Necesitábamos un plan para escapar, y lo necesitábamos rápido. Por desgracia, mis únicas ideas se centraban en cuestiones que no se hallaban realmente bajo mi control, como que nos dejasen solos por completo y así nos pudiésemos escabullir, o que nos tocasen unos guardias estúpidos a quienes poder engañar con facilidad y largarnos. Como mínimo, debía haber alguna dejadez en las medidas de seguridad para que fuéramos capaces de liberarnos.
Sin embargo, nada de aquello se daba, y después de veinticuatro horas, nuestra situación no había cambiado mucho en realidad. Seguíamos prisioneros, seguíamos bien atados. Nuestros secuestradores seguían alerta, casi con tanta eficiencia como un grupo de guardianes. Casi.
Lo más cerca que nos encontrábamos de la libertad eran las salidas al cuarto de baño, fuertemente vigiladas y extremadamente incómodas. No nos daban nada de comer ni de beber, lo cual era duro para mí, pero la mezcla de ser humano y vampiro nos hacía resistentes a los dhampir. Podía aguantar aquella incomodidad, aunque me aproximaba con rapidez a un punto en el cual habría matado por una hamburguesa con queso y unas patatas con mucho, mucho aceite.
Para Christian y Mia… bueno, las cosas eran un poco más duras. Los moroi podían pasar semanas sin comer ni beber mientras siguiesen ingiriendo sangre. Sin sangre, sólo pasaban unos pocos días antes de marearse y debilitarse, y eso mientras dispusiesen de otro sustento. Así fue como Lissa y yo nos las habíamos arreglado mientras vivíamos solas, ya que yo no había podido alimentarla a diario.
Elimina la comida, la sangre y el agua, y la resistencia de los moroi se desploma por los suelos. Yo tenía hambre, pero Christian y Mia estaban hambrientos. Sus rostros tenían ya un aspecto demacrado; su mirada, casi febril. Isaiah se dedicó a empeorar las cosas con sus visitas subsiguientes. Cada vez que venía, se ponía a divagar a su molesta y provocadora manera. A continuación, antes de marcharse, volvía a beber de Eddie. A su tercera visita, prácticamente podía ver ya a Mia y a Christian salivar. Entre las endorfinas y la ausencia de alimento, estaba bastante segura de que Eddie ni siquiera sabía dónde estábamos.
Yo no podía dormir en esas condiciones, pero durante el segundo día empecé a dar cabezadas de vez en cuando; tal es el efecto que te causan la inanición y el agotamiento. En una ocasión hasta soñé, algo sorprendente pues no me imaginé que pudiese caer en un sueño tan profundo en esa situación demencial.
En el sueño —y yo sabía perfectamente que se trataba de un sueño— me hallaba de pie en una playa. Me costó un momento reconocer qué playa era: una a lo largo de la costa de Oregón, de arena, cálida, con el Pacífico que se extendía en la distancia. Lissa y yo habíamos ido una vez cuando vivíamos en Portland. Fue un día majestuoso, aunque ella no pudo aguantar demasiado con tanto sol. En consecuencia, nuestra visita resultó algo corta, y yo siempre deseé que nos hubiéramos quedado más tiempo y haber disfrutado de todo aquello. Ahora disponía de toda la luz y el calor que pudiese desear.
—Pequeña dhampir —dijo una voz a mi espalda—. Ya era hora.
Me volví sorprendida y me encontré con Adrian Ivashkov, que me observaba. Vestía unos pantalones desmontables, una camisa suelta y —en un estilo muy informal para él— iba descalzo. El viento revolvía su pelo castaño, y él permanecía con las manos en los bolsillos mientras me examinaba con esa sonrisa suya, marca de la casa.
—Aún llevas tu protección —añadió él.
Fruncí el ceño y, por un instante, pensé que me estaba mirando el pecho. Entonces me di cuenta de que sus ojos se hallaban fijos en mi abdomen. Yo llevaba puestos unos vaqueros y la parte de arriba de un bikini y, una vez más, el pequeño colgante del ojo azul que oscilaba en mi ombligo. Llevaba el chotki en la muñeca.
—Y tú vuelves a estar al sol —dije yo—, así que supongo que se trata de tu sueño.
—Es nuestro sueño.
Jugué con los dedos de los pies en la arena.
—¿Cómo pueden compartir un sueño dos personas?
—La gente comparte sueños constantemente, Rose.
Levanté la vista hacia él con el ceño fruncido.
—Necesito saber lo que quieres decir. Sobre la oscuridad que me rodea. ¿Qué significa?
—Sinceramente, no lo sé. Todo el mundo tiene luz a su alrededor, excepto tú. Tú tienes sombras. Las obtienes de Lissa.
Mi confusión aumentó.
—No lo entiendo.
—No me puedo detener en eso ahora mismo —me dijo—. No es el motivo por el que estoy aquí.
—¿Hay una razón para que estés aquí? —pregunté, mientras mis ojos se perdían en el color azul grisáceo del agua. Era hipnótico—. ¿No estás aquí… sólo por estar?
Se acercó, me cogió la mano y me obligó a mirarle. Todo signo de diversión había desaparecido. Estaba absolutamente serio.
—¿Dónde estás?
—Aquí —dije perpleja—. Igual que tú.
Adrian negó con la cabeza.
—No, no me refiero a eso. En el mundo real, ¿dónde estás?
¿El mundo real? A nuestro alrededor, de repente, la playa comenzó a verse borrosa, como una película desenfocada. Unos instantes después, todo se asentó por sí solo. Me estrujé el cerebro. El mundo real. Me venían imágenes a la mente. Sillas. Guardias. Esposas de plástico.
—En un sótano… —dije lentamente. La sensación de alarma sacudió de pronto la belleza del momento en cuanto percibí todo—. Oh, Dios, Adrian. Tienes que ayudar a Christian y a Mia. Yo no puedo…
Adrian apretó más su mano contra la mía.
—¿Dónde? —todo volvió a enturbiarse, y esta vez no recuperó la nitidez. Él maldijo—. ¿Dónde estás, Rose?
Nuestro entorno comenzó a desintegrarse. Adrian comenzó a desintegrarse.
—Un sótano. En una casa. En…
Se había ido. Me desperté. El ruido de la puerta de la habitación al abrirse me trajo de vuelta a la realidad.
Apareció Isaiah con Elena detrás. Tuve que refrenar un gesto de desprecio cuando la vi. Él era arrogante, mezquino y el mal personificado, aunque era así por ser un líder. Poseía la fuerza y el poder para respaldar su crueldad, aunque a mí no me gustase. Pero ¿Elena? Elena era como un lacayo. Nos amenazaba y hacía comentarios insidiosos, pero la mayor parte de su capacidad para hacerlo provenía del hecho de ser su perrito faldero. Era una lameculos integral.
—Hola, niños —dijo él—. ¿Cómo estamos hoy?
Recibió miradas hoscas como respuesta.
Caminó hasta Christian y Mia, con las manos cogidas en la espalda.
—¿Algún cambio de idea desde mi última visita? Os estáis tomando un tiempo horriblemente largo, y eso está contrariando a Elena, que está muy hambrienta, como veis, pero no tanto como vosotros dos, sospecho.
Christian entrecerró los ojos.
—Que te den —dijo, apretando los dientes.
Elena gruñó y se acercó de forma brusca.
—No te atrevas…
Isaiah le hizo un gesto de desprecio.
—Déjale en paz. Sólo supone que esperemos un poco más, y está siendo una espera entretenida —Elena apuñaló a Christian con la mirada—. Sinceramente —prosiguió Isaiah, observando a Christian—, no sé qué deseo más, si matarte o hacer que te unas a nosotros. Ambas opciones poseen su divertimento.
—¿Es que nunca te cansas de oírte hablar? —le preguntó Christian.
Isaiah lo meditó.
—No. Sinceramente no. Y tampoco me canso de esto.
Se volvió y caminó hacia Eddie. El pobre casi no era ya capaz de mantenerse derecho en la silla, después de todas las nutriciones por las que había pasado. Aún peor, Isaiah ni siquiera necesitaba utilizar la coerción. El rostro de Eddie simplemente se iluminaba con una sonrisa estúpida, ansioso por la siguiente mordedura. Estaba tan enganchado como un proveedor.
Me atravesaron oleadas de ira y de asco.
—¡Maldita sea! —grité—. ¡Déjale en paz!
Isaiah volvió la cabeza y me miró.
—Guarda silencio, bonita, no me pareces ni de lejos tan divertida como el señor Ozzera.
—¿Ah sí? —gruñí—. Si tanto te fastidio, utilízame entonces para demostrar tu estúpida teoría. Muérdeme a mí. Ponme en mi sitio y demuéstrame la mala leche que tienes.
—¡No! —exclamó Mason—. Utilízame a mí.
Isaiah puso los ojos en blanco.
—Por todos los santos, qué noble que es este grupo. Sois todos unos espartacos, ¿no es así?
Se apartó despacio de Eddie, le puso a Mason un dedo bajo la barbilla y le orientó la cara hacia arriba.
—Pero tú —dijo Isaiah— no lo dices de verdad. Sólo te ofreces por ella —soltó a Mason y vino hasta situarse frente a mí, mirándome fijamente con aquellos ojos muy, muy negros—. Y tú… a ti tampoco te creí al principio. Pero ¿ahora? —se arrodilló de forma que quedó a mi altura. Me negué a apartar la vista de sus ojos, aunque era consciente de que con eso me arriesgaba a la coerción—. Creo que tú lo dices de verdad, pero tampoco es cuestión de nobleza, ni mucho menos. Tú lo deseas. Es verdad que a ti te han mordido antes —su voz era mágica. Hipnótica. No estaba haciendo uso de la coerción, exactamente, pero sin duda se hallaba envuelto en una personalidad de anormal fortaleza. Igual que Lissa y que Adrian. Estaba por completo pendiente de lo que decía—. Muchas veces, me parece —añadió.
Se inclinó sobre mí, con su cálido aliento sobre mi cuello. En alguna parte más allá de él, pude oír que Mason gritaba algo, pero toda mi concentración estaba puesta en lo cerca que los dientes de Isaiah se hallaban de mi piel. En los últimos meses sólo me habían mordido una vez, y había sido cuando Lissa se encontraba en una emergencia. Antes de eso, ella me estuvo mordiendo al menos dos veces a la semana durante dos años, y sólo de manera reciente me había dado cuenta yo de lo enganchada que estaba. No hay nada —nada— en el mundo como la mordedura de un moroi, como la oleada de bienestar que te insufla. Por supuesto, a decir de todos, las mordeduras de los strigoi eran mucho más poderosas…
Tragué saliva, consciente de forma súbita de la profundidad de mi propia respiración y de la fuerza de los latidos de mi corazón. Isaiah dejó escapar una leve risa.
—Sí. Eres una prostituta de sangre en ciernes. Mala suerte para ti, porque no voy a darte lo que deseas.
Se retiró, y yo me encorvé hacia delante en mi silla. Sin mayor dilación, se dirigió de nuevo a Eddie y bebió. No pude mirar, pero esta vez fue de pura envidia, no de asco. El ansia ardía dentro de mí. Me moría por aquel mordisco, me moría por él con cada centímetro de mi cuerpo.
Cuando finalizó, Isaiah se puso en marcha, camino de abandonar la habitación, pero se detuvo y dirigió sus palabras a Christian y a Mia.
—No os demoréis —les advirtió—. Aprovechad vuestra oportunidad de salvaros —y ladeo la cabeza hacia mí—. Tenéis incluso una víctima voluntaria.
Se marchó. Desde el otro lado de la habitación, Christian me miró a los ojos. En cierto modo, su rostro tenía un aspecto aún más demacrado que un par de horas antes. En su mirada ardía el hambre, y yo sabía que la mía era su complemento: el deseo de saciar su hambre. Dios. Estábamos bien jodidos. Yo creo que Christian se dio cuenta al mismo tiempo, y sus labios se retorcieron en una amarga sonrisa.
—Nunca has tenido un mejor aspecto, Rose —consiguió decir justo antes de que los guardias le ordenasen callar.
A lo largo del día dormité un poco, pero Adrian no regresó a mis sueños. En su lugar, mientras flotaba al límite de la consciencia, me encontré con que me adentraba en un territorio conocido: la mente de Lissa. Después de todas las cosas raras de aquellos dos últimos días, verme en su cabeza era como volver a casa.
Se encontraba en uno de los salones del refugio, sólo que estaba vacío, sentada en el suelo en uno de los extremos, intentando pasar desapercibida. Los nervios se habían apoderado de ella. Estaba esperando algo, o más bien a alguien. Unos minutos más tarde apareció Adrian.
—Prima —le dijo a modo de saludo. Se sentó junto a ella y encogió las rodillas, sin preocuparse por sus caros pantalones de vestir—. Siento llegar tarde.
—Está bien —dijo ella.
—No has sabido que estaba aquí hasta que me has visto llegar, ¿verdad?
Ella lo negó con un gesto de la cabeza, decepcionada. Yo me sentía más confusa que nunca.
—Y aquí, sentada conmigo… ¿de verdad que no puedes notar nada?
—No.
Él se encogió de hombros.
—Bueno. Con un poco de suerte, pronto llegará.
—¿Qué aspecto tiene para ti? —preguntó ella, que ardía de curiosidad.
—¿Sabes qué son las auras?
—Son como… franjas de luz alrededor de la gente, ¿no? ¿Uno de esos rollos new age?
—Algo así. Todo el mundo posee una especie de energía espiritual, y la irradia. Bueno, casi todo el mundo —su vacilación me hizo preguntarme si no se estaría refiriendo a mí y a la oscuridad en la que yo supuestamente caminaba—. Basándose en el color y en la apariencia, se puede decir mucho de una persona… bueno, si se es capaz de ver realmente las auras, más bien.
—Y tú lo eres —dijo ella—. ¿Y por mi aura eres también capaz de deducir que utilizo el espíritu?
—La tuya es en su mayoría dorada. Como la mía. Se intercambia con otros colores dependiendo de la situación, pero el dorado siempre permanece.
—¿Cuánta gente más conoces por ahí fuera como tú y como yo?
—No mucha, sólo los veo muy de vez en cuando, es como si se lo guardasen para sí. Tú eres la primera con la que he hablado jamás, en realidad. Ni siquiera sabía que se llamaba «espíritu». Ojalá hubiera sabido algo de esto cuando no me especialicé. Me imaginé que sería una especie de bicho raro.
Lissa levantó el brazo y se quedó mirándolo con el deseo de ver brillar la luz a su alrededor. Nada. Suspiró y lo dejó caer.
Y entonces fue cuando lo comprendí.
Adrian también utilizaba el espíritu, por eso había sentido siempre tanta curiosidad por Lissa, por eso había deseado hablar con ella y hacerle preguntas sobre el vínculo y sobre su especialización. También explicaba otras muchas cosas, como esa atracción de la que yo no podía escapar cuando me hallaba cerca de él. Se había servido de la coerción aquel día que Lissa y yo estuvimos en su habitación; así fue como obligó a Dimitri a dejarle ir.
—Entonces, ¿por fin te han dejado marcharte? —le preguntó Adrian.
—Sí. Finalmente decidieron que de verdad no sabía nada.
—Bien —dijo. Frunció el ceño, y me di cuenta de que estaba sobrio, para variar—. ¿Y estás segura de que no?
—Ya te lo he dicho. Yo no puedo hacer que el vínculo funcione en ese sentido.
—Mmm. Bueno, pues tienes que hacerlo.
Le miró sorprendida.
—¿Qué? ¿Crees que te oculto información? Si pudiese encontrarla lo haría.
—Lo sé, pero por el simple hecho de tenerlo, entre vosotras debe de haber una conexión muy fuerte. Utilízala para hablar con ella en sus sueños. Yo lo he intentado, pero no lo puedo mantener lo suficiente para…
—¿Qué has dicho? —exclamó Lissa—. ¿Hablar con ella en sus sueños?
Ahora era él el sorprendido.
—Claro. ¿Es que no sabes cómo hacerlo?
—¡No! ¿Estás de broma? ¿Cómo es eso siquiera posible?
Mis sueños…
Me acordé de cuando Lissa hablaba de fenómenos extraños moroi, de cómo podría haber por ahí otros poderes del espíritu más allá de la sanación, cosas de las que nadie había oído hablar aún siquiera. Por lo visto no había sido una coincidencia que Adrian estuviese en mi sueño. Había logrado meterse en mi cabeza, puede que de un modo similar a la forma en que yo veía la mente de Lissa. La idea me hizo sentir incómoda. Lissa apenas podía casi captarla.
Se pasó una mano por el pelo y echó la cabeza hacia atrás, para observar la araña de cristal sobre ellos mientras meditaba.
—Vale. Veamos. Tú no ves auras ni hablas con la gente en sueños. ¿Qué es lo que haces?
—Yo… yo puedo sanar a la gente. Animales, plantas también, puedo devolver las cosas muertas a la vida.
—¿En serio? —parecía impresionado—. Vale. Eso sí que tiene mérito. ¿Qué más?
—Mmm… Sé usar la coerción.
—Todos nosotros sabemos.
—No, yo sé hacerlo de verdad. No es difícil. Puedo lograr que la gente haga lo que yo quiero, incluso maldades.
—Yo también —se le encendieron los ojos—. Me pregunto qué pasaría si la intentases utilizar conmigo…
Ella vaciló y, despistada, recorrió con los dedos la alfombra roja—. Bueno… no puedo.
—Acabas de decir que podías.
—Puedo, pero no justo ahora. Tomo esa medicación… para la depresión y otros rollos… y me corta de plano el contacto con la magia.
Alzó los brazos.
—Entonces ¿cómo puedo enseñarte a caminar por los sueños? ¿De qué otra forma vamos a localizar a Rose?
—Mira —dijo ella enfadada—, yo no quiero tomar las pastillas, pero cuando no las tomaba… hice locuras muy gordas, cosas peligrosas. Eso es lo que el espíritu te hace.
—Yo no tomo nada. Estoy bien —dijo él.
No, no lo estaba, me di cuenta. Y Lissa también.
—Te pusiste muy raro el día que Dimitri entró en tu habitación —apuntó ella—. Te pusiste a divagar, y lo que dijiste no tenía sentido.
—Ah, ¿eso? Sí… pasa de vez en cuando. Pero en serio, no es frecuente. Una vez al mes, si acaso —sonaba sincero.
Lissa se le quedó mirando, como si lo reevaluase todo de pronto. ¿Y si Adrian podía hacerlo? ¿Y si fuese capaz de utilizar el espíritu sin pastillas y sin ningún efecto secundario perjudicial? Sería todo lo que ella había estado esperando. Además, ni siquiera estaba segura de que las píldoras fuesen a seguir funcionando.
Él sonrió, imaginándose lo que le pasaba por la cabeza.
—¿Qué te parece, prima? —preguntó. No necesitaba utilizar la coerción. Su oferta era absolutamente tentadora ya de por sí—. Puedo enseñarte todo lo que sé, si eres capaz de alcanzar la magia. Costará un tiempo que tu organismo elimine los restos de las píldoras, pero una vez suceda…