SIETE

Llena de rabia, empujé la puerta de doble batiente que daba paso al edificio de habitaciones de los moroi. Un remolino de nieve se coló dentro a mi paso, y las pocas personas que quedaban en la planta baja levantaron la vista ante mi entrada; tampoco resultó sorprendente que varias de ellas lo hicieran dos veces por el asombro. Tragué saliva y me obligué a no reaccionar. Todo iba a ir bien. No hacía falta perder los papeles, los novicios nos lesionábamos constantemente; de hecho, era aún más raro no lesionarse. Tenía que admitir que aquella lesión resultaba más llamativa que la mayoría, pero me las podía apañar hasta que se curase, ¿no? Y nadie tenía por qué saber cómo me lo había hecho.

—Eh, Rose, ¿es verdad que tu propia madre te ha pegado un puñetazo?

Me detuve en seco. Aquella voz de soprano desafiante me sonaba de algo. Me di la vuelta despacio y me quedé mirando a los ojos de color azul oscuro de Mia Rinaldi. El pelo rubio y rizado enmarcaba un rostro que de no haber sido por aquella sonrisita malévola, habría resultado mono.

Mia, un año más pequeña que nosotras, había iniciado una guerra contra Lissa (y contra mí, por extensión) por ver quién era capaz de destrozar antes la vida de la otra; una guerra, debo añadir, que ella empezó y durante la cual le robó a Lissa su ex novio —a pesar del hecho de que Lissa hubiese decidido finalmente que no le quería— y puso en circulación todo tipo de rumores.

Había que admitir también que el odio de Mia no estaba del todo injustificado. El hermano mayor de Lissa, André —que se mató en el mismo accidente de coche en el que técnicamente «me maté» yo también—, se había aprovechado de Mia de muy mala manera cuando ella era una novicia de primer año. Si ahora no fuese tan zorra, yo lo habría sentido mucho por ella. Aquello había estado muy mal por parte de él, y aunque podía entender el enfado de Mia, a mí no me parecía justo que lo pagase con Lissa de esa forma.

Técnicamente hablando, Lissa y yo habíamos acabado ganando la guerra, pero de un modo inexplicable, Mia se había recuperado. Ya no se movía con la misma élite de antes, aunque había reconstruido un pequeño contingente de amistades. Con maldad o sin ella, los líderes fuertes siempre atraen a seguidores.

Había comprobado que alrededor del noventa por ciento de las veces, la respuesta más efectiva era ignorarla, pero justo acabábamos de traspasar la línea del otro diez por ciento restante, porque resulta imposible ignorar a alguien que está voceando a los cuatro vientos que tu madre te acaba de pegar un puñetazo, aunque sea cierto. Mia se encontraba cerca de una máquina expendedora, consciente de que me había picado. No me molesté en preguntarle cómo se había enterado de que mi madre me había puesto el ojo así. Rara vez permanecían las cosas en secreto por aquí.

Cuando pudo verme bien toda la cara, los ojos se le abrieron de par en par en un descarado deleite.

—Guau. Hablando de caras que sólo le pueden gustar a una madre…

Ja. Qué mona. Viniendo de cualquier otro, le habría reído el chiste.

—Bueno, tú eres la experta en lesiones faciales —le dije—. ¿Qué tal tu nariz?

La gélida sonrisa de Mia tembló ligeramente, pero no se amedrentó. Le había roto la nariz un mes antes —en una fiesta de clase, nada menos—, y aunque ya se había curado, se le había quedado justo un pelín torcida. Es probable que con cirugía plástica se pudiese corregir, aunque por lo que yo sabía de la situación económica de su familia, aquello no era posible por el momento.

—Está mejor —respondió con remilgos—. Por suerte, sólo fue una zorra psicópata quien me la rompió, y no alguien de mi propia familia.

Le dediqué la mejor de mis sonrisas de psicópata.

—Qué lástima. Los miembros de tu familia te dan golpes accidentales. Las zorras psicópatas tienen la tendencia de volver a zurrarte.

La amenaza de la violencia física contra ella solía ser una táctica bastante fiable, pero teníamos demasiada gente alrededor en aquel momento como para que fuese un verdadero motivo de preocupación para Mia. Y ella lo sabía. No es que yo estuviese por encima de atacar a alguien en aquel tipo de escenario —qué demonios, lo había hecho un montón de veces—, sino que últimamente estaba intentando mejorar el control de mis impulsos.

—Pues para mí no tiene mucha pinta de ser un accidente —dijo—. ¿No teníais unas reglas para evitar los golpes en la cara? Vamos, que eso parece estar bastante lejos de los límites.

Abrí la boca para contestarle, pero no me salió nada. Tenía razón. Mi herida estaba lejos de los límites. En ese tipo de combates, se supone que no debes golpear por encima del cuello. Mi golpe se hallaba bien por encima de esa línea prohibida.

Mia percibió mi vacilación y fue como si le hubiese llegado Papá Noel una semana antes de tiempo. Hasta entonces, no creo que se hubiera dado ninguna otra vez en nuestra relación de antagonismo en la que me hubiese dejado sin respuesta.

—Señoritas —dijo una voz femenina en tono serio. La moroi que atendía el mostrador de la entrada se encontraba inclinada hacia delante sobre él y nos observaba con una mirada afilada—. Esto es un vestíbulo, no un salón. O suben ustedes o salen fuera.

Por un instante, volver a romperle la nariz a Mia me pareció la mejor idea del mundo: a la mierda el castigo o la expulsión. Tras una respiración profunda, decidí que la retirada sería el acto más digno en ese momento. Me marché indignada rumbo a las escaleras que conducían a las habitaciones de las chicas. A mi espalda, oí gritar a Mia:

—No te preocupes, Rose, se te pasará. Además, no es tu cara en lo que se fijan los tíos.

Treinta segundos después me encontraba aporreando la puerta de Lissa con tanta fuerza que no sé cómo no atravesé la madera con el puño. Abrió despacio y miró alrededor.

—¿Estás sola? Pensé que había un ejército llamando a… Dios mío —arqueó las cejas al ver el lado izquierdo de mi rostro—. ¿Qué ha pasado?

—¿No te has enterado aún? Es probable que seas la única de la academia que no lo sabe —refunfuñé—. Déjame entrar.

Me tiré en su cama y le conté los sucesos del día. Ella se mostró debidamente horrorizada.

—He oído que te habías hecho daño, pero me he imaginado que se trataba de una de esas cosas tuyas habituales —me dijo.

Me quedé mirando fijamente al techo moteado, sintiéndome desgraciada.

—Lo peor es que Mia tenía razón. No fue un accidente.

—¿Qué? ¿Estás diciendo que tu madre lo hizo aposta? —al ver que yo no respondía, la voz de Lissa se tornó incrédula—. Venga, ella nunca haría eso. Ni loca.

—¿Por qué? ¿Porque es doña Janine Hathaway la perfecta, maestra en el arte de controlar su temperamento? La cuestión es que también es doña Janine Hathaway la perfecta, maestra en el arte del combate y del control de sus actos. De una u otra forma, metió la pata.

—Vale, sí —dijo Lissa—, pero creo que es más probable que tropezase y fallase el golpe que el que lo hiciese a propósito. Tendría que haberse enfadado de verdad.

—Bueno, es que estaba hablando conmigo, y eso basta para cabrear a cualquiera. Y la acusé de acostarse con mi padre porque él era la elección más fiable en términos evolucionistas.

—Rose —se quejó Lissa—, me parece que se te había olvidado contarme esa parte en el resumen. ¿Por qué tuviste que decirle eso?

—Porque es probable que sea cierto.

—Pero tenías que haber sido consciente de que eso le molestaría. ¿Por qué sigues provocándola? ¿Por qué no puedes hacer las paces con ella sin más?

Me senté erguida.

—¿Hacer las paces con ella? Me ha puesto un ojo morado. ¡Y es probable que aposta! ¿Cómo voy a poder hacer las paces con alguien así?

Lissa se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza y se dirigió al espejo a comprobar su maquillaje. Los sentimientos que me llegaban a través de nuestro vínculo eran de frustración y exasperación, y ahí, en el fondo, quedaba también un resto de expectación. Ahora que ya había terminado mi despotrique, pude reunir la paciencia necesaria para estudiarla con detenimiento. Llevaba una camisa de seda de color azul lavanda y una falda negra a la altura de la rodilla. Su largo pelo exhibía ese tipo de planchado perfecto que sólo se consigue dedicándole una hora entera de tu vida con el secador y el alisador de mano.

—Estás genial. ¿Dónde vas?

Sus sentimientos variaron levemente, y su irritación conmigo disminuyó un poco.

—He quedado con Christian dentro de un rato.

Durante unos minutos, me había sentido allí con Lissa como en los viejos tiempos. Sólo nosotras, saliendo y charlando. Su mención de Christian, tanto como el hecho de percatarme de que se iría pronto por él, me produjo en el pecho una sensación inquietante… una sensación que a regañadientes tenía que admitir que eran celos. Como es natural, no permití que se me notase.

—Guau. ¿Y qué ha hecho él para merecérselo? ¿Ha rescatado a unos huérfanos de un edificio en llamas? Si es así, quizá quieras cerciorarte de que no fue él mismo quien le prendió fuego primero —el elemento de Christian era el fuego. Muy apropiado, ya que se trataba del más destructivo.

Se rió, se volvió hacia mí desde delante del espejo y se dio cuenta de que me estaba toqueteando la hinchazón de la cara. Su sonrisa se tornó cariñosa.

—No tiene tan mal aspecto.

—Lo que tú digas. Sé cuándo estás mintiendo, ya lo sabes, y la doctora Olendzki dice que mañana estará aún peor —me tumbé boca arriba en la cama—. Es posible que no haya suficiente maquillaje corrector en el mundo para tapar esto, ¿no crees? Tasha y yo deberíamos invertir en unas máscaras en plan Fantasma de la ópera.

Suspiró y se sentó a mi lado, en la cama.

—Qué pena que no lo pueda curar, sin más.

Sonreí.

—Sería genial.

La coerción y el magnetismo que generaba el espíritu estaban fenomenal, pero la sanación era la mejor de sus capacidades. Era impresionante la cantidad de cosas que podía lograr.

Lissa también estaba pensando en lo que podía hacer el espíritu.

—Ojalá hubiera otra forma de controlarlo… de algún modo que me permitiese seguir usando la magia…

—Sí —le dije. Entendía su ardiente deseo de hacer cosas para ayudar a la gente, ella lo irradiaba. No te fastidia, a mí también me hubiera gustado verme el ojo perfecto en un santiamén en lugar de en unos días—. A mí también me gustaría que existiese.

Volvió a suspirar.

—Y siento algo más que el simple deseo de poder sanar y hacer otras cosas gracias al espíritu. También es que, bueno, me falta la magia. Sigue ahí, las pastillas sólo la bloquean; me quema aquí dentro. Me desea, y yo la deseo, pero hay un muro entre las dos. No te lo puedes imaginar.

—En realidad sí, puedo.

Y era cierto. Junto con la percepción general de sus sentimientos, a veces también podía «colarme» dentro de ella. Resultaba difícil explicarlo y aún más difícil soportarlo. Cuando sucedía, yo, literalmente, podía ver a través de sus ojos y sentir lo que sentía Lissa. En esos instantes, yo era ella. Me había encontrado ya muchas veces en su cabeza en momentos en que ella echaba de menos la magia y había tenido la oportunidad de sentir esa ardiente necesidad de la que hablaba. Se despertaba por las noches con el anhelo de ese poder que no estaba ya a su alcance.

—Ah, claro —dijo en tono de lamento—. A veces se me olvida eso.

La inundó una sensación de amargura que no iba dirigida tanto contra mí como contra el callejón sin salida que era su situación. Una chispa de ira prendió en su interior: a ella le gustaba sentirse impotente tanto como a mí. La ira y la frustración se intensificaron y se convirtieron en algo más inquietante, peor, algo que a mí no me gustaba.

—Eh —le dije tocándole el brazo—. ¿Estás bien?

Cerró los ojos un instante y los volvió a abrir.

—Lo odio.

La intensidad de sus sentimientos me recordó nuestra conversación, aquella que tuvimos justo antes de que me marchase a la casa de los Badica.

—¿Te sigue dando la impresión de que las pastillas podrían estar dejando de hacerte efecto?

—No lo sé. Un poco.

—¿Está empeorando?

Lo negó con la cabeza.

—No. Sigo sin poder utilizar la magia. Me siento más cerca de ella… pero sigue bloqueada.

—Pero tú, aún… tus ánimos…

—Sí… me hacen efecto, no te preocupes —dijo al verme la cara—. Ni veo visiones ni intento hacerme daño.

—Bien —me alegraba oírlo pero seguía preocupada. Aunque ella continuase sin poder tocar la magia, no me gustaba la idea de que su estado mental se viniese abajo de nuevo. Yo tenía la esperanza de que la situación se estabilizase por sí sola—. Estoy aquí —le dije en voz baja y manteniendo firme su mirada—. Si pasa algo raro… me lo cuentas, ¿vale?

Así, los sentimientos inquietantes desaparecieron de su interior y, al hacerlo, sentí una extraña oleada en el vínculo. No soy capaz de explicar lo que era, pero su fuerza me hizo estremecer. Lissa no se percató, su ánimo se vino de nuevo arriba, y me sonrió.

—Gracias —me dijo—. Lo haré.

También yo sonreí, contenta de verla de vuelta a la normalidad. Nos quedamos en silencio y, por un brevísimo instante, quise abrirle mi corazón. Tenía demasiadas cosas en la cabeza últimamente: mi madre, Dimitri y la casa de los Badica. Había mantenido esos sentimientos bien guardados, y me estaban haciendo polvo. Entonces, al sentirme tan cómoda con Lissa por primera vez en tanto tiempo, tuve por fin la sensación de que podía compartir yo con ella mis sentimientos para variar.

Antes de que pudiese abrir la boca, noté que sus pensamientos cambiaron de pronto. Se convirtieron en ansia y nervios. Había algo que Lissa quería contarme, algo sobre lo cual ella había meditado profundamente, demasiado como para que me desahogase entonces. Si Lissa deseaba hablar, no iba a ser yo quien la cargase con mis problemas, de modo que los aparté a un lado y esperé a que arrancase.

—He encontrado algo en mi investigación con la señorita Carmack. Algo extraño…

—¿Y eso? —le pregunté con una curiosidad inmediata.

Los moroi solían desarrollar su especialización en alguno de los elementos durante la adolescencia. Después de eso, les asignaban clases específicas de magia sobre dicho elemento. Al ser la única detectada hasta entonces capaz de hacer uso del espíritu, no había una verdadera clase que fuese apropiada para Lissa. La mayoría de la gente pensaba que, simplemente, no se había especializado, sin embargo, ella y la señorita Carmack —la profesora de magia de St. Vladimir— habían estado quedando a solas para aprender todo cuanto pudiesen sobre el espíritu. Investigaban tanto la documentación actual como la antigua en busca de pistas que las pudiesen guiar hasta otros capaces de utilizar el espíritu ahora que conocían algunos de los síntomas más reveladores: incapacidad para especializarse, inestabilidad mental, etcétera.

—No encontré ningún caso confirmado, pero sí encontré… informes de, mmm…, fenómenos extraños.

Parpadeé sorprendida.

—¿De qué tipo? —pregunté, valorando qué se podría considerar un «fenómeno extraño» para un vampiro. A nosotras dos, cuando vivíamos entre los humanos, nos habrían catalogado como «fenómenos extraños».

—Se trata de varios informes sueltos… pero, no sé, he leído el de un tío que podía hacer que los demás viesen cosas que no tenían delante. Era capaz de hacerles creer que estaban viendo monstruos, o a otras personas o lo que fuese.

—Eso podría ser coerción.

—Una coerción realmente fuerte. Yo no podría hacer eso, y soy más fuerte, o lo era, en la coerción que nadie a quien conozcamos. Y ese poder proviene del uso del espíritu…

—Entonces —concluí—, tú piensas que el ilusionista aquel debía de ser también capaz de utilizar el espíritu —ella asintió—. ¿Y qué hay de ponerse en contacto con él y averiguarlo?

—¡Porque no hay ninguna información sobre él! Es secreto. Y hay otros igual de extraños. Como alguien que era capaz de agotar físicamente a los demás. La gente que estaba cerca de esa persona se debilitaba y perdía toda la fuerza. Perdían el conocimiento. Y también había alguien que podía detener los objetos en el aire cuando se los lanzaban —la emoción le iluminaba las facciones.

—Puede que el aire fuese su elemento —apunté.

—Puede ser —dijo ella. Podía notar cómo la curiosidad y la emoción se arremolinaban en su interior. Lissa tenía el desesperado deseo de creer que había por ahí otros como ella.

Sonreí.

—¿Quién se lo iba a imaginar? Resulta que los moroi tienen sus rollos en plan Roswell y el Área 51. Lo raro es que no me estén estudiando a mí para ver cómo funciona el vínculo.

El aire especulativo de Lissa se volvió burlón.

—Ojalá pudiese leerte yo a ti el pensamiento algunas veces. Me gustaría saber lo que sientes por Mason.

—Somos amigos —dije de manera tajante, sorprendida por el repentino cambio de tema—. Nada más.

Lissa chasqueó la lengua un par de veces contra el paladar.

—Tú tonteabas, y hacías otras cosas, con todo tío al que le pudieses poner las manos encima.

—¡Eh! —dije ofendida—, que yo no me pasaba tanto.

—Vale… puede que no. Pero no parece que los tíos te interesen ya —a mí que me interesaban los tíos; bueno, un tío—. Mason es un verdadero encanto —prosiguió— y está loco por ti.

—Cierto —reconocí. Pensé en Mason, en aquel breve instante al salir de clase de Stan, cuando me había parecido sexy. Además, me divertía mucho con él, nos llevábamos de maravilla. No era un mal proyecto de futuro en lo que a los novios se refería.

—Vosotros dos os parecéis un montón. Ambos os dedicáis a hacer cosas que no deberíais.

Me reí. Aquello también era cierto. Me acordé del ansia de Mason por salir a cargarse a todos los strigoi del mundo. Puede ser que yo no estuviese preparada para aquello —a pesar de mi arrebato en el coche—, pero compartía con él parte de su temeridad. Tal vez hubiese llegado el momento de darle una oportunidad, pensé. Bromear con él era divertido, y hacía mucho tiempo que yo no había besado a nadie. Lo de Dimitri me dolía mucho… pero, bueno, aquello no tenía nada que ver con el resto de lo que pasaba por allí.

Lissa me observó con detenimiento, como si supiese lo que yo estaba pensando, bueno, todo menos lo de Dimitri.

—He oído decir a Meredith que eras idiota por no salir con él. Dijo que era porque te creías demasiado buena para Mason.

—¡Qué! Eso no es cierto.

—Eh, que no lo he dicho yo. Da igual, dijo que se está pensando el ir detrás de él.

—¿Mason y Meredith? —me mofé—. Desastre a la vista, no tienen nada en común.

Era una bobada, pero ya me había acostumbrado a que Mason siempre me adorase. De repente, la idea de que otra se lo llevara me irritó.

—Mira que eres posesiva —dijo Lissa, adivinándome de nuevo el pensamiento. No me extraña que le molestase tanto que yo le leyese el suyo.

—Sólo un poco.

Se rió.

—Rose, aunque no sea con Mason, de verdad deberías empezar a salir con alguien. Hay un montón de tíos que matarían por salir contigo, tíos que están realmente bien.

No siempre había elegido bien en lo referente a los chicos. Una vez más, se apoderó de mí la necesidad de verter todas mis preocupaciones sobre ella. Durante mucho tiempo había tenido mis dudas sobre hablarle de Dimitri, aunque el secreto me corroía por dentro, y estar allí sentada con Lissa me recordó que era mi mejor amiga. Podía contarle cualquier cosa, que ella no me juzgaría, pero, igual que antes, perdí la oportunidad de hablarle de lo que me rondaba la cabeza.

Echó un vistazo a su despertador y se levantó de la cama de un salto.

—¡Llego tarde! ¡Tengo que ver a Christian!

Se llenó de alegría, potenciada con un punto de expectación nerviosa. Amor. ¿Qué le iba a hacer? Me volví a tragar los celos, que comenzaban a asomar su fea nariz. Otra vez, Christian la apartaba de mí. No iba a poder quitarme aquel peso de encima aquella noche.

Salimos juntas del edificio y ella se marchó prácticamente a la carrera con la promesa de que hablaríamos al día siguiente. Yo me volví dando un paseo hasta mi edificio. Al llegar a mi cuarto, pasé por delante del espejo y solté un gruñido ante la visión de mi rostro: un color morado oscuro me rodeaba el ojo. Durante la conversación con Lissa casi me había olvidado de todo aquel incidente con mi madre. Me detuve a examinarlo con detalle, me miré fijamente la cara. Puede que sonase egoista, pero sabía que era guapa. Tenía una copa C de sujetador y un cuerpo muy codiciado en un instituto en el que la mayoría de las chicas estaban delgadas como supermodelos, y como acabo de decir, también tenía una cara bonita. En un día normal, yo era allí un nueve sobre diez, un diez si tenía un buen día.

Pero ¿hoy? Sí, me veía prácticamente con una nota negativa. Iba a estar monísima en el viaje de esquí.

—Mi madre me ha zurrado —informé a mi reflejo, que me devolvió una mirada compasiva.

Con un suspiro, decidí que sería mejor que me preparase para irme a dormir. No me apetecía hacer nada más aquella noche, y puede que unas horas de sueño extra acelerasen mi curación. Recorrí el pasillo camino del cuarto de baño para lavarme la cara y cepillarme el pelo. Cuando volví a mi cuarto, me enfundé mi pijama favorito, y el tacto de la franela suave me animó un poco.

Estaba preparándome la mochila para el día siguiente cuando una ola de emotividad irrumpió de forma abrupta a través de mi vínculo con Lissa. Me pilló desprevenida y no me dio la oportunidad de oponer resistencia. Fue como si me tumbase un viento huracanado y, de repente, no me encontraba ya mirando mi mochila. Estaba «dentro» de Lissa viviendo su mundo en primera persona.

Y en ese punto fue donde la situación se volvió incómoda.

Porque Lissa se encontraba con Christian.

Y la cosa se estaba poniendo… tórrida.