OCHO

Christian la estaba besando, y menudo beso. No se andaba por las ramas. Era ese tipo de beso que no se debería permitir que viesen los niños. Qué demonios, era el tipo de beso que no se debería permitir ver a nadie, y no digamos ya experimentarlo a través de un vínculo psíquico.

Tal y como he contado antes, la fuerte emotividad de Lissa podía provocar que se produjese este fenómeno, el que me arrastraba al interior de su cabeza. Pero siempre, siempre, se producía con motivo de alguna emoción negativa. Si algo le molestaba, se enfadaba o se deprimía, aquello se expandía hasta llegar a mí, pero ¿esta vez? No estaba enfadada.

Estaba feliz. Muy, muy feliz.

Dios mío, tenía que salir de allí.

Se encontraban en el ático de la capilla del instituto o, como a mí me gustaba llamarlo, su nidito de amor. Aquel lugar se había convertido ya en uno de sus sitios favoritos cuando cada uno de ellos se sentía antisocial y quería escapar. Acabaron decidiendo ser antisociales juntos y una cosa llevó a la otra. Desde que empezaron a verse en público, yo no había tenido constancia de que pasasen mucho más por allí. Es posible que hubieran vuelto allí a la salud de los viejos tiempos.

Y sin duda, allí parecía estar celebrándose algo. Había pequeñas velas aromáticas encendidas por todo aquel lugar polvoriento, velas que inundaban el aire con el aroma de las lilas. Yo me habría puesto un poco nerviosa con todas aquellas velas en un espacio cerrado y lleno de libros y cajas inflamables, pero tal vez Christian se pensó capaz de controlar cualquier pequeño infierno que se generase por accidente.

Terminaron por fin con aquel beso tan tremendamente largo y se apartaron un poco para mirarse el uno al otro. Estaban tumbados de costado en el suelo, sobre unas cuantas mantas que habían extendido.

El rostro de Christian mostraba una expresión tierna y abierta al observar a Lissa, y sus ojos de color azul claro brillaban con algo de emoción interna. Era distinto a la forma en que Mason me miraba a mí. Ciertamente, él me adoraba, sin embargo lo de Mason era mucho más como quien entra en una iglesia y se postra de rodillas sobrecogido por el temor de algo que venera pero que en realidad no entiende. Estaba claro que Christian adoraba a Lissa a su manera, pero en sus ojos había un brillo de consciencia, la sensación de que ambos compartían un entendimiento del otro tan perfecto y poderoso que ni siquiera parecían necesitar palabras para transmitirlo.

—¿No crees que vamos a ir al infierno por esto? —preguntó Lissa.

Él extendió el brazo y le acarició la cara, recorrió la mejilla y el cuello con los dedos y siguió hacia abajo, hasta llegar a la camisa de seda. La respiración de Lissa se hizo más profunda con su tacto, con lo suave y leve que éste podía ser y, aun así, fue capaz de provocar una pasión muy fuerte dentro de ella.

—¿Por esto? —él jugaba con el borde de la camisa de ella, dejando que los dedos apenas si rozasen el interior.

—No —se rió ella—. Por esto —y señaló con un gesto alrededor del ático—. Es una iglesia, no deberíamos estar haciendo este tipo de… mmm… cosas aquí arriba.

—No es cierto —le discutió él. Con suavidad, la empujó contra el suelo, sobre su espalda, y se colocó sobre ella—. La iglesia está abajo. Esto es sólo un almacén, y a Dios no le importará.

—Tú no crees en Dios —le reprendió ella, recorriendo el pecho de él con las manos hacia abajo. Sus movimientos eran tan suaves y calculados como los de Christian y claramente consiguieron encender en él la misma poderosa respuesta.

Suspiró de felicidad cuando las manos de ella se deslizaron por debajo de su camisa y ascendieron hasta su estómago.

—Te sigo la corriente.

—Ahora mismo dirías lo que fuese —le acusó ella. Sus dedos asieron la camisa y tiraron de ella hacia arriba. Él se movió para que pudiese quitársela del todo y a continuación se volvió a inclinar sobre ella, a pecho descubierto.

—Tienes razón —reconoció él y con sumo cuidado le desabrochó un botón de la blusa. Sólo uno. Se inclinó de nuevo y le dio otro de esos besos intensos, profundos. Cuando se irguió para respirar, prosiguió como si nada—. Cuéntame lo que necesitas oír, y yo te lo diré —y le desabrochó otro botón.

—No hay nada que necesite oír —se rió ella. Otro botón más quedó libre—. Cuéntame tú lo que quieras, estará bien con tal de que sea verdad.

—La verdad, ¿eh? Nadie quiere oír la verdad, nunca es sexy; en cambio, tú… —el último botón cedió, y él le abrió la camisa—. Tú eres increíblemente sexy para ser real.

Sus palabras llevaban el tono sarcástico marca de la casa, pero sus ojos transmitían un mensaje totalmente distinto. Yo estaba presenciando la escena a través de los ojos de Lissa, pero me podía imaginar lo que él veía: su piel suave y pálida. Cintura y caderas esbeltas. Un sujetador blanco de encaje. A través de ella, podía sentir que el encaje le picaba, aunque le daba igual.

Por el rostro de él se extendieron unos sentimientos de cariño y a la vez de hambre. Desde el interior de Lissa, yo sentía cómo se le aceleraban el pulso y la respiración. Unas emociones similares a las de Christian nublaron cualquier otro pensamiento coherente. Él descendió más y se tumbó sobre ella juntando sus cuerpos a presión. Su boca volvió a buscar la de Lissa, y en cuanto sus labios y sus lenguas entraron en contacto, supe que tenía que salir de allí.

Porque entonces lo entendí. Comprendí por qué Lissa se había vestido así y por qué habían decorado el nidito de amor como si fuera una exposición de velas Yankee Candle. De eso se trataba. El momento. Después de llevar un mes saliendo, iban a hacerlo. Yo sabía que Lissa ya lo había hecho antes con un antiguo novio. No conocía el pasado de Christian, pero sinceramente dudaba que hubieran sido muchas las chicas que hubiesen caído presas de su irresistible encanto.

Sin embargo, al sentir lo que estaba sintiendo Lissa, tuve claro que nada de eso importaba. No en aquel momento. Entonces sólo estaban ellos dos y la forma en que se sentían el uno con el otro, y en una vida llena de muchas más preocupaciones de las que alguien de su edad debería haber tenido, Lissa se encontraba plenamente segura de lo que estaba haciendo. Era lo que ella quería. Lo que llevaba mucho tiempo deseando hacer con él.

Y yo no tenía ningún derecho de presenciarlo.

¿A quién le estaba tomando el pelo? Yo no quería presenciarlo, no obtenía ningún placer del hecho de ver a otros hacerlo, y ni de coña deseaba experimentar el sexo con Christian; sería como perder mi virginidad de manera virtual.

Pero, Jesús, Lissa no me estaba poniendo nada fácil salir de su cabeza. No tenía ningún deseo de distanciarse de sus sentimientos y emociones, y cuanto más fuertes eran, con más fuerza me retenían. En un intento por separarme de ella, me concentré en volver a mí misma, y lo hice con todas mis fuerzas.

Seguía desapareciendo ropa…

«Vamos, vamos», me dije con dureza.

Apareció el condón… ay, madre.

«Vuelve a ti, Rose. Vuelve a tu cabeza».

Sus piernas se entrelazaron y sus cuerpos se movieron juntos…

«Hijo de…».

Salí de ella y volví a mí. Me encontraba de nuevo en mi habitación, pero ya no tenía interés alguno en prepararme la mochila. Todo mi mundo se había torcido. Me sentía extraña y violentada, casi sin tener claro si yo era Rose o si era Lissa. De nuevo sentí también aquel resentimiento hacia Christian. Sin duda, yo no quería acostarme con Lissa, pero ahí estaba aquella punzada en mi interior, aquella frustración por no ser ya el centro de su mundo.

Dejé la mochila intacta y me fui directa a la cama, me rodeé con los brazos y me hice un ovillo para intentar sofocar el dolor que sentía en el pecho.

Me quedé dormida con bastante rapidez y, en consecuencia, me desperté temprano. Lo normal era que hubiese que sacarme de la cama a rastras para ir a ver a Dimitri, pero aquel día aparecí por allí tan pronto que llegué al gimnasio antes que él. Mientras esperaba, vi a Mason cruzar en dirección a uno de los edificios de aulas.

—Eh —le llamé—. ¿Desde cuándo te levantas tú tan temprano?

—Desde que tengo que recuperar un examen de matemáticas —contestó mientras venía hacia mí con una de sus sonrisas de pícaro—, que puede merecer la pena saltarse, no obstante, si es por irme por ahí contigo.

Me reí al tiempo que recordaba mi conversación de la noche previa con Lissa. Sí, definitivamente, había cosas peores que tontear y empezar algo con Mason.

—Bah, te meterías en líos y yo me quedaría sin contrincante en las pistas.

Elevó la mirada al cielo sin dejar de sonreír.

—Aquí soy yo quien no tiene un verdadero contrincante, ¿o se te había olvidado?

—¿Ya te atreves a apostarte algo? ¿O sigues teniendo miedo?

—No te pases —me advirtió—, que devuelvo tu regalo de Navidad.

—¿Me has comprado un regalo? —aquello no me lo esperaba.

—Sip, pero si insistes en tu impertinencia, es posible que se lo dé a otra persona.

—¿Como Meredith? —le pinché.

—Ella ni siquiera juega en tu división, y tú lo sabes.

—¿Incluso con un ojo morado? —le pregunté con una mueca.

—Incluso con dos ojos morados.

La mirada que me dedicó en aquel preciso instante no era provocadora, ni siquiera sugerente, en realidad, sólo encantadora. Encantadora, amistosa e interesada; como si realmente le preocupara. Después de todo el estrés que había sufrido últimamente, decidí que me gustaba que se preocupasen por mí, y con el abandono que estaba empezando a sentir por parte de Lissa, me di cuenta de que en cierto modo me gustaba contar con alguien que quisiera prestarme tanta atención.

—¿Qué vas a hacer en navidades? —le pregunté.

Se encogió de hombros.

—Nada. Mi madre ha estado a punto de venir, pero lo ha tenido que anular en el último momento… Ya sabes, con todo lo que ha pasado.

La madre de Mason no era una guardiana, se trataba de una dhampir que había preferido quedarse en casa y tener hijos. En consecuencia, yo sabía que él la veía bastante a menudo. Resultaba irónico, pensé, que mi madre sí que estuviera allí y que, a efectos prácticos, era como si se hallase en cualquier otra parte.

—Vamos, vente conmigo —le dije sin pensarlo dos veces—. Voy a estar con Lissa, y con Christian y su tía. Será divertido.

—¿En serio?

—Muy divertido.

—No era eso lo que te estaba preguntando.

Solté un gruñido.

—Ya lo sé. Tú limítate a venir, ¿vale?

Me hizo una de esas caballerosas reverencias que tanto le gustaban.

—Por supuesto.

Mason se alejó justo cuando apareció Dimitri para nuestras prácticas. Hablar con Mason me había hecho sentir alegre y despreocupada, no había pensado ni un instante en mi cara mientras estuve con él, pero con Dimitri me cohibí de repente. Con él no quería bajar del nivel de la perfección y, cuando entramos, hice un esfuerzo para apartar mi rostro y que él no lo pudiese ver de lleno. El hecho de preocuparme de aquello me volvió a tumbar el ánimo y, conforme éste se desplomaba, surgieron en cascada todas las demás cosas que me habían estado fastidiando.

Volvimos a la sala de los muñecos y me dijo que simplemente quería que practicase los movimientos de dos días atrás. Contenta con que no hubiese hecho ningún comentario al respecto de la pelea, me dediqué a mis ejercicios con un entusiasmo encomiable, a mostrarle a aquellos maniquíes lo que les iba a pasar si le tocaban las narices a Rose Hathaway. Sabía que mi furia guerrera surgía de algo más que del simple deseo de hacer las cosas bien. Aquella mañana, mis sentimientos se encontraban fuera de control, intensos, en carne viva, tanto por la pelea con mi madre como por lo que había presenciado entre Lissa y Christian la noche antes. Dimitri se sentó, me observó y de tanto en tanto criticó mi técnica y me ofreció sus sugerencias sobre tácticas nuevas.

—Te estorba el pelo —dijo una vez—. No sólo te tapa la visión periférica, sino que estás corriendo el riesgo de permitir que tu oponente se agarre de él.

—Cuando esté peleando de verdad, lo llevaré recogido —gruñí al tiempo que clavaba la estaca hacia arriba y de forma clara entre las «costillas» del muñeco. No tenía ni idea de qué estaban hechos aquellos huesos artificiales, pero era muy jodido evitarlos. Volví a pensar en mi madre y añadí un poco de fuerza extra a la puñalada—. Es sólo que hoy lo llevo suelto, nada más.

—Rose —me dijo en tono de advertencia. Le ignoré y ataqué de nuevo. Cuando volvió a hablar, su voz sonó mucho más brusca—. Rose, para.

Me separé del muñeco, sorprendida al notarme la respiración fatigada. No me había percatado de que me estaba esforzando tanto. Mi espalda acabó contra la pared y, sin otro sitio adonde ir, desvié la mirada de él y la dirigí al suelo.

—Mírame —me ordenó.

—Dimitri…

—Mírame.

Daba igual nuestra historia reciente, él seguía siendo mi instructor. No me podía negar ante una orden directa. Despacio, a regañadientes, me volví en su dirección manteniendo la cabeza con un ligero ángulo hacia el suelo de forma que el pelo me caía sobre ambos lados del rostro. Se levantó de la silla, se acercó y se plantó delante de mí.

Evité su mirada pero vi cómo su mano avanzaba para retirarme el pelo de la cara. Entonces se detuvo. Igual que mi respiración. Nuestra efímera atracción se había visto repleta de preguntas y reservas, aunque de algo sí estaba segura: a Dimitri le había encantado mi pelo, y puede que aún le encantase. Era un pelo magnífico, tenía que admitirlo: largo, sedoso y oscuro. Él solía encontrar excusas para acariciarlo y me había aconsejado que no me lo cortase tanto como la mayoría de las guardianas.

Su mano vaciló al llegar allí, y el mundo se detuvo mientras yo aguardaba para ver qué iba a hacer. Después de lo que me pareció una eternidad, dejó que la mano cayese de forma gradual, de vuelta a su costado. A mí me inundó una intensa decepción, aunque al mismo tiempo, había aprendido algo. Él había vacilado. Le había dado miedo tocarme, lo cual posiblemente —sólo posiblemente— significaba que aún deseaba hacerlo. Tuvo que contenerse.

Poco a poco, eché la cabeza hacia atrás de manera que nuestras miradas se encontrasen. Casi todo el pelo se me retiró de la cara, pero no todo. La mano le volvió a temblar y de nuevo deseé que la hubiera extendido hacia delante. La mano dejó de temblar y mi emoción se desvaneció.

—¿Te duele? —preguntó. Me envolvió el olor de su loción de afeitado, entremezclada con su sudor. Dios, ojalá me hubiese tocado.

—No —le mentí.

—No tiene tan mal aspecto —me dijo—. Se curará.

—La odio —dije, estupefacta ante la gran cantidad de veneno contenida en aquellas dos palabras. Aun excitada de esa forma tan repentina y pese al deseo que sentía por Dimitri, no era capaz de rebajar el rencor que le guardaba a mi madre.

—No, no la odias —me dijo con afecto.

la odio.

—No tienes tiempo de odiar a nadie —me informó en un tono de voz aún amable—, no en nuestra profesión. Deberías hacer las paces con ella.

Lissa me había dicho exactamente lo mismo. La indignación se sumó al resto de mis sentimientos y aquella oscuridad que había en mi interior comenzó a desplegarse.

—¿Hacer las paces con ella? ¿Después de que me pusiese un ojo morado aposta? ¿Por qué soy la única que ve lo impensable que es eso?

—Ella no lo hizo adrede, en absoluto —dijo con un tono de voz duro—. Tienes que creerlo, con independencia de lo resentida que estés con tu madre. No haría eso y, de todas formas, yo la vi ayer, más tarde: estaba preocupada por ti.

—Probablemente le preocupaba más que alguien la denunciase por violencia con una menor —refunfuñé.

—¿No te parece que esta época del año es la del perdón?

Suspiré de forma sonora.

—¡Esto no es un programa especial de Navidad! Es mi vida. En el mundo real, los milagros y la bondad son cosas que, simplemente, no existen.

Él seguía observándome con calma.

—En el mundo real, tú puedes hacer que se produzcan tus propios milagros.

Mi frustración alcanzó de pronto el límite y dejé de intentar mantenerme bajo control. Estaba harta de que me hablasen de cosas razonables y prácticas en cuanto algo se torcía en mi vida. En alguna parte de mí, sabía que Dimitri sólo quería ayudarme, pero es que yo no estaba para palabras bienintencionadas. Yo quería consuelo frente a mis problemas, no tenía ganas de ponerme a pensar en lo que me convertiría en una mejor persona. Ojalá se hubiese limitado a abrazarme y decirme que no me preocupara.

—Vale, ¿puedes parar y dejar eso por una vez? —le exigí con los brazos en jarras.

—¿Dejar qué?

—Toda esa basura zen tan profunda. Tú no me hablas como una persona de carne y hueso. Todo lo que dices no es más que un sinsentido en plan sabio para enseñarme cómo es la vida. De verdad que suenas como un especial navideño de la tele —era consciente de que no resultaba del todo justo que pagase mi ira con él, pero me vi a mí misma prácticamente gritando—. ¡Te juro que a veces es como si sólo quisieses hablar para escucharte a ti mismo! Y yo sé que no siempre eres así. Te comportabas de un modo absolutamente normal cuando hablabas con Tasha. Pero ¿conmigo? Lo haces por pura formalidad. Yo no te importo, sólo te dedicas a cumplir con tu estúpido papel de mentor.

Me miró sin parpadear, con una sorpresa inusitada.

—¿Que tú no me importas?

—No —estaba siendo mezquina; muy, muy mezquina. Y yo sabía la verdad: que le importaba, que era algo más que mi mentor; pero no podía evitarlo. Aquello siguió saliendo y saliendo, y le señalaba con el índice en el pecho—. Soy otra alumna más para ti, y tú sigues y sigues con tus estúpidas lecciones sobre la vida para que…

La mano que yo había anhelado que me acariciase el pelo avanzó de pronto y me agarró la mía, la que le estaba acusando; la inmovilizó contra la pared, y me quedé sorprendida al ver un brote de emotividad en sus ojos. No se trataba de ira exactamente… sino alguna frustración de otro tipo.

—No me digas lo que siento —masculló.

Vi entonces que la mitad de lo que yo había dicho era cierto. Casi siempre se encontraba tranquilo, siempre bajo control, incluso durante los combates. Pero también me había contado cómo explotó una vez y zurró al moroi que era su padre. Él, en tiempos, en realidad había sido como yo: siempre a punto de actuar sin pensar, de hacer cosas que sabía que no debía.

—Es eso, ¿verdad? —le pregunté.

—¿Qué?

—Siempre estás luchando por no perder el control. Eres igual que yo.

—No —me dijo, obviamente aún disgustado—. Yo he aprendido a controlarme.

Algo había en aquel descubrimiento que me envalentonó.

—No —le informé—, no lo has hecho. Pones buena cara y la mayor parte del tiempo mantienes el control; pero a veces no puedes, y a veces… —me incliné hacia delante y bajé el volumen de mi voz— a veces no quieres.

—Rose…

Podía notar su respiración forzada y sabía que el corazón le latía a él tan rápido como a mí. Y no se apartaba. Yo sabía que aquello estaba mal, sabía de todas las sensatas razones por las cuales debíamos mantener las distancias. Pero justo en ese momento me dio igual. No me daba la gana controlarme. No me daba la gana ser buena.

Antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, le besé. Nuestros labios se encontraron y, cuando sentí cómo me devolvía el beso, supe que yo estaba en lo cierto. Se acercó y me presionó, me atrapó contra la pared. Continuó sujetándome la mano, pero me pasó la otra por detrás de la cabeza y la entrelazó con mi pelo. Aquel beso estaba repleto de intensidad; contenía ira, pasión, liberación…

Fue él quien lo cortó. Se separó de mí y retrocedió unos pasos con aspecto de haberle afectado.

—No vuelvas a hacer eso —dijo con sequedad.

—No me devuelvas el beso entonces —le repliqué.

Me miró fijamente por lo que a mí me pareció una eternidad.

—Yo no doy «lecciones zen» para oírme hablar. Y no las doy porque tú seas una alumna más. Lo hago para enseñarte a controlarte.

—Pues estás haciendo un trabajo fantástico —dije con amargura.

Cerró los ojos durante medio segundo, exhaló y masculló algo en ruso. Sin volver a mirarme, se dio media vuelta y abandonó la sala.