Lissa vino algo más tarde. Yo me había quedado dormida después de que Mason se marchase, demasiado abatida para levantarme de la cama. Su portazo me despertó de golpe.
Me alegré de verla, necesitaba soltarle todo el embrollo de Mason, pero antes de que pudiese, leí sus sentimientos. Eran tan atormentados como los míos, así que, como siempre, le cedí la delantera.
—¿Qué ha pasado?
Se sentó en su cama y se hundió en el edredón de plumas; se sentía triste y a la vez furiosa.
—Christian.
—¿En serio? —yo no les había conocido discusión alguna. Se tomaban mucho el pelo el uno al otro, pero ni de lejos era aquello el tipo de cosas que la hacían romper a llorar.
—Se ha enterado… de que estuve con Adrian esta mañana.
—Vaya —dije—. Sí, eso podría ser un problema —me levanté, fui hasta el tocador y encontré mi cepillo. Con una mueca, me situé frente al espejo con su marco dorado y comencé a cepillarme los enredos que se me habían formado durante la siesta.
Lissa soltó un quejido.
—¡Pero si no ha pasado nada! A Christian se le ha ido la pinza por nada. No me puedo creer que no confíe en mí.
—Él confía en ti. Es que todo esto es muy raro, nada más —pensé en Dimitri y Tasha—. Los celos hacen que la gente haga y diga estupideces.
—Pero si no ha pasado nada —repitió ella—. Vamos, tú estabas allí y… Oye, al final no he llegado a enterarme. ¿Qué hacías allí?
—Adrian me envió un montón de perfume.
—¿Que él… te refieres a esa caja enorme que llevabas? —asentí—. Guau.
—Sí. Fui a devolvérsela —le dije—. La cuestión es ¿qué hacías tú allí?
—Sólo hablar —me dijo. Empezó a animarse, a punto de contarme algo, aunque se detuvo. Sentí que la idea casi alcanzó la parte más exterior de su mente, sin embargo se vio retraída de vuelta al fondo—. Tengo mucho que contarte, pero dime primero qué te pasa a ti.
—A mí no me pasa nada.
—Ya, Rose. No soy adivina como tú, pero sí sé cuándo te está fastidiando algo. Llevas así, como deprimida, desde el día de Navidad. ¿Qué ocurre?
Aquél no era el momento de entrar en lo que había pasado el día de Navidad, cuando mi madre me contó lo de Tasha y Dimitri, pero sí le conté a Lissa la historia de Mason —eliminando las escenas relativas a los motivos por los que yo había echado el freno— y me limité a dejar claro que me había parado.
—Bueno… —dijo ella cuando finalicé—. Estabas en tu derecho.
—Ya lo sé, pero es como si le hubiese engañado. Puedo entender por qué se siente molesto.
—De todos modos, es probable que lo podáis arreglar. Ve a hablar con él, está loco por ti.
Se trataba de algo más que un problema de comunicación. Las cosas no se podían parchear con tanta facilidad entre Mason y yo.
—No lo sé —le dije—. No todo el mundo es como Christian y tú.
Se le oscureció el semblante.
—Christian. Aún no me creo que se haya puesto tan tonto con esto.
No pretendía hacerlo, pero me reí.
—Mira, Liss, en cosa de un día os habréis reconciliado y os estaréis besando. Bueno, algo más que besaros, probablemente.
Se me escapó antes de que pudiese detenerlo. Sus ojos se abrieron de par en par.
—Lo sabes —sacudió la cabeza, exasperada—. Por supuesto que lo sabes.
—Lo siento —le dije. No pretendía soltarle que sabía lo del tema del sexo; no hasta que ella misma me lo contase.
Me miró.
—¿Cuánto sabes?
—Mmm, no mucho —mentí. Había terminado de cepillarme el pelo, pero jugaba con el mango del cepillo para evitar su mirada.
—Debo aprender a mantenerte fuera de mi mente —masculló.
—Es el único modo que tengo de «hablar» contigo últimamente —otro patinazo.
—¿Qué se supone que significa eso? —me exigió ella.
—Nada… que yo… —me miraba con una expresión de dureza—. Yo… no lo sé. Es sólo que tengo la sensación de que ya no hablamos tanto.
—Hacen falta dos para arreglar eso —dijo con voz amable de nuevo.
—Tienes razón —respondí en un intento de evitar señalar que eso se arreglaba entre dos solamente si una de las dos no se pasaba el día entero con su novio. Cierto, yo era culpable, a mi manera, por haberme cerrado; pero sí había querido hablar con ella muchas veces últimamente. La sincronización no parecía ser nunca la correcta, ni siquiera en aquel preciso instante—. Ya sabes, jamás imaginé que tú lo harías primero. O supongo que nunca se me ocurrió que fuera a llegar virgen al último año.
—Ya te digo —dijo con sequedad—. Yo tampoco.
—¡Eh! ¿Qué se supone que significa eso?
Sonrió. Entonces vio su reloj por casualidad y se le cayó la sonrisa.
—Uf, tengo que asistir al banquete de Priscilla. Se suponía que Christian iba a venir conmigo, pero se ha quedado sin ir por idiota… —sus ojos posaron una mirada esperanzada sobre mí.
—¿Qué? No, por favor, Liss. Ya sabes lo mucho que odio esos rollos formales de la realeza.
—Oh, venga —me suplicó—. Christian me ha dado plantón, no puedes echarme a los leones. ¿No acabas de decir que tenemos que hablar más? —yo gruñí—. Además, cuando tú seas mi guardiana, tendrás que hacer cosas de éstas constantemente.
—Ya lo sé —dije con mal gesto—. Pensaba que quizá podría disfrutar mis últimos seis meses de libertad.
Pero al final me lió para que fuese con ella, tal y como las dos sabíamos que haría.
No disponíamos de mucho tiempo, y yo tenía que darme una ducha rápida, secarme el pelo y maquillarme. Me había traído el vestido de Tasha en un arrebato, y aunque su atracción por Dimitri aún me empujaba a desearle un sufrimiento horrible, ahora me sentía agradecida por su regalo. Me puse aquella seda, feliz al ver que su tono de rojo me quedaba tan de muerte como había imaginado. Se trataba de un vestido largo, de estilo asiático, con flores bordadas sobre la seda. El cuello cerrado y su largo tapaban mucha piel, pero la tela se me pegaba y me daba un aire sexy de una manera diferente a la de enseñar mucho. Para entonces, mi ojo morado era ya casi inapreciable.
Lissa, como siempre, tenía un aspecto impresionante. Llevaba un vestido de Johnna Raski, una conocida diseñadora moroi, hecho de satén de color morado oscuro y sin mangas. En los tirantes, unos cristales diminutos que parecían amatistas y que brillaban en contraste con la palidez de su piel. Peinó su pelo en un moño semirrecogido, con mucha elegancia.
Cuando llegamos al salón del banquete atrajimos algunas miradas. No creo que la realeza esperase que la princesa Dragomir llevara a su amiga dhampir a un acontecimiento tan codiciado al que sólo se podía asistir con invitación. Pero bueno, la de Lissa decía «y acompañante». Las dos ocupamos nuestros lugares en una de las mesas, con unos miembros de la realeza cuyos nombres no tardé nada en olvidar. Ellos estaban felices ignorándome, y yo estaba feliz siendo ignorada.
Además, no se puede decir que no hubiese distracciones de sobra. La sala al completo estaba decorada en azul y plata. Las mesas se hallaban cubiertas por unos manteles de color azul marino tan brillantes y suaves que a mí me parecía terrible ponerme a comer sobre ellos. En todas las paredes había apliques con velas de cera, y apartada en una esquina crepitaba una chimenea decorada con una vidriera. El efecto era un panorama espectacular de luz y de color, mareante para la vista. En la esquina, una esbelta moroi tocaba al chelo una música suave, con cara de ensoñación, concentrada en la pieza. El tintineo de las copas de vino complementaba las notas graves y dulces del instrumento de cuerda.
La cena fue igualmente increíble. Se trataba de una cocina muy refinada, pero aun así fui capaz de reconocer todo lo que pasó por mi plato (de porcelana, por supuesto), y todo me gustó. Nada de foie gras por allí. Salmón en salsa de setas shiitake. Ensalada con pera y queso de cabra. Unos delicados hojaldres rellenos de almendra como postre. Mi única queja fue que las raciones eran pequeñas. La comida parecía estar ahí más para decorar los platos y, lo juro, acabé con ella en diez bocados. Los moroi no dejaban de necesitar la comida junto con la sangre, pero desde luego, no la necesitaban tanto como un humano o, digamos, como la necesitaba una dhampir en edad de crecer.
En cualquier caso, la comida por sí sola habría justificado el que me lanzase a aquella aventura, decidí yo, excepto cuando se terminó la cena y Lissa me dijo que no nos podíamos marchar.
—Tenemos que mezclarnos —me susurró. ¿Mezclarnos? Lissa se rió ante mi incomodidad—. Tú eres la de la vida social.
Era cierto. En la mayoría de las circunstancias, yo era la que daba la cara y no tenía miedo de hablar con la gente. Lissa tendía a ser más tímida, sólo que, con aquel grupo, las tornas habían cambiado. Ése era su elemento, no el mío, y me sorprendió lo bien que se le daba ahora relacionarse con la alta sociedad de la realeza. Era perfecta, elegante y educada. Todo el mundo estaba deseando hablar con ella, y ella siempre parecía tener la palabra perfecta que decir. No hacía uso de la coerción, no exactamente, sino que, sin duda, adoptaba un aire que atraía a los demás hacia ella. Pienso que podría tratarse de un efecto inconsciente del espíritu; aun con las pastillas, transmitía su personalidad mágica y natural. Mientras que las relaciones sociales intensas habían sido en tiempos algo obligatorio, estresante para Liss, ahora se manejaba con soltura. Yo estaba orgullosa de ella. La mayor parte de las conversaciones era bastante superficial: moda, las vidas amorosas de la realeza, y demás. Nadie parecía tener el deseo de estropear el ambiente con charlas desagradables sobre strigoi.
Así que me colgué de ella el resto de la noche. Intenté convencerme de que se trataba de un entrenamiento para el futuro, cuando de todas todas tendría que seguirla como una sombra silenciosa. La verdad era que, simplemente, me sentía demasiado incómoda con aquel grupo y sabía que allí mi habitual e impertinente mecanismo de defensa no resultaba en absoluto útil. Además, yo era dolorosamente consciente de ser el único dhampir invitado a la fiesta. Sí había otros dhampir, pero en su papel formal de guardianes, rondando por los alrededores del salón.
Lissa se fue abriendo camino a través de la gente y llegamos hasta un grupo de moroi cuyas voces adoptaban un volumen cada vez mayor. Reconocí a uno de ellos. Era el tío de la pelea que yo había ayudado a detener, sólo que esta vez llevaba un impresionante esmoquin negro en lugar de un traje de baño. Levantó la vista cuando nos aproximamos y nos observó con descaro, pero al parecer no se acordaba de mí. No nos hizo caso y prosiguió con su discusión. El tema era la protección de los moroi, ninguna novedad. Él era quien se había mostrado a favor de que los moroi pasasen a la ofensiva contra los strigoi.
—¿Qué parte de la palabra «suicidio» es la que no entiendes? —le preguntó uno de los hombres que se encontraban cerca. Tenía el pelo canoso y un bigote poblado. También vestía esmoquin, pero al joven le quedaba mejor—. El entrenamiento de los moroi como soldados será el fin de nuestra raza.
—No es un suicidio —exclamó el joven—, es justo lo que hay que hacer. Tenemos que empezar a cuidarnos nosotros. Aprender a luchar y a utilizar nuestra magia es nuestra mejor baza, más allá de los guardianes.
—Sí, pero con los guardianes no necesitamos más bazas —dijo el señor Pelo Canoso—. Has escuchado mucho a quienes no pertenecen a la realeza. Ellos no tienen guardianes particulares, y claro que están asustados, pero ésa no es razón para debilitarnos a nosotros y para poner en riesgo nuestras vidas.
—No lo hacen —dijo Lissa de repente. Su voz sonaba baja, pero todo el mundo en el grupo se calló y la miró—. Cuando hablas de que los moroi aprendan a luchar, lo haces como si se tratase de una cuestión de todo o nada, y no lo es. Si no quieres luchar, entonces no tendrías que estar obligado a hacerlo. Lo comprendo perfectamente —el señor parecía ligeramente apaciguado—. Pero eso es posible porque vosotros podéis confiar en vuestros guardianes. Muchos moroi no pueden, y si desean aprender autodefensa, no hay razón por la cual no deban hacerlo por su cuenta.
El joven mostró una sonrisa triunfal ante su adversario.
—Ahí está, ¿lo ves?
—No es tan sencillo —rebatió Pelo Canoso—. Si tan sólo fuese una cuestión de que unos alocados como vosotros quisieran que los matasen, entonces maravilloso. Id y hacedlo. Pero ¿dónde ibais a aprender todas esas supuestas técnicas de combate?
—Descubriremos la magia por nuestra cuenta. Los guardianes nos enseñarían el verdadero combate físico.
—Sí, ¿lo veis? Ya sabía que era ahí donde todo esto apuntaba. Aunque el resto de nosotros no participe en vuestra misión suicida, aún seguís queriendo arrebatarnos a nuestros guardianes para que entrenen a vuestro ejército de pacotilla.
El joven frunció el ceño al oír la palabra «pacotilla», y me pregunté si no vería volar más puños.
—Nos lo debéis —dijo.
—No, no os lo deben —replicó Lissa.
Las miradas de intriga se volvieron hacia ella de nuevo. Esta vez era Pelo Canoso quien la observaba triunfal. El rostro del joven ardía de ira.
—Los guardianes son los mejores recursos de que disponemos para el combate.
—Lo son —coincidió ella—, pero eso no te da el derecho de apartarlos de su deber.
La cara de Pelo Canoso prácticamente brillaba.
—Entonces ¿cómo se supone que vamos a aprender? —le interrogó el otro tío.
—Del mismo modo que los guardianes —le informó Lissa—. Si deseáis aprender a pelear, id a las academias. Cread cursos y comenzad por el principio, igual que hacen los novicios. De ese modo no estaréis apartando a los guardianes de la protección activa. Es un entorno seguro, y allí los guardianes ya se especializan de igual forma en la enseñanza —hizo una pausa, pensativa—. Podríais incluso convertir la defensa personal en parte del programa de estudios habitual de los moroi.
Las miradas de sorpresa se le quedaron clavadas, incluida la mía, tal era la elegancia de su solución, y todo el mundo a nuestro alrededor se percató de ello. No concedía a ninguno de los dos frentes el cien por cien de sus reivindicaciones, pero satisfacía la mayor parte de ellas de un modo que no causaba daño alguno al otro. Genialidad pura. El resto de los moroi la observaba con asombro y admiración.
De repente, todo el mundo se puso a hablar al mismo tiempo, emocionados con la idea. Hicieron que Lissa participase, y enseguida se montó una animada conversación sobre su plan. Yo me fui quedando fuera de aquello, y sentí que así estaba bien, de forma que terminé retirándome y buscando un rincón que quedase cerca de una puerta. Por el camino, me crucé con una camarera que llevaba una bandeja con entremeses. Todavía hambrienta, les eché un ojo con desconfianza, pero no vi nada que se pareciese al foie gras del otro día. Señalé uno que tenía aspecto de carne rara, estofada.
—¿Es eso hígado de oca? —pregunté.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Mollejas.
No tenía mal aspecto, así que fui a coger uno.
—Es páncreas —dijo una voz a mi espalda. Retiré la mano de golpe.
—¿Qué? —chillé yo. La camarera interpretó mi susto como un rechazo y siguió su camino.
Adrian Ivashkov entró en mi campo visual, con un aspecto inmensamente complacido consigo mismo.
—¿Me estás tomando el pelo? —le pregunté—. ¿Las mollejas son páncreas? —no sé por qué aquello me sorprendía tanto. Los moroi consumían sangre, ¿por qué no casquería? Aun así, contuve un escalofrío.
Adrian se encogió de hombros.
—Está realmente bueno.
Sacudí la cabeza asqueada.
—Joer, tío. La gente rica da asco.
Su diversión prosiguió.
—¿Qué haces tú por aquí, pequeña dhampir? ¿Es que me estás persiguiendo?
—Por supuesto que no —reí yo. Iba vestido de punta en blanco, como siempre—. Y menos después de todos los problemas en que nos has metido.
Mostró una de sus seductoras sonrisas y, a pesar de lo mucho que me irritaba, volví a sentir esa irresistible necesidad de estar cerca de él. ¿De qué iba aquello?
—No sé yo —bromeó. En aquel momento parecía totalmente cuerdo, sin dejar entrever rastro alguno del comportamiento extraño que había presenciado en su habitación. Y vamos, el esmoquin le quedaba mucho mejor que a cualquier otro que hubiese visto allí hasta ese momento—. ¿Con tantas veces como nos estamos viendo? Ésta es, qué, ¿la quinta? Está empezando a parecer sospechoso. De todas formas no te preocupes, no se lo diré a tu novio. A ninguno de los dos.
Abrí la boca para protestar y entonces recordé que él ya me había visto con Dimitri. Me negué a sonrojarme.
—Yo sólo tengo un novio. Una especie de novio. Puede que ya ni eso. Y de todas maneras, no hay nada que contar. Tú ni siquiera me gustas.
—¿No? —preguntó Adrian manteniendo la sonrisa. Se inclinó hacia mí, como si fuera a contarme un secreto—. Entonces, ¿por qué te has puesto mi perfume?
Esta vez me sonrojé. Retrocedí un paso.
—De eso nada.
Se rió.
—Desde luego que sí. Conté las cajitas después de que te fueras. Además, puedo olerlo en ti. Es agradable. Intenso… y sin embargo dulce, exactamente como estoy seguro de que tú eres muy dentro de ti. Y lo has captado bien, ya sabes. Lo justo para añadir un matiz… pero no lo suficiente como para sofocar tu propio olor —la forma en que pronunció «olor» lo hizo sonar como algo sucio.
La realeza moroi podía hacerme sentir incómoda, pero no los tíos listillos que me entraban así. Me las veía con ellos de forma habitual. Me sacudí la timidez y recordé quién era yo.
—Oye —dije echándome el pelo hacia atrás—, tengo todo el derecho del mundo a quedarme con uno. Tú me los ofreciste. Tu error reside en asumir que el hecho de que me quedase con alguno significa algo. No es así. Excepto en lo referente a que quizá deberías poner más cuidado con en qué tiras ese dinero tuyo.
—Vaya, señoras y señores, les presento a la auténtica Rose Hathaway —hizo una pausa y cogió una copa de lo que parecía champán a un camarero que pasaba—. ¿Quieres una?
—No bebo.
—Perfecto —Adrian me ofreció una copa de todas formas, hizo marcharse al camarero y dio un sorbo al champán. Me daba la sensación de que no era su primera de la noche—. Bueno, parece que nuestra Vasilisa ha puesto a mi padre en su sitio.
—Tu… —me volví para observar el grupo que acababa de dejar. Pelo Canoso seguía allí, gesticulando como un loco—. ¿Ese tío es tu padre?
—Eso dice mi madre.
—¿Y tú estás de acuerdo con él? En eso de que si los moroi luchasen sería un suicidio, ¿eh?
Adrian se encogió de hombros y tomó otro sorbo.
—La verdad es que no tengo una opinión formada al respecto.
—Eso no es posible. ¿Cómo puedes no sentirte de una u otra forma?
—No sé. Es simplemente que no se trata de algo en lo que yo piense. Tengo cosas mejores que hacer.
—Como acecharme a mí —le sugerí—. Y a Lissa —yo aún quería enterarme de por qué había ido ella a su habitación.
Volvió a sonreír.
—Ya te lo he dicho. Eres tú quien me sigue a mí.
—Que sí, que sí. Ya lo sé. Cinco veces —me detuve—. ¿Cinco veces?
Él asintió.
—No, han sido sólo cuatro —fui contándolas con la mano que tenía libre—. Está la primera noche, la noche en el balneario, después, cuando fui a tu habitación, y ahora, esta noche.
Su sonrisa se hizo reservada.
—Si tú lo dices.
—Yo lo digo… —de nuevo se perdieron mis palabras. Había hablado con Adrian una vez más. O algo así—. No puedes referirte a…
—¿Referirme a qué? —dijo con cara de expectación y curiosidad, más optimista que presuntuosa.
Tragué saliva al recordar el sueño.
—A nada —y sin pensarlo, le di un sorbo al champán. A través de la sala, me llegaba la intensidad de los sentimientos de Lissa, tranquila y contenta. Bien.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Adrian.
—Porque Lissa sigue por ahí, trabajándose a toda esa gente.
—No me sorprende. Es de esas personas capaces de engatusar a quien quiera si lo intenta con la bastante fuerza. Incluso a la gente que la odia.
Le dediqué una sonrisa irónica.
—Yo me siento así cuando hablo contigo.
—Pero tú no me odias —dijo, y se acabó el champán—. No en serio.
—Tampoco me gustas.
—Eso sigues diciendo tú —dio un paso hacia mí, no como amenaza, sino para hacer del espacio entre nosotros algo más íntimo—. Pero es algo con lo que puedo vivir.
—¡Rose!
El afilado tono de la voz de mi madre cortó el aire y algunas personas que se hallaban en nuestras proximidades nos miraron. Mi madre, con su metro cincuenta de enfado, se puso a despotricar contra nosotros.