2

Thorne viajó durante varios días sin sol y varias noches de mediados de invierno. Pero no tardó en oír las voces de otro ser. Era un vampiro mayor que él y estaba en una ciudad que Thorne había conocido siglos atrás.

En su sueño nocturno nunca había olvidado esa ciudad. Contaba con un importante mercado y una espléndida catedral. Sin embargo, al pasar por ella durante su largo viaje al norte, años atrás, Thorne vio que la peste había llegado hasta ella y supuso que no perduraría.

Pensó que todas las naciones del mundo perecerían a causa de esa terrible e inexorable plaga.

Los recuerdos amargos le atormentaron de nuevo.

Vio y olió los tiempos de la peste, cuando los niños vagaban perdidos sin sus padres y los cadáveres se amontonaban por doquier. El hedor a carne podrida lo invadía todo. ¿Cómo podía explicarle a alguien la pena que le producía que esa catástrofe se hubiera abatido sobre la humanidad?

Thorne no quería que perecieran esas ciudades y poblaciones, aunque él no provenía de ninguna de ellas. Pese a que se había alimentado de los infectados, no se había contagiado. Pero no podía curar a nadie. Había proseguido hacia el norte, pensando que todas las cosas prodigiosas que había creado la humanidad acabarían sepultadas bajo la nieve, la maleza o la tierra, y caerían en el olvido.

Pero no murieron todos, como había temido. Algunos habitantes de la ciudad habían sobrevivido y sus descendientes seguían viviendo en las callejuelas medievales adoquinadas por las que él transitaba en esos momentos, profundamente aliviado al observar la limpieza que reinaba.

Sí, era agradable hallarse en ese lugar vital y ordenado.

Qué sólidas y espléndidas eran esas viejas casas de madera, en cuyo interior se oía el murmullo y el zumbido de aparatos modernos. Thorne sentía y veía los prodigios que a través del don de la mente sólo había vislumbrado. Los televisores ofrecían unos sueños pintorescos. Y la gente disfrutaba de unos refugios para la nieve y el hielo que en su época no existían.

Thorne deseaba averiguar más detalles sobre esos prodigiosos artilugios, lo cual le sorprendió. Deseaba ver trenes y barcos. Deseaba ver aviones y coches. Deseaba ver ordenadores y teléfonos inalámbricos.

Quizá pudiera tomarse el tiempo suficiente para contemplar todas esas cosas. No había regresado al mundo mortal con ese propósito, pero nadie le obligaba a cumplir de inmediato la misión que le había llevado allí. Nadie conocía su existencia, salvo quizás ese bebedor de sangre que le había llamado, que le había abierto su mente con una facilidad pasmosa.

¿Dónde estaba ese vampiro al que había oído hacía pocas horas? Thorne lanzó una llamada larga y silenciosa, sin revelar su nombre, comprometiéndose tan sólo a ofrecer su amistad.

La respuesta no se hizo esperar. Thorne vio con el don de la mente a un extraño de pelo rubio. La criatura se encontraba en una habitación situada al fondo de una taberna singular, un lugar donde se reunían los bebedores de sangre.

Ven a reunirte aquí conmigo.

La orden era clara y Thorne se apresuró a obedecer. A lo largo del último siglo había oído las voces de los bebedores de sangre que se refugiaban en esos santuarios. Tabernas, bares y clubes de vampiros que constituían la conexión vampírica. Esa ocurrencia le hizo sonreír.

En su imaginación vio de nuevo la intensa y turbadora alucinación de la inmensa red en la que aparecían atrapadas multitud de lucecitas titilantes, una visión de todos los vampiros vinculados al germen sagrado de la Reina Malvada. Esta conexión vampírica era un eco de esa red, que tenía a Thorne fascinado.

¿Cómo se llamaban entre sí esos vampiros modernos? ¿A través de ordenadores, renunciando al don de la mente? Thorne se prometió no dejar que nada le sorprendiera peligrosamente.

No obstante, al recordar sus vagos sueños sobre el desastre sintió que unos escalofríos le recorrían el cuerpo.

Suplicó a los dioses que su nuevo amigo le confirmara lo que había visto. Suplicó a los dioses que el vampiro fuera muy anciano, no un joven imberbe y torpe.

Suplicó a los dioses que ese vampiro poseyera el don de la palabra, pues ante todo deseaba oír palabras. Él rara vez conseguía hallar las palabras justas. Y en esos momentos deseaba ante todo escuchar.

Casi había llegado al final de la calle en pendiente, rodeado por la nevisca que caía, cuando vio el letrero de la taberna: EL HOMBRE LOBO.

El nombre le hizo reír.

De modo que esos vampiros se divertían con esos juegos peligrosos, pensó Thorne. En sus tiempos, las cosas eran muy distintas. ¿Qué miembro de su especie no creía que un hombre podía transformarse en un lobo? ¿Qué miembro de su especie no estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de impedir que cayera sobre él esa maldición?

Pero a esos vampiros les gustaba jugar con ese concepto, se dijo Thorne contemplando el letrero que se balanceaba, agitado por el gélido viento, y las iluminadas ventanas con barrotes.

Thorne hizo girar el tirador de la recia puerta y entró en una habitación atestada de gente, cálida, impregnada de olor a vino, a cerveza y a sangre humana.

El calor era impresionante. Lo cierto era que Thorne jamás había sentido nada parecido. Era un calor uniforme y prodigioso que lo saturaba todo. Supuso que ningún mortal se daba cuenta de lo maravilloso que era ese calor.

Antiguamente ese calor no existía y el gélido invierno era una maldición que les afectaba a todos por igual.

Pero no había tiempo para entretenerse con esas reflexiones. «No te sorprendas por nada», se dijo Thorne.

Sin embargo, el torrencial parloteo de los mortales le paralizó. La sangre que había a su alrededor le paralizó. Durante unos momentos sintió una sed acuciante. Al verse rodeado de aquel gentío ruidoso e indiferente, Thorne temió perder el control y abalanzarse sobre éste y aquél, revelando su presencia, un monstruo entre la multitud al que perseguirían hasta acabar con él.

Halló un hueco junto a la pared, se apoyó en ella y cerró los ojos.

Evocó la imagen de los miembros de su clan subiendo apresuradamente la montaña, en busca de la bruja pelirroja a la que no conseguirían encontrar. Sólo Thorne la había visto. La había visto arrancar los ojos a un guerrero muerto y colocárselos en sus propias cuencas. La había visto regresar bajo la nevisca a la cueva en la que habitaba y tomar su rueca. La había visto enrollar el cabello de un rojo dorado alrededor de la rueca. Los miembros del clan habían querido destruirla y él estaba entre ellos, blandiendo el hacha.

Qué estúpido le parecía eso ahora, pues ella había querido que Thorne la viera. Había ido al norte en busca de un guerrero como Thorne. Había elegido a Thorne porque le cautivaba su juventud, su fuerza y su valor puro.

Thorne abrió los ojos.

Los mortales que había en la taberna no repararon en él, a pesar de que iba cubierto de andrajos. ¿Cuánto tiempo podría pasar inadvertido? Thorne no llevaba monedas en los bolsillos para sentarse a una mesa y pedir una copa de vino.

Oyó de nuevo la voz del vampiro aconsejándole, tranquilizándole.

No hagas caso de la gente. No saben nada de nosotros, ni por qué hemos abierto esta taberna. Son meros comparsas. Acércate a la puerta trasera. Empújala con fuerza y cederá.

A Thorne le parecía imposible atravesar esa habitación sin que los mortales lo reconocieran.

Pero debía superar su temor. Tenía que reunirse con el bebedor de sangre que le llamaba.

Agachando la cabeza y tapándose la boca con el cuello de la chaqueta, Thorne se abrió paso entre los flexibles cuerpos tratando de no mirar a los que le observaban. Y cuando vio la puerta desprovista de tirador, la empujó tal como le había ordenado el vampiro.

La puerta daba acceso a una habitación espaciosa, débilmente iluminada por unas gruesas velas colocadas sobre mesas de madera. El calor era tan sólido y reconfortante como el que reinaba en la otra estancia.

El bebedor de sangre se encontraba solo.

Era un ser alto de tez pálida y pelo muy rubio, casi blanco. Tenía los ojos azules, de mirada dura, y el rostro delicado, cubierto con una fina capa de sangre y ceniza para darle un aspecto más humano ante los mortales. Lucía una capa de color rojo vivo con capucha, que colgaba sobre su espalda, y llevaba el cabello largo y bien peinado.

A Thorne le pareció muy apuesto y de modales refinados, más un intelectual que un soldado. Tenía las manos grandes, y los dedos delgados y finos.

Thorne tenía la impresión de haberle visto con el don de la mente, sentado a la mesa del consejo con los otros vampiros antes de que destruyeran a la Reina Malvada.

Sí, Thorne le había visto. El bebedor de sangre había tratado de razonar con la Reina, aunque en su interior latía una furia salvaje y un odio desmesurado.

Sí, Thorne le había visto esforzarse en medir bien sus palabras, con el fin de salvar a todo el mundo.

El bebedor de sangre le indicó que tomara asiento a su derecha, contra la pared.

Thorne aceptó la invitación y se sentó sobre un cojín alargado de cuero. La llama de la vela bailaba caprichosamente, reflejándose en los ojos del otro vampiro. Thorne olió la sangre que había ingerido éste. Observó el calor que confería a su rostro y a sus manos largas y finas.

Sí, esta noche he ido a cazar, pero volveré a hacerlo contigo. Lo necesitas.

—Sí —dijo Thorne—. ¡Hace tanto que no bebo sangre de un mortal que ya ni me acuerdo! No me resultó difícil resistir en la nieve y el hielo. Pero verme rodeado de esas tiernas criaturas es un verdadero suplicio.

—Te entiendo —contestó el otro vampiro—. Lo sé por experiencia.

Eran las primeras palabras que Thorne había pronunciado en voz alta a otro ser desde hacía mucho tiempo y cerró los ojos para atesorar ese instante. «La memoria es una maldición —pensó—, pero también es el mayor de los dones. Porque si pierdes la memoria lo pierdes todo».

Recordó un fragmento de su antigua religión referente al rey Odín, quien había sacrificado su ojo y permanecido colgado del árbol sagrado durante nueve días con el fin de poseer memoria. Pero el asunto era más complicado. Odín no sólo había conseguido memoria, sino el hidromiel que le permitía cantar sus poemas.

En cierta ocasión, tiempo atrás, Thorne bebió el hidromiel del poeta que le habían ofrecido los sacerdotes de la gruta sagrada, y cantó en la casa de su padre unos poemas sobre la bebedora de sangre pelirroja que había visto con sus propios ojos.

Los presentes se habían reído y burlado de él. Pero, cuando la vampiro pelirroja empezó a aniquilar a los miembros del clan, dejaron de mofarse. Cuando vieron los pálidos cuerpos con las cuencas de los ojos vacías, convirtieron a Thorne en su héroe.

Thorne se sacudió con fuerza. La nieve se desprendió de su pelo y sus hombros. Luego se pasó la mano para quitarse los fragmentos de hielo que tenía adheridos a las cejas. Vio cómo el hielo se fundía entre sus dedos. Se restregó la cara con energía, pues la tenía helada.

¿No ardía un fuego en la habitación? Thorne miró a su alrededor. El calor penetraba a través de los ventanucos como por arte de magia. Pero era muy grato y reconfortante. De pronto sintió deseos de quitarse la ropa y bañarse en ese calor.

He encendido fuego en mi casa. Te llevaré allí.

Thorne se despertó como de un trance y contempló al extraño vampiro. Se maldijo por haber permanecido sentado en silencio como un idiota.

—Es natural —dijo el vampiro en voz alta—. ¿Entiendes la lengua en la que me expreso?

—Es la lengua del don de la mente —respondió Thorne—. La habla gente en todo el mundo. —Observó de nuevo al vampiro—. Me llamo Thorne —dijo—. Mi dios era Thor. —Metió rápidamente la mano en el interior de su raída chaqueta de piel y sacó del forro un amuleto de oro que pendía de una cadena—. El paso del tiempo no ha logrado oxidarlo. Es el martillo de Thor.

El vampiro asintió con la cabeza.

—¿Quiénes son tus dioses? —le preguntó Thorne—. No me refiero a creencias, sino a lo que tú y yo hemos perdido. ¿Me entiendes?

—Los dioses que he perdido son los de la antigua Roma —repuso el extraño—. Me llamo Marius.

Thorne asintió. Era maravilloso hablar en voz alta y oír la voz de otro ser. Durante unos instantes olvidó su deseo de beber sangre, pues sólo le interesaba aquel torrente de palabras.

—Háblame, Marius —dijo—. Cuéntame cosas prodigiosas. Cuéntame lo que quieras —añadió sin poder contenerse—. Una vez le hablé al viento, le conté todo lo que guardaba en mi mente y en mi corazón. Pero cuando fui al norte, a las tierras del hielo, no sabía hablar. —Thorne se detuvo y miró a Marius a los ojos—. Mi alma está muy herida. En realidad, no tengo pensamientos.

—Te comprendo —dijo Marius—. Ven a mi casa. Allí podrás darte un baño y ponerte ropa limpia. Luego iremos a cazar y, cuando hayas recobrado las fuerzas, conversaremos. Te contaré infinidad de historias. Te relataré todos los episodios de mi vida que deseo compartir.

Thorne exhaló un prolongado suspiro y sonrió con gratitud. Tenía los ojos húmedos y le temblaban las manos. Escrutó el rostro del extraño, pero no vio en él indicios de hipocresía o mala fe. Por su aspecto, parecía un ser sabio y sencillo.

—Amigo mío —dijo Thorne inclinándose hacia delante para besarlo a modo de saludo. Se mordió la lengua para llenarse la boca de sangre y apretó los labios entreabiertos contra los de Marius.

El beso no sorprendió a Marius. Él también tenía esa costumbre y aceptó la sangre con evidente agrado.

—Ahora ya no discutiremos por nimiedades —dijo Thorne. De pronto se apoyó en la pared, presa de una gran confusión. No estaba solo. Temía romper a llorar. Temía no tener fuerzas para enfrentarse de nuevo a la gélida temperatura del exterior y acompañar al extraño a su casa, aunque anhelaba hacerlo.

—Vamos —dijo Marius—. Yo te ayudaré.

Se levantaron de la mesa. Esta vez, el suplicio de pasar a través de la multitud de mortales arracimados en la taberna fue aún mayor. Un sinfín de ojos brillantes y relucientes se fijaron en Thorne, aunque sólo durante unos momentos.

Salieron a la callejuela y echaron a andar bajo los ligeros copos de nieve que caían formando remolinos. Marius rodeó los hombros de Thorne con el brazo, sosteniéndolo con firmeza.

Thorne respiraba trabajosamente, pues se le había acelerado el corazón. Mordió la nieve que el vendaval arrojaba a su cara. Se detuvo unos momentos, indicando a su nuevo amigo que tuviera paciencia.

—Vi muchas cosas con el don de la mente —dijo—. Pero no las comprendía.

—Quizá yo pueda explicártelas —contestó Marius—. Te explicaré todo lo que sé, y puedes utilizar esa información como quieras. De un tiempo a esta parte el saber no ha constituido mi salvación. Me siento muy solo.

—Me quedaré contigo —dijo Thorne. Esa dulce camaradería le conmovió hasta la médula.

Caminaron durante largo rato. A medida que iba recobrando las fuerzas, Thorne olvidaba el calor de la taberna, como si hubiera sido una alucinación.

Por fin llegaron a una hermosa casa, alta, con el tejado en pico y numerosas ventanas. Marius hizo girar la llave en la cerradura y entraron en un amplio vestíbulo, dejando atrás la nieve y el viento.

De las habitaciones emanaba una luz tenue. Las paredes y el techo estaban revestidos de madera barnizada, al igual que el suelo. Todos los ángulos encajaban perfectamente.

—Un genio del mundo moderno construyó esta casa para mí —explicó Marius—. He vivido en muchas casas de diferentes estilos, pero ésta es única. Ven, pasa.

En el salón había una chimenea de piedra con unos troncos apilados, dispuestos para ser encendidos. A través de unos ventanales de enormes dimensiones, Thorne contempló las luces de la ciudad. Dedujo que se encontraban en el borde de la colina que dominaba un valle.

—Ven —dijo Marius—. Quiero presentarte al que vive conmigo.

Esto sorprendió a Thorne, pues no había detectado la presencia de nadie más, pero siguió a Marius hasta otra estancia situada a la izquierda, donde contempló un espectáculo que lo dejó perplejo.

La habitación estaba llena de mesas, o quizá se tratara de una mesa inmensamente ancha. Sobre ella se extendía un pequeño paisaje compuesto de colinas, valles, ciudades y poblaciones. Contenía numerosos arbolitos y algunos matorrales, y algunas zonas estaban cubiertas de nieve, como si en una población fuera invierno, y en otra, primavera o verano.

El paisaje estaba tachonado de casas, muchas de ellas iluminadas por unas luces titilantes. Había relucientes lagos hechos con una sustancia dura que remedaba el resplandor del agua. Había túneles que atravesaban las montañas, y diminutos trenes de hierro, como los trenes del gran mundo moderno, circulaban sobre unos raíles que describían varias curvas.

Este mundo en miniatura estaba presidido por un bebedor de sangre que no se dignó alzar la vista cuando entró Thorne. En el momento de su transformación, el bebedor de sangre era joven. Era alto y delgado, con unos dedos delicados. Tenía el pelo de un rubio claro más común entre los ingleses que entre los escandinavos.

Estaba sentado ante una zona de la mesa reservada a sus pinceles y varios frascos de pintura, pintando el tronco de un arbolito, como si se dispusiera a colocarlo en el mundo que se extendía por toda la habitación.

Al contemplar este minúsculo mundo, Thorne experimentó un intenso gozo. Pensó que podría pasarse horas examinando esos pequeños edificios. No era como el mundo exterior, frío y cruel, sino más precioso y protegido; incluso poseía cierto encanto.

Por las sinuosas vías circulaban varios trenes en miniatura de color negro, que emitían un zumbido similar al de las abejas en una colmena. A través de las ventanitas de los trenes se veían unas luces.

Todos los múltiples detalles de este pequeño y maravilloso mundo se ajustaban a la realidad.

—En esta habitación me siento como el gigante de las nieves —murmuró Thorne en actitud reverente.

Era un ofrecimiento de amistad al joven vampiro rubio. Pero éste siguió dando toques de pintura marrón a la corteza del arbolito que sostenía delicadamente entre los dedos de la mano izquierda y no respondió.

—Esas diminutas ciudades y poblaciones poseen una magia encantadora —comentó Thorne, más cohibido.

El joven vampiro parecía no oírle.

—Daniel —dijo suavemente Marius a su amigo—, ¿no quieres saludar a Thorne, que se hospedará esta noche en nuestra casa?

—Bienvenido, Thorne —contestó Daniel sin alzar la vista. Acto seguido, haciendo caso omiso de Thorne y Marius, como si no estuvieran presentes, dejó de pintar el árbol y, tras mojar el pincel en otro frasco, creó, en el amplio universo que se extendía ante él, un espacio húmedo donde instalar el árbol.

—Esa casa tiene muchas habitaciones como ésta —afirmó Marius mirando a Thorne con expresión afable—. Mira ahí abajo. Puedes comprar miles de arbolitos y miles de casas en miniatura —añadió, señalando un gran número de cajitas apiladas en el suelo, debajo de la mesa—. Daniel tiene una gran habilidad para montar esas casitas. ¿Te has fijado en sus intrincados detalles? No hace otra cosa que entretenerse con eso.

Thorne notó cierto tono de censura en la voz de Marius, pese a que se expresaba con amabilidad. Sin embargo el joven vampiro no hizo caso. Estaba examinando las ramas cuajadas de hojas de otro arbolito, su parte verde y frondosa, que empezó a retocar enseguida con el pincel.

—¿Habías visto alguna vez a uno de nuestra especie sumido en un trance semejante? —preguntó Marius.

Thorne negó con la cabeza. No, no lo había visto. Pero comprendía que pudiera ocurrir.

—A veces —dijo Marius—, el bebedor de sangre se deja cautivar por una afición. Recuerdo que hace siglos me contaron la historia de una bebedora de sangre que habitaba en una región sureña, cuya única pasión consistía en buscar conchas preciosas en la playa. Se dedicaba a esta actividad toda la noche, hasta el amanecer. De vez en cuando iba a la caza de una presa y le succionaba la sangre, pero regresaba de inmediato a sus conchas. Las examinaba una por una, descartando las que no servían y prosiguiendo su búsqueda. Nadie conseguía distraerla de esa ocupación.

»Daniel también se siente cautivado. Construye esas pequeñas ciudades. No quiere hacer otra cosa. Parece como si estuviera hipnotizado por esas poblaciones en miniatura. Yo cuido de él, por así decirlo.

Thorne guardó silencio por respeto. No podía adivinar si las palabras de Marius habían afectado al joven vampiro, que seguía trabajando en su mundo. Durante unos momentos, Thorne se sintió confuso.

De improviso, el joven y rubio bebedor de sangre soltó una alegre carcajada.

—Daniel permanecerá sumido en ese trance durante un tiempo —declaró Marius—, tras lo cual recobrará sus facultades normales.

—Qué ocurrencias tienes, Marius —replicó Daniel lanzando otra jovial carcajada, apenas un murmullo. Luego untó el pincel en una pasta y pegó el árbol sobre la hierba verde, ejerciendo un poco de presión sobre el mismo. A continuación sacó otro árbol de una caja que tenía al lado.

Entretanto, los diminutos trenes seguían circulando, serpenteando ruidosamente a través de colinas y valles, pasando frente a iglesias y casas cubiertas de nieve. Ese mundo en miniatura contenía incluso figurillas humanas a las que no les faltaba detalle.

—¿Puedo arrodillarme para verlo mejor? —preguntó Thorne respetuosamente.

—Pues claro, adelante —contestó Marius—. Daniel estará encantado.

Thorne apoyó las rodillas en el suelo para examinar de cerca el pueblecito y sus diminutos edificios. Vio unos minúsculos letreros, pero no comprendió su significado.

Le asombraba haber ido a parar allí al abandonar la cueva para enfrentarse al gran mundo, y estar contemplando ese universo en miniatura.

En éstas pasó traqueteando sobre la vía un trenecito exquisitamente construido, cuyos vagones estaban unidos por unas frágiles piezas. Thorne creyó distinguir en su interior unas figuritas humanas.

Durante unos segundos se olvidó de todo lo demás. Imaginó que ese mundo creado por la mano del hombre era real y comprendió el hechizo que ejercía, aunque al mismo tiempo le atemorizó.

—Es precioso —dijo en un tono de gratitud, levantándose.

El joven vampiro rubio no se movió ni dijo una palabra en respuesta al comentario de Thorne.

—¿Has ido a cazar, Daniel? —preguntó Marius.

—Esta noche, no —contestó el joven vampiro sin levantar la cabeza. De pronto se volvió hacia Thorne, que se quedó asombrado al contemplar el color violeta de sus ojos.

—Un escandinavo —dijo Daniel, como si se sintiera gratamente sorprendido—. Pelirrojo, como las gemelas. —Soltó una breve risotada, como si estuviera un poco desquiciado—. Creado por Maharet. Un ser fuerte.

Sus palabras pillaron a Thorne desprevenido. Se llevó tal impresión que por poco se cae redondo al suelo.

Sintió deseos de golpear a ese joven impertinente. Casi alzó el puño. Pero Marius le contuvo con firmeza.

Unas imágenes se agolparon en la mente de Thorne: las gemelas, su amada creadora y la hermana de ésta. Las vio con toda nitidez. La Reina de los Condenados. Vio de nuevo al vampiro Lestat, encadenado e impotente. Unas cadenas de metal no habrían conseguido sujetarlo. ¿Con qué material había fabricado su creadora pelirroja esas cadenas?

Thorne trató de desterrar esos pensamientos y centrarse en el momento presente.

Marius le sujetaba el brazo con firmeza al tiempo que hablaba con el rubio bebedor de sangre.

—Deja que yo te guíe, si quieres ir a cazar.

—No necesito hacerlo —contestó Daniel, que había reanudado su trabajo. Sacó un voluminoso paquete de debajo de la mesa y se lo mostró a Marius. En la tapa aparecía pintada, o impresa, pues Thorne no pudo distinguirlo, la imagen de una casa de tres pisos con numerosas ventanas—. Quiero montar esta casa —dijo—. Es más complicada que todas las que ves aquí, pero, gracias a mi sangre vampírica, no me resultará difícil.

—Te dejaremos solo un rato —dijo Marius—, pero no se te ocurra salir sin mí.

—Jamás haría semejante cosa —repuso Daniel rasgando el papel que envolvía la caja, llena de piezas de madera—. Mañana por la noche iremos a cazar juntos y podrás tratarme como si fuera un niño, como te encanta hacer.

Marius, que seguía asiendo el brazo de Thorne con gesto amable, lo condujo fuera de la habitación y cerró la puerta.

—Cuando sale solo —comentó—, siempre acaba metiéndose en algún lío. Se extravía, o su sed es tan acuciante que no se conforma con capturar a una presa. Total, que tengo que ir en su busca. Cuando era un mortal, antes de convertirse en vampiro, ya era así. La sangre apenas le cambió, salvo durante un breve tiempo. Ahora está esclavizado por esos mundos en miniatura que construye. Lo único que necesita es espacio para instalarlos, aparte de las cajas con el material necesario que adquiere a través del ordenador.

—¡Ah, tenéis esas extrañas máquinas mentales! —comentó Thorne.

—Sí, en esta casa hay muy buenos ordenadores. Dispongo de cuanto necesito —dijo Marius—. Pero estás cansado y necesitas refrescarte. Hablaremos de esto más tarde.

Marius condujo a Thorne por una escalera de madera, en la que resonaba el eco de sus pasos, hasta una espaciosa alcoba situada en el piso superior. El artesonado de las paredes y las puertas estaba pintado en tonos verdes y amarillos, y el lecho estaba empotrado en un gigantesco armario de madera tallada, abierto sólo por un lado. A Thorne le pareció un lugar extraño pero seguro, sin una superficie que no hubiera sido tocada por manos humanas. Incluso el suelo de madera estaba pulido.

Cruzaron una amplia puerta que daba acceso a un inmenso cuarto de baño revestido de madera rústica, con el suelo de piedra e iluminado por numerosas velas. El suave resplandor de las mismas resaltaba el hermoso color de la madera, y Thorne sintió que se mareaba.

Pero lo que más llamó la atención a Thorne fue la bañera. Frente a otro ventanal estaba instalada una gigantesca bañera de madera llena de agua caliente. Tenía la forma de una enorme cuba y era lo suficientemente amplia para acoger a varias personas. Sobre una banqueta, junto a ella, había una pila de toallas. Sobre otras banquetas reposaban cuencos llenos de flores secas y hierbas, cuyo aroma Thorne percibió con sus agudos sentidos vampíricos. También había frascos de aceites perfumados y tarros de ungüentos.

A Thorne le pareció un milagro poder lavarse en esa bañera.

—Quítate esa ropa tan cochambrosa —dijo Marius—. Permíteme que la tire a la basura. ¿Deseas conservar algo, aparte del collar?

—No —respondió Thorne—. ¿Cómo puedo pagarte por todo esto?

—Ya lo has hecho —contestó Marius. Se quitó la chaqueta de piel y el jersey de lana. Tenía el torso cubierto de vello y la piel blanca, como todos los vampiros ancianos. Su cuerpo era fuerte y hermoso. Había muerto en la plenitud de la vida, eso era evidente. Pero Thorne no podía adivinar su edad, ni la que tenía como mortal en el momento de su transformación, ni como vampiro en la actualidad.

A continuación Marius se quitó las botas de piel y los calzoncillos largos de lana y, sin esperar a Thorne, indicándole tan sólo que le imitara, se metió en la gigantesca bañera de agua caliente.

Thorne se quitó precipitadamente la chaqueta forrada de piel. Los dedos le temblaban mientras se despojaba del pantalón, que estaba casi hecho jirones. Al cabo de un momento se quedó tan desnudo como el otro. Se apresuró a recoger torpemente sus harapos y miró a su alrededor, sin saber dónde dejar la ropa.

—No te preocupes por eso —dijo Marius, envuelto en una nube de vapor—. Métete en la bañera junto a mí y disfruta del agua caliente.

Thorne obedeció e introdujo ambos pies, sumergiéndose en el agua hasta las rodillas. Al sentarse, el agua le llegó al cuello. El calor le produjo una sensación intensa y placentera. Musitó una pequeña oración de gracias, una breve y antigua plegaria que había aprendido de niño y solía recitar cuando le ocurría algo verdaderamente agradable.

Marius cogió un puñado de hierbas y flores secas de un cuenco y las arrojó en el agua caliente.

Despedían un grato aroma a naturaleza en verano.

Thorne cerró los ojos. Le parecía poco menos que imposible haberse despertado, haber llegado allí y estar dándose el lujo de bañarse en esa fastuosa bañera. No tardaría en despertar, víctima del don de la mente, y comprobaría que se hallaba de nuevo en su mísera cueva, prisionero de su exilio voluntario, soñando con otros.

Agachó la cabeza lentamente y se echó con ambas manos un chorro de agua caliente y purificadora a la cara. Se echó más agua y luego, haciendo acopio de todo su valor, sumergió la cabeza por completo.

Cuando volvió a incorporarse, sintió un calor gratificante, como si nunca hubiera experimentado frío. Las luces que contemplaba a través del ventanal le asombraban. Incluso alcanzaba a ver, a través del vapor, la nieve que caía fuera, deliciosamente consciente de que se hallaba cerca y a la par lejos de ella.

De pronto deseó no haber abandonado su cueva para llevar a cabo un propósito tan siniestro.

¿Por qué no podía servir sólo a unos fines nobles? ¿Por qué no podía entregarse únicamente a lo placentero? Pero eso no había podido hacerlo nunca.

Fuera como fuese, lo importante era guardar para sí ese secreto. ¿Para qué iba a turbar a su amigo revelándole esos oscuros pensamientos? ¿Para qué iba a martirizarse él mismo con esas confesiones de culpabilidad?

Thorne miró a su compañero.

Marius estaba sentado con la espalda apoyada en la superficie de madera de la bañera y los brazos en el borde. El pelo, mojado, se le adhería al cuello y a los hombros. No miró a Thorne, pero era consciente de su presencia.

Thorne sumergió de nuevo la cabeza en el agua; dio unas brazadas y flotó un rato sobre el agua, tras lo cual se incorporó y se dio la vuelta. Emitió una breve carcajada de gozo. Deslizó los dedos entre el vello de su pecho. Inclinó la cabeza hacia atrás hasta que el agua le lamió la cara. Se volvió hacia uno y otro lado para lavarse la espesa cabellera; después se incorporó de nuevo y se reclinó contra la bañera, satisfecho y feliz.

Adoptó la misma postura que Marius y ambos se miraron.

—¿Te sientes seguro viviendo así, rodeado de mortales? —preguntó Thorne.

—Ellos ya no creen en nosotros —respondió Marius—. Vean lo que vean, no creen que existamos. Por otra parte, el dinero lo compra todo.

Sus ojos azules parecían sinceros y su rostro mostraba una expresión serena, como si no ocultara secretos, como si no odiara a nadie. Pero no era así.

—Esta casa la limpian unos mortales —explicó—, a los que les pago por cumplir con su obligación. ¿Conoces el mundo moderno lo bastante bien para saber cómo se calienta y se refresca una casa como ésta y qué se hace para mantenerla a salvo de intrusos?

—Sí —contestó Thorne—. Pero nunca estamos tan a salvo como creemos, ¿no es cierto?

En el rostro de Marius se dibujó una sonrisa amarga.

—Los mortales nunca me han lastimado —repuso.

—¿Te refieres a la Reina Malvada y a los que mató?

—Sí, a eso y a otros horrores —contestó Marius.

Lentamente, en silencio, Marius utilizó el don de la mente para comunicar a Thorne que él sólo perseguía a los malvados.

—Así es como he alcanzado la paz —dijo—. Así es como he logrado seguir adelante. Utilizo el don de la mente para perseguir a los mortales que matan. No me resulta difícil dar con ellos en las grandes ciudades.

—Pues yo me alimento del «pequeño trago» —dijo Thorne—. No necesito darme un festín, te lo aseguro. Bebo sangre de muchos mortales para no tener que matar a ninguno. He vivido así durante siglos entre las gentes de las nieves. Cuando me transformé en vampiro no tenía esa habilidad. Bebía con excesiva avidez y precipitación. Pero luego aprendí a hacerlo de forma más comedida. Ningún alma me pertenece. Hago lo mismo que las abejas, voy de flor en flor. Acostumbraba a entrar en las tabernas que estaban abarrotadas de mortales y beber un poco de sangre de varios.

Marius asintió con la cabeza.

—Es un buen sistema —dijo, esbozando una sonrisa—. Para ser hijo de Thor, te muestras muy compasivo. Extraordinariamente compasivo —añadió, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Acaso desprecias a mi dios? —preguntó Thorne educadamente.

—No lo creo —respondió Marius—. Te he dicho que perdí a los dioses de Roma, pero lo cierto es que nunca fueron míos. Tengo un temperamento demasiado frío para adorarlos. Y dado que no tengo dioses, hablo de todos ellos como si fueran poesía. La poesía de Thor era la poesía de la guerra, una poesía compuesta de incesantes batallas cuyo eco resonaba estrepitosamente en el cielo, ¿no es así?

Eso complació a Thorne, que no pudo ocultar su satisfacción. El don de la mente nunca le había proporcionado una comunicación tan intensa con otro ser. Las palabras que había pronunciado Marius no sólo le impresionaron, sino que le confundieron un poco, lo cual le produjo una sensación maravillosa.

—Sí, así es la poesía de Thor —dijo—, pero nada era tan claro y tan cierto como el retumbar de los truenos en las montañas cuando él empuñaba el martillo. Cuando yo salía de la casa de mi padre, solo, y echaba a andar bajo la lluvia y el viento, sabía que el dios estaba allí, y me sentía muy lejos de la poesía. —Thorne se detuvo. Mentalmente, vio su tierra, su juventud—. Oí a otros dioses —dijo con voz queda, sin mirar a Marius—. Odín, que encabezaba la feroz cacería a través de los cielos, era quien armaba ese estrépito. Yo vi pasar y oí a esos espíritus. Jamás los he olvidado.

—¿Y ahora puedes verlos? —preguntó Marius. No lo dijo con impertinencia, sino movido por la curiosidad y en un tono respetuoso—. Confío en que puedas —se apresuró a añadir para que Thorne no malinterpretara sus palabras.

—No lo sé —respondió Thorne—. Hace tanto tiempo… Nunca pensé que podría recuperar esas cosas.

Pero en esos momentos las contemplaba en su imaginación. Pese a estar sumergido en el agua caliente que serenaba su espíritu, que ahuyentaba el frío cruel que atenazaba su cuerpo, veía el desolado valle invernal. Oía el fragor de la tormenta y veía a los fantasmas que volaban por los aires, los muertos perdidos que seguían al dios Odín a través del firmamento.

«Venid conmigo —había dicho Thorne a sus jóvenes compañeros, que habían salido sigilosamente de la casa con él—. Vayamos al bosque para escuchar los truenos». Temían adentrarse en aquel lugar sagrado, pero no podían demostrarlo.

—De modo que eras un niño vikingo —murmuró Marius.

—Así nos llamaban los británicos —contestó Thorne—, pero no creo que nosotros nos denomináramos de esa forma. Aprendimos ese nombre de nuestros enemigos. Recuerdo sus gritos cuando trepábamos por sus murallas y robábamos el oro de sus iglesias. —Se detuvo unos instantes y miró a Marius con calma—. Me admira tu tolerancia. Te gusta escuchar.

Marius asintió.

—Escucho con toda mi alma —dijo, antes de exhalar un breve suspiro y mirar a través del inmenso ventanal—. Estoy cansado de estar solo, amigo mío. No soporto la compañía de los que conozco íntimamente, y ellos, debido a los desmanes que he cometido, no soportan la mía.

Esta inesperada confesión sorprendió a Thorne. Pensó en el vampiro Lestat y sus canciones. Pensó en los seres que estaban sentados alrededor de la mesa del consejo cuando apareció la Reina Malvada. Sabía que todos habían sobrevivido. Y sabía que este vampiro rubio, Marius, había hablado esgrimiendo un razonamiento más potente que todos los demás.

—Continúa con tu historia —dijo Marius—. No pretendía interrumpirte. Ibas a contarme algo.

—Que maté a muchos hombres antes de convertirme en vampiro —respondió Thorne—. Manejaba el martillo de Thor con tanta destreza como la espada y el hacha. De niño luché junto a mi padre, y seguí luchando después de haberlo enterrado. Mi padre no murió en la cama, te lo aseguro, sino empuñando la espada, tal como deseaba. —Thorne hizo una pausa—. ¿Y tú, amigo mío, fuiste soldado? —preguntó.

Marius negó con la cabeza.

—Fui senador —respondió—, un legislador, en cierto modo, un filósofo. Durante algún tiempo participé activamente en la guerra, sí, porque mi familia lo deseaba, y ocupé un elevado puesto en una de las legiones, pero no tardé en regresar a mi casa y mi biblioteca. Los libros me apasionaban. Y aún me apasionan. En esta casa hay habitaciones llenas de libros, y poseo otras casas repletas de libros. En realidad, apenas sé nada de batallas.

Marius se detuvo. Se inclinó hacia delante y se echó agua en la cara, como había hecho antes Thorne, dejando que ésta se deslizara sobre sus párpados.

—Bien —dijo—, dejemos de solazarnos con este placer para entregarnos a otro. Iremos a cazar. Presiento que tienes hambre. Te prestaré ropa nueva. Tengo cuanto necesitas. ¿O prefieres seguir gozando de este baño caliente?

—No, estoy dispuesto a ir contigo —contestó Thorne. Hacía tanto tiempo que no se alimentaba que le avergonzaba confesarlo. Se lavó de nuevo la cara y el pelo. Sumergió la cabeza en el agua y la sacó al cabo de unos momentos, retirando unos mechones que se le habían pegado a la frente.

Marius, que había salido de la bañera, le entregó a Thorne una enorme toalla blanca.

Era gruesa y un poco áspera, perfecta para secar la piel de un vampiro, que nunca absorbe nada. Durante unos instantes, mientras permanecía de pie sobre el suelo de piedra, Thorne notó el aire fresco de la estancia, pero enseguida volvió a entrar en calor al frotarse el cabello con energía.

Cuando Marius terminó de secarse, tomó otra toalla y se puso a secar la espalda y los hombros de Thorne. Ese gesto íntimo hizo que Thorne se estremeciera. Después de frotarle con fuerza el cuero cabelludo, Marius le pasó el peine por el pelo para desenredárselo.

—¿Cómo es que no llevas barba, amigo? —preguntó Marius mientras ambos se miraban de frente—. Recuerdo a los escandinavos y sus barbas cuando llegaron a Bizancio. ¿Te dice algo ese nombre?

—Sí —contestó Thorne—. Me llevaron para enseñarme esa maravillosa ciudad. Yo llevaba una barba larga y espesa, incluso de joven, te lo aseguro, pero tuve que afeitármela la noche que me convertí en vampiro para prepararme a recibir la sangre mágica. Me lo ordenó la criatura que me creó.

Marius asintió. Era demasiado educado para pronunciar ese nombre, aunque el otro, el vampiro más joven, no había vacilado en hacerlo.

—Sabes que fue Maharet —dijo Thorne—. No necesitaste oír su nombre de labios de tu joven amigo para saber que fue ella. Lo captaste a través de mis pensamientos, ¿no es así? —Tras una breve pausa, Thorne continuó—: Sabes que fue la visión de esa criatura lo que me incitó a abandonar el hielo y la nieve. Se enfrentó a la Reina Malvada y mantuvo a Lestat encadenado. Pero el mero hecho de hablar de ella me angustia. ¿Cuándo podré hacerlo sin que me afecte? Ahora mismo no lo sé. Vayamos a cazar y luego seguiremos conversando.

Thorne sostenía la toalla contra su pecho con expresión solemne. En su fuero interno, trató de sentir amor por la criatura que le había creado. Trató de extraer de los siglos transcurridos alguna conclusión que le sirviera para aplacar su ira. Pero no pudo. Lo único que podía hacer en esos momentos era guardar silencio e ir a cazar con Marius.