TRES

Había mucho jaleo en el vestíbulo de mi dormitorio cuando bajé a toda prisa las escaleras camino de mis prácticas de antes de clase. El bullicio no me sorprendió. Una noche de buen sueño había bastado para ahuyentar las imágenes del día anterior, pero sabía que ni a mis compañeros ni a mí nos resultaría sencillo olvidar lo que había ocurrido a las afueras de Billings.

Y aun así, percibí algo raro al estudiar los rostros y los grupos de los demás novicios. Todavía se respiraban el temor y la tensión del día antes, sin ninguna duda, pero había también algo nuevo: emoción. Una pareja de novicios de primer año casi chillaba de alegría mientras hablaba en susurros. Cerca de ellos, un grupo de tíos de mi edad hacía gestos exagerados con sonrisas de entusiasmo pintadas en la cara.

Debía de estar perdiéndome algo de lo que estaba sucediendo allí, a menos que todo lo del día anterior hubiese sido un sueño. Tuve que hacer uso de todo mi autocontrol para no acercarme a preguntarle a alguien qué era lo que pasaba, si me entretenía llegaría tarde a las prácticas, aunque la curiosidad me mataba. ¿Habrían encontrado y matado a los strigoi y a sus humanos? Aquello serían buenas noticias, sin duda, pero algo me decía que no era ése el caso. Empujé y abrí las puertas de la entrada principal mientras me lamentaba por tener que esperar hasta el desayuno para enterarme.

—No huyas, Ha-tha-way, cobardica —me llamó una voz canturreando.

Miré a mi espalda y sonreí. Mason Ashford, otro novicio y uno de mis mejores amigos, aceleró el paso y se puso a mi altura.

—¿Qué edad tienes, tío, doce años? —le pregunté sin dejar de avanzar en dirección al gimnasio.

—Casi —dijo él—. Ayer eché de menos tu sonriente rostro. ¿Dónde estuviste?

Al parecer, mi presencia en la casa de los Badica no era aún de dominio público. No es que fuese un secreto ni nada por el estilo, pero no me apetecía andar contando detalles en plan gore.

—Tuve un rollo de esos de preparación con Dimitri.

—Dios —masculló Mason—. Ese tío siempre está haciéndote currar. ¿No se da cuenta de que nos priva de tu belleza y tu encanto?

—¿Sonriente rostro? ¿Belleza y encanto? Estás exagerando un pelín esta mañana, ¿no crees? —me reí yo.

—Qué pasa, yo sólo digo las cosas como son. En serio, eres afortunada al tener cerca de ti a alguien tan meloso y brillante como yo que te preste tanta atención.

Seguí sonriendo. A Mason le iba mucho el tonteo; y le encantaba tontear conmigo en particular, en parte porque a mí se me daba bien y me gustaba seguirle el rollo, aunque yo sabía que sus sentimientos hacia mí iban más allá de la amistad, y aún tenía que decidir cómo me sentía con aquello. Los dos teníamos el mismo sentido del humor bobo y con frecuencia dábamos la nota para llamar la atención, tanto en clase como con los amigos. Mason tenía unos ojos azules increíbles y un pelo rojizo alborotado que nunca parecía quedarse en su sitio. Le quedaba mono.

Sin embargo, empezar a salir con alguien distinto iba a resultarme difícil mientras siguiese pensando a todas horas en el momento en que estuve medio desnuda en la cama con Dimitri.

—Meloso y brillante, ¿verdad? —hice un gesto negativo con la cabeza—. No me parece que me prestes a mí ni la mitad de atención que a tu propio ego. Alguien va a tener que bajarte un poco los humos.

—¿Ah, sí? —preguntó él—. Bueno, pues en las pistas podrás intentarlo con todas tus fuerzas.

Me detuve.

—¿En las qué?

—Las pistas —inclinó la cabeza—. Ya sabes, el viaje de esquí.

—¿Qué viaje de esquí? —al parecer me estaba perdiendo algo gordo.

—¿Dónde has estado esta mañana? —me preguntó, mirándome como si estuviese loca.

—¡En la cama! Me acabo de levantar, hace como unos cinco minutos. Ahora empieza por el principio y cuéntame de qué estás hablando —me estremecí por la ausencia de movimiento—. Y no dejemos de andar —y nos pusimos en marcha.

—Vale, sabes que ahora todo el mundo tiene miedo de dejar que sus hijos vuelvan a casa en Navidad, ¿no? Bueno, pues he ahí ese enorme albergue de esquí en Idaho que usan en exclusiva los miembros de la realeza y los moroi ricos. Los dueños lo van a abrir para los estudiantes de la academia y sus familias, y en realidad para cualquier otro moroi que quiera ir. Con todo el mundo en un único sitio, habrá un ejército de guardianes para proteger el lugar, de forma que resultará completamente seguro.

—No lo puedes estar diciendo en serio —dije. Llegamos al gimnasio y entramos a resguardo del frío.

Mason asintió enérgicamente.

—Es cierto. El sitio tiene que ser alucinante —me dedicó esa sonrisa suya que siempre me hacía responderle con otra—. Vamos a estar a cuerpo de reyes, Rose; al menos durante una semana o así. Salimos el día de después de Navidad.

Me quede allí de pie, tan emocionada como sorprendida. Aquello no lo había visto venir. Ciertamente, se trataba de una idea genial que permitía reunirse a las familias de una forma segura. ¡Y menudo punto de encuentro! Un albergue de esquí de la realeza. Yo, que me veía pasando la mayor parte de mis vacaciones aquí encerrada y tirada delante de la tele con Lissa y Christian, ahora me iba a dar la gran vida en un alojamiento de cinco estrellas. Langosta para cenar. Masajes. Instructores de esquí monísimos…

El entusiasmo de Mason resultaba contagioso. Podía sentir cómo me iba inundando y, de golpe, pegó un frenazo.

Él estudió mi expresión y enseguida notó el cambio.

—¿Qué pasa? Está genial.

—Que sí —admití—, y entiendo que todo el mundo se emocione, pero la razón por la cual vamos a ir a ese sitio tan guay es porque, bueno, porque ha muerto gente. Quiero decir que… ¿no te parece macabro todo esto?

La expresión alegre de Mason se ensombreció un poco.

—Sí, pero nosotros seguimos vivos, Rose, y no podemos dejar de vivir porque otros hayan muerto. Y nos tenemos que asegurar de que sea más la gente que no muere. Por eso es tan genial la idea de ir a ese sitio, porque es seguro —su mirada se llenó de furia—. Dios, me muero de ganas de salir ahí fuera. Después de enterarme de lo que ha pasado, sólo quiero ir a cargarme unos cuantos strigoi. ¿Sabes? Ojalá pudiéramos ir ahora mismo. No hay razón para no hacerlo. Podría venirles bien la ayuda extra, y ya sabemos de sobra todo lo que necesitamos saber.

La ferocidad en su voz me recordó mi arrebato del día anterior, aunque él no se había rebotado tanto como yo. Sus deseos de actuar resultaban impetuosos e ingenuos, y los míos habían surgido de una extraña irracionalidad oscura que aún no entendía por completo.

Al ver que no respondía, Mason me miró con extrañeza.

—¿Es que tú no quieres?

—No lo sé, Mase —bajé la mirada al suelo para evitar sus ojos mientras estudiaba la punta de mi zapato—. A ver, yo tampoco quiero a los strigoi sueltos por ahí, matando gente; y quiero pararles los pies en teoría… pero, bueno, no andamos ni siquiera cerca de estar preparados. He visto de qué son capaces… no sé. Acelerarse no es la respuesta —hice un gesto negativo con la cabeza y volví a alzar la mirada. Cielo santo. Mi voz sonaba tan lógica y precavida, sonaba a Dimitri—. No es que sea importante, ya que en realidad no es algo que vaya a pasar. Supongo que vale con que nos emocionemos con el viaje, ¿no?

Mason cambiaba de estado de ánimo con rapidez, y regresó una vez más a su trato fácil.

—Sip. Y será mejor que intentes acordarte de cómo se esquía, porque te voy a retar ahí fuera a que le bajes los humos a mi ego. Cosa que no creo que ocurra, claro.

Volví a sonreír.

—Chaval, te aseguro que me va a dar mucha pena cuando te haga llorar. Ya casi me siento culpable.

Abrió la boca, sin duda para soltar alguna réplica de gallito, y entonces vio algo de reojo —o, mejor dicho, a alguien— a mi espalda. Yo miré por encima de mi hombro y vi cómo se acercaba la alta silueta de Dimitri desde el lado opuesto del gimnasio.

Mason me dedicó una caballerosa reverencia.

—Aquí llega vuestro amo y señor. Te veo luego, Hathaway. Empieza a planear tus estrategias para el esquí —abrió la puerta y desapareció en la gélida oscuridad. Me di la vuelta y me acerqué a Dimitri.

Igual que otros novicios dhampir, yo pasaba la mitad de mi jornada escolar con una u otra forma de entrenamiento como guardiana, ya fuese verdadero combate físico o aprendizaje sobre los strigoi y sobre cómo defenderse de ellos. A veces los novicios también teníamos prácticas después de clase. El mío, sin embargo, era un caso único.

Aún me mantenía firme en mi decisión de huir de St. Vladimir. Victor Dashkov había supuesto una amenaza demasiado grande para Lissa; pero nuestras largas vacaciones habían tenido también sus consecuencias. Estar lejos durante dos años había hecho que me quedase atrás en mi formación como guardiana, de manera que la academia había decidido que yo debía compensarlo asistiendo a clases particulares antes y después de clase.

Con Dimitri.

De lo que ellos no tenían ni idea es de que también me estaban dando clases para aprender a evitar la tentación. No obstante, aparte de la atracción que ejercía sobre mí, yo aprendía rápido, y con su ayuda, ya casi había alcanzado al resto de alumnos de mi edad.

Al ver que no llevaba puesto el abrigo, supe que aquel día trabajaríamos en el interior: buenas noticias. Fuera hacía un frío tremendo. Sin embargo, la felicidad que sentí con aquello no fue nada en comparación con los sentimientos que me produjo ver con claridad lo que había preparado en una de las salas de entrenamiento.

Había una serie de muñecos de prácticas dispuestos contra la pared más lejana, unos muñecos con una increíble apariencia de estar vivos: nada de sacos de arpillera rellenos de paja, sino hombres y mujeres vestidos con ropa común y corriente, con la piel de goma y el pelo y los ojos de diversos colores. Las expresiones de sus rostros iban de la felicidad al temor o la ira. Ya había trabajado con ellos antes, en otras sesiones de entrenamiento, para practicar puñetazos y patadas, pero nunca lo había hecho con lo que Dimitri llevaba en la mano: una estaca de plata.

—De lujo —suspiré.

Era idéntica a la que encontré en la casa de los Badica. Tenía un mango en un extremo, casi como una empuñadura sin los pequeños adornos de los lados. Y ahí se acababa su parecido a una daga. En lugar de una hoja plana, la estaca poseía un cuerpo grueso, cilíndrico, que finalizaba en punta, como una especie de punzón para el hielo. De extremo a extremo era un poco más pequeña que mi antebrazo.

Dimitri se apoyó contra la pared en plan informal, en una postura cómoda que siempre le quedaba sorprendentemente bien a pesar de sus casi dos metros y cinco centímetros de estatura. Lanzó la estaca al aire con una mano, ésta giró un par de vueltas completas sobre sí misma y cayó. La cogió por la empuñadura.

—Por favor, dime que tengo que aprender a hacer eso hoy —le dije.

Un fogonazo de diversión iluminó la profunda oscuridad de sus ojos. Me da que a veces las pasaba canutas para mantener la cara de seriedad conmigo.

—Digamos que tendrás suerte si te dejo que la toques hoy —contestó él. Volvió a soltar la estaca al aire. La seguí con la mirada un buen rato. Empecé a pensar que, en realidad, yo ya había tenido una en la mano, pero sabía que esa línea de razonamiento no iba a llevarme a ninguna parte. En cambio, lo que hice fue dejar mi mochila en el suelo, tiré allí mi abrigo y me crucé de brazos a la espera. Llevaba puestos unos pantalones sueltos, de cintura alta, y una camiseta de tirantes cubierta con una sudadera con capucha. Me había sujetado el pelo, oscuro, en una cola de caballo bien tirante. Lista para lo que me echasen.

—Ahora quieres que te cuente cómo funcionan y por qué siempre tengo que ser precavida con ellas —le solté. Dimitri dejó de tirar la estaca al aire y se me quedó mirando, sorprendido—. Venga, tío —me reí—, ¿no crees que a estas alturas ya me conozco cómo funcionas? Llevamos haciendo esto casi tres meses. Siempre me haces soltar el rollo de la seguridad y la responsabilidad antes de dejarme hacer algo divertido.

—Ya veo —dijo—. Bueno, imagino que ya lo has descubierto todo solita, así que, faltaría más, continúa con la clase. Yo me quedaré aquí esperando hasta que vuelvas a necesitarme otra vez.

Guardó la estaca en una pequeña vaina de cuero que colgaba de su cinturón y se acomodó contra la pared con las manos metidas en los bolsillos. Yo me quedé esperando; creí que bromeaba, pero cuando vi que no decía nada más, me di cuenta de que sus palabras iban en serio. Me encogí de hombros y le solté todo lo que sabía.

—La plata siempre tiene unos efectos muy fuertes sobre toda criatura mágica: puede serle de ayuda o causarle daño si ejerces el suficiente poder sobre ella. Estas estacas son realmente potentes, porque se necesitan cuatro moroi distintos para hacerlas, y utilizan cada uno de los cuatro elementos durante su forja —fruncí el ceño, al caer en algo de pronto—. Bueno, excepto el espíritu. Así que estas cosas están supercargadas y son prácticamente la única arma no decapitadora que puede causar daño a un strigoi, pero para matarlo hay que atravesarle el corazón con ella.

—¿Te harían daño a ti?

Lo negué con la cabeza.

—No. O sea, bueno, sí. Si me atraviesas el corazón con ella, sí; pero a mí no me haría el mismo daño que a un moroi. Hazle un arañazo con esto a uno de ellos y le haces la verdadera pascua, pero no se la haces tanto como a un strigoi. A los humanos tampoco les causan daño.

Me detuve un instante con la mirada perdida en dirección a la ventana que había a la espalda de Dimitri. La escarcha helada cubría el cristal formando patrones brillantes, cristalinos, pero yo apenas si me percaté de ello. El hecho de mencionar a los humanos y las estacas me había transportado de vuelta a la casa de los Badica. La sangre y la muerte me atravesaron el pensamiento.

Al ver a Dimitri, que me observaba, aparté aquellos recuerdos y proseguí con la lección. Él hacía algún gesto de asentimiento de vez en cuando o me lanzaba alguna pregunta aclaratoria. Conforme iba pasando el tiempo, yo tenía la esperanza de que me dijese que había terminado y que podía liarme a estacazos con los muñecos. En cambio, aguardó hasta casi diez minutos antes del final de nuestra sesión para llevarme frente a uno de ellos: un hombre con el pelo rubio y perilla. Dimitri extrajo la estaca de la vaina pero no me la ofreció.

—¿Dónde le clavarías esto? —me preguntó.

—En el corazón —repliqué irascible—, ya te lo he dicho como unas cien veces. ¿Puedo cogerla ya?

Él se sonrió.

—¿Dónde está el corazón?

Le puse cara de «¿estás de coña?» pero él se limitó a fruncir el ceño. Con un énfasis sobreactuado, señalé el lado izquierdo del pecho del muñeco. Dimitri hizo un gesto negativo con la cabeza.

—El corazón no está ahí —me dijo.

—Ya te digo si está ahí, justo donde la gente se pone la mano cuando jura lealtad a la bandera o canta el himno nacional.

Continuó mirándome y a la expectativa.

Me volví hacia el muñeco y lo examiné. En la profundidad de mi mente, recordaba haber aprendido reanimación cardiopulmonar y dónde había que poner las manos. Di unos golpecitos en el centro del pecho del muñeco.

—¿Está aquí?

Dimitri arqueó una ceja. Por lo general a mí me parecía que aquello molaba pero, en aquel momento, sólo me pareció molesto.

—No lo sé —dijo—, ¿está ahí?

—Eso es lo que te estoy preguntando.

—Es que no tendrías que preguntármelo. ¿No tenéis todos la obligación de dar clases de fisiología?

—Sí, en segundo año. Yo estaba de «vacaciones», ¿recuerdas? —señalé a la estaca brillante—. ¿Puedo tocarla ya?

Volvió a tirarla al aire, haciendo que lanzase destellos con la incidencia de la luz, y de nuevo desapareció en la vaina.

—Quiero que me cuentes dónde está el corazón la próxima vez que nos veamos. El lugar exacto. Y también los obstáculos que hay en su camino.

Le dediqué la más feroz de mis miradas, que —a juzgar por su expresión— no debió de ser tan feroz. Nueve de cada diez veces, yo pensaba que Dimitri era lo más sexy sobre la faz de la tierra. La décima eran situaciones como ésta…

Salí de allí camino de mi primera hora, una clase de combate, y ya iba de morros. No me gustaba quedar como una inútil delante de Dimitri y tenía muchas, muchas ganas de utilizar una de esas estacas. Así que, en clase, pagué mi frustración con todo aquel a quien pude atizarle una patada o un puñetazo. Ya cerca del final de la hora, nadie quería hacer los ejercicios conmigo. De forma accidental, le arreé tan fuerte a Meredith —una de las pocas chicas de mi clase— que lo sintió bien a través de la protección de la barbilla. Le iba a salir un moratón bastante feo y no dejaba de mirarme como si creyese que lo había hecho aposta. Me disculpé pero no sirvió de nada.

A continuación, Mason volvió a dar conmigo.

—Vaya, vaya —dijo mientras estudiaba la expresión de mi cara—. ¿Quién te ha puesto de mala leche?

De inmediato le solté mi charla sobre la estaca de plata y el corazón.

Para más inri, él se partió de risa.

—¿Cómo es posible que no sepas dónde está el corazón? En especial teniendo en cuenta la cantidad de ellos que has roto.

Le dediqué a él la misma mirada feroz que a Dimitri, aunque esta vez funcionó. El rostro de Mason palideció.

—Belikov es un malvado y un perverso al que deberían echar a un foso de víboras rabiosas por el gran delito que ha cometido en tu contra esta mañana.

—Gracias —dije con remilgos. A continuación me quedé pensativa—. ¿Las víboras pueden tener la rabia?

—No veo yo por qué no. Cualquier cosa puede tenerla, pienso —me sostuvo abierta la puerta del pasillo—. No obstante, el ganso canadiense puede ser peor que las víboras.

Le miré de reojo.

—¿Los gansos son más mortíferos que las víboras?

—¿Has intentado dar de comer alguna vez a esos cabroncetes? —me preguntó, sin lograr mantener la seriedad que fingía—. Son unas fieras. Si te echan a las víboras, tienes una muerte rápida, pero ¿con los gansos? Eso puede durar días, con mucho más sufrimiento.

—Vaya, no sé si debería estar impresionada o asustada porque le hayas estado dando vueltas a eso —apostillé.

—Sólo busco formas creativas de vengar tu honor, eso es todo.

—Nunca me pareciste creativo, Mase.

Nos quedamos fuera del aula de nuestra segunda clase. La expresión de Mason era aún alegre y bromista, pero hubo un punto sugerente en su voz cuando retomó la palabra.

—Rose, cuando estoy cerca de ti, se me ocurre todo tipo de cosas creativas que hacer.

Yo aún tenía en la boca la risita por lo de las víboras aunque se me cortó de golpe, y me quedé mirándole sorprendida. Siempre había pensado que Mason era mono, pero con esa mirada seria y velada en sus ojos, de repente se me ocurrió por primera vez que en realidad era en cierto modo sexy.

—Anda, mira por dónde —rió él al darse cuenta de lo mucho que me había pillado con la guardia baja—. Rose se queda sin habla. Ashford 1, Hathaway 0.

—Eh, que no quiero hacerte llorar antes del viaje. No sería divertido si resulta que ya te he destrozado antes siquiera de que pisemos las pistas.

Se rió y entramos en la sala. Se trataba de una clase teórica de guardaespaldas que se daba en un aula propiamente dicha en lugar de en el campo de prácticas. Resultaba un agradable paréntesis en el esfuerzo físico. Aquel día había tres guardianes de pie en la parte de delante, y no eran miembros del personal de la academia. Visitantes del período de vacaciones, caí yo. Los padres y sus guardianes ya habían empezado a llegar al campus para acompañar a sus hijos a la estación de esquí. Me picó la curiosidad de inmediato.

Uno de los visitantes era un tío alto con aspecto de tener más de cien años pero también de ser aún capaz de patearte el trasero a base de bien. El otro tío era más o menos de la edad de Dimitri. Tenía la piel muy bronceada y un físico lo bastante bien moldeado como para hacer que algunas de las chicas de la clase pareciesen a punto de derretirse.

El último guardián era una mujer. Tenía el pelo de color caoba, muy corto y rizado, y justo en ese momento, pensativa, mantenía entrecerrados los ojos, marrones. Como ya he contado, muchas mujeres dhampir prefieren tener hijos en lugar de seguir la senda de los guardianes. Dado que yo me encontraba también entre las pocas mujeres de la profesión, siempre me emocionaba conocer a otras: como Tamara.

Sólo que ésta no era Tamara. Era alguien a quien conocía desde hace años, alguien que conseguía provocar en mí de todo menos orgullo y emoción. Al contrario, lo que yo sentía era resentimiento: resentimiento, ira y una violenta indignación.

La mujer que se hallaba de pie frente a la clase no era otra que mi madre.