La vida me parecía maravillosa al día siguiente, mientras me dirigía a mis prácticas de antes de clase. La reunión secreta de la noche previa había sido divertidísima, y yo me sentía orgullosamente responsable de haber ido contra las normas del sistema y haber animado a Dimitri a marcharse con Tasha. Aún mejor, el día anterior había conseguido mi primer intento con una estaca de plata y había demostrado que era capaz de manejarla. Borracha de mí misma, no veía el momento de que llegase la hora de seguir practicando.
Una vez vestida con mi atuendo habitual de las prácticas, bajé casi dando saltos hasta el gimnasio, pero cuando asomé la cabeza por la sala de entrenamientos del día previo, me la encontré oscura y en silencio. Encendí las luces y eché un vistazo por si acaso Dimitri me había preparado algún tipo de ejercicio raro de entrenamiento para esconderse. Pues no. Vacía. Nada de estacas hoy.
—Mierda —mascullé.
—No ha venido.
Solté un grito y casi pego un salto de tres metros en el aire. Me di la vuelta y me encontré con el ceño fruncido y los ojos marrones de mi madre.
—¿Qué haces tú aquí? —conforme salían aquellas palabras de mi boca, me percaté de su vestimenta. Una camiseta elástica, ajustada, de manga corta; pantalones de chándal sueltos y atados con un cordón en la cintura muy similares a los que llevaba yo—. Mierda —dije de nuevo.
—Vigila esa boca —me soltó—. Puede que te comportes como si no tuvieras modales, pero al menos intenta no dar la misma impresión al hablar.
—¿Dónde está Dimitri?
—El guardián Belikov está en la cama. Hace apenas dos horas que ha vuelto y necesitaba dormir.
De mis labios estaba a punto de salir otro improperio y entonces me mordí la lengua. Pues claro que Dimitri estaba durmiendo. Había tenido que conducir con Tasha hasta Missoula durante el día para estar allí en el horario comercial de los humanos. Técnicamente, había estado en pie toda la noche de la academia, y claro que era probable que acabase de llegar. Vaya, no me habría lanzado tan rápido a animarle a irse con ella de haber sabido que la consecuencia iba a ser ésta.
—Bueno —me apresuré a decir—, eso significa que hoy no hay prácticas…
—Guarda silencio y ponte esto —me dijo y me ofreció unas manoplas de entrenamiento, parecidas a los guantes de boxeo pero no tan gruesas y voluminosas. Tenían, sin embargo, el mismo propósito: protegerte las manos y evitar que arañes a tu oponente con las uñas.
—Estábamos con las estacas de plata —dije malhumorada al tiempo que hundía las manos en el interior de las manoplas.
—Muy bien; pues hoy vamos a hacer esto. Vamos.
La seguí hasta el centro del gimnasio mientras pensaba que ojalá me hubiese atropellado un autobús aquella mañana en el camino desde mi dormitorio. Llevaba sujeto su pelo rizado para que no le estorbase y le dejaba la parte de atrás del cuello a la vista. Tenía la piel cubierta de tatuajes. El más alto era una línea serpenteante: la marca de la promesa, que recibían los guardianes cuando se graduaban en las academias como St. Vladimir y entraban en servicio. Debajo de aquélla llevaba las marcas molnija que se concedían cada vez que un guardián mataba a un strigoi. Tenían la forma de los relámpagos, por los cuales recibían su nombre. No fui capaz de calcular el número exacto, pero digamos que apenas le quedaba piel donde seguir tatuándose. Había matado unas cuantas veces a lo largo de su vida.
Cuando llegó al sitio que quería, se volvió hacia mí y adoptó una posición de ataque. Pensé que podía saltarme encima en aquel preciso instante y la imité de inmediato.
—¿Qué estamos haciendo? —le pregunté.
—Técnicas básicas de quite en ataque y defensa. Valen las líneas rojas.
—¿Eso es todo? —volví a preguntar.
Saltó hacia mí. Yo me aparté —por los pelos— y me tropecé con mis propios pies al hacerlo. Me incorporé a toda prisa.
—Bueno —dijo con un tono que casi sonaba sarcástico—, tal y como pareces tener tantas ganas de recordarme, no te he visto en cinco años y no tengo la menor idea de lo que eres capaz.
Vino de nuevo a por mí, y de nuevo me mantuve por los pelos dentro de las líneas al escapar de ella. Aquello se convirtió enseguida en la norma. En ningún momento me dio de veras la oportunidad de pasar a la ofensiva. Me tiré todo el rato defendiéndome, al menos físicamente. A regañadientes, tenía que reconocerme a mí misma que mi madre era buena. Buena de verdad. Pero desde luego que no se lo iba a decir a ella.
—¿Y qué? —le pregunté—. ¿Es ésta tu forma de compensar tu negligencia como madre?
—Es mi forma de hacer que te libres de esa espina que tienes clavada. Desde que he llegado, no has tenido para mí más que hostilidad. ¿Quieres pelea? —su puño salió disparado e impactó en mi brazo—. Pues entonces vamos a pelear. Punto.
—Punto —reconocí, encogiéndome de costado—. No quiero pelea. Sólo he estado intentando hablar contigo.
—La verdad, yo no llamaría «hablar» a ponerte impertinente conmigo en clase. Punto.
Gruñí al recibir el golpe. Cuando empecé mi entrenamiento con Dimitri, me quejaba de que no era justo para mí combatir con alguien que me sacaba una cabeza. Él señaló que tendría que luchar con cantidad de strigoi más altos que yo y que el viejo dicho era cierto: el tamaño no importa. A veces me daba por pensar que se dedicaba a darme falsas esperanzas, pero, a juzgar por lo que estaba viendo hacer allí a mi madre, estaba empezando a creerle.
En realidad, nunca había peleado con alguien más bajo que yo. Al ser una de las pocas chicas novicias de la clase, ya había asumido que casi siempre iba a ser más baja y menos corpulenta que mis contrincantes, pero mi madre era aún más baja y estaba claro que no había nada más que músculo embutido en aquel cuerpecito.
—Poseo un inconfundible estilo de comunicación, eso es todo —le dije.
—Vives en el triste error de adolescente de pensar que, de algún modo, llevas los últimos diecisiete años sufriendo una injusticia —su pie alcanzó mi muslo—. Punto. Cuando la verdad es que no has recibido un trato diferente al de cualquier otro dhampir. Mejor, en realidad. Te podía haber mandado a vivir con mis primos. ¿Quieres ser una prostituta de sangre? ¿Era eso lo que querías?
La expresión «prostituta de sangre» siempre me hacía estremecer. Se solía referir a madres dhampir solteras que habían decidido criar a sus hijos en lugar de convertirse en guardianas. Aquellas mujeres a menudo tenían breves aventuras amorosas con hombres moroi y se las menospreciaba por ello, aunque a decir verdad no les quedase otra salida dado que aquellos hombres habitualmente acababan casándose con mujeres moroi. La expresión «prostituta de sangre» provenía del hecho de que algunas mujeres dhampir permitían que los hombres bebiesen su sangre durante el acto sexual. En nuestro mundo, sólo los humanos proporcionan sangre. Resultaba sucio y pervertido que lo hiciese un dhampir, en especial durante el sexo. Yo sospechaba que sólo unas pocas dhampir lo habían hecho de verdad, pero, de forma injusta, el apelativo se extendió a todas ellas. Le había dado de mi sangre a Lissa cuando nos largamos, y aun habiéndose tratado de un acto de pura necesidad, yo aún sufría aquel estigma.
—No. Claro que no quiero ser una prostituta de sangre —mi respiración se estaba volviendo más pesada—, y no todas son así. En realidad sólo lo son unas pocas.
—La reputación se la han ganado ellas —gruñó mi madre. Esquivé su ataque—. Tenían que estar cumpliendo con su deber como guardianas y dejar de tontear y enrollarse con los moroi.
—Lo que hacen es criar a sus hijos —resoplé. Quería gritar pero no podía malgastar el oxígeno—, algo de lo que tú no tienes ni idea. Además, ¿no eres igual que ellas? No veo que lleves alianza en el dedo. ¿Es que mi padre no fue un rollo para ti?
Se le endureció el gesto, que ya es decir, cuando le estás zurrando a tu hija.
—Eso —dijo tensa— es algo de lo que tú no tienes ni idea. Punto.
Se me escapó un quejido al recibir su golpe, pero me sentí feliz al ver que le había picado. Ni se me ocurría quién podía ser mi padre. La única información que tenía consistía en que era turco. Sin duda podía haber heredado de mi madre sus curvas y su cara bonita —aunque podría jactarme de que la mía era ahora mucho más bonita que la suya—, pero el resto de mis rasgos eran de él: una piel ligeramente morena y el pelo y los ojos oscuros.
—¿Cómo fue? —le pregunté—. ¿Estabas en alguna misión en Turquía? ¿Le conociste en algún bazar? ¿O fue algo todavía más cutre que eso? ¿Te pusiste en plan Darwin y escogiste al tío con mayores probabilidades de dotar de genes guerreros a tu prole? Vamos, que sé perfectamente que sólo me tuviste porque era tu deber, así que supongo que te aseguraste de que le ibas a entregar a los guardianes el mejor espécimen posible.
—Rosemarie —me advirtió apretando los dientes—, por una vez en tu vida, cállate.
—¿Por qué? ¿Estoy empañando tu maravillosa reputación? Es lo que has dicho hace un momento: tú tampoco eres distinta del resto de las dhampir. Te lo tiraste y…
Con razón dicen eso de que «el orgullo precede a la caída». Me estaba regodeando tanto en mi chulería triunfal que dejé de prestar atención a mis pies. Me encontraba encima de la línea roja. Si pisaba fuera sería otro punto para ella, así que intenté evitarlo al tiempo que la esquivaba. Desafortunadamente, sólo pude lograr una de las dos cosas. Su puño voló hacia mí, veloz, potente y —quizás lo más importante— un poco más alto de lo permitido según las reglas de aquel tipo de ejercicio. Me impactó en el rostro con la fuerza de un camión y salí volando hacia atrás para golpear contra al duro suelo del gimnasio, primero con la espalda y después con la cabeza. Y encima, fuera de la línea roja. Maldita sea.
El dolor se abrió paso a través de mi nuca, se me nubló la vista y empecé a ver centelleos. En un instante, mi madre se hallaba inclinada sobre mí.
—¿Rose? ¿Rose? ¿Estás bien? —su voz sonaba ronca y desesperada. Todo me daba vueltas.
En algún momento después de aquello vino más gente y, de algún modo, acabé en la enfermería de la academia. Allí, alguien me puso una luz directa sobre los ojos y comenzó a hacerme unas preguntas increíblemente estúpidas.
—¿Cómo te llamas?
—¿Qué? —pregunté yo, entrecerrando los ojos ante aquella luz.
—Tu nombre —reconocí a la doctora Olendzki, que me observaba.
—Ya sabe mi nombre.
—Quiero que me lo digas tú.
—Rose. Rose Hathaway.
—¿Sabes tu fecha de nacimiento?
—Pues claro que sí, ¿y por qué me está preguntando esas estupideces? ¿Es que ha perdido mi ficha?
La doctora Olendzki soltó un suspiro de exasperación y se apartó, llevándose consigo la molesta luz.
—Creo que está perfectamente —oí cómo le contaba a alguien—. Me gustaría mantenerla aquí durante el resto de la jornada escolar, sólo para asegurarme de que no sufre una conmoción. Sin duda, prefiero que ni se acerque a sus clases.
Me pasé el resto del día en duermevela gracias a que la doctora Olendzki no dejaba de despertarme para hacerme sus pruebas. También me dio hielo y me dijo que me lo pusiese en la cara. Cuando terminaron las clases de la academia, me encontró lo suficientemente bien como para dejar que me marchara.
—Te lo juro, Rose, estoy convencida de que deberían darte una tarjeta de paciente habitual —había una leve sonrisa en su rostro—. Casi igual que a esos con problemas crónicos como las alergias o el asma. Me parece que no hay ningún otro alumno al que haya visto tan a menudo por aquí en un período de tiempo tan breve.
—Gracias —le dije, no muy segura de desear tal honor—. Entonces, ¿no hay conmoción?
Lo negó con la cabeza.
—No, aunque te va a doler un poco. Voy a darte algo para eso antes de que te vayas —desapareció su sonrisa y, de repente, pareció nerviosa—. Para serte sincera, Rose, creo que la peor parte del daño se la ha llevado, bueno, la cara.
Salté de la cama.
—¿Qué quiere decir con eso de que «la peor parte del daño se la ha llevado mi cara»?
Con un gesto me señaló el espejo que había sobre el lavabo en el otro extremo de la sala. Fui corriendo hasta él y observé mi reflejo.
—¡Qué hija de puta!
Tenía la parte superior del lado izquierdo de la cara cubierta de manchas de color rojo tirando a morado, en particular, cerca del ojo. Desesperada, me volví hacia ella.
—Esto se me va a quitar pronto, ¿verdad? Quiero decir si me dejo el hielo puesto, ¿no?
Volvió a negar con la cabeza.
—El hielo puede ayudar… pero me temo que se te va a poner el ojo a la funerala. Es probable que sea mañana cuando peor lo tengas y que se te vaya quitando en una semana, más o menos. No tardarás mucho en volver a la normalidad.
Salí de la enfermería un poco ida, y no tenía nada que ver con el dolor en la cabeza. ¿Que se me iba a quitar en una semana o así? Pero ¿cómo podía la doctora Olendzki tomarse aquello tan a la ligera? ¿Es que no se daba cuenta de lo que pasaba? Iba a pasarme las navidades y la mayor parte del viaje de esquí con el aspecto de un mutante. Me habían puesto un ojo morado. Un puto ojo morado.
Y había sido mi madre.