No me lo podía creer. Janine Hathaway. Mi madre. Mi increíblemente famosa y ausente madre. No era como Arthur Schoenberg, pero gozaba de una fantástica reputación en el mundillo de los guardianes. No la había visto en años porque siempre se encontraba fuera en alguna locura de misión, y sin embargo… ahí estaba entonces, en la academia, en aquel momento exacto —justo delante de mí—, y ni siquiera se había molestado en hacerme saber que iba a venir. Y luego hablan del amor de madre.
De todas formas, ¿qué demonios estaba haciendo ella allí? Me dieron la respuesta enseguida. Todos los moroi que llegaban al campus acarreaban a sus guardianes consigo, mi madre protegía a un noble del clan Szelsky, y varios miembros de dicha familia habían aparecido por allí para las vacaciones. Estaba claro que ella había venido con él.
Me deslicé hasta mi sitio y sentí que algo se encogía dentro de mí. Sabía que tenía que haberme visto entrar, pero su atención se centraba en otra cosa. Llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta de color beige cubierta con lo que debía de ser la cazadora vaquera menos llamativa que yo hubiese visto jamás. Con su poco más de metro cincuenta de estatura, parecía una enana junto a los otros dos guardianes, aunque tenía una presencia y un porte que la hacían parecer más alta.
Nuestro instructor, Stan, nos presentó a los invitados y nos explicó que iban a compartir con nosotros sus experiencias prácticas de la vida real.
Deambulaba por delante de la clase, frunciendo sus pobladas cejas conforme hablaba.
—Ya sé que no es habitual —explicó—. Los guardianes que se encuentran de visita no suelen disponer de tiempo para pasarse por nuestras clases. Nuestros tres invitados, sin embargo, han hecho un hueco para venir a charlar con vosotros a raíz de lo que ha pasado de forma reciente… —realizó una pausa momentánea, y no hizo falta que nadie nos contase a qué se refería. El ataque a los Badica. Se aclaró la garganta e intentó continuar—. A raíz de lo que ha sucedido, hemos pensado que sería mejor prepararos para aprender de quienes realizan actualmente el trabajo de campo.
La clase se tensó de emoción. Las historias —en particular las que están llenas de sangre y acción por todas partes— son muchísimo más interesantes que ponerte a analizar la teoría de un libro de texto. Al parecer, algunos de los demás guardianes del campus pensaban lo mismo. Solían pasarse por nuestras clases, pero aquel día se hallaban presentes en un número mayor de lo normal. Allí estaba Dimitri, de pie entre ellos al fondo de la sala.
El tío mayor fue quien empezó. Comenzó su historia y yo me encontré con que me estaba enganchando. Nos describió cómo una vez el hijo menor de una familia a la que protegía se despistó en un lugar público por el que merodeaban unos strigoi.
—El sol estaba a punto de ponerse —nos dijo en un tono de voz grave. Realizó un movimiento descendente con las manos, al parecer para mostrarnos de qué iba una puesta de sol—. Nosotros sólo éramos dos, y tuvimos que decidir a la carrera cómo proceder.
Me incliné hacia delante, con los codos sobre la mesa. Los guardianes acostumbraban a ir en parejas. Uno —el guardián de proximidad— permanecía cerca del protegido mientras que el otro —el de distancia— inspeccionaba la zona. Aun así, el de distancia solía mantener el contacto visual, de manera que identifiqué de inmediato el dilema que se les había presentado. Lo pensé un poco y decidí que, de encontrarme yo en esa situación, habría hecho que el guardián de proximidad se llevara al resto de la familia a un lugar seguro mientras que el otro buscase al chaval.
—Hicimos que la familia se metiese en un restaurante con mi compañero mientras yo barría el resto de la zona —prosiguió el guardián mayor. Extendió las manos en un movimiento de barrido y yo me sentí orgullosa de haber escogido la decisión correcta. La historia tenía un final feliz, con el chico de vuelta y sin encuentros con strigoi.
La anécdota del segundo tío iba de cómo le había ganado por la mano a un strigoi que acechaba a unos moroi.
—Técnicamente, yo ni siquiera estaba de servicio —dijo. Era mono de verdad, y una chica sentada cerca de mí le miraba sin pestañear, con unos ojos atentos y melosos—. Me encontraba de visita, a ver a un amigo y a la familia que protegía. Cuando me marchaba de su piso, vi a un strigoi que rondaba en las sombras. No se esperaba que hubiese un guardián por allí fuera, así que rodeé el edificio, me acerqué por su espalda y… —hizo el gesto de clavar una estaca, de un modo mucho más dramático de lo que habían resultado los gestos con las manos del tío más mayor. El narrador hasta se puso a escenificar cómo retorcía la estaca para atravesar el corazón del strigoi.
Y llegó el turno de mi madre. Ya se me puso mala cara antes de que ella siquiera abriese la boca, una mala cara que fue empeorando una vez empezó a contar su historia. Juro que, de no haberla creído incapaz de tener la suficiente imaginación para ello —y lo sosa que era la ropa que había elegido demostraba que mi madre realmente no tenía imaginación—, habría pensado que estaba mintiendo. Aquello era más que una historia, era un cuento épico, el tipo de rollo del que hacen la película y gana Óscares.
Nos contó cómo su protegido, Lord Szelsky, y su mujer habían asistido a un baile ofrecido por otra de las familias reales importantes. Varios strigoi habían aguardado al acecho. Mi madre descubrió a uno, de primeras le clavó una estaca y alertó al resto de guardianes presentes. Con la ayuda de éstos, dio caza a los demás strigoi que andaban merodeando y ella misma llevó a cabo la mayoría de las ejecuciones.
—No resultó fácil —nos dijo. En boca de cualquier otro, aquella afirmación habría sonado como un alarde, pero no en la suya. Su forma de hablar poseía un dinamismo, una eficiencia a la hora de exponer los hechos, que no dejaba lugar para las florituras. Había crecido en Glasgow, y algunas de sus palabras aún sonaban con una cadencia escocesa—. Había otros tres en el local. Por aquel entonces, eso se consideraba un número inusualmente alto para que actuasen en conjunto, aunque ahora no se interpreta necesariamente del mismo modo, teniendo en cuenta la masacre de los Badica —algunos se estremecieron por la manera tan informal que tuvo de referirse al ataque. Una vez más, volví a ver los cadáveres—. Nos vimos obligados a liquidar al resto de strigoi lo más rápida y discretamente posible para no alertar a los demás. Veamos, si se cuenta con el elemento sorpresa, la mejor manera de acabar con un strigoi es atacar por la espalda, romperle el cuello y después clavarle una estaca. Romperles el cuello no los mata, por supuesto, pero los aturde y te permite utilizar la estaca antes de que hagan ruido. La parte más difícil, en realidad, es la de acercarse a ellos de forma sigilosa debido a su gran agudeza auditiva. Dado que yo soy más pequeña y menos corpulenta que la mayoría de los guardianes, puedo moverme de un modo bastante silencioso, así que acabé matando yo misma a dos de los tres.
De nuevo hizo uso de ese tono suyo tan natural al describir sus propias habilidades para el sigilo. Era insoportable, más aún que si se hubiese mostrado arrogante de una forma abierta al respecto de lo fantástica que era. Las caras de mis compañeros de clase brillaban de alucine; estaban claramente más interesados en la idea de romperle el cuello a un strigoi que en analizar las dotes de narradora de mi madre.
Prosiguió con la historia. Después de matar al resto de strigoi, descubrieron que dos moroi habían desaparecido de la fiesta. Tal acción no era inusual en los strigoi. A veces querían guardarse algún moroi para un «aperitivo» posterior; a veces, los strigoi más poderosos enviaban a otros de menor rango a traerles las presas. Fuera como fuese, dos moroi ya no estaban en el baile, y su guardián había resultado herido.
—Naturalmente, no podíamos dejar a aquellos dos moroi en las garras de los strigoi —dijo—. Seguimos el rastro de los strigoi hasta su escondite y hallamos a varios de ellos que vivían juntos. Estoy segura de que os dais cuenta de lo raro que es eso.
Lo era. La naturaleza malvada y egoísta de los strigoi les hacía volverse los unos contra los otros con tanta facilidad como caían sobre sus víctimas. Lo mejor que eran capaces de hacer —cuando tenían un objetivo inmediato y sangriento a la vista— era organizarse para el ataque, pero ¿vivir juntos? No, aquello resultaba casi imposible de imaginar.
—Conseguimos liberar a los dos prisioneros moroi, sólo para descubrir que mantenían cautivos a otros —contó mi madre—. No podíamos mandar de vuelta solos a los que acabábamos de rescatar, así que los escoltaron los guardianes que habían ido conmigo, y me dejaron a mí la tarea de rescatar al resto.
«Sí, claro», pensé yo. La valiente de mi madre se metió allí solita. Por el camino la capturaron pero consiguió escaparse y liberar a los prisioneros y, para hacerlo, tuvo que haber logrado el triplete del siglo, matar a los strigoi de las tres formas posibles: la estaca, la decapitación y prenderles fuego.
—Acababa de clavarle la estaca a un strigoi cuando me atacaron otros dos —explicó ella—. No me había dado tiempo a sacar la estaca cuando los otros saltaron sobre mí. Afortunadamente, había una chimenea encendida muy cerca y lancé de un empujón a uno de ellos al fuego. El último, una strigoi, me persiguió al exterior y, a continuación, dentro de un cobertizo viejo. En el interior había un hacha que utilicé para cortarle la cabeza. Cogí entonces una lata de gasolina y regresé a la casa. El que había lanzado a la chimenea no se había quemado por completo, pero una vez que lo rocié con el combustible, prendió bastante rápido.
La clase contenía la respiración mientras ella hablaba. Bocas bien abiertas. Ojos que se salían de sus órbitas. No se oía un ruido. Miré a mi alrededor y sentí como si el tiempo se hubiese detenido para todo el mundo menos para mí, que parecía la única que no estaba impresionada por su cuento angustioso, y ver el asombro en el rostro de los demás me enfureció. Cuando terminó, una docena de manos se alzaron disparadas y la clase la acribilló con preguntas sobre sus técnicas, sobre si había sentido miedo y demás.
Tras la décima pregunta, no me pude aguantar más y levanté la mano. Le costó un rato darse cuenta y darme el turno. Parecía ligeramente sorprendida de verme en la clase, y yo me consideré afortunada de que por lo menos me hubiese reconocido.
—Entonces, guardiana Hathaway —comencé—, ¿por qué no os limitasteis a asegurar el lugar?
Frunció el ceño. Supongo que se puso a la defensiva en cuanto me dio la palabra.
—¿Qué quieres decir?
Me encogí de hombros y me recosté en mi pupitre, en un intento por adoptar un aire informal y relajado en la conversación.
—No sé. A mí me parece que lo que hicisteis fue cagarla. ¿Por qué no inspeccionasteis primero el sitio de la fiesta y os asegurasteis de que estaba libre de strigoi? Da la sensación de que os podíais haber ahorrado un montón de problemas.
Todas las miradas en el aula se volvieron hacia mí. Mi madre se quedó momentáneamente sin habla.
—Si no hubiésemos pasado por todos esos «problemas», habría siete strigoi más por ahí sueltos, y esos otros moroi prisioneros ya estarían muertos o convertidos a estas alturas.
—Que sí, que sí, que ya veo que fuisteis unos héroes y todo ese rollo, pero yo, ahora, a lo que voy es a los fundamentos básicos. Vamos, que ésta es una clase teórica, ¿no? —dirigí la mirada a Stan, que me observaba con cara de estar muy mosqueado. Él y yo poseíamos un amplio y desagradable historial de conflictos en clase, y sospeché que estábamos a puntito de tener otro—. Así que lo único que quiero es entender qué se hizo mal en un principio.
Tengo que decir esto en su defensa: mi madre tiene un huevo más de autocontrol que yo. De haber estado intercambiados nuestros papeles, a estas alturas yo ya habría ido hacia mí y me habría abofeteado. Su rostro se mantenía en una perfecta calma, a pesar de todo, y una ligera tirantez en el gesto de sus labios era la única señal de que le estaba jorobando.
—No es tan sencillo —respondió—. La disposición del lugar del baile era extremadamente compleja. Lo recorrimos en un principio y no encontramos nada. Se cree que los strigoi entraron una vez iniciada la fiesta, o que pudiera haber pasajes y habitaciones ocultas ajenos a nuestro conocimiento.
La clase exclamó a coro un «oh» y después un «ah» ante la idea de pasajes ocultos, pero yo seguía sin estar impresionada.
—Entonces, lo que estás diciendo es que o bien fallasteis a la hora de detectarlos durante vuestro primer barrido, o bien rompieron el dispositivo de «seguridad» que establecisteis durante la fiesta. Parece que, de una forma u otra, alguien la cagó.
La tirantez de sus labios aumentó, y su voz se tornó más fría.
—Lo hicimos lo mejor que pudimos en una situación inusual. Entiendo que para alguien con tu nivel de formación resulte difícil captar las complejidades de lo que estoy describiendo, pero una vez que hayas aprendido de verdad lo suficiente para ir más allá de la teoría, verás lo diferentes que son las cosas cuando te encuentras ahí fuera con las vidas de otros en tus manos.
—Sin duda —le reconocí—. ¿Quién soy yo para poner en tela de juicio tus métodos? Vamos, lo que sea con tal de ganarse unas marcas molnija, ¿verdad?
—Señorita Hathaway —retumbó la profunda voz de Stan en toda la sala—. Recoja por favor sus cosas y márchese a esperar fuera durante lo que queda de clase.
Me quedé mirándole con cara de perplejidad.
—¿En serio? ¿Desde cuándo hay algo malo en hacer preguntas?
—Lo que está mal es su actitud —y señaló en dirección a la puerta—. Márchese.
Sobre toda la sala cayó un silencio más profundo y más opresivo que cuando mi madre había estado narrando su historia, y yo hice todo lo que pude para no agachar la cabeza bajo la mirada tanto de guardianes como de novicios. Aquélla no era la primera vez que me echaban de clase de Stan, ni siquiera la primera que me echaban de clase de Stan delante de Dimitri. Me colgué la mochila al hombro, crucé la corta distancia hasta la puerta —distancia que me pareció kilométrica— y rehusé cruzar la mirada con mi madre al pasar.
Unos cinco minutos antes de que acabara la clase, ella salió del aula y vino caminando hasta donde yo me encontraba sentada, en el pasillo. Me miró, hacia abajo, y puso los brazos en jarras de esa forma tan irritante que le hacía parecer más alta de lo que era. Qué injusto; que alguien entre quince y veinte centímetros más bajo que yo me pudiese hacer sentir tan pequeña.
—Bien. Veo que tus modales no han mejorado con los años.
Me puse en pie y me sentí el blanco de una dura mirada.
—Yo también me alegro de verte. Me sorprende que hasta me hayas reconocido. De hecho, ni siquiera pensaba que te acordases de mí, al ver cómo no te has molestado por avisarme de que estabas en el campus.
Retiró las manos de su cintura y se cruzó de brazos en una pose, si cabe, más impasible aún.
—No podía abandonar mi deber para venir a hacerte mimos.
—¿Mimos? —le pregunté a aquella mujer que no me había hecho un solo mimo en su vida. No me podía creer que siquiera conociese la existencia de tal palabra.
—No esperaba que lo entendieses. Por lo que he oído, no tienes mucha idea de lo que es el deber.
—Sé perfectamente lo que es —repliqué con un tono de voz arrogante a propósito—. Mejor que la mayoría.
Puso los ojos como platos en un gesto de falsa sorpresa. Yo misma utilizaba esa mirada sarcástica con un montón de gente y no me hacía ninguna gracia que me la dedicasen a mí.
—Venga, ¿de verdad? ¿Dónde has estado los dos últimos años?
—¿Dónde has estado tú los últimos cinco? —le exigí—. ¿Te habrías enterado de que me había ido si no te lo hubiesen contado?
—No utilices eso en mi contra. Estaba lejos porque tenía que estarlo. Tú te fuiste para poder ir de compras y acostarte tarde.
Mi dolor y mi vergüenza se convirtieron en verdadera furia. Al parecer, nunca iba a dejar de pagar las consecuencias de mi escapada con Lissa.
—No tienes ni idea de por qué me fui —dije con un volumen creciente en la voz—. Y no tienes ningún derecho a dar por supuestas ciertas cosas al respecto de mi vida cuando no sabes nada de ella.
—He leído los informes sobre lo que pasó. Tenías motivos para preocuparte, pero actuaste de forma incorrecta —sus palabras eran formales y frías. Podía haber estado dando una de mis clases—. Deberías haber acudido a alguien en busca de ayuda.
—No había nadie a quien pudiese acudir; no, dado que no tenía pruebas tangibles. Además, según hemos aprendido, se supone que debemos pensar de manera independiente.
—Sí —contestó—. Subraya lo de «aprender». Es algo que te has perdido durante dos años. No te encuentras precisamente en situación de darme lecciones sobre los protocolos de un guardián.
Yo siempre acababa discutiendo, algo en mi naturaleza lo hacía inevitable, así que estaba acostumbrada a que me insultasen a la cara. Ya tenía un buen caparazón. Pero, de alguna manera, cuando estaba cerca de ella —las pocas veces que lo había estado—, siempre me sentía como si tuviese tres años. Su actitud me humillaba, y el hecho de que tocase el tema de la formación que me había perdido —un tema aún espinoso— sólo me hacía sentir peor. Me crucé de brazos en una buena imitación de su pose y logré una apariencia de orgullo.
—¿Ah, sí? Pues no es eso lo que piensan mis profesores. Incluso después de haberme perdido todo ese tiempo, ya me he puesto al día en todas mis clases.
No me respondió de inmediato. Por fin, con una voz de desilusión, me dijo:
—Si no te hubieras ido, los habrías adelantado.
Con una media vuelta al más puro estilo militar, se marchó por el pasillo. Un minuto después sonó el timbre, y el resto de los alumnos de Stan salió en tromba de la clase.
Después de aquello, ni siquiera Mason pudo levantarme el ánimo, y me pasé el resto del día enfadada y molesta, segura de que todo el mundo andaba cuchicheando sobre mi madre y yo. Me salté el almuerzo y fui a la biblioteca a leer un libro sobre fisiología y anatomía.
Cuando llegó la hora de mis prácticas de después de clase con Dimitri, prácticamente corrí en dirección al muñeco y, con el puño cerrado, le di unos toquecitos en el pecho, casi en el centro, un tanto a la izquierda.
—Ahí —le dije—. El corazón está ahí. Y lo que hay de por medio son el esternón y las costillas. ¿Me das ya la estaca?
Me crucé de brazos y levanté la vista para mirarle con aire triunfal, a la espera de que me cubriese de elogios por mi ingenio. En cambio, él se limitó a hacer un gesto de asentimiento, como si yo ya hubiese tenido que saber aquello. Y sí, ya tendría que haberlo sabido.
—¿Y cómo atraviesas el esternón y las costillas? —me preguntó.
Suspiré. Había dado con la respuesta a una pregunta sólo para recibir otra. Típico.
Pasamos gran parte de las prácticas dándole vueltas a aquello, y me enseñó diversas técnicas que harían la muerte más rápida. Cada movimiento que realizaba era a la par elegante y mortal. Hacía que pareciese fácil, pero yo sabía que de eso, nada.
Cuando de pronto extendió la mano y me ofreció la estaca, en un principio no lo entendí.
—¿Me la estás dando?
Le brillaron los ojos.
—No me puedo creer que te estés conteniendo. Me imaginaba que la ibas a coger y a salir corriendo.
—Pero ¿tú no me estás enseñando siempre a contenerme? —le pregunté.
—No con todo.
—Sólo con ciertas cosas.
Escuché el doble sentido que había en mi voz y me pregunté de dónde habría salido. Hacía tiempo ya que había asumido la existencia de demasiadas razones para que a mí ni se me ocurriera volver a pensar en él en sentido romántico. De vez en cuando, bajaba un poco la guardia al respecto y era como si desease que él también lo hiciese. Habría estado bien saber que aún me deseaba, que yo aún le volvía loco. Al estudiarle entonces, me di cuenta de que él jamás bajaría la guardia porque yo ya no le volvía loco. Era una idea deprimente.
—Por supuesto —dijo sin mostrar indicación alguna de estar hablando de nada que no fuesen las clases—. Es como todo lo demás. Equilibrio. Saber con qué cosas hay que lanzarse y de qué cosas hay que pasar —hizo un gran énfasis en aquella última afirmación.
Cruzamos la mirada un instante y me sentí recorrida por una corriente eléctrica. Él sabía a qué me refería yo, y, como siempre, se dedicaba a no hacer caso y a comportarse como mi profesor, que era exactamente lo que debía hacer. Con un suspiro, me quité de la cabeza mis sentimientos hacia él e intenté recordar que estaba a punto de tocar el arma que había anhelado desde mi niñez. El recuerdo de la casa de los Badica se hizo de nuevo conmigo. Los strigoi estaban ahí fuera. Tenía que concentrarme.
Vacilante, casi de un modo reverencial, alargué la mano y cerré los dedos alrededor del mango. El metal estaba frío y me hizo sentir un cosquilleo en la piel. Se hallaba grabado a todo lo largo del mango para facilitar el agarre, sin embargo la superficie me pareció tan lisa como el cristal. La retiré de su mano, la atraje hacia mí y me tomé mi tiempo para estudiarla y acostumbrarme a su peso. Una parte ansiosa en mi interior quería darse la vuelta y atravesar a todos los muñecos pero, en cambio, levanté la vista hacia Dimitri y le pregunté:
—¿Qué debo hacer primero?
A su típica manera, repasó en primer lugar los fundamentos y fue puliendo la forma en que sostenía la estaca y me movía con ella. Más adelante, me dejó por fin atacar a uno de los muñecos y, en ese preciso momento, descubrí de verdad que no era nada fácil. La evolución había hecho algo inteligente protegiendo el corazón con el esternón y las costillas. No obstante, y a pesar de todo ello, Dimitri no flaqueó en su diligencia y actitud paciente, me fue guiando paso a paso y corrigió hasta el menor de los detalles.
—Pásala hacia arriba, a través de las costillas —me explicó al verme intentar encajar la punta de la estaca en un hueco entre los huesos—. Te resultará más fácil al ser más baja que la mayoría de tus atacantes. Además, la puedes clavar a lo largo del borde inferior de las costillas.
Cuando finalizó el entrenamiento, recuperó la estaca y me hizo un gesto de aprobación.
—Bien. Muy bien.
Permanecí mirándole sorprendida. No era habitual en él prodigarse en halagos.
—¿De verdad?
—Te sale como si llevases años haciéndolo.
Sentí cómo una sonrisa de agrado me afloraba en el rostro conforme nos dirigimos a la salida de la sala de prácticas. Cuando llegamos junto a la puerta, reparé en un muñeco con el pelo rojizo y rizado. De golpe, todo lo sucedido en clase de Stan volvió a darme vueltas en la cabeza. Se me puso mala cara.
—¿Puedo atravesar a ése la próxima vez?
Dimitri recogió su abrigo y se lo puso. Era largo, de color marrón, hecho de cuero envejecido, y se parecía mucho a un guardapolvo de vaquero, aunque él jamás lo admitiría. Sentía una secreta fascinación por el Oeste americano. La verdad es que yo no terminaba de entenderlo, pero, en aquella época, tampoco entendía sus peculiares preferencias musicales.
—No creo que sea muy saludable —me dijo.
—Sería mejor que si me fuese a hacérselo de verdad a ella —mascullé al tiempo que me colgaba la mochila del hombro.
Salimos de la sala al gimnasio.
—La violencia no es la respuesta a tus problemas —me dijo en plan sabio.
—Es ella quien tiene el problema. Y además, pienso que toda mi educación se ha basado en que la violencia es la respuesta.
—Sólo con quienes la utilizan contigo primero. Tu madre no te está atacando. Lo único que pasa es que os parecéis demasiado, eso es todo.
Me detuve.
—¡Yo no me parezco en nada a ella! Bueno… más o menos tenemos los mismos ojos, pero yo soy mucho más alta. Y mi pelo es totalmente distinto —dije señalándome la coleta, por si acaso no se había dado cuenta todavía de lo poco que mi pelazo castaño tirando a negro se parecía a sus ricitos de color caoba.
No había perdido aún una cierta expresión divertida, pero había también algo de dureza en su mirada.
—No me refiero a vuestro aspecto, y lo sabes.
Aparté la vista de aquella mirada de plena consciencia. Mi atracción por Dimitri se había encendido casi en el momento en que nos conocimos, y tampoco fue porque estuviese tan macizo. Me sentía como si él entendiese una parte de mí que yo misma no era capaz de entender, y a veces estaba bastante segura de que yo comprendía partes de él que él mismo tampoco comprendía.
El único problema era que él tenía la irritante tendencia a señalar cosas sobre mí que yo no quería entender.
—¿Crees que estoy celosa?
—¿Lo estás? —me preguntó. Odiaba que respondiese a mis preguntas con otra pregunta—. Si es así, ¿de qué estás celosa en concreto?
Volví a mirar a Dimitri.
—No lo sé. Puede que esté celosa de su reputación. Puede que esté celosa de que haya dedicado más tiempo a su reputación que a mí. No sé.
—¿Y a ti no te parece que lo que hizo estuvo genial?
—Sí. No. No lo sé. Es sólo que me ha sonado a un montón de… no sé… como si estuviese alardeando. Como si lo hubiese hecho por la fama —hice una mueca—. Por las marcas —las marcas molnija eran tatuajes que se otorgaba a los guardianes cuando mataban strigoi. Cada una tenía el aspecto de una equis minúscula formada por rayos. Iban en la parte de atrás del cuello y venían a ser una muestra de lo experimentado que era un guardián.
—¿Crees que merece la pena matar strigoi por unas simples marcas? Creía que habías aprendido algo en la casa de los Badica.
Me sentí como una imbécil.
—Eso no es lo que yo…
—Venga ya.
Me detuve.
—¿Qué?
Habíamos estado caminando en dirección a mi dormitorio, pero en ese momento Dimitri hizo un gesto con la cabeza señalando el lado contrario del campus.
—Quiero enseñarte algo.
—¿Qué es?
—Que no todas las marcas son condecoraciones.