En una espaciosa habitación de madera pintada, llena de cómodas y armarios, Marius le ofreció a Thorne elegantes chaquetas de piel con diminutos botones de hueso, muchas de ellas forradas de otra piel plateada, y pantalones ajustados de una lana tan suave que Thorne no distinguía la trama.
Sólo las botas le quedaban un poco justas, pero Thorne supuso que podría soportarlo. Era un detalle sin importancia. Sin embargo, no contento con el resultado, Marius siguió rebuscando hasta hallar unas botas con las que Thorne fuera más cómodo.
En cuanto a la vestimenta de la época, no era muy distinta de la ropa que había llevado Thorne antiguamente: camisa de lino y prendas exteriores de lana y piel. Los botoncitos de la camisa le intrigaban, y dedujo que todas las prendas habían sido cosidas a máquina, lo cual era normal en estos tiempos. En cualquier caso, las aceptó encantado.
Thorne presentía que le aguardaban otros placeres, sin ninguna relación con su siniestra misión.
Marius eligió de nuevo una chaqueta y una capa con capucha de color rojo. Eso intrigó a Thorne, aunque en la taberna de los vampiros ya había observado que Marius vestía unas prendas semejantes. No obstante, le parecían unos colores demasiado chillones para ir a cazar.
—Tengo la costumbre de vestir de rojo —dijo Marius al notar el interés de Thorne, aunque éste no había dicho ni una palabra—. Tú puedes hacer lo que quieras. A Lestat, mi díscolo pupilo, también le encanta este color. Es una cosa que me subleva, pero me contengo. Cuando elige un tono rojo parecido al mío, tengo la impresión de que parecemos maestro y aprendiz.
—Pero le quieres, ¿no es así? —preguntó Thorne.
Marius no respondió; se limitó a señalar las prendas.
Thorne eligió una chaqueta de piel marrón oscuro, más discreta y muy suave al tacto, y se calzó las botas forradas de piel sin calcetines. No necesitaba capa. Pensó que le estorbaría.
De una bandeja de plata que había sobre un armario, Marius tomó un poco de ceniza con las yemas de los dedos y la mezcló con sangre de su boca para preparar una fina pasta con la que untarse toda la cara. La pasta le oscureció la piel. Además de resaltarle las arrugas del rostro, confería un carácter solemne a sus ojos. Lo cierto era que, al tiempo que le hacía parecer más visible ante Thorne, enmascararía su presencia ante los mortales.
Marius indicó a Thorne con un gesto que hiciera lo propio, pero algo impidió a éste aceptar. Quizás el no haberlo hecho nunca.
Marius le ofreció unos guantes, que Thorne también rechazó. Le disgustaba tocar cosas a través de unos guantes.
Después de pasar tanto tiempo en el hielo, deseaba sentir el tacto de todo.
—A mí me gusta llevar guantes —dijo Marius—. Nunca voy sin ellos. Cuando los mortales contemplan nuestras manos, se asustan. Por otra parte, los guantes nos dan calor, cosa muy de agradecer, ya que siempre sentimos frío.
Marius se llenó los bolsillos de billetes y le ofreció un puñado a Thorne, pero éste lo rechazó, pues le pareció una descortesía aceptar dinero de su anfitrión.
—No te preocupes, cuidaré de ti —dijo Marius—. Pero si por algún motivo nos separamos, regresa aquí. Entra por la puerta trasera de la casa, la encontrarás abierta.
¿Separarse? ¿Por qué había de ocurrir eso? Thorne se sentía aturdido por los acontecimientos. Hasta el aspecto más insignificante de las cosas le complacía.
Cuando estuvieron listos para salir, apareció el joven Daniel y se quedó mirándolos.
—¿Quieres acompañarnos? —le preguntó Marius, enfundándose unos guantes tan ajustados que realzaban sus nudillos.
Daniel no respondió. Parecía prestar atención, pero no dijo nada. Su rostro juvenil inducía a engaño, pero tenía unos ojos de color violeta extraordinarios.
—Ya sabes que puedes venir —dijo Marius.
El joven dio media vuelta y se marchó, seguramente a sus pequeños dominios.
Al cabo de unos minutos, los dos vampiros emprendieron el camino bajo la nieve que seguía cayendo. Marius rodeó con el brazo los hombros de Thorne, como con ánimo de tranquilizarlo.
Pronto beberé sangre.
Cuando llegaron, por fin, a una gran posada, bajaron a un sótano atestado de mortales. Thorne se sintió abrumado por las dimensiones de la habitación.
En aquel lugar, los bullangueros mortales, vestidos con ropas llamativas y congregados en docenas de grupos, no sólo comían y bebían, sino que bailaban al son de la música interpretada por unos diligentes instrumentistas. También jugaban a juegos de azar, sentados frente a grandes mesas tapizadas de verde y provistas de ruletas, profiriendo estentóreas exclamaciones y risotadas. La música era eléctrica y estrepitosa; las luces parpadeantes eran horribles; el olor a comida y a sangre era abrumador.
Los dos vampiros pasaron inadvertidos excepto para la camarera de la taberna, que les acompañó en silencio hasta una mesa situada en medio del barullo. Desde allí podían observar a los frenéticos bailarines, que parecían bailar solos en lugar de hacerlo en pareja y se contorsionaban al son de la música con unos movimientos primitivos, como si estuvieran borrachos.
La música hería los tímpanos de Thorne. No le parecía agradable. Era ensordecedora. Y las luces parpadeantes resultaban igual de desagradables.
Marius se inclinó para murmurar algo al oído de Thorne.
—Esas luces son nuestras aliadas, Thorne. Impiden que la gente nos vea con claridad. Procura soportarlas.
Marius pidió a la camarera de la taberna que les trajera unas bebidas calientes. La joven miró a Thorne con los ojos relucientes, coqueteando con él. Hizo un comentario sobre su pelo rojo y él sonrió. Thorne decidió que no podría beber su sangre ni aunque todos los mortales del mundo se quedaran secos y él no pudiera acercarse a ellos.
Echó un vistazo a su alrededor, procurando no hacer caso del fragor que hería sus tímpanos ni de los penetrantes olores que casi le producían náuseas.
—Fíjate en esas mujeres sentadas al otro lado —dijo Marius—. Están deseando bailar. Han venido para eso y esperan que un hombre las saque. ¿Puedes beber sangre de una mientras bailas con ella?
—Sí —contestó Thorne con cierta solemnidad, como diciendo «¿A qué viene esa pregunta?»—. El problema es que no sé bailar —añadió, observando a las parejas arracimadas en la pista de baile. Soltó una carcajada, la primera desde que se había marchado al norte. Pero, debido al estruendo de la música y al vocerío, no oyó su propia risa—. Puedo beber sangre de un mortal sin que nadie se dé cuenta, ni la propia víctima, pero no sé bailar de ese modo tan extraño.
Marius le dirigió una amplia sonrisa. Se había quitado la capa y la había dejado caer sobre el respaldo de la silla. Parecía muy tranquilo en medio de aquella insoportable combinación de luces y música.
—¿Qué hacen esas personas, aparte de moverse al unísono de esa forma tan extraña? —preguntó Thorne.
—Haz lo mismo que ellas —contestó Marius—. Muévete lentamente mientras bebes sangre de la mujer. Deja que la música y la sangre te guíen.
Thorne se echó de nuevo a reír. De pronto, se levantó con gesto decidido y, rodeando la pista de baile, se dirigió hacia las mujeres sentadas al otro lado, que le observaban impacientes. Escogió a la más morena de las tres, pues siempre le habían cautivado las mujeres de pelo y ojos oscuros. Además, era la mayor y, por lo tanto, la que menos probabilidades tenía de que un hombre la sacara a bailar, y Thorne no quería humillarla.
La mujer se levantó en el acto. Thorne la asió de la mano y la condujo hasta la reluciente pista de baile. La implacable música marcaba un ritmo fácil y machacón, que la mujer empezó a seguir de inmediato moviéndose con torpeza. Los finos tacones de sus zapatos resonaban sobre el suelo de tarima.
—¡Tienes las manos heladas! —comentó.
—Lo siento —dijo Thorne—. Discúlpame. He permanecido mucho tiempo en la nieve.
«¡Ojo, no la lastimes!», se dijo. Qué mujer tan simple e incauta, con los ojos y la boca pintarrajeados, las mejillas embadurnadas de colorete y los pechos alzados y sujetos por unos tirantes que se le clavaban en la carne, bajo el vestido negro de seda.
La mujer apretó descaradamente el cuerpo contra el suyo. Y él, abrazándola con toda delicadeza, se inclinó y le clavó disimuladamente sus pequeños colmillos en el cuello. Sueña, querida, sueña con cosas hermosas. Te prohíbo que sientas miedo o recuerdes.
¡Ah, la sangre! ¡Por fin, después de un largo ayuno, saboreaba la sangre que bombeaba ese corazón, el corazón ansioso, tierno e indefenso de la mujer! Thorne, centrado en sus propias sensaciones, perdió el hilo del desvanecimiento de la mujer. Vio a su creadora pelirroja. Incluso le habló en un sofocado gemido a la mujer que estrechaba entre sus brazos: Dame toda tu sangre. Pero eso era un disparate y él lo sabía.
Thorne se apartó apresuradamente y comprobó que Marius se hallaba junto a él, con una mano apoyada en su hombro.
Cuando Thorne soltó a la mujer, ésta le miró con ojos vidriosos y soñolientos y él, riendo, la hizo girar rápidamente, prescindiendo del torrente de sangre que circulaba por sus venas, prescindiendo de su acuciante deseo de beber más sangre. Siguieron bailando, tan torpemente como las otras parejas. Pero él estaba ávido de sangre.
Por fin, la mujer le indicó que deseaba regresar a la mesa. Tenía sueño, aunque no se explicaba el motivo. Le pidió a Thorne que la disculpara. Él se inclinó y asintió con la cabeza, besándole la mano con gesto inocente.
Del trío de mujeres sólo quedaba una. Marius estaba bailando con la otra. Thorne tendió la mano a la última de las tres mujeres, prometiéndose que esta vez no necesitaría un guardián que le vigilara.
La mujer era más fuerte que su amiga. Llevaba los ojos perfilados en negro, como una egipcia, y la boca pintada de un rojo intenso, y tenía el pelo salpicado de hebras plateadas.
—¿Eres el hombre de mis sueños? —le preguntó a Thorne, alzando la voz para hacerse oír a través de la música. Estaba dispuesta a llevárselo en el acto a una de las habitaciones de la posada.
—Es posible —respondió Thorne—, si dejas que te bese. —Mientras la acariciaba y abrazaba con fuerza, le hundió sin pérdida de tiempo los colmillos en el cuello y le succionó sangre rápidamente, con avidez. Luego la soltó y la observó sonreír ensimismada, con picardía pero dulcemente, sin percatarse de lo que le había sucedido.
Era imposible obtener una gran cantidad de sangre de esas tres mujeres. Eran demasiado amables. Thorne siguió bailando con ella, haciéndola girar una y otra vez, ansioso de beber otro trago pero sin atreverse a hacerlo.
Sintió la sangre latiendo en sus venas, pero deseaba más. Notó que tenía las manos y los pies helados.
Observó que Marius había regresado a la mesa y estaba charlando con un mortal corpulento y vestido con prendas de abrigo, sentado junto a él. Marius tenía el brazo apoyado en el hombro del extraño.
Al cabo de un rato, Thorne condujo a la atractiva mujer de nuevo a su mesa. Ella lo miró con infinita ternura.
—No te vayas —dijo la mujer—. ¿No puedes quedarte conmigo?
—No, querida —contestó Thorne. Al mirarla se sintió como un monstruo. Retrocedió unos pasos, dio media vuelta y fue a reunirse con Marius.
Aquella música tan horrible y machacona le mareaba.
Marius estaba bebiendo sangre del hombre, que se hallaba inclinado hacia él como si escuchara un secreto. Al cabo de unos momentos, lo soltó y lo enderezó en la silla.
—Tendríamos que beber de muchas de las personas que hay aquí para saciar nuestra sed —observó Thorne.
El estrépito de la música hizo que sus palabras resultaran inaudibles, pero sabía que Marius le había oído.
Marius asintió.
—Entonces, amigo, debemos ir en busca del malvado, y darnos un festín —dijo. Echó un vistazo a su alrededor, sin moverse, como tratando de escuchar cada una de las mentes que había allí.
Thorne hizo otro tanto, esforzándose en penetrar en ellas con el don de la mente, pero lo único que percibió fue la barahúnda eléctrica de los músicos y el desesperado anhelo de la atractiva mujer que no dejaba de mirarlo. ¡Cuánto la deseaba! Pero no podía arrebatarle la vida a una criatura tan inocente; además, si lo hacía, su amigo le abandonaría, y eso era quizá más importante que su conciencia.
—Vamos —dijo Marius—. Iremos a otro lugar.
Salieron del local para enfrentarse de nuevo a la noche. Tras recorrer pocos metros, llegaron a un enorme garito repleto de mesas tapizadas de verde, en las que los hombres jugaban a los dados y sobre las cuales giraban ruletas mostrando los trascendentales números ganadores.
—¿Ves a ése? —dijo Marius, señalando con un dedo enguantado a un joven alto, delgado y de pelo negro, que se había retirado de la partida y se limitaba a observar con un vaso helado de cerveza en la mano—. Llévatelo a un rincón. Hay muchos lugares apartados junto a la pared.
Thorne obedeció de inmediato. Apoyando una mano sobre el hombro del joven, le miró a los ojos. Confiaba en ser capaz de utilizar el antiguo don de la mente del que muchos vampiros carecían.
—Ven conmigo —dijo—. Me estabas esperando. —Ese encuentro le recordó viejas cacerías y viejas batallas.
Vio que la mirada del joven se nublaba, que su memoria se desvanecía. El joven le acompañó hasta un banco situado junto a la pared y se sentaron. Antes de beber su sangre Thorne le hizo un ligero masaje en el cuello mientras pensaba: «Tu vida será mía». Luego le clavó los dientes y succionó su sangre tranquila y pausadamente, empleando todas sus fuerzas.
El torrente de sangre penetró en su alma. Vio imágenes sórdidas de los numerosos crímenes cometidos por su víctima, de las vidas que había segado sin juicio ni castigo. Dame sólo tu sangre. Thorne sintió que el corazón del joven estallaba dentro de su pecho.
Entonces soltó su cuerpo, que se deslizó hacia atrás hasta apoyarse en la pared. Thorne besó la herida, dejando que unas gotas de su sangre la cicatrizaran.
Cuando despertó del ensueño que le había inducido el festín, echó un vistazo por la habitación sombría y repleta de humo, atestada de extraños. Qué ajenos a él le parecían esos humanos, condenados sin remisión. Él era un ser maldito, que no podía morir, pero en todos esos mortales palpitaba la muerte.
¿Dónde se había metido Marius? Thorne no conseguía localizarlo. Se levantó del banco, ansioso por alejarse del cuerpo sucio y grotesco de su víctima, y al abrirse paso entre la multitud, tropezó con un individuo de rostro duro y cruel que aprovechó el encontronazo para provocar una pelea.
—¡No me empujes, tío! —exclamó el mortal, mirando a Thorne con unos ojillos llenos de odio.
—Vamos, hombre —dijo Thorne, escrutando su mente—, ¿serías capaz de matar a alguien sólo por haberte empujado?
—Sí —contestó el otro, desplegando una sonrisa despectiva y cruel—. Te mataré si no te largas de aquí.
—Pero antes deja que te dé un beso —dijo Thorne.
Y asiendo al individuo por los hombros, se inclinó hacia él y le clavó los dientes, mientras los mortales que les rodeaban, sin reparar en los colmillos secretos de Thorne, se reían al observar ese gesto íntimo y chocante. Thorne bebió un generoso trago. Después, lamió la herida discreta y hábilmente.
El odioso extraño, débil y confundido, se tambaleó. Sus amigos seguían riéndose.
Thorne salió rápidamente del garito y halló a Marius en la calle cubierta de nieve, esperándole. El viento arreciaba, pero había dejado de nevar.
—Tengo una sed tremenda —dijo Thorne—. Cuando dormía en el hielo, conseguía mantenerla a raya como a una bestia encadenada, pero ahora no puedo controlarla. Cuando empiezo a beber sangre, no puedo parar. Deseo más.
—Y la obtendrás. Pero no puedes matar, ni siquiera en una ciudad tan grande como ésta. Ven, sígueme.
Thorne asintió. Ya había matado. Miró a Marius, confesándole su crimen en silencio. Marius se encogió de hombros. Luego rodeó con el brazo los hombros de Thorne y echaron a andar. —Nos quedan muchos lugares por visitar. Casi había amanecido cuando regresaron a casa. Bajaron al sótano revestido de madera y Marius le mostró a Thorne una cámara excavada en la piedra. Las paredes eran frías, pero la estancia contenía un amplio y suntuoso lecho, rodeado por una cortina de hilo de alegres colores y cubierto con un cobertor exquisitamente bordado. El colchón parecía mullido, al igual que los numerosos almohadones.
A Thorne le sorprendió que no se tratara de una cripta, de un auténtico escondite. Cualquiera podría encontrarlo allí. Le parecía un lugar tan simple como su cueva del norte, aunque infinitamente más confortable y lujoso. Se sentía tan cansado que apenas podía articular palabra. Pero estaba preocupado.
—¿Quién va a molestarnos aquí? —preguntó Marius—. Otros bebedores de sangre descansan en lugares tan extraños y sombríos como éste. No hay mortal capaz de entrar aquí. Pero, si tienes miedo, buscaremos otro refugio para ti.
—¿Duermes en este lugar, sin vigilancia? —preguntó Thorne.
—Más aún: duermo en la alcoba de la casa, como cualquier mortal, tendido sobre el colchón de mi lecho empotrado, rodeado de comodidades. El único enemigo que ha logrado lastimarme ha sido una cuadrilla de vampiros y aparecieron cuando estaba completamente despierto y espabilado. Si quieres, te contaré esa espantosa historia.
El rostro de Marius se había ensombrecido, como si el mero recuerdo de ese desastre evocara en él un dolor intenso.
De pronto, Thorne comprendió que Marius deseaba contarle esa historia. Que necesitaba expresarse mediante un largo torrente de palabras, al igual que él necesitaba oír palabras. Se habían encontrado en el momento oportuno.
Pero dejarían eso para la noche siguiente. Esta noche había concluido.
Marius se incorporó y dijo para tranquilizar a Thorne:
—Como sabes, la luz no puede penetrar aquí y nadie te molestará. Duerme tranquilo y sueña. Mañana hablaremos. Ahora debo marcharme. Daniel, mi amigo, es joven. Permanece junto a su pequeño imperio hasta caer rendido. Tengo que obligarle a retirarse a un lugar más cómodo, aunque a veces me pregunto si realmente importa.
—Antes de irte quiero que me aclares algo —dijo Thorne.
—Lo haré si puedo —contestó Marius con voz queda, aunque se mostraba decididamente receloso, como si ocultara importantes secretos que debía revelar pero temiera hacerlo.
—¿Qué fue de la bebedora de sangre que caminaba por la orilla del mar, examinando una por una las bonitas conchas que encontraba? —preguntó Thorne.
El recelo de Marius dio paso a una expresión de alivio. Miró a Thorne unos instantes y luego respondió midiendo bien las palabras.
—Según dicen, se inmoló bajo el sol. No era muy mayor. Encontraron sus restos una noche, a la luz de la luna. Había construido a su alrededor un amplio círculo formado por conchas, lo que indicaba que su muerte había sido intencionada. Hallaron tan sólo sus cenizas, algunas de las cuales el viento había diseminado. Los que la amaban permanecieron junto a sus restos, observando cómo el viento se llevaba las cenizas que habían quedado. Al amanecer, todo había concluido.
—¡Qué historia tan trágica! —comentó Thorne—. ¿No le complacía ser uno de nosotros?
Marius parecía sorprendido por las palabras de Thorne.
—¿A ti te complace ser uno de nosotros? —preguntó suavemente.
—Creo…, creo que volvería a hacerlo —respondió Thorne en tono vacilante.