Le despertó el grato aroma de un fuego de roble. Se volvió sobre el mullido lecho, sin saber dónde se hallaba pero sin sentir el menor temor. Esperaba ver hielo y experimentar la acostumbrada sensación de soledad, pero estaba en un lugar agradable y alguien estaba esperándole. Sólo tenía que levantarse de la cama y subir la escalera.
De pronto lo recordó todo. Estaba con Marius, su extraño y hospitalario amigo. Se hallaban en una nueva ciudad llena de promesas y belleza, construida sobre las ruinas de la antigua. Le esperaba una amena charla.
Thorne se levantó y se desperezó en la cálida habitación. Al mirar a su alrededor, se percató de que la iluminación provenía de dos quinqués antiguos de cristal. Qué seguro se sentía allí. Qué bonita era la madera pintada de las paredes.
Sobre la silla había una camisa de lino limpia, dispuesta para él. Se la puso y abrochó los diminutos botones con gran dificultad. El pantalón le quedaba perfectamente. Se puso unos calcetines de lana, pero no se calzó los zapatos. El suelo pulido era cálido.
Al subir la escalera Thorne dejó que sus pasos anunciaran su presencia. Le parecía lo más correcto dejar que Marius supiera que se acercaba, para que no pudiera acusarlo de descaro o disimulo.
Al llegar a la puerta de la habitación en la que Daniel construía sus maravillosas ciudades y poblaciones, se detuvo y asomó la cabeza con reticencia. Vio al rubio y juvenil Daniel afanado en su tarea, como si no se hubiera retirado aún a descansar. El joven alzó la cabeza e, inesperadamente, saludó a Thorne con una amable sonrisa.
—Pero si es Thorne, nuestro huésped —dijo. Su voz denotaba cierto tono de burla, pero Thorne intuyó que se trataba de una emoción más frágil.
—Daniel, amigo —dijo Thorne, contemplando de nuevo los pequeños valles y las montañas, los diminutos y veloces trenes con sus ventanas iluminadas, los frondosos bosques que parecían obsesionar a Daniel.
Daniel volvió a concentrarse en su trabajo como si él y Thorne no hubieran cruzado una palabra. Dio unos toques de pintura a un arbolito.
Cuando Thorne se disponía a retirarse en silencio, Daniel se volvió hacia él y dijo, mostrándole el arbolito:
—Marius afirma que lo que hago es un oficio, no un arte. Thorne no sabía qué decir.
—Construyo las montañas con mis propias manos —dijo Daniel—. Marius dice que debería construir también las casas. Thorne tampoco sabía qué responder a ese comentario. —Me gustan las casas que me envían —prosiguió Daniel—. Es difícil montarlas, incluso para mí. Además, no sabría construirlas de estilos tan variados. No sé por qué me dice Marius esas cosas, parece como si quisiera desanimarme. Thorne estaba perplejo.
—No sé qué decirte —contestó al cabo de unos instantes. Daniel guardó silencio.
Thorne esperó respetuosamente unos minutos, tras lo cual entró en la espaciosa habitación.
En la ennegrecida chimenea, ardía un fuego dentro de un rectángulo formado por grandes piedras. Marius estaba sentado junto a ella, arrellanado en una cómoda butaca de piel, en una postura más propia de un chiquillo que de un hombre adulto. Le indicó a Thorne que tomara asiento en el amplio sofá de piel situado frente e él.
—Siéntate ahí, o aquí, si lo prefieres —dijo amablemente—. Si te molesta el fuego, lo apagaré.
—¿Por qué iba a molestarme, amigo mío? —repuso Thorne al tiempo que se sentaba en el sofá. Los cojines eran gruesos y mullidos. Al echar una ojeada a la habitación, observó que prácticamente todos los paneles de madera estaban pintados de color oro o azul, y que en las vigas del techo y en los arcos de las puertas había unas figuras talladas que le recordaron sus tiempos. Pero todo era nuevo, como había dicho Marius; la casa y todo cuanto contenía había sido construido por el hombre moderno, pero estaba bien hecho, esmerada y concienzudamente.
—Algunos bebedores de sangre temen el fuego —comentó Marius contemplando las llamas. En su rostro pálido y sereno se reflejaban las luces y las sombras—. Nunca se sabe. A mí siempre me ha gustado, aunque en cierta ocasión sufrí unas quemaduras terribles. Pero esa historia ya la conoces.
—No lo creo —replicó Thorne—. No, no la he oído nunca. Si quieres contármela, te escucharé encantado.
—Pero tú quieres que te responda a algunas preguntas —dijo Marius—. Quieres saber si las cosas que viste con el don de la mente eran reales.
—Sí —contestó Thorne. Recordaba la red, los puntos de luz, el germen sagrado. Pensó en la Reina Malvada. ¿Qué había conformado la visión que tuvo de ella? ¿Los pensamientos de los bebedores de sangre sentados en torno a la mesa del consejo?
Cayó en la cuenta de que estaba mirando a Marius a los ojos y de que éste había adivinado sus pensamientos.
Marius desvió la mirada y clavó los ojos en el fuego.
—Puedes apoyar los pies sobre la mesa —dijo sin rodeos—. Aquí lo importante es sentirse cómodo.
Marius apoyó los pies sobre la mesa y Thorne estiró las piernas y cruzó los pies.
—Puedes contarme lo que quieras —dijo Marius—. Cuéntame lo que sabes y lo que deseas saber. —Lo dijo con cierto tono de enojo, pero no estaba enojado con Thorne—. No tengo secretos. —Se quedó observando unos instantes a Thorne con expresión pensativa. Luego continuó—: Aparte de los otros, de los que viste sentados a la mesa del consejo, hay muchos más, diseminados por todos los rincones del mundo.
Marius exhaló un breve suspiro y meneó la cabeza.
—Yo también estoy solo —prosiguió—. Deseo estar junto a los que amo, pero no puede ser. —Contempló el fuego—. De vez en cuando me reúno con ellos y luego me marcho…
—… Traje conmigo a Daniel porque me necesitaba. Lo traje porque no soporto estar completamente solo. Me trasladé al norte porque estaba cansado de las bellas tierras del sur, incluso de Italia, donde nací. Antes pensaba que ningún mortal y ningún bebedor de sangre podía cansarse jamás de Italia. Contiene tantos tesoros… Pero me siento cansado y ansío contemplar la blancura pura de la nieve.
—Te comprendo —dijo Thorne. El silencio le invitó a proseguir—: Después de convertirme en un bebedor de sangre, me llevaron al sur y me pareció el paraíso. En Roma vivía en un palacio y todas las noches contemplaba las siete colinas. Era un ensueño formado por suaves brisas y árboles frutales. Me sentaba junto a una elevada ventana que daba al mar para observar cómo rompían las olas contra las rocas. Me bañaba en el mar, cuyas aguas eran cálidas.
Marius le dedicó una sonrisa franca y amable al tiempo que asentía con la cabeza.
—Italia, Italia mía —dijo suavemente.
A Thorne le maravilló su expresión. Deseaba que Marius siguiera sonriendo, pero la sonrisa se borró enseguida de su rostro.
Marius se puso serio y clavó de nuevo los ojos en las llamas, ensimismado en su tristeza. El resplandor del fuego hacía que su cabello pareciera casi blanco.
—Háblame, Marius —dijo Thorne—. Mis preguntas pueden esperar. Deseo oír el sonido de tu voz. Deseo oír tus palabras. —Tras dudar unos instantes, añadió—: Sé que tienes mucho que contar.
Marius le miró un tanto sorprendido y a la vez reconfortado por esas palabras.
—Soy viejo, amigo mío —dijo—. Soy un auténtico Hijo del Milenio. Me convertí en vampiro en tiempos de César Augusto. Fue un sacerdote druida quien me provocó esta muerte singular, un ser llamado Mael, un mortal que poco después de destrozarme la vida se convirtió en vampiro. Aún vive, aunque hace tiempo trató de inmolarse en un nuevo arrebato de fervor religioso. ¡El muy imbécil!
»El tiempo nos ha reunido en más de una ocasión, lo cual no deja de ser curioso. Es mentira que le aprecie. Mi vida está llena de mentiras como ésa. No creo haberle perdonado por lo que me hizo: capturarme, arrancarme de mi vida mortal en un remoto bosque de la Galia, donde un viejo vampiro, que había sufrido graves quemaduras pero estaba convencido de ser un dios del bosque sagrado, me proporcionó la Sangre Oscura. —Marius hizo una pausa—. ¿Comprendes lo que digo?
—Sí —respondió Thorne—. Recuerdo esos bosques y los comentarios que hacíamos sobre los dioses que habitaban en ellos. ¿Dices que un bebedor de sangre vivía dentro de un roble sagrado?
Marius asintió con la cabeza y prosiguió.
—Ese dios que había sufrido quemaduras, ese dios herido, me dijo: «Ve a Egipto y busca a la Madre. Averigua el motivo del terrible fuego que provocó, causando la destrucción de nuestra especie en todo el mundo».
—¿Y esa Madre era la Reina Malvada que portaba en su interior el germen sagrado? —preguntó Thorne.
—En efecto —respondió Marius, observando discretamente a Thorne con sus ojos azules—. No cabe duda, amigo mío, era la Reina Malvada… Pero en aquel entonces, hace dos mil años, permanecía en silencio, sin moverse, ofreciendo el aspecto de la más trágica de las víctimas. Ambos, ella y su consorte Enkil, tenían cuatro mil años. Sin duda alguna la Reina poseía el germen sagrado, pues el terrible fuego que se abatió sobre todos los bebedores de sangre se produjo la mañana en que un vampiro viejo y agotado abandonó al Rey y a la Reina bajo el tórrido sol del desierto.
»Los bebedores de sangre diseminados por todo el mundo, dioses, criaturas de la noche, lamias y demás, padecieron un auténtico suplicio. Algunos fueron destruidos por las llamas; a otros, el fuego simplemente les oscureció la piel y les produjo un ligero dolor. Los más viejos apenas sufrieron; los jóvenes quedaron reducidos a cenizas.
»En cuanto a nuestros Padres Sagrados, por llamarlos de una forma benévola, ¿qué hicieron cuando salió el sol? Nada. El anciano vampiro, que sufrió graves quemaduras al tratar de despertarlos, de hacer que hablaran o corrieran a refugiarse, los halló tal como los había dejado, inmóviles, inconscientes, y, temiendo sufrir más quemaduras, regresó a una cámara oscura que no era sino la deprimente celda subterránea de una prisión.
Marius se detuvo. Hizo una pausa muy prolongada, como si los recuerdos le resultaran profundamente dolorosos. Contempló las llamas como suelen hacer los mortales, mientras éstas ejecutaban su acostumbrada y eterna danza.
—Dime —le rogó Thorne—, ¿es cierto que en esos lejanos tiempos te encontraste con la Reina, que la viste con tus propios ojos?
—Sí —contestó Marius con seriedad, pero sin amargura—. Me convertí en su guardián. «Llévanos a Egipto», me ordenó sin mover los labios, con esa voz silenciosa que tú denominas el don de la mente.
»Los llevé a ella y a su amante, Enkil, y los custodié durante dos mil años mientras permanecían inmóviles y silenciosos como estatuas. Los mantuve ocultos en un santuario sacramental. Era mi vida, mi misión solemne.
«Depositaba flores e incienso ante ellos. Me ocupaba de sus ropas, limpiaba el polvo de sus rostros inmóviles. Era mi sacrosanta obligación, y oculté el secreto a los vampiros vagabundos que aparecían por allí deseosos de beber la potente sangre de la Reina y Enkil o de hacerles prisioneros.
Marius no apartó los ojos del fuego, pero los músculos de su cuello se tensaron y Thorne observó que las venas de las sienes se le hincharon durante unos instantes.
—Durante ese tiempo —prosiguió Marius— no dejé en ningún momento de amar a esa presunta deidad que tú llamas justamente nuestra Reina Malvada; ésa es quizá la mentira más grande que he vivido. Sí, la amaba.
—¿Cómo no ibas a amar a un ser como ella? —preguntó Thorne—. Vi su rostro en sueños. Percibí su misterio. La Reina Malvada… Sentí su hechizo. Hacía que su silencio la precediera. Cuando resucitó, debió de sentir como si por fin se hubiera roto un maleficio y hubiera recobrado la libertad.
Esas palabras chocaron profundamente a Marius, que miró a Thorne con frialdad. Después volvió a fijar la vista en las llamas.
—Si he dicho algo inoportuno, discúlpame —dijo Thorne—. Sólo trataba de comprender…
—Sí, era como una diosa —continuó Marius—. Yo pensaba y soñaba que la amaba, aunque me lo negaba a mí mismo y a los demás. Formaba parte de mi gran mentira.
—¿Acaso estamos obligados a confesar nuestros amores a todo el mundo? —preguntó Thorne suavemente—. ¿No tenemos derecho a guardar algunos secretos?
Pensó en su creadora, lo que le produjo un dolor indescriptible. No hizo nada por enmascarar esos pensamientos. La vio de nuevo sentada en la cueva, iluminada por el fuego que ardía a su espalda. La vio arrancarse unos cabellos de la cabeza y tejerlos con el huso y la rueca. Vio sus ojos ensangrentados. Luego apartó esos recuerdos de su mente, sepultándolos en lo más profundo de su corazón.
Thorne miró a Marius.
Éste no había respondido a su pregunta.
El silencio puso nervioso a Thorne. Pensó que debía callar y dejar que Marius continuara, pero no pudo reprimir una pregunta.
—¿Qué provocó el desastre? ¿Por qué se alzó la Reina Malvada de su trono? ¿Fue el vampiro Lestat quien la despertó con sus canciones eléctricas? Lo vi disfrazado de humano, bailando ante los mortales como si fuera uno de ellos. Sonreí en sueños al ver cómo el mundo moderno lo acogía en su seno, incrédulo, divertido, bailando al son de su música.
—Eso fue lo que ocurrió, amigo mío —dijo Marius—, al menos en lo que se refiere al mundo moderno. En cuanto a ella… ¿Quieres saber por qué se alzó de su trono? Las canciones de Lestat tuvieron una influencia decisiva.
»Ten presente que ella había permanecido miles de años sumida en un absoluto mutismo. Yo le ofrecí abundantes flores e incienso, sí, pero jamás música. Hasta que el mundo moderno hizo que fuera posible. A partir de entonces, la música de Lestat penetró en la habitación donde ella estaba sentada en su trono, radiante, ataviada con sus lujosos ropajes. La música la despertó no una vez, sino dos.
»La primera vez me produjo una conmoción tan fuerte como el desastre que sobrevino más tarde, aunque me recobré enseguida. Ocurrió hace doscientos años, en una isla del mar Egeo. La sorpresa de marras debió haberme servido de lección, pero el orgullo me impidió que escarmentara.
—¿Qué sucedió?
—Lestat se había convertido hacía poco en vampiro y, al oír hablar de mí, decidió ir en mi busca. Obraba de buena fe. Quería saber lo que yo pudiera revelarle y me buscó por todo el mundo. Al cabo de un tiempo, se sintió débil y deprimido a causa del don de la inmortalidad y se enterró, del mismo modo que tú te trasladaste al lejano norte.
»Yo le atraje hacia mí; hablé con él como ahora lo hago contigo. Pero me ocurrió algo muy curioso, algo que no había previsto. De pronto sentí hacia él una profunda devoción, unida a una extraordinaria confianza. Lestat era joven, pero no inocente. Cuando le hablaba, me escuchaba con gran atención. Cuando ejercía el papel de maestro con él, lo aceptaba sin rechistar. Anhelaba contarle mis primeros secretos. Deseaba revelarle el secreto de nuestro Rey y nuestra Reina. Hacía mucho que no había revelado ese secreto a nadie, llevaba un siglo viviendo solo entre mortales, y Lestat, cuya lealtad hacia mí estaba fuera de toda duda, me merecía toda confianza.
»Lo llevé al santuario subterráneo y abrí la puerta para que contemplara a las dos figuras sentadas en el trono. Durante unos momentos, Lestat pensó que nuestros Padres Sagrados eran estatuas, pero luego se percató de que estaban vivos. Comprendió que eran bebedores de sangre de edad muy avanzada, y vio la suerte que le aguardaba si pervivía tantos miles de años como ellos.
»Esa idea le causó un impacto tremendo. Incluso a los vampiros jóvenes que me contemplan con admiración, les cuesta comprender que pueden convertirse en un ser tan pálido y duro como yo. No obstante, Lestat logró controlar su temor y acercarse a la Reina. Incluso la besó en los labios. Fue muy valiente por su parte, pero, al observarlo, comprendí que había sido una reacción natural. Al apartarse de la Reina, me confesó que sabía su nombre: Akasha.
»Era como si la propia Reina lo hubiera dicho. Y era innegable que ella se lo había transmitido a través de la mente. Al cabo de tantos siglos de silencio, había hablado de nuevo para hacerle esa interesante confesión.
»Ten presente que Lestat era muy joven. Había recibido la sangre a los veinte años y hacía sólo unos diez que se había convertido en vampiro. ¿Cómo debía interpretar yo ese beso y esa íntima revelación?
»Negué rotundamente mi amor y mis celos. Negué mi terrible decepción. Me dije: “Eres demasiado inteligente para caer en eso. Que te sirva de escarmiento. Quizás este joven te aporte algo magnífico de ella. ¿Acaso no es una diosa?”.
»Llevé a Lestat a mi salón, una habitación tan confortable como ésta, aunque de otro estilo, donde permanecimos conversando hasta el alba. Le conté la historia de mi transformación, mi viaje a Egipto. Desempeñé el papel de maestro con rigor y generosidad, y también con cierta complacencia. ¿Era por Lestat o por mí por lo que quería que él lo supiera todo? Lo ignoro. Sólo sé que fueron unas horas espléndidas para mí.
»Pero la noche siguiente, mientras me ocupaba de los mortales que vivían en mi isla y me consideraban su señor, Lestat hizo algo terrible. Sacó de la maleta su preciado violín, un instrumento musical de extraordinario poder, y bajó al santuario.
»Para mí está clarísimo, al igual que lo estaba entonces, que Lestat no pudo haber hecho eso sin la ayuda de la Reina, quien, sirviéndose del don de la mente, le abrió las numerosas puertas que se interponían entre ambos.
»Según afirma Lestat, fue la Reina quien introdujo en su mente la idea de tocar ese instrumento. Pero yo no lo creo. Creo que ella le abrió las puertas y lo llamó, pero la idea de llevar el violín se le ocurrió a él.
«Calculando que éste produciría un sonido desconocido y maravilloso para los oídos de la Reina, Lestat decidió imitar a los músicos que había visto tocar ese instrumento, porque él no sabía tocarlo.
»Al cabo de unos momentos mi hermosa Reina se alzó del trono y se dirigió hacia él. Lestat, aterrorizado, dejó caer el violín, y ella lo aplastó con el pie. Pero eso es lo de menos. La Reina abrazó a Lestat y le ofreció su sangre. Entonces ocurrió una cosa tan extraordinaria que hasta me duele contarla. La Reina no sólo dejó que Lestat bebiera su sangre, sino que ella bebió la de él.
»Parece un detalle sin importancia, pero no lo es. Durante todos los siglos que me había acercado a ella para beber su sangre, jamás había sentido el roce de sus dientes en mi piel. Es más, no conozco ningún caso en que la Reina bebiera sangre de un suplicante. En una ocasión celebramos un sacrificio y ella bebió sangre de la víctima, que murió. Pero nunca había bebido sangre de sus suplicantes. Ella era la Fuente, la dadora, la sanadora de dioses que exigen sacrificios de sangre y de criaturas quemadas, pero no bebía su sangre. Sin embargo, bebió sangre de Lestat.
»¿Qué vio la Reina en aquellos instantes? Lo ignoro, pero debió de ser una imagen fugaz de lo que había de acontecer en aquel tiempo. Una visión fugaz del alma de Lestat. En todo caso, fue algo momentáneo, pues su consorte Enkil se alzó enseguida para poner fin a esa situación. En aquel preciso momento llegué yo y, tras no pocos esfuerzos, conseguí impedir que Lestat fuera destruido por Enkil, que parecía no tener otro afán.
»El Rey y la Reina regresaron a su trono manchados, ensangrentados, y se encerraron en un obstinado mutismo. Pero Enkil estuvo inquieto el resto de la noche y se dedicó a destruir los jarrones y braseros que había en el santuario.
»Fue una exhibición pavorosa de su poder. Comprendí que, por la seguridad de Lestat y la mía, debía despedirme inmediatamente de él, lo cual me causó un profundo dolor, y la noche siguiente nos separamos.
Thorne esperó pacientemente mientras Marius hacía otra pausa, tras la cual reanudó su relato.
—No sé qué me hizo más daño, si perder a Lestat o los celos que sentía porque ella le hubiera ofrecido su sangre y hubiera bebido la de él. Ni yo mismo me aclaro. Lo cierto es que me sentía poseído por ella. Era mi Reina. —Marius bajó la voz y prosiguió en un murmullo—: Al mostrarle la Reina a Lestat, le había mostrado algo que me pertenecía. Como observarás, yo era un mentiroso impenitente. Luego, al perder a Lestat, a ese joven con quien me sentía tan compenetrado… Eso me causó un dolor tan intenso y exquisito como la música de violín, plagada de matices. Un dolor inenarrable…
—¿Qué puedo hacer para aliviar tu dolor? —preguntó Thorne—. Te sigue atormentando como si ella estuviera aún aquí.
Marius alzó la cabeza y una expresión de absoluta sorpresa animó su rostro.
—Tienes razón —dijo—. Aún siento el peso de ese deber, como si ella continuara aquí conmigo, como si tuviera que seguir dedicando todo mi tiempo a cuidarla en su santuario.
—¿No te alegras de que todo haya terminado? —preguntó Thorne—. Cuando yacía en mi cueva de hielo y vi esas cosas en sueños, me pareció que otros se mostraban aliviados de que eso hubiera terminado. Incluso las gemelas pelirrojas, a las que vi de pie ante los demás, parecían presentir que todo había concluido.
—Sí, todos comparten esa sensación, salvo quizá Lestat —dijo Marius mirando a Thorne con aire pensativo.
—Cuéntame cómo despertó la Reina definitivamente y cómo se convirtió en la asesina de sus hijos. La sentí pasar muy cerca de mí, buscándome, pero no pudo dar conmigo.
—Otros también lograron escapar —dijo Marius—, pero no sabemos cuántos. Cuando se cansó de matar, acudió a nosotros. Supongo que pensó que tenía tiempo de rematar su tarea. Pero su fin estaba cerca.
»En cuanto a su segunda resurrección, también fue obra de Lestat, aunque yo tengo parte de culpa. Te contaré lo que creo que ocurrió. Yo le ofrendé los inventos del mundo. Primero le llevé los aparatos que reproducían música; luego los que mostraban imágenes a cámara lenta. Por último, le ofrecí el invento más poderoso de todos, la televisión, que funcionaba constantemente. Lo deposité en su santuario como si se tratara de un sacrificio.
—Y se alimentó de él —dijo Thorne—, como suelen hacer los dioses cuando bajan a sus altares.
—Así es. Se alimentó de la feroz violencia eléctrica de la televisión. Los intensos colores se reflejaban en su rostro, las imágenes la asaltaban sin solución de continuidad. El clamor de ese ingenio pudo haberla despertado. A veces me pregunto si la incesante cháchara pública del gran mundo no le inspiró el deseo de imitar una mente.
—¿Imitar una mente?
—La Reina despertó con un propósito tan desatinado como siniestro: gobernar este mundo. —Marius meneó la cabeza, profundamente abatido—. Se propuso dominar las mentes humanas más inteligentes —dijo con tristeza—. Destruir a buena parte de los varones de este mundo. Crear e imponer la paz en un paraíso femenino. Era un despropósito, un concepto basado en la violencia y la sangre.
»Quienes tratamos de razonar con ella procuramos medir bien las palabras para no ofenderla. ¿De dónde iba a haber sacado esas ideas si no de los retazos de sueños eléctricos que contemplaba en la pantalla gigante que yo le había proporcionado? Estaba inundada por un torrente de ficciones y lo que el mundo llama «noticias». Y yo había dado libre curso a ese torrente. —Marius clavó los ojos en Thorne—. Por supuesto, vio y escuchó las vividas canciones de los videoclips del vampiro Lestat. —Marius sonrió de nuevo, pero era una sonrisa triste que animó su rostro como suelen hacerlo las canciones tristes—. Lestat presentó en sus videoclips la imagen de la Reina en su trono, tal como la había visto siglos atrás. Faltó a su palabra y reveló los secretos que yo le había confiado.
—¿Por qué no le destruiste por haber traicionado tu confianza? —preguntó Thorne sin poder reprimirse—. Yo lo habría hecho.
Marius meneó la cabeza.
—He decidido destruirme a mí mismo en lugar de a él —respondió—. He decidido dejar que se me parta el corazón.
—¿Por qué? Explícamelo.
—No puedo, ni yo mismo me lo explico —contestó Marius—. Conozco a Lestat mejor que él mismo. No pudo soportar el voto de silencio que me había hecho. No pudo cumplir su palabra en este mundo lleno de prodigios que ves a tu alrededor. Se sintió obligado a revelar nuestra historia. —En el rostro de Marius se reflejaba la indignación. Asió los brazos de la butaca con cierto nerviosismo—. Rompió todos los vínculos que nos unían: amigo y amigo, maestro y discípulo, viejo y joven, observador e indagador.
—¡Es increíble! —exclamó Thorne—. Comprendo que te enfurecieras.
—Sí, en mi fuero interno estaba furioso y dolido. Pero mentí a los demás vampiros, a nuestros hermanos y hermanas. Porque cuando la Reina se alzó de su trono, ellos me necesitaban…
—Sí —dijo Thorne—, ya lo vi.
—Necesitaban que el sabio razonara con ella y la desviara del camino que se había trazado. No había tiempo para discutir. Las canciones de Lestat habían despertado en ella a un monstruo. Les aseguré a los demás que no me sentía herido.
«Abracé a Lestat. En cuando a mi Reina, negué haberla amado jamás. ¡Y todo por la compañía de una pequeña banda de inmortales! Pero a ti te he contado la verdad.
—¿Te sientes satisfecho de haberlo hecho?
—Sí —respondió Marius.
—¿Cómo fue destruida la Reina?
—Hace miles de años, una de las criaturas a las que ella había tratado con crueldad le arrojó una maldición y finalmente se vengó de ella. Nuestra bella Reina fue decapitada de un solo golpe y su vengadora le arrebató el germen sagrado de los vampiros, no sé si del corazón o del cerebro, porque durante esos momentos fatídicos estaba tan cegado como los demás.
»Sólo sé que la criatura que mató a la Reina porta ahora en su interior el germen sagrado, pero desconozco adonde se fue ni cómo.
—Yo vi a las gemelas pelirrojas —dijo Thorne—. Estaban de pie junto al cadáver de la Reina. «La Reina de los Condenados», según dijo Maharet. La oí pronunciar esas palabras y la vi rodear los hombros de su hermana con el brazo.
Marius no dijo nada.
Thorne empezó a ponerse nervioso de nuevo. Sintió un dolor incipiente en el pecho y vio mentalmente a su creadora encaminarse hacia él a través de la nieve. ¿Qué temía él en aquellos momentos, un guerrero mortal enfrentándose a una bruja solitaria a la que podía destruir con su espada o su hacha? ¡Qué frágil y hermosa era! Una criatura alta, con un vestido de lana morado, avanzando hacia él con los brazos extendidos, como para abrazarlo.
He venido en tu busca. Estoy aquí por ti.
Thorne se negó a sucumbir a su hechizo. No encontrarían su cadáver tendido en la nieve, con los ojos arrancados de sus cuencas, como habían hallado a tantos otros.
Deseaba que el recuerdo se desvaneciera.
—Esa pelirroja es mi creadora —dijo—, Maharet, la hermana de la que se llevó en su interior el germen sagrado.
Thorne se detuvo. El dolor era tan intenso que apenas podía respirar.
Marius lo observó con atención.
—Maharet vino al norte a buscar un amante entre nuestras gentes. —Thorne se interrumpió, como si no estuviera muy convencido, pero al cabo de unos instantes continuó—: Persiguió a nuestro clan y a los otros clanes que vivían en el valle. A los que mataba, les robaba los ojos.
—Los ojos y la sangre —apostilló Marius suavemente—. Y cuando te convirtió en vampiro, averiguaste por qué necesitaba los ojos.
—Sí, pero no la verdadera historia, la historia sobre la criatura que le había arrebatado sus ojos mortales. Y tampoco sabía nada sobre su hermana gemela. Yo la amaba con toda mi alma. Le hice algunas preguntas. No soportaba compartir su compañía con otros. Me enfurecía.
—Fue la Reina Malvada quien le arrebató los ojos cuando todavía era humana —dijo Marius—, y a su hermana le arrancó la lengua. Fue una injusticia cruel. Y un ser que también poseía sangre vampírica se rebeló ante esa injusticia y las convirtió a ambas en vampiros antes de que la Reina Malvada las separara y enviara a cada gemela a un extremo del mundo.
Esa revelación dejó a Thorne estupefacto. Trató de sentir amor en su interior. Vio de nuevo a su creadora en la cueva intensamente iluminada, con el huso y la rueca. Vio su larga cabellera roja.
—De modo que así concluyó la catástrofe que contemplé mientras dormía en mi cueva de hielo —dijo—. La Reina Malvada desapareció, castigada para siempre, y las gemelas se llevaron el germen sagrado. Pero cuando recorro el mundo en busca de imágenes o de las voces de los de nuestra especie, no consigo dar con el paradero de las gemelas. No oigo nada sobre ellas, por más que deseo averiguar dónde se hallan.
—Se han retirado —respondió Marius—. Saben que deben ocultarse. Saben que alguien puede arrebatarles el germen sagrado. Saben que alguien, amargado y desencantado de este mundo, puede tratar de destruirnos a todos.
—Sí —dijo Thorne, sintiendo que un escalofrío le recorría el cuerpo. En esos momentos deseaba tener más sangre en las venas. Deseaba ir a cazar, pero se resistía a abandonar ese lugar cálido y esas palabras que no cesaban de fluir. Aún no. Era demasiado pronto.
Se arrepentía de no haberle contado a Marius toda la verdad sobre su sufrimiento y el propósito que le animaba, aunque no sabía si podría hacerlo. Le parecía terrible permanecer en tales circunstancias bajo su techo, pero no se movió.
—Conozco tu verdad —dijo Marius suavemente—. Has venido aquí con el propósito de hallar a Maharet y lastimarla.
Thorne hizo una mueca de dolor, como si le hubieran asestado un puñetazo en el pecho, pero no respondió.
—Eso es imposible —dijo Marius—. Ya lo sabías cuando la abandonaste hace siglos para sumirte en el sueño en el hielo. Es más poderosa de lo que imaginamos. Y puedes estar seguro de que su hermana jamás se aleja de su lado.
Thorne no sabía qué responder.
—¿Por qué la odio por la forma de vida que me ha dado, cuando jamás odié a mis padres mortales? —preguntó al fin, en un murmullo crispado.
—Una pregunta muy atinada —repuso Marius sonriendo con amargura—. Abandona toda esperanza de lastimarla. Deja de soñar con esas cadenas con las que sujetó a Lestat, a menos que desees que te encadene a ti también con ellas.
Thorne hizo un gesto afirmativo.
—Pero ¿qué clase de cadenas eran? —preguntó en el mismo tono crispado y amargo que antes—. ¿Por qué deseo ser su vil prisionero? ¿Para descargar mi ira sobre ella cada noche que me retenga a su lado?
—¿Unas cadenas hechas con sus rojos cabellos? —sugirió Marius, encogiéndose ligeramente de hombros—. ¿Recubiertas de acero y de su sangre? —añadió, pensativo—. Tal vez estuvieran recubiertas de acero, y de su sangre, y de oro. Yo no las he visto. Sólo he oído hablar de ellas y contar que, al parecer, mantenían a Lestat prisionero, impotente y furioso.
—Quiero averiguar de qué estaban hechas —dijo Thorne—. Quiero dar con ella.
—Desiste de tu empeño, Thorne —le aconsejó Marius—. No puedo conducirte a ella. ¿Qué importa que te llamara tiempo atrás, y al comprobar que la odiabas, te destruyera?
—Ella ya lo sabía cuando la abandoné —respondió Thorne.
—¿Por qué te fuiste? —preguntó Marius—. Porque estabas celoso de los otros, según me han revelado tus pensamientos, ¿no?
—Ella los acogía y aceptaba sus favores y no pude soportarlo. Has hablado de un sacerdote druida llamado Mael que se transformó en bebedor de sangre. Yo conocí a uno que se llamaba así. Maharet lo atrajo a su pequeño círculo y lo convirtió en su amante. Era un vampiro viejo que conocía numerosas historias, y ella ansiaba que le contaran historias. Entonces la abandoné. No creo que me viera marcharme ni creo que sintiera mi odio.
Marius escuchaba con atención.
—Mael —dijo en un tono amable y paciente—. Alto e invariablemente enjuto, con la nariz ganchuda, los ojos azules y hundidos y el pelo rubio y largo debido a sus numerosos años de servicio en el bosque sagrado. ¿Es ése el Mael que te arrebató a tu dulce Maharet?
—Sí —contestó Thorne. Notó que el dolor del pecho empezaba a remitir—. Sí, era dulce, no puedo negarlo, y jamás me trató con desprecio. La abandoné para trasladarme a las tierras del norte. Yo odiaba a Mael porque la cubría de halagos y la divertía con sus ingeniosas historias.
—No busques pelea con ella —dijo Marius—. Quédate conmigo. Quizá dentro de un tiempo averigüe que estás aquí y te envíe un mensaje de reconciliación. Sé sensato, te lo ruego.
Thorne asintió de nuevo con la cabeza. Tenía la sensación de que la terrible batalla había concluido. Había confesado su ira y ésta se había disipado. Siguió sentado junto al fuego, quieto y aplacado. Ya no era un guerrero. «¡Qué magia poseen las palabras!», pensó.
El recuerdo retornó a su mente. Había ocurrido hacía seis siglos. Se encontraba en la cueva y veía el resplandor del fuego. Estaba ligado y no podía moverse. Ella yacía junto a él, mirándole a los ojos y susurrándole unas palabras al oído. Las palabras no las recordaba porque formaban parte de algo más grande y terrible, de algo tan potente como los hilos que le sujetaban.
Ahora podía romper esas cadenas. Podía librarse de esos recuerdos e instalarse firmemente en esa habitación. Podía mirar a Marius.
Thorne exhaló un lento y prolongado suspiro.
—Pero sigue relatándome esa historia, por favor —dijo—. Cuando la Reina fue destruida, cuando desaparecieron las gemelas, ¿por qué no manifestaste tu ira ante al vampiro Lestat? ¿Por qué no te vengaste? ¡Él te había traicionado! Y poco después se produjo la catástrofe.
—Porque quería seguir amándolo y que él me amara —contestó Marius, como si conociera la respuesta desde hacía tiempo—. No podía renunciar a ser el más sabio y paciente de los vampiros, que, como te he explicado, es como me consideraban los otros. La ira me resulta demasiado dolorosa. Es demasiado patética. No la soporto. No puedo controlarla.
—Un momento —dijo Thorne—. Repite eso.
—La ira es demasiado patética —repitió Marius—. Siempre te coloca en una situación de desventaja. No puedo controlarla. No puedo dominarla.
Thorne le indicó que guardara silencio y se reclinó en la silla con aire pensativo. Parecía como si, a pesar del fuego que ardía en el hogar, se hubiera posado sobre su rostro un aire frío.
—La ira engendra debilidad —murmuró. Era una idea que se le acababa de ocurrir. A su entender, la ira y la rabia iban siempre de la mano. La rabia se asemejaba a la furia de Odín. Antes de entablar una batalla, el guerrero hacía acopio de toda su rabia. Acogía la rabia en su corazón. Y él había dejado que su vieja rabia le despertara en la cueva de hielo.
—La ira es tan débil como el temor —dijo Marius—. ¿Somos capaces tú o yo de soportar el temor?
—No —respondió Thorne—. Pero tú te refieres a un sentimiento muy potente que llevas dentro y te abrasa.
—Sí, siento un dolor brutal dentro de mí. Vagaba solo por el mundo, rechazando la copa de la ira, optando por el silencio en lugar de las palabras airadas, y de pronto me encuentro contigo en las tierras del norte, y aunque eres un extraño, te revelo los secretos de mi alma.
—Puedes hacerlo sin temor —dijo Thorne—. A cambio de la hospitalidad que me has ofrecido, puedes contármelo todo. Jamás traicionaré la confianza que has depositado en mí, te lo prometo. De mis labios no saldrán palabras ni canciones ofensivas. Pase lo que pase, jamás ocurrirá. —Thorne sintió que, a medida que hablaba, su voz adquiría fuerza debido a la sinceridad de las palabras—. Pero ¿qué ha sido de Lestat? ¿Por qué guarda silencio? No le he oído entonar más canciones ni sagas.
—Sagas, sí, eso fue lo que escribió, las sagas de nuestra especie —dijo Marius, sonriendo casi con jovialidad—. Lestat sufre a causa de sus terribles heridas. Estuvo con ángeles, o con esos seres que él afirma que son ángeles y que lo condujeron al Cielo y al Infierno.
—¿Tú crees en esas cosas?
—No lo sé. Sólo puedo decirte que Lestat no se encontraba en la Tierra en la época en que esas criaturas afirman haberse apoderado de él. Y cuando regresó, trajo consigo un velo ensangrentado con la faz de Jesucristo nítidamente impresa en él.
—¿Tú lo viste?
—Sí —respondió Marius—, al igual que he visto otras reliquias. Por tratar de contemplar ese velo, exponiéndose al sol y a morir, casi perdemos a Mael, nuestro sacerdote druida.
—¿Cómo es que Mael no murió? —preguntó Thorne. No podía ocultar la emoción que le producía pronunciar ese nombre.
—Era demasiado viejo —contestó Marius—. Sufrió graves quemaduras y se quedó muy debilitado. Después de pasar un día al sol, no tuvo valor para seguir padeciendo y regresó junto a sus colegas. Y allí sigue.
—¿Y tú? Responde con sinceridad: ¿le odias todavía por lo que te hizo, o rechazas ese sentimiento debido a la repugnancia que te inspira la ira?
—No lo sé. Algunas veces no soporto mirar a Mael a la cara. Otras, deseo estar con él. A veces no quiero ver a ninguno de ellos. He venido aquí sólo con Daniel. Daniel necesita que alguien cuide de él constantemente. Su compañía me complace. Ni siquiera tiene que hablar. Su mera presencia me basta.
—Te comprendo —dijo Thorne.
—Debes comprender también que deseo continuar —declaró Marius—. No soy de los que desean exponerse al sol o buscar otro sistema de inmolación. Si has abandonado las tierras del hielo para venir a destruir a Maharet, para enfurecer a su gemela…
Thorne alzó la mano derecha para pedirle a Marius paciencia y silencio.
—No he venido para eso —contestó—. Eran unos sueños que han muerto en este lugar. Los recuerdos tardarán más en morir…
—En ese caso, recuerda la belleza y el poder de Maharet —le recomendó Marius—. Una vez le pregunté por qué no arrebataba nunca los ojos a un vampiro para utilizarlos ella. Por qué arrancaba siempre los ojos debilitados y sangrantes de sus víctimas mortales. Me respondió que nunca había conocido a un vampiro al que fuera capaz de destruir o siquiera lastimar, salvo la Reina Malvada, aunque tampoco a ella podía arrebatarle los ojos. En su caso se lo impedía el intenso odio que le inspiraba.
Thorne meditó largo rato sobre esas palabras sin responder.
—Siempre utiliza ojos mortales —murmuró.
—Y con todos ellos, mientras le duran, ve mejor que tú y que yo —comentó Marius.
—Sí —dijo Thorne—, comprendo lo que quieres decir.
—Deseo que mi fuerza aumente y perdure —dijo Marius—. Deseo descubrir nuevos prodigios a mi alrededor, como he hecho siempre. En caso contrario, perderé la fuerza para continuar. Eso es lo que me reconcome en estos momentos. La muerte ha posado su mano sobre mi hombro. Se ha presentado en forma de desencanto, temor y desprecio.
—Sí, comprendo perfectamente lo que dices, o casi —repuso Thorne—. Me dirigí a las tierras nevadas porque deseaba huir de esas cosas. Al igual que muchos mortales, quería y no quería morir. No creo que pensara en si resistiría el hielo y la nieve. Pensé que me devorarían, que me congelaría como un hombre mortal. Pero no fue así. En cuanto al dolor que me producía el hielo, acabé acostumbrándome a él, como si fuera lo que me merecía, como si no tuviera derecho a otra cosa. Pero fue el dolor lo que me impulsó a venir aquí, de modo que te comprendo. Ahora, en lugar de retroceder ante el dolor, le plantas batalla.
—Así es —respondió Marius—. Cuando la Reina se alzó de su santuario subterráneo, me dejó sepultado en el hielo y la indiferencia. Otros acudieron a socorrerme y me condujeron a la mesa del consejo, donde tratamos de razonar con ella. Pero antes de que eso ocurriera, jamás imaginé que la Reina fuera capaz de demostrarme tanto desprecio y causarme tanto daño. Y tampoco imaginé que yo fuera capaz de demostrar tanta paciencia ni que tratara de perdonar.
«Akasha halló su destrucción en la mesa del consejo. La ofensa que me había infligido tuvo su justa venganza. La criatura a quien yo había custodiado durante dos mil años me había abandonado. Mi Reina me había abandonado…
«Ahora veo toda la historia de mi vida, de la que mi bella Reina sólo constituía una parte. Veo todos los episodios de mi vida y puedo elegir entre ellos.
—Cuéntamelos —dijo Thorne—. Tus palabras fluyen sobre mí como un agua templada que me proporciona alivio. Ansío contemplar esas imágenes, escuchar todo cuanto desees contarme.
Marius reflexionó unos momentos.
—Trataré de relatarte mis historias —dijo—. Espero que consigan lo que siempre consiguen las historias: ahuyentar de tu mente los siniestros sueños y tu siniestro propósito, retenerte aquí.
—Sí —respondió Thorne, sonriendo—. Confío en ti. Adelante.