Dimitri hizo una llamada de teléfono y apareció todo un equipo de agentes especiales.
En realidad, les costó dos horas llegar y cada minuto de espera fue como si hubiese pasado un año. Finalmente, no pude aguantarlo más y me volví al coche. Dimitri examinó la casa en mayor profundidad y después vino a sentarse conmigo: ninguno de los dos abrió la boca mientras esperábamos. A mí se me pasaba por la cabeza una y otra vez una sucesión de las espeluznantes instantáneas del interior de la casa, me sentía sola y asustada y deseaba que él me abrazase o me consolase de algún modo.
Al instante me reprendí por desear aquello. Me recordé por milésima vez que él era mi instructor y que no pintaba nada abrazándome, cualquiera que fuese la situación. Además, yo quería ser fuerte, no tenía ninguna necesidad de ir corriendo a cualquier tío cada vez que las cosas se pusieran feas.
Cuando apareció el primer grupo de guardianes, Dimitri abrió la puerta del coche y me miró:
—Deberías ver cómo se hace esto.
A decir verdad, yo no quería ver nada más en aquella casa, pero le seguí de todas formas. Para mí, aquellos guardianes eran unos completos extraños, sin embargo Dimitri los conocía, siempre parecía conocer a todo el mundo. El grupo se sorprendió al ver a una novicia en la escena del crimen, aunque ninguno de ellos protestó por mi presencia.
Fui tras sus pasos mientras examinaban la casa. Pese a que se arrodillaron junto a los cuerpos y estudiaron las manchas de sangre y las ventanas rotas, ninguno tocó nada. En apariencia, los strigoi habían entrado en la casa por más sitios aparte de la puerta principal y la cristalera corrediza trasera.
Los guardianes hablaban en un tono brusco, sin rastro alguno de la repulsa que yo sentía. Parecían máquinas. Uno de ellos, la única mujer del grupo, se puso en cuclillas junto a Arthur Schoenberg. Me intrigó, ya que las guardianas escaseaban; había oído a Dimitri llamarla Tamara, y parecía rondar los veinticinco años. El pelo negro apenas le llegaba por los hombros, algo común en las guardianas.
La tristeza se asomó levemente a sus ojos grises cuando estudió el rostro del guardián muerto.
—Oh, Arthur —suspiró. Al igual que Dimitri, conseguía transmitir un centenar de cosas con un simple par de palabras—. Nunca pensé que llegaría a ver este día. Él fue mi mentor —con otro suspiro, Tamara se levantó.
Una vez más, la expresión en su rostro se volvió impersonal, como si el hombre que la había entrenado no se hallase allí tirado delante de ella. Yo no me lo podía creer, él había sido su mentor. ¿Cómo era capaz de mantener ese tipo de control? Por una décima de segundo, me imaginé a Dimitri muerto en el suelo en su lugar. No. De ninguna manera habría mantenido yo la calma de haber estado en su pellejo. Yo habría montado una escena, habría chillado y le habría dado patadas a las cosas; le habría atizado a cualquiera que hubiese intentado decirme que todo iba bien.
Por suerte, no creía que alguien fuese realmente capaz de acabar con Dimitri; le había visto matar a un strigoi sin despeinarse. Él era invencible. La leche. Un dios.
Claro, Arthur Schoenberg también lo había sido.
—¿Cómo han podido hacer eso? —solté. Seis pares de ojos se volvieron hacia mí. Yo me esperaba una mirada de reprimenda por parte de Dimitri ante mi arranque, pero él sólo parecía tener curiosidad—. ¿Cómo han podido matarle a él?
Tamara se encogió ligeramente de hombros, conservando aún la compostura en el rostro.
—Del mismo modo en que matan a cualquier otro. Era mortal, igual que el resto de nosotros.
—Ya, pero se trata de… bueno, ya sabes, Arthur Schoenberg.
—Cuéntanoslo tú, Rose —dijo Dimitri—. Has visto la casa, cuéntanos cómo lo han hecho.
Conforme todos me observaban, me di cuenta de repente de que al final sí que iba a hacer un examen aquel día. Pensé en todo lo que había visto y oído, tragué saliva e intenté deducir cómo lo imposible se había hecho posible.
—Hubo cuatro puntos de acceso, lo cual implica al menos cuatro strigoi. Había siete moroi… —la familia que vivía allí tenía invitados, lo cual hizo aún mayor la masacre. Tres de las víctimas eran niños— y tres guardianes. Demasiadas muertes. Cuatro strigoi no pudieron acabar con tanta gente. Es probable que seis hubieran podido de haber ido en primer lugar a por los guardianes y haberlos pillado por sorpresa. La familia habría estado muy aterrorizada como para defenderse.
—¿Y cómo pillaron a los guardianes por sorpresa? —me dio pie Dimitri.
Yo vacilé. Los guardianes, por regla general, no caían por sorpresa.
—Porque se habían roto las defensas. En una casa sin defensas, es probable que hubiera habido un guardián de ronda por el patio durante la noche, pero aquí no habrían hecho eso.
Esperé la siguiente pregunta obvia sobre cómo habían roto las defensas, aunque Dimitri no la hizo. No hacía falta, todos lo sabíamos; todos habíamos visto la estaca. De nuevo, un escalofrío me recorrió la espalda. Humanos colaborando con strigoi, un gran grupo de strigoi.
Dimitri se limitó a asentir en señal de aprobación, y la tropa prosiguió con su investigación. Cuando llegamos al cuarto de baño, comencé a apartar la vista. Yo ya había visto antes aquella habitación, con Dimitri, y no me apetecía nada repetir la experiencia. Allí había un hombre muerto, y su sangre seca destacaba en marcado contraste con los azulejos blancos. Además, dado que aquel cuarto de baño era más interior, no hacía tanto frío como en la zona de la cristalera rota. No había conservación. El cadáver aún no olía mal, para ser exactos, pero tampoco olía bien.
Sin embargo, conforme empezaba a darme la vuelta, vi de reojo algo de color rojo oscuro —más bien marrón, en realidad— en el espejo. No había caído antes en aquello porque el resto de la escena había acaparado toda mi atención. En el espejo había algo escrito, con sangre.
Pobres Badica, pobres. Qué pocos quedan. Una familia real casi extinguida. Otros irán detrás.
Tamara soltó un resoplido de asco y se apartó del espejo para analizar otros detalles del cuarto de baño. Mientras salíamos, no obstante, aquellas palabras se repetían en mi cabeza. «Una familia real casi extinguida. Otros irán detrás».
Los Badica eran uno de los clanes reales más reducidos, eso era cierto, pero no es que los miembros a los que habían asesinado allí fuesen los últimos ni nada por el estilo. Es probable que aún quedasen unos doscientos Badica. No eran tantos como en otras familias. Digamos, los Ivashkov, por ejemplo. Esa familia real en particular era enorme y muy extendida, pero de todas formas había muchos más de los Badica que de algunas otras familias reales.
Como los Dragomir.
Lissa era la única que quedaba.
Si los strigoi querían acabar con los linajes reales, no había otra opción mejor que ir a por ella. La sangre moroi fortalecía a los strigoi, así que comprendí el deseo que sentían por ella y supuse que el hecho de establecer de manera específica a miembros de las familias reales como sus blancos era simplemente parte de su naturaleza cruel y sádica. Resultaba irónico que los strigoi deseasen destruir la sociedad moroi, ya que muchos de ellos formaban antes parte de ella.
El espejo y su advertencia me tuvieron absorta durante el resto de nuestra estancia en la casa, y me encontré con que el temor y la impresión se iban transformando en ira. ¿Cómo habían podido hacer aquello? ¿Cómo podía ser cualquier criatura tan perversa y retorcida como para hacerle eso a una familia, para querer aniquilar a todo un linaje? ¿Cómo podía cualquier criatura hacerlo cuando antes habían sido como Lissa y como yo?
Y al pensar en Lissa —pensar en el deseo de los strigoi de aniquilar también a su familia—, se fue generando en mi interior una profunda ira. La intensidad de aquella emoción casi me tumba. Se trataba de algo oscuro y mucoso, que se hinchaba y me revolvía; una nube tormentosa a punto de estallar. De repente quise despedazar a todo strigoi al que le echase el guante.
Cuando finalmente me metí en el coche para volver a St. Vladimir con Dimitri, pegué tal golpe al cerrar la puerta, que no la arranqué de milagro.
Me miró sorprendido.
—¿Qué te pasa?
—¿Lo dices en serio? —exclamé, incrédula—. Pero ¿cómo me puedes preguntar eso? Estabas ahí. Lo has visto.
—Así es —reconoció—. Pero yo no lo pago con el coche.
Me abroché el cinturón de seguridad y se me puso cara de cabreo.
—¡Los odio! ¡Los odio a todos! Ojalá yo hubiera estado allí. ¡Les habría arrancado a ellos la garganta!
Casi estaba gritando. Dimitri me miró fijamente, con una expresión de calma en el rostro, aunque estaba claro que mi arrebato le había sorprendido.
—¿De verdad piensas eso? —me preguntó—. ¿Piensas que podías haberlo hecho mejor que Arthur Schoenberg después de ver lo que hicieron ahí los strigoi? ¿Después de haber visto lo que Natalie te hizo a ti?
Me desinflé. Había tenido un breve forcejeo con la prima de Lissa, Natalie, cuando ésta se convirtió en strigoi, justo antes de que Dimitri apareciese para salvarme el pellejo. A pesar de ser una strigoi tan reciente —débil y descoordinada—, me mandó literalmente volando al otro lado de la habitación.
Cerré los ojos y respiré hondo. De pronto me sentí estúpida. Había visto lo que era capaz de hacer un strigoi. El que yo hubiese ido corriendo impetuosa en plan salvador habría tenido como único resultado una muerte rápida. Me estaba convirtiendo en una guardiana dura, pero aún me quedaba mucho por aprender, y una chica de diecisiete años no le habría plantado cara a seis strigoi.
Abrí los ojos.
—Lo siento —dije, recobrando el autocontrol. La ira que había explotado en mi interior se difuminó. No sabía de dónde provenía. Yo acostumbraba a saltar a la primera y actuar de forma impulsiva, pero aquello había sido intenso y violento incluso para mí. Qué raro.
—Está bien —dijo Dimitri. Alargó el brazo y puso su mano sobre la mía unos instantes. Luego la retiró y arrancó el coche—. Ha sido un día muy largo. Para todos nosotros.
Cuando llegamos de vuelta a la Academia St. Vladimir, hacia medianoche, todo el mundo sabía ya lo de la masacre. La jornada escolar de los vampiros acababa de finalizar y yo no había dormido en más de veinticuatro horas. Tenía cara de sueño y estaba espesa, y Dimitri me ordenó que me fuera de inmediato a mi cuarto y me echase a dormir. Él, por supuesto, parecía alerta y preparado para encargarse de cualquier cosa. A veces no estaba realmente segura de que él siquiera durmiese. Se dirigió al exterior a comentar el ataque con otros guardianes, y yo le prometí que me iría directa a la cama. En cambio, me di la vuelta camino de la biblioteca en cuanto le perdí de vista. Necesitaba ver a Lissa, y el vínculo me decía que era allí donde se encontraba.
Estaba oscuro como la boca del lobo mientras cruzaba el camino de piedra que atravesaba el patio interior desde mi cuarto al edificio principal de secundaria. La nieve cubría la hierba por completo, pero habían limpiado el paseo de hielo y nieve de manera meticulosa. Me recordó el hogar abandonado de los pobres Badica.
El edificio compartido era grande y tenía aspecto gótico, más propio como decorado de una película medieval que como instituto. El interior rezumaba ese aire de misterio e historia antigua: complejos muros de piedra y cuadros que eran verdaderas antigüedades en una dura competencia con ordenadores y tubos fluorescentes. La tecnología moderna se había hecho un hueco allí, pero nunca llegaría a dominar.
Me colé por el arco de seguridad de la biblioteca y fui directa a una de las esquinas del fondo, donde tenían los ejemplares de geografía y de viajes. Efectivamente, allí encontré a Lissa sentada en el suelo, apoyada contra una estantería de libros.
—Eh —dijo al levantar la vista de uno que tenía abierto sobre una rodilla, y se apartó de la cara unos mechones de pelo claro. Su novio, Christian, estaba tumbado junto a ella, con la cabeza recostada en su otra rodilla, y me saludó con un gesto de asentimiento. Teniendo en cuenta el antagonismo que había estallado a veces entre nosotros dos, aquello era para él casi el equivalente de un abrazo enorme. A pesar de la leve sonrisa de ella, yo podía sentir la tensión y el temor en su interior; se transmitía a través del vínculo.
—Te has enterado —dije al tiempo que me sentaba con las piernas cruzadas.
Su sonrisa se desvaneció y los sentimientos de temor e inquietud se intensificaron en ella. Me gustaba que nuestra conexión psíquica me permitiese protegerla mejor, pero, la verdad, no me hacía ninguna falta ver amplificadas mis propias preocupaciones.
—Es horrible —dijo con un escalofrío. Christian cambió de postura, entrelazó sus dedos con los de ella y le apretó la mano. Lissa le devolvió el apretón. Estos dos estaban tan enamorados y tan acaramelados el uno con el otro que yo sentía la necesidad de ir a lavarme los dientes después de estar con ellos. Sin embargo, en ese momento se mostraban más moderados gracias, sin duda, a las noticias de la masacre—. Dicen… dicen que entraron seis o siete strigoi. Y que unos humanos los ayudaron a romper las defensas.
Eché la cabeza hacia atrás y la apoyé en un estante. Las noticias habían volado, ya te digo. De pronto me sentí mareada.
—Es cierto.
—¿En serio? —preguntó Christian—. Creía que era un montón de paranoias superexageradas.
—No… —entonces me di cuenta de que nadie sabía dónde había estado yo aquel día—. Yo… yo vengo de allí.
A Lissa se le abrieron los ojos como platos y percibí la sensación de impacto en ella. Incluso Christian —la viva imagen del típico listillo— parecía serio. De no haber sido por lo terrible de todo aquello, habría disfrutado pillándolo desprevenido.
—Estás de coña —dijo con voz insegura.
—Pensaba que ibas a presentarte a tu Calificación… —fueron apagándose las palabras de Lissa.
—Eso es lo que se suponía —dije—. Fue un rollo de esos de estar en el sitio equivocado en un momento inoportuno. El guardián que iba a hacerme el test vivía allí. Dimitri y yo entramos y…
No pude acabar. Mi mente volvió a revivir la sucesión de imágenes de sangre y muerte que había por toda la casa de los Badica. La preocupación cruzó tanto el rostro de Lissa como el vínculo.
—Rose, ¿estás bien? —me preguntó en voz baja.
Lissa era mi mejor amiga, pero no quería que ella supiese cuánto me había asustado y enfadado todo aquello. Quería ser dura.
—Genial —dije, apretando los dientes.
—¿Cómo estaba todo? —preguntó Christian con un tono lleno de curiosidad, aunque también con algo de culpabilidad, como si fuese consciente de que no era correcto querer detalles de algo tan horrible. No obstante, no pudo evitar preguntarlo. La falta de control sobre nuestros impulsos era algo que ambos teníamos en común.
—Estaba… —hice un gesto negativo con la cabeza—. No quiero hablar de esto.
Christian empezó a quejarse y Lissa le pasó una mano por el pelo negro, lacio y brillante. La reprimenda cariñosa le acalló y se produjo un silencio incómodo entre los tres. Al leer la mente de Lissa, sentí que intentaba dar a la desesperada con un nuevo tema de conversación.
—Dicen que esto se va a cargar todas las visitas de las vacaciones —me dijo unos instantes después—. Va a venir la tía de Christian, pero la mayoría de la gente no quiere viajar y prefieren que sus hijos se queden aquí, donde están seguros. Les aterroriza que ese grupo de strigoi se desplace.
Yo no había pensado en las ramificaciones de un ataque como éste. Sólo faltaba una semana, más o menos, para las navidades, y en esta época del año tenían lugar una cantidad tremenda de desplazamientos en el mundo de los moroi. Los estudiantes iban a casa a ver a sus padres; los padres venían a quedarse en el campus para ver a sus hijos.
—Esto va a mantener separadas a un montón de familias —murmuré.
—Y va a cargarse muchas reuniones de la realeza —dijo Christian. Su efímera seriedad se había desvanecido, había recuperado su aire insidioso—. Ya sabéis cómo se ponen en esta época del año: siempre compitiendo los unos con los otros para ver quién da la mayor fiesta. Estarán subiéndose por las paredes.
Y yo me lo creía. Mi vida se hallaba unida al combate, pero los moroi cargaban con su ración de luchas intestinas, en particular entre los nobles y miembros de la realeza. Libraban sus propias batallas verbales y con alianzas políticas y, para ser sincera, yo prefería el método más directo de los puñetazos y las patadas. Lissa y Christian, en especial, habían de surcar ciertos mares procelosos: ambos pertenecían a familias reales, lo que significaba que eran un gran foco de atención tanto dentro como fuera de la academia.
Las cosas eran peores para ellos que para la mayoría de los miembros de la realeza moroi. La familia de Christian vivía bajo la alargada sombra de sus padres, que se habían convertido a propósito en strigoi y habían cambiado su magia y su moralidad por ser inmortales y subsistir a base de matar. Sus padres ya habían muerto, pero eso no evitaba que la gente siguiese desconfiando de él. Parecían pensar que se convertiría en strigoi en cualquier momento y que se llevaría consigo a quien pillase. Tampoco se puede decir que su corrosión y su negro sentido del humor ayudaran mucho a cambiar las cosas, la verdad.
La atención que recibía Lissa provenía del hecho de ser la única que quedaba en su familia. Ningún otro moroi tenía la suficiente sangre Dragomir en sus venas como para merecerse el apellido. Es probable que su futuro marido la tuviese en algún lugar de su árbol genealógico para asegurarse de que sus hijos fueran Dragomir, aunque por el momento, ser la única la convertía en una especie de personaje famoso.
El pensar en aquello me recordó de pronto la advertencia garabateada en el espejo. Me dio náuseas. Aquella ira y desesperación oscuras me revolvieron el estómago, pero aparté la sensación con una broma.
—Vosotros lo que deberíais hacer es probar a solucionar vuestros problemas como nosotros. Una pelea a puñetazo limpio de vez en cuando os sentaría de miedo a los señoritos de la realeza.
Tanto Lissa como Christian se rieron con aquello. Él levantó la vista hacia ella con una sonrisa traviesa que mostraba sus colmillos.
—¿Qué te parece? Apuesto a que te gano en un uno contra uno.
—Qué mas quisieras —rió ella. Sus pensamientos atormentados se aliviaron.
—Quiero, en realidad —contestó él manteniéndole la mirada.
Había una intensa nota de sensualidad en su voz que hizo que a Lissa se le acelerara el corazón. Y para mí, un chute de celos. Durante toda nuestra vida, ella había sido mi mejor amiga y yo la suya, yo podía leerle la mente; pero el hecho permanecía inalterado: Christian era entonces una parte gigantesca de su vida y desempeñaba un papel que yo jamás llevaría a cabo, del mismo modo que él nunca participaría de la conexión que existía entre nosotras dos. Era como si, aunque no nos gustase, los dos aceptásemos el hecho de que debíamos dividirnos su atención y a veces parecía que la tregua que manteníamos por el bien de ella era tan fina como el papel de fumar.
Lissa le acarició la mejilla.
—Compórtate.
—Lo hago —dijo él con un tono aún atrevido—. Algunas veces; pero otras eres tú quien no quiere que me…
Me levanté del suelo con un gruñido.
—Dios. Me parece que os voy a dejar solitos ahora mismo, chicos.
Lissa pestañeó y apartó la vista de Christian con aspecto de sentirse repentinamente avergonzada.
—Lo siento —murmuró. Por sus mejillas se extendió un delicado rubor rosáceo. Al ser de una piel tan pálida, como todos los moroi, fue como si aquello la hiciese parecer más guapa. Y no es que necesitase ayuda precisamente en ese aspecto—. No hace falta que te vayas…
—No, está bien. Es que estoy agotada —le dije para tranquilizarla. No dio la impresión de que a Christian le molestase demasiado verme marchar—. Te veo mañana.
Comencé a alejarme, pero Lissa me gritó:
—Rose, ¿estás…? ¿Seguro que estás bien? ¿Después de todo lo que ha pasado?
La miré a los ojos de color verde jade. Su preocupación era tan profunda que hacía que me doliese el pecho. Yo podía encontrarme más cerca de ella que nadie en el mundo, pero no quería que fuese ella quien se preocupase por mí. Era mi trabajo mantenerla a salvo, ella no debía preocuparse por protegerme a mí, en especial si un grupo de strigoi había decidido de pronto hacerse una lista de objetivos de la realeza.
Le puse a Lissa una sonrisa picarona.
—Estoy bien. Nada de lo que preocuparse excepto que vosotros dos os arranquéis la ropa antes de que me dé tiempo a pirarme.
—Entonces es mejor que te pires ya —dijo Christian con sequedad.
Lissa le dio un codazo y yo puse los ojos en blanco.
—Buenas noches —les dije.
Se me borró la sonrisa en cuanto les di la espalda. Volví a mi cuarto dando un paseo, apesadumbrada, con la esperanza de no soñar con los Badica esa noche.