7

La noche siguiente me llevé una sorpresa al ver que mis esclavos habían pintado las paredes de la biblioteca, haciendo desaparecer las imágenes plasmadas en ellas. Había olvidado que les había ordenado hacerlo. En cuanto vi los numerosos botes de pintura de diversos colores, recordé lo que les había dicho.

Lo cierto era que no hacía sino pensar en Mael y Avicus. Confieso que me sentía cautivado por la mezcla de modales civilizados y serena dignidad que había observado en Avicus y de la que Mael carecía por completo.

Para mí, Mael sería siempre un bárbaro ignorante y tosco y, sobre todo, un fanático, pues me había arrebatado la vida debido a sus creencias fanáticas en los dioses del bosque.

Al comprender que el único medio que tenía para dejar de pensar en Mael y Avicus era dedicarme a decorar las paredes que ya estaban preparadas, me puse a ello de inmediato.

Me desentendí de los convidados que ya habían empezado a cenar, como de costumbre, y de los que entraban y salían por el jardín y la puerta de la verja.

Ten presente que en aquel entonces ya no tenía que ir a menudo a cazar, y aunque seguía siendo bastante salvaje a ese respecto, solía dejarlo para última hora de la tarde o primeras horas de la mañana, o bien me abstenía de ir en busca de una presa.

Así pues, me dediqué a pintar los murales. No me paré a pensar en lo que iba a hacer, sino que me puse manos a la obra de inmediato, cubriendo el muro de grandes y espectaculares imágenes: el acostumbrado jardín, que no dejaba de obsesionarme, y las ninfas y diosas cuyas formas me resultaban más que familiares.

Esas criaturas no tenían nombre para mí. Podían haber salido de un verso de Ovidio, de los escritos de Lucrecio o incluso de Hornero, el poeta ciego. Me tenía sin cuidado. Me entretenía pintando sus brazos alzados o sus gráciles cuellos, sus rostros ovalados y sus prendas, que la brisa agitaba suavemente.

Un muro lo dividí pintando columnas, en torno a las cuales pinté unas vides. Otro lo decoré con cenefas rebosantes de plantas. Y en el tercero tracé pequeños paneles en los que plasmé diversos dioses.

A todo esto, mi casa seguía siempre atestada de ruidosos invitados, y algunos de mis borrachos favoritos entraban inevitablemente en la biblioteca para observarme mientras pintaba.

Yo tenía la precaución de disminuir mi ritmo de trabajo para no asustarlos con mi anómala celeridad. Aparte de esto, no les prestaba atención, y hasta que uno de los músicos que tocaba la lira entraba para pedirme que cantara, no me daba cuenta de que mi casa se había convertido en una casa de locos.

Había gente comiendo y bebiendo por doquier, y el dueño de la casa, ataviado con su larga túnica, no hacía otra cosa que pintar un mural, un trabajo de artesanos o artistas, no de patricios. Parecía como si no existieran fronteras entre lo decoroso y lo indecoroso.

Al pensar en lo absurdo de la situación, me eché a reír.

—No nos habías dicho que tenías esas dotes, Marius —comentó un joven, maravillado por mi talento—. ¡Jamás lo hubiéramos imaginado!

—Yo tampoco —contesté distraídamente sin interrumpir mi trabajo, observando cómo la pintura blanca desaparecía bajo mi pincel.

Continué pintando durante meses, trasladándome incluso a la sala de banquetes, donde los comensales me jaleaban mientras pintaba. Pero nada de lo que hacía me satisfacía, y a ellos no les asombraba.

Les parecía divertido y excéntrico que un hombre rico se dedicara a decorar las paredes de su casa. Los consejos que me ofrecían los borrachos no me servían de gran ayuda. Los hombres instruidos conocían las fábulas míticas que yo plasmaba y gozaban contemplándolas, mientras que los jóvenes trataban de enzarzarme en alguna discusión, a lo que yo me negaba en redondo.

Con lo que más disfrutaba era pintando el inmenso jardín, sin un marco que lo separara de nuestro mundo repleto de figuras danzantes y gigantescos laureles. Era el jardín que me resultaba familiar, pues imaginaba que podría trasladarme a él con la imaginación.

Durante ese tiempo no me arriesgué a visitar la capilla. En lugar de eso, pinté todas las habitaciones de la casa.

Entretanto, los viejos dioses que plasmaba iban desapareciendo de los templos de Roma.

Constantino había convertido el cristianismo en la religión legal del Imperio y ahora eran los paganos los que no podían practicar sus ritos.

No creo que Constantino fuera partidario de forzar a nadie en materia religiosa, pero eso era lo que había ocurrido.

De modo que pinté al viejo Baco, el dios del vino, con sus alegres seguidores, y al brillante Apolo persiguiendo a la desesperada y bella Dafne, que se había metamorfoseado en laurel para impedir que el dios la violara.

Seguí trabajando alegremente, satisfecho con la compañía de mis amigos mortales, rogando en silencio a Mael y a Avicus que no escudriñaran mi mente en busca de secretos.

Pero lo cierto es que, durante esa época, les oía rondar muy cerca. Mis banquetes mortales los desconcertaban y atemorizaban. Les oía acercarse todas las noches a mi casa para luego alejarse de inmediato.

Por fin llegó la inevitable noche.

Mael y Avicus se detuvieron frente a mi verja.

Mael era partidario de entrar sin pedir permiso, pero Avicus le contuvo, rogándome con el don de la mente que les permitiera entrar de nuevo.

Yo me encontraba en la biblioteca, pintando sus muros por tercera vez. Gracias a los dioses, aquella noche los comensales no habían invadido mi estudio.

Dejé el pincel y contemplé mi obra inacabada. Por lo visto había aparecido otra Pandora en la figura inacabada de Dafne, la trágica heroína que había escapado de su amante. ¡Qué estúpido había sido yo de escapar de la mía!

Permanecí largo rato ensimismado, contemplando lo que había pintado: esa criatura sobrenatural con su cascada de pelo castaño.

«Tú conoces mi alma —pensé—, y han aparecido otros que pretenden saquear mi corazón y arrebatarle sus tesoros. ¿Qué voy a hacer? Tú y yo discutimos, sí, pero con cariñoso respeto, ¿no es así? No puedo seguir viviendo sin ti. Te ruego que regreses a mi lado, estés dónde estés».

Pero no tenía tiempo para recrearme en mi soledad. De pronto me pareció muy valiosa, por más que hubiera renegado de ella en el pasado.

Expulsé a mis alegres convidados mortales de la biblioteca y luego indiqué en silencio a los bebedores de sangre que entraran.

Ambos iban elegantemente ataviados y portaban una espada y un puñal con gemas engastadas. Llevaban una capa sujeta en el hombro con un espléndido broche e incluso sus sandalias estaban adornadas con piedras preciosas. Parecían dispuestos a engrosar el grupo de opulentos ciudadanos que se habían trasladado a Constantinopla, la nueva capital, donde seguían cumpliéndose los grandes sueños de algunos, aunque Constantino había muerto hacía tiempo.

Con sentimientos contrapuestos, les indiqué que se sentaran. Por más que lamentara no haber dejado que Mael pereciera, me sentía atraído por Avicus, por su expresión perspicaz y la amabilidad con que me trataba. En esos momentos tuve tiempo de observar que su piel presentaba un color marrón más claro que antes, y que ese tono tostado hacía que sus marcados rasgos, en especial su boca, parecieran esculpidos. Sus ojos eran límpidos y no reflejaban malicia ni hipocresía.

Ambos seguían de pie, mirando recelosos hacia la sala de banquetes. Les pedí de nuevo que tomaran asiento.

Mael permaneció de pie, mirándome con aquel semblante de perfil aguileño y un aire de superioridad, pero Avicus se sentó.

Mael aún estaba débil y su cuerpo ofrecía un aspecto depauperado. Obviamente, tendría que dedicar muchas noches a beber sangre de sus víctimas antes de recuperarse de las graves heridas que había sufrido. —¿Cómo estáis? —pregunté por cortesía.

De pronto, por pura desesperación, dejé que mi mente imaginara a Pandora. Dejé que mi mente la evocara en todos sus espléndidos detalles. Confiaba en transmitir el mensaje a Mael y Avicus, de forma que ella, dondequiera que se hallara, recibiera también ese mensaje que yo, por haberle proporcionado sangre al crearla, no podía enviarle personalmente. No sé si ellos recibieron esa impresión de mi amor perdido. Avicus respondió a mi pregunta educadamente, pero Mael no dijo palabra.

—Mejor —dijo Avicus—. Las heridas de Mael cicatrizan rápidamente.

—Quiero explicaros ciertas cosas —dije, sin preguntarles si deseaban oírlas—. Por lo ocurrido, deduzco que ninguno de vosotros conoce el alcance de su fuerza. Sé por experiencia que con la edad aumenta nuestro poder, pues ahora me siento más ágil y fuerte que cuando me crearon. Vosotros también sois muy fuertes y pudisteis haber impedido que se produjera ese incidente con los mortales borrachos. Pudisteis haberos encaramado a una tapia cuando os rodearon.

—¡Deja ya ese asunto! —me espetó Mael inopinadamente.

Esa grosería me dejó estupefacto, pero me limité a encogerme de hombros.

—He visto ciertas cosas —comentó Mael en voz baja, como si el tono confidencial diera importancia a sus palabras—. Mientras bebía tu sangre, vi unas cosas que no pudiste evitar que viera. Vi una Reina sentada en un trono.

Yo suspiré.

Su tono no era tan venenoso como antes. Deseaba averiguar la verdad y sabía que no la obtendría por medios agresivos.

En cuanto a mí, estaba tan cohibido que no me atrevía a moverme o a hablar. Como es lógico, me sentía hundido por la noticia que acaba de comunicarme Mael y no sabía si conseguiría impedir que se supiera todo. Miré mis pinturas. Ojalá hubiera pintado un jardín que pareciera más real, para trasladarme a él con la imaginación. Pensé vagamente: «Pero si tienes un jardín magnífico al otro lado de esa puerta».

—¿No quieres decirme lo que hallaste en Egipto? —preguntó Mael—. Sé que fuiste allí. Sé que el dios del bosque quería enviarte allí. ¿No podrías al menos tener la misericordia de decirme lo que hallaste?

—¿Por qué debería ser misericordioso contigo? —pregunté cortésmente—. Aunque hubiera descubierto en Egipto unos milagros o unos misterios, ¿por qué habría de decírtelo? Te niegas a sentarte bajo mi techo como uno más de mis invitados. ¿Qué hay entre nosotros? ¿Odio, milagros? —Me detuve. Estaba acalorado y rabioso, y me sentía débil. Ya sabes lo que opino del tema.

En éstas, Mael se sentó en un sillón junto a Avicus y miró fijamente al frente, como había hecho la noche que me reveló cómo había sido creado.

Al mirarlo con más atención, observé que aún tenía el cuello amoratado debido a la atroz experiencia que había vivido. Por lo que respecta al hombro, la capa lo cubría, pero supuse que presentaría el mismo aspecto.

Miré a Avicus y me sorprendió ver que había fruncido ligeramente el entrecejo.

De repente se volvió hacia Mael.

—Marius no puede revelarnos lo que ha descubierto —dijo con voz serena—. No debemos insistir. Marius soporta una terrible carga. Oculta un secreto relacionado con todos nosotros y el tiempo que podemos perdurar.

Me sentí tremendamente contrariado. No había logrado mantener mi mente cerrada a ellos y lo habían descubierto prácticamente todo. Tenía pocas esperanzas de impedir que penetraran en el santuario.

No sabía qué hacer. Ni siquiera podía reflexionar sobre el asunto en presencia de ellos. Era demasiado arriesgado. Sin embargo, por más arriesgado que fuera, me sentí tentado de contárselo todo.

Mael parecía alarmado y excitado por lo que había dicho Avicus.

—¿Estás seguro de eso? —le preguntó.

—Sí —respondió Avicus—. A lo largo de los años, mi mente se ha hecho más potente. Animado por lo que había observado en Marius, puse a prueba mis poderes. Penetro en los pensamientos de Marius incluso cuando no deseo hacerlo. Y la noche en que Marius acudió en nuestra ayuda, cuando se hallaba sentado junto a ti, observando cómo cicatrizaban tus heridas mientras bebías mi sangre, pensó en numerosos misterios y secretos, y aunque estaba dándote mi sangre, pude adivinar los pensamientos de Marius.

Me sentía demasiado entristecido por esa revelación para contestar a lo que uno y otro habían dicho. Miré hacia el jardín. Escuché el murmullo de la fuente. Luego me recliné en el sillón y miré los diversos pergaminos de mi diario que estaban desperdigados sobre el escritorio y que cualquier intruso habría podido leer. «Pero está todo escrito en clave —pensé—. Claro que un bebedor de sangre inteligente podría descifrarla. Pero ¿qué importa eso ahora?».

De pronto sentí deseos de razonar con Mael.

Vi de nuevo que la ira engendra debilidad. Tenía que apartar la ira y el desprecio y tratar de hacerle comprender.

—Es cierto —dije—, en Egipto descubrí varias cosas. Pero nada de lo que descubrí es importante, te lo aseguro. Suponiendo que exista una Reina, una Madre, como tú la llamas, y no digo que exista, imagina por un momento que es anciana e insensible y ya no puede dar nada a sus hijos, que han transcurrido tantos siglos desde nuestros oscuros orígenes que nadie con sentido común los comprende, por lo que el asunto ha quedado enterrado y carece de toda importancia.

Les había confesado mucho más de lo que me había propuesto. Miré a ambos para comprobar si habían comprendido y aceptado lo que les había dicho.

Mael tenía la expresión asombrada de un inocente. Pero la expresión que reflejaba el rostro de Avicus era muy distinta.

Me observó como si ardiera en deseos de contarme muchas cosas. Sus ojos me hablaron en silencio, aunque su mente no me transmitió nada.

—Hace muchos siglos —dijo por fin—, antes de que me enviaran a Gran Bretaña para que ocupara mi puesto como dios del roble, me condujeron ante ella. ¿Recuerdas que te lo conté?

—Sí —contesté.

—¡Yo la vi! —Avicus se detuvo, como si le resultara doloroso evocar ese momento—. Tuve que humillarme ante ella, postrarme de rodillas, pronunciar mis votos. Recuerdo que odié a los que me rodeaban. En cuanto a ella, creí que era una estatua, pero ahora comprendo las palabras extrañas que dijeron. Y cuando me proporcionaron la sangre mágica, sucumbí al milagro. Yo le besé los pies.

—¿Por qué no me lo habías contado nunca? —preguntó Mael. Parecía más herido y confundido que enojado o indignado.

—Te conté una parte —respondió Avicus—. Es ahora cuando lo comprendo todo con claridad. Mi existencia era muy desgraciada, ¿no lo entiendes? —Avicus me miró a mí y a Mael. Siguió hablando en un tono más suave y razonable—. ¿No lo entiendes, Mael? —insistió—. Es lo que Marius trata de explicarte. ¡La senda que recorríamos en el pasado es una senda de dolor!

—Pero ¿quién y qué es ella? —preguntó Mael.

En aquel instante fatal, tomé una decisión. Me movía la ira, tal vez equivocadamente.

—Es la primera de nuestra especie —dije con furia contenida—, según dice la vieja leyenda. Es la consorte del Rey, son nuestros Padres Divinos. No hay que darle más vueltas.

—Y tú los viste —dijo Mael, como si nada pudiera frenar su implacable interrogatorio.

—Existen y están a salvo —dije—. Escucha a Avicus. ¿Qué le dijeron a Avicus?

Avicus se esforzaba en recordar, rebuscando en su mente y remontándose en el tiempo hasta descubrir su edad. Por fin habló en el mismo tono respetuoso y cortés que antes.

—Ambos llevaban dentro de sí la semilla de la que todos provenimos —respondió—. Por eso no deben ser destruidos, pues, si lo fueran, moriríamos todos. ¿No lo comprendes? —Avicus miró a Mael—. Ahora conozco la causa del Fuego Fatídico. Alguien que pretendía destruirnos los quemó o los expuso al sol.

Me sentí totalmente hundido. Avicus había revelado uno de nuestros secretos más preciados. ¿Conocía el otro? Me encerré en un irritado mutismo. Avicus se levantó y empezó a dar vueltas por la habitaron, espoleado por sus recuerdos.

—¿Cuánto tiempo permanecieron atrapados entre las llamas? ¿O se abrasaron al permanecer un día bajo el sol en las arenas del desierto? —Se volvió hacia mí y continuó—: Cuando los vi, estaban blancos como el mármol. «Ésta es la Madre Divina», me dijeron. Mis labios tocaron su pie. El sacerdote oprimió su talón sobre mi cogote. Cuando se produjo el Fuego Fatídico, yo llevaba tanto tiempo encerrado en el roble que no recordaba nada. Había aniquilado deliberadamente mi memoria. Había aniquilado toda noción del tiempo. Vivía sólo para el sacrificio de sangre mensual y el Sanhaim anual. Ayunaba y soñaba, tal como me habían ordenado que hiciera. Mi vida consistía en despertarme con motivo del Sanhaim para juzgar a los malvados, para escudriñar los corazones de los acusados y pronunciarme sobre su culpabilidad o inocencia.

»Pero ahora lo recuerdo todo. Recuerdo haber visto a la Madre y al Padre, los vi antes de besarle los pies a ella. Qué fría estaba. Qué experiencia tan espantosa. Yo no quería. Estaba lleno de ira y temor. Era el temor de un hombre valeroso.

Al oír esa última frase, hice una mueca de disgusto. Sabía a qué se refería. ¿Qué debe sentir un valeroso general al darse cuenta de que ha perdido la batalla y no queda nada sino la muerte?

Mael miró a Avicus con una expresión de tristeza y compasión.

Pero Avicus no había terminado. Siguió andando arriba y abajo por la habitación, viendo tan sólo su memoria, con la cabeza gacha debido al peso de los recuerdos y el negro pelo cayéndole sobre la frente.

Sus ojos negros relucían a la luz de las numerosas lámparas, pero lo más notable era su expresión.

—¿Fue el sol o el Fuego Fatídico? —preguntó Avicus—. ¿Trató alguien de quemarlos? ¿Creía alguien que eso era posible? ¡Qué sencillo me parece ahora todo! Debí recordarlo, pero la memoria se afana en abandonarnos. La memoria sabe que no soportamos su compañía. La memoria nos reduce al estado de imbéciles. ¡No hay más que escuchar a los viejos mortales cuando no les quedan sino los recuerdos de la infancia! Confunden constantemente a quienes los rodean con personas que murieron hace mucho, y nadie los escucha. ¡Cuántas veces los he espiado mientras parlotean en su desesperación! ¡Cuántas veces me he asombrado al oír sus prolijas e ininterrumpidas conversaciones con fantasmas en habitaciones desiertas!

Yo seguí encerrado en mi mutismo.

Avicus se volvió hacia mí.

—Tú viste al Rey y a la Reina. ¿Sabes dónde están? —preguntó.

Esperé unos momentos antes de responder.

—Sí —dije en un tono desapasionado—. Están a salvo, creedme. Y creedme cuando os digo que no debéis saber dónde se encuentran. —Los observé a ambos—. Si lo supierais, correríais el peligro de que una noche otros bebedores de sangre os capturaran y os arrancaran la verdad para poder reclamar al Rey y a la Reina.

Mael me observó unos instantes antes de contestar.

—Sabes muy bien que hemos peleado contra otros que trataron de arrebatarnos Roma y que los obligamos a marcharse.

—Ya lo sé —dije—. Pero no cesan de venir vampiros cristianos en grupos cada vez más numerosos. Están consagrados al diablo, su serpiente, su Satanás. Aparecerán de nuevo. Vendrán cada vez más.

—No nos preocupan —replicó Mael despectivamente—. ¿Por qué iban a reclamar a la Pareja Sagrada?

—De acuerdo —dije—. Ya que estáis tan enterados, permitid que os explique una cosa: muchos bebedores de sangre desean apoderarse de la Madre y el Padre. Vienen del lejano Oriente y saben quiénes son. Desean apoderarse de la sangre primigenia. Creen en su poder. Saben que es más potente que cualquier otra sangre. Pero la Madre y el Padre pueden moverse para defenderse de cualquier agresión. Siempre habrá ladrones que traten de apoderarse de ellos y que estén dispuestos a destruir a quienquiera que los oculte. Antiguamente, yo mismo tuve que vérmelas con muchos de esos ladrones.

Ni Avicus ni Mael dijeron una palabra.

—No os conviene saber más detalles sobre la Madre y el Padre —proseguí—. No debéis exponeros a que unos canallas os ataquen y traten de reduciros para sonsacaros información. No os conviene conocer unos secretos que algunos podrían arrancaros del corazón. —Al decir eso miré a Mael, enojado. Luego continué—: Conocer todo lo relativo a la Madre y al Padre es una maldición.

Se produjo un silencio, pero observé que Mael no estaba dispuesto a que se prolongara. Su rostro se iluminó y se volvió hacia mí.

—¿Has bebido tú esa sangre primigenia? —me preguntó con voz trémula. Poco a poco, su ánimo se fue exaltando—. Has bebido, ¿no es así?

—Calla, Mael —terció Avicus. Pero fue inútil.

—Has bebido —insistió Mael, furioso—. Y sabes dónde se ocultan la Madre y el Padre.

Mael se levantó de pronto, se precipitó hacia mí y me aferró por los hombros.

No soy aficionado a las peleas físicas, pero estaba tan rabioso que le empujé violentamente, haciendo que saliera disparado a través de la habitación y chocara con la pared de enfrente.

—¿Cómo te atreves? —pregunté, indignado, procurando bajar la voz para no alarmar a los mortales que se hallaban en la sala de banquetes—. Debería matarte. ¡Qué tranquilidad me daría saber que estás muerto! Te cortaría a pedazos para que ningún hechicero fuera capaz de volver a unirlos. ¡Maldito seas!

Yo temblaba de rabia, una emoción humillante muy poco frecuente en mí.

Mael me miró sin dejarse convencer, cediendo sólo ligeramente, tras lo cual exclamó con extraordinario fervor:

—¡Tú tienes a la Madre y al Padre! Has bebido sangre de la Madre. La veo en ti. No puedes ocultármelo. ¿Cómo crees que vas a ocultárselo a los demás?

Me levanté del sillón.

—En ese caso, debes morir —dije—, porque lo sabes y no debes contárselo a nadie —añadí, avanzando un paso hacia él.

Pero Avicus, que había observado la escena escandalizado y horrorizado, se apresuró a levantarse y a interponerse entre nosotros. En cuanto a Mael, había sacado su puñal y parecía dispuesto a luchar.

—No, Marius, por favor —dijo Avicus—, debemos hacer las paces, no podemos continuar con esta disputa. No te pelees con Mael. ¿Qué adelantaríais, salvo haceros daño y odiaros aún más que en estos momentos?

Mael se puso de pie, empuñando el arma. Se movía con torpeza, y tuve la impresión de que no sabía utilizarla. En cuanto a sus poderes sobrenaturales, no creo que ninguno de los dos supieran muy bien de lo que eran capaces. Todo esto, por supuesto, no eran sino cálculos defensivos. Pelear me atraía tan poco como a Avicus, pero le miré y dije fríamente:

—Soy capaz de matarlo. No te entrometas. —No se trata de eso —contestó Avicus—. No puedo permanecer al margen y dejar que os enzarcéis en una pelea de la que ninguno de los dos saldrá vencedor.

Le miré largo rato, sin saber qué decir. Vi que Mael alzaba el puñal. Entonces, en un momento de total desesperación, me dirigí a mi escritorio, me senté y apoyé la cabeza en los brazos.

Pensé en la noche, en la remota ciudad de Antioquía, en que Pandora y yo asesinamos a aquella pandilla de vampiros cristianos que se habían presentado en nuestra casa y se habían puesto a hablar de Moisés alzando su serpiente en el desierto, de los secretos de Egipto y demás cosas prodigiosas. Pensé en la sangre y en los vampiros que habían muerto abrasados.

Y también pensé que esos dos seres, aunque no nos habíamos hablado ni nos habíamos visto, habían sido mis compañeros durante todos estos años en Roma. Pensé en todo lo que realmente importaba. Mi mente trató de organizarse en torno a Mael y Avicus. Miré a uno y a otro y luego contemplé de nuevo el jardín.

—Estoy dispuesto a pelear contigo —dijo Mael con su típica impaciencia.

—¿Y qué sacarás con eso? ¿Crees que lograrás arrancarme del corazón el secreto sobre la Madre y el Padre?

Avicus se acercó a mi escritorio. Se sentó frente a mí y me miró como si fuera un cliente o un amigo.

—Están cerca de Roma, Marius, lo sé desde hace mucho tiempo. Te has dirigido muchas noches a las colinas para visitar un lugar extraño y desierto, y yo te he seguido con el don de la mente preguntándome qué te llevaba a un lugar tan distante. He llegado a la conclusión de que ibas a visitar a la Madre y al Padre. Puedes confiar en mí con tu silencio, si así lo deseas.

—No —terció Mael, avanzando de inmediato hacia mí—. Habla o te destruiré, Marius, y Avicus y yo iremos a ese lugar para ver con nuestros propios ojos a la Madre y al Padre.

—Jamás —replicó Avicus, enojándose por primera vez y meneando la cabeza con firmeza—. No iremos sin Marius. Te comportas como un estúpido —dijo, dirigiéndose a Mael.

—Ellos saben defenderse por sí solos —dije fríamente—. Quedáis advertidos. Soy testigo de ello. Quizás os permitan beber Sangre Divina o quizá no. Si os la niegan, os destruirán.

Me detuve para dejar que asimilaran mis palabras y proseguí.

—Un día se presentó en mi casa de Antioquía un dios muy poderoso procedente de Oriente —dije—. Consiguió llegar al lugar donde se encontraban la Madre y el Padre. Quería beber sangre de la Madre. Cuando se disponía a clavarle los colmillos en el cuello, ella le aplastó la cabeza e hizo que las lámparas de la habitación abrasaran su cuerpo, que se agitaba, impotente, hasta que no quedó nada de él. No os miento. —Exhalé un prolongado suspiro. Estaba cansado de mi ira—. Dicho esto, si queréis, os llevaré allí.

Pero tú has bebido sangre de la Madre —dijo Mael.

—Qué impulsivo eres —contesté—. ¿No me has entendido? Corres el peligro de que ella te destruya. Es imposible predecir su reacción. Además, hay que tener en cuenta al Rey. ¿Qué hará? Lo ignoro. Pero, como he dicho, os llevaré allí.

Vi que Mael ardía en deseos de ir. Nada podía detenerlo. En cuanto a Avicus, estaba asustado y avergonzado de su temor.

—Debo ir —dijo Mael—. Antiguamente fui sacerdote de la Reina, serví a su dios del roble. No tengo más remedio que ir. —Sus ojos centelleaban de excitación—. Debo verla —añadió—. No haré caso de tus advertencias. Quiero que me lleves inmediatamente a ese lugar.

Asentí con la cabeza y les indiqué que aguardaran. Me encaminé a la puerta de la sala de banquetes y la abrí. Mis convidados estaban contentos y felices, como de costumbre. Dos de ellos aplaudieron mi inopinada aparición, pero enseguida se olvidaron de mí. El soñoliento esclavo rellenó las copas de aromático vino.

Di media vuelta y regresé junto a Avicus y Mael.

Los tres salimos de la casa y nos encaminamos en la oscuridad hacia el santuario. Enseguida advertí que ni Mael ni Avicus avanzaban a la velocidad que su fuerza les permitía. Les insté a que se apresuraran, tanto más cuanto que no había mortales por los alrededores a quienes vigilar, y al cabo de unos instantes logré que redoblaran la velocidad, eufóricos y en silencio, utilizando sus poderes sobrenaturales.

Cuando llegamos a la puerta de granito del santuario, les demostré que era imposible que una pandilla de mortales la forzaran. Luego encendí la antorcha y los conduje escaleras abajo hasta la capilla subterránea.

—Esto es terreno sagrado —comenté, antes de abrir la puerta de bronce—. No debéis hablar en tono irreverente o frívolo ni referiros a ellos como si no pudieran oíros.

Ambos se mostraban entusiasmados.

Abrí la puerta, encendí la antorcha que había dentro de la cámara y los invité a pasar y a situarse ante el estrado. Alcé la antorcha para iluminar el trono.

Todo estaba tan perfecto como suponía. La Reina estaba sentada con las manos apoyadas en los muslos, como de costumbre. Enkil se hallaba en la misma postura. Sus rostros, maravillosamente enmarcados por el negro cabello trenzado, tenían una expresión vacua, sin un pensamiento ni una preocupación que los ensombreciera.

¿Quién habría dicho al verlos que en su interior latía vida?

—Madre, Padre —dije, pronunciando las palabras con claridad—. He traído a dos visitantes que me han rogado que les permitiera veros. Son Mael y Avicus. Vienen con ánimo reverente y respetuoso.

Mael se postró de rodillas, con la naturalidad de un cristiano. Extendió los brazos y se puso a rezar en la lengua de los sacerdotes druidas. Le dijo a la Reina que era bellísima, le contó historias sobre los viejos dioses y el roble y luego le suplicó que le permitiera beber su sangre.

Avicus hizo una mueca de temor y supongo que yo hice otro tanto.

Estaba seguro de haber percibido cierta reacción en Akasha, aunque quizás estuviera equivocado.

Los tres aguardamos en silencio, impacientes.

Por fin Mael se levantó y avanzó hacia el estrado.

—Mi Reina —dijo con calma—. Mael te ruega con todo respeto y humildad que le permitas beber de la fuente primigenia.

Subió el peldaño, se inclinó sobre la Reina amorosa y temerariamente y agachó la cabeza para beber de su cuello.

La Reina no se movió. Parecía que iba a permitírselo. Sus ojos vidriosos estaban fijos en el infinito, como si nada le importara. Sus manos seguían apoyadas en los muslos.

Pero, de repente, la corpulenta figura de Enkil se volvió hacia un lado a una velocidad vertiginosa, como si se tratara de una máquina de madera accionada por un mecanismo interior, y alargó la mano derecha.

Me precipité hacia delante, agarré a Mael, le obligué a retroceder hacia la pared justo antes de que el brazo del Rey descendiera con violencia y le empujé a un rincón.

—¡No te muevas! —murmuré.

Me puse de pie. Enkil permaneció vuelto hacia un lado, con la mano suspendida en el aire, como si no consiguiera dar con el objeto de su furia. ¿Cuántas veces había advertido en ellos, mientras los vestía o los limpiaba, esa actitud aletargada y ausente?

Tragándome mi terror, subí al estrado.

—Rey mío, te lo suplico, todo ha terminado —le dije a Enkil en un tono persuasivo. Apoyé las manos en su brazo y lo conduje suavemente a su lugar. Su rostro permanecía impasible. Luego apoyé las manos sobre sus hombros y le hice volverse hasta que quedó mirando de nuevo al frente. Le ajusté con delicadeza el pesado collar de oro, le coloqué bien los dedos, alisé su pesada túnica.

La Reina no había movido un músculo. Parecía como si no hubiera ocurrido nada, al menos eso pensé hasta que vi unas gotas de sangre en el hombro de su vestido de lino. Decidí cambiárselo en cuanto tuviera ocasión.

Pero esto demostraba que ella le había permitido a Mael besarla y que el Rey se lo había prohibido. Me pareció muy interesante, pues sabía que la última vez que yo bebí su sangre había sido Enkil quien me había arrojado al suelo de la capilla.

No había tiempo que perder con esas reflexiones. Tenía que sacar a Avicus y a Mael del santuario.

Cuando nos hallamos de nuevo en mi luminoso estudio, descargué mi furia sobre Mael.

—He salvado tu miserable vida en dos ocasiones —le espeté— y estoy seguro de que sufriré por ello. Debí dejar que murieras la noche en que Avicus me suplicó que te ayudara y debí dejar que el Rey te aplastara esta noche. Quiero que sepas que te desprecio y que siempre te despreciaré. ¡Eres impulsivo y terco! Estás cegado por tus deseos.

Avicus asentía con la cabeza como para indicar que estaba de acuerdo.

En cuanto a Mael, permanecía en un rincón con la mano apoyada en el puñal, mirándome en un hosco silencio.

—Vete de mi casa —dije por fin—. Si quieres poner fin a tu vida, no tienes más que provocar a la Madre y al Padre. Aunque sean ancianos y permanezcan encerrados en su mutismo, te destruirán tal como tú mismo has comprobado que son capaces de hacer. Ya sabes dónde se encuentra el santuario.

—Ni siquiera eres consciente de la magnitud de tu delito —replicó Mael—. ¿Cómo te atreves a mantener oculto semejante secreto?

—Calla, te lo ruego —terció Avicus.

—No callaré —contestó Mael—. ¡Tú, Marius, robaste a la Madre del Cielo y la mantienes oculta como si fuera tuya! ¡La tienes encerrada en una capilla con los muros pintados como si fuera una diosa romana de madera! ¿Cómo te has atrevido a hacerlo?

—Idiota —dije—. ¿Qué querías que hiciera con ella? No haces más que escupirme mentiras a la cara. Lo que tú quieres es lo que quieren todos: su sangre. ¿Qué vas a hacer ahora que ya sabes dónde está? ¿Piensas liberarla? ¿En nombre de quién, cómo y cuándo?

—Silencio, por favor —repitió Avicus—. Vámonos, Mael, te lo suplico, dejemos a Marius.

—¿Y qué crees que harán los adoradores de la serpiente que han oído rumores sobre mí y mi secreto? —pregunté, ofuscado por la ira—. ¿Y si consiguen apoderarse de ella y de su sangre para convertirse en un ejército más poderoso que nosotros? ¡La raza humana se alzaría entonces contra nosotros con leyes y persecuciones para exterminarnos!

¡No imaginas las desgracias que se abatirían sobre el universo si todos los de nuestra especie conocieran la existencia de la Reina! ¡Eres un estúpido, un loco, un soñador egocéntrico!

Avicus se colocó delante de mí, implorándome con las manos alzadas y el rostro lleno de dolor.

Pero no dejé que me silenciara. Lo aparté para encararme con el enfurecido Mael.

—¡Quien los expusiera de nuevo al sol lo único que conseguiría es que el fuego volviese a caer sobre nosotros! —declaré—. ¡Un fuego como el que abrasó a Avicus! ¿Estás dispuesto a poner fin a la trayectoria de tu vida de forma tan dolorosa y a manos de otro?

Me volví de espaldas a ellos. Oí salir a Mael, pero Avicus no se movió. De pronto sentí su brazo sobre el mío y sus labios en mi mejilla.

—Vete —dije suavemente—, antes de que tu impetuoso amigo trate de apuñalarme en un arrebato de celos.

—Nos has revelado un gran milagro —musitó—. Deja que Mael medite en ello y asimile su grandeza con su mezquina mente.

Sonreí.

—Por lo que a mí respecta, no deseo volver a contemplarlo. Es demasiado triste.

—Pero permíteme venir por las noches sigilosamente —murmuró—. Permite que te observe en silencio a través de las ventanas del jardín mientras pintas tus murales.