El viaje de esquí no pudo haber llegado más a tiempo. Me resultaba imposible quitarme de la cabeza el tema de Dimitri y Tasha, pero al menos, hacer las maletas y prepararme me aseguraban el no dedicarle el cien por cien de mi capacidad cerebral a él. Dejémoslo en un noventa y cinco por ciento.
También disponía de otras cosas para distraerme. La academia podía —con todo el derecho del mundo— ser sobreprotectora con nosotros, pero eso a veces se traducía en rollos que molaban mucho. Un ejemplo: la academia tenía acceso a un par de jets privados. Eso significaba que ningún strigoi podía atacarnos en los aeropuertos, y además que, de paso, viajábamos con estilo. Ambos jets eran más pequeños que un avión comercial, aunque los asientos eran muy cómodos y con mucho espacio para las piernas. Se podían echar tanto hacia atrás, que prácticamente te daba la posibilidad de tumbarte a dormir. En los viajes largos disponíamos de pequeñas consolas de televisión en los asientos con opciones para ver películas. A veces incluso nos daban una buena comida. Yo apostaba, sin embargo, por que aquel viaje sería demasiado corto como para películas o refrigerios.
Salimos a última hora del día 26. Cuando subí al jet, busqué con la mirada a Lissa, con ganas de charlar con ella. No habíamos mantenido una verdadera conversación desde el almuerzo de Navidad. No me sorprendió verla sentada con Christian, y no tenían aspecto de desear que los interrumpiesen. No podía oír su conversación, pero él la había rodeado con el brazo y mostraba esa expresión relajada, de ligón, que sólo ella era capaz de conseguir que aflorase. Yo seguía absolutamente convencida de que él jamás la podría proteger igual de bien que yo, pero estaba claro que la hacía feliz. Sonreí e hice un asentimiento conforme avanzaba por el pasillo camino del sitio desde donde Mason me saludaba con la mano. Al hacerlo, pasé también junto a Dimitri y Tasha, que estaban sentados juntos. Los ignoré de forma deliberada.
—Eh —dije deslizándome en el asiento de al lado de Mason. Él me sonrió.
—Qué pasa. ¿Estás lista para nuestro duelo en la nieve?
—Más que nunca.
—No te preocupes —me dijo—, que no voy a ser muy duro contigo.
Me burlé y eché la cabeza hacia atrás, contra el asiento.
—Tú deliras.
—Los tíos sensatos son aburridos.
Para mi sorpresa, posó su mano sobre la mía. Su piel era cálida, y yo sentí cosquillear la mía propia en el lugar de su contacto. Aquello me dejó perpleja. Me había convencido de que Dimitri sería el único ante quien yo reaccionaría jamás.
«Ya va siendo hora de que avances —pensé—, es obvio que Dimitri lo ha hecho, y tú deberías haberlo hecho ya hace tiempo».
Entrelacé los dedos con los de Mason y le pillé con la guardia baja.
«Allá voy. Esto va a ser divertido».
Y lo fue.
Intenté no dejar de recordarme que estábamos allí debido a una tragedia, que ahí fuera había strigoi y humanos que podrían volver a atacar. Sin embargo, nadie más parecía acordarse de eso, y lo admito, yo estaba pasando una temporada difícil.
El centro turístico era maravilloso. Estaba construido como para que tuviese el aire de una cabaña de madera, pero en ninguna cabaña de cazadores cabían cientos de personas ni había alojamientos tan lujosos. Tres pisos de madera brillante, de color miel, situados entre majestuosos pinos. Las ventanas eran altas, tenían una elegante forma de arco y estaban tintadas para comodidad de los moroi. En todas las entradas colgaban faroles de cristal —eléctricos, pero con una forma que los hacía parecer antorchas— que proporcionaban a todo el edificio un aspecto brillante, como lleno de joyas.
Nos hallábamos rodeados de montañas —que mi superior capacidad visual apenas si distinguía en la noche—, y tuve la seguridad de que la vista sería impresionante a la luz del día. Por uno de los lados del terreno se llegaba a la zona de esquí, muy completa, con pendientes pronunciadas y bañeras, al igual que telesillas y remontes. En otra zona había una pista de patinaje, y eso me encantó, ya que había perdido la oportunidad de hacerlo aquel día junto a la cabaña. Cerca de allí había unas pendientes muy suaves, reservadas para los trineos.
Y aquello eran los alrededores.
En el interior se había hecho todo tipo de preparativos para satisfacer las necesidades de los moroi. Tenían a los proveedores siempre a mano, listos para ofrecer su sangre las veinticuatro horas del día. Las pistas funcionaban en horario nocturno, y todo el lugar se encontraba circundado de defensas y guardianes: todo cuanto un vampiro podía desear.
El salón principal tenía el techo como el de una catedral, y de él colgaba una gigantesca lámpara de araña. El suelo era de un mármol dispuesto de forma intrincada, y el mostrador de recepción permanecía abierto día y noche, a punto para darnos gusto en todo lo que se nos antojase. El resto del refugio, los pasillos y salones, estaba decorado en colores rojo, negro y dorado. La tonalidad tan oscura del rojo dominaba sobre el resto, y me pregunté si no sería una coincidencia su parecido con el color de la sangre. Las paredes se hallaban engalanadas con espejos y cuadros, y aquí y allí habían puesto unas pequeñas mesillas de adorno con floreros de orquídeas de color verde pálido moteadas de morado que inundaban el aire de un fuerte aroma.
La habitación que yo compartía con Lissa era más grande que nuestros dos cuartos de la academia juntos y estaba decorada con la misma gama de colores intensos del resto del refugio. La alfombra era tan gruesa y mullida que enseguida me descalcé en la puerta y entré descalza, disfrutando de la agradable sensación de suavidad por la forma en que se me hundían los pies. Teníamos unas camas enormes, cubiertas de edredones de plumas y con tantas almohadas que juraría que alguien podría perderse entre ellas y no le volverían a ver el pelo. Unas puertas vidrieras daban paso a una terraza muy espaciosa que, si tenemos en cuenta que nos encontrábamos en el último piso, habría estado genial de no ser por el frío que hacía fuera. Sospeché que el jacuzzi para dos personas que había en la otra punta de la terraza podría hacer bastante a la hora de compensar el detalle del frío.
Nadando en tanto lujo, alcancé un punto de saturación tal que el resto de comodidades empezaron a marearme: la bañera de mármol con hidromasaje, la tele de plasma, la cestita con chocolate y otras chucherías. Cuando por fin decidimos ir a esquiar, casi tuve que obligarme a salir del cuarto. Es posible que hubiese sido capaz de pasarme el resto de mis vacaciones allí repanchingada y ser absolutamente feliz.
Pero al fin conseguimos salir al exterior y, una vez hube logrado apartar de mi cabeza a Dimitri y a mi madre, comencé a pasármelo bien. También ayudó el hecho de que el refugio fuese tan enorme que había muy pocas posibilidades de tropezarse con ellos.
Por primera vez en semanas, me veía por fin capaz de centrarme en Mason y de darme cuenta de lo divertido que era. Conseguí también salir con Lissa más de lo que lo había hecho en una temporada, lo cual me puso de un humor aún mejor.
Los cuatro juntos —Lissa, Christian, Mason y yo— podíamos salir en una especie de cita doble, y pasamos casi todo el resto del primer día esquiando, si bien a los dos moroi les costaba algo seguirnos el ritmo. Teniendo en cuenta por lo que pasábamos Mason y yo en nuestras clases, ni a él ni a mí nos daban miedo las acciones arriesgadas, y nuestra naturaleza competitiva nos hacía estar ansiosos por realizar un esfuerzo y ganarnos el uno al otro.
—Sois un par de suicidas —comentó Christian en una ocasión. Estaba oscuro allí, en el exterior, pero los altísimos focos que había le iluminaban el rostro lleno de asombro.
Lissa y él se habían quedado esperándonos al final de la pendiente con bañeras, observando cómo bajábamos Mason y yo. Lo habíamos hecho a una velocidad increíble, y la parte de mí que había estado intentando aprender el autocontrol y la sensatez de Dimitri sabía que era peligroso, pero al resto de mi ser le gustaba abandonarse a aquella temeridad. No había conseguido librarme aún de mi oscura vena rebelde.
Mason sonrió cuando nos detuvimos con un derrape que levantó una nube de nieve.
—Bah, esto no es más que el calentamiento. Vamos, que Rose ha sido capaz de seguirme todo el rato. Un juego de niños.
Lissa hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Chicos, ¿no os parece que estáis llevando esto demasiado lejos?
Mason y yo nos miramos el uno al otro.
—No.
Ella meneó la cabeza una vez más.
—Bueno, nosotros nos vamos dentro. Intentad no mataros.
Christian y ella se marcharon cogidos del brazo. Yo los observé marcharse y a continuación me volví hacia Mason.
—A mí me queda cuerda para un buen rato más. ¿Y a ti?
—Por supuesto.
Tomamos un remonte de vuelta a lo alto de la pista. Cuando estábamos a punto de lanzarnos hacia abajo, Mason dijo:
—Vale, a ver qué te parece esto: pasar esa zona de bañeras, después saltar por encima de esa cresta, un giro cerrado para volver, esquivar esos árboles de ahí y acabar allí.
Yo seguí el desplazamiento de su dedo al tiempo que éste trazaba un recorrido muy irregular que descendía por una de las pistas más pronunciadas. Fruncí el ceño.
—Eso sí que es una locura, Mase.
—Ajá —dijo con voz triunfal—. La chica por fin se raja.
Le puse mala cara.
—La chica no se raja —dije, y tras un nuevo repaso de aquel recorrido de locos, accedí—. Muy bien, vamos allá.
Me hizo un gesto.
—Tú primero.
Hice una inspiración profunda y arranqué de un salto. Mis esquís se deslizaban con suavidad sobre la nieve, y un viento gélido me azotaba la cara. Realicé el primer salto con precisión y elegancia, pero a medida que la siguiente parte del recorrido se acercaba a toda velocidad, yo me iba percatando de lo verdaderamente peligrosa que era. Tenía que tomar una decisión en aquella décima de segundo. Si no lo hacía, jamás dejaría de oír a Mason hablar de ello, y yo quería de verdad dejarle en evidencia. De conseguirlo, podría sentirme bien segura de lo increíblemente buena que era; pero si lo intentaba y la cagaba… podía romperme el cuello.
En algún lugar de mi cabeza, una voz que sonaba sospechosamente parecida a la de Dimitri comenzó a hablarme de sabias elecciones y de aprender cuándo había que guardar la compostura.
Decidí hacer caso omiso a aquella voz y me lancé a por ello.
El recorrido era tan difícil como me había temido, pero logré hacerlo de manera impecable, con un movimiento alucinante tras otro. La nieve saltaba por los aires a mi alrededor conforme iba haciendo cada giro pronunciado y peligroso. Cuando alcancé el final sana y salva, miré hacia arriba y vi a Mason, que hacía gestos como un loco. No podía distinguir la expresión de su rostro ni entender sus palabras, aunque me imaginaba sus gritos de reconocimiento. Le saludé con la mano y aguardé a que siguiera mi ejemplo.
Pero no lo hizo, porque cuando llegó hacia la mitad no pudo realizar uno de los saltos, se le engancharon los esquís, se le enredaron las piernas y se fue al suelo.
Llegué hasta él al mismo tiempo que lo hizo parte del personal de las instalaciones. Para alivio de todos, Mason no se había roto el cuello ni ninguna otra cosa. Tenía sin embargo el tobillo con aspecto de haber sufrido un buen esguince que, con toda probabilidad, le iba a impedir esquiar durante el resto del viaje.
Una de las instructoras que vigilaban las pistas llegó corriendo con una expresión de furia en el rostro.
—Pero ¿en qué estabais pensando, chicos? —exclamó. Se volvió hacia mí—. ¡No me lo podía creer cuando te he visto hacer todas esas estupideces! —y a continuación sus ojos se clavaron en Mason—. ¡Y tú vas y te pones a imitarla!
Yo quería dejar claro que todo había sido idea de él, pero las acusaciones daban igual en aquel momento. Me bastaba con alegrarme de que estuviese bien; aun así, en cuanto volvimos a entrar todos, el sentimiento de culpa comenzó a roerme por dentro. Había actuado de manera irresponsable. ¿Y si hubiera resultado malherido? Unas visiones horribles me bailaban por la imaginación: Mason con una pierna rota…, con el cuello roto…
Pero ¿dónde tenía yo la cabeza? Nadie me había obligado a hacer ese recorrido; Mason lo había sugerido… y yo no me había opuesto, y bien sabe Dios que es muy probable que hubiese podido negarme. Habría tenido quizá que aguantar algunas burlas, sin embargo Mason estaba lo bastante colado por mí como para que mis tretas femeninas hubiesen sido capaces de poner freno a su insensatez. La emoción y el riesgo me habían atrapado —igual que cuando besé a Dimitri— y yo no había meditado mucho las consecuencias porque dentro de mí, en secreto, aún acechaba el impulsivo deseo de hacer locuras. Mason también lo tenía, y el suyo había incitado al mío.
La voz de Dimitri en mi mente me reprendía de nuevo.
Después de que hubieran llevado a Mason sano y salvo de vuelta al refugio y que le aplicasen hielo en el tobillo, cogí nuestro equipo y lo saqué fuera para devolverlo al almacén. Cuando regresé al interior, lo hice por una puerta distinta de la habitual. Aquella entrada se encontraba detrás de un porche enorme, abierto y con una verja de adorno hecha de madera. Habían construido el porche dentro de la pared de la montaña, y tenía unas vistas sobrecogedoras del resto de picos y valles que nos circundaban, si es que podías aguantar lo suficiente en aquellas gélidas temperaturas como para admirarlas, que no era el caso de la mayoría de la gente.
Subí las escaleras hasta el porche y al hacerlo me fui sacudiendo la nieve de las botas. Había en el aire un olor denso, fuerte y al mismo tiempo dulce. Tenía algo que me resultaba familiar, pero antes de que pudiese identificarlo, una voz se dirigió a mí de pronto, desde las sombras.
—Hola, pequeña dhampir.
Sorprendida, me di cuenta de que, en efecto, había alguien allí de pie, en el porche: un tío —un moroi— que estaba apoyado contra la pared, no muy lejos de la puerta. Se llevó un cigarrillo a los labios, dio una larga calada y a continuación lo tiró al suelo, pisó la colilla y me miró con una mueca en la cara. Eso era aquel olor, caí yo: cigarrillos aromáticos de clavo.
Con cautela, me detuve y me crucé de brazos al verle. Era un poco más bajo que Dimitri pero no con el aire tan desgarbado que algunos moroi acababan teniendo. Llevaba un abrigo de color gris marengo —probablemente de una carísima mezcla de lana y cachemira— que le quedaba muy bien, y unos zapatos de vestir, de piel, que eran una señal mayor, si cabe, de dinero. Tenía el pelo castaño y lo llevaba peinado, a propósito, de forma que pareciese algo dejado; sus ojos eran azules o verdes, no había la suficiente luz para poder asegurarlo. Una cara mona, supongo, y calculé que sería unos dos años mayor que yo. Tenía el aspecto de quien acaba de salir de una cena de etiqueta.
—¿Sí? —pregunté.
Me recorrió el cuerpo con la mirada. Yo estaba acostumbrada a llamar la atención de los chicos moroi, aunque no solía ocurrir de una manera tan obvia, ni tampoco solía ir envuelta en tanta ropa de invierno ni luciendo un ojo morado.
Se encogió de hombros.
—Sólo saludaba, eso es todo.
Me quedé esperando lo siguiente, pero lo único que hizo fue meter las manos en los bolsillos del abrigo. Con otro gesto de hombros por mi parte, avancé un par de pasos.
—Hueles bien, ¿sabes? —dijo de pronto.
Otra vez me detuve y le miré perpleja, lo que sólo consiguió ensanchar un poco más su sonrisa de astucia.
—Yo… mmm, ¿qué?
—Que hueles bien —repitió.
—¿Estás de coña? Llevo todo el día sudando y doy asco —quería marcharme, pero en aquel tío había algo inquietantemente cautivador. Como cuando presencias una catástrofe. No lo encontraba atractivo en sí, es sólo que de pronto sentí interés en hablar con él.
—El sudor no es malo —dijo, apoyando la cabeza contra la pared y elevando pensativo la mirada—. Algunas de las mejores cosas de la vida ocurren mientras sudamos. Cierto, demasiado sudor, y si se deja un tiempo, se vuelve un asco, pero ¿en una mujer hermosa? Embriagador. Si tuvieses el olfato de un vampiro, sabrías de qué te hablo. La mayoría de la gente lo estropea duchándose en perfume; y el perfume puede ser bueno… en especial si consigues uno que vaya bien con tu química, aunque una pizca basta, digamos que una mezcla del veinte por ciento con el otro ochenta por ciento de tu propia transpiración… mmm —ladeó la cabeza y me miró—. Bien sexy.
De repente me acordé de Dimitri y de su loción de afeitado. Sí, aquello era bien sexy, pero estaba claro que no me iba a poner a contárselo a aquel tío.
—Bueno, gracias por la lección de higiene —le dije—, pero yo no uso perfume, y me voy a dar una ducha que me quite de encima todo este ajetreo sudoroso. Lo siento.
Sacó un paquete de tabaco y me ofreció un cigarrillo. Sólo se acercó un paso hacia mí; sin embargo, me bastó para oler algo más en él: alcohol. Rechacé los cigarrillos con un gesto negativo de la cabeza, y él sacó uno para sí.
—Un mal hábito —dije al tiempo que le veía encenderlo.
—Uno de tantos —respondió. Dio una calada profunda—. ¿Has venido con la St. Vlad?
—Sip.
—Entonces es que vas a ser guardiana cuando seas mayor.
—Obviamente.
Exhaló el humo, y yo observé cómo se alejaba en el aire de la noche. Con sentidos de vampiro o sin ellos, me sorprendía que pudiese oler algo que no fuese aquel tabaco de clavo.
—¿Y cuánto te falta para ser mayor? —me preguntó—. Puede que me haga falta un guardián.
—Me gradúo en primavera, pero ya me he comprometido. Lo siento.
La sorpresa apareció fugaz en sus ojos.
—¿En serio? ¿Y quién es él?
—Ella es Vasilisa Dragomir.
—Ah —una sonrisa enorme le cruzó la cara de oreja a oreja—. Percibí los problemas en cuanto te vi aparecer. Eres la hija de Janine Hathaway.
—Soy Rose Hathaway —le corregí yo queriendo evitar que se me encasillase por mi madre.
—Encantado de conocerte, Rose Hathaway —extendió una mano enguantada a la que yo dudé en responder—. Adrian Ivashkov.
—Mira quién fue a hablar de problemas —mascullé. Los Ivashkov eran una de las familias reales, una de las más ricas y poderosas. Eran ese tipo de gente que pensaba que podía conseguir todo lo que se le antojaba y que pasaba por encima de todo aquel que se hallase en su camino. No era de extrañar que fuese tan arrogante.
Él se rió. Tenía una risa agradable, sonora y casi melodiosa. Me hizo pensar en una cuchara llena de caramelo líquido que se caía por los bordes.
—Útil, ¿verdad? Nuestra reputación nos precede a ambos.
Lo negué con un gesto de la cabeza.
—Tú no sabes nada sobre mí, y yo sólo he oído hablar de tu familia, no sé nada sobre ti.
—¿Querrías? —dijo de manera provocativa.
—Lo siento, no me van los tíos mayores.
—No soy tan mayor, tengo veintiuno.
—Tengo novio —era una especie de mentirijilla, porque Mason, ciertamente, no era aún mi novio, pero albergaba la esperanza de que Adrian me dejase en paz si le hacía pensar que no estaba libre.
—Qué curioso que no me lo hayas dicho de inmediato —se dijo Adrian—. No sería él quien te puso el ojo morado, ¿verdad?
Sentí que me ponía como un tomate, incluso con aquel frío. Había esperado que no se percatase de lo del ojo, lo cual era estúpido. Con su vista de vampiro, seguramente lo habría notado en cuanto pisé el porche.
—No seguiría vivo de haber sido él. Ocurrió durante… una clase. O sea, que me estoy preparando para ser guardiana, y nuestros combates son siempre duros.
—Eso suena muy interesante —dijo, y tiró su segunda colilla al suelo y la apagó con el zapato.
—¿Que me dieran un puñetazo en el ojo?
—Venga, no, por supuesto que no. Me refiero a que la idea de un combate duro contigo suena interesante. Me encantan los deportes de contacto.
—No lo dudo —le dije cortante. Era arrogante y presuntuoso, pero aun así, no conseguía obligarme a salir de allí.
El sonido de unos pasos a mi espalda me hizo darme la vuelta. Mia vino por el sendero y subió los escalones. Al vernos, se detuvo en seco.
—Hola, Mia.
Nos miró a ambos de manera alternativa.
—¿Otro tío? —preguntó ella. Por su tono de voz, se diría que yo tenía mi propio harén de hombres. Adrian me dirigió una mirada inquisitiva con cara de estar divirtiéndose. Yo apreté los dientes y decidí que aquello no era digno de respuesta. Opté por una desacostumbrada educación.
—Mia, él es Adrian Ivashkov.
Adrian se puso tan encantador como había estado conmigo y le dio la mano.
—Siempre es un placer conocer a una amiga de Rose, especialmente a una tan guapa —dijo como si él y yo nos conociésemos desde la infancia.
—No somos amigas —dije. Se acabó la educación por hoy.
—Rose sólo se relaciona con tíos y con psicópatas —dijo Mia con el tono de voz que solía dedicarme a mí, cargado de desprecio, pero con una expresión en el rostro que mostraba que Adrian, a todas luces, había captado su interés.
—Bueno —dijo él alegremente—, el hecho de que yo soy ambas cosas, un tío y un psicópata, explica el porqué de que seamos tan buenos amigos.
—Tú y yo tampoco somos amigos —le dije.
Él se rió.
—Tú siempre haciéndote la difícil, ¿eh?
—No te creas que es tan difícil —dijo Mia, claramente molesta por el hecho de que Adrian me prestase más atención a mí—. No tienes más que preguntar a la mitad de los chicos del instituto.
—Ah, sí —repliqué—, y también puedes preguntar por Mia a la otra mitad. Si le haces un favor, ella te hará a ti un montón de favores —cuando Mia nos declaró la guerra a Lissa y a mí, consiguió convencer a un par de tíos para que contasen por el instituto que habían hecho ciertas cosas poco honorables conmigo. Lo irónico del tema es que para convencerlos de que mintiesen por ella, fue Mia quien se acostó con ellos.
Un atisbo de incomodidad le cruzó el rostro, pero se mantuvo firme.
—Bueno —dijo—, pero yo, al menos, no los hago gratis.
Adrian imitó los rugidos de un felino.
—¿Has terminado? —pregunté a Mia—. Ya se ha pasado tu hora de irte a la cama, y a los adultos les gustaría charlar un rato —el aspecto infantil que tenía era un tema delicado para ella y que yo solía disfrutar explotando.
—Claro —dijo con voz resuelta. Las mejillas se le sonrojaron, y aquello intensificó su aire de muñequita de porcelana—. De todas formas, tengo cosas mejores que hacer —se volvió en dirección a la puerta y, al posar la mano sobre ésta, se detuvo y miró a Adrian—. Su madre le puso el ojo así, ¿sabes?
Se marchó dentro, y las elaboradas puertas de cristal se cerraron tras su espalda.
Adrian y yo nos quedamos allí en silencio. Finalmente, él volvió a sacar los cigarrillos y se encendió otro.
—¿Tu madre?
—Cierra la boca.
—Tú eres de esas personas que, o tienen amigos del alma, o tienen enemigos acérrimos, ¿verdad? Sin término medio. Seguramente Vasilisa y tú seréis como hermanas, ¿eh?
—Supongo.
—¿Cómo le va?
—¿Eh? ¿Qué quieres decir?
Se encogió de hombros y, por un momento, habría jurado que estaba exagerando un poco su naturalidad.
—No sé, vamos, sí sé que os largasteis… y que pasó todo ese asunto de su familia y Victor Dashkov…
Me puse tensa ante la mención de Victor.
—¿Y?
—No sé, me imaginé que sería mucho para que ella, ya sabes, lo llevase bien.
Estudié a Adrian con detenimiento y me pregunté dónde querría ir a parar. Se había producido una mínima filtración acerca de la frágil salud mental de Lissa, pero también se había conseguido controlar a la perfección. La mayoría de la gente ya ni se acordaba de aquello o había asumido que era falso.
—Tengo que irme —decidí que, en ese preciso instante, evitar el tema era la mejor táctica.
—¿Estás segura? —sonó sólo ligeramente decepcionado. En su mayor parte, mantenía el mismo aspecto de gallito y de estar divirtiéndose de antes. Algo en él continuaba intrigándome, pero fuera lo que fuese, no era suficiente para combatir todo lo demás que yo sentía, o para que me arriesgase a hablar de Lissa—. Pensé que a los adultos nos apetecía charlar un rato. Hay montones de cosas de adultos sobre las que me gustaría charlar.
—Es tarde, estoy cansada, y tus cigarrillos me están dando dolor de cabeza —gruñí.
—Supongo que me lo merezco —dio otra calada al cigarrillo y exhaló el humo—. Algunas mujeres creen que me da un aire sexy.
—Yo creo que te los fumas para tener algo que hacer mientras se te ocurre tu siguiente frase ingeniosa.
Se atragantó con el humo, sorprendido entre una calada y la risa.
—Rose Hathaway, ya tengo ganas de volver a verte. Si cansada y molesta eres así de encantadora, y estás así de bien aun herida y en ropa de esquí, en buenas condiciones tienes que ser devastadora.
—Si por «devastadora» entendemos que debes temer por tu vida, entonces sí, has dado en el clavo —abrí la puerta de golpe—. Buenas noches, Adrian.
—Nos vemos.
—No lo creo. Ya te lo he dicho. No me van los tíos mayores.
Me metí en el refugio y, al cerrarse la puerta, apenas le oí decir a mi espalda:
—Ya te digo, no te van nada.