Como te he dicho, nací en tiempos de los romanos, en la época de Augusto, cuando el Imperio romano era inmenso y poderoso, aunque las tribus septentrionales de los bárbaros que acabarían por derribarlo llevaban mucho tiempo combatiendo en sus fronteras septentrionales.
Europa era un mundo compuesto por ciudades gigantescas y poderosas, igual que ahora.
En cuanto a mí, como también te he dicho, era un intelectual y tuve la desgracia de ser arrancado de mi universo, conducido a los recintos de los druidas y entregado a un vampiro que se consideraba un dios del bosque sagrado. Este vampiro, además de darme la Sangre Oscura, me inculcó una serie de supersticiones.
Emprendí solo el viaje a Egipto en busca de nuestra Madre. ¿Y si ese fuego descrito por el dios que tenía la piel ennegrecida y sufría se produjera de nuevo?
Pues bien, encontré a la Reina y a su consorte y se los robé a unos rufianes que llevaban mucho tiempo custodiándolos. Lo hice no sólo para apoderarme del germen sagrado de nuestra Reina Divina, sino por amor a Akasha y porque me había proporcionado su preciosa sangre. En realidad, estaba convencido de que me había hablado y ordenado que la rescatara.
No existía nada tan poderoso como aquella fuente primigenia. La sangre me convirtió en un vigoroso vampiro, capaz de derrotar a cualquier dios decrépito y ennegrecido que se atreviera a perseguirme.
Pero ten presente que no me animaba ningún impulso religioso. Pensaba que el «dios» del bosque de los druidas era un monstruo y que, en cierto modo, Akasha también lo era, al igual que yo. No tenía intención de fundar un movimiento religioso dedicado a ella. Akasha constituía un secreto. Y a partir del momento en que ella y su consorte llegaron a mis manos, se convirtieron en «los que debían ser custodiados».
Eso no me impidió adorarla con toda el alma ni crear para ella el santuario más fastuoso que cabe imaginar, ni confiar en que, puesto que en una ocasión lo había hecho, volvería a hablarme a través del don de la mente.
La primera ciudad a la que llevé a mi preciada pareja fue Antioquía, un lugar maravilloso e interesante. Estaba en Oriente, como decíamos en aquellos tiempos, pero era una ciudad romana poderosamente influida por el helenismo, es decir, la filosofía y las ideas de los griegos. Era una ciudad llena de nuevos y espléndidos edificios romanos, una ciudad con grandes bibliotecas y escuelas de filosofía, y aunque solía deambular por ella de noche, convertido en el fantasma de mi antiguo ser, encontraba hombres brillantes a quienes espiar y cosas prodigiosas que escuchar.
Con todo, mis primeros años como guardián de nuestra Madre y nuestro Padre fueron amargos debido a la soledad que sentía. A veces, el silencio de nuestros Padres Divinos se me antojaba cruel. Yo era un pobre ignorante que no sabía nada sobre mi naturaleza y no dejaba de cavilar sobre mi suerte eterna.
El silencio de Akasha me parecía tan aterrador como desconcertante. ¿Por qué me había pedido que la sacara de Egipto si pensaba permanecer sentada en su trono, sumida en un persistente mutismo? A veces me parecía preferible destruirme a mí mismo que seguir soportando aquella existencia.
Entonces se cruzó en mi camino la exquisita Pandora, una mujer a la que había conocido en Roma siendo ella una niña. Incluso le había pedido su mano a su padre cuando ella no era sino una jovencita precoz. Y de pronto me la encontré en Antioquía, tan bella en su madurez como en su juventud, inundando mis pensamientos de un deseo imposible de satisfacer.
Nuestras vidas se unieron fatalmente. La rapidez y la violencia con que Pandora se convirtió en vampiro me causaron un profundo sentimiento de culpa y una gran confusión.
Pero Pandora estaba convencida de que Akasha había propiciado nuestra unión, de que, al percatarse de mi soledad, la había conducido hasta mí.
Si contemplaste la mesa del consejo, la mesa redonda ante la que estábamos sentados cuando se alzó Akasha, sin duda viste a Pandora, una belleza alta, de piel muy blanca y con una cabellera castaña y ondulada, que se ha convertido en una poderosa Hija del Milenio, igual que tú y que yo.
Quizá te preguntes por qué no estoy con ella en estos momentos. ¿Qué me impide confesar mi admiración por su inteligencia, su belleza y su extraordinaria facilidad para comprenderlo todo?
¿Qué me impide ir a reunirme con ella?
No lo sé. Sólo sé que nos separa mi terrible ira y mi dolor, como hace años. Soy incapaz de reconocer el daño que le he causado. Soy incapaz de confesar que le he mentido acerca de mi amor por ella y de lo mucho que la necesito. Tal vez sea esa necesidad lo que me mantiene alejado de ella, a salvo de la escrutadora mirada de sus dulces y sabios ojos castaños.
También es cierto que ella me juzga con severidad debido a ciertas cosas que he hecho últimamente y que me resulta muy difícil explicar.
En aquellos tiempos remotos, cuando hacía apenas dos siglos que vivíamos juntos, destruí nuestra unión de una forma absurda y terrible. Nos peleábamos prácticamente todas las noches. Yo me negaba a reconocer sus cualidades y sus victorias, y, debido a mi debilidad, la abandoné, llevado por un estúpido e impetuoso arrebato.
Es el peor error que he cometido en mi larga existencia.
Pero permite que haga un breve inciso para explicarte las circunstancias que hicieron que mi amargura y mi odio provocaran nuestra separación.
Mientras custodiábamos a nuestros Padres, los viejos dioses de los tenebrosos bosques del norte iban muriendo. Sin embargo, de vez en cuando un bebedor de sangre nos descubría y trataba de apoderarse de la sangre de los que debían ser custodiados.
Por lo general, en el fragor de la batalla despachábamos al monstruo de turno de forma violenta y expeditiva, tras lo cual retornábamos a nuestra civilizada existencia.
Pero una noche apareció en nuestra villa de las afueras de Antioquía una banda de bebedores de sangre de nuevo cuño, cinco en total, vestidos con modestas túnicas.
Me quedé estupefacto al enterarme de que creían servir a Satanás, en el contexto de un plan divino basado en la creencia de que el diablo tenía un poder equivalente al del Dios cristiano.
No sabían nada sobre nuestros Padres, a pesar de que el santuario estaba instalado en nuestra casa, en el sótano. No tenían ni la más remota idea de la existencia de nuestros Padres Divinos. Eran demasiado jóvenes y demasiado ingenuos. Su celo y su sinceridad resultaban enternecedores.
Pero, aunque me sentí conmovido por aquella mezcolanza de ideas cristianas y persas, por sus desatinados conceptos y su extraño aspecto de inocencia, me horrorizó comprobar que esas creencias se habían convertido en la nueva religión entre los vampiros. Nos hablaron de otros seguidores y de un culto.
Eso repugnó al ser humano que llevo dentro, mientras que el romano, más racional, se sintió profundamente perplejo y alarmado.
Fue Pandora quien se apresuró a hacerme entrar en razón y a convencerme de que debíamos acabar con aquella cuadrilla de bebedores de sangre. Si dejábamos que se fueran, aparecerían otros, y nuestros Padres correrían el peligro de caer en sus manos.
Yo, que había matado a viejos bebedores de sangre paganos sin contemplaciones, me sentí incapaz de obedecerla, quizá porque por primera vez comprendí que, si permanecíamos en Antioquía, si conservábamos nuestra casa y nuestra vida allí, acudirían más vampiros y tendríamos que matarlos a todos para proteger nuestro noble secreto. De improviso mi alma se rebeló ante aquella perspectiva. Pensé de nuevo en poner fin a mi existencia y a la de los que debían ser custodiados.
Matamos a aquella cuadrilla de fanáticos sin mayores dificultades, pues eran muy jóvenes. En pocos minutos los liquidamos a todos, armados con nuestras antorchas y espadas. Les prendimos fuego y, cuando quedaron reducidos a cenizas, las desperdigamos, tal como sabes que exigen las normas.
Sin embargo, cuando todo hubo terminado, me sumí en un hosco silencio y durante meses me negué a salir del santuario. Abandoné a Pandora para aliviar mi sufrimiento. No podía explicarle que preveía un futuro trágico para ambos, y un día que se fue a recorrer la ciudad en busca de una víctima u otra diversión, bajé a ver a Akasha.
Fui a ver a mi Reina. Me postré de rodillas ante ella y le pregunté qué deseaba que hiciera.
«A fin de cuentas —dije—, también son hijos tuyos. Aparecen en sucesivas oleadas y ni siquiera conocen tu nombre. Dicen poseer unos colmillos como los de las serpientes. Hablan del profeta hebreo Moisés atravesando el desierto con un báculo en forma de serpiente. Y aseguran que vendrán otros».
Akasha no respondió. Durante dos mil años no emitió respuesta alguna.
Pero yo no había hecho sino iniciar mi fatídico viaje. Lo único que sabía en aquellos momentos angustiosos era que debía ocultar mis oraciones a Pandora, que no podía dejar que me viera, a mí, Marius, el filósofo, postrado de rodillas. Continué rezando, pronunciando mis febriles súplicas. Y como suele ocurrir cuando rezamos a un objeto inmóvil, la luz se reflejaba en el rostro de Akasha, confiriéndole cierta animación.
Entretanto, Pandora, tan exasperada por mi silencio como yo por el de Akasha, perdió la paciencia.
Y una noche me espetó una frase ofensiva muy utilizada en las peleas conyugales:
—¡Ojalá pudiera librarme de ellos y de ti!
Salió de casa y no regresó ni la noche siguiente ni la otra.
Como verás, jugaba conmigo al igual que yo había jugado con ella. Se negaba a aceptar mi aspereza. Pero no podía comprender lo desesperadamente que yo necesitaba su presencia e incluso sus vanas súplicas.
Sí, reconozco que me porté de un modo descaradamente egoísta. Provoqué inútilmente un desastre, pero es que estaba furioso con ella. Tomé la decisión irrevocable de partir de inmediato de Antioquía.
A la luz mortecina de una lámpara, a fin de no despertar a mis agentes mortales, di las oportunas órdenes para que los que debían ser custodiados y yo fuéramos transportados a Roma por mar en tres gigantescos sarcófagos. Abandoné a Pandora. Me llevé todo lo que era mío y le dejé la villa vacía, con sus pertenencias diseminadas por toda la casa y alrededor de la misma. Abandoné a la única criatura en el mundo capaz de tener paciencia y mostrarse comprensiva conmigo, cosa que había demostrado sobradamente pese a nuestras frecuentes y violentas disputas.
¡Abandoné al único ser que sabía lo que yo era!
Por supuesto, no había previsto las consecuencias. No sospeché que me llevaría cientos de años encontrar de nuevo a Pandora. No pensé que adquiriría en mi mente la categoría de una diosa, de un ser tan poderoso en mi recuerdo como lo era Akasha.
Era otra mentira, como la que te he contado sobre Akasha. Yo amaba a Pandora y la necesitaba. Pero durante nuestras disputas verbales, por emocionales que fueran, siempre desempeñaba el papel de una mente superior que no necesita el discurso irracional de su pareja ni su evidente cariño. Recuerdo que la noche que le proporcioné la Sangre Oscura se había peleado conmigo.
—No conviertas la razón y la lógica en una religión —me dijo—. Porque, con el tiempo, la razón te fallará, y cuando esto suceda, quizá tengas que refugiarte en la locura. Me sentí profundamente ofendido al oír esas palabras en boca de aquella hermosa mujer, cuyos ojos me hechizaban hasta el punto de que apenas era capaz de prestar atención a lo que decía.
En aquellos momentos de silencio, después de que hubiéramos liquidado a los nuevos creyentes, eso fue justamente lo que ocurrió. Me embargó una especie de locura y me negué a pronunciar una palabra. Ahora reconozco que fue una insensatez, que no soportaba mi propia debilidad ni que ella fuera testigo de la melancolía que embargaba mi alma.
Ahora no quiero que sea testigo de mis sufrimientos. Vivo aquí solo, con Daniel. Hablo contigo porque eres un nuevo amigo a quien puedo ofrecer nuevas impresiones y consejos. No me miras influido por antiguos temores y experiencias pasadas. Pero permite que continúe con mi relato.
Nuestro barco arribó al puerto de Ostia sin novedad, y después de que nos transportaran a la ciudad de Roma en tres sarcófagos, salí de mi «ataúd», alquilé una costosa villa situada en las afueras de la ciudad y busqué un santuario subterráneo en las colinas, lejos de la casa, para instalar en él a los que debían ser custodiados.
Me remordía la conciencia por haberlos instalado tan lejos de donde yo habitaba, leía y me acostaba. A fin de cuentas, en Antioquía habían vivido en mi casa, aunque en el sótano, para mayor seguridad. Ahora, en cambio, se hallaban a varios kilómetros de distancia.
Pero yo quería vivir cerca de la gran ciudad. Al cabo de unos años, construyeron las murallas a escasa distancia de mi casa y ésta quedó dentro de Roma. Así pues, tenía una villa campestre en la ciudad.
No era un lugar seguro para los que debían ser custodiados. Había sido una sabia decisión crear su santuario lejos de la pujante ciudad, y tras instalarme en mi villa, me dediqué a desempeñar el papel de «caballero romano» ante los que me rodeaban, de amo comprensivo de unos esclavos simples e ingenuos.
Ten presente que había permanecido alejado de Roma más de doscientos años, deleitándome con las riquezas culturales de Antioquía, una ciudad romana, sí, pero una ciudad oriental, escuchando a sus poetas y a sus maestros en el Foro, recorriendo sus bibliotecas iluminadas por antorchas, horrorizado por las descripciones de los últimos emperadores romanos, que habían deshonrado ese título con sus desmanes y habían terminado inevitablemente asesinados por sus guardias personales o sus tropas.
Pero estaba muy equivocado si pensaba que la Ciudad Eterna había sufrido una degradación. Los grandes emperadores de los últimos cien años eran personajes como Adriano, Marco Aurelio y Septimio Severo, y la capital contaba con un gran número de edificios monumentales nuevos, además de haber aumentado notablemente la población. Ni siquiera un bebedor de sangre como yo habría podido inspeccionar todos los templos, anfiteatros y termas de Roma.
Probablemente Roma era la ciudad más grande e impresionante del mundo. Tenía unos dos millones de habitantes, muchos de ellos pertenecientes a la plebe, como llamaban a los pobres, que recibían una ración diaria de maíz y vino.
Sucumbí de inmediato al encanto de la ciudad. Tras desterrar de mi mente los horrores de las peleas imperiales y las guerras que se libraban sin cesar en sus fronteras, me dediqué a estudiar las obras intelectuales y estéticas del hombre, como he hecho siempre.
Por supuesto, adopté de inmediato el papel de fantasma y me puse a merodear alrededor de las mansiones urbanas de mis descendientes, a quienes había logrado localizar. Comprobé que eran respetables miembros de la clase senatorial, la cual se esforzaba en mantener cierto orden en el gobierno mientras el ejército entronizaba a un emperador tras otro en un desesperado intento de consolidar el poder de una u otra facción en uno u otro lugar remoto.
Me causó un gran dolor ver a esos hombres y mujeres jóvenes que descendían de mis tíos y tías, de mis sobrinos y sobrinas, y fue entonces cuando me desentendí por completo de ellos, aunque no sabría explicar el motivo.
Fue por esa época cuando rompí todos mis vínculos afectivos. Tras haber abandonado a Pandora e instalado a los que debían ser custodiados lejos de donde yo vivía, una noche, al llegar a casa después de haber espiado a los asistentes a un banquete en casa de uno de mis numerosos descendientes, saqué de un arcón de madera todos los pergaminos en los que había escrito los nombres de esos jóvenes, que había conseguido por medio de las cartas que escribí a mis agentes, y los quemé, lo cual hizo que me sintiera sabio en mi monstruosidad, como si ese gesto pudiera eliminar todo atisbo de vanidad y dolor.
Luego me dediqué a merodear en torno a las viviendas de extraños para adquirir conocimientos. Con destreza vampírica, me deslizaba por los umbrosos jardines y me acercaba a las puertas abiertas de la villas tenuemente iluminadas, para escuchar a las personas que hablaban en su interior, mientras cenaban o escuchaban la delicada música ejecutada a la lira por un adolescente.
Los conservadores romanos me parecían unos seres entrañables, y aunque las bibliotecas no eran tan selectas como las de Antioquía, hallé muchos libros que leer. Por supuesto, en Roma existían varias escuelas de filosofía, y aunque tampoco eran tan interesantes como las de Antioquía, me afané en escuchar y aprender cuanto pude.
Con todo, no llegué a penetrar en su mundo mortal. No trabé amistad con mortales. No conversé con ellos. Me limitaba a observarlos, como había hecho en Antioquía. En aquel entonces no creía que consiguiera penetrar en sus dominios naturales.
En cuanto a mi sed de sangre, en Roma iba constantemente en busca de una presa. Me limitaba a perseguir al malvado, lo que me resultaba muy sencillo, te lo aseguro, y satisfacía de sobra mi avidez. Mostraba cruelmente mis colmillos a los seres que mataba. Gracias a la inmensa población romana, nunca pasé hambre. Jamás había practicado mi condición de vampiro con tal desenfreno como durante la época que viví allí.
Me esmeraba en hacerlo como es debido, clavando los dientes una sola vez y con limpieza, sin derramar una gota mientras succionaba la sangre de mi víctima y le arrebataba la vida.
En aquellos tiempos, en Roma no era necesario ocultar los cadáveres por temor a ser descubierto. Unas veces los arrojaba al Tíber; otras los dejaba tendidos en la calle. Me producía un gran placer matar en las tabernas, cosa que me sigue gustando, como ya sabes.
No hay nada comparable al lento deambular a través de la noche húmeda y oscura, cuando de repente se abre la puerta de una taberna para mostrar un microcosmos de luz, calor, cantos y risas humanas. Sí, las tabernas me atraían poderosamente.
Por supuesto, ese afán salvaje e incesante de matar se debía al dolor que me producía estar separado de Pandora y a que me sentía solo. ¿Quién estaba a mi lado para contenerme? ¿Quién era capaz de oponerme resistencia? Nadie.
Durante los primeros meses, pude haber escrito a Pandora. Cabía dentro de lo posible que se hubiera quedado en Antioquía, en nuestra casa, esperando que yo recobrara el juicio, pero no fue así.
Sentía en mi interior una ira feroz, la misma ira contra la que me debato ahora, que me debilitaba, como ya te he explicado. No era capaz de hacer lo que debía: conseguir que regresara a mi lado. En ocasiones, la soledad me impulsaba a cobrarme tres o cuatro víctimas en una noche y derramar un torrente de sangre que no podía beber. A veces, al amanecer, mi ira se aplacaba y reanudaba las crónicas que había iniciado en Antioquía y cuya existencia no había revelado a nadie.
Describía lo que veía en Roma en lo referente a progresos y fracasos. Describía los edificios con minucioso detalle. Pero algunas noches pensaba que hacer aquello era absurdo. ¿Qué me proponía? No podía publicar en el mundo mortal esas crónicas, esas observaciones, esos poemas, esos ensayos.
Estaban contaminados por el hecho de provenir de un bebedor de sangre, de un monstruo que aniquilaba a seres humanos para sobrevivir. No había lugar para la poesía o la historia que brotaba de una mente y un corazón insaciables.
Así, empecé a destruir no sólo mis escritos más recientes, sino incluso los viejos ensayos que había escrito antiguamente en Antioquía. Sacaba pergaminos de los arcones y los quemaba, al igual que había quemado los archivos de mi familia. O bien los guardaba bajo llave, donde no pudiera verlos, para que nada de lo que había escrito propiciara en mí algo nuevo.
Sufrí una profunda crisis espiritual.
Entonces ocurrió algo imprevisto.
En las sombrías calles nocturnas de la ciudad, cuando bajaba por una cuesta, me encontré con otro bebedor de sangre, mejor dicho, con dos.
La luna se había ocultado detrás de las nubes, pero, como es natural, mis ojos sobrenaturales me permitían ver perfectamente.
Los dos vampiros se encaminaban a paso vivo hacia mí sin percatarse de mi presencia, pues me había arrimado a la pared para dejarles paso.
Por fin, uno de ellos levantó la cabeza y enseguida lo reconocí. Reconocí la nariz aguileña y los ojos hundidos. Reconocí las mejillas enjutas. Reconocí todos sus rasgos, sus hombros caídos, su largo pelo rubio e incluso la mano con que se sujetaba la capa en torno al cuello.
Era Mael, el sacerdote druida que antaño me había capturado y hecho prisionero, para después ofrecerme vivo al dios abrasado y moribundo del bosque. Mael, el de corazón puro, a quien yo conocía bien.
¿Quién le había convertido en un bebedor de sangre? ¿En qué bosque había sido consagrado Mael a su antigua religión? ¿Por qué no se encontraba encerrado en un roble de la Galia, presidiendo las celebraciones de sus compañeros druidas?
Nos miramos a los ojos, pero no experimenté el menor temor. De hecho, calibré su fuerza y comprobé que era muy deficiente. Mael era tan viejo como yo, eso era evidente, pero no había bebido la sangre de Akasha como había hecho yo. Yo era mucho más fuerte que él. No podía lastimarme en ningún sentido.
Desvié la vista para mirar al otro vampiro, que era mucho más alto e infinitamente más fuerte. Tenía la piel de color marrón oscuro, seguramente por haberse abrasado durante el pavoroso incendio.
El segundo vampiro tenía una cara oronda de rasgos francos y amables, con los ojos grandes, negros y escrutadores, la boca carnosa y bien proporcionada y el pelo negro y ondulado.
Miré de nuevo a aquel ser rubio que, llevado por su celo religioso, me había arrebatado la vida mortal.
Se me ocurrió que podía destruirlo arrancándole la cabeza y colocándola en algún lugar de mi jardín, donde el sol acabaría inevitablemente por ennegrecerla. Pensé que debía hacerlo, que era el castigo que merecía. Pero se me ocurrieron otras ideas.
Deseaba hablar con ese ser y conocerlo mejor. Deseaba conocer al ser que le acompañaba, el vampiro de piel tostada que me observaba con una mezcla de ingenuidad y simpatía. Era mucho mayor que Mael. No se parecía a ninguno de los bebedores de sangre que se me habían acercado en Antioquía para reclamar a nuestros Padres. Ese ser representaba una novedad para mí.
Entonces comprendí por primera vez que la ira constituye una debilidad. La ira me había robado a Pandora por culpa de una frase de menos de veinte palabras, y la ira me robaría a Mael si decidía destruirlo. Por otra parte, pensé que no tenía por qué asesinarlo en aquellos momentos. Podía hablar un rato con él, dejar que mi mente disfrutara de su compañía. Siempre estaba a tiempo de matarlo.
Pero, como sin duda sabes, esos razonamientos son falsos, porque cuando amamos a una persona no deseamos que muera.
Mientras daba vueltas a esos pensamientos, no pude evitar decir, con una hostilidad que hasta a mí me chocó:
—Soy Marius, ¿no te acuerdas de mí? Me llevaste al bosque del viejo dios, me ofreciste a él en sacrificio, pero logré escapar.
Mael me ocultó sus pensamientos, impidiéndome adivinar si me había reconocido o no.
—Sí, yo te abandoné en el bosque —se apresuró a responder en latín—. Y tú abandonaste a los que te adoraban. Te llevaste el poder que te había sido conferido, ¿y qué les dejaste a los fieles del bosque? ¿Qué les diste a cambio de la veneración que te demostraban?
—¿Y tú, noble sacerdote druida —repliqué—, sirves a tus viejos dioses? ¿Es eso lo que te trae a Roma? —Mi voz temblaba de ira y sentí su debilidad. Traté de recobrar la lucidez y la fuerza—. Cuando te conocí, eras puro de corazón. Jamás he conocido a un ser más confundido, más propenso a caer en la trampa de las comodidades y los espejismos de la religión. —Me detuve para recobrar la compostura.
—Nuestra antigua religión ha desaparecido —contestó, furioso—. Los romanos nos han arrebatado incluso los santuarios secretos. Poseen ciudades en todo el planeta. Los bárbaros expoliadores que habitan al otro lado del Danubio nos atacan sin cesar. Y los cristianos irrumpen en los lugares que no están ocupados por los romanos. Es imposible frenar a los cristianos. —Mael alzó la voz, que era poco más que un murmullo—. Pero fuiste tú, Marius, quien me corrompió. Fuiste tú, Marius, quien me envenenó, quien me alejó de los fieles del bosque, quien me hizo soñar con cosas más grandiosas.
Mael estaba tan furioso como yo. No cesaba de temblar. Y como suele ocurrir cuando dos personas discuten, su ira me produjo una calma benéfica que me permitió tragarme mi inquina. Siempre estás a tiempo de matarlo, me dije.
El otro vampiro parecía sorprendido e intrigado por nuestra disputa. Nos miraba con una expresión casi infantil.
—Lo que dices es un disparate —contesté—. Debería destruirte. No me costaría ningún esfuerzo.
—Adelante, inténtalo —replicó Mael.
El otro, que permanecía detrás de Mael, se apresuró a apoyar una mano en su brazo para contenerlo.
—No, escuchadme —dijo en un tono grave pero afable—. Dejad de pelearos. Independientemente de cómo hayamos conseguido la Sangre Oscura, aunque haya sido mediante mentiras o violencia, lo cierto es que nos ha hecho inmortales. No debemos comportarnos como unos desagradecidos.
—No soy desagradecido —dije—, pero debo mi suerte al destino, no a Mael. No obstante, me alegra vuestra compañía. Os lo aseguro. Venid a mi casa. Soy incapaz de lastimar a quien se hospede bajo mi techo.
Ese breve discurso me sorprendió incluso a mí, pero era sincero.
—¿Tienes una casa en esta ciudad? —preguntó Mael—. ¿Qué tipo de casa?
Una casa confortable. Venid para conversar conmigo, os lo ruego. Tengo un jardín acogedor con bonitas fuentes y también tengo esclavos, gentes sencillas. La luz es muy agradable. El jardín está lleno de plantas que florecen de noche. Acompañadme.
El vampiro moreno parecía tan sorprendido como antes.
—Yo deseo ir —dijo mirando a Mael, aunque permanecía unos pasos tras él. Su voz era dulce, pero denotaba autoridad y fuerza.
Mael estaba furibundo, pero no podía hacer nada. Con su nariz ganchuda y sus ojos feroces, me recordaba a un pájaro salvaje, como todos los hombres que tienen ese tipo de nariz. Pero lo cierto era que poseía una belleza especial. Tenía la frente alta y despejada y la boca bien perfilada.
Pero sigamos con el relato. En aquel momento observé que ambos iban vestidos con harapos, como unos mendigos. Iban descalzos, y aunque los vampiros nunca se ensucian, pues la suciedad no se adhiere a su piel, presentaban un aspecto desaliñado.
Yo podía remediar eso, siempre que ellos me lo permitieran. Como de costumbre, tenía numerosos baúles llenos de ropa. Tanto si iba a cazar como a examinar un fresco en una casa desierta, iba bien vestido, y a menudo llevaba un puñal y una espada.
Por fin accedieron a acompañarme y yo, armándome de valor, eché a andar delante de ellos para indicarles el camino, agudizando al máximo mi don de la mente por si alguno de los dos tratara de atacarme por la espalda.
Por supuesto, me alegraba de que los que debían ser custodiados no se encontraran en la casa y Mael y su compañero no pudieran detectar los poderosos latidos de su corazón. Pero no podía permitirme visualizar a esos seres y continué andando, seguido por los otros dos.
Cuando llegamos a mi casa, Mael y su compañero miraron a su alrededor como si contemplaran algo prodigioso, cuando lo único que yo poseía eran las simples comodidades de todo hombre rico. Observaron fascinados los quinqués de bronce, que inundaban de luz las habitaciones con suelos de mármol, y no se atrevieron a tocar siquiera los divanes y sillones.
No te imaginas la de veces que me ha ocurrido eso a lo largo de los siglos, que un vampiro errante, carente de vínculos humanos, viniera a mi casa y se quedara maravillado al contemplar estos objetos tan rudimentarios.
Por eso tenía un lecho dispuesto para ti cuando viniste a mi casa y ropa que ofrecerte.
—Sentaos —les dije—. No hay nada aquí que no pueda limpiarse o desecharse. Insisto en que os sintáis cómodos. Me gustaría tener un rasgo de cortesía como los mortales cuando ofrecen a sus invitados una copa de vino.
El más alto de los dos fue el primero en sentarse, optando por un sillón en lugar de un diván. Yo me senté también en un sillón y rogué a Mael que tomara asiento a mi derecha.
Entonces vi con claridad que el bebedor de sangre más alto y corpulento tenía un poder infinitamente superior al de Mael. Era mucho más viejo que él y que yo. Por eso las heridas que le había producido el Fuego Fatídico hacía doscientos años habían cicatrizado. Sin embargo, no intuí ninguna amenaza por parte de ese ser, que de improviso y en silencio me reveló su nombre.
«Avicus».
Mael me miró con una expresión maligna. En lugar de reclinarse cómodamente en el sillón estaba sentado muy tieso, con cara avinagrada y dispuesto a enzarzarse en una pelea a las primeras de cambio.
Por más que traté de adivinar su pensamiento, fue inútil.
En cuanto a mí, me consideraba perfectamente capaz de controlar mi odio y mi rabia, aunque al observar la expresión de inquietud en el rostro de Avicus pensé que tal vez estuviera equivocado.
—Desterrad vuestro mutuo odio —dijo de improviso en latín, aunque con un leve acento—, y quizás una batalla verbal resuelva la situación.
Mael no esperó a que yo aceptara la propuesta.
—Te llevamos al bosque porque nos lo ordenó nuestro dios —dijo—. Estaba abrasado y moribundo, pero no nos explicó el motivo. Deseaba que fueras a Egipto, pero no nos explicó el motivo. «Es preciso que haya un nuevo dios», dijo, pero no nos explicó el motivo.
—Cálmate —dijo Avicus suavemente—. Deja que las palabras broten de tu corazón. —Mostraba un aspecto digno a pesar de los harapos y parecía interesado en lo que diríamos.
Mael asió los brazos del sillón y me miró irritado; las largas guedejas rubias le caían sobre la frente.
—Nos ordenó que lleváramos a un ser humano perfecto para ejecutar el ritual mágico de nuestro viejo dios. Y nos dijo que las leyendas que nos habían contado sobre nosotros eran ciertas. Cuando un dios viejo está débil, debe ser suplantado por otro. Y sólo un hombre perfecto puede ser ofrecido al dios moribundo para que surta efecto su magia dentro del roble.
Y hallasteis a un romano en la plenitud de su vida, rico y satisfecho, y os lo llevasteis contra su voluntad. ¿No había entre vosotros ningún hombre sano y apto para vuestros ritos religiosos? ¿Por qué acudisteis a mí con vuestras ridículas creencias?
Sin arredrarse ante mi diatriba, Mael continuó:
—«Traedme a un humano joven y saludable que conozca las lenguas de todos los reinos». Eso fue lo que nos ordenó el dios. ¿Sabes cuánto tiempo estuvimos buscando a un hombre como tú?
—¿Pretendes que me compadezca de vosotros? —repuse bruscamente, sin venir a cuento.
—Te condujimos al roble tal como nos ordenó el dios —prosiguió Mael—. Luego, cuando saliste del roble para presidir nuestro gran sacrificio, comprobamos que te habías transformado en un espléndido dios, con una mata de pelo resplandeciente y unos ojos que nos atemorizaron.
«Alzaste los brazos sin protestar para que diera comienzo la gran fiesta de Sanhaim. Te bebiste la sangre de las víctimas que te ofrecimos. ¡Lo vimos con nuestros propios ojos! La magia se había restaurado en ti. Comprendimos que podíamos prosperar y que debíamos quemar al viejo dios, tal como exigen nuestras antiguas leyendas. Y entonces te fugaste. —Mael se reclinó en el sillón como si la larga perorata lo hubiera dejado sin fuerzas—. No regresaste —me espetó con rabia—. Conocías nuestros secretos, pero no regresaste.
Se produjo un silencio.
Mael y su compañero no conocían la existencia de nuestros Padres. No sabían nada de las antiguas leyendas egipcias. Durante unos momentos me sentí profundamente aliviado y no dije nada. Había recuperado la serenidad y el control de mis emociones. Me pareció absurdo que estuviéramos discutiendo sobre ese tema, pues, tal como había apuntado Avicus, éramos inmortales.
Sin embargo en cierto modo seguíamos siendo humanos.
Al cabo de unos momentos reparé en que Mael me observaba con una expresión tan furibunda como antes. Estaba pálido y, como he dicho, tenía una expresión voraz y salvaje.
Ambos esperaban que dijera o hiciera algo, como si fuera yo quien tuviese que tomar la iniciativa. Al final hice lo que me pareció más razonable y acertado.
—Es cierto, no regresé —dije mirando a Mael a los ojos—. No quería ser el dios del bosque. Los fieles del bosque me traían sin cuidado. Decidí vagar a través del tiempo. No creo en vuestros dioses ni en vuestros sacrificios. ¿Qué esperabais de mí?
—Te llevaste la magia de nuestro dios.
—No tuve más remedio —contesté—. Si hubiera abandonado al viejo dios abrasado sin llevarme su magia, me habríais destruido, y yo no quería morir. ¿Por qué iba a morir? Después de presidir vuestros sacrificios, huí como habría hecho cualquiera en mi lugar.
Mael me miró unos instantes como tratando de averiguar si seguía buscando pelea.
—¿Y qué veo ahora en vosotros? —pregunté—. ¿Acaso no habéis huido de vuestros fieles del bosque? ¿Qué habéis venido a hacer en Roma?
Mael tardó un buen rato en responder.
—Nuestro dios, nuestro dios viejo y abrasado nos habló de Egipto —dijo—. Nos dijo que le lleváramos a un mortal que pudiera ir a Egipto. ¿Viajaste a Egipto? ¿Trataste de localizar allí a nuestra Gran Madre?
Me afané en ocultar mis pensamientos y adopté una expresión grave mientras decidía qué debía confesarles y por qué.
—Sí —respondí—. Fui a Egipto para averiguar la causa del fuego que había abrasado a los dioses en todas las tierras septentrionales.
—¿Y qué averiguaste?
Miré a Avicus y vi que también estaba pendiente de mi respuesta.
—Nada —contesté—. Tan sólo me encontré a unos vampiros abrasados que también pretendían descifrar el misterio, la vieja leyenda de la Gran Madre. Eso es todo. Es cuanto puedo deciros al respecto.
¿Me creyeron? No pude averiguarlo. Ambos ocultaban celosamente sus secretos, las decisiones que habían tomado tiempo atrás.
Avicus parecía un tanto preocupado por su compañero.
Mael alzó la cabeza lentamente y me espetó, furioso:
—¡Maldito sea el día en que me topé contigo! ¡Maldito romano, que haces gala de tu riqueza, tus lujos y tu fina palabrería! —Miró a su alrededor, observando los objetos que decoraban la estancia, los divanes, las mesas y los suelos de mármol.
—¿A qué viene eso? —pregunté.
Traté de no sentir desprecio por él sino de verle tal como era, de comprenderle, pero mi odio me lo impedía.
—Cuando te capturé —dijo—, cuando quise enseñarte nuestras poesías y nuestras canciones, trataste de sobornarme, ¿te acuerdas? Me hablaste de tu hermosa villa en la bahía de Nápoles. Dijiste que me llevarías allí si te ayudaba a escapar. ¿Recuerdas las terribles cosas que me dijiste?
Sí, lo recuerdo —respondí fríamente—. ¡Yo era tu prisionero! Me habías llevado al bosque contra mi voluntad. ¿Cómo querías que reaccionara? Si me hubieras permitido escapar, te habría llevado a mi casa en la bahía de Nápoles. Habría pagado por mi libertad. Mi familia habría pagado el rescate. ¡Pero es absurdo hablar de estas cosas!
Meneé la cabeza. Yo también estaba nervioso. Deseaba regresar a mi vieja soledad, sentir de nuevo el silencio en aquellas habitaciones. ¿Qué necesidad tenía de esos dos?
Avicus me imploró en silencio, con su expresión. Me pregunté quién era aquel ser.
—Te ruego que controles tu ira —dijo—. Yo soy la causa de su sufrimiento.
—No —protestó Mael, mirando a su compañero—. No es así.
—Sí, yo tengo la culpa —insistió Avicus—. Yo te di de beber la Sangre Oscura. Debes encontrar la fuerza necesaria para permanecer a mi lado o para abandonarme. Las cosas no pueden seguir así. —Avicus alargó una mano y la apoyó en el brazo de su compañero—. Ahora te has encontrado con este ser extraño llamado Marius y le has hablado sobre los últimos años de tu fe inquebrantable. Te alegras de haberte quitado ese peso de encima. Pero es absurdo que le odies por lo ocurrido. Es natural que huyera. En cuanto a nosotros, la antigua fe ha muerto. El Fuego Fatídico la destruyó y no podemos hacer nada al respecto.
Miré a Mael. Jamás había visto a un ser tan acongojado.
Mi corazón trataba de imponerse a la razón. Pensé: «Somos dos inmortales incapaces de consolarse mutuamente, no podemos ser amigos. Después de discutir con acritud, nos separaremos y volveré a quedarme solo. Volveré a ser el orgulloso Marius que abandonó a Pandora. Podré disfrutar a mis anchas de mi hermosa casa y mis valiosas pertenencias».
Noté que Avicus me observaba tratando de escrutar mis pensamientos, pero aunque su don de la mente era muy potente no lo consiguió.
—¿Por qué vivís como vagabundos? —pregunté.
—No sabemos vivir de otra forma —respondió Avicus—. Nunca lo hemos intentado. Procuramos mantenernos alejados de los mortales, salvo cuando vamos a cazar. Tememos ser descubiertos. Tememos el fuego.
Asentí con la cabeza.
—¿Qué buscáis, aparte de sangre?
Una expresión de tristeza ensombreció el rostro de Avicus. Estaba dolido, por más que tratara de ocultarlo. O quizá trataba de superar su dolor.
—No buscamos nada —contestó—. No sabríamos cómo hacerlo.
—¿Queréis quedaros conmigo y aprender? —pregunté.
Era consciente de lo atrevido y descarado de mi pregunta, pero ya estaba dicho.
—Puedo mostraros los templos de Roma, los grandes palacios, unas mansiones que en comparación con las cuales esta villa es una humilde chabola. Os puedo enseñar a deslizaros por las sombras para evitar que los mortales os vean, a trepar por los muros rápida y sigilosamente, a desplazaros de noche por los tejados de la ciudad, sin tocar el suelo.
Avicus estaba asombrado. Miró a Mael.
Mael, que estaba hundido en su sillón, no dijo nada.
De pronto se incorporó y me increpó con voz débil:
—Yo habría sido más fuerte si no me hubieras envenenado hablándome de estas maravillas. ¡Y ahora me preguntas si deseo gozar de estos placeres, de los placeres de un romano!
—Es cuanto puedo ofrecerte —dije—. Haz lo que quieras.
Mael meneó la cabeza y continuó hablando, aunque ignoro con qué propósito.
—Cuando comprendimos que no regresarías —dijo—, me eligieron a mí. Yo me convertiría en su dios. Pero antes debíamos hallar a un dios del bosque que no hubiera sufrido quemaduras a causa del Fuego Fatídico. A fin de cuentas, nosotros mismos habíamos destruido insensatamente a nuestro amable dios. Debíamos hallar a un ser que poseyera la magia para crearte.
Hice un gesto como diciendo: «¡Qué lástima!».
—Corrimos la voz por toda la Tierra —prosiguió Mael— y por fin obtuvimos respuesta de Gran Bretaña. Allí había un dios, muy anciano y poderoso, que había sobrevivido al Fuego Fatídico.
Miré a Avicus, pero permanecía impasible.
—No obstante, nos advirtieron que no nos acercáramos a él. Nos aconsejaron que desistiéramos. Ese mensaje nos desconcertó, pero finalmente decidimos intentarlo.
—Y cómo te sentiste —pregunté con mala fe— al saber que habías sido elegido, que permanecerías encerrado para siempre en el roble, sin volver a ver el sol, alimentándote únicamente de la sangre de tus víctimas durante las grandes celebraciones y en los períodos de luna llena?
Mael miró al frente, como si fuera incapaz de ofrecer una respuesta coherente a mi pregunta.
—Ya te lo he dicho, tú me habías corrompido —contestó por fin.
—De modo que tenías miedo —dije—. Los fieles del bosque no consiguieron tranquilizarte. Y la culpa la tenía yo.
—No tenía miedo —replicó Mael, furioso, crispando la mandíbula—. He dicho que me habías corrompido. —Clavó sus ojillos hundidos en mí—. ¿Sabes lo que significa no creer en nada, no tener un dios ni una verdad en que apoyarte?
—Por supuesto —respondí—. Yo no creo en nada. Me parece lo más razonable. No creía en nada cuando era mortal, y sigo sin creer en nada.
Observé que Avicus torcía el gesto.
Pude haber dicho cosas más brutales, pero noté que Mael deseaba continuar.
Prosiguió su relato mirando al frente, sin alterar el gesto.
—Emprendimos el viaje —dijo—. Atravesamos el estrecho mar hacia Gran Bretaña y nos dirigimos al norte, a una tierra llena de montes frondosos, donde encontramos a un grupo de sacerdotes que cantaban nuestros himnos y conocían nuestras poesías y nuestras leyes. Eran druidas, como nosotros, fieles del bosque. Nos abrazamos en un gesto fraternal.
Avicus no apartaba los ojos de Mael. Estoy seguro de que yo le observaba con una expresión más paciente y fría. No obstante, confieso que su sencilla narración me había atrapado.
—Me adentré en el bosque —dijo Mael—. ¡Qué árboles tan gigantescos y vetustos! Cualquiera de ellos podría haber sido el Gran Árbol. Por fin me condujeron hasta él. Vi que la puerta del roble estaba cerrada con numerosos candados de hierro y deduje que el dios se hallaba en su interior.
De pronto, Mael miró inquieto a Avicus, pero éste le indicó que continuara.
—Cuéntaselo a Marius —dijo Avicus suavemente—, y de paso me lo cuentas a mí.
Lo dijo con una dulzura que me produjo un escalofrío en la superficie de la piel, de mi piel perfecta y solitaria.
—Los sacerdotes me habían prevenido —prosiguió Mael—. «Si hay alguna mentira o imperfección en ti, el dios lo advertirá. Te matará y te convertirás en un simple sacrificio. Piénsalo bien, pues el dios ve en los entresijos de tu ser. El dios es poderoso, pero prefiere ser temido que adorado, y si le provocas se complace en su venganza». Esas palabras me estremecieron. ¿Estaba preparado para que se obrara ese extraño milagro en mí?
Mael me miró con una expresión feroz antes de continuar.
—Reflexioné en todo lo que me habías contado. Evoqué las imágenes que tus palabras habían suscitado en mi mente. La hermosa villa en la bahía de Nápoles. La descripción que habías hecho de tus suntuosas habitaciones, de la brisa cálida y el sonido del agua al romper contra las rocas de tu jardín. ¿Sería capaz de soportar la oscuridad del roble, de beber sangre, de ayunar entre sacrificio y sacrificio, de resistir esa situación?
Mael se detuvo como si no se sintiera con fuerzas para proseguir. Miró de nuevo a Avicus.
—Continúa —dijo éste tranquilamente, en tono grave.
—Entonces —prosiguió Mael—, uno de los sacerdotes se me acercó y me dijo en un aparte: «Te advierto, Mael, que nuestro dios es un ser colérico. Un dios que exige sangre cuando no la necesita. ¿Te sientes con fuerzas para presentarte ante él?».
»No tuve oportunidad de responderle. El sol se había puesto. El bosque estaba lleno de antorchas encendidas. Los fieles del bosque se habían congregado allí. Los sacerdotes que me habían acompañado se apresuraron a rodearme y me empujaron hacia el roble.
»Cuando llegué junto a él, insistí en que me soltaran. Apoyé las manos en el tronco, cerré los ojos y oré en silencio, como hacía en el bosque de mi tierra. Recé a ese dios, diciéndole: “Soy uno de los fieles del bosque. Te ruego que me concedas la Sangre Sagrada para que pueda regresar a casa y cumplir lo que mis gentes desean”.
Mael se detuvo de nuevo, como si contemplara algo terrorífico que yo no alcanzaba a ver.
—Continúa —volvió a instarle Avicus.
Mael suspiró.
—En el interior del roble se oyó una risa sofocada, seguida de una voz iracunda que penetró en mi mente, sobresaltándome. El dios me dijo: «Antes debes traerme un sacrificio de sangre. Sólo entonces tendré la fuerza necesaria para convertirte en un dios».
Mael volvió a interrumpir su relato unos momentos.
—Como sabes, Marius —continuó—, nuestro dios era un dios amable. Cuando te creó, cuando habló contigo, lo hizo sin rabia y sin odio, pero ese otro dios estaba lleno de ira.
Asentí con la cabeza.
—Cuando comuniqué a los sacerdotes lo que el dios me había dicho, retrocedieron, espantados y disgustados.
»“No —dijeron—, el dios siempre exige sangre. No debemos concedérsela. Debe ayunar entre una luna llena y la siguiente, como está prescrito, y hasta que se celebren los ritos anuales, para que salga del roble enflaquecido y famélico como los campos agostados, dispuesto a beber la sangre del sacrificio y a adquirir un aspecto rollizo, como la exuberante primavera que está en puertas”.
»¿Qué podía decir yo? —continuó Mael—. Traté de razonar con algunos de los sacerdotes. “Es natural que necesite adquirir fuerza para crear a un dios —les expliqué—. Quizás el Fuego Fatídico también le produjo graves quemaduras y la sangre contribuya a cicatrizar sus heridas. ¿Por qué os negáis a concederle el sacrificio que exige? ¿No hay ningún condenado a muerte en una de vuestras aldeas o poblados que podáis conducir al roble y ofrecérselo al dios?”.
»Todos retrocedieron al unísono, sin apartar la vista del árbol, de su puerta y sus numerosos candados. Comprendí que estaban aterrorizados.
«Entonces ocurrió algo terrible que me cambió por completo. El roble emitió un chorro de inquina hacia mí, como si tuviera enfrente a una persona a la que odiara intensamente.
»Lo sentí como si el ser que estaba encerrado en el árbol me mirara cargado de rabia, blandiendo la espada dispuesto a destruirme. Era el poder del dios, que utilizaba su mente para inundar la mía de odio. Pero era tan potente que me quedé paralizado, sin saber qué había ocurrido ni qué hacer.
»Los otros sacerdotes echaron a correr despavoridos. También habían sentido la ira del dios. Yo ni siquiera podía moverme. Contemplé el roble, atrapado por su magia primigenia. De pronto ya no me importaba el dios, ni los poemas, ni las canciones ni el sacrificio. Comprendí que dentro del roble habitaba una criatura muy poderosa y no traté de huir. En aquel momento nació mi alma perversa y maquinadora.
Mael dejó escapar otro dramático suspiro y guardó silencio, con los ojos clavados en mí.
—¿A qué te refieres? —pregunté—. ¿Qué es lo que maquinaste? Habías hablado a través de la mente con el dios amable de vuestro bosque. Le habías visto aceptar en luna llena los sacrificios que le ofrecíais, antes y después del Fuego Fatídico. Me habías visto cuando me transformé. Tú mismo lo has dicho. ¿Qué fue lo que te impresionó tan poderosamente de ese dios?
Durante unos momentos, Mael pareció sentirse abrumado. Luego miró de nuevo al frente y continuó.
—El dios estaba furioso, Marius, dispuesto a salirse con la suya a toda costa.
—Entonces, ¿cómo es que no sentiste miedo?
Se produjo de nuevo un silencio. Yo estaba desconcertado.
Miré a Avicus para confirmar mis sospechas: él era ese dios. Pero habría sido una grosería preguntárselo. Avicus había afirmado hacía un rato que él mismo le había proporcionado a Mael la Sangre Oscura. Así pues, aguardé educadamente.
Mael me miró de soslayo, de una forma extraña. Luego bajó la voz y esbozó una sonrisa maligna.
—El dios quería salir de ese roble —dijo, mirándome fijamente—, y yo sabía que si le ayudaba me concedería la sangre mágica.
—Ya —dije, sin poder reprimir una sonrisa—. El dios quería escapar del roble. Está clarísimo.
—Recuerdo cuando huíste —dijo Mael—, el poderoso Marius, pletórico de energía después del sacrificio de sangre, huyendo de nosotros a toda velocidad. Yo habría hecho lo mismo, te lo aseguro. Mientras cavilaba sobre esas cosas, mientras maquinaba, oí de nuevo la voz del roble dirigiéndose exclusivamente a mí en tono quedo y confidencial.
«“Acércate —me ordenó. Y cuando apoyé la frente en el árbol, dijo—: Háblame de ese Marius, cuéntame cómo escapó. Si me lo dices, te daré la Sangre Oscura y huiremos juntos de este lugar”.
Mael estaba temblando, pero Avicus parecía resignado a escuchar esas verdades que conocía hacía tiempo.
—Cada vez está más claro —comenté.
—Todo guarda relación contigo —dijo Mael, mirándome y levantando el puño. Me recordaba a un chiquillo.
—Tú tuviste la culpa —repuse—. Desde el momento que me arrancaste de la taberna en la Galia. Tú me llevaste a él, no lo olvides. Me tuviste prisionero. Pero tu relato sirve para calmarte. Necesitas contárnoslo. Adelante.
Durante unos momentos, pensé que iba a arrojarse sobre mí en un arrebato de ira, pero de pronto se operó un cambio en él. Meneó un poco la cabeza y se serenó, aunque seguía mostrando una expresión adusta.
—Cuando obtuve esta confirmación de la mente del dios —prosiguió—, mi camino quedó trazado fatalmente. Comuniqué de inmediato a los otros sacerdotes que debían traer un sacrificio. No había tiempo para discutir. Les advertí que yo debía ver al condenado antes de que se lo ofrecieran al dios. Tenía que entrar en el árbol junto con el condenado. No temía hacerlo. Les dije que se apresuraran, pues el dios y yo debíamos llevar a cabo cuanto antes el rito mágico.
«Transcurrió aproximadamente una hora hasta que hallaron al desdichado que debía morir en el árbol. Lo trajeron encadenado y sollozando, y abrieron temerosos la recia puerta del roble.
»Sentí la creciente furia del dios que estaba dentro del árbol. Sentí su voracidad. Después de abrir la puerta, hice que el condenado me precediera y entré antorcha en mano en la cámara excavada en el interior del roble.
Asentí esbozando una sonrisa para indicar que sabía lo que debió de sentir en esos momentos.
Mael se volvió hacia Avicus.
—Ante mí estaba Avicus tal como aparece en estos momentos —dijo sin apartar los ojos de su compañero—. Se abalanzó sobre el condenado sin pérdida de tiempo, bebió la sangre de su desdichada víctima con misericordiosa velocidad y arrojó el cadáver a un lado.
»Entonces se precipitó sobre mí, me arrebató la antorcha y la colgó de la pared, peligrosamente cerca de la madera, tras lo cual me agarró por los hombros y me espetó: “Háblame de Marius, cuéntame cómo escapó del roble sagrado. Si no me lo cuentas, te mataré ahora mismo”.
Avicus, que escuchaba con calma, asintió como diciendo: «Así fue como sucedió».
Mael desvió la vista y la fijó de nuevo en el infinito.
—Avicus me hacía daño —dijo—. Si no me hubiera apresurado a decir algo, me habría partido el hombro. De modo que, sabiendo que podía adivinar mis pensamientos, dije: «Dame la Sangre Oscura y huiremos juntos tal como me has prometido. Lo que sé no tiene mayor secreto. Es una cuestión de fuerza y velocidad. Nos encaramaremos a las ramas de un árbol, cosa que los que nos sigan no podrán hacer fácilmente, y avanzaremos por las copas de los árboles».
»“Pero tú conoces el mundo —repuso Avicus—. Yo no conozco nada. He permanecido prisionero cientos de años. Recuerdo Egipto vagamente. Recuerdo a la Gran Madre vagamente. Debes guiarme. Te concederé la magia que precisas”.
«Avicus cumplió su palabra, y la sangre me proporcionó renovadas fuerzas. Aguzamos nuestras mentes y nuestros oídos para percibir lo que pensaban y decían los fieles del bosque y los sacerdotes druidas, y al comprobar que no habían previsto nuestra huida, aunamos nuestras fuerzas y conseguimos abrir la puerta del roble.
»Nos encaramamos de inmediato a la copa de un árbol, tal como habías hecho tú, Marius. Dejamos a nuestros perseguidores atrás y antes del alba atrapamos a unas víctimas en un poblado situado a muchos kilómetros del bosque.
Mael se repantigó en el sillón, como si se sintiera agotado después de la confesión.
Yo, demasiado paciente y orgulloso para destruirlo, no me moví. Comprendí cómo me había involucrado en aquella historia, lo que no dejaba de maravillarme. Miré a Avicus, el dios que había habitado cientos de años en el interior del roble.
Avicus me miró con calma.
—Desde entonces hemos estado juntos —dijo Mael con voz más sosegada—. Cazamos en las grandes ciudades porque nos resulta más sencillo. ¿Quieres saber qué pensamos de los romanos, los insignes conquistadores? Cazamos en Roma porque es la ciudad más grande.
Yo me abstuve de responder.
—A veces nos encontramos con otros —continuó Mael, clavando de pronto la vista en mí—. A veces nos vemos obligados a pelear con ellos porque no nos dejan en paz.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—Son dioses del bosque, como Avicus, tienen la piel abrasada, están débiles y desean beber nuestra sangre poderosa. Supongo que les habrás visto, que más de uno habrá descubierto tu presencia. Es imposible que hayas permanecido oculto tantos años.
No respondí.
—Pero sabemos defendernos —prosiguió Mael—. Tenemos nuestros escondites y nos divertimos jugando con los mortales. ¿Qué más puedo decir?
Había concluido su relato.
Pensé en mi existencia, en mi vida llena de libros, viajes y preguntas, y además de desprecio, sentí lástima de él.
La expresión de Avicus me chocó.
Cuando miraba a Mael, lo hacía con aire pensativo y comprensivo, pero cuando posaba los ojos en mí, su rostro se avivaba.
—¿Y tú qué opinas del mundo, Avicus? —pregunté.
Mael me miró, sorprendido, se levantó del sillón, se me acercó y se inclinó hacia mí, alargando la mano como si fuera a pegarme.
—¿Eso es cuanto tienes que decir de mi relato? —dijo—. ¿Le preguntas a él qué piensa del mundo?
Yo callé. Comprendí que había cometido una torpeza, aunque no fue adrede. Sin embargo, quería zaherirle y por lo visto lo había conseguido.
Avicus se levantó, se acercó a Mael y le obligó a retroceder.
—Calma, querido amigo —dijo suavemente, al tiempo que conducía a Mael de nuevo hacia su sillón—. Sigamos conversando hasta que nos despidamos de Marius. Tenemos tiempo hasta el amanecer. Sosiégate, te lo ruego.
Entonces comprendí lo que había enfurecido a Mael. No es que pensara que yo le había menospreciado, sino que estaba celoso. Creyó que yo trataba de conquistar a su amigo y alejarlo de su lado.
Cuando Mael se sentó de nuevo, Avicus me miró casi con afabilidad.
—El mundo es maravilloso, Marius —dijo plácidamente—. Llegué a él como un hombre ciego después de producirse un milagro. No recuerdo nada de mi vida mortal, salvo que transcurrió en Egipto y que yo no procedía de Egipto. Temo regresar allí. Temo a los viejos dioses que siguen allí. Hemos visitado todas las ciudades del Imperio excepto las de Egipto. Y aún nos queda mucho por ver.
Mael seguía mirándome con suspicacia. Se ajustó la harapienta y sucia capa sobre los hombros, como si se dispusiera a marcharse.
En cuanto a Avicus, parecía sentirse muy a gusto, pese a ir descalzo y tan sucio como Mael.
—Cada vez que nos encontramos a un bebedor de sangre —dijo Avicus—, cosa que no ocurre a menudo, siempre temo que me reconozca como el dios renegado.
Lo dijo con un aplomo y una seguridad que me sorprendió.
—Pero de momento no ha ocurrido —prosiguió—. Algunos hablan de la Gran Madre y la antigua religión, cuando los dioses bebían sangre de los malvados, pero saben del tema menos que yo.
—¿Y qué sabes tú, Avicus? —pregunté abiertamente.
El anciano reflexionó unos momentos, como si se resistiera a responder con sinceridad.
—Creo que me condujeron ante ella —dijo por fin. Sus ojos oscuros tenían una expresión franca y sincera.
Mael se volvió hacia él bruscamente, como si fuera a golpearle por su franqueza, pero Avicus continuó:
—Era muy hermosa. Pero bajé la vista. En realidad no pude verla. Hablaban entre sí y sus cantos me atemorizaron. Yo era un hombre adulto, de eso estoy seguro, y ellos me humillaron. Hablaron de unos honores que eran maldiciones. Es posible que el resto lo haya soñado.
—Estoy cansado de estar aquí —soltó Mael de sopetón—. Quiero irme.
Se levantó y Avicus hizo lo mismo, aunque a regañadientes.
Avicus y yo nos transmitimos un gesto silencioso y secreto que Mael no consiguió interceptar. Creo que se percató de ello y le enfureció, pero no pudo hacer nada por evitarlo.
—Gracias por tu hospitalidad —dijo Avicus, tendiéndome la mano. Durante unos momentos mostró una expresión casi jovial—. A veces recuerdo estas pequeñas costumbres de los mortales. Recuerdo que suelen saludarse y despedirse con un apretón de manos.
Mael estaba pálido de ira.
Por supuesto, había muchas cosas que deseaba decirle a Avicus, pero en aquellos momentos era imposible.
—Tened presente que vivo como cualquier hombre mortal —les dije—, con las mismas comodidades. Sigo teniendo estudios, y tengo libros, como podéis ver. Dentro de un tiempo me dedicaré a viajar por el Imperio, pero de momento prefiero quedarme en Roma, mi ciudad natal, mi hogar. Lo importante para mí es aprender. Contemplar lo que pueda con estos ojos. —Los miré a ambos—. Si quisierais, vosotros también podríais vivir así —continué—. Llevaos ropa limpia. Puedo ofrecérosla. Y unas sandalias cómodas. Si queréis una casa, una vivienda donde disfrutar de vuestros ratos de ocio, puedo ayudaros a conseguirla. Os ruego que aceptéis mi ofrecimiento.
Los ojos de Mael centelleaban de odio.
—Sí, claro —murmuró, pues su furia le impedía alzar la voz—. ¿Y por qué no nos ofreces una villa en la bahía de Nápoles, con terrazas de mármol frente al mar?
Avicus me miró a los ojos. Parecía sereno y sinceramente conmovido por mis palabras.
Pero era inútil insistir.
Me abstuve de responder.
De pronto, mi orgullosa calma se vino abajo. La ira hizo de nuevo presa en mí, junto con la inevitable debilidad. Recordé los himnos del bosque y sentí deseos de abalanzarme sobre Mael y despedazarlo por todo lo que había hecho.
¿Le habría salvado Avicus? Es posible. Pero ¿y si no lo hubiera hecho? ¿Y si yo, que había bebido la sangre de la Reina, demostraba ser más fuerte que los dos juntos?
Miré a Mael. No me temía, lo cual me pareció un dato interesante.
Entonces recobré mi orgullo. No podía rebajarme hasta el extremo de enzarzarme en una pelea física, una pelea que podía degenerar en un combate grotesco y feroz que quizá yo no conseguiría ganar.
No, era demasiado inteligente para cometer esa torpeza. Demasiado noble de corazón. Yo era Marius, el que mataba a los malvados, y él era Mael, un idiota.
Ambos se dispusieron a salir por el jardín y no supe qué decirles. Pero, de pronto, Avicus se volvió hacia mí y dijo apresuradamente:
—Adiós, Marius. Gracias. No me olvidaré de ti.
Sus palabras me chocaron.
—Adiós, Avicus —contesté, antes de oírlos desaparecer en la noche.
Permanecí sentado en el sillón, sintiendo una soledad desoladora.
Contemplé las numerosas estanterías y el escritorio. Contemplé el tintero. Contemplé los cuadros que colgaban en las paredes.
Debí haber tratado de hacer las paces con Mael, de ganarme la amistad de Avicus.
Debí haberlos seguido. Debí haberles implorado que se quedaran. Teníamos aún muchas cosas que decirnos. Les necesitaba tanto como ellos a mí. Tanto como necesitaba a Pandora.
Pero vivía una mentira. La vivía motivado por mi ira. Eso es lo que trato de explicarte. He vivido muchas mentiras, una y otra vez, porque no soporto la debilidad que engendra la ira y no puedo aceptar la irracionalidad del amor.
¡La de mentiras que me he dicho a mí mismo y a los demás! Lo sabía pero no lo sabía.