No volví a ver a Dimitri en un tiempo después de aquello. Me envió una nota más tarde aquel día para contarme que pensaba que debíamos cancelar las dos siguientes sesiones por la proximidad de los planes para abandonar el campus. Las clases se iban a acabar, de todas formas, dijo; sonaba razonable hacer un paréntesis en su entrenamiento.
Se trataba de una triste excusa, y yo sabía que ése no era el motivo por el cual lo anulaba. Si lo que quería era evitarme, hubiera preferido que se inventase algo como que él y los demás guardianes tenían que elevar el nivel de seguridad de los moroi o practicar unos movimientos ninja de alto secreto.
Con independencia de su cuento, era consciente de que me evitaba por el beso, el maldito beso. No me arrepentía de él, no exactamente. Sólo Dios sabía lo mucho que había estado esperando para besarle, aunque lo había hecho por las razones equivocadas: porque estaba enfadada y frustrada y simplemente quería demostrar que podía. Estaba muy harta de hacer lo correcto, lo inteligente. Había intentado controlarme más en aquella época, pero al parecer no lo estaba consiguiendo.
No se me había olvidado la advertencia que una vez me hizo: el problema de estar juntos no era la edad, sino que interferiría con nuestros trabajos. Al empujarle a aquel beso… bueno, lo que hice fue avivar las llamas de un problema que podía acabar causándole un daño a Lissa. No debería haberlo hecho. El día anterior había sido incapaz de parar, aquel día sí veía las cosas con una mayor claridad y no me podía creer lo que había hecho.
Mason vino a buscarme la mañana de Navidad y nos marchamos a ver al resto, lo cual me proporcionaba una buena oportunidad de quitarme a Dimitri de la cabeza. Me gustaba Mason, mucho. Y tampoco es que tuviese que huir y casarme con él. Como había dicho Lissa, sería sano para mí que volviese a salir con alguien.
Tasha nos había invitado al almuerzo navideño que daba en un elegante salón del edificio de invitados de la academia. Se estaban celebrando un montón de fiestas y reuniones de grupos por todo el instituto, y enseguida me di cuenta de que la presencia de Tasha siempre provocaba incomodidad. La gente se quedaba mirándola con disimulo o hacía un esfuerzo por evitarla. Ella a veces los desafiaba y a veces se limitaba a intentar pasar desapercibida. Aquel día había escogido mantenerse al margen del resto de familias reales y simplemente disfrutar de aquella pequeña fiesta privada para quienes no la rehuían.
También estaba invitado Dimitri y, al verle, parte de mi resolución flaqueó un poco. Hasta se había vestido para la ocasión. Vale, decir que se había «vestido» para la ocasión suena exagerado, pero era lo más cercano a aquello que yo había visto en él. Solía mostrar un aspecto descuidado… como si fuese a entrar en combate en cualquier momento. Aquel día llevaba el pelo recogido en la nuca, como si de verdad hubiese intentado que quedase elegante. Vestía sus habituales vaqueros y sus botas de cuero, sin embargo, en lugar de la camiseta, ya fuese de manga corta o de manga larga, se había puesto un jersey negro de punto fino. Era un jersey de lo más corriente, nada que fuese caro o de marca, pero le daba un toque lustroso que yo no solía ver y, cielo santo, le quedaba genial.
Dimitri no se mostró enfadado conmigo, aunque desde luego no se apartó del resto para que hablásemos. Sí que lo hacía con Tasha, sin embargo, y observé fascinada cómo se manejaban de esa forma suya tan natural. Para entonces, me había enterado de que un buen amigo de él era primo lejano de la familia de ella, y así fue como se conocieron.
—¿Cinco? —preguntó sorprendido Dimitri. Estaban hablando de los hijos de aquel amigo—. No me había enterado de eso.
Tasha hizo un gesto de asentimiento.
—Es una locura. Te lo prometo, no creo que su mujer haya pasado más de seis meses seguidos sin estar embarazada. Además es bajita, así que no para de ensanchar.
—Pues cuando le conocí, él incluso juraba que no quería niños.
Los ojos de Tasha se abrieron más con la emoción.
—¡Es verdad! No me lo puedo creer. Tendrías que verle ahora, se derrite con ellos. La mitad de las veces ni le entiendo cuando habla. Te lo prometo, habla más como un bebé que como un adulto.
Dimitri puso una de sus sonrisas tan difíciles de ver.
—Bueno… ése es el efecto que tienen los niños pequeños en la gente.
—No me puedo imaginar que algo así te pasase a ti —se rió ella—. Tú, siempre tan estoico. Por supuesto… que tu balbuceo de bebé sería en ruso, así que nadie se enteraría jamás.
Los dos se rieron con aquello, y yo me aparté, agradecida de tener allí a Mason para poder conversar. Él era una buena distracción de todo lo que me rodeaba, porque además del hecho de que Dimitri me ignorase, Lissa y Christian también estaban charlando, metidos en su mundo particular. El sexo parecía haber conseguido que se enamorasen hasta aquel punto, y yo me preguntaba si conseguiría pasar con ella algún instante del viaje de esquí. Se apartó de él un momento para darme mi regalo de Navidad.
Abrí la caja y me quedé mirando el interior. Vi un cordel de cuentas de color granate, y empezó a oler a rosas.
—¿Qué c…?
Tiré con suavidad de las cuentas y del extremo apareció colgando un pesado crucifijo de oro. Me había regalado un chotki. Era parecido a un rosario, sólo que más pequeño, tamaño pulsera.
—¿Estás intentando convertirme? —le pregunté con ironía. Lissa no era una fanática religiosa ni nada por el estilo, pero sí creía en Dios y asistía a misa con regularidad. Al igual que muchas de las familias moroi que provenían de Rusia y de Europa del Este, era cristiana ortodoxa.
¿Y yo? Yo era más bien agnóstica ortodoxa. Me imaginaba que Dios, probablemente, existía; pero no tenía ni tiempo ni ganas de ponerme a investigarlo. Lissa lo respetaba y nunca había intentado presionarme con su fe, lo cual hacía del regalo algo mucho más extraño.
—Dale la vuelta —me dijo, a todas luces divertida con mi sorpresa. Lo hice. En el oro del reverso de la cruz había grabado un dragón coronado con flores. El emblema de los Dragomir. Levanté los ojos y la miré, desconcertada—. Es una reliquia familiar —señaló—. Uno de los buenos amigos de mi padre ha estado guardando unas cajas con sus cosas y esto estaba entre ellas. Perteneció al guardián de mi bisabuela.
—Liss… —dije. El chotki adquiría un significado completamente nuevo—. No puedo… no puedes regalarme algo así.
—Bueno, lo que está claro es que yo no me lo puedo quedar. Está pensado para un guardián. Mi guardián.
Me enrollé las cuentas en una muñeca. Sentí el tacto frío de la cruz en mi piel.
—Ya sabes que hay muchas posibilidades de que me expulsen antes de que pueda convertirme en tu guardián —me burlé.
Ella hizo una mueca.
—Bien, en ese caso lo puedes devolver.
Todo el mundo se rió. Tasha empezó a decir algo y entonces se detuvo, al levantar la vista en dirección a la puerta.
—¡Janine!
Allí estaba mi madre, con su mirada tan severa e impasible de siempre.
—Siento llegar tarde —dijo—. He tenido que ocuparme de un asunto.
Trabajo. Como siempre. Hasta el día de Navidad.
Sentí que se me revolvía el estómago y cómo se me iban encendiendo las mejillas conforme los detalles de nuestro combate se me amontonaban en la cabeza. En ningún momento había intentado comunicarse conmigo desde que había sucedido todo, dos días atrás, ni siquiera mientras estuve en la enfermería. Ni media disculpa. Nada. Apreté los dientes.
Se sentó con nosotros y enseguida se unió a la charla. Hace ya tiempo que yo había descubierto que sólo tenía un tema de conversación: los guardianes. Me preguntaba si alguna vez había tenido algún hobby. El ataque a los Badica estaba en la mente de todos, y aquello hizo que se pusiese a contarnos una pelea por el estilo en la que había participado. Para mi horror, Mason se encontraba fascinado con todas y cada una de sus palabras.
—Bueno, las decapitaciones no son tan sencillas como parecen —dijo de esa manera suya tan natural. Yo nunca había pensado que fuesen fáciles en absoluto, pero su tono sugería que ella creía que todo el mundo las consideraba pan comido—. Tienes que atravesar la columna vertebral y los tendones.
Sentí a través del vínculo que a Lissa se le estaban revolviendo las tripas. No le iban mucho las truculencias.
A Mason se le iluminaron los ojos.
—¿Cuál es la mejor arma para hacerlo?
Mi madre se lo pensó.
—Un hacha. Puedes conseguir más potencia en el golpe con ella —e hizo un movimiento de vaivén con el brazo a modo de ejemplo ilustrativo.
—Mola —dijo él—. Tío, ojalá me dejen llevar un hacha.
Era una idea cómica y absurda, ya que las hachas difícilmente resultaban cómodas a la hora de llevarlas encima. Por un instante, la imagen de Mason paseando por la calle hacha al hombro me levantó un poco el ánimo, pero el instante pasó enseguida.
Sinceramente, no me podía creer que estuviésemos manteniendo aquella conversación el día de Navidad, su presencia lo había amargado todo. Por fortuna, la reunión por fin se disgregó: Lissa y Christian se fueron a lo suyo, Dimitri y Tasha tenían al parecer más cosas en las que ponerse al día. Mason y yo ya llevábamos recorrida buena parte del camino a los dormitorios de los dhampir cuando se nos unió mi madre.
Nadie dijo ni una palabra. El cielo negro se encontraba tachonado de estrellas nítidas y brillantes, y su resplandor hacía juego con el hielo y la nieve que nos rodeaba. Yo llevaba puesta mi parka de color hueso con un ribete de pieles falsas. Iba de maravilla para mantener el calor corporal, aunque no podía hacer nada contra las gélidas ráfagas que me cortaban la cara. Todo el rato que fuimos caminando estuve esperando a que mi madre se desviase camino del resto de las zonas de los guardianes, sin embargo se vino directa al interior de nuestro edificio, con nosotros.
—Quería hablar contigo —dijo por fin, y a mí se me encendieron todas las alarmas. ¿Qué sería lo que habría hecho?
Eso fue todo lo que dijo, pero Mason captó la indirecta de inmediato, no era ni estúpido ni ajeno a las cuestiones sociales, aunque en aquel momento, deseé en cierto modo que lo hubiera sido. También me pareció irónico que tuviese tantas ganas de luchar contra todos los strigoi del mundo pero le tuviese miedo a mi madre.
Me miró con cara de estar disculpándose, se encogió de hombros y dijo:
—Vaya, tengo que irme a… mmm… a un sitio. Te veo luego.
Lamenté ver cómo se marchaba y me quedé con las ganas de salir corriendo detrás de él. Probablemente, mi madre sólo me pondría la zancadilla y me daría un puñetazo en el otro ojo si intentaba escapar. Sería mejor hacer las cosas a su manera y quitármelo de encima. Inquieta e incómoda, yo miraba a todas partes menos a mi madre y esperaba a que fuese ella quien hablase. Vi por el rabillo del ojo que había gente observándonos. Al recordar cómo parecía que absolutamente todo el mundo se había enterado de que me había puesto el ojo morado, de pronto decidí que a mi alrededor no quería testigos de fuera la que fuese la charla que mi madre estaba a punto de descargar sobre mí.
—¿Quieres, esto, subir a mi habitación? —le pregunté.
Pareció sorprendida, casi vacilante.
—Claro.
La conduje escaleras arriba y mantuve una distancia de seguridad prudente entre nosotras. Surgió una tensión incómoda. No dijo nada cuando llegamos a mi cuarto, pero vi cómo examinaba cada detalle con minuciosidad, como si allí dentro pudiera hallarse un strigoi al acecho. Sin saber qué debía hacer, me senté en la cama y esperé mientras ella caminaba. Recorrió con los dedos un montón de libros sobre conducta animal y evolución.
—¿Son para un trabajo de clase? —me preguntó.
—No, es sólo que me interesan, nada más.
Arqueó las cejas, no tenía noticia de aquello. Pero ¿cómo iba a tenerla? No sabía nada de mí. Prosiguió con su inspección, deteniéndose a estudiar pequeñas cosas que al parecer le sorprendían acerca de mí. Una foto de Lissa y yo vestidas de hadas en Halloween. Una bolsa de caramelos SweeTarts. Era como si mi madre me acabase de conocer un minuto antes.
De repente, se volvió y extendió la mano hacia mí.
—Toma.
Perpleja, me incliné hacia delante y abrí la palma de la mano debajo de la suya. Algo pequeño y frío me cayó entre los dedos. Era un colgante redondo, pequeño, sí, con un diámetro no mucho más grande que una moneda de diez centavos. Sobre una base de plata descansaba un disco plano con círculos de cristal de colores. Fruncí el ceño y pasé el pulgar por su superficie. Era extraño, pero los círculos le daban prácticamente el aspecto de un ojo. El de dentro era pequeño, justo igual que una pupila, de un color azul tan oscuro que parecía negro. Estaba rodeado por otro círculo más grande, azul claro, que a su vez se encontraba rodeado por otro círculo blanco. Un anillo muy, muy fino de aquel azul tan oscuro remataba el exterior.
—Gracias —le dije. No esperaba nada de ella. Era un regalo insólito. ¿Por qué demonios me regalaba un ojo? Pero era un regalo—. Yo… yo no te he comprado nada.
Mi madre asintió con el rostro inexpresivo, sin importarle, una vez más.
—Está bien. No necesito nada.
Se apartó de nuevo y comenzó a dar paseos por la habitación. No es que tuviese mucho sitio para hacerlo, pero su corta estatura le proporcionaba una zancada menor. Cada vez que pasaba por delante de la ventana de encima de mi cama, la luz incidía sobre su pelo de color caoba y lo iluminaba. La observé con curiosidad y me di cuenta de que ella estaba tan nerviosa como yo.
Se detuvo en su paseo y se volvió para mirarme.
—¿Cómo está tu ojo?
—Va mejorando.
—Bien —se quedó con la boca abierta, y tuve la sensación de que estaba a punto de disculparse. Pero no lo hizo.
Cuando reinició su paseo, decidí que no aguantaba más la inactividad y comencé a guardar mis regalos. Había recibido un buen montón de cosas aquella mañana, una de ellas un vestido de seda, regalo de Tasha, rojo y con flores bordadas. Mi madre observó cómo lo colgaba en mi minúsculo armario.
—Ha sido un gran detalle por parte de Tasha.
—Sí —reconocí—. No sabía que me iba a regalar algo. Me cae bien.
—A mí también.
Me giré desde el armario, sorprendida, y me quedé mirando a mi madre. Su sorpresa era un fiel reflejo de la mía. Si no nos conociésemos, habría dicho que acabábamos de estar de acuerdo en algo. Es posible que sí existiesen los milagros navideños.
—El guardián Belikov será una buena pareja para ella.
—No… —parpadeé al no estar segura de a qué se refería—. ¿Dimitri?
—El guardián Belikov —me corrigió con seriedad, negándose a aprobar mi manera informal de referirme a él.
—¿Qué… qué tipo de pareja? —le pregunté.
Arqueó una ceja.
—¿No te has enterado? Ella le ha pedido que sea su guardián, ya que no tiene ninguno.
Me sentí como si me hubieran pegado otro puñetazo.
—Pero él… está destinado aquí. Y a Lissa.
—Eso se puede arreglar, y a pesar de la reputación de los Ozzera… no deja de ser miembro de una familia real. Si presiona, Tasha se saldrá con la suya.
Me quedé sombría, mirando al vacío.
—Bueno, supongo que al fin y al cabo, son amigos y todo eso.
—Más que eso; y si no, es posible que lleguen a serlo.
¡Zas! Noqueada otra vez.
—¿Qué?
—¿Mmm? Ah, ella está… interesada en él —por el tono de mi madre, quedaba claro que las cuestiones románticas no tenían el más mínimo interés para ella—. Tasha está deseando tener hijos dhampir, así que es posible que puedan acabar llegando a un, mmm, arreglo de ser él su guardián.
Oh. Dios. No.
El tiempo se detuvo.
Mi corazón dejó de latir.
Me di cuenta de que mi madre aguardaba una respuesta. Estaba apoyada en mi mesa, observándome. Sería capaz de cazar strigoi, pero era totalmente ajena a mis sentimientos.
—Y él… ¿va a aceptar? ¿En lo de ser su guardián? —pregunté de forma débil.
Mi madre se encogió de hombros.
—No creo que haya aceptado aún, pero por supuesto que lo hará. Se trata de una gran oportunidad.
—Por supuesto —repetí yo. ¿Por qué iba Dimitri a rechazar la ocasión de ser guardián de una amiga suya y de tener un hijo?
Creo que mi madre dijo algo más después de aquello, aunque yo no lo oí. No oí nada más. Seguí pensando en cómo Dimitri abandonaba la academia, me abandonaba a mí, pensé en el modo en que Tasha y él se habían llevado tan bien, y a continuación, tras esas imágenes del pasado, mi imaginación comenzó a improvisar futuros escenarios. Tasha y Dimitri juntos. Tocándose. Besándose. Desnudos. Más cosas…
Cerré con fuerza los ojos durante medio segundo y los volví a abrir.
—Estoy muy cansada.
Mi madre se detuvo a mitad de su frase. No tenía la menor idea de lo que había estado diciendo antes de que la interrumpiese.
—De verdad que estoy muy cansada —le dije de nuevo. Podía oír lo hueca que sonaba mi propia voz. Vacía. Sin emotividad—. Gracias por el ojo… mmm, esto, pero, si no te importa…
Mi madre me miró sorprendida, boquiabierta y confusa. Entonces, en un santiamén, su habitual muro de fría profesionalidad volvió a aparecer de golpe en su sitio. Hasta aquel momento yo no fui consciente de lo mucho que ella se había relajado. Pero lo había hecho. Por un breve lapso de tiempo se había expuesto, vulnerable, ante mí; y aquella vulnerabilidad ya había desaparecido.
—Por supuesto —dijo con seriedad—. No pretendo ser una molestia.
Quería decirle que no iba de eso. Quería decirle que no la estaba echando por ninguna razón personal con ella. Y quería contarle cuánto deseaba que ella fuese del tipo de madre cariñosa, comprensiva, del que siempre oyes hablar, a quien contarle mis confidencias. Puede incluso que una madre con quien pudiese hablar de mi atribulada vida amorosa.
Dios. En realidad, ojalá pudiese hablar con alguien de eso. Especialmente en aquel momento.
Sin embargo, me encontraba demasiado atrapada en mi propio drama personal como para decir ni pío. Me sentía como si alguien me hubiese arrancado el corazón y lo hubiese tirado al otro lado del cuarto. Sentía un dolor intenso, que me quemaba en el pecho, y no tenía ni idea de si se podría curar alguna vez. Una cosa era aceptar que yo no podía tener a Dimitri, pero era algo totalmente distinto darte cuenta de que otra sí que podía.
No le dije nada más a mi madre porque mi capacidad para emitir sonidos se esfumó. La furia brilló en sus ojos, y sus labios adoptaron una posición horizontal que le confería esa tensa expresión de disgusto que solía llevar puesta. Sin mediar otra palabra, dio media vuelta y se marchó dando un portazo tras de sí. A decir verdad, aquel portazo yo también lo habría dado. Imagino que sí que compartíamos algunos genes.
Aun así me olvidé de ella casi de inmediato. Me quedé allí sentada, pensando. Pensando e imaginando.
Me pasé el resto del día haciendo poco más que eso. Me salté la cena. Se me escaparon unas lágrimas. Pero, principalmente, me quedé sentada en la cama pensando y deprimiéndome más y más. También descubrí que la única cosa peor que imaginarme a Dimitri y a Tasha juntos era recordar los momentos en que él y yo habíamos estado juntos. Nunca volvería a tocarme así, nunca me volvería a besar…
Aquélla fue la peor Navidad de mi vida.