DIECIOCHO

Los tacones estaban empezando a hacerme daño, así que me los quité en cuanto regresé dentro y fui caminando descalza por el refugio. Yo no había estado en la habitación de Mason, pero recordé que había mencionado el número una vez y la encontré sin dificultad.

Shane, el compañero de habitación de Mason, me abrió la puerta unos instantes después de haber llamado.

—Hey, Rose.

Se apartó para dejarme pasar y entré, mirando a mi alrededor. En la televisión estaban con la teletienda —uno de los inconvenientes de la vida nocturna era la escasez de buena programación— y la práctica totalidad de las superficies planas se hallaba cubierta de latas vacías de soda. Ni rastro de Mason por ninguna parte.

—¿Dónde está? —pregunté.

Shane reprimió un bostezo.

—Creí que estaba contigo.

—No le he visto en todo el día.

Volvió a bostezar y a continuación, pensativo, frunció el ceño.

—Antes anduvo metiendo cosas en una mochila, me imaginé que os largaríais a alguna escapadita romántica. De merienda o algo así. Oye, bonito vestido.

—Gracias —murmuré al tiempo que sentía avecinarse otro ceño fruncido por mi parte.

¿Preparar la mochila? Eso no tenía sentido. No había adónde ir. Tampoco había manera de ir. Aquellas instalaciones estaban tan fuertemente protegidas como la academia. Lissa y yo sólo habíamos conseguido salir de allí gracias a la coerción, y aun así había sido complicado de narices. Entonces, ¿por qué diantre prepararía Mason una mochila si no se iba a marchar?

Hice unas pocas preguntas más a Shane y decidí seguir la pista de esa posibilidad, por mucha locura que pareciese. Encontré al guardián a cargo de la seguridad y los turnos, y me facilitó los nombres de los guardianes que habían estado de servicio por los límites de las instalaciones la última vez que Mason había sido visto. Conocía la mayoría de los nombres, y la mayoría se encontraba fuera de servicio ya, lo cual facilitaba el encontrarles.

Desafortunadamente, la primera pareja no había visto a Mason aquel día. Cuando me preguntaron por qué quería saberlo, les respondí con vaguedades y me largué enseguida. La tercera persona de mi lista era un tío llamado Alan, un guardián que solía trabajar en el campus de secundaria de la academia. Acababa de volver de esquiar y se estaba quitando el equipo, cerca de la puerta. Me reconoció y sonrió cuando me acerqué.

—Sí, claro, le he visto —dijo mientras se agachaba sobre las botas.

Me inundó una ola de alivio. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo preocupada que estaba.

—¿Sabes dónde está?

—No. Los dejé a él, a Eddie Castile… y, ¿cómo se llama esa chica?, la de los Rinaldi, salir por la puerta norte y ya no los he vuelto a ver.

Le miré fijamente. Alan siguió desenganchándose los esquís como si estuviésemos hablando de las condiciones de las pistas.

—¿Dejaste salir a Mason, a Eddie… y a Mia?

—Sip.

—Mmm… ¿Por qué?

Terminó y volvió a mirarme, con una especie de expresión de felicidad y diversión en la cara.

—Porque me lo pidieron.

Una sensación fría comenzó a ascenderme por el cuerpo. Me enteré de qué guardián había vigilado la puerta norte con Alan y le busqué de inmediato. Me dio exactamente la misma respuesta. Había dejado salir a Mason, Eddie y Mia, sin preguntas. E, igual que Alan, no parecía pensar que hubiese nada malo en tal hecho. Tenía incluso aspecto de aturdido. Un aspecto que ya había visto antes… el aspecto que se apoderaba de la gente cuando Lissa utilizaba la coerción.

En particular, había visto que eso pasaba cuando Lissa no quería que alguien recordase algo con exactitud. Podía nublar la memoria de la gente, ya fuese borrándosela de golpe o hibernándola hasta más adelante. Era tan buena en la coerción que podía lograr que se olvidasen por completo, así que el hecho de que estos guardianes aún se acordasen de algo significaba que quien se los había camelado no tenía tanta soltura.

Alguien, digamos, como Mia.

Yo no era de las que se desmayaban, pero sólo por un instante, me sentí como si me fuera a venir abajo. Todo me daba vueltas; cerré los ojos y respiré profundamente. Cuando pude ver de nuevo, lo que me rodeaba permanecía firme. Muy bien. Sin problemas. Me pondría a razonarlo.

Mason, Eddie y Mia habían abandonado el refugio ese mismo día. No sólo eso, lo habían llevado a cabo utilizando la coerción, algo terminantemente prohibido. No se lo habían dicho a nadie. Habían salido por la puerta norte. Había visto un plano de las instalaciones: la puerta norte protegía una entrada que conectaba con el único camino de cierta importancia, una carretera local que conducía a un pueblo pequeño a menos de veinte kilómetros de distancia. El pueblo donde Mason había mencionado que había autobuses.

A Spokane.

Spokane: donde podría estar viviendo la manada itinerante de strigoi con sus humanos.

Spokane: donde Mason podría satisfacer todos sus sueños locos de cargarse strigoi.

Spokane: un lugar del que Mason sólo había tenido noticias a través de mí.

—No, no, no —murmuré para mis adentros, casi corriendo hacia mi habitación.

Una vez allí, me cambié, me quité el vestido y me puse ropa de mucho abrigo: botas, vaqueros y un jersey. Cogí mi parka y mis guantes y me apresuré a salir camino de la puerta, entonces me detuve. ¿Qué es lo que iba a hacer, en realidad? Obviamente, tenía que contárselo a alguien… pero eso metería en un problema al trío. También serviría para que Dimitri se enterase de que yo me había dedicado a soltar la información de los strigoi en Spokane que él me había contado en confianza como muestra de respeto hacia mi madurez.

Calculé el tiempo. Pasaría un buen rato hasta que alguien en el refugio se diese cuenta de que faltábamos, si es que de verdad conseguía salir de allí.

Unos pocos minutos más tarde me encontraba llamando a la puerta de Christian. Abrió con aspecto adormilado y tan cínico como siempre.

—Si vienes a disculparte en su nombre —me dijo con altivez—, puedes seguir y…

—Venga, cállate —le solté—. Esto no es por ti.

De forma apresurada, le conté los detalles de lo que estaba pasando. Ni al mismísimo Christian se le ocurrió comentario ingenioso alguno sobre aquello.

—Entonces… Mason, Eddie y Mia se han ido a Spokane a matar strigoi.

—Sí.

—Mierda. ¿Por qué no te has ido con ellos? Parece algo muy propio de ti.

Me aguanté las ganas de atizarle.

—¡Porque no estoy loca! Pero me voy a por ellos, a traerlos antes de que hagan algo todavía más estúpido.

Entonces fue cuando Christian lo comprendió.

—¿Y qué necesitas de mí?

—Necesito salir de los límites del refugio. Ellos hicieron que Mia utilizase la coerción con el servicio de guardia. Necesito que tú hagas lo mismo. Sé que lo has practicado.

—Lo he hecho —reconoció—, pero… bueno… —por primera vez, parecía avergonzado—. No se me da muy bien, y hacérselo a los dhampir es casi imposible. Liss es cien veces mejor que yo y, probablemente, que cualquier otro moroi.

—Lo sé, pero no quiero que ella se meta en líos.

Resopló.

—¿Y no te importa que me meta yo?

Me encogí de hombros.

—No mucho.

—Menudo regalito que eres, ¿lo sabías?

—Sí, la verdad es que sí.

Y así, cinco minutos más tarde, los dos caminábamos por el exterior camino de la puerta norte. El sol ascendía, de manera que la mayoría de la gente se encontraba dentro. Eso nos venía bien, y yo albergaba la esperanza de que nos facilitase la escapada.

«Estúpida, estúpida», no dejaba de pensar. Nos iba a reventar todo en las narices. ¿Por qué lo había hecho Mason? Yo ya conocía esa pose suya tan alocada de vigilante… y parecía verdaderamente enfadado porque los guardianes no hubieran hecho nada al respecto del último ataque. Pero aun así. ¿Sería de verdad tan descerebrado? Tenía que ser consciente de lo peligroso que era. ¿Sería posible… sería posible que le hubiera enfadado yo tanto con el desastre de nuestro lío como para que hubiese perdido los papeles? ¿Lo bastante como para enganchar a Eddie y a Mia para que se uniesen a él? No es que resultase muy difícil convencer a esos dos: Eddie seguiría a Mason a cualquier sitio, y Mia estaba casi tan fuera de sí como Mason por irse a matar a todos los strigoi del mundo.

Sin embargo, de todas las preguntas que yo me hacía al respecto de aquello, una cosa estaba definitivamente clara: fui yo quien le habló a Mason de los strigoi en Spokane. Sin lugar a dudas, era culpa mía; de no ser por mí, nada de aquello habría sucedido.

—Lissa siempre les mira a los ojos —instruí a Christian mientras nos aproximábamos a la salida—. Y habla en un tono muy, muy tranquilo. Y no sé qué más, o sea, que también se concentra mucho, así que intenta eso. Concéntrate en imponerles tu voluntad.

—Ya lo sé —me soltó—. La he visto hacerlo.

—Genial —le solté yo a él—. Sólo intentaba ayudar.

Entrecerré los ojos y vi al único guardián que había en la puerta: todo un golpe de suerte. Se trataba de un cambio de turno; tras la salida del sol, el riesgo de los strigoi se había desvanecido. Los guardianes aún seguirían con sus tareas, pero se podían permitir un mínimo relax.

El que se encontraba de guardia no pareció particularmente alarmado ante nuestra presencia.

—¿Qué hacéis aquí fuera, chicos?

Christian tragó saliva. Podía verle la tensión en el rostro.

—Vas a dejarnos salir por esa puerta —dijo. Un deje de nerviosismo le hizo temblar la voz, pero aparte de eso, consiguió una buena aproximación del tono tranquilizador de Lissa. Por desgracia, no causó ningún efecto sobre el guardián; como Christian había señalado, el uso de la coerción con uno de ellos resultaba casi imposible. Mia había tenido suerte. El guardián nos sonrió.

—¿Que qué? —preguntó, claramente divertido.

Christian lo volvió a intentar.

—Vas a dejarnos salir.

La sonrisa del tipo flaqueó apenas un poco, y pude advertir cómo parpadeaba sorprendido. La mirada de sus ojos no era igual que la de las víctimas de Lissa, pero Christian había hecho lo bastante para cautivarle unos instantes. Por desgracia, pude ver con claridad que no iba a bastar para hacer que nos dejase salir y que se olvidase. Por fortuna, yo había sido entrenada para obligar a la gente sin recurrir a la magia.

Muy cerca de su puesto había una linterna enorme, de medio metro y tres kilos con facilidad. La agarré y le golpeé con ella en la cabeza, por detrás. Soltó un gruñido y se desplomó en el suelo. No me había visto venir, y a pesar de lo horrible que era lo que acababa de hacer, era como si me hubiese gustado que alguno de mis profesores hubiera estado allí para calificar una ejecución tan sobresaliente.

—Cielo santo —exclamó Christian—. Acabas de atacar a un guardián.

—Sí —y se acabó lo de traer a los colegas de vuelta sin que nadie se metiese en líos—. Es que no sabía lo asquerosamente malo que eres con la coerción. Ya me las arreglaré yo más tarde con las consecuencias. Gracias por tu ayuda. Deberías volverte antes de que llegue el siguiente turno.

Lo negó con la cabeza e hizo una mueca.

—No. Estoy metido en esto contigo.

—No —le rebatí yo—. Sólo te necesitaba para salir por la puerta. No tienes que meterte en líos por culpa de esto.

—¡Ya estoy en un lío! —dijo, y señaló al guardián—. Me ha visto la cara. Haga lo que haga estoy jodido, así que mejor sería que te ayudase a arreglar esto. Deja de ser tan cabrona para variar.

Nos apresuramos, y yo lancé una última y culpable mirada al guardián. Estaba bastante segura de no haberle dado tan fuerte como para causarle ninguna lesión, y a pleno sol, no se congelaría ni nada.

Después de unos cinco minutos de caminata por la carretera me di cuenta de que teníamos un problema. A pesar de ir tapado y llevar gafas de sol, la luz diurna le estaba pasando factura a Christian, nos ralentizaba, y no contábamos con demasiado tiempo antes de que alguien encontrase al guardián al que yo había tumbado y saliesen detrás de nosotros.

Un coche —que no era de la academia— apareció a nuestra espalda y tomé una decisión. No me gustaba el autostop lo más mínimo, incluso alguien como yo sabía de sus peligros, pero teníamos que llegar al pueblo ya, y recé porque entre Christian y yo fuésemos capaces de reducir a cualquier tío raro que se intentase pasar con nosotros.

Afortunadamente, cuando el coche se detuvo en el arcén, se trataba de una pareja de mediana edad que parecía más preocupada que otra cosa.

—¿Estáis bien, chicos?

Señalé a nuestra espalda con el pulgar.

—Nos ha patinado el coche y nos hemos salido de la carretera. ¿Nos pueden llevar al pueblo para que llame a mi padre?

Funcionó. Un cuarto de hora más tarde nos dejaron en una gasolinera. En realidad me costó librarme de ellos por las tremendas ganas que tenían de ayudarnos. Por fin los convencimos de que estaríamos bien y recorrimos a pie la distancia de unos pocos edificios que había hasta la estación de autobuses. Tal y como había imaginado, aquel pueblo no tenía mucho de nudo de verdaderas comunicaciones: disponía de tres líneas de autobús, dos que iban a otras estaciones de esquí y una que iba a Lowston, Idaho. Desde Lowston se podía ir a otros sitios.

Yo había conservado una cierta esperanza de que pudiésemos localizar a Mason y el resto antes de que llegase su autobús, y entonces los habríamos podido llevar de vuelta sin mayores complicaciones. Por desgracia, no había ni rastro de ellos. La simpática señora de la ventanilla sabía perfectamente de quiénes le estábamos hablando, y nos confirmó que los tres compraron billetes a Spokane pasando por Lowston.

—Maldita sea —dije. La señora arqueó las cejas ante mi vocabulario. Me volví hacia Christian—. ¿Tienes dinero para el autobús?

Christian y yo no hablamos mucho durante el camino, a excepción de la charla que le di por ser un idiota con lo de Lissa y Adrian y, para cuando llegamos a Lowston, ya le tenía convencido, lo cual suponía un pequeño milagro. Él fue dormido el resto del viaje a Spokane, pero yo no fui capaz. No dejaba de pensar una y otra vez que era culpa mía.

Llegamos a Spokane a última hora de la tarde. Tuvimos que preguntar a varias personas, aunque finalmente dimos con alguien que conocía el centro comercial que había mencionado Dimitri. Se hallaba lejos de la estación de autobuses, pero se podía ir caminando. Yo tenía las piernas agarrotadas después de casi cinco horas de autobús, y quería algo de ejercicio. Al sol todavía le faltaba un buen rato para ponerse, aun así ya estaba más bajo y resultaba menos dañino para los vampiros, así que a Christian tampoco le importó el paseo.

Y, como solía suceder cuando me encontraba en una situación de calma, sentí un tirón hacia el interior de la mente de Lissa. Me dejé llevar dentro de ella porque deseaba saber lo que estaba sucediendo en el refugio.

—Sé que quieres protegerlos, pero necesitamos saber dónde se encuentran.

Lissa estaba sentada en nuestra habitación, mientras que Dimitri y mi madre, de pie, la miraban fijamente. Era Dimitri quien había hablado. Verle a través de los ojos de Lissa resultaba interesante, ella sentía un afectuoso respeto hacia él, algo muy diferente de la intensa montaña rusa de emociones que yo siempre había sentido.

—Ya os lo he dicho —dijo Lissa—. No lo sé. No sé lo que ha pasado.

La frustración y el temor por nosotros ardían en su interior. Me entristecía verla tan inquieta, pero al mismo tiempo me alegraba de no haberla involucrado. Ella no podía informar de lo que no conocía.

—No me puedo creer que no te hayan contado dónde iban —le dijo mi madre. Sus palabras sonaban inexpresivas, pero en su rostro había señales de preocupación—. En especial con vuestro… vínculo.

—Sólo funciona en un sentido —dijo Lissa con tristeza—. Eso ya lo sabéis.

Dimitri se arrodilló de forma que quedara a la altura del rostro de Lissa y pudiese mirarla a los ojos, algo que tenía que hacer casi con todo el mundo para mirarlos así.

—¿Estás segura de que no hay nada? ¿Nada en absoluto que nos puedas contar? No están en el pueblo. El hombre de la estación de autobuses no los ha visto… aunque estamos bastante seguros de que es allí donde se deben de haber dirigido. Necesitamos algo, cualquier cosa para avanzar.

¿El hombre de la estación de autobuses? Eso era otro golpe de suerte. La señora que nos había vendido los billetes debía de haberse ido a casa, y su sustituto no sabría nada de nosotros.

Lissa apretó los dientes y le miró fijamente.

—¿No crees que si lo supiese te lo contaría? ¿No te parece que yo también estoy preocupada por ellos? No tengo ni idea de dónde están. Ninguna. Ni siquiera de por qué se han marchado… tampoco tiene ningún sentido para mí. En especial por qué se han ido con Mia, de entre toda la gente —una punzada de dolor sacudió el vínculo, un dolor por verse apartada de lo que fuese que estuviésemos haciendo, por muy malo que esto fuera.

Dimitri suspiró y se sentó sobre sus talones. Por la expresión de su rostro, era obvio que la creía. También resultaba obvio que estaba preocupado; preocupado de un modo algo más que profesional. Y ver ese pesar —un pesar por mí— me devoraba el corazón.

—¿Rose? —la voz de Christian me trajo de vuelta a mí misma—. Ya estamos aquí, creo.

El lugar consistía en un área amplia, al aire libre, delante de un centro comercial. Había una cafetería metida en la esquina del edificio principal, con un mar de mesas distribuidas por la zona al descubierto. Una gran cantidad de gente entraba y salía del complejo, aún ajetreada a esa hora del día.

—Bueno, ¿y cómo los encontramos?

Me encogí de hombros.

—Puede que si nos comportamos como strigoi, intenten venir a clavarnos una estaca.

Una leve y reacia sonrisa se dibujó en su rostro. Él no quería admitirlo, pero mi broma le había parecido graciosa.

Nos dirigimos juntos al interior. Como cualquier centro comercial, estaba lleno de las típicas franquicias, y una parte egoísta de mí pensó que si dábamos con el grupo lo suficientemente pronto, quizá pudiéramos aún aprovechar el horario comercial.

Christian y yo lo recorrimos dos veces de punta a punta y no vimos ni rastro de nuestros amigos ni nada que se pareciese a unos túneles.

—Puede que nos encontremos en el lugar equivocado —dije yo por fin.

—O puede que sean ellos quienes lo estén —sugirió Christian—. Podrían haberse ido a cualquier otro… espera.

Señaló, y yo seguí la dirección de su gesto. Los tres desertores estaban sentados a una mesa en la planta de los restaurantes, con aspecto desanimado. Tenían un aire tan triste que casi sentí lástima por ellos.

—Ahora mismo mataría por conseguir una cámara —dijo Christian con una sonrisita.

—Esto no es ninguna broma —le dije mientras me dirigía a grandes zancadas hacia el grupo. En mi interior, solté un suspiro de alivio. Estaba claro que no habían encontrado a ningún strigoi, todos seguían vivos, y quizá podríamos llevárnoslos de regreso antes de meternos en más problemas.

No repararon en mí hasta que estuve casi junto a ellos. La cabeza de Eddie dio un respingo.

—¿Rose? ¿Qué haces tú aquí?

—¿Os habéis vuelto locos? —grité. Algunas personas a nuestro alrededor nos miraron sorprendidas—. ¿Sabéis el lío en el que os habéis metido? ¿Y el lío en el que nos habéis metido a nosotros?

—¿Cómo demonios nos habéis encontrado? —preguntó Mason en voz baja y mirando nervioso de un lado a otro.

—No es que seáis precisamente unas mentes criminales de altura —les dije—. Vuestro confidente de la estación de autobuses os ha delatado. Eso, y que yo me imaginé que querríais largaros en vuestra absurda cruzada contra los strigoi.

La mirada que Mason me dedicó revelaba que no estaba del todo contento conmigo aún, sin embargo, fue Mia quien respondió.

—No es absurda.

—¿Ah, no? —le pregunté—. ¿Habéis matado a algún strigoi? ¿Habéis encontrado a alguno, siquiera?

—No —admitió Eddie.

—Mejor —dije—. Habéis tenido suerte.

—¿Por qué estás tan en contra de matar strigoi? —preguntó Mia airada—. ¿No es eso para lo que te preparas?

—Me preparo para misiones sensatas, no para acciones arriesgadas e infantiles como ésta.

—No es infantil —gritó ella—. Mataron a mi madre, y los guardianes no están haciendo nada. Hasta su información es incorrecta. No había strigoi en los túneles, y probablemente ninguno en toda la ciudad.

Christian parecía impresionado.

—¿Habéis encontrado los túneles?

—Sí —dijo Eddie—, pero como ha dicho ella, para nada.

—Deberíamos verlos antes de irnos —me dijo Christian—. Podría molar, y si la información estaba mal… No hay peligro.

—No —le solté—. Nos vamos a casa. Ya.

Mason tenía un aspecto cansado.

—Vamos a buscar otra vez por la ciudad. Ni siquiera tú nos puedes hacer volver, Rose.

—No, pero los guardianes del instituto sí podrán cuando los llame y les diga que estáis aquí.

Llamémoslo chantaje o ser una acusica, el resultado era el mismo. Los tres me miraron como si les hubiera dado un puñetazo en el estómago de manera simultánea.

—¿Harías eso de verdad? —me preguntó Mason—. ¿Nos venderías de esa forma?

Me froté los ojos y me pregunté desesperada por qué estaba intentando ser allí la voz de la razón. ¿Dónde estaba la chica que se había fugado del instituto? Mason estaba en lo cierto, yo había cambiado.

—Esto no va de vender a nadie. Esto va de manteneros vivos a vosotros.

—¿Tan indefensos crees que estamos? —preguntó Mia—. ¿Crees que nos van a matar así, a la primera?

—Sí —dije yo—, a menos, claro, que hayas encontrado una forma de usar el agua como arma.

Se sonrojó y no dijo nada más.

—Hemos traído estacas de plata —dijo Eddie.

Fantástico. Las debían de haber robado. Miré a Mason con expresión suplicante.

—Mason. Por favor. Dejadlo ya. Vámonos de vuelta.

Me miró un buen rato y por fin suspiró.

—Vale.

Eddie y Mia parecían horrorizados, pero Mason había asumido el liderazgo frente a ellos, y ninguno de los dos tenía la iniciativa para seguir adelante sin él. Mia fue la que peor se lo tomó, y yo me sentí mal por ella; apenas si había tenido tiempo para guardar luto por su madre, se había lanzado a bordo de aquel rollo vengativo como una forma de combatir el dolor. Tendría mucho a lo que enfrentarse cuando regresásemos.

Christian estaba aún emocionado con la idea de los túneles subterráneos y, teniendo en cuenta que se pasaba la mayor parte del tiempo en un desván, no tendría que haberme sorprendido tanto.

—He visto el horario —me dijo— y nos queda un buen rato hasta que salga el siguiente autobús.

—Nos podemos meter de cabeza en una madriguera de strigoi —le rebatí mientras me ponía en marcha camino de la salida del centro comercial.

—Ahí no hay strigoi —dijo Mason—. Sólo material de mantenimiento. No había señales de nada raro. De verdad, pienso que los guardianes estaban mal informados.

—Rose —dijo Christian—, saquemos algo divertido de todo esto.

Me miraron todos y yo me sentí como una madre que no quiere comprarle caramelos a sus hijos en la tienda de ultramarinos.

—Bueno, vale. Pero sólo un vistazo, ¿eh?

Los demás nos condujeron a Christian y a mí al extremo opuesto del centro comercial, a través de una puerta en la que ponía «sólo personal autorizado». Dimos esquinazo a un par de conserjes y a continuación nos colamos por otra puerta que nos llevó hasta unas escaleras descendentes. Tuve un breve instante de déjà vu al recordar los escalones de bajada a la fiesta de Adrian. Sólo que éstas estaban más sucias y olían bastante mal.

Llegamos al fondo. No tenía tanto de túnel como de pasillo estrecho de cemento recubierto de mugre. En las paredes se veían de vez en cuando unas feas luces fluorescentes. El pasadizo descendía a nuestra derecha y a nuestra izquierda. Alrededor se apilaban las habituales cajas de suministros eléctricos y de limpieza.

—¿Lo veis? —dijo Mason—. Aburrido.

Señalé en ambas direcciones.

—¿Qué hay ahí abajo?

—Nada —suspiró Mia—. Te lo demostraremos.

Bajamos hacia la derecha y hallamos más de lo mismo. Estaba empezando a estar de acuerdo con la teoría del aburrimiento cuando pasamos junto a unas pintadas negras en una de las paredes. Me detuve y las observé. Era una lista de letras.

D

B

C

O

T

D

V

L

D

Z

S

I

Algunas tenían rayas y marcas en forma de equis a continuación, pero en su mayor parte, el mensaje resultaba incoherente. Mia se percató de mi observación.

—Es probable que sea algo de los de mantenimiento —dijo—, o quizá lo haya hecho alguna banda callejera.

—Es probable —dije sin dejar de estudiarlo. Los demás se movían inquietos, sin entender mi fascinación con la sopa de letras. Yo tampoco la entendía, pero algo en mi cabeza me empujaba a quedarme.

Entonces lo comprendí.

«B» de Badica, «Z» de Zeklos, «I» de Ivashkov…

Lo miré fijamente. Allí figuraba la inicial de cada familia real. Había tres nombres que empezaban por «D», pero a decir del orden, en realidad la lista se podía leer como una clasificación por número de miembros. Comenzaba por las familias más pequeñas —Dragomir, Badica, Conta— y ascendía hasta el gigantesco clan de los Ivashkov. No comprendí las líneas y las rayas junto a las iniciales, pero enseguida me di cuenta de los nombres que iban seguidos de una equis: Badica y Drozdov.

Me aparté de la pared.

—Tenemos que salir de aquí —dije. Mi propia voz me asustó a mí un poco—. Ahora mismo.

Los demás me miraron sorprendidos.

—¿Por qué? —preguntó Eddie—. ¿Qué pasa?

—Te lo cuento luego. Ahora tenemos que irnos.

Mason señaló en la dirección hacia la que nos dirigíamos.

—Esto tiene salida un poco más adelante, se sale más cerca de la estación.

Miré hacia abajo, hacia la oscuridad en la que no se distinguía nada.

—No —dije—. Volvemos por el camino por el que hemos venido.

Todos me miraban como si estuviera loca mientras desandábamos nuestros pasos, pero nadie cuestionó mi decisión. Cuando salimos por la puerta principal del centro comercial, dejé escapar un suspiro de alivio al ver que el sol no se había puesto aún, si bien se hundía en el horizonte a paso firme y proyectaba una luz anaranjada y roja sobre los edificios. El tiempo de luz que restaba había de ser suficiente para regresar a la estación antes de llegar a estar en verdadero peligro de ver a algún strigoi.

Y entonces ya sabía que sí que había strigoi en Spokane. La información de Dimitri sí era buena. No sabía con exactitud lo que indicaba la lista, pero estaba claro que algo tenía que ver con los ataques. Debía informar de inmediato a los guardianes, y desde luego que no podía contarle a los demás lo que había descubierto hasta que nos hallásemos otra vez a salvo en el refugio. Era muy probable que Mason se volviese a los túneles si se enteraba de aquello.

La mayor parte de nuestro camino de regreso a la estación se produjo en silencio; imagino que mi reacción acobardó al resto del grupo. Incluso Christian pareció haberse quedado sin comentarios insidiosos. Mi interior era un remolino de emociones que oscilaban de la ira a la culpabilidad mientras no dejaba de reevaluar mi papel en todo aquello.

Por delante de mí, Eddie se detuvo y yo casi me tropecé con él. Miró a su alrededor.

—¿Dónde estamos?

Abandoné de golpe mis pensamientos y estudié también la zona. No recordaba aquellos edificios.

—Maldita sea —exclamé—. ¿Nos hemos perdido? ¿Es que nadie se ha fijado en por dónde íbamos?

Era una pregunta injusta pues quedaba patente que yo misma tampoco había prestado atención, pero mi carácter me había empujado más allá de lo razonable. Mason me observó unos instantes, después señaló:

—Por aquí.

Nos desviamos y caminamos por un callejón estrecho entre dos edificios. Yo no creía que estuviésemos yendo en la dirección correcta, pero la verdad es que no se me ocurría nada mejor ni tenía ganas de ponerme a debatir sobre el tema.

No habíamos llegado muy lejos cuando oí el sonido de un motor y el chirrido de unos neumáticos. Mia caminaba por el centro del callejón, y mi preparación protectora entró en acción antes incluso de que viese lo que se aproximaba. La agarré, tiré de ella para apartarla del centro de la calle y la alcé contra la pared de uno de los edificios. Los chicos habían hecho lo mismo.

Una camioneta grande, de color gris, con las lunas tintadas, había doblado la esquina y se dirigía hacia nosotros. Nos pegamos bien a la pared, a la espera de que pasase.

Sólo que no lo hizo.

Se detuvo justo delante de nosotros con un chirrido y se abrió la puerta corredera. Salieron tres tíos enormes, y de nuevo actuó mi instinto. Yo no tenía ni idea de quiénes eran o de qué querían, pero estaba claro que no venían en plan amistoso. Eso era todo lo que necesitaba saber.

Uno de ellos se dirigió hacia Christian, y yo arremetí contra él y le di un puñetazo. El tío apenas se tambaleó, pero se vio claramente sorprendido de haberlo sentido siquiera, creo yo. Es probable que no se esperase que alguien tan bajo como yo fuese una verdadera amenaza. Se olvidó de Christian y vino hacia mí. Percibí con mi visión periférica que Mason y Eddie se encaraban con los otros dos. En realidad, Mason había desenfundado su estaca de plata robada. Mia y Christian se quedaron ahí, paralizados.

Nuestros atacantes se basaban mucho en la fuerza bruta, no contaban con la formación que nosotros teníamos en técnicas de ataque y defensa. Además, eran humanos, y nosotros teníamos nuestra fuerza de dhampir. Por desgracia, también contábamos con la desventaja de encontrarnos acorralados contra la pared. No teníamos retirada y, lo más importante, sí teníamos algo que perder.

Como a Mia.

Al parecer, el tío que estaba peleando con Mason se percató de ello. Se apartó de Mason y, en su lugar, atrapó a Mia. Yo apenas pude ver el brillo de su arma antes de que el cañón de la misma se hallase presionándole el cuello. Me retiré de mi propio adversario y grité a Eddie para que se detuviese. A todos nos habían entrenado para responder de forma instantánea a ese tipo de órdenes, así que frenó su ataque y se quedó mirándome de forma inquisitiva. Cuando vio a Mia, su expresión palideció.

Yo no quería otra cosa que no fuese darle una paliza a aquellos hombres —quienesquiera que fuesen—, pero no podía arriesgarme a que aquel tipo hiriese a Mia. Él también lo sabía. Ni siquiera tuvo que formular la amenaza. Era humano, pero sabía lo bastante sobre nosotros como para ser consciente de que lo daríamos todo para proteger a los moroi. Los novicios llevan un dicho grabado a fuego en su interior desde una edad muy temprana: «Sólo ellos importan».

Todo el mundo se detuvo y nos miró a él y a mí de forma alternativa. Al parecer, nosotros éramos allí los líderes reconocidos.

—¿Qué queréis? —le pregunté con aspereza.

El tipo presionó más el arma contra el cuello de Mia, y ella gimoteó. A pesar de todas sus charlas sobre entrar en combate, era más pequeña que yo y ni mucho menos tan fuerte. Y estaba demasiado aterrada como para mover un dedo.

El hombre inclinó la cabeza en dirección a la puerta abierta de la camioneta.

—Quiero que os metáis dentro. Y que no intentéis nada. Hacedlo y despediros de ella.

Miré a Mia, a la camioneta, al resto de mis amigos y de vuelta al tipo aquel. Mierda.