DIECINUEVE

Odio sentirme impotente. Y odio caer derrotada sin luchar. Lo que había tenido lugar allí fuera, en el callejón, no había sido una verdadera pelea. De haberlo sido… si me hubiesen sometido a golpes… entonces, vale, puede que hubiese sido capaz de aceptar eso. Puede. Pero no me habían tocado. Apenas me había ensuciado las manos. Al contrario, había caído en silencio.

Una vez nos tuvieron sentados en el suelo de la camioneta, nos ataron a cada uno las manos en la espalda con esposas de plástico: unas cinchas ajustables que se cerraban y sujetaban igual de bien que cualquier otra hecha de metal.

Tras esto, nos trasladaron en casi absoluto silencio. Aquellos hombres se murmuraban palabras los unos a los otros de manera ocasional, en un volumen demasiado bajo para que cualquiera de nosotros lo oyese. Christian o Mia podían haber sido capaces de entender lo que decían, pero no se encontraban en situación de comunicarnos nada a los demás. Mia tenía el aspecto de hallarse tan aterrada como lo había estado en la calle y, aunque el temor de Christian había dado paso de forma rápida a su típica ira altiva, ni siquiera él se atrevía a decir nada con los guardias tan cerca.

Me alegraba por el autocontrol de Christian, pues no me cabía la menor duda de que cualquiera de aquellos hombres le golpearía si sacaba los pies del tiesto, y ni yo ni los otros novicios estábamos en situación de detenerlos.

En realidad, eso era lo que me volvía loca. El instinto de proteger a los moroi se hallaba tan profundamente arraigado en mi interior, que ni siquiera me paré a preocuparme por mí. Christian y Mia eran el centro de atención. Era a ellos a quienes tenía que sacar de aquel desastre.

¿Y cómo se había iniciado el desastre? ¿Quiénes eran estos tíos? Misterio. Eran humanos, pero no pensé ni por un instante que un grupo de dhampir y moroi pudiesen resultar víctimas aleatorias de un secuestro. Por alguna razón seríamos su objetivo.

Nuestros secuestradores no intentaron taparnos los ojos ni ocultarnos el recorrido, lo cual no interpreté como una buena señal. ¿Es que pensaban que no conocíamos la ciudad lo bastante como para desandar el camino? ¿O es que se imaginaban que no tenía importancia pues no íbamos a salir de allí, donde fuese que nos llevaran? Todo cuanto noté es que nos alejábamos del centro de la ciudad, salíamos hacia una zona más residencial. Spokane era tan plomizo como me había imaginado. En contraste con los lugares en que la nieve prístina se amontonaba en ventisqueros, unos charcos de nieve gris a medio derretir jalonaban las calles, y los jardines se encontraban moteados de parches de suciedad. También había muchos menos árboles de hoja perenne de lo que yo estaba acostumbrada a ver. Los árboles caducifolios enclenques y sin hojas de allí parecían esqueletos en comparación. Lo único que hacían era potenciar el aire de inminente fatalidad.

Tras lo que me pareció menos de una hora, la camioneta giró a una calle sin salida y nos adentramos en el jardín de una casa muy corriente, aunque grande. Había otras cerca, idénticas a las viviendas de las zonas residenciales, lo cual me infundió esperanzas. Quizá pudiéramos conseguir alguna ayuda de los vecinos.

Nos metimos en el garaje y, una vez se hubo cerrado de nuevo la puerta, los hombres nos condujeron a la casa, que por dentro era mucho más interesante. Sillas y sofás antiguos, con patas talladas en forma de garras de animales. Un enorme acuario de peces de agua salada. Espadas entrecruzadas sobre la chimenea. Uno de esos estúpidos cuadros de pintura contemporánea que consisten en unas pocas líneas desparramadas por el lienzo.

A esa parte de mí que disfrutaba destruyendo cosas le habría gustado examinar las espadas en detalle, pero la planta principal no era nuestro destino. En lugar de eso, nos condujeron hacia abajo por un estrecho tramo de escaleras, a un sótano tan grande como la planta superior, sólo que, en contraste con el espacio abierto de dicha planta, el sótano se encontraba dividido en una serie de pasillos y puertas cerradas. Era como el laberinto de una rata. Nuestros captores nos guiaron a través de él sin vacilar, hasta una pequeña sala con el suelo de cemento y las paredes de pladur sin pintar.

Los muebles del interior consistían en varias sillas de madera, de aspecto muy incómodo, con el respaldo de barrotes que demostró venir muy a propósito para volver a atarnos las manos. Nos sentaron de manera que Mia y Christian quedaron en un lado de la sala y nosotros, los dhampir, en el otro. Un tipo —el líder, al parecer— observaba detenidamente mientras uno de sus secuaces le ataba a Eddie las manos con unas esposas de plástico nuevas.

—Es a ésos a quienes debes vigilar de manera especial —le advirtió con un gesto de la cabeza hacia nosotros—. Darán guerra —sus ojos se trasladaron, primero, del rostro de Eddie al de Mason y por fin al mío. El tipo y yo nos mantuvimos la mirada unos instantes y yo fruncí el ceño. Volvió a mirar a su colega—. Vigílala a ella en particular.

Cuando estuvimos reducidos a su satisfacción, voceó unas pocas órdenes más al resto y después salió de la sala, cerrando la puerta con estrépito a su espalda. Sus pasos resonaron por la casa mientras subía las escaleras. Unos momentos más tarde, se hizo el silencio.

Nos quedamos allí sentados, mirándonos los unos a los otros. Varios minutos después, Mia gimoteó y comenzó a hablar:

—¿Qué es lo que vais a…?

—Cállate —gruñó uno de los hombres, que dio un paso hacia ella de forma amenazadora. Pálida, ella se encogió, pero aún tenía aspecto de ir a decir algo más. Atraje su mirada y le hice un gesto negativo con la cabeza. Permaneció en silencio, con los ojos muy abiertos y un leve temblor en los labios.

No hay nada peor que esperar y no saber lo que te va a pasar. Tu propia imaginación puede ser más cruel que cualquier secuestrador. Dado que nuestros guardias no nos hablaban ni nos contaban lo que nos aguardaba, me imaginé todo tipo de situaciones horribles. Las armas de fuego eran una amenaza obvia, y me pregunté qué te haría sentir una bala. Dolor, presumiblemente. ¿Y dónde nos dispararían? ¿En el corazón o en la cabeza? Una muerte rápida. Pero ¿en algún otro sitio? ¿Como el estómago? Eso sería lento y doloroso. Me estremecí ante la idea de que la vida se me escapase desangrándome. El pensar en toda esa sangre me trajo a la mente la casa de los Badica y la posibilidad de que nos degollasen. Aquellos tipos bien podían tener cuchillos tanto como pistolas.

Por supuesto que tenía que preguntarme por el motivo de que siguiésemos vivos. Estaba claro que querían algo de nosotros, pero ¿qué? No pedían información, y eran humanos. ¿Qué querrían los humanos de nosotros? Lo máximo que solíamos temer de los humanos consistía en que pudiésemos tropezarnos con asesinos desequilibrados o con los que querían experimentar con nosotros. Éstos no parecían ser ninguno de los dos casos.

¿Qué querían entonces? ¿Por qué estábamos allí? Una y otra vez me imaginaba más finales horribles, truculentos. La expresión de los rostros de mis amigos mostraba que no era yo la única capaz de pergeñar sus momentos creativos. El olor del sudor y el miedo inundaba el habitáculo.

Perdí la noción del tiempo y me sentí de pronto expulsada de mi imaginación cuando unos pasos sonaron en las escaleras. El líder de los secuestradores apareció en el pasillo. Los demás hombres se pusieron firmes, con una tensión palpable a su alrededor. Dios mío. Ya, me percaté. Aquello era lo que habíamos estado esperando.

—Sí, señor —oí decir al líder—. Están ahí dentro, justo como deseabais.

Por fin, comprendí; la persona que se encontraba detrás de nuestro secuestro. El pánico me recorrió de punta a punta. Tenía que escapar.

—¡Dejadnos salir de aquí! —grité al tiempo que tensaba mis ataduras—. ¡Dejadnos salir de aquí, hijos de…!

Me detuve. Algo se encogió en mi interior. Se me secó la garganta. Mi corazón quería dejar de latir. El guardia había regresado con un hombre y una mujer que no reconocí. Lo que sí reconocí, no obstante, fue que eran…

… strigoi.

Strigoi de verdad, vivos —bueno, en lenguaje figurado—, y de repente todo encajó. No sólo eran correctos los informes sobre los strigoi en Spokane. Lo que nos habíamos temido —strigoi trabajando conjuntamente con humanos— se había hecho realidad. «Esto lo cambia todo». La luz del día ya no resultaba segura. Ninguno de nosotros volvería ya a estar a salvo. Peor, comprendí que aquéllos debían de ser esos réprobos strigoi, los que habían atacado a las dos familias moroi con la ayuda de humanos. De nuevo, los terribles recuerdos volvieron a mí: sangre y cadáveres por todas partes. La bilis me ascendió por la garganta e intenté trasladar mi mente del pasado al momento presente, y no es que eso resultase más tranquilizador.

Los moroi tenían la piel pálida, ese tipo de piel que se sonroja y se quema con facilidad, pero estos vampiros… tenían la piel blanca, como la tiza, de un modo que hacía que pareciese obra de un maquillaje mal aplicado. Las pupilas de sus ojos estaban rodeadas de un anillo de color rojo que dejaba bien a las claras el tipo de monstruos que eran.

A decir verdad, la mujer me recordaba a Natalie, mi pobre amiga, a quien su padre convenció para que se convirtiese en strigoi. Me costó unos instantes descubrir dónde residía su similitud, pues no se parecían en nada. Esta mujer era bajita —humana, probablemente, antes de convertirse en strigoi— y tenía el pelo castaño con unos reflejos penosos.

Entonces caí. Se trataba de una strigoi reciente, como lo había sido Natalie, y no resultó obvio hasta que la comparé con el strigoi a su lado. En el rostro de la mujer había un mínimo rastro de vida, pero en el de él… el suyo era el rostro de la muerte.

Aquel rostro carecía de toda calidez o gesto agradable. Su expresión era fría y calculadora, salpicada de una diversión perversa. Era alto, tanto como Dimitri, y su complexión esbelta indicaba que había sido un moroi antes de su transformación. El cabello negro a la altura de los hombros le enmarcaba el rostro y destacaba contra el brillante color escarlata de su camisa de vestir. Tenía los ojos tan oscuros y marrones que, sin el anillo rojo, resultaría casi imposible decir dónde terminaba la pupila y empezaba el iris.

Uno de los guardias me propinó un buen empujón, aunque me había quedado callada. Levantó la vista al strigoi.

—¿Deseáis que la amordace?

De pronto advertí que me había estado encorvando contra el respaldo de mi silla, en un intento inconsciente por alejarme de él tanto como fuese posible. Él también se había dado cuenta, y sus labios cerrados esbozaron una delgada sonrisa.

—No —dijo con una voz sedosa y grave—. Me gustaría escuchar lo que tenga que decir —arqueó una ceja en mi dirección—. Por favor, continúa —yo tragué saliva—. ¿No? ¿Nada que añadir? Bueno. Tómate la libertad de saltar si se te ocurre algo más.

—Isaiah —exclamó la mujer—. ¿Por qué los mantienes aquí? ¿Por qué no contactas con los demás?

—Elena, Elena —le murmuró él—. Compórtate. No voy a dejar pasar la oportunidad de divertirme con dos moroi y… —caminó por detrás de mi silla y me levantó el pelo. Me hizo sentir un escalofrío. Un instante después estudió también los cuellos de Mason y Eddie— tres dhampir no iniciados —dijo aquellas palabras casi con un suspiro de felicidad, y me percaté de que había mirado en busca de tatuajes de guardián.

Isaiah caminó hasta Christian y Mia y los observó con una mano apoyada en la cadera. Mia sólo pudo devolverle la mirada un instante, antes de desviarla hacia otro lado. El temor de Christian era palpable, pero logró mantener los ojos fijos en el strigoi. Hizo que me sintiera orgullosa.

—Mira esos ojos, Elena —y ella se acercó y se situó junto a Isaiah mientras éste hablaba—. Ese color azul claro. Como el hielo. Como aguamarinas. Casi nunca se obtiene eso fuera de las casas reales. Badica. Ozzera. Algún Zeklos.

—Ozzera —dijo Christian al tiempo que intentaba con todas su fuerzas no sonar atemorizado.

Isaiah ladeó la cabeza.

—¿De verdad? Seguro que no… —se inclinó para aproximarse a Christian—. Pero la edad encaja… y ese pelo… —sonrió—. ¿El hijo de Lucas y Moira?

Christian no dijo nada, pero el gesto de confirmación en su rostro era obvio.

—Conocí a tus padres. Una gente magnífica. Sin igual. Su muerte fue una pena… pero, bueno… yo diría que ellos se lo buscaron. Les dije que no debían volver a por ti. Habría sido un desperdicio despertarte tan joven. Aseguraban que se limitarían a tenerte con ellos y que te despertarían cuando fueses mayor. Ya les advertí que eso sería un desastre, pero, bueno… —se encogió de hombros con delicadeza. «Despertar» era el término que utilizaban los strigoi para referirse al momento de su conversión. Sonaba como si se tratase de una experiencia religiosa—. No escucharon, y el desastre acabó por salirles al paso de un modo distinto —un odio, oscuro y profundo, hervía tras la mirada de Christian. Isaiah volvió a sonreír—. Resulta bastante conmovedor que tras todo este tiempo hayas terminado por venir a mí. Quizá yo pueda hacer realidad el sueño de tus padres al fin y al cabo.

—Isaiah —dijo la mujer, Elena, de nuevo. Cada palabra que salía de su boca sonaba como un lamento—. Llama a los demás…

—¡Deja de darme órdenes! —Isaiah la agarró por el hombro y la empujó, sólo que el empujón la envió al otro extremo de la habitación y casi atravesó la pared. Apenas fue capaz de extender la mano a tiempo para detener el impacto. Los strigoi poseían mejores reflejos que los dhampir e incluso que los moroi; su falta de elegancia significaba que Isaiah la había cogido completamente desprevenida. Y la verdad, él apenas la había tocado. El empujón había sido leve, y aun así, llevó la fuerza de un coche.

Este hecho asentó más aún mi creencia de que él pertenecía a una clase absolutamente distinta. Su fuerza superaba la de ella de manera abrumadora, y Elena era como una mosca que Isaiah se podía sacudir de un sopapo. El poder de los strigoi aumentaba con la edad, al igual que por medio del consumo de sangre moroi y, en menor grado, de sangre dhampir. Aquel tío no es que fuera mayor, pude darme cuenta. Era un anciano, y había bebido mucha sangre con el paso de los años. El terror se apoderó de las facciones de Elena, y yo podía entender su miedo: los strigoi arremetían los unos contra los otros de forma constante. Isaiah le podía haber arrancado la cabeza si hubiera querido.

Ella se acobardó y desvió la mirada.

—Yo… lo siento, Isaiah.

Él se alisó la camisa —y no es que se le hubiese arrugado—, y su voz adoptó la gélida simpatía que había fingido con anterioridad.

—Está claro que quieres opinar en esto, Elena, y yo me congratulo de que te expreses con los modales apropiados. ¿Qué piensas tú que deberíamos hacer con estos cachorros?

—Deberías… es decir, creo que deberíamos ocuparnos de ellos ahora mismo. En especial de los moroi —de forma clara, se estaba esforzando al máximo para no gimotear de nuevo y enfadarle—. A menos que… No vas a dar otra cena de sociedad, ¿verdad? Es un total desperdicio. Tendremos que compartirlos, y ya sabes que los demás no te lo van a agradecer. Nunca lo hacen.

—No voy a hacer de ellos ninguna cena de sociedad —afirmó con altanería. ¿Cena de sociedad?—. Pero tampoco los voy a matar todavía. Eres joven, Elena. Sólo piensas en la gratificación inmediata. Cuando seas tan mayor como yo, no serás tan… impaciente —ella puso los ojos en blanco cuando él no la miraba. Isaiah dio media vuelta y nos barrió a Mason, a Eddie y a mí con la mirada—. Vosotros tres, me temo, vais a morir. No hay forma de evitarlo. Me gustaría decir que lo siento, pero, bueno, no lo siento. Así es la vida. Sin embargo, podéis elegir el modo en que vais a morir, y vuestra elección quedará dictada por vuestro comportamiento —sus ojos se clavaron en mí. De verdad que yo no entendía por qué todo el mundo allí insistía en señalarme como la problemática. Vale, es probable que sí—. Algunos de vosotros moriréis de un modo más doloroso que otros.

No me hacía falta ver a Mason y a Eddie para saber que su terror era equiparable al mío. Estaba bastante segura, incluso, de haber oído a Eddie sollozar.

Isaiah giró sobre sus talones de forma brusca, al estilo militar, y se dirigió a Christian y a Mia.

—Vosotros dos, afortunadamente, tenéis opciones. Sólo uno de los dos morirá. El otro seguirá vivo en la gloria de la inmortalidad. Yo, incluso, tendría la amabilidad de acogeros bajo mi protección hasta que seáis un poco mayores, tan caritativo soy.

No pude evitarlo. Me entró la risa.

Isaiah giró en redondo y me miró fijamente. Me quedé en silencio y aguardé a que me lanzase volando al otro extremo de la habitación como había hecho con Elena, pero no hizo nada más que mirarme fijamente. Y bastó con eso. El corazón se me aceleró y sentí las lágrimas en los párpados. Mi terror me avergonzaba, deseaba ser como Dimitri, puede que incluso como mi madre. Tras unos momentos interminables, agónicos, Isaiah se giró de nuevo hacia los moroi.

—Bien. Como estaba diciendo, uno de los dos será despertado y vivirá para siempre. Pero no seré yo quien os despierte, vosotros escogeréis despertar de forma voluntaria.

—No lo creo —dijo Christian. Reunió en aquellas tres palabras tanta carga de impertinencia desafiante como pudo, pero seguía siendo muy obvio para el resto de la habitación que estaba aterrado.

—Ah, cómo adoro ese espíritu de los Ozzera —musitó Isaiah. Dirigió su mirada, sus brillantes ojos rojos, hacia Mia, que se encogió del miedo—. No te dejes eclipsar por él, querida. También hay fortaleza en la sangre común, y así es como se decidirá —nos señaló a nosotros, los dhampir. Su mirada hizo que un escalofrío me recorriese el cuerpo, y en mi imaginación pude percibir el hedor de la putrefacción—. Si queréis vivir, todo cuanto debéis hacer es matar a uno de esos tres —se volvió a los moroi—. Eso es todo. Nada desagradable, al fin y al cabo. Sólo tenéis que decirle a uno de estos caballeros que se encuentran con vosotros que deseáis hacerlo. Os liberarán. A continuación beberéis de ellos y despertaréis como uno de los nuestros. El que lo haga primero quedará libre. El otro se convertirá en la cena para Elena y para mí.

El silencio se apoderó de la habitación.

—No —dijo Christian—. De ninguna manera voy a matar a uno de mis amigos. Me da igual lo que hagas. Antes prefiero morir.

Isaiah hizo un gesto de desprecio con la mano.

—Qué fácil es ser valiente cuando no tienes hambre. Quédate unos pocos días sin otro sustento… y sí, estos tres empezarán a tener un aspecto muy bueno. Y lo son, los dhampir están deliciosos. Hay quien los prefiere a los moroi, y aunque yo nunca he compartido tales gustos, soy capaz sin duda de apreciar la variedad —Christian frunció el ceño—. ¿No me crees? Permíteme entonces que te lo demuestre.

Se dirigió de nuevo hacia mi lado de la sala. Me di cuenta de lo que iba a hacer y hablé sin haber meditado completamente las cosas.

—Utilízame —le espeté—. Bebe de mí.

La sonrisita de Isaiah pareció flaquear un instante, y arqueó las cejas.

—¿Te presentas voluntaria?

—Ya lo he hecho antes. Dejar que los moroi se alimenten de mí, quiero decir. No me importa, me gusta. Deja en paz a los demás.

—¡Rose! —exclamó Mason.

No le hice ni caso y miré suplicante a Isaiah. Yo no quería que se alimentase de mí, la idea me daba arcadas, pero sí que había dado mi sangre antes, y prefería que se pusiese las botas conmigo antes de que tocase a Eddie o a Mason.

No pude descifrar su expresión cuando me agarró. Durante una décima de segundo pensé que iba a hacerlo, pero en cambio, negó con la cabeza.

—No. Tú no. Aún no.

Pasó de largo y se detuvo frente a Eddie. Hice tanta fuerza contra mis esposas de plástico que se me clavaron en la piel de un modo muy doloroso, pero no cedieron.

—¡No! ¡Déjale en paz!

—Silencio —soltó Isaiah sin mirarme. Apoyó una mano sobre una de las mejillas de Eddie, que temblaba y se había puesto tan pálido que pensé que iba a desmayarse—. Puedo hacerlo fácil, o puedo hacer que te duela. Tu silencio será un estímulo para la primera opción.

Quería gritar, quería llamar a Isaiah todo tipo de cosas y proferir toda clase de amenazas, pero no pude. Mis ojos recorrieron la estancia en busca de salidas, como ya había hecho tantas veces antes, aunque no las había. Sólo simples paredes vacías y blancas. Sin ventanas. La única y preciada puerta, siempre vigilada. Me hallaba indefensa, tan indefensa como había estado desde el preciso instante en que nos habían metido en la camioneta. Sentí ganas de llorar, más por la frustración que por el miedo. ¿Qué clase de guardiana iba a ser yo si no era capaz de proteger a mis amigos?

Sin embargo, guardé silencio y un aire de satisfacción cruzó el rostro de Isaiah. La iluminación fluorescente proporcionaba a su piel un tono grisáceo enfermizo que resaltaba las oscuras ojeras de su rostro. Quería pegarle.

—Bien —sonrió a Eddie y le sujetó la cara de forma que se quedase mirándole a los ojos—. Ahora, no te vas a resistir, ¿verdad?

Como ya he mencionado, Lissa era muy buena en la coerción, pero ella no habría sido capaz de conseguir aquello. En segundos, Eddie estaba sonriendo.

—No. No me voy a resistir.

—Bien —repitió Isaiah—. Y me ofrecerás tu cuello con plena libertad, ¿no es así?

—Por supuesto —respondió Eddie, que echó la cabeza hacia atrás.

La boca de Isaiah descendió, y yo miré a otro lado; intenté concentrarme en la alfombra raída. No quería verlo. Oí que Eddie dejaba escapar un leve quejido de felicidad. La nutrición en sí fue relativamente silenciosa, sin succiones ni nada por el estilo.

—Eso es.

Volví a mirar cuando oí a Isaiah hablar de nuevo. La sangre le goteaba de los labios, y los recorrió con la lengua. No podía ver la herida en el cuello de Eddie, pero sospeché que estaría también ensangrentada, horrible. Mia y Christian miraban fijamente, con los ojos muy abiertos, con tanto miedo como fascinación. Eddie tenía la mirada perdida, en un estado de embriaguez drogada, feliz, colocado por las endorfinas y la coerción.

Isaiah se irguió y sonrió a los moroi al tiempo que se relamía los últimos restos de sangre de los labios.

—¿Lo veis? —les dijo, dirigiéndose a la puerta—. Es así de fácil.