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Se llamaba Thorne. En la antigua lengua rúnica, era un nombre más largo: Thornevald. Pero cuando se convirtió en un bebedor de sangre pasó a llamarse Thorne. Y en esos momentos, siglos más tarde, cuando yacía en su cueva de hielo, soñando, seguía llamándose Thorne.

Al llegar a la tierra del hielo, había confiado en poder dormir eternamente. Pero de vez en cuando despertaba en él el ansia de beber sangre y, cuando le sucedía, utilizaba el don de elevarse sobre las nubes para ir en busca de los cazadores de las nieves.

Se alimentaba de ellos, procurando siempre no beber demasiada sangre para no causarles la muerte. Y cuando necesitaba pieles y botas, se las quitaba también a ellos y después regresaba a su escondite.

Los cazadores de las nieves no pertenecían a su raza. Tenían la piel oscura y los ojos rasgados y hablaban una lengua distinta; pero él los había conocido en épocas pretéritas, cuando viajó con su tío a las tierras de Oriente para comerciar. El comercio no le gustaba; prefería la guerra. Sin embargo, durante esas correrías había aprendido muchas cosas.

Mientras dormía, en el norte, soñaba. No podía evitarlo. El don de la mente le permitía oír las voces de otros bebedores de sangre.

Sin pretenderlo, veía a través de sus ojos y contemplaba el mundo que ellos contemplaban. A veces no le importaba; le gustaba. Las cosas modernas le divertían. Escuchaba canciones que sonaban a lo lejos a través de artilugios electrónicos. Gracias al don de la mente, comprendía inventos como los motores de vapor y los ferrocarriles; incluso comprendía el fenómeno de los ordenadores y los automóviles. Tenía la sensación de conocer las ciudades que había dejado atrás, aunque hacía muchos siglos que las había abandonado.

Tenía la impresión de que no iba a morir. La soledad en sí misma no podía destruirlo. El estado de abandono en que se hallaba tampoco bastaba. Así pues, seguía durmiendo.

De pronto ocurrió algo extraño. Una catástrofe se abatió sobre el mundo de los bebedores de sangre.

Había llegado un joven cantante de leyendas. Se llamaba Lestat, y en sus canciones electrónicas difundía viejos secretos, unos secretos que Thorne no conocía.

Entonces apareció una Reina, una criatura malvada y ambiciosa. Aseguraba portar dentro de sí el germen sagrado de todos los bebedores de sangre, por lo que, cuando muriera, la raza perecería con ella.

Thorne se había quedado asombrado.

Nunca había oído a los de su especie referirse a esos mitos. No estaba seguro de creer en eso.

Pero, mientras dormía, mientras soñaba, mientras observaba, esta Reina empezó a destruir en todo el mundo a bebedores de sangre mediante el don del fuego. Thorne oyó sus gritos mientras trataban de huir; presenció sus muertes en la medida en que otros presenciaban estos hechos.

En sus recorridos por la Tierra, la Reina estuvo muy cerca de Thorne, pero pasó de largo. Thorne permaneció oculto y en silencio en su cueva. Quizá la Reina no intuyera su presencia. Sin embargo, él intuyó la suya y comprendió que jamás se había topado con un ser tan anciano y poderoso, salvo la vampiro que le había proporcionado la sangre.

Se puso a pensar en ella, su creadora, la bruja pelirroja con los ojos ensangrentados.

La catástrofe que se había producido entre los de su especie se agravó. Murieron más. Vampiros tan ancianos como la Reina salieron de sus escondites y Thorne vio a esos seres.

Al fin apareció la bruja pelirroja que le había creado. Thorne la vio tal como la veían otros. Al principio le pareció imposible que estuviera viva; hacía tanto tiempo que se había separado de ella en el extremo sur que no se atrevía a confiar en que siguiera con vida. Los ojos y los oídos de otros vampiros le ofrecieron una prueba infalible. Y cuando la contempló en sus sueños, le embargó un sentimiento de ternura y de rabia.

Esta criatura, la bruja que le había dado la sangre, había medrado, detestaba a la Reina Malvada y se proponía frenar sus desmanes. Se profesaban un odio mutuo que se remontaba a miles de años.

Por fin se celebró una reunión de esos seres, los más ancianos de la primera generación de bebedores de sangre y otros a quienes el vampiro Lestat amaba y que la Reina Malvada no había destruido.

Mientras yacía en el hielo, Thorne oyó vagamente su extraña conversación. Se hallaban sentados en torno a una mesa redonda, como un grupo de caballeros, aunque en este consejo las mujeres eran iguales que los hombres.

Trataron de hacer entrar en razón a la Reina, de convencerla de que pusiera fin a su reinado de violencia, de que desistiera de sus perversas intenciones.

Thorne escuchó a esos vampiros, pero no pudo entender todo lo que decían. Sólo sabía que era preciso detener a la Reina.

La Reina amaba al vampiro Lestat, pero tenía una visión tan temeraria de las cosas y una mente tan depravada que ni siquiera él era capaz de impedir que provocara más desastres.

¿Portaba realmente la Reina en su interior el germen sagrado de todos los vampiros? En tal caso, ¿cómo podrían destruirla?

Thorne deseaba poseer un don de la mente más potente, o haberlo utilizado con más frecuencia. Durante los largos siglos en que había permanecido dormido, su fuerza se había incrementado, pero ahora sentía la distancia que le separaba de los otros y su debilidad.

Mientras observaba con los ojos abiertos, como si eso le ayudara a ver con más claridad, apareció en su campo visual otra criatura pelirroja, la hermana gemela de la mujer que le había amado antiguamente. Como es lógico, la aparición de la hermana gemela le dejó estupefacto.

Thorne comprendió que su creadora, a quien él había amado tanto, había perdido hacía miles de años a su hermana gemela.

La Reina Malvada era la culpable de este desastre. Odiaba a las gemelas pelirrojas y las había separado. Y la gemela perdida se presentaba ahora para cumplir la antigua maldición que había arrojado sobre la Reina Malvada.

Mientras se aproximaba más y más a la Reina, la gemela perdida sólo pensaba en destruir. No se sentó a la mesa del consejo. No conocía razón ni medida.

—Todos moriremos —murmuró Thorne en sueños, aletargado entre la nieve y el hielo, envuelto en la eterna noche ártica. No hizo ademán de ir a reunirse con sus compañeros inmortales, pero no pudo por menos de obsérvalos y escucharlos hasta el final.

Por fin, la gemela perdida alcanzó su destino. Se sublevó contra la Reina. Los otros vampiros que había a su alrededor presenciaron la escena horrorizados. Mientras las dos hembras peleaban, como dos guerreros en un campo de batalla, una extraña visión invadió la mente de Thorne, como si yaciera sobre la nieve y contemplara el cielo.

Lo que vio fue una inmensa e intrincada red que se extendía en todos los sentidos y en la que estaban atrapados numerosos puntos de luz. En el centro de la red aparecía una vibrante llama. Thorne comprendió que la llama era la Reina, y los puntos luminosos, los otros bebedores de sangre. El mismo era uno de esos puntitos de luz. La leyenda del germen sagrado era cierta. Lo vio con sus propios ojos. Y había llegado el momento de que todos sucumbieran a las tinieblas y al silencio. Había llegado el fin.

La gigantesca y compleja red comenzó a mermar con fuerza. Parecía como si el germen fuera a estallar. De pronto todo se oscureció unos momentos, durante los cuales Thorne sintió una deliciosa vibración en sus extremidades, como le sucedía a menudo mientras dormía, y pensó: «¡Ay, vamos a morir! Pero no siento dolor».

Sin embargo, fue como Ragnarok para sus antiguos dioses, cuando el gran dios, Heimdall, el dios de la luz, hizo sonar su cuerno y convocó a los dioses de Aesir para que libraran la última batalla.

—Y nosotros terminaremos también con una guerra —murmuró Thorne en su cueva. Pero sus pensamientos no concluyeron.

Pensó que era preferible no seguir viviendo, hasta que le vino a la mente ella, la pelirroja, su creadora. Anhelaba volver a verla.

¿Por qué no le había hablado nunca de su hermana gemela? ¿Por qué no le había revelado nunca los mitos de los que hablaba el vampiro Lestat en sus canciones? Sin duda conocía el secreto de la Reina Malvada y el germen sagrado que portaba dentro de sí.

Thorne se movió en sueños. La gigantesca red se había desvanecido ante sus ojos. Pero vio con extraordinaria claridad a las gemelas pelirrojas, unas mujeres espectaculares.

Las hermosas criaturas aparecían juntas; una cubierta de harapos y la otra ataviada con espléndidos ropajes. A través de los ojos de los otros bebedores de sangre, Thorne averiguó que la gemela extraña había matado a la Reina y portaba ahora en su interior el germen sagrado.

—Contemplad a la Reina de los Condenados —dijo la creadora de Thorne al presentar a su hermana gemela.

Thorne comprendió lo que decía, vio reflejado en su rostro el sufrimiento. Pero la gemela extraña, la Reina de los Condenados, permanecía impasible.

Durante las noches sucesivas, los supervivientes de la catástrofe permanecieron juntos. Se relataban historias unos a otros. Y sus historias impregnaban el aire, como las canciones de los antiguos bardos entonadas en los salones de los castillos medievales. Y Lestat, después de dejar sus instrumentos musicales electrónicos, se convirtió de nuevo en cronista y creó una historia de la batalla que supuso que trascendería sin mayores dificultades al mundo de los mortales.

Al poco tiempo, las hermanas pelirrojas se marcharon en busca de un escondrijo y el ojo lejano de Thorne no pudo hallarlas.

«No te muevas —se dijo Thorne—. Olvida lo que has visto. No tienes motivo alguno para levantarte de tu cueva de hielo, como tampoco lo tenías antes. El sueño es tu amigo. Los sueños son unos huéspedes ingratos.

»Estate quieto y volverás a sumirte en un apacible sueño. Haz como el dios Heimdall antes de la llamada al combate, guarda un silencio sepulcral y oirás cómo crece de nuevo la lana sobre la piel de las ovejas, oirás cómo crece la hierba a lo lejos en las tierras donde la nieve se funde».

Pero tuvo más visiones.

El vampiro Lestat provocó un nuevo y confuso tumulto en el mundo mortal. Ocultaba un secreto maravilloso del pasado cristiano, que había confiado a una joven mortal.

Lestat jamás hallaría sosiego. Era como uno de los congéneres de Thorne, como uno de los guerreros de su época.

Thorne vio aparecer de nuevo a su pelirroja, a su hermosa creadora, con los ojos cubiertos de sangre mortal, como de costumbre, satisfecha y rezumando autoridad y poder. En esta ocasión se proponía atar con cadenas al desdichado vampiro Lestat.

¿Unas cadenas capaces de sujetar a un ser tan poderoso como Lestat?

Thorne pensó en ello. «¿Qué cadenas serán?», se preguntó. Tenía que averiguar la respuesta. Entonces vio a su pelirroja sentada pacientemente junto al vampiro Lestat mientras éste, encadenado e impotente, forcejeaba y chillaba en un vano intento de liberarse.

¿De qué estaban hechos esos eslabones de aspecto dúctil, capaces de sujetar a un ser como Lestat? Thorne no paraba de preguntárselo. ¿Por qué amaba su pelirroja creadora a Lestat y le permitía vivir? ¿Por qué guardaba silencio mientras el joven no dejaba de debatirse? ¿Qué sentía él estando encadenado junto a ella?

Thorne evocó unos recuerdos, unas imágenes inquietantes de su creadora que se remontaban a la época en que él, siendo un guerrero mortal, la vio por primera vez en una cueva de la tierra septentrional donde habitaba. Era de noche y la había visto tejiendo con su huso y su rueca, con los ojos ensangrentados.

La vio arrancar un cabello tras otro de sus largas guedejas y tejerlos con la rueca, en silencio, mientras él se acercaba.

Era un invierno helado y el fuego que ardía tras ella ofrecía un aspecto mágico. Thorne, inmóvil sobre la nieve, la miraba tejer, tal como se lo había visto hacer a cientos de mujeres mortales.

—Una bruja —había dicho en voz alta.

Thorne había borrado ese recuerdo de su memoria.

En esos momentos la vio custodiando a Lestat, que se había vuelto tan fuerte como ella. Contempló las extrañas cadenas que sujetaban al vampiro, que ya no pugnaba por soltarse.

Lestat había recobrado por fin la libertad.

Después de recoger las cadenas mágicas, la bruja pelirroja los había abandonado a él y a sus compañeros.

Los otros eran visibles, pero ella había desaparecido de su vista, y al desaparecer de la vista de los otros, desapareció de las visiones de Thorne.

Thorne decidió de nuevo seguir durmiendo. Se dispuso a conciliar el sueño. Pero las noches transcurrían lentamente en su gélida cueva. El mundo emitía un fragor ensordecedor e informe.

Aunque pasaba el tiempo, Thorne no podía olvidar la imagen de su amada creadora; no podía olvidar que seguía siendo tan vital y hermosa como siempre, y evocó con toda su crudeza unos amargos recuerdos.

¿Por qué se habían peleado? ¿Realmente le había vuelto ella la espalda? ¿Por qué odiaba él a los compañeros de su creadora? ¿Por qué detestaba a los vampiros errantes que, al descubrir la presencia de ella y de sus acompañantes, la adoraban mientras todos comentaban sus viajes y hazañas unidos por la sangre vampírica?

¿Y los mitos sobre la Reina y el germen sagrado? ¿Los habría tenido Thorne en cuenta? No lo sabía. No era un coleccionista ávido de mitos. Todo eso le confundía. Y no podía borrar de su mente la imagen de Lestat sujeto con aquellas misteriosas cadenas.

Los recuerdos no cesaban de atormentarle.

A mediados de invierno, cuando el sol no brilla sobre el hielo, Thorne comprendió que el sueño le había abandonado. Y que ya no recobraría la paz.

De modo que salió de la cueva y emprendió una larga caminata hacia el sur a través de la nieve, sin apresurarse, deteniéndose para escuchar las voces eléctricas que sonaban en el mundo, más abajo, sin saber por dónde penetraría de nuevo en él.

El viento agitaba su larga cabellera roja; Thorne se tapó la boca con el cuello forrado de piel y se limpió la escarcha de las cejas. Al notar que tenía las botas empapadas, extendió los brazos, invocando en silencio el don de elevarse sobre las nubes, y empezó a ascender para desplazarse a escasa altura del suelo. Aguzó el oído para percibir los sonidos que emitían los de su especie, confiando en hallar a un bebedor de sangre tan anciano como él, alguien que le acogiera con simpatía.

Deseaba oír hablar a alguien, pues desconfiaba del don de la mente y de sus mensajes aleatorios.