DOCE

Salté de la cama como un rayo. Nos encontramos a todo el refugio en ebullición por las noticias: gente reunida en pequeños grupos en los pasillos, familiares que se buscaban los unos a los otros. Algunas conversaciones se producían entre suspiros aterrorizados; otras en voz alta y resultaba fácil seguirlas. Detuve a algunas personas en un intento por obtener la versión buena de los hechos, pero cada cual tenía su propio relato de lo que había pasado, y algunos ni siquiera se paraban a hablar. Pasaban a toda prisa, o bien en busca de sus seres queridos, o preparándose para abandonar las instalaciones, convencidos de que debía de haber un sitio más seguro en alguna parte.

Frustrada por unos relatos tan dispares, finalmente —de muy mala gana— admití que tendría que buscar a una de las dos fuentes que me facilitarían una información sólida: mi madre o Dimitri. Era como echarlo a cara o cruz. En aquel preciso instante no se podía decir que me emocionase ninguna de las dos opciones. Lo pensé un momento y por fin me decidí por mi madre, en vista de que ella no se lo hacía con Tasha Ozzera.

La puerta de la habitación de mi madre estaba entornada, y en cuanto Lissa y yo entramos, vi que habían montado en su cuarto una especie de centro de mando improvisado. Por allí rondaban montones de guardianes, entraban, salían y discutían la estrategia. Algunos nos miraron con cara rara, pero nadie nos detuvo ni nos hizo ninguna pregunta. Lissa y yo nos colamos hasta un sofá para escuchar la conversación que estaba manteniendo mi madre.

Se encontraba de pie con un grupo de guardianes, uno de los cuales era Dimitri. Se acabó el evitarle. Sus ojos marrones se fijaron brevemente en mí, y yo desvié la mirada. No tenía ganas de enfrentarme con mis atormentados sentimientos en aquel preciso instante.

Lissa y yo nos enteramos enseguida de los detalles. Ocho moroi habían sido asesinados junto con sus cinco guardianes. Tres moroi habían desaparecido, o bien muertos o bien convertidos en strigoi. La verdad es que el ataque no se había producido cerca de allí, había ocurrido en algún lugar del norte de California, sin embargo, no se podía evitar que una tragedia como aquélla resonase por todo el universo moroi y, para algunos, dos estados de distancia era algo demasiado cercano. La gente estaba aterrorizada, y muy pronto supe qué hacía de este ataque en particular algo tan llamativo.

—Han tenido que ser más que la última vez —dijo mi madre.

—¿Más? —exclamó otro de los guardianes—. Aquel grupo de la última vez ya era algo sin precedentes. Yo sigo sin poder creerme que siete strigoi se las arreglaran para actuar en conjunto, ¿esperas que me crea que han conseguido organizarse más aún?

—Sí —le soltó mi madre.

—¿Algún indicio de humanos? —preguntó alguien.

Mi madre vaciló y respondió:

—Sí. Más defensas rotas, y la manera en que todo se llevó a cabo… es idéntica al ataque a los Badica.

Su voz era dura, pero también había una especie de cansancio en ella; no se trataba de agotamiento físico, no obstante, me di cuenta de que era mental. Tensión y dolor provocados por el tema del que hablaban. Siempre había pensado en mi madre como en una especie de máquina insensible de matar, pero quedaba patente que aquello resultaba duro para ella, un tema difícil y desagradable que debatir, pero al mismo tiempo lo afrontaba sin vacilar. Era su deber.

Se me formó un nudo en la garganta que tragué rápidamente. Humanos. Idéntico al ataque a los Badica. Desde aquella masacre, habíamos analizado de forma extensa lo desacostumbrado que resultaba que un grupo tan grande de strigoi se organizase y reclutase a seres humanos. Nos habíamos dedicado a hablar en términos vagos sobre «si algo como esto volvía a pasar alguna vez…», pero nadie había hablado en serio sobre la posibilidad de que este grupo —los asesinos de los Badica— volviesen a hacerlo. Una sola vez era una casualidad: puede que unos cuantos strigoi se hubieran encontrado y de manera impulsiva hubiesen decidido salir de caza. Era horrible, pero podíamos soportarlo.

Sin embargo, ahora… ahora parecía que aquel grupo de strigoi no había sido algo casual. Se habían unido con toda la intención, utilizado a los humanos de forma estratégica y atacado de nuevo. Ahora teníamos lo que podía ser un patrón: strigoi que buscaban de forma activa grandes grupos de presas. Asesinatos en serie. No podíamos ya confiar en la magia protectora de las defensas, ni siquiera podíamos confiar en la luz del sol. Los humanos podían desplazarse de día, explorar y sabotear. La luz ya no era segura.

Recordé lo que yo misma le había dicho a Dimitri en la casa de los Badica: «Esto lo cambia todo, ¿verdad?».

Mi madre pasó unas hojas que tenía sujetas con el clip de su tablilla.

—No disponen aún de los detalles de criminalística, pero esto no lo podría haber hecho el mismo número de strigoi. No escapó ninguno de los Drozdov o de su personal. Con cinco guardianes, a siete strigoi les hubiera preocupado, al menos de forma temporal, que alguno se escapase. Nos encontramos ante nueve o puede que diez.

—Janine tiene razón —dijo Dimitri—, y si nos fijamos en el escenario… es demasiado grande. Siete no habrían podido cubrirlo.

Los Drozdov eran una de las doce familias reales, próspera y numerosa, no como el agonizante clan de Lissa. Gozaban de una larga lista con miembros de sobra en la familia, pero obviamente, un ataque como aquél seguía siendo horrible. Además, había algo acerca de ellos que me tenía dándole vueltas a la cabeza, algo de lo que yo debería acordarme… algo que yo debía saber sobre los Drozdov.

Mientras que una parte de mi cerebro intentaba darle una explicación a aquello, yo observaba a mi madre con fascinación. La había escuchado contarme sus historias, había visto y sentido sus peleas, pero en realidad, de verdad, nunca la había visto en directo en acción durante una crisis. Hasta el último de sus gestos era una muestra de aquel férreo control que ejercía sobre mí, pero allí fui capaz de ver lo necesario que era. Una situación así generaba pánico. Incluso entre los guardianes, yo podía notar quién estaba tan nervioso que deseaba hacer algo drástico, y mi madre era la voz de la razón, un recordatorio de que debían permanecer concentrados y evaluar por completo la situación. Su compostura calmaba a todo el mundo, su carácter fuerte los inspiraba. Así, pude darme cuenta, era como se comportaba un líder.

Dimitri se hallaba tan sereno como mi madre, pero le había conferido a ella la organización de las cosas. A veces tenía que recordarme a mí misma que él era joven, teniendo en cuenta la edad de los guardianes. Continuaron discutiendo el ataque, cómo los Drozdov estaban celebrando una fiesta de Navidad tardía en un salón de banquetes cuando los atacaron.

—Primero los Badica, luego los Drozdov —dijo otro guardián entre dientes—. Van a por la realeza.

—Van a por los moroi —dijo Dimitri con rotundidad—. Realeza, no realeza; no importa.

Realeza, no realeza. De pronto supe por qué los Drozdov eran importantes. Mis instintos espontáneos querían que me lanzase a preguntar allí mismo, pero no fui tan torpe, ésa era la verdadera cuestión: no era el momento para conductas irracionales. Deseaba ser tan fuerte como mi madre y Dimitri, así que aguardé hasta que finalizó su debate.

Cuando el grupo comenzó a disgregarse, me levanté de un salto del sofá y me abrí paso hasta mi madre.

—Rose —dijo sorprendida. Igual que en la clase de Stan, no se había dado cuenta de que yo me encontraba en la habitación—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Era una pregunta tan estúpida que ni siquiera intenté responderla. ¿Qué pensaba ella que estaba haciendo yo allí? Se trataba de una de las cosas más importantes que les habían pasado a los moroi. Señalé hacia su tablilla.

—¿A quién más han matado?

La irritación hizo que se le arrugase la frente.

—Drozdov.

—Pero ¿a quién más?

—Rose, no tenemos tiempo…

—Tienen personal, ¿no? Dimitri ha dicho «no realeza», ¿quiénes son?

Volví a ver el cansancio en ella. Se tomaba aquellas muertes muy a pecho.

—No me sé todos los nombres —volvió unas pocas hojas y giró la tablilla hacia mí—. Ahí.

Escruté la lista. El corazón se me vino a los pies.

—Vale —le dije—. Gracias.

Lissa y yo dejamos que se dedicaran a lo suyo. Ojalá yo hubiese podido ayudarlos, pero los guardianes ya funcionaban como la seda y con eficiencia ellos solitos; no necesitaban novicios dando guerra por allí.

—¿De qué iba eso? —me preguntó Lissa mientras nos dirigíamos de vuelta a la zona principal del refugio.

—Del personal de los Drozdov —le dije—. La madre de Mia trabajaba para ellos…

La respiración de Lissa se entrecortó.

—¿Y?

Suspiré.

—Y su nombre estaba en la lista.

—Dios, no —Lissa se detuvo, se le quedó la mirada en blanco y contuvo las lágrimas—. Dios, no —repitió.

Me coloqué delante de ella y le puse las manos sobre los hombros. Estaba temblando.

—Está bien —le dije. Su temor me llegaba en oleadas, pero se trataba de un temor anestesiado—. Todo esto va a salir bien.

—Tú los has oído —me dijo—. ¡Hay una banda de strigoi que se está organizando y nos ataca! ¿Cuántos son? ¿Van a venir aquí?

—No —le dije con firmeza. No tenía pruebas de aquello, por supuesto—. Aquí estamos a salvo.

—Pobre Mia…

No había nada que yo le pudiese decir a eso. Pensaba que Mia era una zorra integral, pero aquello no se lo desearía a nadie, ni siquiera a mi peor enemigo, que, técnicamente, era ella. Corregí esa idea de inmediato. Mia no era mi peor enemigo.

No pude separarme de Lissa durante el resto del día. Yo sabía que no había strigoi al acecho en el refugio, pero mi instinto protector se había puesto a un nivel altísimo. Los guardianes protegían a sus moroi. Como siempre, también me preocupé por si se enfadaba o si sentía ansiedad, así que hice lo que pude por disipar esos sentimientos.

Los demás guardianes también proporcionaron tranquilidad a los moroi. No iban con ellos codo con codo, sino que reforzaron la seguridad del refugio y permanecieron en comunicación constante con los guardianes que se hallaban en la escena del ataque. Durante todo el día fue llegando la información sobre los detalles truculentos y las especulaciones sobre dónde se encontraba el grupo de strigoi. De esto, muy poco se compartía con los novicios, por supuesto.

Mientras los guardianes se dedicaban a lo que mejor sabían hacer, los moroi también se emplearon en aquello que —por desgracia— mejor hacían: hablar.

Con tanta realeza y otros moroi importantes en el refugio, aquella noche se organizó una reunión para discutir lo que había ocurrido y lo que se podía hacer en el futuro. No se decidiría allí nada de carácter oficial, los moroi tenían una reina y un Consejo de Gobierno en otra parte que se encargaban de ese tipo de determinaciones. Todo el mundo era consciente, sin embargo, de que las opiniones que de allí saliesen ascenderían por la cadena de mando. Nuestra seguridad en el futuro bien podría depender de lo que iba a discutirse en aquella reunión.

Se celebraba en un enorme salón de banquetes dentro del refugio, que disponía de un podio y gran cantidad de asientos. A pesar del ambiente de formalidad, se notaba que aquel salón se había diseñado para otras cosas distintas a reuniones que tratasen temas relativos a masacres y su defensa. La alfombra tenía la textura del terciopelo y exhibía un diseño ornamental de flores en tonos plateados y negros. Las sillas estaban hechas de madera negra brillante y contaban con unos altos respaldos, claramente pensadas para las cenas de lujo. De las paredes colgaban cuadros de miembros de la realeza moroi de épocas pasadas. Me quedé un momento mirando uno de una reina cuyo nombre ignoraba y que lucía un vestido anticuado —demasiado recargado de encaje para mi gusto— y el pelo de color claro como el de Lissa.

Un tío al que no conocía se encontraba a cargo de moderar la reunión y estaba de pie, en el podio. La mayoría de la realeza disponible se había congregado en la parte delantera del salón. Todos los demás, alumnos incluidos, se sentaron donde pudieron. Para ese momento, Christian y Mason nos habían localizado a Lissa y a mí, y todos nos dirigimos a sentarnos en la parte de atrás cuando Lissa de repente hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Me voy a sentar delante.

Los otros tres nos quedamos mirándola. Yo estaba demasiado anonadada como para auscultar su mente.

—Mirad —señaló con el dedo—. La realeza está allí sentada, por familias.

Era cierto. Los miembros de los clanes se habían agrupado para estar cerca los unos de los otros: Badica, Ivashkov, Zeklos, etcétera. Tasha también se encontraba allí sentada, pero sola. Christian era el otro Ozzera en la sala.

—Tengo que estar allí delante —dijo Lissa.

—Nadie espera que estés allí —le dije yo.

—He de representar a los Dragomir.

Christian se burló.

—Todo eso es un montón de mierda real.

El rostro de Lissa adoptó un gesto de determinación.

—Tengo que estar allí delante.

Me abrí a los sentimientos de Lissa y me agradó lo que vi. Se había pasado la mayor parte del día asustada y en silencio, muy al estilo de cuando nos enteramos de lo de la madre de Mia. Aquel miedo se hallaba aún en su interior, pero ahora se veía derrotado por una confianza y determinación firmes. Lissa admitía que era uno de los moroi poderosos y, por mucho que la idea de grupos errantes de strigoi le atemorizase, ella realizaría su papel.

—Deberías hacerlo —le dije en voz baja. También me gustaba la idea de que desafiase a Christian.

Lissa me miró a los ojos y sonrió, consciente de lo que yo había percibido. Un instante después, se volvió a Christian y le dijo:

—Deberías unirte a tu tía.

Christian abrió la boca para protestar. De no haber sido por lo horrible de la situación, habría resultado gracioso ver a Lissa darle órdenes. Siempre era un cabezota, difícil; quien intentaba presionarle nunca conseguía nada. Al observar su rostro vi cómo percibía en Lissa lo mismo que yo. A él también le gustaba verla fuerte. Apretó los labios en una mueca.

—Vale —la cogió de la mano y se fueron caminando hacia la parte de delante.

Mason y yo nos sentamos. Justo antes de que aquello empezase, Dimitri ocupó un asiento junto a mí, al otro lado, con el pelo recogido en la nuca y el abrigo de cuero colgando a su alrededor conforme se sentó en la silla. Le miré sorprendida pero no dije nada. Había pocos guardianes en aquella reunión, la mayoría se encontraban demasiado ocupados llevando a cabo el control de daños. Y allí estaba yo, atrapada entre mis dos hombres.

La reunión comenzó poco tiempo después. Todo el mundo estaba deseando contar cómo pensaban ellos que se debería salvar a los moroi, pero al final, dos teorías acapararon casi toda la atención.

—La respuesta la tenemos aquí, a nuestro alrededor —dijo un miembro de una familia real una vez le dieron la palabra. Se había puesto en pie junto a su silla y miraba alrededor de la sala—. Aquí. En lugares como este refugio. Y como St. Vladimir. Enviamos a nuestros hijos a sitios seguros, sitios donde disfrutan de la seguridad de formar un grupo numeroso y se les puede proteger con facilidad. Y mirad cuántos de nosotros hemos venido aquí, tanto padres como hijos. ¿Por qué no vivimos siempre de esta manera?

—Muchos de nosotros ya lo hacemos —le respondió alguien a voces.

El hombre desestimó aquello.

—Un par de familias aquí y allí. O algún pueblo con una población moroi elevada, pero tales moroi se encuentran aún descentralizados. La mayoría no pone en común sus recursos: sus guardianes, su magia. Si fuéramos capaces de emular este modelo… —extendió las manos— nunca tendríamos que volver a preocuparnos por los strigoi.

—Y los moroi nunca podrían volver a relacionarse con el resto del mundo —dije entre dientes—. Bueno, hasta que los humanos descubriesen ciudades vampiras secretas en medio de la nada. Entonces tendríamos un montón de relaciones.

La otra teoría sobre cómo proteger a los moroi implicaba unos problemas de logística mucho menores, pero tuvo un impacto personal mucho mayor, en especial para mí.

—El problema es, simplemente, que no disponemos de los suficientes guardianes —la defensora de este plan era una mujer del clan de los Szelsky— y así, la respuesta es sencilla: conseguir más. Los Drozdov contaban con cinco guardianes, y eso no fue suficiente. ¡Sólo seis para proteger a una docena de moroi! Eso es inaceptable. No es de extrañar que este tipo de cosas siga sucediendo.

—¿De dónde propones que saquemos más guardianes? —preguntó el hombre que había estado a favor de que los moroi se juntasen en grupos grandes—. Son un recurso más bien limitado.

Ella señaló en la dirección en la que yo me encontraba, junto con otros pocos novicios.

—Ya tenemos una buena cantidad de ellos. Los he visto entrenar, y son mortíferos. ¿Por qué esperamos a que cumplan los dieciocho? Si aceleramos el programa de entrenamiento y nos concentramos más en la preparación para el combate que en los libros de texto, podemos tener listos a los guardianes al cumplir los dieciséis —Dimitri hizo un sonido gutural que no denotaba una especial felicidad. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y descansó la barbilla sobre las manos, con los ojos entrecerrados, pensativo—. No sólo eso, tenemos un montón de guardianes potenciales que va a echarse a perder. ¿Dónde están todas las mujeres dhampir? Nuestras razas se hallan entrelazadas, y los moroi ya cumplen con su parte para ayudar a los dhampir a sobrevivir. ¿Por qué estas mujeres no cumplen con la suya? ¿Por qué no están aquí?

Obtuvo una risa larga y seductora como respuesta. Todas las miradas se volvieron hacia Tasha Ozzera. Mientras que muchos otros de los miembros de las familias reales se habían arreglado, ella iba cómoda e informal, con sus habituales vaqueros, una camiseta blanca de tirantes que mostraba parte de su abdomen, y una chaqueta azul de punto, como de encaje, que le llegaba por las rodillas. Se quedó mirando al moderador y le preguntó:

—¿Me permite?

Él asintió. La mujer de los Szelsky se sentó y Tasha se puso en pie. Al contrario que el resto de oradores, ella se subió directa al podio de manera que todo el mundo pudiese verla con claridad. Llevaba su lustroso pelo negro recogido en una coleta de forma que exponía por completo las cicatrices, y yo sospechaba que aquello era intencionado. Su rostro resultaba atrevido y desafiante. Hermoso.

—Esas mujeres no están aquí, Monica, porque andan demasiado ocupadas criando a sus hijos, ya sabes, esos a los que tú quieres empezar a enviar al frente en cuanto aprendan a andar. Y, por favor, no nos insultes intentando hacernos creer a todos que los moroi hacen un inmenso favor a los dhampir ayudándolos a reproducirse. Puede que sea diferente en tu familia, pero para el resto de nosotros, el sexo es divertido. El hecho de que los moroi lo practiquen con los dhampir no es que suponga realmente un sacrificio tan grande.

Dimitri se encontraba erguido ahora, ya sin la expresión de enfado. Es posible que le hubiese excitado que su nueva novia mencionase el sexo. Me atravesó un golpe de irritación y confíe en que, de tener una expresión homicida en el rostro, la gente asumiese que era por los strigoi y no por la mujer que en ese momento se estaba dirigiendo a nosotros.

Detrás de Dimitri distinguí de pronto a Mia, sola, sentada más allá, en la misma fila. No me había dado cuenta de que estaba allí, desplomada en su asiento, con los ojos enrojecidos y la cara más pálida que de costumbre. Un curioso dolor me ardió en el pecho, un dolor que jamás imaginé que ella sería capaz de provocar en mí.

—… y la razón por la que esperamos a que esos guardianes cumplan los dieciocho es que así les permitimos disfrutar de una especie de sucedáneo de la vida antes de obligarlos a pasar el resto de sus días en constante peligro. Necesitan esos años extra para desarrollarse física y mentalmente. Sácalos antes de que estén listos, trátalos como si fuesen piezas de una cadena de montaje, y lo que estarás fabricando no será más que pasto para los strigoi —se oyeron unas pocas exclamaciones ante la crueldad de las palabras elegidas por Tasha, pero consiguió captar la atención de todos—. Y generarás más pasto aún si intentas que el resto de las mujeres dhampir se convierta en guardianas. No puedes meterlas a la fuerza en esa vida si no la desean. Todo este plan tuyo de conseguir más guardianes se basa en poner en la línea de fuego a críos y a quienes no quieren hacerlo, sólo para que tú puedas seguir, apenas, un paso más lejos del enemigo. Habría dicho que se trata del plan más estúpido del que había oído hablar, si no hubiera tenido ya que oír hablar del suyo.

Señaló al primer orador, al que quería los complejos residenciales para moroi. Una expresión de incomodidad se apoderó de su rostro.

—Ilústranos pues, Natasha —dijo—. Cuéntanos qué crees que deberíamos hacer, en vista de que tienes tanta experiencia con los strigoi.

En los labios de Tasha se dibujó una leve sonrisa, pero no le hizo mella el insulto.

—¿Que qué pienso yo? —avanzó con paso firme hacia el borde del estrado, mirándonos conforme respondía a la pregunta—. Yo creo que deberíamos dejar de inventarnos planes que impliquen el seguir delegando en alguien o en algo para que nos proteja. ¿Creéis que los guardianes son muy pocos? Ése no es el problema. El problema es que hay demasiados strigoi, y que nosotros les hemos dejado multiplicarse y convertirse en más poderosos porque no hacemos nada al respecto salvo mantener estúpidas discusiones como ésta. Huimos y nos escondemos detrás de los dhampir y permitimos que los strigoi se vayan de rositas. Es culpa nuestra. Nosotros somos la causa de la muerte de esos Drozdov. ¿Queréis un ejército? Bien, pues aquí estamos nosotros. Los dhampir no son los únicos que pueden aprender a luchar. La pregunta no es, Monica, dónde están las mujeres dhampir en esta lucha, la pregunta es: ¿dónde estamos nosotros?

Para entonces, Tasha estaba gritando, y el esfuerzo le había sonrojado las mejillas. Los ojos le brillaban con lo apasionado de sus sentimientos y aquello, al mezclarse con el resto de sus bellos rasgos —e incluso con la cicatriz—, generaba en ella una imagen sorprendente. La mayoría de la gente no podía dejar de mirarla. Lissa la observaba maravillada, inspirada por sus palabras. Mason parecía hipnotizado; Dimitri, impresionado, y más allá de él…

Más allá de él se encontraba Mia, que ya no estaba tirada en su asiento. Se había sentado erguida, recta como una vela y con los ojos tan abiertos como podía. Miraba a Tasha tan fijamente como si en ella sola se hallasen contenidas todas las respuestas a las incógnitas de la vida.

Monica Szelsky parecía menos intimidada y tenía los ojos clavados en Tasha.

—No se te estará ocurriendo sugerir que los moroi luchen junto a los dhampir cuando vengan los strigoi, ¿verdad?

Tasha la miró con serenidad.

—No. Estoy sugiriendo que los moroi y los dhampir vayan a combatir a los strigoi antes de que vengan.

Un tío de unos veintitantos que parecía el modelo oficial de Ralph Lauren saltó de su asiento. Me habría jugado la pasta a que era de la realeza, nadie más se hubiera podido permitir unos reflejos rubios tan perfectos. Se desató un jersey carísimo de la cintura y lo colgó del respaldo de su silla.

—Oh —dijo en tono de burla y sin que le diesen la palabra—. Así que nos vas a dar a todos unas cachiporras y unas estacas y nos vas a enviar a la guerra, ¿eh?

Tasha se encogió de hombros.

—Si es eso lo que hace falta, Andrew, entonces sin duda —sus labios adoptaron una sonrisa de astucia—. Pero también hay otras armas que podemos aprender a usar, unas que los guardianes no pueden.

La expresión de su rostro mostraba lo descabellada que aquella idea era para él. Puso los ojos en blanco.

—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

El gesto sonriente de Tasha se convirtió en una sonrisa de oreja a oreja.

—Como ésta.

Osciló la mano, y el jersey que él había colgado del respaldo de la silla ardió en llamas. El joven gritó del susto, lo tiró al suelo y lo pateó. Por un instante, toda la sala contuvo la respiración.

Y después… se produjo el caos.