le reduje rápidamente y le mordí en el cuello. Murió demasiado pronto para mi gusto, pero me sentí satisfecho. Dejé caer su cuerpo a mis pies.

Cuando llegué a mi casa, vi que estaba completamente destruida.

¡Qué espectáculo presentaba mi jardín, sembrado de cadáveres hinchados y pestilentes de soldados!

No quedaba un solo libro que no hubiera ardido.

Conmocionado, rompí a llorar al comprender que todos los pergaminos egipcios que poseía, todas las primeras crónicas sobre la Madre y el Padre, habían sido pasto de las llamas.

Eran los pergaminos que había tomado del antiguo templo en Alejandría la noche que había sacado a la Madre y al Padre de Egipto. Esos pergaminos relataban cómo había penetrado el espíritu maligno en la sangre de Akasha y de Enkil y cómo se había creado la raza de bebedores de sangre.

Todos habían desaparecido. Todos habían quedado reducidos a cenizas. Además de esos pergaminos, había perdido mis ejemplares de las obras de poetas e historiadores griegos y romanos. Todos habían desaparecido también, junto con las crónicas que yo mismo había escrito.

Me parecía imposible que hubiera ocurrido ese desastre y me maldije por no haber copiado las antiguas leyendas egipcias, por no haberlas guardado a buen recaudo en el santuario. A fin de cuentas, las obras de Cicerón, Virgilio, Jenófanes y Hornero no me sería difícil encontrarlas en algún mercado extranjero. Pero jamás recuperaría las leyendas egipcias que había perdido.

Me pregunté si a mi hermosa Reina le disgustaría que se hubieran quemado los relatos que yo había escrito sobre ella, si le disgustaría que yo fuera el único que portaba esos relatos en mi mente y en mi corazón.

Entré en mis habitaciones derruidas y contemplé lo poco que quedaba visible de las pinturas en los ennegrecidos muros de estuco. Alcé la vista y miré las vigas negras que estaban a punto de desplomarse sobre mí. Avancé a través de los montones de madera quemada.

Por fin abandoné el lugar donde había vivido durante tantos años. Mientras recorría la ciudad, comprobé que ésta había comenzado a resurgir de sus cenizas. No todo se había quemado. Roma era gigantesca y tenía muchos edificios de piedra.

¿Qué me importaba a mí aquel lamentable espectáculo de los cristianos apresurándose a socorrer a sus hermanos, y de niños desnudos sollozando y llamando a gritos a sus padres muertos? ¿Qué más daba que Roma no hubiera quedado totalmente destruida? Vendrían más invasores. La gente que aún quedaba en la ciudad, esforzándose en reconstruirla, tendría que soportar una humillación que para mí era insoportable.

Regresé de nuevo a la capilla. Bajé la escalera, penetré en el sanctasanctórum, me tumbé en un rincón, saciado y rendido, y cerré los ojos.

Fue la primera vez que disfruté de un sueño largo y profundo.

Durante toda mi vida como inmortal, siempre me había levantado de noche para dedicar el tiempo que me concedía la oscuridad a cazar o a gozar de cualquier entretenimiento o placer que me apeteciera.

Pero en esos momentos no presté atención al sol que declinaba. Me convertí en un ser como tú, mientras permaneciste acostado en tu cueva de hielo.

Dormí. Sabía que estaba a salvo. Sabía que los que debían ser custodiados estaban a salvo. Y estaba cansado de oír los lamentos de Roma. De modo que decidí dormir.

Quizá me inspiré en la historia de los dioses del bosque, que eran capaces de ayunar dentro del roble un mes entero y levantarse para recibir el sacrificio. No lo sé.

Recé a Akasha. Le supliqué: «Concédeme el sueño. Concédeme el silencio. Concédeme la inmovilidad. Concédeme el silencio de esas voces que no dejo de oír. Concédeme la paz».

No soportaba contemplar de nuevo mi amada ciudad. Pero no se me ocurría ningún lugar adonde pudiera trasladarme.

Entonces se produjo algo extraño. Me pareció ver en un sueño a Mael y a Avicus, conminándome a levantarme, ofreciéndome su sangre para darme fuerzas.

«Estás famélico y débil —dijo Avicus. Qué triste estaba y con qué dulzura me habló—. Roma sigue en pie —declaró—. Qué importa que esté gobernada por godos y visigodos. Los viejos senadores siguen ahí. Procuran complacer a esos bárbaros. Los cristianos se ocupan de los pobres y les dan pan. Nada puede aniquilar tu ciudad. Alarico ha muerto, como si hubiera sucumbido a una maldición por sus crímenes, y hace tiempo que su ejército ha desaparecido».

¿Me sirvieron sus palabras de consuelo? No lo sé. No podía permitirme el lujo de despertar. No podía abrir los ojos. Tan sólo deseaba permanecer acostado allí, solo.

Avicus y Mael se marcharon. No tenían nada más que hacer allí. Posteriormente tuve la sensación de que aparecieron en varias ocasiones, me pareció verlos a la luz de una lámpara y que me hablaban, pero era como un sueño y, en cualquier caso, no me importaba.

Sin duda transcurrieron los meses y los años. Sentía el cuerpo ligero y sólo el don de la mente conservaba su fuerza.

De pronto tuve una visión. Me vi yaciendo en brazos de una mujer, una bellísima egipcia con el pelo negro. Era Akasha, que me tranquilizaba, me arrullaba para que durmiera, velaba para que no padeciera por nada, ni siquiera a causa de la sed, pues me había dado de beber su sangre. Yo no era como otros bebedores de sangre. Podía ayunar y luego levantarme. La debilidad no se apoderaba de mí.

Nos encontrábamos en una espléndida cámara con cortinajes de seda. Estábamos acostados en un lecho cubierto con una seda tan fina que veía a través de ella. Vi unas columnas doradas cuyos capiteles estaban decorados con hojas de loto. Noté la suavidad de los cojines sobre los que estaba tendido. Pero, ante todo, sentí los brazos de la mujer que me sostenía firme y amorosamente, meciéndome para que me durmiera.

Soñé con colores. Deseaba ver ante mí botes de pintura, colores puros para conseguir que el jardín volviera a cobrar vida.

Sí, deseaba dormir.

Por fin cayó sobre mi mente una bendita oscuridad que ningún pensamiento podía penetrar. Sabía que Akasha seguía sosteniéndome porque notaba sus brazos en torno a mi cuerpo y sus labios sobre mi mejilla. Era lo único que sabía.

Y pasaron los años.

Pasaron los años.

De pronto abrí los ojos.

Sentí una intensa inquietud, lo que me decía que era un ser vivo dotado de una cabeza, unos brazos y unas piernas. No me moví, sino que permanecí con la mirada fija en la oscuridad. Entonces oí el sonido de unos pasos y durante unos instantes me cegó una luz.

Oí una voz. Era Avicus.

—Acompáñanos, Marius —dijo.

Traté de levantarme del suelo de piedra, pero no pude. No pude ni levantar los brazos.

«No te muevas —me dije— y reflexiona. Piensa en lo que ha ocurrido».

A la luz de la lámpara, vi a Avicus de pie ante mí, sosteniendo un pequeño quinqué de bronce cuya llama oscilaba. Vestía una espléndida túnica doble y una sobrecamisa, como un soldado, y un pantalón como los que llevaban los godos.

Junto a él estaba Mael, elegantemente vestido con unas ropas similares. Llevaba el rubio pelo peinado hacia atrás y en su rostro no advertí atisbo de malicia.

—Nos vamos, Marius —dijo Mael mirándome con franqueza y generosidad—. Ven con nosotros. Despierta de ese sueño de los muertos y ven.

Avicus apoyó una rodilla en el suelo y colocó la lámpara a mi espalda para que no me deslumbrara.

—Partimos para Constantinopla, Marius. Disponemos de un barco para la travesía, de nuestros propios esclavos de galeras, de un timonel y de unos ayudantes bien remunerados que no cuestionarán nuestros hábitos nocturnos. Acompáñanos. No hay motivo para que te quedes aquí.

—Debemos irnos —dijo Mael—. ¿Sabes cuánto tiempo llevas acostado aquí?

—Medio siglo —respondí con un hilo de voz—. Y mientras tanto, Roma ha vuelto a ser asolada.

Avicus negó con la cabeza.

—Mucho más, amigo mío —dijo—. No imaginas la de veces que hemos tratado de despertarte. El Imperio de Occidente ha desaparecido, Marius.

—Ven con nosotros a Constantinopla —terció Mael—. Es la ciudad más rica del mundo.

—Bebe mi sangre —dijo Avicus, mordiéndose la muñeca para ofrecerme su sangre—. No podemos dejarte aquí.

—No —contesté—. Dejad que me levante yo solo. —Hablaba tan bajo que no sabía si alcanzaban a oír mis palabras. Me apoyé en los codos, me incorporé lentamente, me puse de rodillas y finalmente de pie.

Estaba mareado.

Mi radiante Akasha, sentada en su trono muy rígida, me miraba con expresión ausente. Mi Rey no había cambiado de postura. Ambos estaban cubiertos por una capa de polvo y me pareció un crimen injustificable que hubieran permanecido tanto tiempo desatendidos. Las flores marchitas parecían heno en los resecos jarrones. Pero ¿quién tenía la culpa de eso?

Me acerqué con paso vacilante al estrado. Luego cerré los ojos. Cuando estaba a punto de desplomarme, noté que Avicus me sujetaba.

—Déjame, por favor —dije con voz queda—. Tan sólo unos minutos. Quiero rezar para darles las gracias por las bendiciones que he recibido mientras dormía. Enseguida me reuniré contigo. —Después de prometer que me sostendría con más firmeza para no caerme, cerré de nuevo los ojos.

De inmediato contemplé una imagen de mí mismo tendido en el suntuoso lecho del extraordinario palacio con Akasha, mi Reina, que me abrazaba.

Vi los cortinajes de seda movidos por la brisa. No era una visión mía, es decir, no provenía de mí, sino que me había sido transmitida. Enseguida deduje que procedía de ella.

Abrí los ojos y contemplé su rostro duro y perfecto. Una mujer menos bella jamás habría perdurado tanto tiempo. Ningún bebedor de sangre había tenido el valor de destruirla. Ningún bebedor de sangre lo haría jamás.

Pero, de pronto, mis pensamientos se hicieron confusos. Avicus y Mael seguían allí.

—Iré con vosotros —les dije—, pero debéis dejarme solo unos momentos. Esperadme arriba.

Por fin me obedecieron. Oí sus pasos mientras subían la escalera.

Entonces subí los peldaños del estrado y me incliné sobre mi Reina, tan respetuosamente como antes, demostrando tanto valor como antes, y le di el beso que podía significar mi muerte.

Nada se movió en el santuario. La Pareja Bendita permaneció inmóvil. Enkil no alzó el brazo para golpearme y no advertí ningún movimiento en el cuerpo de Akasha.

Le hinqué los dientes rápidamente. Bebí unos largos tragos de su espesa sangre tan deprisa como pude y entonces tuve de nuevo la visión del jardín inundado de sol, bellísimo, lleno de árboles en flor y de rosas, un jardín digno de un palacio, en el que cada planta formaba parte de los designios imperiales. Contemplé la alcoba. Vi las columnas doradas. Me pareció oír un susurro: Marius.

No cabía en mí de gozo.

Lo oí de nuevo, como un eco, a través del palacio decorado con cortinajes de seda. En el jardín se intensificó la luz.

De pronto comprendí con un violento sobresalto que no podía ingerir más sangre y me retiré. Vi que las pequeñas heridas se contraían y desaparecían. Oprimí los labios contra ellas y las besé durante un prolongado momento.

De rodillas, le di las gracias de todo corazón. No me cabía ninguna duda de que ella me había protegido durante mi sueño. Estaba convencido. También sabía que ella me había inducido a despertarme. Avicus y Mael no lo habrían conseguido sin su divina intervención. Ahora me pertenecía más que cuando habíamos partido de Egipto. Era mi Reina.

Entonces retrocedí, pletórico de fuerza, con la mirada lúcida, preparado para emprender la larga travesía a Bizancio. Contaba con Mael y Avicus para que me ayudaran a ocultar a los Padres Divinos en sarcófagos de piedra; y tenía ante mí muchas largas noches en alta mar para llorar por mi hermosa Italia, la Italia que había desaparecido para siempre.