VEINTIUNO

Esto no era lo que yo necesitaba en ese preciso momento. Podía haber manejado cualquier otra cosa que hiciese Adrian: intentar ligársela, hacer que fumase sus ridículos cigarrillos, lo que fuera. Pero no aquello. Que Lissa dejase las pastillas era justo lo que yo quería evitar.

A regañadientes, salí de su mente y regresé a mi propia situación nefasta. Me hubiese gustado ver qué más pasaba con Lissa y Adrian, pero vigilarlos no habría hecho ningún bien. Vale. Necesitaba de verdad un plan ya. Necesitaba acción. Necesitaba conseguir que saliésemos de allí, pero al mirar en derredor, no me veía más cerca de escapar de lo que había estado antes, y me pasé las horas siguientes rumiando y especulando.

Aquel día teníamos tres guardias, que parecían un poco aburridos, pero no lo suficiente para flojear. Cerca, Eddie tenía pinta de estar inconsciente y la mirada de Mason se perdía hacia el suelo. Al otro lado de la habitación, Christian no miraba a nada en particular, y pensé que Mia estaba dormida. Dolorosamente consciente de lo seca que tenía yo la garganta, casi me reí al recordar cómo le había dicho con anterioridad que su magia con el agua no era útil. Puede ser que no sirviese de mucho en un combate, pero yo habría dado lo que fuera porque ella invocase un poquito…

Magia.

¿Por qué no había pensado antes en eso? No estábamos indefensos. No por completo.

En mi mente, un plan empezó a tomar cuerpo poco a poco, un plan que a buen seguro era una locura pero también era lo mejor que teníamos. El pecho me latía con fuerza por la expectación, y de inmediato controlé y calmé mis facciones, antes de que los guardias se percatasen de mi perspicacia repentina.

En el otro extremo de la sala, Christian me observaba. Había visto el breve brote de emoción y comprendió que se me había ocurrido algo. Me observaba con curiosidad, con tantas ganas de entrar en acción como tenía yo.

Dios. ¿Cómo podríamos conseguirlo? Necesitaba su ayuda, pero no disponía de una verdadera forma de hacerle saber lo que yo tenía en mente. De hecho, ni siquiera sabía si sería capaz de ayudarme: Christian estaba bastante débil.

Mantuve su mirada con la intención de que comprendiese que iba a pasar algo. Su rostro expresaba su confusión, pero a la par que su determinación. Después de asegurarme de que ninguno de los guardias me estaba mirando, me cambié de postura con un leve tirón de las muñecas. Miré a mi espalda del modo más exagerado que pude, y a continuación volví a mirar a Christian a los ojos. Él frunció el ceño, y yo repetí la gesticulación.

—Eh —dije en voz alta. Mason y Mia dieron un respingo con la sorpresa—. ¿De verdad nos vais a matar de hambre, tíos? ¿No podemos tomar al menos un poco de agua o algo?

—Cállate —dijo uno de los guardias. Era la repuesta habitual cuando fuese que cualquiera dijese algo.

—Venga —hice uso de mi mejor voz de malvada—. ¿Ni siquiera un sorbito o algo así? Me quema la garganta. La tengo prácticamente ardiendo —mis ojos se desplazaron veloces en dirección a Christian al pronunciar aquellas últimas palabras, y después volvieron hacia el guardia que había hablado.

Como era de esperar, se levantó de su asiento y vino tambaleándose hacia mí.

—No me obligues a repetírtelo —gruñó. Yo no sabía si realmente iba a ser capaz de hacer algo violento, pero no tenía el menor interés en forzarlo aún. Además, ya había logrado mi meta. Si Christian no era capaz de captar la señal, no había nada más que se pudiese hacer para conseguirlo. Con la esperanza de parecer asustada, me callé.

El guardia regresó a su asiento, y después de un buen rato, dejó de observarme. Volví a mirar a Christian y pegué un tirón de las muñecas. «Venga, vamos —pensé—. Ata los cabos, Christian».

Sus cejas se arquearon de repente y su mirada de asombro se quedó fija en mí. Al parecer se había imaginado algo, y tan sólo esperaba que fuese lo que yo quería. Su expresión se volvió interrogativa, como si me estuviese preguntando si yo iba en serio. Asentí con verdadero énfasis. Durante unos breves instantes, él frunció el ceño, pensativo, y a continuación tomó una respiración profunda y tranquilizadora.

—Muy bien —dijo. Todo el mundo saltó de nuevo.

—Cállate —dijo automáticamente uno de los guardias. Sonaba cansado.

—No —replicó Christian—. Estoy listo. Listo para beber.

Todo el mundo en la habitación se quedó paralizado por unas décimas de segundo, incluida yo. Aquello no era exactamente lo que yo estaba pensando.

El líder de los guardias se puso en pie.

—Ni se te ocurra ponerte a jodernos.

—No lo hago —dijo Christian. Su rostro tenía una expresión febril, desesperada, que yo no pensé que fuera del todo fingida—. Estoy harto de esto. Quiero salir de aquí y no quiero morir. Beberé, y la quiero a ella —y asintió para señalarme a mí. Mia, alarmada, pegó un chillido. Mason se puso a llamar a Christian cosas que le hubieran valido un castigo en la academia.

Aquello seguro que no era lo que yo tenía en mente. Los otros dos guardias miraron a su líder con expresión interrogante.

—¿Vamos a buscar a Isaiah? —preguntó uno de ellos.

—Creo que no está —dijo el líder. Observó a Christian durante unos segundos y tomó una decisión—. Y de todos modos, no quiero molestarle si es que esto es una broma. Suéltale y lo veremos.

Uno de los hombres sacó unos alicates de corte. Se situó a su espalda y se agachó. Oí el sonido del plástico al saltar, cuando cedieron las esposas. El guardia agarró a Christian por el brazo, tiró de él para ponerlo en pie y le condujo hacia mí.

—Christian —exclamó Mason con la voz llena de ira. Luchaba contra sus ataduras y la silla se sacudía un poco—. ¿Has perdido la cabeza? ¡No dejes que hagan esto!

—Vosotros vais a morir, pero yo no tengo por qué —soltó Christian, que se quitó el pelo de la cara con una sacudida de la cabeza—. No hay otra forma de salir de esto.

Yo no sabía en realidad qué estaba pasando en aquel momento, pero sí que tuve la certeza de que debería estar mostrando una emotividad mucho mayor si me encontrase a punto de morir. Dos guardias flanqueaban a Christian, y observaron cómo descendía sobre mí.

—Christian —suspiré, sorprendida de cuán fácil era sonar asustada—. No lo hagas.

Sus labios se retorcieron en una de esas amargas sonrisas que tan bien le salían.

—Tú y yo nunca nos hemos gustado, Rose. Si tengo que matar a alguien, preferiría que fueras tú —sus palabras eran gélidas, meticulosas. Creíbles—. Además, creía que deseabas esto.

—No esto. Por favor, no…

Uno de los guardias le dio un empujón a Christian.

—Acaba de una vez o vuelve a tu silla.

Todavía con la oscura sonrisa en el rostro, Christian se encogió de hombros.

—Lo siento, Rose. Vas a morir de todas formas. ¿Por qué no hacerlo por una buena causa? —bajó la cara hacia mi cuello—. Probablemente, esto te dolerá —añadió.

Yo, la verdad, dudaba mucho que me fuese a… si es que fuera realmente a hacerlo. Porque no iba a hacerlo… ¿no? Inquieta, cambié de postura. Según cuentan, si te extraen así toda la sangre, en el mismo proceso recibes las suficientes endorfinas para apagar la mayor parte del dolor. Era como dormirse. Por supuesto, todo eso no era más que especulación. La gente que moría por las mordeduras de los vampiros no volvía para relatar la experiencia.

Christian me acarició el cuello, desplazando su rostro bajo mi pelo de manera que éste le ocultase de forma parcial. Sus labios me rozaron la piel, tan absolutamente suaves como los recordaba de cuando él y Lissa se besaron. Un instante después sentí la punta de sus colmillos en mi piel.

Y entonces sentí dolor. Verdadero dolor.

Pero no procedía del mordisco. Sus dientes sólo presionaban mi piel, no la habían perforado. Su lengua me recorría el cuello en un movimiento como si lamiese, pero no había sangre que lamer. Si acaso, era más como una especie de beso raro y retorcido.

No. El dolor procedía de mis muñecas. Un dolor ardiente. Christian estaba utilizando su magia para canalizar calor hacia mis esposas, justo como yo quería que hiciese. Había entendido mi mensaje. El plástico se calentaba más y más mientras él continuaba con su inexistente nutrición. Cualquiera que lo hubiera visto de cerca se habría podido dar cuenta de que lo estaba fingiendo, y no muy bien, pero una buena cantidad de mi pelo se interponía en la visión de los guardias.

Yo ya sabía que iba a costar derretir el plástico, pero sólo entonces comprendí de verdad lo que suponía eso. Las temperaturas necesarias para llegar a dañarlo eran una pasada, como meter las manos en lava. Las esposas de plástico estaban ardiendo; horrible, me abrasaron la piel. Me retorcí con la esperanza de poder aliviar el dolor. No pude. Lo que sí noté, sin embargo, fue que al moverme las esposas cedieron un poco, se estaban ablandando. Estaba bien, algo es algo, sólo tenía que aguantar un poco más. A la desesperada, intenté concentrarme en el mordisco de Christian y así distraerme del dolor. Funcionó durante unos cinco segundos, pues no es que él me estuviese aportando muchas endorfinas, sin duda no las suficientes para combatir aquel dolor cada vez más horrible. Gimoteé, lo cual es probable que me hiciese más convincente.

—No me lo puedo creer —masculló uno de los guardias—. Lo está haciendo de verdad —detrás de ellos, creí oír el sonido del llanto de Mia.

El calor en las esposas se incrementó; en mi vida había sentido yo nada tan doloroso, y eso que había pasado ya por mucho. La muerte se estaba convirtiendo en una opción real a pasos acelerados.

—Eh —dijo el guardia de pronto—. ¿Qué es ese olor?

Aquel olor era el plástico derretido. O puede que fuera mi piel derretida. Sinceramente, no importaba, porque con el siguiente movimiento de mis muñecas, éstas quedaron libres del plástico viscoso y abrasador de las esposas.

La sorpresa me proporcionaba unos diez segundos de tiempo, y los utilicé. Salté de mi silla y, por el camino, aparté de un empujón a Christian, que tenía a un guardia a cada lado. Uno de ellos aún tenía en la mano los alicates de corte. En un solo movimiento, le arrebaté los alicates al tipo y se los clavé en la mejilla. Soltó algo similar a un grito ahogado, pero no quise ni mirar lo que le había hecho. Mi margen del elemento sorpresa finalizaba y no podía perder el tiempo. En cuanto solté los alicates, le di un puñetazo al segundo guardia. Mis patadas son por lo general más fuertes que mis puñetazos, pero aun así, le aticé lo bastante fuerte como para sorprenderle y hacer que se tambalease.

Para entonces, el líder de los guardias había reaccionado y entraba en acción. Tal y como yo me había temido, aún llevaba una pistola, y la sacó.

—¡Quieta! —me gritó, apuntándome.

Me quedé inmóvil. El guardia al que le había pegado se acercó y me asió por el brazo. Cerca, el tipo al que había apuñalado se quejaba en el suelo. Con la pistola aún apuntándome, el líder de los guardias empezó a decir algo y entonces gritó alarmado. La pistola emitió un breve resplandor anaranjado y se le cayó de la mano. La piel de la palma, en la zona de contacto con el arma, ardía roja e irritada. Me di cuenta de que Christian había calentado el metal. Guau. Sin duda, teníamos que haber utilizado la magia desde el principio y, si salíamos de aquello, me uniría a la causa de Tasha. La costumbre moroi contraria a la magia se hallaba tan arraigada en nuestros subconscientes que ni siquiera se nos había ocurrido intentar usarla antes. Había sido una estupidez.

Me volví hacia el tipo que me sujetaba. Yo no creo que se esperase que una chica de mi talla le plantase cara de esa forma y, además, aún estaba atónito por lo que le había sucedido al otro tío con la pistola. Conseguí el espacio suficiente para darle una patada en el estómago, una patada con la que me hubiese ganado un sobresaliente en mi clase de combate. Gruñó al recibir el impacto, y la fuerza lo envió de espaldas contra la pared. Como un rayo, me lancé sobre él, le agarré por el pelo y le golpeé la cabeza contra el suelo con bastante ímpetu como para dejarlo inconsciente, pero sin matarlo.

De forma inmediata me levanté de un salto, sorprendida por el hecho de que el líder no hubiese venido todavía a por mí. No debería haberle costado tanto recuperarse del susto de la pistola incandescente, pero cuando me volví, la habitación estaba en silencio. El líder se hallaba tumbado en el suelo, inconsciente y con un recién liberado Mason sobre él. A su lado, Christian tenía los alicates en una mano y la pistola en la otra. Tenía que estar aún muy caliente, pero el poder de Christian le debía de haber hecho inmune. Apuntaba al hombre que yo había apuñalado, que no estaba inconsciente, tan sólo sangraba, pero, igual que yo, se había quedado inmóvil ante aquel cañón.

—Joder —mascullé yo al asumir la escena, me acerqué a Christian tambaleándome y le extendí la mano—. Dame eso antes de que le hagas daño a alguien.

Me esperaba algún comentario mordaz, pero se limitó a entregarme la pistola con las manos temblorosas, y me la enfundé en el cinturón. Le observé un poco más y vi lo pálido que estaba, tenía pinta de poder desplomarse en cualquier momento. Para alguien que llevaba dos días hambriento, había conseguido una magia bastante notable.

—Mase, coge las esposas —le dije. Sin darnos la espalda al resto en ningún momento, Mason retrocedió unos pasos hacia la caja en la cual nuestros captores habían guardado un montón de esposas. Sacó tres tiras de plástico y algo más a continuación. Con una mirada interrogativa hacia mí, mostró un rollo de cinta americana—. Perfecto —le dije.

Atamos a nuestros secuestradores a las sillas. Uno de ellos seguía consciente, así que lo dormimos de un golpe y a continuación les tapamos a todos la boca con la cinta americana. Acabarían volviendo en sí y yo no deseaba que hiciesen ruido alguno.

Tras liberar a Mia y a Eddie, nos juntamos los cinco y planeamos nuestra siguiente jugada. Christian y Eddie apenas se mantenían en pie, aunque al menos Christian era consciente de dónde se encontraba. El rostro de Mia estaba marcado con el rastro de las lágrimas, pero imaginé que estaría en condiciones de ejecutar órdenes. Aquello nos dejaba a Mason y a mí como los que se hallaban en mejor estado en el grupo.

—El reloj de ese tipo dice que es por la mañana —afirmó él—. Lo único que tenemos que hacer es salir al exterior, y no nos podrán ni tocar, siempre que no haya más humanos, al menos.

—Han dicho que Isaiah no estaba —dijo Mia en voz baja—. Tendríamos que poder salir sin más, ¿no?

—Estos tíos han estado horas sin salir de aquí —dije yo—, así que podrían estar equivocados. No podemos hacer ninguna estupidez.

Mason abrió con cuidado la puerta de nuestra sala y echó un vistazo al pasillo vacío.

—¿Crees que habrá alguna salida al exterior aquí abajo?

—Eso nos facilitaría mucho las cosas —contesté yo entre dientes. Miré hacia atrás, a los demás—. Quedaos aquí, vamos a inspeccionar el resto del sótano.

—¿Y si viene alguien? —exclamó Mia.

—No lo harán —la tranquilicé. A decir verdad, yo estaba bastante segura de que no quedaba nadie más en el sótano, porque ya habrían venido corriendo con todo aquel jaleo. Y si alguien intentaba bajar por las escaleras, nosotros lo oiríamos antes.

Aun así, Mason y yo nos desplazamos con cautela conforme íbamos explorando el sótano, nos fuimos cubriendo la espalda el uno al otro y comprobamos cada esquina. De cabo a rabo, era el laberinto que recordaba de cuando nos capturaron: pasillos revirados y un montón de cuartos. Una por una, abrimos todas las puertas, y nos encontramos con que todas las salas estaban vacías, salvo por una o dos sillas ocasionales. Sentí un escalofrío al pensar que todas hacían probablemente las veces de prisión, tal y como la nuestra lo había hecho.

—Ni una maldita ventana en toda la planta —mascullé cuando terminamos nuestro barrido—. Tenemos que subir las escaleras.

Nos dirigimos de regreso a nuestra sala pero, antes de llegar, Mason me cogió la mano.

—Rose…

Me detuve y levanté la vista para mirarle.

—¿Sí?

Sus ojos azules, más serios de lo que jamás los había visto, me miraron llenos de culpabilidad.

—La he jodido a base de bien.

Pensé en todos los acontecimientos que nos habían llevado a aquello.

—La hemos jodido, Mason.

Él suspiró.

—Espero… espero que cuando todo esto acabe podamos sentarnos a hablar y arreglar las cosas. No debería haberme mosqueado contigo.

Quise decirle que aquello no iba a suceder, que cuando él desapareció, en realidad yo me encontraba camino de contarle que las cosas no iban a mejorar entre nosotros. Pero, dado que aquél no me parecía ni el momento ni el lugar para una ruptura, le mentí.

Le apreté la mano.

—Yo también lo espero.

Sonrió y regresamos con los demás.

—Muy bien —les dije—. Así es como lo vamos a hacer.

Trazamos rápidamente un plan y a continuación nos deslizamos por las escaleras. Yo iba delante, seguida de Mia, que intentaba sujetar a un reacio Christian. Mason cerraba la marcha, prácticamente arrastrando a Eddie.

—Yo debería ir delante —murmuró Mason cuando llegamos a lo alto de las escaleras.

—Pues no lo vas a hacer —le solté en respuesta al tiempo que posaba la mano en el picaporte de la puerta.

—Claro, pero si pasa algo…

—Mason —le interrumpí. Le miré fijamente, con dureza, y de pronto vi en un fogonazo a mi madre aquel día, cuando se supo del ataque a los Drozdov. Tranquila y bajo control, incluso después de algo tan horrible. Allí hacía falta un líder, justo igual que le pasaba a nuestro grupo ahora, y yo intenté con todas mis fuerzas transmitir lo mismo que ella—. Si pasa algo, tú coges a éstos y los sacas de aquí; salís corriendo, rápido y lejos, y no vuelvas sin un ejército de guardianes.

—¡Serás tú quien reciba el primer ataque! ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo? ¿Dejarte tirada?

—Sí. Tú te olvidas de mí si los puedes sacar de aquí.

—Rose, no voy a…

—Mason —volvía a ver a mi madre, luchando por hallar la fuerza y el valor para guiar a los demás—. ¿Eres capaz de hacerlo o no?

Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante unos largos y densos instantes, mientras el resto contenía la respiración.

—Sí, soy capaz de hacerlo —dijo con frialdad. Yo asentí y me di media vuelta.

La puerta del sótano chirrió cuando la abrí, e hice una mueca ante aquel ruido. Sin atreverme apenas a respirar, permanecí absolutamente quieta en lo alto de las escaleras, a la espera y a la escucha. La casa y su excéntrica decoración tenían el mismo aspecto que cuando nos llevaron allí. Todas las ventanas estaban tapadas con persianas, pero por los bordes vi que se colaba algo de luz. El sol nunca me había parecido tan maravilloso como en aquel momento. Alcanzarlo significaba la libertad.

—Adelántate conmigo —susurré a Mason con la esperanza de lograr que se sintiera mejor tras lo de la retaguardia.

Apoyó a Eddie sobre Mia un momento y se acercó a mí para realizar un barrido del salón principal. Nada. El camino estaba libre desde allí hasta la puerta delantera de la casa. Se me escapó un suspiro de alivio. Mason volvió a sujetar a Eddie y avanzamos, todos en tensión, nerviosos. Dios. Me di cuenta de que íbamos a conseguirlo, de hecho, lo estábamos logrando. No me podía creer la suerte que estábamos teniendo, con lo cerca que habíamos estado del desastre, y ya casi lo habíamos superado. Fue uno de esos momentos que te hacen valorar tu vida y desear cambiar las cosas, una segunda oportunidad que juras que no vas a permitir que se estropee. Una consciencia de que…

Los oí moverse casi al mismo tiempo que los vi plantarse delante de nosotros. Fue como si un brujo hubiese invocado a Isaiah y a Elena y se hubieran materializado de la nada, excepto que yo sabía que allí no había magia por ninguna parte, sino que los strigoi se movían a esa velocidad. Debían de hallarse en cualquiera de las otras habitaciones de la planta principal, que nosotros habíamos asumido que se encontraban vacías. No habíamos querido perder más tiempo echando un vistazo. Bramé en mi interior contra mí misma por no haber comprobado cada centímetro de aquella planta. En alguna parte, en algún rincón de mi memoria, me oí a mí misma provocar a mi madre: «A mí me parece que lo que hicisteis fue cagarla. ¿Por qué no inspeccionasteis primero el sitio de la fiesta y os asegurasteis de que estaba libre de strigoi? Da la sensación de que os podíais haber ahorrado un montón de problemas».

Menudo cabrón que es el destino.

—Niños, niños —canturreó Isaiah—. No es así como se juega a esto. Os estáis saltando las reglas —en sus labios se dibujó una sonrisa cruel. Nos encontraba divertidos, en absoluto una verdadera amenaza. Sinceramente, estaba en lo cierto.

—Rápido y lejos, Mason —dije en voz baja, sin quitar ojo en ningún momento de los strigoi.

—Vaya, vaya… si las miradas matasen… —Isaiah arqueó las cejas como si se le hubiese ocurrido algo—. ¿Estás pensando que tú sola puedes acabar con nosotros dos? —él se carcajeó. Elena se carcajeó. Yo rechiné los dientes.

No, no pensaba que pudiese acabar con los dos. De hecho, estaba bastante segura de que yo iba a morir, pero también estaba bastante segura de que antes de eso podía causarles una buena cantidad de molestias, y tenerlos muy distraídos.

Arremetí contra Isaiah, pero apunté el arma hacia Elena. Te podía salir bien el saltar sobre los guardias humanos, pero no sobre los strigoi. Me vieron venir antes prácticamente de que me hubiese movido siquiera, sin embargo, no se esperaban que tuviese una pistola y, aunque Isaiah bloqueó la embestida de mi cuerpo sin el menor esfuerzo, conseguí disparar a Elena antes de que él me sujetase los brazos y me redujese. La detonación de la pistola me resonó con fuerza en los oídos, y Elena gritó de sorpresa y de dolor. Le había apuntado al estómago, sin embargo el choque me hizo alcanzarla en el muslo. No es que eso importase, pues ninguno de los dos blancos la mataría, si bien el estómago habría sido mucho más doloroso.

Isaiah me sujetó las muñecas con tal fuerza que creí que me iba a romper los huesos. Solté la pistola, que cayó al suelo, rebotó y se deslizó camino de la puerta. Elena rugió de ira e intentó arañarme, pero Isaiah le dijo que se controlase y me apartó de su alcance. Mientras tanto, yo me agitaba tanto como podía, no tanto para zafarme como para causar la mayor de las molestias.

Y entonces, el sonido más maravilloso.

El de la puerta delantera de la casa al abrirse.

Mason había aprovechado mi maniobra de distracción. Había dejado a Eddie con Mia, nos había rodeado a los strigoi y a mí en nuestro forcejeo con un sprint para abrir la puerta. Isaiah se volvió a esa velocidad suya del rayo y gritó al abalanzarse la luz del sol sobre él. No obstante, a pesar de su sufrimiento, sus reflejos siguieron siendo veloces. Con un movimiento brusco se apartó de la franja de luz, hacia el interior del salón, y tiró de Elena y de mí con él: de ella por el brazo y de mí por el cuello.

—¡Sácalos de aquí! —grité.

—Isaiah… —comenzó a decir Elena, liberándose de su sujeción.

Me tiró al suelo y se giró, mirando fijamente a sus víctimas, que huían. Boqueé en busca de aire ahora que había desaparecido su presión sobre mi garganta y eché la vista atrás en dirección a la puerta a través de la maraña que formaba mi pelo, justo a tiempo de ver a Mason arrastrar a Eddie por el umbral de la puerta hacia el exterior, en la seguridad que proporcionaba la luz. Mia y Christian ya habían salido. Casi se me saltaron las lágrimas de alivio.

Isaiah se volvió hacia mí con la furia de un huracán, los ojos negros y terribles al cernirse sobre mí desde su gran estatura. Su rostro, que siempre había sido aterrador, se transformó en algo que se encontraba más allá de lo comprensible. Con «monstruoso» no había ni siquiera para empezar a explicarlo.

Me agarró del pelo y me alzó de un tirón. Grité del dolor, y él bajó la cabeza de manera que nuestros rostros quedasen presionados el del uno contra el del otro.

—¿Quieres un mordisco, nena? —inquirió—. ¿Deseas ser una prostituta de sangre? Bien, eso lo podemos arreglar, en todos y cada uno de los sentidos de la expresión. Y no va a ser agradable. Y no va a ser una anestesia. Va a ser doloroso: la coerción funciona en ambos sentidos, ¿sabes? Y voy a asegurarme de que creas que estás sintiendo el peor dolor de tu vida. Y también voy a asegurarme de que tu muerte dure un rato muy, muy largo. Vas a gritar. Me vas a suplicar que termine y que te deje morir…

—Isaiah —gritó Elena exasperada—. Mátala ya de una vez. Si lo hubieras hecho antes como te dije, nada de esto habría sucedido.

Me mantenía sujeta, pero sus ojos se fijaron veloces en ella y regresaron sobre mí.

—No me interrumpas.

—Te estás poniendo melodramático —prosiguió Elena. Sí, desde luego que estaba gimoteando. Nunca me imaginé que un strigoi pudiese hacer tal cosa. Era casi cómico—. Y los estás echando a perder.

—Y tampoco me contestes —le dijo Isaiah.

—Tengo hambre. Sólo digo que deberías…

—Suéltala, o te mato.

Todos nos giramos ante aquella nueva voz, una voz sombría, con ira. Mason se encontraba de pie bajo el marco de la puerta, rodeado de luz y empuñando la pistola que yo había dejado caer. Isaiah le observó unos instantes.

—Seguro —contestó por fin. Sonaba aburrido—. Inténtalo.

Mason no vaciló. Disparó y no dejó de disparar hasta que hubo vaciado todo el cargador en el pecho de Isaiah. Cada bala hizo al strigoi dar un leve respingo, pero a pesar de eso, continuó en pie y me mantuvo sujeta. Me di cuenta de que era eso lo que significaba ser un strigoi anciano y poderoso. Una bala en el muslo podía dolerle a un vampiro joven como Elena, pero ¿a Isaiah? Recibir múltiples impactos de bala en el pecho no era para él más que una simple molestia.

Mason también se percató de ello y su expresión se endureció cuando tiró el arma.

—¡Lárgate! —le grité. Aún se encontraba al sol, aún a salvo.

Pero no me escuchó. Corrió hacia nosotros y abandonó la protección de la luz. Redoblé mis esfuerzos con la esperanza de apartar de Mason la atención de Isaiah. No lo logré. Me lanzó hacia Elena antes de que Mason se hallase a medio camino de nosotros. Con rapidez, Isaiah bloqueó y atajó a Mason, de la misma forma exacta que había hecho conmigo antes.

Excepto que, al contrario que conmigo, Isaiah no sujetó los brazos de Mason. No le alzó por el pelo ni se dedicó a proferir vagas amenazas sobre una muerte horrible. Simplemente detuvo el ataque, sostuvo la cabeza de Mason con ambas manos y realizó un giro rápido. Sonó un crujido escalofriante. Los ojos de Mason se abrieron de manera exagerada. A continuación, se quedaron en blanco.

Con un suspiro de impaciencia, Isaiah soltó el cuerpo sin vida de Mason y lo lanzó hacia donde Elena me mantenía sujeta. Cayó justo delante de nosotras. La vista comenzó a darme vueltas mientras las náuseas y el mareo se apoderaban de mí.

—Ahí tienes —dijo Isaiah a Elena—. Mira a ver si con eso te apañas. Y guarda algo para mí.