Durante todo un mes no me atreví a acercarme al santuario de los que debían ser custodiados.
Sabía que Mael y Avicus seguían deambulando por Roma en busca de presas. De vez en cuando los veía con el don de la mente e incluso espiaba sus pensamientos. A veces oía sus pasos.
Tenía la sensación de que Mael me atormentaba con su presencia, tratando de amargarme la estancia en la gran ciudad, lo cual me enfurecía. Pensé en tratar de ahuyentarlo, a él y también a su compañero.
Asimismo, estaba obsesionado con Avicus, cuyo rostro no podía olvidar. ¿Qué talante tenía ese extraño ser?, me preguntaba. ¿Qué significaría para él ser mi compañero? Temía no averiguarlo nunca.
De vez en cuando aparecían otros bebedores de sangre en la ciudad en busca de una presa. Yo sentía de inmediato su presencia, y no cabe duda de que una noche se produjo una escaramuza entre un poderoso y beligerante bebedor de sangre y Avicus y Mael. El don de la mente me permitía averiguar cuanto ocurría. Avicus y Mael aterrorizaron al intruso hasta el punto de que éste huyó antes del alba, jurando solemnemente no volver a poner los pies en Roma.
Esto me dio que pensar. ¿Conseguirían Avicus y Mael impedir que otros merodearan por la ciudad al tiempo que me dejaban a mí en paz?
A medida que transcurrían los meses, todo parecía indicar que así era.
Una pequeña cuadrilla de bebedores de sangre cristianos trataron de infestar nuestro territorio de caza. Pertenecían a la misma tribu de adoradores de serpientes que habían ido a verme en Antioquía y que afirmaban que yo poseía antiguas verdades. Los vi con el don de la mente cuando instalaban diligentemente el templo donde se proponían sacrificar a mortales, lo que me asqueó profundamente.
Pero Avicus y Mael los pusieron en fuga, al parecer sin dejarse contaminar por sus peregrinas ideas sobre servir a Satanás, un personaje que a Avicus y a Mael les traía sin cuidado puesto que eran paganos. La ciudad volvía a ser nuestra.
No obstante, al observar estas actividades de lejos, reparé en que ni Mael ni Avicus eran conscientes de su fuerza. Quizás hubieran escapado de los druidas en Gran Bretaña utilizando sus dotes sobrenaturales, pero no conocían un secreto que yo sabía: que sus poderes aumentarían con el paso del tiempo.
Yo me consideraba infinitamente más fuerte que ellos por haber bebido sangre de la Madre. Pero, al margen de esto, mi fuerza había aumentado con el paso de los siglos. Ahora podía alcanzar el tejado de una vivienda de cuatro pisos, muy habitual en Roma, con relativa facilidad. Y ningún contingente de soldados mortales habría sido capaz de hacerme prisionero. Mi velocidad superaba con creces la suya.
Cuando capturaba a una víctima, tenía el mismo problema que todos los vampiros ancianos: controlar mis poderosas manos para evitar estrangularla mientras succionaba su sangre. ¡Una sangre que seguía deseando con avidez!
Sin embargo, espiar esas actividades —la eliminación de los vampiros satánicos por parte de Avicus y Mael— me hizo permanecer alejado del santuario de Akasha y Enkil demasiado tiempo.
Por fin, una tarde, utilizando todas las potentes dotes que poseía para ocultar mi presencia, me dirigí a las colinas donde estaba situado el santuario.
Me sentía obligado a hacer esa visita. Nunca había abandonado a la Pareja Sagrada tanto tiempo y temía que mi abandono acarreara graves consecuencias.
Ahora sé que mis temores eran infundados. Con el paso del tiempo comprendí que podía pasar siglos sin visitar el santuario. No tenía la menor importancia. Pero entonces no lo sabía.
Al fin llegué a la nueva y desolada capilla. Portaba las flores y el incienso de rigor, además de varios frascos de perfume para rociar las ropas de Akasha. Después de encender las lámparas y el incienso, y de haber colocado las flores en los jarrones, sentí una abrumadora debilidad y caí de rodillas.
Permite que te recuerde que, durante los años que viví con Pandora, casi nunca rezaba de ese modo. Pero ahora Akasha me pertenecía sólo a mí.
Miré a la pareja, que seguía inmutable, los dos sentados en el trono tal como los había dejado, con sus largas cabelleras negras trenzabas y ataviados con sus impecables vestiduras egipcias de lino; Akasha lucía un túnica plisada, el rey, una túnica corta. Los ojos de Akasha seguían perfilados con una pintura negra imperecedera que Pandora le había aplicado hábilmente. En la cabeza lucía una espléndida diadema de oro con rubíes engastados que Pandora le había colocado con ternura. Las pulseras de oro en forma de serpiente que llevaba en la parte superior de los brazos eran un regalo de Pandora. Y ambos calzaban unas sandalias que Pandora les había anudado con primor.
Bajo la intensa luz, me pareció que estaban más pálidos, y ahora, siglos más tarde, sé que estaba en lo cierto. Las heridas que habían sufrido a consecuencia del Fuego Fatídico cicatrizaban rápidamente.
Durante esa visita me fijé también en la expresión de Enkil. Reparé asimismo en el hecho de que nunca me había inspirado ninguna devoción, lo cual me pareció peligroso.
En Egipto, cuando me topé con ellos por primera vez —un flamante y fanático bebedor de sangre, espoleado por la súplica de Akasha de que los sacara de Egipto—, Enkil se había apresurado a interceptarme el paso para impedir que me acercara a la Reina.
Sólo tras grandes esfuerzos había conseguido que regresara a su trono. Akasha había cooperado en aquel momento trascendental, pero los movimientos de ambos habían sido torpes, lentos y antinaturales, lo que me había producido una gran angustia.
Eso había ocurrido hacía trescientos años, y desde entonces no habían hecho ningún gesto, salvo cuando Akasha había alzado el brazo para recibir a Pandora.
¡Cómo envidiaba a Pandora que hubiera sido la receptora de ese gesto! Nunca, por más años que viva, podré olvidarlo.
Me pregunté qué pensamientos le rondarían por la mente a Enkil. ¿No tenía celos de que yo dirigiera siempre mis oraciones a Akasha? ¿Era consciente de ello?
Sea como fuere, le comuniqué en silencio que le amaba, que siempre los protegería a él y a su Reina.
Al cabo de un rato, mientras los contemplaba, debí de perder el juicio.
Comuniqué a Akasha lo mucho que la amaba y el peligro que había corrido al ir allí. Sólo la cautela me había impedido acudir antes. Si de mí hubiera dependido, jamás habría dejado el santuario desierto. Debí haberme quedado allí, utilizar mis dotes vampíricas para crear unos mosaicos o unas pinturas en los muros, pues, aunque nunca he creído poseer talento para estas artes, había utilizado mis poderes para realizar en el santuario de Antioquía unas decoraciones, muy buenas por cierto, con el fin de entretener mis largas y solitarias noches.
Pero las paredes de la capilla estaban simplemente encaladas y las abundantes flores que yo había llevado añadían una atractiva nota de color.
—Ayúdame, mi Reina —le supliqué. De pronto, cuando me disponía a explicarle la angustia que me producía la proximidad de esos dos bebedores de sangre, se me ocurrió un pensamiento tan espantoso como evidente.
Avicus jamás podría ser mi compañero. Ni él ni nadie. Porque cualquier bebedor de sangre que poseyera unas dotes mínimamente aceptables adivinaría en mi pensamiento el secreto de los que debían ser custodiados.
Había sido una estúpida pedantería por mi parte ofrecer ropa y alojamiento a Avicus y a Mael. Yo estaba condenado a estar solo.
Experimenté una congoja tan intensa que me produjo náuseas y escalofríos. Miré a la Reina, pero no pude recitar ninguna oración.
Entonces le imploré, desesperado:
—Haz que Pandora regrese junto a mí. Si fuiste tú quien la condujo hasta mí la primera vez, te suplico que la hagas regresar. Jamás volveré a pelearme con ella. Jamás volveré a tratarla con desprecio. Esta soledad es insoportable. Necesito oír el sonido de su voz. Necesito verla.
Seguí suplicándole hasta que, de pronto, temí que Avicus y Mael pudieran andar cerca, de modo que me levanté, me alisé la ropa y me dispuse a marcharme.
—Regresaré —les dije a la Madre y al Padre—. Haré que este santuario sea tan bello como el de Antioquía. Pero esperemos a que ésos se hayan ido.
Cuando me disponía a salir, se me ocurrió una idea: necesitaba beber más de la sangre potente de Akasha. Tenía que ser más fuerte que mis enemigos. Tenía que ser capaz de soportar lo que fuera.
Ten en cuenta que no había vuelto a beber sangre de Akasha desde aquella primera noche, en Egipto, cuando me pidió con el don de la mente que la sacara del país. Ésa había sido la única vez que había bebido sangre suya.
Ni siquiera cuando Pandora se convirtió en una vampiro y bebió sangre de Akasha, me atreví a acercarme a la Madre. Sabía que la Madre era capaz de aniquilar a quienes pretendieran sustraerle por la fuerza su sangre sagrada, pues yo mismo había visto cómo destruía a esos intrusos y sus vanas pretensiones.
En esos momentos, mientras me hallaba ante el pequeño estrado sobre el que estaban sentados los Reyes, me obsesionaba esa idea. Tenía que obtener de nuevo la sangre de la Madre.
Le pedí permiso en silencio y esperé una señal. Cuando Pandora se había transformado en bebedora de sangre, Akasha había alzado un brazo para indicarle que se acercara. Yo había presenciado la escena maravillado y deseaba recibir ahora esa señal.
Pero la señal no se produjo. Mi obsesión fue en aumento hasta que por fin avancé hacia el trono real, decidido a beber la Sangre Divina o morir. Inopinadamente, abracé a mi fría y hermosa Akasha, rodeándola con un brazo y alzando el otro para sostenerle la cabeza. Fui acercándome cada vez más a su cuello, hasta que por fin oprimí los labios contra su piel gélida e insensible. Ella no hizo ningún ademán para destruirme. No sentí el golpe fatal en mi nuca. La Reina permanecía silenciosa entre mis brazos.
Por fin, rasgué con los dientes la superficie de su piel y mi boca se llenó de su espesa sangre, una sangre distinta de la de cualquiera de nosotros.
De inmediato caí en un ensueño y me sentí transportado a un increíble paraíso inundado de sol, verdes prados y árboles en flor. ¡Qué bálsamo tan reconfortante! Era un jardín como los de los antiguos mitos romanos que, curiosamente, me resultaba familiar, protegido eternamente del invierno y repleto de flores maravillosas.
Sí, ese exuberante vergel me resultaba familiar y me ofrecía un refugio seguro.
La sangre me inundó y sentí cómo me endurecía, al igual que había hecho la primera vez que penetró en mis venas. El sol que iluminaba el jardín del santuario se intensificó, hasta que los árboles en flor comenzaron a desaparecer bajo la luz. Una parte de mí, muy pequeña y débil, temía ese sol, pero la otra parte, la mayor parte de mi ser, se deleitaba con el calor que penetraba en mí y con el grato espectáculo que se ofrecía a mis ojos. Pero, de pronto, tan rápidamente como había comenzado, el sueño se desvaneció.
Yo yacía en el frío suelo del santuario, a unos metros del trono, tendido de espaldas.
Durante unos momentos no estuve seguro de lo que había ocurrido—. ¿Estaba herido? ¿Me aguardaba algún castigo impuesto por una inexorable justicia? Al cabo de unos segundos comprendí que estaba indemne y que la sangre me había proporcionado un renovado vigor, tal como había imaginado.
Me puse de rodillas y, al echar un vistazo a la Pareja Real, comprobé que permanecían en la misma postura de siempre. ¿Qué me había apartado con tal violencia de Akasha? Nada había cambiado.
Durante largo rato recité en silencio una oración de gratitud por lo ocurrido. Cuando tuve la certeza de que no iba a suceder nada más, me puse de pie y, tras declarar que regresaría pronto para iniciar las decoraciones del santuario, me marché.
Durante el camino de regreso a casa, me sentí eufórico. Reparé con agrado en mi renovada agilidad y mi agudeza mental. Decidí ponerme a prueba y, sacando el puñal, lo hundí hasta la empuñadura en mi mano izquierda, tras lo cual lo retiré y observé que la herida cicatrizaba inmediatamente.
Una vez en casa, desdoblé un pergamino de excelente calidad y describí en mi clave particular, que nadie podía descifrar, los hechos acaecidos en el santuario. No me explicaba por qué me había despertado tendido en el suelo de la capilla después de beber la Sangre Sagrada.
«La Reina me ha permitido beber de nuevo su sangre, y si eso se repite con frecuencia, si puedo alimentarme de nuestra Misteriosa Majestad, obtendré una fuerza extraordinaria. Ni siquiera el vampiro Avicus podrá medirse conmigo, como quizá podía haber hecho antes de esta noche».
No me equivoqué en cuanto a las consecuencias de este incidente, y a lo largo de los siglos siguientes pude aproximarme a Akasha en numerosas ocasiones.
Lo hice no sólo cuando resulté gravemente herido (una historia que te relataré más adelante), sino cada vez que se me ocurría, como si ella misma me indujera a ello. Pero la Reina, como he confesado con amargura, jamás clavó los dientes en mi cuello para succionarme la sangre.
No, ese honor estaba reservado al vampiro Lestat, tal como te he contado.
Durante los meses siguientes la nueva sangre me resultó muy útil. Comprobé que mi don de la mente se había incrementado. Era capaz de detectar la presencia de Mael y Avicus a bastante distancia, y aunque esa capacidad de espiarles abrió un pasaje mental, por llamarlo de algún modo, a través del cual ellos podían verme observándolos, después de espiarles yo podía desaparecer rápidamente de su vista.
También era capaz de intuir sin mayores dificultad cuándo buscaban mi presencia, y desde luego oía con toda nitidez sus pasos cuando merodeaban por los alrededores de mi casa.
Y otra cosa: abrí mi casa a los humanos.
Lo decidí una tarde, mientras yacía en el césped de mi jardín, soñando. Organizaría banquetes periódicamente. Invitaría a personajes de dudosa reputación y rechazados por la sociedad. Habría música y luces tenues.
Analicé el asunto desde todos los puntos de vista. Sabía que podía hacerlo. Sabía que podía engañar a los mortales respecto a mi naturaleza y que su compañía supondría un gran alivio para mi soledad. Mi lugar de descanso cotidiano no se hallaba dentro de la casa, sino lejos de la misma, de modo que la iniciativa no entrañaba riesgo alguno.
Nada me impedía ponerla en práctica.
Naturalmente, jamás me alimentaría de la sangre de mis convidados. Éstos gozarían de una total seguridad y hospitalidad bajo mi techo. Buscaría a mis víctimas en zonas alejadas y bajo la protección de las sombras. Pero mi casa estaría llena de calor, música y vida.
Pues bien, resultó mucho más sencillo de lo que había previsto.
Ordenaba a mis dulces y amables esclavos que dispusieran unas mesas repletas de comida y bebidas, e invitaba a los filósofos más controvertidos a que conversaran conmigo a lo largo de la noche. Les escuchaba exponer sus teorías, al igual que escuchaba a soldados viejos y abandonados contar unas batallas que sus hijos no deseaban escuchar.
Me parecía un milagro recibir en mis salones a unos mortales que me creían vivo porque me veían asentir y animarles a relatar sus historias después de ofrecerles unas copas de vino. Su presencia me reconfortaba, y me habría gustado que Pandora hubiera estado conmigo para disfrutar también de esas veladas.
A partir de entonces, mi casa no estuvo nunca vacía. Descubrí con asombro que, cuando me aburría durante esas animadas veladas en que el vino corría libremente, no tenía más que retirarme a mi biblioteca y ponerme a escribir, mientras mis ebrios invitados seguían charlando y discutiendo unos con otros sin apenas reparar en lo que yo hacía y se levantaban para saludarme cuando volvía a reunirme con ellos.
Permite que me apresure a aclarar que no me hice amigo de ninguno de esos personajes de mala fama o marginados. Me limitaba a cumplir el papel de anfitrión y espectador generoso, que les escuchaba sin emitir crítica alguna y sin echar jamás de su casa a nadie antes del amanecer.
¡Qué distinta era aquella situación de mi antigua soledad! Es posible que, de no haber bebido la sangre vigorizante de Akasha y de no haberse producido mi disputa con Avicus y Mael, jamás hubiera dado ese paso.
Como he dicho, mi casa estaba siempre llena de gente y de música. Los vinateros me ofrecían sus mejores vinos y un sinfín de hombres jóvenes acudían a mí rogándome que escuchara sus canciones.
De vez en cuando se presentaban en mi casa algunos de los filósofos que estaban en boga y algún que otro insigne maestro, a quienes escuchaba con inmenso placer, asegurándome de amortiguar las luces para que las habitaciones estuvieran en penumbra, pues temía que los más perspicaces descubrieran que yo no era lo que fingía ser.
En cuanto a mis visitas al santuario de los que debían ser custodiados, sabía que no corría ningún peligro, pues mi mente estaba totalmente cerrada a los curiosos.
Algunas noches, cuando los asistentes al banquete organizado en mi casa podían prescindir de mí y creía estar a salvo de toda intromisión, me dirigía al santuario y realizaba la labor que imaginaba que consolaría a mis pobres Akasha y Enkil.
Durante esos años, en lugar de pintar mosaicos, tarea que me había resultado muy difícil en Antioquía, aunque había logrado salir airoso, me dediqué a pintar el tipo de murales que se veían en numerosas casas romanas y que mostraban a dioses y diosas triscando en jardines repletos de flores y frutas en los que reinaba una eterna primavera.
Una noche, mientras me afanaba en mi tarea, canturreando, feliz entre los botes de pinturas, reparé de pronto en que el jardín que estaba plasmando con todo rigor era el jardín que había visto cuando bebí la sangre de Akasha.
Me detuve, me senté en el suelo de la capilla, inmóvil, con las piernas cruzadas como un niño, y miré a nuestros venerables Padres. ¿Me habían inducido ellos a pintar ese jardín?
No tenía ni la más remota idea. El jardín tenía un aspecto vagamente familiar. ¿Lo había visto antes de beber sangre de Akasha? No lo recordaba. ¡Yo, Marius, que me ufanaba de mi memoria! Proseguí con mi trabajo. Cuando hube completado un mural, me dediqué a perfeccionarlo. Retoqué los árboles y las plantas. Pinté la luz del sol y sus reflejos sobre las hojas verdes.
Cuando la inspiración me abandonaba, utilizaba mi sigilo de vampiro para colarme en una elegante villa de las afueras de la gigantesca y pujante ciudad, a fin de examinar a la tenue luz del crepúsculo sus murales, invariablemente espléndidos, en busca de nuevas figuras, nuevos bailes, nuevas posturas y sonrisas.
Por supuesto, lo hacía sin mayores problemas y sin despertar a ningún habitante de la casa. En ocasiones ésta estaba desierta, por lo que mi precaución era innecesaria.
Roma era inmensa y estaba tan concurrida y activa como siempre, pero, debido a las guerras, los cambios políticos, las intrigas y los constantes cambios de emperador, muchas personas eran condenadas al exilio y, aunque algunas no tardaban en regresar, muchas mansiones se quedaban vacías durante un tiempo, invitándome a recorrerlas y disfrutarlas tranquilamente.
A todo esto, los banquetes que celebraba en casa se habían hecho tan famosos que mis salones estaban siempre abarrotados.
Al margen del objetivo que me hubiera marcado esa noche, siempre comenzaba la velada en la grata compañía de los borrachos que habían empezado a disfrutar del festín y a discutir entre sí antes de que yo llegara.
—¡Hola, Marius! —exclamaban al verme entrar en la habitación.
Yo sonreía a todos mis preciados huéspedes.
Nadie sospechó nunca de mí y llegué a encariñarme con algunas de esas deliciosas criaturas, pero tenía siempre presente que era un depredador de seres humanos y que, por lo tanto, no podía dejar que ellas me amaran, por lo que me esmeraba en ocultar mis sentimientos.
Así, con este consuelo mortal, dejé que los años transcurrieran al tiempo que me entregaba a diversas actividades con la energía de un poseso, ya fuera escribir mis diarios, quemarlos o pintar los muros del santuario.
A todo esto, los malditos vampiros adoradores de serpientes volvieron a aparecer. Trataron de fundar su absurdo templo dentro de una de las catacumbas abandonadas en la que los cristianos ya no se congregaban, pero Avicus y Mael consiguieron ahuyentarlos de nuevo.
Yo observaba todo esto inmensamente aliviado de que no me llamaran para participar en la escaramuza, pues recordaba el doloroso episodio en que había asesinado a una cuadrilla de vampiros semejantes en Antioquía, para caer luego en una penosa locura que me había costado el amor de Pandora, al parecer para siempre.
Pero no, no podía ser para siempre; algún día regresaría junto a mí, pensaba yo. Escribí sobre ello en mis diarios.
Dejé la pluma y cerré los ojos. La deseaba con locura. Supliqué que regresara a mi lado. La imaginé con su cabellera castaña y ondulada y su rostro ovalado de expresión melancólica. Traté de recordar con exactitud la forma y el maravilloso color de sus ojos oscuros.
¡Cómo le gustaba discutir conmigo! Conocía a los poetas y los filósofos, razonaba con extraordinaria habilidad, pero yo me mofaba constantemente de ella.
Ni siquiera recuerdo los años que transcurrieron así. Yo era consciente de que, aunque no nos habláramos, aunque ni siquiera nos tropezáramos por la calle, Avicus y Mael se habían convertido en mis compañeros debido a su mera presencia. En cuanto al hecho de que hubieran limpiado las calles de Roma de otros bebedores de sangre, estaba en deuda con ellos.
Como supongo que habrás deducido por todo lo que te he contado, no prestaba mucha atención a lo que ocurría en el gobierno del Imperio.
Sin embargo, lo cierto era que me preocupaba sobremanera la suerte del Imperio, pues para mí representaba el mundo civilizado. Y aunque por las noches me convertía en un cazador furtivo, en un asqueroso asesino de humanos, no dejaba de ser un romano que en todos los demás aspectos llevaba una existencia civilizada.
Creo que suponía, al igual que cualquier viejo senador de la época, que antes o después las eternas batallas del Imperio acabarían por resolverse. Un gran hombre, con el poder de Octavio, se alzaría para unir de nuevo al mundo entero.
Entretanto, los ejércitos patrullaban continuamente las fronteras repeliendo el peligro bárbaro, y si la responsabilidad de elegir emperador recaía una y otra vez sobre los ejércitos, había que aceptarlo siempre y cuando el Imperio permaneciera intacto.
En cuanto a los cristianos que había por todas partes, no sabía qué pensar de ellos. Para mí era un misterio que ese pequeño culto, nacido nada menos que en Jerusalén, hubiera llegado a alcanzar unas dimensiones tan tremendas.
Ya antes de marcharme de Antioquía, me había sorprendido el triunfo del cristianismo, la eficacia con que se estaba organizando y el hecho de que su éxito se basara en la división y la disidencia.
Pero Antioquía, como he dicho, era Oriente. Que Roma capitulara ante los cristianos me parecía imposible. En todas partes, un gran número de esclavos había abrazado la nueva religión, pero también lo habían hecho hombres y mujeres de alto rango. Y las persecuciones resultaban ineficaces como arma disuasoria.
Antes de proseguir con mi relato, permíteme señalar lo que ya han señalado otros historiadores, que antes del cristianismo todo el mundo antiguo vivía en una especie de armonía religiosa, que nadie perseguía a nadie por motivos religiosos.
Incluso los judíos, que se negaban a asociarse con otros, se habían dejado atraer fácilmente por los griegos y los romanos, que les permitían practicar sus creencias extremadamente antisociales. Fueron ellos quienes se rebelaron contra Roma, no Roma quien trató de esclavizarlos. Así, esta armonía reinaba en todo el mundo.
Todo ello me llevó a pensar, cuando oí predicar por primera vez a unos cristianos, que esta religión tenía escasas posibilidades de prosperar. Hacía demasiado hincapié en que los nuevos miembros evitaran todo contacto con los respetados dioses de Grecia y Roma, por lo que supuse que esa secta no tardaría en desaparecer.
Por otra parte, se producían constantes disputas entre los cristianos en lo referente a sus creencias. Pensé que acabarían destruyéndose unos a otros y que el cuerpo de sus ideas, o como quiera que se llamara, se evaporaría.
Pero no ocurrió así, y la Roma del siglo IV en la que yo vivía estaba atestada de cristianos. Para celebrar sus ceremonias, aparentemente mágicas, se reunían en las catacumbas y en casas particulares.
Mientras observaba todo esto, aunque sin prestar demasiada atención, se produjeron un par de acontecimientos que me dejaron estupefacto.
Permíteme que me explique.
Como he dicho, los emperadores de Roma estaban continuamente enzarzados en guerras. No bien designaba el Senado romano a un nuevo emperador, éste era asesinado por otro. Antes de que las tropas acabaran de recorrer las provincias remotas del Imperio para instaurar a un nuevo cesar, éste ya había sido eliminado.
En el año 305, dos de estos soberanos llevaban el título de augusto y otros dos de cesar. Yo no sabía muy bien qué significaban. Para ser más precisos, sentía demasiado desprecio por esas cosas como para tratar de averiguarlo.
Estos llamados «emperadores» tenían por costumbre invadir Italia con irritante frecuencia. En el año 307, uno de ellos, llamado Severo* llegó hasta las mismas puertas de Roma.
Yo, que contaba con poco más que la grandeza de Roma para consolarme de mi soledad, no quería que mi ciudad natal fuera saqueada.
No tardé en percatarme, cuando empecé a prestar atención, que toda Italia, así como Sicilia, Córcega, Cerdeña y el norte de África, se aliaban bajo el gobierno del «emperador». Majencio, precisamente el que había vencido a Severo y en la actualidad trataba de repeler a otro invasor, Galerio, a quien por fin logró derrotar.
Majencio, que vivía tan sólo a diez kilómetros de las murallas de la ciudad, era una bestia. Durante un trágico episodio, dejó que los pretorianos, es decir, su guardia personal, masacraran a la población de Roma. Sentía una profunda inquina hacia los cristianos, a quienes perseguía gratuita y cruelmente; y corría el rumor de que había seducido a las esposas de unos ciudadanos insignes, causándoles la mayor ofensa imaginable. Los senadores fueron objeto de graves vejaciones por parte de Majencio, que dejaba que sus soldados se desmadraran en Roma.
Con todo, nada de esto me quitó el sueño hasta que me enteré de que uno de los otros emperadores, Constantino, se proponía marchar sobre Roma. Era la tercera amenaza que se había producido últimamente contra mi amada ciudad, y me sentí muy aliviado cuando Majencio decidió que el enfrentamiento tuviera lugar a una distancia considerable de las murallas. Como es lógico, lo hizo porque sabía que los romanos no le apoyarían.
¿Quién iba a suponer que esta batalla se convertiría en una de las más decisivas del mundo occidental?
Por supuesto, la batalla se libró de día, de modo que no me enteré de nada hasta que me desperté al anochecer. Subí apresuradamente la escalera de mi escondite subterráneo y, al llegar a mi casa, encontré a mis invitados habituales borrachos, por lo que tuve que salir a la calle para averiguar lo ocurrido por boca de los ciudadanos.
Constantino se había erigido en vencedor indiscutible. Había masacrado a las tropas de Majencio y éste había caído al Tíber y se había ahogado. Pero lo que más impresionó a las personas que se hallaban congregadas en todas partes, fue el rumor de que Constantino, antes de entrar en combate, había visto en el cielo una señal enviada por Jesucristo.
La señal se había manifestado poco después del mediodía, cuando Constantino había levantado la vista al cielo y había contemplado, justo encima del sol que empezaba a declinar, la señal de la cruz y esta inscripción: «Con ella vencerás».
Mi reacción fue de incredulidad. ¿Era posible que un emperador romano hubiera tenido una visión cristiana? Regresé apresuradamente a mi escritorio, anoté todos estos pormenores en mi precario diario y aguardé a que la historia los confirmara.
En cuanto a los comensales de mi sala de banquetes, todos se habían despabilado y discutían sobre el asunto. Ninguno de nosotros daba crédito a lo ocurrido. ¿Constantino cristiano? Más vino, por favor. De inmediato, para asombro de todos pero sin sombra de duda, Constantino demostró ser un hombre cristiano.
En lugar de fundar templos para celebrar su gran victoria, como era costumbre, fundó iglesias cristianas y envió recado a sus gobernadores ordenándoles que imitaran su ejemplo.
A continuación regaló al papa de los cristianos un palacio situado en la colina Celio. Permite que me apresure a aclarar que este palacio siguió en manos de los papas de Roma durante mil años. Yo conocí a los papas que lo ocuparon, fui a ver al vicario de Cristo que habitaba en él preguntándome adonde conduciría todo eso.
No tardaron en promulgarse unas leyes que prohibían la crucifixión como método de ejecución, y también se prohibieron los juegos de gladiadores. El domingo fue proclamado día festivo. El emperador concedió otros beneficios a los cristianos, y al poco tiempo nos enteramos de que éstos le habían pedido que mediara en sus disputas doctrinales.
Esas disputas se agravaron hasta el punto de que en algunas ciudades africanas estallaron revueltas en las que los cristianos se asesinaban unos a otros. El papa quería que el emperador interviniera en el asunto.
Es importante tener esto en cuenta para comprender el cristianismo. Desde sus mismos orígenes, fue una religión que propició graves peleas y guerras, atrajo el poder de las autoridades temporales y las asimiló en su seno, confiando en resolver sus numerosas crisis mediante la fuerza bruta.
Yo observaba todo esto con asombro. Como es natural, mis convidados discutían acaloradamente sobre el tema. Por lo visto, algunos de los que se sentaban a mi mesa hacía tiempo que se habían convertido al cristianismo. Ahora ya no tenían que ocultarlo. En cualquier caso, el vino seguía corriendo y la música no dejaba de sonar.
Te aseguro que el cristianismo no me inspiraba ni temor ni un profundo disgusto. Como he dicho, había presenciado su desarrollo con perplejidad.
Y después de que Constantino compartiera incómodamente el Imperio con Licinio durante más de diez años, asistí a unos cambios que jamás hubiera imaginado que se producirían. Evidentemente, las antiguas persecuciones habían sido un rotundo fracaso. El cristianismo constituyó un éxito sin precedentes.
A mí me parecía una mezcla del pensamiento romano y las ideas cristianas. O, para ser más precisos, una mezcla de estilos y de formas de contemplar el mundo.
Por fin, cuando Licinio hubo desaparecido, Constantino se erigió en el gobernante absoluto del Imperio y asistimos a la unificación de todas sus provincias. La desunión de los cristianos le preocupaba profundamente, y en Roma nos enteramos de la celebración de gigantescos concilios ecuménicos en Oriente. El primero se celebró en Antioquía, donde yo había vivido con Pandora y que seguía siendo una gran ciudad, quizás en muchos aspectos más animada e interesante que la Roma de la misma época.
La irritación de Constantino estaba motivada por la herejía arriana. Todo se debía a un pequeño detalle de las Sagradas Escrituras que a Constantino se le antojaba absurdo que causara tanto revuelo. Con todo, algunos obispos fueron excomulgados de la poderosa Iglesia y dos meses más tarde se celebró en Nicea otro concilio, más importante que el primero, presidido de nuevo por Constantino.
En ese concilio se formuló el Credo de Nicea, que todavía hoy recitan los cristianos. Los obispos que lo suscribieron condenaron y excomulgaron de nuevo por hereje al teórico y escritor cristiano Arrio y quemaron sus escritos. Arrio fue expulsado de su Alejandría natal. Fue una sentencia inapelable.
No obstante, aunque el concilio lo hubiera proscrito, Arrio prosiguió su lucha por ser reconocido.
La otra gran cuestión de ese concilio, que sigue siendo un tanto confusa en el cristianismo, fue la de la verdadera fecha de la Pascua, o aniversario de la resurrección de Jesucristo. Decidieron calcular esa fecha utilizando un método basado en un sistema occidental. Y así terminó el concilio.
El emperador pidió a los obispos que habían asistido al concilio que se quedaran para celebrar sus veinte años en el trono, una petición a la que ellos, por supuesto, accedieron. ¿Cómo iban a negarse?
Sin embargo, la noticia de esos fastuosos festejos causó una gran envidia y malestar en Roma, que se sintió humillada por no haber participado en ellos. Así pues, todos exhalaron un suspiro de alivio y de satisfacción cuando en enero del año 326 el emperador regresó de nuevo a nuestra ciudad.
Pero antes de su llegada ocurrieron unos hechos terribles relacionados con el nombre de Constantino. Por razones que nadie logró averiguar, de camino a casa aprovechó para matar a su hijo Crispo, a su hijastro Licinio y a su esposa, la emperatriz Fausta. Los historiadores pueden hacer todas las conjeturas que quieran, pero lo cierto es que nadie sabe por qué cometió Constantino esas atrocidades. Es posible que existiera un complot contra él. Y es posible que no.
Permíteme añadir que estos hechos ensombrecieron el ánimo de los romanos y que, cuando llegó el emperador, la vieja clase gobernante se llevó un chasco al comprobar que vestía según el exótico estilo oriental, con sedas y damasco, y que se negaba a participar en la importante procesión hasta el templo de Júpiter, tal como deseaba el pueblo que hiciera.
Como es natural, los cristianos le adoraban. Ricos y pobres acudieron a verlo ataviado con sus ropajes orientales y sus joyas, y se quedaron impresionados por su generosidad cuando fomentó la construcción de más iglesias.
Y pese al poco tiempo que Constantino pasó en Roma, a lo largo de los años permitió que se completaran las obras de numerosos edificios seculares iniciadas durante la época de Majencio y mandó construir unas grandes termas que llevaban su propio nombre.
Entonces empezaron a circular unos rumores increíbles. Constantino se proponía construir una nueva ciudad. Roma le parecía demasiado vieja y destartalada para ser la capital. Deseaba erigir en Oriente una nueva ciudad para el Imperio, y esa ciudad llevaría su nombre.
¡Imagínate!
Los emperadores del último siglo habían viajado por todas las provincias del Imperio. Habían peleado entre sí, dividiéndose en parejas y tetrarquías, reuniéndose aquí y allá y asesinándose unos a otros.
Pero ¿quitarle la capitalidad a Roma? ¿Crear otra gran ciudad para que fuera el centro del Imperio?
Me parecía inconcebible.
Me sumí en el más amargo rencor y en la desesperación.
Todos mis invitados nocturnos compartían mi abatimiento. Los viejos soldados se quedaron anonadados por la noticia y uno de los ancianos filósofos rompió a llorar desconsoladamente. ¡Fundar otra ciudad para que fuera la capital del Imperio romano! Los más jóvenes estaban furiosos, pero no podían ocultar su curiosidad ni sus tímidas conjeturas acerca del lugar donde se erigiría esa nueva ciudad.
Yo no podía llorar como deseaba hacer, pues mis lágrimas habrían estado teñidas de sangre.
Pedí a los músicos que tocaran viejas canciones, unas canciones que yo mismo les había enseñado porque no habían oído hablar de ellas, «en un momento dado todos nos pusimos a cantar juntos —mis convidados mortales y yo— una canción lenta y melancólica sobre el declinante esplendor de Roma, que no podíamos olvidar.
Aquella noche soplaba una brisa fresca. Salí al jardín para contemplar la vista desde la ladera de la colina. Vi unas luces en la oscuridad. Oí risas y conversaciones en otras casas.
—¡Esto es Roma! —murmuré.
¿Cómo podía abandonar Constantino una ciudad que había sido la capital del Imperio durante mil años de luchas, triunfos, derrotas y gloria? ¿Es que no había nadie capaz de hacerle entrar en razón? Era imposible que eso ocurriera.
Pero, después de visitar todos los rincones de la ciudad para escuchar las opiniones de una gran variedad de personas, después de recorrer las poblaciones situadas fuera de sus murallas, comprendí lo que había motivado al emperador.
Constantino quería iniciar su Imperio cristiano en un lugar que ofreciera importantes ventajas, y no podía retirarse a la península italiana dado que buena parte de la cultura de su pueblo residía en Oriente. Por lo demás, tenía que defender sus fronteras orientales. El Imperio persa constituía una permanente amenaza. Y Roma no era el lugar idóneo para que un hombre tan poderoso como el emperador fijara en él su residencia.
Por consiguiente, Constantino había elegido la remota ciudad griega de Bizancio para fundar en ella Constantinopla, su nuevo hogar.
Me negaba a contemplar cómo mi hogar, mi sacrosanta ciudad, era desechada por un hombre que yo, como romano, no podía aceptar.
Corrían rumores de la increíble, la prodigiosa celeridad con que se habían trazado los planos de Constantinopla y se habían iniciado las obras.
Muchos romanos se apresuraron a seguir a Constantino a esta nueva ciudad. Acaso por invitación del emperador, o porque les apetecía, muchos senadores se trasladaron con su familia y su fortuna a la nueva y espléndida capital, que estaba en boca de todos.
Al poco me enteré de que un gran número de senadores procedentes de todas las ciudades del Imperio se habían marchado a Constantinopla. A medida que erigían termas, edificios consistoriales y circos en la nueva capital, robaban las estatuas más espectaculares de ciudades de toda Grecia y Asia para adornar las nuevas obras arquitectónicas.
Roma, mi Roma, ¿qué será de ti?, me preguntaba.
Por supuesto, mis fiestas nocturnas apenas se vieron afectadas por ese hecho. Los que venían a cenar a casa de Marius eran maestros e historiadores pobres que no tenían medios para trasladarse a Constantinopla, o jóvenes curiosos e impetuosos que aún no habían tomado esa sabia decisión.
Como de costumbre, yo gozaba de la compañía de numerosos mortales. Incluso había heredado un grupo de filósofos griegos de gran talento, que se habían quedado desprotegidos al marcharse las familias para las que trabajaban a Constantinopla, donde sin duda hallarían tutores más brillantes que dieran clase a sus hijos.
Pero la gente que se reunía en mi casa no era lo que me quitaba el sueño.
En realidad, a medida que transcurrían los años me sentía cada vez más abatido.
Me parecía terrible no tener un compañero inmortal que pudiera comprender lo que yo sentía. Me pregunté si Mael o Avicus serían capaces de entenderlo. Sabía que seguían merodeando por las mismas calles que yo. Los oía.
Echaba tamo de menos a Pandora que ya no podía pensar en ella.
En mi desesperación, pensaba que si ese tal Constantino lograba preservar el Imperio, si el cristianismo era capaz de cohesionarlo e impedir que se disgregara, si sus diversas provincias permanecían unidas, si Constantino lograba frenar a los bárbaros que se dedicaban tan sólo a saquear edificios y ciudades en lugar de construirlos o preservarlos, ¿quién era yo, que vivía al margen de toda existencia normal, para juzgarlo?
Las noches en que mi mente desarrollaba una actividad febril, reanudaba las anotaciones en mi diario. Y las noches que estaba seguro de que Mael y Avicus no andaban cerca, me dirigía a las colinas para visitar el santuario.
Mi trabajo en los muros de la capilla era incesante. En cuanto terminaba un mural, comenzaba de nuevo. No lograba plasmar unas ninfas y unas diosas con la perfección que deseaba. Sus figuras no eran lo suficientemente esbeltas ni sus brazos lo bastante airosos. El cabello dejaba mucho que desear. En cuanto a los jardines que pintaba, todas las variedades de flores existentes me parecían pocas.
Tenía la persistente sensación de haber visto ese jardín, de haberlo conocido mucho antes de que Akasha me permitiera beber su sangre. Había contemplado sus bancos de piedra, sus fuentes.
Estaba tan convencido que, mientras pintaba, no conseguía librarme de la sensación de hallarme en ese jardín. No estoy seguro de que eso beneficiara mi trabajo. Tal vez lo perjudicara.
Tenía la firme convicción de que había algo anormal en mi labor, algo inherentemente siniestro en mi manera de dibujar las figuras humanas con una destreza rayana en la perfección, en cómo creaba unos colores tan extraordinariamente intensos y añadía un sinfín de pequeños detalles. Lo que más me repelía era mi afición a los detalles decorativos.
Me sentía obligado a realizar ese trabajo y al mismo tiempo lo odiaba. Componía jardines repletos de hermosas y míticas criaturas para luego borrarlos. A veces pintaba con tal celeridad que quedaba agotado y caía rendido al suelo del santuario, donde permanecía sumido en un sueño paralizador durante una jornada entera en lugar de retirarme a descansar a mi ataúd, situado en un lugar oculto no lejos de mi casa.
Somos monstruos, pensaba cuando pintaba o contemplaba mi obra y sigo pensando en estos momentos. El hecho de que desee continuar existiendo no tiene nada que ver. Somos seres anormales. Somos testigos imbuidos de un exceso de sentimientos y a la vez de una profunda insensibilidad. Mientras pensaba en esas cosas, tenía ante mí a dos testigos mudos: Akasha y Enkil.
¿Qué les importaba a ellos lo que yo hiciera?
Unas dos veces al año les cambiaba sus elegantes ropajes, alisando con esmero los pliegues del vestido de Akasha. Le compraba con frecuencia nuevas pulseras y se las ponía en los inertes brazos con gestos pausados y delicados para no ofenderla. Me entretenía adornando el cabello trenzado de nuestros Padres con oro. Colocaba un espléndido collar sobre los hombros desnudos del Rey.
Nunca les hablaba. Me imponían, demasiado respeto. Sólo me dirigía a ellos a través de mis plegarias.
Trabajaba en silencio en el santuario, rodeado de botes de pintura y pinceles. Y guardaba silencio mientras permanecía sentado, contemplando con manifiesto disgusto mi obra.
Una noche, al cabo de muchos años de diligente trabajo en la capilla, retrocedí para contemplar el conjunto de mi obra con distanciamiento, cosa que no había hecho hasta entonces. La cabeza me daba vueltas. Me situé junto a la entrada como si fuera un observador ajeno y, olvidándome por completo de la Pareja Divina, me limité a contemplar los murales.
Entonces se me impuso la verdad con meridiana claridad. Había pintado a Pandora. La había pintado por doquier. Todas las ninfas, todas las diosas eran Pandora. ¿Cómo no había reparado antes en ello?
Me sentía anonadado y sobrecogido. «Sin duda se trata de un efecto óptico», me dije. Me restregué los ojos para ver con mayor claridad, como habría hecho un mortal, y contemplé de nuevo mi trabajo. No. Era Pandora, plasmada en toda su belleza, la que aparecía por doquier. El atuendo y el estilo de peinado variaban, sí, aparte de otros adornos, pero todas esas criaturas eran Pandora y yo no me había percatado hasta entonces.
Desde luego, el infinito jardín seguía pareciéndome familiar, pero Pandora tenía poco o nada que ver con esa sensación. La inevitable presencia de Pandora provenía de otra fuente de sensaciones. Pandora jamás me abandonaría. Ésa era mi maldición.
Escondí las pinturas y los pinceles detrás de los Padres Divinos, como hacía siempre (habría sido una ofensa para el Padre y la Madre dejarlos a la vista), y regresé a Roma.
Faltaban unas horas para que amaneciera, durante las cuales sufrí lo indecible y pensé en Pandora como jamás había hecho.
Al llegar a mi casa comprobé que la juerga había decaído un poco, como solía ocurrir al despuntar el día. Algunos de los invitados se habían tumbado a dormir la borrachera sobre el césped; otros estaban sentados charlando. Ninguno de ellos reparó en mí cuando entré en la biblioteca para sentarme ante mi escritorio.
Contemplé a través de la puerta abierta los árboles en sombra, deseando morir.
No tenía valor para continuar con esta existencia que me había creado, hasta que de pronto, desesperado, me volví y contemplé los murales de la habitación. Por supuesto, yo mismo había aprobado esos murales y pagaba para que los restauraran o modificaran periódicamente.
Pero en esos momentos no los contemplé desde el punto de vista del hombre rico que podía adquirir lo que deseaba, sino desde el de Marius el monstruo-pintor, que había plasmado la figura de Pandora más de veinte veces en las cuatro paredes del santuario de Akasha.
De pronto advertí lo mediocres que eran esas pinturas, lo rígidas y pálidas que eran las diosas y las ninfas que poblaban el universo de mi estudio. Me apresuré a despertar a mis esclavos y les dije que al día siguiente debían cubrir esos muros con una nueva capa de pintura. También les ordené que compraran varios botes de la mejor pintura que existiera en el mercado. No les indiqué cómo debían redecorar los muros. Eso era cosa mía. Ellos debían limitarse a cubrirlos.
Mis sirvientes estaban acostumbrados a mis excentricidades y, después de asegurarse de que me habían entendido, volvieron a acostarse.
Yo no sabía lo que me proponía hacer, sólo que me sentía impelido a pintar, y pensé que, si era capaz de hacerlo, lograría salir adelante.
Mi desesperación aumentó.
Tomé un pergamino para hacer una anotación en mi diario, y estaba relatando la experiencia de comprobar que me hallaba rodeado por la figura de mi amada, lo cual sin duda contenía un elemento de brujería, cuando de pronto oí un sonido inconfundible.
Avicus estaba junto a la verja de mi casa, preguntándome con su potente don de la mente si podía saltar la tapia y entrar a visitarme.
Aunque no le hacían ninguna gracia los mortales que se hallaban en mi sala de banquetes y en mi jardín, me pidió permiso para entrar.
De inmediato le respondí en silencio que pasara.
Hacía años que lo había vislumbrado por última vez en unos callejones de la ciudad, y no me sorprendió verlo vestido como un soldado romano y comprobar que portaba un puñal y una espada.
Llevaba la ondulada y espesa mata de pelo limpia y bien peinada, y toda su persona ostentaba un aire de prosperidad y bienestar, pero sus ropas estaban manchadas de sangre. No era sangre humana, pues, de haberlo sido, yo habría percibido su olor. En el acto me dio a entender, con su expresión facial, que se encontraba en una delicada situación.
—¿Qué ocurre? ¿Qué puedo hacer por ti? —pregunté, tratando de ocultar mi tremenda soledad, mi necesidad de tocarle la mano.
«Eres una criatura como yo —quería decirle—. Somos monstruos y podemos abrazarnos. Mis invitados son seres frágiles y tiernos». Pero no dije nada.
—Ha ocurrido algo terrible —contestó Avicus—. No sé cómo remediarlo, ni siquiera si puede remediarse. Te ruego que me acompañes.
—¿Acompañarte adonde? —pregunté amablemente.
—Se trata de Mael. Está gravemente herido y no sé si el daño puede repararse.
Salimos de inmediato.
Le seguí a través de un populoso barrio de Roma donde los nuevos edificios se alzaban unos frente a otros, a veces a una distancia de tan sólo medio metro. Por fin llegamos a una espléndida casa ubicada en las afueras de la ciudad, una vivienda de reciente construcción provista de una recia verja. Avicus me condujo a través del portal hasta un amplio y hermoso atrio, o patio, situado en el interior de la casa.
Permíteme hacer un inciso para señalar que, durante nuestro breve recorrido, Avicus no utilizó toda su potencia, pero me abstuve de comentarlo y le seguí a paso lento.
Atravesamos el atrio y penetramos en la estancia principal de la casa, que habría servido de comedor a unos mortales, y allí, a la luz de una lámpara, vi a Mael postrado en el suelo enlosado.
En sus ojos se reflejaba la luz de la lámpara.
Me apresuré a arrodillarme junto a él.
Tenía la cabeza ladeada, en una postura antinatural, y uno de sus brazos estaba torcido, como si se hubiera dislocado el hombro. Su cuerpo presentaba un aspecto cadavérico, y su piel, una palidez escalofriante. La expresión con que me miró no era ni maliciosa ni suplicante.
Llevaba unas ropas muy parecidas a las de Avicus, empapadas de sangre, que le quedaban holgadas debido a su extremada delgadez. Su largo cabello rubio también estaba manchado de sangre y sus labios no cesaban de temblar, como si tratara de hablar pero no pudiera articular palabra.
Avicus me hizo un gesto de impotencia con ambas manos.
Me incliné sobre Mael para examinarlo más de cerca, mientras Avicus acercaba el quinqué para iluminar con su cálido resplandor la figura tendida en el suelo.
Mael emitió un sonido grave y áspero y vi que tenía unas profundas heridas teñidas de rojo en el cuello y en el hombro desnudo, sobre el que se había deslizado la túnica. El brazo formaba un ángulo anómalo con respecto al cuerpo y tenía el cuello torcido, haciendo que la cabeza apareciera en una postura forzada.
En un momento de exquisito horror, comprendí que esas partes de su cuerpo, o sea, su cabeza y su brazo, habían sido desplazadas de su lugar.
—¿Cómo ha ocurrido? —pregunté, mirando a Avicus—. ¿Lo sabes?
—Le han cortado la cabeza y el brazo —respondió Avicus—. Nos topamos con una partida de soldados borrachos que andaban buscando gresca. Tratamos de rehuirlos, pero cayeron sobre nosotros. Deberíamos habernos alejado por los tejados, pero estábamos seguros de que no nos ocurriría nada. Nos considerábamos superiores, invencibles.
—Entiendo —contesté. Tomé la mano del brazo indemne de Mael y él me apretó la mía. Confieso que me sentía profundamente impresionado, pero procuré que ellos no lo advirtieran para no incrementar su temor.
Con frecuencia me había preguntado si era posible que nos destruyeran desmembrándonos, y en esos momentos comprendí la angustiosa verdad. No bastaba con que nuestra alma abandonara este mundo.
—Nos rodearon antes de que pudiéramos reaccionar —dijo Avicus—. Yo conseguí librarme de los que querían herirme, ¡pero mira lo que le han hecho a él!
—Y lo trajiste aquí para tratar de restituirle la cabeza y el brazo.
—¡Aún estaba vivo! —contestó Avicus—. Esos canallas borrachos se habían largado. Enseguida advertí que Mael estaba vivo. ¡Me miraba fijamente, tendido en la calle, desangrándose! ¡Incluso alargó el brazo indemne para colocarse de nuevo la cabeza sobre el tronco!
Avicus me miró como implorándome que le comprendiera, o quizá que le perdonara.
—Estaba vivo —repitió—. La sangre manaba a chorros de su cuello y su cabeza. Allí mismo, en la calle, le coloqué la cabeza sobre el tronco y le encajé el brazo en el hombro. ¡Pero he hecho una verdadera chapuza!
Mael me apretó la mano con fuerza.
—¿Puedes responderme? —le pregunté—. Si no puedes hablar, emite un sonido.
Mael volvió a emitir aquel sonido ronco, pero esta vez me pareció oír la palabra «sí».
—¿Deseas vivir? —pregunté.
—¡No le preguntes eso! —protestó Avicus—. En estos momentos le falta valor para seguir viviendo. Sólo te pido que me ayudes a enmendar mi torpeza. —A continuación se arrodilló junto a Mael, se inclinó sobre él apartando la lámpara para no lastimarlo y le besó en la frente.
De labios de Mael brotó la misma respuesta: «sí».
—Acércame más lámparas —le dije a Avicus—. Pero, antes de proseguir, debo aclarar que no poseo unos poderes extraordinarios en esta materia. Creo saber lo que ha ocurrido y cómo remediarlo. Eso es todo.
Avicus se apresuró a ir en busca de varios quinqués, los encendió y los dispuso formando un círculo ovalado alrededor de Mael. Parecían los extraños preparativos de un hechicero que se disponía a realizar un ritual mágico, pero no dejé que esos incómodos pensamientos me distrajeran y, cuando pude ver con mayor claridad, me acerqué más para examinar a fondo todas las heridas y la figura depauperada, exangüe y esquelética de Mael.
Al cabo de unos momentos me incliné hacia atrás y me senté sobre los talones. Miré a Avicus, que estaba sentado frente a mí, al otro lado de su amigo.
—Explícame exactamente lo que hiciste —dije.
—Traté de acoplar la cabeza al cuello lo mejor posible, pero, como puedes ver, lo hice mal. ¿Sabes cómo reparar este desaguisado? —preguntó.
—El brazo también está mal encajado —observé.
—¿Qué podemos hacer?
—¿Forzaste la cabeza y el brazo para encajarlos en sus lugares correspondientes? —inquirí.
Avicus reflexionó unos momentos antes de responder.
—Ya te entiendo. Sí, forcé ambas partes para adherirlas de nuevo al cuerpo de Mael. Creo que empleé demasiada fuerza.
—Bien, procuraré subsanar el error, pero te repito que no poseo unos conocimientos secretos. Me guío por el hecho de que Mael aún vive. Creo que debemos quitarle la cabeza y el brazo y ver si ambas partes, una vez colocadas correctamente junto al cuerpo, tratan de acoplarse al mismo por sí solas.
Aunque lentamente, Avicus asimiló lo que yo acababa de decir y su rostro se animó.
—Sí —dijo—, quizá se acoplen como es debido. Si han podido unirse estando mal colocados, podrán hacerlo estando bien.
—Exacto —dije—, pero debes hacerlo tú. Mael confía en ti.
Avicus miró a su amigo y comprendí que no iba a ser tarea fácil. Luego alzó lentamente los ojos y los clavó en mí.
—Primero debemos proporcionarle sangre nuestra para fortalecerlo —dijo.
—No, le daré sangre mía después —repliqué—. La necesitará para que cicatricen sus heridas. —Me disgustaba haberme comprometido a hacerlo, pero de pronto comprendí que no quería que Mael muriera. Es más, ansiaba hasta tal punto que viviera que incluso pensé en hacerme cargo de toda la operación.
Pero no podía entrometerme. Era Avicus quien debía decidir lo que había que hacer.
Sin previo aviso, Avicus colocó la mano izquierda sobre el hombro de Mael y tiró del maltrecho brazo con todas sus fuerzas. El brazo se separó en el acto del cuerpo, del que colgaban unos ligamentos ensangrentados semejantes a las raíces de un árbol.
—Ahora colócalo junto al cuerpo, sí, ahí, y veamos si trata de acoplarse.
Avicus me obedeció, pero alargué la mano apresuradamente para guiar el brazo, sin aproximarme demasiado, esperando a que comenzara a moverse por sí mismo. De repente sentí un espasmo en el brazo y al soltarlo vi que se acoplaba rápidamente al hombro. Los ligamentos se agitaron como diminutas serpientes al penetrar en el cuerpo, hasta que la abertura quedó completamente cerrada.
Mis sospechas se vieron confirmadas. El cuerpo obedecía sus propias normas sobrenaturales.
De inmediato me hice un corte en la muñeca con los dientes y dejé manar la sangre sobre la herida, que cicatrizó al instante.
Avicus parecía un tanto asombrado por este sencillo truco, aunque supuse que debía de saberlo, pues esta limitada propiedad curativa de nuestra sangre es conocida por todos los miembros de nuestra especie.
En un momento le di toda la sangre que me proponía darle y la herida desapareció del todo.
Al retirarme comprobé que Mael seguía con los ojos clavados en mí. Su cabeza, situada en aquel extraño ángulo, presentaba un aspecto patético y grotesco, y su rostro, una escalofriante expresión vacua.
Noté de nuevo la presión de su mano y yo le oprimí la suya.
—¿Estás preparado? —le pregunté a Avicus.
—Sujétalo por los hombros —respondió éste—. Por lo que más quieras, utiliza todas tus fuerzas.
Sujeté los hombros de Mael con ambas manos, con la máxima firmeza. Se me ocurrió apoyar una rodilla en su pecho, pero estaba demasiado débil para soportar mi peso, de modo que me aparté a un lado.
Por fin, emitiendo un sonoro gemido, Avicus tiró con todas sus fuerzas de la cabeza de Mael.
Brotó un chorro de sangre increíble. Juraría que oí cómo se desgarraba la carne sobrenatural de Mael. Avicus cayó hacia atrás debido al esfuerzo y se desplomó de costado, sosteniendo la cabeza entre las manos.
—¡Apresúrate, colócala junto al cuerpo! —exclamé. Sostuve a Mael por los hombros para inmovilizarlo, pero su cuerpo se agitó convulsivamente y alzó los brazos como para palparse la cabeza.
Avicus depositó la cabeza sobre el charco de sangre, aproximándola a la herida del cuello. De pronto, la cabeza empezó a moverse sola, impelida por los ligamentos, que de nuevo se agitaron como minúsculas serpientes hasta unirse al tronco. Luego el cuerpo dio otra sacudida y la cabeza quedó firmemente encajada en el tronco.
Mael parpadeó y abrió la boca.
—¡Avicus! —gritó con todas sus fuerzas.
Avicus se inclinó sobre él al tiempo que se mordía la muñeca, como había hecho yo, pero él dejó que el chorro de sangre cayera en la boca de Mael.
Mael aferró el brazo de su amigo, suspendido sobre él, se lo acercó a los labios y se puso a beber con avidez. Tenía la espalda arqueada y sus esqueléticas piernas no dejaban de temblar. Por fin se quedó quieto.
Yo me retiré a un lado, alejándome del círculo de luz. Permanecí sentado en la sombra un buen rato, observando a la pareja, y cuando advertí que Avicus estaba agotado, que su corazón estaba cansado de dar tanta sangre, me acerqué a ellos en silencio y pedí permiso para darle a Mael un poco de mi sangre.
Mi alma se rebeló contra ese gesto. ¿Qué me había impulsado a hacerlo? Lo ignoro. Ni siquiera ahora me lo explico.
Finalmente, Mael se incorporó. Su cuerpo parecía más robusto, pero la expresión de su rostro era grotesca. La sangre que había caído al suelo se había secado y brillaba como siempre brilla nuestra sangre. Tendríamos que retirarla y quemarla.
Mael se inclinó hacia delante, me abrazó y me besó en el cuello, en un gesto íntimo que hizo que me estremeciera. No se atrevía a clavarme los dientes.
—Adelante —dije, aunque no sin ciertos titubeos.
Evoqué unas imágenes de Roma para que Mael las contemplara mientras bebía, unas imágenes de los nuevos y hermosos templos, del asombroso arco triunfal de Constantino y de las maravillosas iglesias que habían sido erigidas en toda la ciudad. Pensé en los cristianos y sus ceremonias mágicas. Eché mano de cuanto pude para enmascarar y borrar los secretos de toda mi vida.
Las náuseas seguían atenazándome mientras sentía su voracidad y su necesidad de sangre. Me negué a contemplar las imágenes de su alma con el don de la mente, y no creo que mi mirada se cruzara con la de Avicus un solo momento, aunque me impresionó la expresión grave y compleja de su rostro.
Por fin, Mael terminó de beber. Ya no podía darle más sangre. Estaba a punto de amanecer y necesitaba las escasas fuerzas que me quedaban para trasladarme rápidamente a mi escondite. Me puse en pie.
—¿Podemos ser amigos a partir de ahora? —preguntó Avicus—. Llevamos muchos años siendo enemigos.
Mael seguía muy afectado por lo que le había ocurrido y no estaba en condiciones de pronunciarse ni en un sentido ni en otro. Pero me miró con ojos acusadores y dijo:
—Viste a la Gran Madre en Egipto y yo la he visto en tu corazón al beber tu sangre.
Sus palabras me sobresaltaron y enfurecieron.
Pensé en matarlo. Sólo me había servido para aprender a unir de nuevo el cadáver desmembrado de un bebedor de sangre. Había llegado el momento de rematar la tarea iniciada esa misma noche por los soldados borrachos. Pero no dije ni hice nada.
Mi corazón estaba frío como un témpano.
Avicus parecía entristecido e indignado.
—Te estoy muy agradecido, Marius —dijo, apenado y cansado mientras me acompañaba hasta la verja—. ¿Qué habría hecho si te hubieras negado a venir? Te debo un favor inmenso.
—Lo de la Madre Bondadosa es una quimera —dije—. Adiós.
Mientras me desplazaba por los tejados de Roma de regreso a casa, llegué a la conclusión de que les había dicho la verdad.