CINCO

No tenía la menor idea de lo que estaba hablando Dimitri, pero le seguí obediente.

Para mi sorpresa, me condujo fuera de los límites del campus y nos metimos en los bosques circundantes. La academia poseía una gran cantidad de terreno y no todo estaba destinado de forma activa a fines educativos. Nos encontrábamos en una zona muy remota de Montana y, a veces, parecía que el instituto tan sólo mantuviese a raya a la naturaleza salvaje.

Caminamos en silencio durante un rato con el crujido de la nieve gruesa y virgen bajo nuestros pies. Unos pocos pájaros revolotearon a nuestro alrededor en un saludo al sol naciente, pero casi todo lo que yo vi fueron árboles de hoja perenne e irregular, cargados de nieve. Tuve que esforzarme para seguir las zancadas de Dimitri, más largas que las mías, gracias en particular a que la nieve me ralentizaba un poco. Enseguida distinguí una forma grande y oscura al frente. Una especie de casa.

—¿Qué es eso? —le pregunté. Antes de que pudiese contestar, me di cuenta de que se trataba de una pequeña cabaña, hecha de troncos de madera y todo eso. Un estudio más cercano mostraba que los troncos tenían aspecto de estar viejos y podridos en algunas zonas. El techo se hallaba un poco hundido.

—Un antiguo puesto de guardia —dijo—. Los guardianes vivían en los límites del campus y montaban guardia contra los strigoi.

—¿Y por qué ya no lo hacen?

—No disponemos de suficientes guardianes para dotar los puestos. Además, los moroi han defendido el campus con la suficiente magia protectora como para que la mayoría piense que no es necesario tener gente de guardia aquí fuera —«siempre que no haya humanos que se dediquen a derribarla con estacas», pensé yo.

Por unos instantes albergué la esperanza de que Dimitri me estuviese llevando de escapadita romántica, entonces oí voces al otro lado de la cabaña. Se me metió en la cabeza el familiar zumbido de una sensación. Lissa estaba allí.

Dimitri y yo doblamos la esquina de la casa y nos topamos con una escena sorprendente. Había un estanque helado en el que estaban patinando Lissa y Christian. Con ellos había una mujer que yo no conocía, pero se encontraba de espaldas a mí. Todo cuanto fui capaz de ver fue una onda de pelo negro azabache que describió un arco cuando ella realizó una elegante parada en su patinaje.

Lissa sonrió al verme.

—¡Rose!

Christian volvió la mirada hacia mí mientras ella me llamaba y tuve la clara impresión de que él sentía que los estaba importunando en su momento romántico.

Lissa se dirigió al borde del estanque con unas zancadas torpes. No es que fuera una experta del patinaje.

Yo sólo acerté a quedarme mirando perpleja; y celosa.

—Gracias por invitarme a la fiesta.

—Imaginé que estarías liada —dijo ella—. Y de todas formas, esto es secreto, se supone que no debemos estar aquí —aquello también se lo podía haber dicho yo.

Christian fue patinando junto a ella y enseguida le siguió la mujer desconocida.

—¿Intentas colar a alguien en la fiesta, Dimka? —preguntó la mujer.

Me preguntaba a quién estaría dirigiéndose, hasta que oí la risa de Dimitri. Él no tenía la costumbre de hacerlo, y mi sorpresa fue aún mayor.

—Resulta imposible mantener a Rose alejada de los sitios en los que no debería estar. Siempre acaba dando con ellos.

La mujer sonrió y realizó un giro con un balanceo del pelo sobre uno de los hombros, de manera que de pronto pude verle la cara. Tuve que hacer uso de hasta la última gota de mi ya maltrecho autocontrol para no reaccionar. En su rostro, con la suave forma de un corazón, había unos grandes ojos del mismo color que los de Christian, un azul claro y frío. Los labios que me sonreían eran delicados, encantadores, pintados con un tono de rosa que realzaba el resto de sus facciones.

Pero cruzaban su mejilla izquierda unas cicatrices de color violáceo que estropeaban lo que de otro modo sería una piel suave y pálida. Su forma y distribución llevaban a pensar que alguien había mordido allí hasta arrancarle parte de la mejilla, lo cual, advertí, era justo lo que había ocurrido.

Tragué saliva. De golpe supe quién era: la tía de Christian. Cuando sus padres se convirtieron en strigoi, regresaron a por él con la idea de esconderlo y convertirlo en strigoi cuando fuese mayor. Yo no conocía todos los detalles, pero sabía que su tía había conseguido rechazarlos. No obstante, como ya había observado con anterioridad, los strigoi eran letales. Ella los distrajo lo suficiente hasta que aparecieron los guardianes, sin embargo no salió indemne del envite.

Me extendió su mano enguantada.

—Tasha Ozzera —dijo—. He oído hablar mucho de ti, Rose —dirigí una mirada amenazante a Christian y Tasha se rió—. No te preocupes —prosiguió—, ha sido todo bueno.

—No, no todo —apostilló él.

Tasha hizo un gesto negativo de exasperación con la cabeza.

—Sinceramente, no sé de dónde ha sacado una sociabilidad tan lamentable. No la ha aprendido de mí —lo cual era obvio, pensé yo.

—¿Y qué estáis haciendo vosotros aquí fuera? —pregunté.

—Quería pasar un rato con esta parejita —una leve mueca le arrugó la frente—. Pero la verdad es que no me gusta andar por ahí, por dentro del instituto. No siempre son muy hospitalarios…

Al principio no lo pillé. Los funcionarios del instituto se desvivían cuando los miembros de la realeza venían de visita. Luego caí.

—¿Por… por lo que pasó…?

Teniendo en consideración el modo en que todo el mundo trataba a Christian por lo de sus padres, no debería haberme sorprendido el hecho de que su tía se enfrentase a la misma discriminación.

Tasha frunció el ceño.

—Así son las cosas —se frotó las manos y exhaló, formando una nube de vaho helado en el aire—. Pero no nos quedemos aquí fuera, al menos mientras podamos encender el fuego ahí dentro.

Eché una última y nostálgica mirada al estanque congelado y seguí al resto al interior. La cabaña era bastante parca, estaba cubierta de capas y capas de polvo y suciedad. Tan sólo consistía en una habitación, que en una esquina tenía un camastro estrecho y sin ropa de cama y unas estanterías donde, en tiempos, probablemente almacenaban la comida. No obstante, había una chimenea en la que pronto tuvimos una lumbre que calentó aquella estancia tan pequeña. Nos sentamos los cinco, apiñados alrededor del fuego, y Tasha sacó una bolsa de nubes de caramelo que fuimos poniendo sobre las llamas.

Durante el festín que nos dimos de aquellas delicias pegajosas, Lissa y Christian estuvieron charlando de esa forma tan relajada y cómoda suya de siempre. Para mi sorpresa, Tasha y Dimitri también conversaban con un aire bastante familiar y animado, era obvio que se conocían de mucho tiempo atrás. A decir verdad, nunca antes lo había visto tan animado, ni siquiera cuando era afectuoso conmigo, pues siempre mantenía un aire de seriedad; con Tasha bromeaba y se reía.

Cuanto más la escuchaba, mejor me caía ella. Finalmente, incapaz de mantenerme al margen de la conversación, le pregunté:

—Entonces ¿vienes al viaje de esquí?

Ella asintió, contuvo un bostezo y se estiró como un gato.

—Hace siglos que no voy a esquiar, no tengo tiempo. Me he guardado todos mis días de vacaciones para esta ocasión.

—¿Vacaciones? —la miré con curiosidad—. ¿Es que… trabajas?

—Es triste, pero así es —dijo Tasha, aunque no sonase en realidad muy apenada al respecto—. Doy clases de artes marciales.

Me quedé mirándola estupefacta. No me habría sorprendido más si me hubiera dicho que era astronauta o teleoperadora en una línea de tarot.

Muchos de los miembros de la realeza simplemente no trabajaban, y de hacerlo, solían dedicarse a algún tipo de cartera de inversiones o cualquier otro negocio que rentase intereses y que ampliase sus fortunas familiares. Y quienes trabajaban de verdad, a buen seguro que no lo hacían en las artes marciales o cualquier trabajo con cierta exigencia física. Los moroi tenían gran cantidad de cualidades extraordinarias: unos sentidos excepcionales —vista, olfato y oído—, y su capacidad para la magia; pero físicamente eran altos, esbeltos, y a menudo de huesos finos; y también los debilitaba la exposición al sol. Ahora bien, aunque todo aquello no era obstáculo suficiente para evitar que se dedicasen al combate, sí que lo convertía en algo más arduo. Con el paso del tiempo, entre los moroi se había asentado la idea de que el mejor ataque era una buena defensa, y la mayoría rehuía la posibilidad del conflicto físico. Se ocultaban en lugares bien protegidos como la academia, confiando siempre su protección a los más fuertes y más duros dhampir.

—¿Qué te parece, Rose? —a Christian parecía divertirle mucho mi sorpresa—. ¿Crees que podrías con ella?

—Es difícil decirlo —respondí.

Tasha me puso una mueca.

—Estás siendo modesta. Ya he visto lo que sois capaces de hacer. Para mí no es más que un entretenimiento.

Dimitri se rió.

—Ahora eres tú la modesta. Podrías impartir la mitad de las clases que se dan aquí.

—Me parece que no —dijo ella—. Resultaría bastante embarazoso que me zurrase una panda de adolescentes.

—No creo que eso llegara a ocurrir —dijo él—. Si mal no recuerdo, le hiciste algo de daño a Neil Szelsky.

Tasha puso los ojos en blanco.

—Tirarle mi bebida a la cara no se considera un verdadero daño, a menos que cuente el daño que le causó a su traje; y todo el mundo sabe cómo es él con su ropa.

Los dos se rieron con lo que debía de ser un chiste privado que el resto no entendimos, aunque yo no estaba prestando mucha atención, aún me intrigaba su papel con los strigoi.

El autocontrol que había estado intentando mantener se vino finalmente abajo.

—¿Cuándo comenzaste el aprendizaje del combate, antes o después de lo que te pasó en la cara?

—¡Rose! —siseó Lissa.

Pero Tasha no parecía molesta. Ni Christian tampoco, y eso que él solía sentirse muy incómodo cuando se hacía referencia al tema del ataque de sus padres. Ella me miró de una forma sosegada y reflexiva que me recordó a las miradas que a veces me dedicaba Dimitri cuando yo hacía algo sorprendente y de su aprobación.

—Después —dijo ella sin bajar la mirada ni avergonzarse, aunque pude sentir su tristeza—. ¿Hasta dónde sabes?

Miré a Christian.

—Lo esencial.

Ella asintió.

—Yo sabía… sabía en qué se habían convertido Lucas y Moira, aunque eso no sirvió para prepararme ni mental, ni física, ni emocionalmente. Imagino que si tuviese que volver a pasar por ello, seguiría sin estar preparada, pero tras aquella noche me miré en el espejo, en sentido figurado, y me di cuenta de lo indefensa que estaba. Había pasado toda mi vida esperando a que los guardianes me protegiesen y me cuidasen.

»Y eso no equivale a decir que los guardianes no estén capacitados. Tal y como he dicho, es probable que tú puedas conmigo en un combate, pero ellos, Lucas y Moira, acabaron con nuestros dos guardianes antes de que nos diésemos cuenta de lo que estaba pasando. Evité que se llevasen a Christian, aunque por los pelos. De no haber aparecido el resto de guardianes, yo estaría muerta, y él… —se detuvo, frunció el ceño y prosiguió—. Decidí que no quería morir así, no sin presentar verdadera batalla y sin hacer todo lo que estuviera en mi mano para protegerme a mí y a mis seres queridos. De manera que aprendí todo tipo de formas de defensa personal y, pasado un tiempo, bah, no es que encajase del todo bien con la alta sociedad de por aquí, así que me fui a vivir a Minneapolis a ganarme la vida enseñando a otros.

Yo no dudaba de que hubiese otros moroi viviendo en Minneapolis —aunque sólo Dios sabría por qué—, pero supe leer entre líneas. Se trasladó allí, se integró con los humanos y se mantuvo alejada de otros vampiros, como Lissa y yo estuvimos haciendo durante dos años. Comencé a preguntarme si no habría algo más allí, también entre líneas. Ella había dicho que había aprendido «todo tipo de formas de defensa personal», en apariencia, algo más que simples artes marciales. Conforme a sus principios de ataque y defensa, los moroi piensan que la magia no debe usarse como arma. Hace mucho tiempo sí se usaba, y algunos moroi aún lo hacían hoy en día, en secreto. Christian, yo lo sabía, era uno de ellos. De repente me hice una idea bastante aproximada del origen de una cosa así en él.

Se hizo un silencio. Resultaba difícil proseguir tras una historia tan triste como aquélla, pero Tasha, me percaté, era una de esas personas siempre capaces de levantar el ánimo, lo cual hacía que me cayese mejor aún. Y se pasó el resto del tiempo contándonos anécdotas divertidas. No se daba los aires que se daban tantos otros miembros de la realeza, así que tenía para repartir estopa a todo el mundo. Dimitri conocía a mucha de la gente de la que ella hablaba —sinceramente, ¿cómo alguien tan antisocial parecía conocer a todo el mundo en la sociedad moroi y de los guardianes?— y de vez en cuando apostillaba con algún pequeño detalle. Nos tuvieron partiéndonos de risa hasta que Tasha al fin miró su reloj.

—¿Cuál es el mejor sitio por aquí para que una chica vaya de compras? —preguntó.

Lissa y yo cruzamos nuestras miradas.

—Missoula —dijimos al unísono.

Tasha suspiró.

—Eso está a un par de horas, pero si me marcho ya, es probable que llegue un poco antes de que cierren las tiendas. Llevo un retraso terrible en las compras de Navidad.

Solté un gruñido.

—Mataría por ir de compras.

—Y yo —dijo Lissa.

—A lo mejor podríamos ir juntas… —dije al tiempo que miraba a Dimitri con cara de ilusión.

—No —dijo él de inmediato, y yo dejé escapar un suspiro.

Tasha volvió a bostezar.

—Voy a tener que tomarme un buen café si no quiero quedarme dormida al volante.

—¿Y por qué no te lleva uno de tus guardianes?

Lo negó con la cabeza.

—Porque no los hay.

—No los hay… —fruncí el ceño mientras analizaba sus palabras—. ¿No tienes guardianes?

—No.

—¡Pero eso es imposible! —salté—. Eres de una familia real. Deberías tener al menos uno; dos, en realidad.

El Consejo de Guardianes distribuía sus efectivos entre los moroi de una forma críptica y controlada al detalle, caso por caso. En cierto modo se trataba de un sistema injusto, dada la proporción de guardianes y moroi. Los comunes solían conseguirlos por sorteo, mientras que la realeza siempre los tenía; y la de mayor rango a menudo contaba con más de uno. Pero ni el último de los miembros de una de las familias reales de menor rango se habría quedado sin guardián.

—Digamos que los Ozzera no somos precisamente los primeros en la lista cuando se asignan los guardianes —dijo Christian con amargura—. Desde que… murieron mis padres… ha habido una especie de escasez.

Yo me encendí con aquello.

—Pero eso no es justo. No pueden castigarte a ti por lo que hicieron tus padres.

—No es un castigo, Rose —dijo Tasha sin parecer ni de lejos tan enfadada como debería, en mi opinión—. Se trata sólo de un reajuste de prioridades.

—Te están dejando indefensa. ¡No puedes salir ahí fuera sola!

—No estoy indefensa, Rose. Ya te lo he dicho. Y si de verdad quisiera un guardián, no tendría más que ponerme a dar la lata, pero es un engorro. De momento estoy bien.

Dimitri la miró y se dirigió a ella:

—¿Quieres que vaya contigo?

—¿Y tenerte despierto toda la noche? —Tasha meneó la cabeza—. No te voy a hacer tal cosa, Dimka.

—Si no le importa —intervine yo enseguida, emocionada con aquella solución.

A Dimitri pareció divertirle que yo hablase por él, y no me contradijo.

—De verdad que no.

Ella vaciló.

—Está bien, pero quizá deberíamos irnos ya.

Nuestra reunión ilegal se dispersó: los moroi se fueron por un lado; Dimitri y yo por otro. Tasha y él quedaron en verse en media hora.

—Bueno, ¿qué te ha parecido? —me preguntó cuando nos quedamos a solas.

—Me gusta. Mola —pensé en ella un instante—. Y ya he entendido lo que querías decir con lo de las marcas.

—¿Sí?

Asentí al tiempo que vigilaba dónde pisaba conforme caminábamos por los senderos. Por mucho que hubiesen retirado la nieve con palas y por mucha sal que hubieran echado, aún podían ocultar placas de hielo.

—No hizo lo que hizo por la fama. Lo hizo porque tenía que hacerlo. Exactamente igual que… igual que mi madre —odiaba admitirlo, pero era cierto. Janine Hathaway podía ser la peor madre del mundo, sin embargo era una guardiana excepcional—. Las marcas no importan, ya sean molnija o cicatrices.

—Aprendes rápido —dijo en tono de aprobación.

Mi ego se infló con su halago.

—¿Y por qué te llama «Dimka»?

Se rió de forma leve. Había oído muchas risas como aquélla esa noche y decidí que quería oír más.

—Es un diminutivo de Dimitri.

—Eso no tiene sentido. No suena ni parecido a Dimitri. Te deberían llamar, no sé, «Dimi» o algo por el estilo.

—El ruso no funciona así.

—Tu idioma es muy raro —en ruso, el diminutivo de Vasilisa era Vasya, lo que para mí no tenía ningún sentido.

—El tuyo también lo es.

Le miré con cara de picardía.

—Si me enseñaras a decir tacos en ruso, es posible que empezase a verlo con otros ojos.

—Tú ya dices muchos tacos.

—Es sólo que soy muy expresiva.

—Oh, Roza… —suspiró él, y sentí un cosquilleo. «Roza» era mi nombre en ruso. Rara vez lo usaba—. Tú eres más expresiva que nadie a quien yo conozca.

Sonreí y seguí caminando un rato sin decir nada más. Me dio un vuelco el corazón, me sentía muy feliz de estar cerca de él. Había algo cálido en el hecho de que estuviésemos juntos, algo que encajaba.

Aun estando en aquella nube, mi cabeza le daba vueltas a algo en lo que había estado pensando.

—¿Sabes? Hay algo curioso en las cicatrices de Tasha.

—¿Y qué es? —quiso saber él.

—Las cicatrices… le arruinan la cara —comencé a decir despacio. Me estaba costando transformar mis pensamientos en palabras—. Quiero decir que es obvio que era realmente guapa, pero incluso ahora, con las cicatrices… no sé. Es guapa de un modo distinto. Es como… como si fueran parte de ella. Las cicatrices la completan —sonaba estúpido, pero era cierto.

Dimitri no dijo nada, aunque me dedicó una mirada de soslayo. Yo se la devolví, y cuando se encontraron nuestros ojos, pude ver el más breve atisbo de aquella atracción de antes; titubeante y fugaz, pero lo vi. El orgullo y la aprobación lo reemplazaron y me hicieron sentir casi igual de bien.

Cuando habló, fue para hacerse eco de lo que ya había pensado antes:

—Aprendes rápido, Roza.