Eran las diez y cuarto, y Herb Tooklander estaba pensando en cerrar el establecimiento cuando el hombre del abrigo caro y el rostro pálido y rígido irrumpió en el bar Tookey’s, situado en la zona norte de Falmouth. Era el diez de enero, la época en que casi todo el mundo está aprendiendo a reconciliarse con todas esas resoluciones de Año Nuevo que ha incumplido, y el viento soplaba con fuerza desde el noreste. Habían caído quince centímetros de nieve antes del anochecer, y desde entonces no había parado. Habíamos visto a Billy Larribee pasar dos veces en el quitanieves municipal, y en la segunda ocasión, Tookey le llevó una cerveza, un acto de pura caridad, como habría dicho mi madre, y sabe Dios que también ella se metió grandes cantidades de cerveza de Tookey entre pecho y espalda en sus tiempos. Billy le comentó que habían conseguido mantener despejada la carretera principal, pero que las secundarias estaban cerradas y con toda probabilidad permanecerían cortadas hasta la mañana siguiente. La radio de Portland vaticinaba otros treinta centímetros de nieve y vientos de setenta kilómetros por hora, que se encargarían de amontonarla.
En el bar solo quedábamos Tookey y yo, escuchando el viento aullar alrededor de los alerones del tejado y contemplando las llamas del fuego en la chimenea.
—¿Quieres una para el camino, Booth? —propuso Tookey—. Voy a cerrar.
Me sirvió una cerveza, se sirvió otra para él, y fue entonces cuando la puerta se abrió y el desconocido entró dando tumbos, con los hombros y el cabello espolvoreados de nieve, como si se hubiera dado un revolcón en una montaña de azúcar en polvo. El viento empujó una nube de nieve tras él.
—¡Cierre la puerta! —vociferó Tookey—. ¿Es que ha nacido en un establo?
Nunca he visto a un hombre con aspecto tan asustado, como un caballo que se ha pasado la tarde entera comiendo ortigas. Volvió la mirada hacia Tookey.
—Mi mujer…, mi hija…
Y de repente se desplomó.
—Madre mía —exclamó Tookey—. Cierra la puerta, Booth, ¿quieres?
Fui a cerrar la puerta, aunque empujarla contra el viento no resultó fácil. Tookey había apoyado una rodilla en el suelo, sostenía la cabeza del tipo y le daba palmaditas en las mejillas. Me acerqué a él y de inmediato me di cuenta de que la cosa iba mal. Su rostro mostraba un ardiente color rojo, pero tenía manchas grisáceas aquí y allá, y cuando llevas pasando todos los inviernos en Maine desde que Woodrow Wilson era presidente, como es mi caso, sabes bien que esas manchas significan congelación.
—Se ha desmayado —anunció Tookey—. Trae el brandy de detrás de la barra, ¿quieres?
Fui a buscarlo, y al volver vi que Tookey le había desabrochado el abrigo. Empezaba a volver en sí; tenía los ojos medio abiertos y mascullaba algo en voz demasiado baja para entenderlo.
—Llena un tapón —ordenó Tookey.
—¿Solo un tapón?
—Este mejunje es dinamita —explicó Tookey—. No quiero pasarme.
Llené un tapón y miré a Tookey, que asintió.
—Vamos, dáselo.
Vertí el brandy en la boca del hombre. Fue impresionante observar su reacción. El hombre se puso a temblar de los pies a la cabeza y empezó a toser. Su rostro enrojeció aún más. Sus párpados, hasta entonces entornados, se abrieron de repente como persianas. Me alarmé un poco, pero Tookey se limitó a incorporarle como si fuera un bebé enorme y le propinó palmaditas en la espalda.
El hombre comenzó a sufrir arcadas, y Tookey siguió dándole palmaditas.
—No lo vomite —advirtió—, que este brandy es muy caro.
El hombre tosió un poco más, pero el acceso empezaba a remitir. Por primera vez pude mirarlo bien. Era un tipo de ciudad, de algún lugar al sur de Boston, me parecía. Llevaba guantes de gamuza muy caros, pero finos. Con toda probabilidad también tenía manchas grises en las manos, y sería afortunado si no perdía uno o dos dedos. Su abrigo era de buena calidad, sí señor, de esos que valen unos trescientos dólares por lo menos. Llevaba unos botines que apenas le cubrían los tobillos, y empecé a preocuparme por la suerte que correrían sus pies.
—Mejor —farfulló.
—Vale —dijo Tookey—. ¿Puede caminar hasta la chimenea?
—Mi mujer y mi hija —insistió el hombre—. Están ahí fuera…, en la tormenta.
—Viendo cómo ha entrado en el bar, no he pensado en ningún momento que pudieran estar en casa mirando la tele —replicó Tookey—. Puede contárnoslo igual de bien junto al fuego que aquí en el suelo. Ayúdame, Booth.
El hombre se levantó, pero de inmediato emitió un gemido de dolor. Pensé de nuevo en sus pies y en por qué Dios había sentido la necesidad de crear a imbéciles de Nueva York que intentaban conducir por el sur de Maine en plena ventisca. También me pregunté si su mujer y su hija irían más abrigadas que él.
Lo llevamos hasta la chimenea y lo sentamos en una mecedora, la preferida de la señora Tookey hasta su muerte en el 74. De hecho, la señora Tookey era responsable de casi todo el local, que había salido reseñado en el Down East, en el Sunday Telegram y una vez incluso en el suplemento dominical del Globe de Boston. En realidad, era más un pub que un bar, con los suelos de tablones unidos por estaquillas en lugar de clavados, la barra de madera de arce, el techo de vigas antiguas y la monstruosa chimenea de piedra. La señora Tookey empezó a desarrollar ideas después de que saliera el artículo en el Down East y quiso rebautizar el local como Posada de Tookey o Refugio de Tookey. Reconozco que los nombres tienen ciertas reminiscencias coloniales, pero la verdad es que yo prefiero que se llame Bar de Tookey a secas. Una cosa es ponerse finolis en verano, cuando el estado se abarrota de turistas, y otra muy distinta es el invierno, cuando las únicas personas con quienes te relacionas son tus vecinos. Tookey y yo habíamos pasado muchas veladas de invierno como aquella solos en el bar, tomando whisky con agua o tan solo un par de cervezas. Mi Victoria pasó a mejor vida en el 73, y el bar de Tookey era un lugar donde había voces suficientes para sofocar el tictac del escarabajo de la muerte, aunque solo estuviéramos Tookey y yo. No habría sido lo mismo si se llamara el Refugio de Tookey. Parecerá una chorrada, pero es verdad.
Cuando pusimos al tipo delante de la chimenea, se puso a temblar aún más fuerte. Se abrazó las rodillas. Los dientes le castañeteaban incontenibles, y de la nariz le goteaba un poco de mucosidad transparente. Creo que empezaba a darse cuenta de que otros quince minutos a la intemperie habrían acabado con él. El problema no es la nieve, sino el factor de congelación por el viento.
—¿Dónde se salió de la carretera? —le preguntó Tookey.
—N-nueve kilómetros a-al sur de aquí —tartamudeó el hombre.
Tookey y yo cambiamos una mirada atónita, y de repente sentí mucho frío.
—¿Está seguro? —inquirió Tookey—. ¿Ha caminado nueve kilómetros por la nieve?
El tipo asintió.
—Me fijé en el cuentakilómetros cuando lle-llegamos al pueblo. Seguía las indicaciones que me habían dado… íbamos a ver a la hermana de mi mujer…, en Cumberland…, nunca habíamos estado allí… Somos de New Jersey.
New Jersey. Si hay alguien más estúpido que un neoyorquino, es un tipo de New Jersey.
—¿Nueve kilómetros? ¿Está seguro? —insistió Tookey.
—Bastante seguro. Encontré el desvío, pero estaba todo cubierto de…, estaba…
Tookey le asió el brazo. A la luz temblorosa de las llamas, su rostro aparecía pálido, tenso y mucho mayor de los sesenta y seis años que tenía.
—¿Giró a la derecha?
—Sí, a la derecha. Mi mujer…
—¿Vio una señal?
—¿Una señal? —El hombre alzó la mirada hacia Tookey y se enjugó la nariz—. Claro que vi una señal. Estaba en las indicaciones que me dieron. Tomar Jointner Avenue y cruzar Jerusalem’s Lot hasta la entrada de la 295.
Paseó la mirada entre Tookey y yo. Fuera, el viento silbaba y gemía en torno a los alerones.
—¿No es correcto?
—El Solar —musitó Tookey con voz casi inaudible—. Dios mío.
—¿Qué pasa? —preguntó el hombre, alzando la voz—. ¿Me equivoqué? A ver, la carretera estaba cubierta de nieve, pero pensé que…, bueno, que si había un pueblo, habría máquinas quitanieves…, y entonces…
El hombre enmudeció sin terminar la frase.
—Booth, coge el teléfono y llama al sheriff —ordenó Tookey.
—Sí, eso —dijo el imbécil de New Jersey—. ¿Se puede saber qué les pasa? Tienen pinta de haber visto un fantasma.
—No hay fantasmas en El Solar, señor. ¿Les ha dicho que se queden en el coche?
—Pues claro —espetó el hombre en tono dolido—. ¿Acaso cree que soy imbécil?
Pues ahora que lo decía…
—¿Cómo se llama? —le pregunté—. Es para decírselo al sheriff.
—Lumley —respondió el tipo—. Gerard Lumley.
Se volvió de nuevo hacia Tookey, y yo me dirigí al teléfono. Al descolgarlo no oí más que silencio. Pulsé el botón de desconexión un par de veces, pero nada.
Volví junto a la chimenea. Tookey le había servido a Gerard Lumley un poco más de brandy, que en esta ocasión se tomó sin dificultad.
—¿No está el sheriff? —preguntó Tookey.
—El teléfono no funciona.
—Maldita sea —masculló Tookey.
Nos miramos. Fuera, el viento empezó a soplar con más fuerza aún, azotando la nieve contra las ventanas.
Lumley volvió a pasear la mirada entre nosotros.
—Bueno, ¿ninguno de los dos tiene coche? —preguntó, angustiado—. Tienen que dejar el coche en marcha para que la calefacción funcione. Solo tenía un cuarto de depósito, y he tardado una hora y media en llegar hasta aquí… ¿Quieren hacer el favor de contestarme?
Se levantó y asió la camisa de Tookey.
—Señor, creo que su mano se ha desconectado del cerebro —observó Tookey.
Lumley bajó la mirada hacia su mano y la apartó.
—Maine —masculló como si se tratara de una palabra obscena acerca de la madre de alguien—. Muy bien. ¿Dónde queda la gasolinera más próxima? Seguro que tienen una grúa…
—En Falmouth Center —repuse—, a cinco kilómetros de aquí, siguiendo la carretera.
—Gracias —espetó el hombre con cierto sarcasmo antes de dirigirse a la puerta mientras se abrochaba el abrigo.
—Pero está cerrada —añadí.
El hombre se volvió despacio y nos miró.
—¿Qué dice, viejo?
—Intenta decirle que la gasolinera de Falmouth Center pertenece a Billy Larribee, y Billy Larribee ha salido con la quitanieves, imbécil —explicó Tookey con paciencia—. ¿Por qué no vuelve aquí y se sienta antes de que le dé algo?
El hombre regresó con expresión aturdida y asustada.
—¿Me está diciendo que no pueden…, que no hay…?
—No le estoy diciendo nada —lo atajó Tookey—. Aquí el único que habla es usted, y si se callara un momento, podríamos buscar una solución.
—¿Qué hay de ese pueblo, Jerusalem’s Lot? —inquirió el hombre—. ¿Por qué está cubierta de nieve la carretera de acceso? ¿Y por qué no hay luces en ninguna parte?
—Jerusalem’s Lot se quemó en un incendio hace tres años —respondí.
—¿Y no lo han reconstruido? —replicó Lumley como si no se lo creyera.
—Eso parece —dije antes de volverme hacia Tookey—. ¿Qué hacemos?
—No podemos dejarlas ahí fuera —contestó él.
Me acerqué a él. Lumley se había apartado para mirar la tormenta por la ventana.
—¿Y si las han atacado? —pregunté.
—Es posible, pero no lo sabemos con seguridad. Tengo la Biblia en el estante. ¿Aún llevas la medalla del Papa?
Saqué el crucifijo que llevaba colgado al cuello bajo la camisa y se lo mostré. Yo nací y me crie en el seno de una familia congregacional, pero casi todos los que viven en las inmediaciones de El Solar llevan algo, sea un crucifijo, una medalla de san Cristóbal, un rosario o artilugios similares. Porque hace cuatro años, en el espacio de un tenebroso mes de octubre, El Solar acabó mal. A veces, a altas horas de la noche, cuando solo había un puñado de asiduos alrededor de la chimenea del bar de Tookey, se ponían a hablar de ello. Mejor dicho, a eludir el tema. Lo que pasó es que empezó a desaparecer gente. Primero unos pocos, luego unos cuantos más, y más tarde un montón. Las escuelas cerraron. El pueblo permaneció desierto durante casi un año. Bueno, también se instalaron algunos…, en su mayoría imbéciles rematados de otros estados como este espécimen que nos ocupa, atraídos por los precios irrisorios de la vivienda, supongo. Pero no duraron. Muchos de ellos se fueron al cabo de un mes o dos de llegar. Los demás…, bueno, los demás desaparecieron. Y un buen día, el pueblo ardió hasta los cimientos. Fue al final de un largo y seco otoño. Creen que el incendio se originó cerca de la casa de los Marsten, en la colina que da a Jointner Avenue, pero aún hoy nadie sabe cómo empezó. El incendio duró tres días. Después de aquello, las cosas mejoraron durante un tiempo, pero luego volvieron a empezar.
Solo oí la palabra «vampiros» en una ocasión. Aquella noche, un camionero chalado llamado Richie Messina, de Freeport, estaba en el bar de Tookey, bastante borracho.
—Dios mío —soltó el chiflado, un tipo enorme con pantalones de pana, camisa a cuadros y botas de cuero—. ¿Por qué tenéis todos tanto miedo de decirlo en voz alta? ¡Vampiros! Es eso lo que estáis pensando todos, ¿no? ¡Por el puto amor de Dios! ¡Parecéis un puñado de críos cagados de miedo en el cine! ¿Sabéis lo que hay en Salem’s Lot? ¿Queréis que os lo diga? Queréis que os lo diga, ¿eh?
—Dínoslo, Richie —concedió Tookey.
En el bar se había hecho un silencio sepulcral. Se oía el crepitar del fuego y el susurro de la lluvia de noviembre procedente del oscuro exterior.
—Tienes la palabra.
—Lo que tenéis ahí es la típica jauría de perros salvajes —nos dice Richie Messina—. Eso es lo que tenéis. Eso y un montón de viejas a las que les encantan los cuentos de miedo. Bah, por ochenta pavos iría a pasar la noche en lo que queda de esa casa embrujada que tanto os preocupa. ¿Qué os parece? ¿Alguien acepta la apuesta?
Pero nadie quiso aceptarla. Richie era un bocazas y un borracho, y nadie derramaría una sola lágrima en su velatorio, pero al mismo tiempo, nadie estaba dispuesto a permitir que fuera a Salem’s Lot en plena noche.
—Pues que os den —espetó—. Llevo un rifle en el maletero del Chevrolet, capaz de acabar con cualquier cosa en Falmouth, Cumberland y Jerusalem’s Lot. Y ahí es adonde voy.
Dicho aquello salió del bar con un portazo, y todo el mundo guardó silencio durante un rato.
—Es la última vez que vemos a Richie Messina —musitó por fin Lamont Harris.
Y acto seguido, Lamont, educado en el metodismo desde su nacimiento, se santiguó.
—Se le pasará la borrachera y se rajará —aseguró Tookey, aunque parecía inquieto—. Seguro que vuelve antes de que cierre el bar y nos dice que era broma.
Pero Lamont tenía razón, porque nadie volvió a ver a Richie Messina. Su mujer contó a la policía del estado que creía que se había largado a Florida para escapar de una agencia de cobro a morosos, pero la verdad se reflejaba inexorable en su mirada, una mirada angustiada, aterrorizada. Poco después se trasladó a Rhode Island. Quizá temía que Richie fuera a por ella alguna noche tenebrosa. Y no seré yo quien diga que eso es imposible.
Tookey y yo cambiamos otra mirada mientras volvía a guardarme el crucifijo bajo la camisa. Nunca me había sentido tan viejo ni tan asustado.
—No podemos dejarlas ahí fuera, Booth —repitió Tookey.
—Ya lo sé.
Seguimos mirándonos un instante, y por fin Tookey alargó la mano y me la apoyó en el hombro.
—Eres un buen hombre, Booth.
Aquellas palabras bastaron para subirme la moral. Da la impresión de que cuando pasas de los setenta, la gente empieza a olvidar que eres un hombre o que alguna vez lo fuiste.
Tookey se acercó a Lumley.
—Tengo un cuatro por cuatro. Voy a buscarlo —anunció.
—Por el amor de Dios, hombre, ¿por qué no lo dijo antes? —exclamó Lumley tras volverse con brusquedad hacia Tookey y lanzarle una mirada furiosa—. ¿Por qué se ha pasado diez minutos dándome largas?
—Haga el favor de cerrar el pico, señor —pidió Tookey en voz muy baja—. Y si le entran muchas ganas de abrirlo, recuerde quién tomó el desvío en una carretera cubierta de nieve en medio de una puta ventisca.
Lumley estuvo a punto de replicar, pero se lo pensó mejor. Su rostro había adquirido un matiz lívido. Tookey fue a sacar el cuatro por cuatro del garaje. Yo busqué a tientas su petaca cromada bajo la barra y la llené de brandy, pensando que podríamos necesitarlo antes de que acabara la noche.
Una ventisca en Maine… ¿Han experimentado alguna?
La nieve cae tan espesa y fina que parece arena y suena como arena, golpeando los costados de los coches y las camionetas. No puedes poner las largas porque la nieve te devuelve su reflejo cegador y ya no puedes ver más allá de tres metros. Con las cortas tienes una visibilidad de unos cinco metros. Sin embargo, la nieve no me molesta demasiado; es el viento lo que no me gusta, el viento cuando arrecia y empieza a aullar, convirtiendo la nieve en cien formas voladoras estrafalarias mientras emite un sonido que recuerda todo el odio, el dolor y el miedo del mundo. Ese viento encierra la muerte, una muerte blanca, y tal vez algo que está más allá de la muerte. No es un sonido agradable cuando estás arropado y calentito en tu cama, con los postigos cerrados y las puertas aseguradas a cal y canto. Pero aún es mucho peor cuando vas en coche. Por no mencionar cuando vas en coche y entras en Salem’s Lot.
—¿Les importaría darse un poco de prisa? —instó Lumley.
—Para acabar de llegar medio congelado de una excursión por la nieve, tiene usted muchas ganas de volver a salir —comenté.
Lumley me lanzó una mirada entre atónita y resentida, pero no añadió nada más. Avanzábamos por la carretera a unos treinta kilómetros por hora. Costaba creer que Billy Larribee hubiera retirado la nieve apenas una hora antes, porque de nuevo cubrían la calzada cinco centímetros, que no cesaban de aumentar a causa del viento. Las ráfagas más potentes zarandeaban el cuatro por cuatro. Los faros alumbraban una blancura enloquecida ante nosotros. No nos habíamos cruzado con un solo vehículo.
—¡Eh! —exclamó Lumley al cabo de unos diez minutos—. ¿Qué es eso?
Señalaba por mi lado; yo había estado con la mirada clavada en la carretera y al oír su exclamación me volví para mirar, pero demasiado tarde. Tan solo alcancé a distinguir una silueta que se alejaba del coche para perderse de nuevo en la nieve, pero bien podrían haber sido imaginaciones mías.
—¿Qué era? ¿Un ciervo? —pregunté.
—Supongo —farfulló él con expresión asustada—. Pero sus ojos… Tenía los ojos rojos. —Se volvió hacia mí—. ¿Los ojos de los ciervos se ven rojos de noche? —me preguntó en tono casi suplicante.
—Se pueden ver de muchas maneras —repliqué.
Podía ser cierto, pero la verdad es que he visto muchos ciervos de noche desde muchos coches, y nunca me ha parecido que tuvieran los ojos rojos.
Tookey guardó silencio.
Unos quince minutos más tarde llegamos a un lugar donde los montículos de nieve acumulados en la cuneta no eran tan altos, porque las quitanieves tienen que levantar las palas al pasar por los cruces.
—Me parece que es aquí donde giramos —dijo Lumley sin demasiada convicción—. No veo ninguna señal…
—Está allí —lo interrumpió Tookey con una voz que no se parecía en nada a la suya—. Solo se ve la punta del poste.
—Ah, ya —jadeó Lumley, aliviado—. Escuche, señor Tooklander, siento haberme puesto tan borde en el bar. Tenía frío, estaba preocupado y encima muy cabreado conmigo mismo. Y quiero darles las gracias a los dos…
—No nos dé las gracias a Booth y a mí hasta que las tengamos aquí en el coche —lo atajó Tookey.
Activó la tracción a las cuatro ruedas y se abrió paso entre la nieve hasta enfilar Jointner Avenue, que atraviesa Salem’s Lot y llega hasta la 295. La nieve salía disparada desde los guardabarros. La parte trasera del coche patinó un poco, pero Tookey estaba acostumbrado a conducir por la nieve. Dio ánimos al coche y seguimos adelante. De vez en cuando, los faros alumbraban los surcos que había dejado el coche de Lumley antes de volver a desaparecer. Lumley se había inclinado hacia delante y escudriñaba la noche en busca de su vehículo.
—Señor Lumley —dijo Tookey de repente.
—¿Qué? —preguntó el hombre al tiempo que se volvía hacia él.
—La gente de por aquí es un poco supersticiosa respecto a Salem’s Lot —explicó Tookey con bastante ligereza, aunque vi enseguida los surcos de tensión que le rodeaban la boca y el modo en que sus ojos se movían de un lado a otro—. Si su familia está en el coche…, bueno, pues perfecto. Las llevamos a mi casa, y mañana, cuando haya pasado la ventisca, Billy se encargará de sacar su coche de la nieve. Pero si no están en el coche…
—¿Cómo que si no están en el coche? —lo interrumpió Lumley con brusquedad—. ¿Por qué no van a estar en coche?
—Si no están en el coche —prosiguió Tookey sin hacerle caso—, entonces daremos media vuelta e iremos a Falmouth Center para avisar al sheriff. No tiene sentido deambular por ahí en medio de una ventisca.
—Estarán en el coche. ¿Dónde iban a estar si no?
—Y otra cosa, señor Lumley —intervine—. Si vemos a alguien, no hablaremos con ellos ni aunque ellos hablen con nosotros. ¿Entendido?
—¿De qué van esas supersticiones? —preguntó Lumley muy despacio.
Pero antes de que pudiera responder (sabe Dios lo que habría dicho), Tookey me lo impidió.
—Ya hemos llegado —anunció.
Nos acercábamos a la parte posterior de un gran Mercedes. El capó entero estaba sepultado bajo la nieve, y otro montón barrido por el viento había enterrado todo el costado izquierdo. Sin embargo, los faros traseros estaban encendidos, y vimos una nubecilla de humo surgir del tubo de escape.
—Al menos no se han quedado sin gasolina —constató Lumley.
Tookey detuvo el cuatro por cuatro y puso el freno de mano.
—Recuerde lo que le ha dicho Booth, Lumley.
—Ya, ya.
Pero no pensaba más que en su mujer y su hija, y no es que se lo echara en cara, ni mucho menos.
—¿Preparado, Booth? —me preguntó Tookey con la mirada clavada en mí, el rostro sombrío y grisáceo a la luz del salpicadero.
—Supongo que sí —respondí.
En cuanto nos apeamos, el viento nos asió y nos arrojó nieve a la cara. Lumley iba delante, inclinado para luchar contra el viento, con el abrigo caro revoloteando a su alrededor como una vela. Proyectaba dos sombras, la de los faros del coche de Tookey y la de los faros traseros de su propio coche. Yo iba tras él, seguido a mi vez de Tookey. Cuando llegué junto al maletero del Mercedes, Tookey me asió el brazo.
—Deja que vaya él —me ordenó.
—¡Janey! ¡Francie! —gritó Lumley—. ¿Estáis bien? —Abrió la puerta del conductor y se asomó al interior—. ¿Estáis…?
De repente quedó paralizado. El viento le arrancó la portezuela de la mano y la abrió del todo.
—Por el amor de Dios, Booth —exclamó Tookey con voz apenas audible a causa del aullido del viento—. Creo que ha vuelto a pasar.
Lumley se volvió hacia nosotros. En su rostro se reflejaba una expresión atemorizada y perpleja, y tenía los ojos abiertos de par en par. De repente se abalanzó sobre nosotros a través de la nieve, y a punto estuvo de caer. Me apartó a un lado como si yo no existiera y agarró a Tookey.
—¿Cómo lo sabía? —rugió—. ¿Dónde están? ¿Qué coño está pasando aquí?
Tookey se zafó de él y lo apartó a un lado para avanzar hasta el coche. Nos asomamos juntos al interior. Estaba muy caldeado, pero no seguiría así mucho tiempo; el indicador ámbar de la reserva ya estaba encendido, y el espacioso coche estaba vacío. Había una Barbie sobre la alfombrilla a los pies del asiento derecho, así como un anorak de niño arrugado sobre el respaldo.
Tookey se cubrió el rostro con las manos… y de repente desapareció. Lumley lo había agarrado por detrás y empujado contra el montículo de nieve. Estaba pálido y parecía enloquecido. Su boca se movía como si acabara de masticar algo amargo que no lograra escupir.
—¿El anorak de Francie? —murmuró—. ¡El anorak de Francie! —repitió a gritos.
Se volvió, cogió el anorak y lo sostuvo por la pequeña capucha ribeteada de piel. Luego me miró con expresión incrédula.
—No puede estar aquí fuera sin el anorak, señor Booth. Se… se congelará.
—Señor Lumley…
Pero el señor Lumley se alejó de mí sin soltar el anorak.
—¡Francie! ¡Janey! ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis?
Le tendí la mano a Tookey para ayudarlo a incorporarse.
—¿Estás…?
—No te preocupes por mí —me interrumpió—. Tenemos que detenerlo, Booth.
Lo seguimos tan deprisa como pudimos, puesto que en algunos puntos la nieve nos llegaba a la cadera. Pero al poco, Lumley se detuvo, y pudimos darle alcance.
—Señor Lumley… —empezó Tookey al tiempo que le apoyaba una mano en el hombro.
—Por aquí —lo atajó Lumley—. Se han ido en esta dirección. Mire.
Bajamos la mirada. Estábamos en una especie de hondonada, de modo que el viento soplaba sobre nuestras cabezas. Vimos dos juegos de pisadas, unas grandes y otras pequeñas, que empezaban a llenarse de nieve. Si hubiéramos llegado cinco minutos más tarde, habrían desaparecido.
Lumley empezó a alejarse con la cabeza gacha, pero Tookey lo asió.
—No. ¡No, Lumley!
El hombre se volvió hacia él con expresión enloquecida, apretó el puño, alzó el brazo…, pero algo en el rostro de Tookey lo contuvo. De nuevo paseó la mirada entre los dos.
—Se congelará —repitió como si fuéramos un par de niños tontos—. ¿No lo entienden? No lleva el anorak y solo tiene siete años…
—Podrían estar en cualquier parte —señaló Tookey—. No puede seguir estas pisadas. Seguro que en el próximo montón de nieve se pierden.
—¿Y qué me sugiere? —chilló Lumley con voz histérica—. Si vamos a la policía, Francie se congelará. ¡Francie y mi mujer!
—Es posible que ya se hayan congelado —advirtió Tookey, mirando a Lumley—. Congelado o algo peor.
—¿A qué se refiere? —susurró Lumley—. ¡Dígamelo de una vez, maldita sea!
—Señor Lumley —dijo Tookey—, hay algo en El Solar…
Pero fui yo quien acabó pronunciando la palabra que nunca habría imaginado oír de mis labios.
—Vampiros, señor Lumley. Jerusalem’s Lot está lleno de vampiros. Supongo que es difícil de digerir…
Lumley me miraba como si me hubieran salido antenas y escamas.
—Chiflados —masculló—. Son ustedes un par de chiflados.
De nuevo nos dio la espalda, ahuecó las manos en torno a la boca y siguió gritando.
—¡FRANCIE! ¡JANEY!
Empezó a alejarse una vez más. La nieve le llegaba al dobladillo del caro abrigo. Miré a Tookey.
—¿Qué hacemos ahora?
—Sigámoslo —ordenó Tookey; tenía el pelo aplastado por la nieve y cierto aspecto de chiflado, a decir verdad—. No puedo dejarlo aquí fuera, Booth. ¿Y tú?
—No —convine—. Supongo que no.
Así que empezamos a vadear por la nieve en pos de Lumley, pero el hombre se alejaba cada vez más. El caso es que era mucho más joven que nosotros y avanzaba por la nieve como un toro. La artritis comenzó a darme la vara y bajé la mirada hacia mis piernas, diciéndome: Un poco más, un poquito más, maldita sea, vamos, aguantad un poquito más…
De repente choqué con Tookey, que se había parado con las piernas muy separadas en un montón de nieve. Tenía la cabeza gacha y se presionaba el pecho con las dos manos.
—¡Tookey! ¿Qué te pasa?
—Nada, nada —aseguró él, apartando las manos—. No le perderemos de vista, y cuando se le pase el subidón de adrenalina entrará en razón.
Llegamos a lo alto de una colina y vimos a Lumley al pie, buscando desesperadamente más huellas. Pobre hombre, no tenía ninguna posibilidad de encontrarlas. El viento soplaba en aquella dirección y habría borrado cualquier posible huella en tres minutos.
Al poco, Lumley alzó la cabeza.
—¡FRANCINE! ¡JANEY! ¡POR EL AMOR DE DIOS! —gritó a la noche.
Su voz estaba impregnada de una desesperación y un terror que partían el corazón. La única respuesta que obtuvo fue el silbido ensordecedor del viento. Era como si la tormenta se burlara de él, como si dijera «Me las he llevado yo, señor New Jersey del coche caro y el abrigo de pelo de camello. Me las he llevado yo y he borrado sus pisadas. Y mañana por la mañana las tendré todas congeladitas como cubitos».
—¡Lumley! —vociferó Tookey para hacerse oír por encima del viento—. ¡Escuche, olvídese de los vampiros, los monstruos y todo lo demás! ¡Pero piense en la tormenta! ¡Está empeorando las cosas! ¡Tenemos que ir a la po…!
Y de repente hubo respuesta, una voz que surgió de la oscuridad como una campanilla de plata, y el corazón me dio un vuelco.
—Jerry… Jerry, ¿eres tú?
Lumley giró en redondo. Y entonces apareció ella, flotando por entre las sombras de una pequeña arboleda como un fantasma. Era una mujer de ciudad, sin lugar a dudas, y en aquel momento se me antojó la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Sentí el impulso de acercarme a ella y decirle cuánto me alegraba de que estuviera a salvo. Llevaba una especie de capa de lana verde, creo que lo llaman poncho. La prenda flotaba a su alrededor, y su cabello oscuro se extendía al viento enloquecido como el agua de un arroyo en pleno diciembre, justo antes de que el invierno la congele y la paralice.
Es posible que diera un paso hacia ella, porque de repente sentí la mano de Tookey sobre el hombro, su tacto áspero y cálido. Pero a pesar de ello… ¿cómo explicarlo? Seguía anhelando ir junto a ella, aquella criatura tan oscura y hermosa, con el poncho verde flotando alrededor de su cuello y de sus hombros, tan exótica y enigmática que recordaba las mujeres de los poemas de Walter de la Mare.
—¡Janey! —exclamó Lumley—. ¡Janey!
Empezó a abrirse paso por la nieve hacia ella con los brazos extendidos.
—¡No! —gritó Tookey—. ¡Lumley, no!
Lumley no se volvió siquiera a mirarlo…, pero ella sí. La mujer alzó la mirada hacia nosotros y esbozó una sonrisa. En ese instante sentí que mi anhelo se trocaba en un horror de frío sepulcral, blanco y silencioso como los huesos envueltos en una mortaja. Aun desde lo alto de la colina alcanzamos a distinguir el fulgor rojo de aquellos ojos, menos humanos que los de un lobo. Cuando sonrió advertimos que sus dientes se habían tornado largos y afilados. Había dejado de ser humana para convertirse en una cosa muerta que había regresado a la vida en medio de aquella ventisca negra.
Tookey hizo la señal de la cruz en su dirección. La criatura retrocedió un paso…, pero de inmediato volvió a sonreír. Estábamos demasiado lejos o quizá demasiado asustados.
—¡Tenemos que hacer algo! —susurré. ¿No podemos hacer nada?
—Es demasiado tarde, Booth —masculló Tookey con voz sombría.
Lumley llegó junto a ella. También él parecía un fantasma a causa de la nieve que lo cubría. Alargó los brazos hacia ella… y de repente empezó a gritar.
Oiré ese sonido en sueños durante toda mi vida, el de aquel hombre gritando como un niño atenazado por una pesadilla. Intentó apartarse de ella, pero los brazos de la criatura, largos, desnudos y blancos como la nieve, lo atrajeron hacia sí. Vi que ladeaba la cabeza y luego la adelantaba en un gesto brusco…
—¡Booth! —farfulló Tookey con voz ronca—. ¡Tenemos que largarnos de aquí!
De modo que echamos a correr. Supongo que algunos dirían que huimos como ratas, pero serían personas que no estuvieron allí esa noche. Volvimos sobre nuestros pasos por el camino que habíamos abierto, dando traspiés, incorporándonos de nuevo, resbalando una y otra vez… Yo no dejaba de mirar por encima del hombro para comprobar si la mujer nos seguía con aquella sonrisa y aquella mirada de ojos rojos.
Al llegar junto al cuatro por cuatro, Tookey se dobló y se apretó de nuevo el pecho.
—¡Tookey! —exclamé, aterrado—. ¿Qué…?
—El corazón —farfulló—. Lo tengo mal desde hace cinco años o más. Méteme en el asiento del acompañante y larguémonos de aquí.
Lo así por debajo del brazo y lo arrastré hasta acomodarlo en el coche. Tookey reclinó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Su rostro había adquirido un matiz cerúleo.
Rodeé el coche a la carrera y a punto estuve de derribar a la pequeña. Estaba de pie junto a la portezuela del conductor, con el cabello recogido en dos coletas, ataviada tan solo con un vestidito amarillo.
—Señor —dijo con una vocecilla aguda y cristalina como un manantial—, ¿podría ayudarme a encontrar a mi madre? Se ha ido y tengo mucho frío…
—Cariño —respondí—. Será mejor que subas al coche. Tu madre está…
Me detuve en seco, y fue el momento de mi vida que más cerca he estado de perder el conocimiento. La niña estaba ahí de pie, encima de la nieve, y no se veían pisadas en ninguna dirección.
En aquel instante, la hija de Lumley, Francie, me miró. Solo tenía siete años y seguiría teniendo siete años por toda una eternidad de noches. Su carita estaba mortalmente pálida, sus ojos se habían convertido en dos lagos rojos y plata en los que podías ahogarte en un santiamén. Y bajo su mandíbula distinguí dos marcas que parecían pinchazos con los contornos destrozados.
La niña me tendió los brazos y sonrió.
—Cójame en brazos, señor —pidió en voz baja—. Quiero darle un beso, y luego puede llevarme con mi madre.
No quería hacerlo, pero tampoco podía resistirme. Me incliné hacia delante con los brazos extendidos. Vi que su boca se abría, vi los pequeños colmillos asomados entre los labios rosados. Por la barbilla le resbalaba un hilillo plateado, y con una especie de horror remoto, casi inconsciente, comprendí que babeaba.
Me rodeó el cuello con las manitas, y entonces pensé: Bueno, quizá no sea tan horrible a fin de cuentas, no será para tanto, tal vez al cabo de un tiempo no sea tan espantoso…
De repente, algo negro salió volando del coche y la alcanzó en el pecho. Percibí una nubecilla de humo que olía de un modo extraño y vi un destello que al poco se desvaneció. De pronto, la niña retrocedió con una especie de siseo, con el rostro contraído en una máscara salvaje de rabia, odio y dolor. Se volvió hacia un lado y desapareció. Hacía apenas un instante estaba allí y de pronto no quedaba más que un montoncito de nieve que recordaba vagamente a una forma humana y que el viento se encargó de barrer en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Booth! —susurró Tookey—. ¡Date prisa!
Y me di prisa, aunque me detuve el tiempo suficiente para recoger el objeto que Tookey había arrojado a esa niña salida del infierno. Era la Biblia Douay de su madre. De eso ya hace un tiempo. Ahora soy un poco más viejo, y no es que entonces fuera un chaval precisamente. Herb Tooklander pasó a mejor vida hace dos años. Murió en paz, mientras dormía. El bar sigue allí; lo compró un matrimonio de Waterville, buena gente, y lo han conservado más o menos igual. Pero no voy mucho. No es lo mismo sin Tookey.
Las cosas en El Solar siguen como siempre. El sheriff encontró el coche de Lumley al día siguiente, sin gasolina y sin batería. Ni Tookey ni yo contamos nada. ¿De qué habría servido? De vez en cuando, un excursionista o un campista desaparecen en la zona, en Schoolyard Hill o cerca del cementerio Harmony Hill. Siempre aparecen las mochilas o un libro de bolsillo hinchado y blanqueado por la lluvia o la nieve, pero las personas no.
Sigo teniendo pesadillas con aquella noche de tormenta. No sueño tanto con la mujer como con la niña, con el modo en que me sonrió al tenderme los brazos para que la alzara. Para poder darme un beso. Pero soy un anciano, y los sueños no tardarán en pasar a la historia.
Tal vez tengan ocasión de viajar al sur de Maine algún día de estos. Tiene unos paisajes preciosos. Es posible que incluso pasen por el bar de Tookey a tomar algo. Es un lugar agradable. No le han cambiado el nombre. Tómense esa copa y luego les aconsejo que continúen hacia el norte. Hagan lo que hagan, no tomen la carretera que conduce a Jerusalem’s Lot.
Y menos aún de noche.
En algún lugar de la zona hay una niña pequeña. Y creo que sigue esperando ese beso de buenas noches.