VEINTITRÉS

Las temperaturas habían ascendido el día de mi ceremonia molnija. Es más, se habían templado tanto que gran parte de la nieve acumulada por el campus comenzó a derretirse y a descender en forma de delgados riachuelos plateados por los laterales de los edificios de piedra de la academia.

Había salido del incidente de Spokane con cortes y magulladuras leves, y las quemaduras que me produjeron las esposas al derretirse fueron la peor de mis lesiones; no obstante, aún lo estaba pasando muy mal por la muerte que había causado y la muerte que había presenciado. Yo deseaba poco más que hacerme un ovillo en alguna parte y no hablar con nadie, excepto quizá con Lissa, pero en mi cuarto día tras la vuelta a la academia, mi madre me localizó y me dijo que me tocaba recibir los tatuajes.

Me costó un rato comprender de qué estaba hablando, hasta que caí en que al decapitar a dos strigoi me había ganado dos marcas molnija. Mis primeras. Al entenderlo me quedé atónita. Durante toda mi vida, al pensar en mi futuro como guardiana, había anhelado aquellas marcas, las había visto como condecoraciones, pero ¿ahora? Serían principalmente recordatorios de algo que deseaba olvidar.

La ceremonia tuvo lugar en el edificio de los guardianes, en una gran sala que utilizaban para reuniones y banquetes. No se parecía en nada al gran salón de celebraciones del refugio, resultaba práctico, eficiente, igual que los guardianes. La alfombra era de un tono gris azulado, fina y tupida. De las paredes, de un sencillo color blanco, colgaban fotos enmarcadas y en blanco y negro de St. Vladimir a lo largo de los años. No había ninguna otra decoración ni fanfarrias, aunque la solemnidad e importancia del momento resultaban palpables. Asistieron todos los guardianes del campus, pero ni un solo novicio, y aguardaron en el salón principal del edificio, en grupos, aunque sin decir una palabra. Cuando se inició la ceremonia, formaron en filas ordenadas sin que nadie se lo mandase y me observaron.

Yo me encontraba sentada en un taburete en una esquina de la sala, inclinada hacia delante y con el pelo echado sobre la cara. Detrás de mí, un guardián llamado Lionel sostenía una aguja de tatuador apoyada en mi nuca. Le conocía desde que llegué a la academia, pero jamás supe que hubiese aprendido a dibujar las marcas molnija.

Antes de comenzar, Lionel había mantenido una conversación entre susurros con mi madre y con Alberta. «Pero no tiene la marca de la promesa —había dicho él—. No se ha graduado aún». «Es lo que hay —dijo Alberta—. Ella los mató. Haz los tatuajes y ya recibirá la marca de la promesa más adelante».

Teniendo en consideración el dolor al cual yo misma me sometía con regularidad, no me había imaginado que los tatuajes doliesen tanto, y me mordí el labio y permanecí en silencio mientras Lionel me hacía las marcas. Aquello parecía no tener fin. Cuando terminó, sacó un par de espejos y, con alguna que otra maniobra, pude verme la nuca. Allí se encontraban las dos minúsculas marcas negras, la una junto a la otra, sobre mi piel, sensible y enrojecida. Molnija significaba «relámpago» en ruso, y aquello era lo que su forma dentada pretendía simbolizar. Dos marcas. Una por Isaiah, otra por Elena.

Una vez las hube visto, las cubrió con un vendaje y me dio instrucciones para cuidarlas mientras se curaban. No me enteré de la mayor parte de lo que dijo, pero imaginé que podría volver a preguntarlo más tarde. Seguía en una especie de estado de shock con todo aquello.

A continuación, todos los guardianes allí reunidos vinieron hacia mí de uno en uno. Cada uno me ofreció un signo de afecto de alguna clase —un abrazo, un beso en la mejilla— y palabras amables.

—Bienvenida a filas —dijo Alberta, con el cariño en su ajado rostro al tiempo que me sumergía en un fuerte abrazo.

Dimitri no me dijo nada cuando llegó su turno pero, como siempre, sus ojos hablaban por él. Su expresión estaba repleta de orgullo y de ternura, y yo me tragué las lágrimas. Con cariño, me posó una mano en la mejilla, asintió y se marchó.

Pensé que me iba a desmayar cuando Stan —el instructor con el que más me había peleado desde mi primer día en la academia— me abrazó y dijo:

—Ahora eres uno de los nuestros. Siempre supe que serías una de los mejores.

Y después, cuando mi madre llegó hasta mí, no pude evitar la lágrima que descendió por mi mejilla. Ella la enjugó y a continuación me acarició la nuca con los dedos.

—Jamás lo olvides —me dijo.

Nadie dijo «enhorabuena», y eso me agradó. La muerte no era algo de lo que alegrarse.

Cuando todo hubo terminado se sirvió comida y bebida. Me acerqué a la mesa del bufé y me preparé un plato con quiches de queso feta en miniatura y una porción de tarta de queso y mango. Comí sin llegar realmente a saborear la comida y estuve respondiendo a las preguntas de los demás sin saber lo que decía la mitad de las veces. Era como si fuese un robot de Rose que cumplía con las formalidades de lo que se esperaba de mí. En la nuca, la piel me aguijoneaba por los tatuajes, y en mi mente, no dejaba de ver los ojos azules de Mason y los rojos de Isaiah.

Me sentí culpable por no disfrutar más de mi gran día, pero fue para mí un alivio cuando el grupo comenzó por fin a dispersarse. Mi madre se acercó hasta mí mientras que el resto se despedía en susurros; aparte de sus palabras allí, durante la ceremonia, no habíamos hablado mucho desde que me vine abajo en el avión. Aún me sentía un poco rara con aquello, y también un poco avergonzada. Ella nunca lo había mencionado, pero algo muy pequeño en la naturaleza de nuestra relación se había transformado. No estábamos cerca, ni mucho menos, de ser amigas… pero tampoco éramos ya enemigas.

—Lord Szelsky se marcha enseguida —me dijo allí de pie, cerca de la entrada del edificio, no muy lejos del lugar donde yo le había gritado el primer día que hablamos—, y yo con él.

—Lo sé —le dije. No cabía la menor duda de que se iba a marchar. Así eran las cosas. Los guardianes seguían a los moroi. Ellos eran lo primero.

Me observó durante unos instantes, con una mirada pensativa en sus ojos castaños. Por vez primera en mucho tiempo me sentí como si realmente nos estuviésemos mirando a los ojos, en contraposición a sus miradas por encima del hombro. Ya era hora, también, teniendo en cuenta los quince centímetros de altura que yo le sacaba por lo menos.

—Lo hiciste bien —dijo por fin—, teniendo en consideración las circunstancias.

Aquello no era más que medio halago, pero no me merecía más. Ahora comprendía los errores y la falta de juicio que habían conducido a los acontecimientos en la casa de Isaiah. Algunos habían sido culpa mía. Ojalá hubiese podido alterar algunos de mis actos, pero sabía que ella estaba en lo cierto. Al final, yo lo había hecho lo mejor que había podido con el desastre que tenía ante mí.

—Matar strigoi no es algo tan glamuroso como yo creía —le dije.

Me mostró una sonrisa triste.

—No. Nunca lo es.

Pensé entonces en todas las marcas que llevaba ella en la nuca. En todas las muertes. Sentí un escalofrío.

—Eh, oye —ansiosa por cambiar de tema, me metí la mano en el bolsillo y saqué el colgante con el pequeño ojo azul que me había regalado—. ¿Es un n… nazar? —tartamudeé el nombre. Pareció sorprendida.

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

No quería explicarle mis sueños con Adrian.

—Bueno, me lo ha contado alguien. Es un objeto protector, ¿verdad?

Su rostro adoptó una mirada pensativa y, a continuación, exhaló y asintió.

—Sí. Proviene de una antigua superstición de Oriente Próximo… Hay gente que cree que quienes desean hacerte daño te pueden maldecir, o echarte un «mal de ojo». El nazar sirve para contrarrestar el mal de ojo… y, bueno, para proporcionar protección en general a quienes lo llevan.

Pasé los dedos por el trozo de cristal.

—Oriente Próximo… es decir, sitios como, mmm…, ¿Turquía?

Mi madre frunció los labios.

—Lugares exactamente como Turquía —vaciló—. Fue… un regalo. Un regalo que recibí hace mucho tiempo… —su mirada se tornó introspectiva, como perdida en el recuerdo—. Yo recibía muchas… atenciones por parte de los hombres cuando tenía tu edad. Atenciones que al principio parecían halagadoras, pero no al final. A veces resulta difícil explicar la diferencia entre lo que es verdadero afecto y lo que no es más que alguien que se quiere aprovechar de ti. Aunque cuando lo sientas de verdad… bueno, entonces lo sabrás.

Comprendí en ese momento por qué era tan sobreprotectora con mi reputación: ella había puesto en peligro la suya propia cuando era joven. Tal vez se había dañado algo más que eso.

También supe por qué me había dado el nazar. Mi padre se lo había dado a ella. Imaginé que no querría hablar más sobre el tema, así que no hice preguntas. Bastaba con saber que quizá, sólo quizá, su relación al fin y al cabo no había sido una cuestión laboral o de genes.

Nos despedimos y regresé a mis clases. Todo el mundo sabía dónde había estado yo por la mañana, y mis compañeros novicios querían ver mis marcas molnija. No les culpaba por ello, de haberse encontrado intercambiados nuestros papeles, yo también me hubiese perseguido para verlas.

—Venga, Rose —me suplicó Shane Reyes. Salíamos de clase práctica matinal, y no dejaba de darme manotazos en la coleta. Me anoté un recordatorio mental para dejarme el pelo suelto al día siguiente. Unos cuantos más nos siguieron y se hicieron eco de su petición.

—Sí, tía, venga. ¡Enséñanos lo que has conseguido gracias a tu manejo de la espada!

Sus ojos brillaban con ansia y emoción. Era una heroína para ellos, la compañera de clase que había despachado a los líderes de una banda nómada de strigoi que tan aterrorizados nos había tenido durante las vacaciones. Sin embargo, mis ojos se cruzaron con los de alguien situado en segundo plano dentro del grupo. Alguien que no tenía aspecto ni de ansia ni de emoción. Eddie. Al encontrarse nuestras miradas esbozó una sonrisa leve y triste. Lo comprendía.

—Lo siento, chicos —dije volviéndome al resto—. Tienen que estar vendadas. Órdenes del médico.

Recibieron aquello con quejidos que pronto se convirtieron en preguntas acerca de cómo había matado en realidad a los strigoi. La decapitación era una de las formas más difíciles y raras de matar a un vampiro; no es que fuera precisamente cómodo llevar una espada por ahí. Así que hice lo que estuvo en mi mano para contar a mis amigos lo que había pasado, asegurándome de ceñirme a los hechos y de no glorificar las muertes. La jornada escolar no pudo haber finalizado en mejor momento, y Lissa me acompañó durante el camino de regreso a mi edificio. No habíamos dispuesto de muchas oportunidades para charlar desde que sucediese todo lo de Spokane. Yo me vi sometida a una buena cantidad de preguntas, y luego se celebró el funeral de Mason. Lissa también se había visto atrapada en sus propias ocupaciones con la realeza que abandonaba el campus, de manera que no había disfrutado de mucho más tiempo libre que yo.

Estar cerca de ella me hacía sentir mejor. Aunque me pudiera introducir en sus pensamientos, no era exactamente lo mismo que estar en persona con alguien de carne y hueso a quien le importases.

Cuando llegamos frente a la puerta de mi cuarto, vi un ramo de fresias en el suelo, cerca de ésta. Con un suspiro, cogí las fragantes flores sin mirar siquiera la tarjeta adjunta.

—¿De quién son? —preguntó Lissa mientras yo abría la puerta.

—De Adrian —le dije. Entramos, y señalé en dirección a mi mesa, donde descansaban más ramos, y dejé las fresias al lado—. Qué bien me va a venir cuando se vaya del campus. Me parece que no voy a ser capaz de aguantar esto mucho más.

Se volvió hacia mí, sorprendida.

—Ah, mmm… Es que no lo sabes.

Percibí ese pinchazo de advertencia a través del vínculo que me decía que no me iba a gustar lo que estaba al caer.

—¿Qué es lo que no sé?

—Mmm…, que no se va. Se queda aquí un tiempo.

—Tiene que marcharse —le discutí. Hasta donde yo sabía, la única razón de que él hubiese vuelto era el funeral de Mason, e incluso no estaba segura de por qué había hecho eso ya que él apenas le conocía. Puede que Adrian hubiese venido tan sólo de cara a la galería, o puede que para seguir acechándonos a Lissa y a mí—. Va a una facultad. O quizá a un reformatorio, yo qué sé, pero seguro que algo tendrá que hacer.

—Se va a tomar libre el semestre —me quedé mirándola fijamente. Con una sonrisa ante mi expresión de sorpresa, ella asintió—. Se queda y va a trabajar conmigo… y con la señorita Carmack. Durante todo este tiempo, ni siquiera ha sabido lo que era el espíritu, sólo sabía que no se había especializado a pesar de tener esas extrañas habilidades. Se limitó a guardárselas para sí, excepto cuando de manera ocasional daba con otro capaz de utilizar el espíritu. Pero los demás no sabían mucho más que él.

—Debería habérmelo imaginado antes —musité—. Había algo en el hecho de tenerle cerca… Siempre deseaba hablar con él, ¿sabes? Es que tiene ese… magnetismo. Igual que tú. Digo yo que estará ligado al espíritu y la coerción, o lo que sea. Hace que me guste… aunque no me gusta.

—¿No? —bromeó Lissa.

—No —respondí de manera categórica—. Y tampoco me gusta el rollo ese de los sueños.

Sus ojos del color del jade se abrieron llenos de asombro.

Eso es alucinante —me dijo—. Tú siempre has podido saber lo que me pasaba a mí, pero yo nunca he sido capaz de comunicarme contigo. Me alegro de que os escapaseis de allí cuando lo hicisteis… pero me hubiera encantado poder imaginarme lo de los sueños y ayudar a encontraros.

—A mí no —le dije—. Y me alegro de que Adrian no lograse que dejaras la medicación.

No me había enterado de aquello hasta un par de días después de volver de Spokane. Al parecer, Lissa había rechazado la sugerencia inicial de Adrian de que el dejar las píldoras le permitiría aprender más sobre el espíritu. Más adelante, sin embargo, me había reconocido que si Christian y yo hubiéramos estado desaparecidos mucho tiempo más, es probable que ella hubiese cedido.

—¿Y cómo te encuentras? —le pregunté al recordar sus preocupaciones acerca de la medicación—. ¿Te sigue pareciendo que las pastillas no te funcionan?

—Mmm… bueno, resulta difícil explicarlo. Aún me siento cercana a la magia, como si ya no la bloqueasen tanto, pero no siento ninguno de los efectos mentales secundarios… ni me enfado, ni nada.

—Vaya, eso es genial.

Una sonrisa maravillosa le iluminó el rostro.

—Lo sé. Me hace pensar que quizá pueda albergar la esperanza de llegar a aprender a utilizar la magia algún día, después de todo.

Verla tan feliz me hizo corresponder a su sonrisa. No me había gustado ver regresar aquellas sensaciones oscuras y me alegraba de que hubiesen desaparecido. Yo no comprendía ni el cómo ni el porqué, pero mientras que ella se sintiese bien…

«Todo el mundo tiene luz a su alrededor, excepto tú. Tú tienes sombras. Las obtienes de Lissa».

Las palabras de Adrian regresaron de golpe a mi mente. Incómoda, me puse a pensar en mi conducta de aquel par de semanas. En algunos de los arrebatos de ira. En mi rebeldía, inusual incluso para mí. Mi propia espiral oscura de sensaciones, que se revolvía en mi pecho…

«No», decidí. No había similitudes. Los sentimientos oscuros de Lissa tenían que ver con la magia. Los míos tenían que ver con el estrés. Además, en aquel preciso instante me sentía maravillosamente bien.

Al ver que me observaba, intenté recordar dónde se había quedado nuestra conversación.

—Quizá encuentres por fin un modo de hacer que funcione. Es decir, si Adrian pudo hallar un modo de utilizar el espíritu y no necesita medicación…

Se echó a reír de repente.

—No lo sabes, ¿verdad?

—¿Qué?

—Que Adrian se automedica.

—¿Lo hace? Pero si dijo… —solté un gruñido—. Pues claro que lo hace. Los cigarrillos. La bebida. Sabe Dios qué más.

Lissa asintió.

—Sip. Casi siempre se ha metido algo en el cuerpo.

—Pero por la noche es probable que no… y ése es el motivo de que pueda meter las narices en mis sueños.

—Tía, ojalá pudiese yo hacer eso —suspiró.

—Quizá aprendas algún día. Pero no te vuelvas alcohólica por el camino.

—No lo haré —me aseguró—. Pero que voy a aprender. Ningún otro de los capaces de utilizar el espíritu podía hacerlo, Rose; bueno, aparte de San Vladimir. Aprenderé igual que él. Voy a aprender a utilizarlo y no permitiré que me cause ningún daño.

Sonreí y le toqué la mano. Tenía plena confianza en ella.

—Lo sé.

Estuvimos de charla casi toda la tarde. Cuando llegó la hora de mis habituales prácticas con Dimitri, nos separamos. Mientras me alejaba, medité sobre algo que me había estado preocupando. Aunque los grupos de strigoi que habían realizado los ataques contaban con muchos más miembros, los guardianes se sentían con la seguridad de que Isaiah era su líder. Aquello no significaba que no fuese a haber otras amenazas en el futuro, pero sí creían que pasaría un tiempo antes de que sus seguidores se reagrupasen.

Sin embargo, no podía evitar pensar en la lista que había visto en el túnel de Spokane, la de las familias reales por número de miembros. E Isaiah había mencionado de forma expresa a los Dragomir. Él sabía que casi habían desaparecido, y sonó como si tuviese verdaderos deseos de ser él quien acabase con ellos. No cabía duda de que ya estaba muerto, pero… ¿habría más strigoi por ahí con la misma idea?

Lo negué con la cabeza. No me podía preocupar por eso. No aquel día. Aún tenía que recuperarme de todo lo demás. Pronto, no obstante. Muy pronto tendría que ocuparme de ello.

Yo ni siquiera sabía si nuestra clase práctica seguía aún en pie, pero me dirigí de todas formas al vestuario. Tras cambiarme y ponerme ropa de entrenamiento, bajé al gimnasio y me encontré a Dimitri en el cuarto de suministros, leyendo una de esas novelas del Oeste que tanto le gustaban. Alzó la vista cuando entré. Le había visto muy poco durante aquellos días, y me figuré que estaría ocupado con Tasha.

—Pensé que quizá vendrías —me dijo, y situó un marcador entre las páginas del libro.

—Es la hora de las prácticas.

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No. Nada de prácticas hoy. Aún tienes que recuperarte.

—Tengo el visto bueno del médico. Estoy lista para empezar —cargué aquellas palabras de tanta bravuconería marca Rose Hathaway como pude.

Dimitri no estaba por la labor. Me señaló la silla que se encontraba junto a él.

—Siéntate, Rose.

Yo dudé sólo un instante antes de obedecer. Acercó su silla a la mía de forma que quedamos sentados el uno enfrente del otro. El corazón me palpitaba con fuerza al mirar aquellos impresionantes ojos oscuros.

—Nadie se recupera de su primera muerte… muertes… con facilidad. Incluso con strigoi… bueno, técnicamente no deja de ser arrebatar una vida. Y es algo difícil de aceptar, y después de todo lo demás por lo que has pasado… —suspiró. A continuación estiró el brazo y me cogió la mano. Sus dedos eran justo como los recordaba: largos y poderosos, con callos producidos por los años de entrenamiento—. Cuando te vi la cara… cuando te encontramos en aquella casa… no te puedes imaginar cómo me sentí.

Tragué saliva.

—¿Cómo… cómo te sentiste?

—Hundido… derrotado. Estabas viva, pero el aspecto que tenías… pensé que jamás te recuperarías. Y me hacía polvo el hecho de pensar que todo aquello te había pasado tan joven —me apretó la mano—. Te recuperarás, ahora lo sé, y me alegro; pero no lo has conseguido aún. Todavía no. Perder a alguien a quien quieres nunca es fácil.

Mis ojos descendieron de los suyos y observaron el suelo.

—Es culpa mía —dije en voz baja.

—¿Mmm…?

—Mason. Su muerte.

No me hacía falta ver el rostro de Dimitri para saber que se encontraba repleto de compasión.

—Oh, Roza, no. Tomaste algunas decisiones equivocadas… Deberías haberlo contado cuando te enteraste de que se había ido… pero no te puedes culpar. Tú no lo mataste.

Cuando volví a levantar la vista, tenía los párpados cargados de lágrimas.

—Como si lo hubiera hecho. La única razón por la cual él fue allí… es culpa mía. Nos peleamos… y yo le conté lo de Spokane, aunque tú me pediste que no lo hiciera…

Por el rabillo del ojo se me escapó una lágrima. De verdad: tenía que aprender a controlar aquello. Igual que había hecho mi madre, Dimitri me limpió la lágrima de la mejilla con delicadeza.

—No te puedes culpar por eso —me dijo—. No puedes lamentarte de tus decisiones y pensar que ojalá hubieses hecho las cosas de un modo diferente, porque en el fondo, Mason también tomó sus decisiones. Aquello fue lo que él escogió hacer. Fue su decisión, al fin y al cabo, cualquiera que fuese el papel que jugaras tú en un principio —me di cuenta de que Mason, cuando volvió en mi busca, había permitido que interfiriesen sus sentimientos hacia mí. Se trataba de lo que Dimitri siempre había temido: que si él y yo mantuviésemos cualquier tipo de relación, nos pondría en peligro; a nosotros y a cualquier moroi al que protegiésemos.

—Sólo me gustaría haber sido capaz de… no sé, de hacer algo…

Contuve más lágrimas, retiré las manos de las de Dimitri y me puse en pie antes de tener la oportunidad de decir algo estúpido.

—Debería irme —dije con voz pastosa—. Ya me dirás cuándo quieres que retomemos las prácticas. Y gracias por… hablar.

Comencé a volverme y entonces le oí decir de forma abrupta:

—No.

—¿Qué?

Me sostuvo la mirada, y entre nosotros se disparó algo cálido, potente y maravilloso.

—No —repitió—. Le he dicho que no. A Tasha.

—Yo… —cerré la boca antes de que la mandíbula me rebotase contra el suelo—. Pero ¿por qué? Era una oportunidad de las de una vez en la vida. Podríais haber tenido un hijo. Y ella… ella estaba, ya sabes, tan colada por ti…

La sombra de una sonrisa se asomó por su rostro.

—Sí, lo estaba. Lo está. Y por ese motivo tuve que decirle que no. Yo no podía corresponderlo… no podía darle lo que ella deseaba. No cuando… —se acercó a mí—. No cuando mi corazón está en otro lugar.

Casi empecé a llorar de nuevo.

—Pero tú parecías tan colado por ella. Y no dejabas de señalar lo poco adulto que era mi comportamiento.

—No te comportas como un adulto —me dijo—, porque eres joven. Pero tú te das cuenta de las cosas, Roza, cosas que gente mayor que tú ni siquiera sabe. Aquel día… —al instante supe a qué día se refería; aquél contra la pared— tenías razón, sobre cuánto lucho yo por mantenerme bajo control. Nadie más ha sido nunca capaz de imaginarse eso… y me asustó. me das miedo.

—¿Por qué? ¿Es que no quieres que nadie lo sepa?

Se encogió de hombros.

—No importa si la gente conoce o desconoce el hecho. Lo que importa es que alguien, que tú, me conozcas tan bien. Cuando una persona puede ver en tu interior, resulta duro, te obliga a abrirte, a ser vulnerable. Resulta mucho más fácil estar con alguien que es poco más que una amistad informal.

—Como Tasha.

—Tasha Ozzera es una mujer increíble. Es hermosa y es valiente, pero ella no…

—Ella no te comprende —finalicé yo.

Asintió.

—Yo lo sabía, pero aun así deseaba la relación. Sabía que me resultaría fácil y que ella me podría alejar de ti. Pensé que podría lograr que te olvidase.

Yo había pensado exactamente lo mismo de Mason.

—Pero no pudo.

—Sí. Y, bueno… eso es un problema.

—Porque no está bien que estemos juntos.

—Sí.

—Por la diferencia de edad.

—Sí.

—Pero, aún más importante, porque vamos a ser los guardianes de Lissa y tenemos que concentrarnos en ella, y no el uno en el otro.

—Sí.

Pensé en ello un instante y después le miré directa a los ojos.

—Bueno —dije por fin—, tal y como yo lo veo, no somos aún los guardianes de Lissa.

Me armé de valor para la siguiente respuesta. Sabía que iba a ser una de sus lecciones zen de la vida. Algo sobre la fortaleza interior y la perseverancia, sobre cómo lo que elegimos hoy se convierte en un patrón el día de mañana o cualquier otra bobada.

En cambio, me besó.

El tiempo se detuvo cuando extendió los brazos y me rodeó la cara con las manos. Su boca descendió y me rozó los labios. Al principio apenas fue un beso, pero enseguida aumentó y se hizo embriagador y profundo. Cuando por fin se apartó, fue para besarme la frente. Sus labios permanecieron allí varios segundos mientras sus brazos me rodeaban con fuerza.

Deseé que el beso hubiera continuado para siempre. Rompió el abrazo y con los dedos me acarició el pelo y a continuación la mejilla. Retrocedió en dirección a la puerta.

—Te veo luego, Roza.

—¿En nuestra siguiente clase práctica? —le pregunté—. Porque las vamos a retomar, ¿verdad? Es decir, que tienes todavía cosas que enseñarme.

De pie, junto a la puerta, me miró por encima del hombro y sonrió.

—Sí, montones de cosas.