El impacto y el horror me consumieron de tal manera que creí que se me encogía el alma, que el mundo se acababa justo en aquel lugar y en aquel instante, porque seguro, seguro que no podría seguir como si tal cosa después de aquello. Nadie podría seguir como si tal cosa después de aquello. Quería gritar mi dolor al universo, quería llorar hasta derretirme; quería hundirme junto a Mason y morir con él.
Elena me soltó, al haber decidido en apariencia que yo no suponía un peligro situada como me encontraba entre ella e Isaiah. Se volvió hacia el cuerpo de Mason.
Y dejé de sentir. Me limité a actuar.
—NO-LO-TOQUES —no reconocí mi propia voz.
Puso los ojos en blanco.
—Por todos los santos, qué irritante eres. Estoy empezando a estar de acuerdo con la teoría de Isaiah: estás pidiendo a gritos sufrir antes de morir —se volvió, se arrodilló y volteó a Mason para ponerlo boca arriba.
—¡No lo toques! —grité. Le di un empujón que sirvió para poco. Ella me lo devolvió y casi me tumba. Hice todo lo que pude por equilibrarme y mantenerme en pie.
Isaiah miraba divertido, con interés. Entonces, su mirada descendió al suelo. El chotki de Lissa se me había caído del bolsillo del abrigo. Lo recogió. Los strigoi podían tocar los objetos sagrados, las historias que se cuentan acerca de su miedo a los crucifijos no son ciertas, lo único que no pueden hacer es pisar suelo sagrado. Le dio la vuelta a la cruz y pasó los dedos por el dragón grabado.
—Ah, los Dragomir —musitó—. Ya me había olvidado de ellos. Resulta fácil. ¿Cuántos hay? ¿Uno? ¿Son dos los que quedan, quizá? Apenas merece la pena recordarlo —aquellos aterradores ojos rojos se centraron en mí—. ¿Conoces a alguno? Tendré que ocuparme de ellos un día de éstos. No resultará muy difícil…
De repente oí una explosión. El acuario reventó, el agua salió disparada a través de las paredes e hizo añicos el cristal. Algunos fragmentos volaron hacia mí, pero casi ni me enteré. El agua comenzó a fundirse en el aire, formando una esfera asimétrica que flotaba, y empezó a desplazarse. Hacia Isaiah. Noté cómo me quedaba boquiabierta mientras veía aquello.
Él también lo observaba, más perplejo que atemorizado, al menos hasta que le envolvió el rostro y comenzó a ahogarle.
Al igual que las balas, la asfixia no le mataría, pero sin duda que le podía causar una molestia pero que muy seria.
Se llevó las manos a la cara en un intento desesperado por «apartar» el agua. Fue inútil. El líquido, simplemente, se le escurría entre los dedos. Elena se olvidó de Mason y se puso en pie de un salto.
—¿Qué es eso? —chilló, y le zarandeó en un esfuerzo igualmente inútil por liberarle—. ¿Qué está pasando?
De nuevo, no sentí. Actué. Cerré la mano en torno a un gran trozo de cristal del acuario reventado. Era irregular, estaba afilado y me produjo un corte.
Salí disparada hacia delante y le hundí el fragmento en el pecho a Isaiah, apuntando al corazón de esa forma que tanto me había esforzado por encontrar en mis prácticas. Isaiah emitió un grito sofocado a través del agua y se desplomó al suelo. Los ojos se le pusieron en blanco al tiempo que perdía el conocimiento por el dolor.
Elena miraba atónita, tan impactada como me había quedado yo cuando Isaiah había matado a Mason. Pero Isaiah no estaba muerto, por supuesto, aunque sí temporalmente fuera de combate. La expresión en el rostro de Elena dejaba bien a las claras que ella jamás se había imaginado que aquello fuera posible.
En ese momento, lo inteligente hubiera sido salir corriendo hacia la puerta y la seguridad de la luz del sol. Yo, en cambio, salí corriendo en la dirección opuesta, hacia la chimenea, agarré una de las espadas antiguas y me volví hacia Elena. No tuve que moverme mucho, pues ella ya se había recuperado y se dirigía hacia mí.
Entre gruñidos de ira, intentó sujetarme. Yo nunca me había entrenado con una espada, pero sí que me habían enseñado a luchar con cualquier arma improvisada. Utilicé la espada para mantener las distancias entre nosotras, con movimientos torpes aunque efectivos, por el momento.
Los colmillos blancos brillaron en su boca.
—Voy a hacerte…
—¿Sufrir, pagar, lamentar siquiera el haber nacido? —le sugerí.
Me acordé del combate con mi madre, de cómo me había quedado a la defensiva todo el rato. Aquello no iba a funcionar esta vez. Avancé blandiendo la espada contra Elena en un intento por conectar algún mandoble. No hubo suerte, ella se anticipó a todos y cada uno de mis movimientos.
De pronto, a su espalda, Isaiah gruñó al comenzar a volver en sí. Ella desvió la vista en el más leve de los movimientos, en cualquier caso aquello me permitió cruzarle la espada por el pecho. Cortó la tela de su blusa y le arañó la piel, pero nada más. Aun así, ella dio un respingo y bajó la vista para mirarse, presa del pánico. Me imagino que el cristal atravesando el corazón de Isaiah se hallaba todavía fresco en su memoria.
Y eso era todo lo que yo en realidad necesitaba.
Reuní todas mis fuerzas, llevé el brazo hacia atrás y lo solté. La hoja de la espada alcanzó el lateral de su cuello, con fuerza y profundidad. Elena soltó un chillido horrible, espeluznante, un berrido que me puso los pelos de punta. Intentó acercarse a mí, pero yo retrocedí, cargué de nuevo el brazo y volví a golpear. Se llevó las manos a la garganta y le cedieron las rodillas. Golpeé una y otra vez, hundiéndole la espada cada vez más profundo en el cuello. Cortarle a alguien la cabeza era más difícil de lo que yo pensaba, y la espada vieja y roma probablemente no ayudaba.
Por fin, conseguí reunir la suficiente consciencia para percatarme de que ya no se movía. La cabeza se encontraba allí tirada, separada del cuerpo, con unos ojos sin vida que me miraban como si no se pudiesen creer lo que acababa de pasar. Con eso, quedábamos dos.
Alguien gritaba y, por un instante surrealista, pensé que aún se trataba de Elena. Entonces levanté la vista y miré al otro lado de la habitación. Allí estaba Mia, de pie en la puerta, con los ojos que se le salían de las órbitas y la piel teñida de un color tan verde como si fuera a vomitar. De manera distante, en algún rincón de mi cabeza, me percaté de que había sido ella quien hizo reventar el acuario. Al parecer, la magia con el agua no era tan inútil al fin y al cabo.
Todavía un poco aturdido, Isaiah intentó ponerse en pie, pero yo me hallé encima de él antes de que lo consiguiese por completo. La espada silbó y sembró el dolor y la sangre a cada golpe. Ahora me sentía como un profesional con experiencia. Isaiah cayó de espaldas al suelo. En mi imaginación, no dejaba de ver cómo le rompía el cuello a Mason, y continué soltando tajo tras tajo con tanta fuerza como pude, como si el hecho de lanzar un ataque lo bastante salvaje pudiera de algún modo desterrar mi recuerdo.
—¡Rose! ¡Rose!
A través de mi velo repleto de odio apenas si era capaz de percibir la voz de Mia.
—Rose, está muerto.
Despacio, temblorosa, contuve el siguiente golpe y bajé la mirada hacia su cadáver; y a la cabeza que ya no se encontraba unida a éste. Mia tenía razón. Estaba muerto. Muy, muy muerto.
Observé el resto de la habitación. Había sangre por todas partes, pero en realidad yo era ajena a todo el horror que había en aquello. Mi mundo se había reducido. Se había reducido a dos tareas muy simples: matar a los strigoi, proteger a Mason. No era capaz de procesar nada más.
—Rose —susurró Mia. Temblaba, y sus palabras estaban llenas de miedo. Me temía a mí, no a los strigoi—. Rose, vamos, tenemos que irnos.
Aparté los ojos de ella y miré a los restos de Isaiah. Tras unos instantes, me arrastré hasta el cuerpo de Mason, con la espada aún asida.
—No —dije con voz ronca—. No puedo abandonarle. Podrían venir más strigoi…
Los ojos me ardían como si tuviese unas ganas desesperadas de llorar. No podía estar segura. Las ansias de matar aún latían con fuerza en mi interior, y la violencia y la ira resultaban ya las únicas emociones de las que era capaz.
—Rose, volveremos a por él. Si van a venir más strigoi, nosotros tenemos que salir de aquí.
—No —le repetí yo sin siquiera mirarla—. No voy a abandonarle. No voy a dejarle solo —y con mi mano libre mesé los cabellos de Mason.
—Rose…
Levanté la cabeza con un gesto brusco.
—¡Vete! —grité a Mia—. Vete y déjanos en paz.
Avanzó unos pasos y levanté la espada. Ella se quedó paralizada.
—Vete —repetí—. Ve a buscar a los demás.
Lentamente, Mia retrocedió hacia la puerta y me dirigió una última mirada de desesperación antes de salir corriendo al exterior.
Se hizo el silencio, y relajé la fuerza que ejercía sobre la espada, pero me negué a soltarla. Mi cuerpo cedió y reposé la cabeza sobre el pecho de Mason. Permanecí ajena a absolutamente todo: al mundo que me rodeaba, al propio paso del tiempo. Podían haber pasado unos segundos. Podían haber pasado horas. No lo sabía. No sabía nada excepto que no podía dejar solo a Mason. Mi existencia consistía en un estado alterado de conciencia, un estado que apenas conseguía mantener a raya el dolor y el terror. No me podía creer que Mason estuviese muerto. No me podía creer que acabase justo de conminar a la muerte, y mientras que me negase a aceptar ambas cosas, podía fingir que no habían sucedido.
Unos pasos y unas voces sonaron por fin, y alcé la cabeza. Por la puerta entraba una riada de gente, mucha gente, pero en realidad no distinguía a nadie. No me hacía falta. Eran amenazas, amenazas de las cuales debía mantener a Mason a salvo. Una pareja se dirigió hacia mí, me puse en pie de un salto, levanté la espada y la sostuve de un modo protector sobre el cuerpo de Mason.
—Atrás —les advertí—. Apartaos de él —seguían viniendo—. ¡Atrás! —grité. Se detuvieron. Excepto uno.
—Rose —dijo una voz suave—. Suelta la espada.
Me temblaban las manos. Tragué saliva.
—Alejaos de nosotros.
—Rose.
Volvió a sonar la voz, una voz que mi alma habría reconocido en cualquier parte. Entre vacilaciones, me permití por fin recuperar la consciencia de mis alrededores, que me llegaran los detalles. Dejé que mis ojos enfocasen la visión de los rasgos del hombre en pie frente a mí. Eran los ojos marrones de Dimitri los que me observaban, con su amabilidad y su firmeza.
—Está bien —me dijo—. Todo va a salir bien. Ya puedes soltar la espada.
Mis manos temblaron con una fuerza aún mayor cuando luché por asirme a la empuñadura.
—No puedo —me dolía pronunciar aquellas palabras—. No puedo dejarle solo. Tengo que protegerle.
—Lo has hecho —dijo Dimitri.
La espada se me cayó de las manos al suelo de madera con un sonoro ruido metálico. Y yo seguí a la espada; me desplomé a gatas con el deseo de llorar, pero aún incapaz de hacerlo.
Los brazos de Dimitri me rodearon al tiempo que me ayudaba a levantarme. A nuestro alrededor se arremolinaban las voces y, una por una, fui reconociendo en ellas a aquellos a quienes conocía y en quienes confiaba. Dimitri comenzó a tirar de mí hacia la puerta, pero me negué a moverme todavía. No podía. Mis manos asieron su camisa y arrugaron la tela. Mientras seguía rodeándome con un brazo, Dimitri me retiró el pelo de la cara, yo recosté la cabeza sobre él, y él continuó acariciándome el pelo y murmurando algo en ruso. Yo no entendía ni una palabra, pero su tono agradable me consoló.
Los guardianes se desplegaban por toda la casa y la examinaban palmo a palmo. Un par de ellos se acercaron y se arrodillaron junto a los cuerpos que yo no quería ni mirar.
—¿Esto lo ha hecho ella? ¿Los dos?
—Pero si esa espada lleva años sin afilar.
Un curioso sonido se me agarró a la garganta. Dimitri me apretó el hombro para reconfortarme.
—Llévatela de aquí, Belikov —oí decir a una mujer a su espalda. La voz me sonaba familiar.
Dimitri volvió a apretarme el hombro.
—Vamos, Roza. Es hora de irnos.
Esta vez lo hice. Me condujo al exterior de la casa y me fue sujetando conforme yo conseguía dar cada débil paso. Mi cerebro aún se negaba a procesar lo que había sucedido. No era capaz de hacer mucho más que seguir las indicaciones sencillas de quienes me rodeaban.
Acabé por fin en uno de los aviones privados de la academia. El rugido de los motores nos envolvió cuando el avión comenzó a elevarse. Dimitri murmuró algo acerca de que iba a regresar enseguida y me dejó sola en mi asiento. Yo miraba al frente, estudiaba los detalles del asiento que tenía delante.
Alguien se sentó a mi lado y me envolvió una manta alrededor de los hombros, y justo en ese momento me percaté de lo mucho que estaba tiritando. Tiré de los bordes de la manta.
—Tengo frío —dije—. ¿Por qué estoy helada?
—Estás en estado de shock —respondió Mia.
Me volví y la miré para observar sus rizos rubios y sus grandes ojos azules. Algo en el hecho de verla liberó mis recuerdos. Y se me amontonaron todos. Cerré los ojos con fuerza.
—Dios mío —respiré. Abrí los ojos y volví a centrarme en ella—. Me has salvado, lo has hecho cuando hiciste explotar el acuario. No deberías haberlo hecho. No deberías haber vuelto.
Se encogió de hombros.
—Tú tampoco deberías haber ido a por la espada.
Era justo.
—Gracias —le dije—. Lo que has hecho… a mí nunca se me hubiera ocurrido. Ha sido brillante.
—Yo no sé de esas cosas —masculló con una sonrisa triste—. El agua no es una gran arma, ¿recuerdas?
Me reí, aunque mi antigua frase no me pareciese tan graciosa. Ya no.
—El agua es una gran arma —dije finalmente—. Cuando volvamos, tendremos que practicar formas de utilizarla.
Se le iluminó la cara y la fiereza le brilló en los ojos.
—Eso me encantaría. Más que cualquier otra cosa.
—Lo siento… siento lo de tu madre.
Mia se limitó a asentir.
—Eres afortunada por tener aún a la tuya. No sabes cuánto.
Me giré y volví a mirar al asiento. Las siguientes palabras que salieron de mi boca me sorprendieron.
—Ojalá estuviera aquí.
—Lo está —dijo Mia extrañada—. Se encontraba con el grupo que registró la casa. ¿No la viste?
Lo negué con la cabeza.
Guardamos silencio. Mia se levantó y se marchó. Un minuto después, alguien distinto se sentó a mi lado. No tenía la necesidad de mirarla para saber de quién se trataba. Simplemente lo sabía.
—Rose —dijo mi madre. Por una vez en su vida sonó insegura de sí misma. Puede que asustada—. Me ha dicho Mia que querías verme —no respondí. No la miré—. ¿Qué… qué necesitas?
Yo no sabía lo que necesitaba. No sabía qué hacer. Las punzadas en mis ojos se volvieron insoportables y, antes de que me diese cuenta, estaba llorando. Unos grandes y dolorosos sollozos se apoderaron de mi cuerpo y las lágrimas que durante tanto rato había contenido me descendieron a borbotones por la cara. El temor y el dolor que no me había permitido sentir se liberaron por fin y me ardieron en el pecho. Apenas podía respirar.
Mi madre me rodeó con los brazos, y yo hundí el rostro en su pecho entre unos sollozos aún mayores.
—Lo sé —dijo en voz baja al tiempo que me abrazaba con más fuerza—. Lo entiendo.