XV

Ben y Mark

1

De vez en cuando Mark despertaba y dejaba que el zumbido continuo del Citroën fuera envolviéndole, sin pensar ni recordar. Finalmente, miró por la ventanilla y le atraparon las ásperas manos del miedo. Estaba oscuro. A ambos lados del camino, los árboles eran manchas vagas, y los coches que pasaban junto a ellos llevaban encendidos los faros. Emitió un ruido ahogado e inarticulado, y sus manos buscaron convulsivamente la cruz que aún llevaba al cuello.

—Tranquilízate —le dijo Ben—, ya no estamos en el pueblo. Estamos a más de treinta kilómetros de allí.

El chico se estiró bruscamente por encima de él, obligándole casi a salirse del carril, y puso el seguro de la puerta del lado de Ben. Después se giró para hacer lo mismo en la suya. Luego se acurrucó lentamente en el asiento. Quería que volviera la nada, vacía y grata. La nada, sin ninguna imagen angustiosa e inquietante.

El ronroneo del Citroën le llenaba de calma.

Cerró los ojos.

—¿Mark?

Mejor no contestar. Más seguro.

—Mark, ¿estás bien?

Así, muy lejos. Así estaba bien. La nada volvió, vacía y grata, tragándoselo en oleadas de gris.

2

Tomaron una habitación en un motel, pasado el límite estatal de New Hampshire, y firmaron el registro como Ben Cody e hijo. Mark entró en la habitación con la cruz en alto. Sus ojos saltaban de un lado a otro como bestias atrapadas. Siguió sosteniendo la cruz hasta que Ben cerró la puerta, le echó la llave y colgó su propia cruz del picaporte. Había un televisor en color y Ben estuvo un rato viendo las noticias. Dos países africanos se habían declarado la guerra. El Presidente se había resfriado, pero no era nada serio. Y en Los Ángeles, un hombre había enloquecido y había matado a balazos a catorce personas. La previsión meteorológica anunciaba lluvia y, en el norte de Maine, temporales de nieve.

3

Salem’s Lot dormía oscuramente, mientras los vampiros recorrían sus calles y los caminos de las afueras. Algunos habían emergido de las tinieblas de la muerte lo suficiente para recuperar cierta astucia rudimentaria. Lawrence Crockett llamó a Royal Snow y le invitó a pasar por su despacho para jugar un rato a las cartas. Cuando Royal abrió la puerta de delante y entró, Lawrence y su mujer se arrojaron sobre él. Glynis Mayberry telefoneó a Mabel Werts, le dijo que estaba asustada y le preguntó si podía pasar un rato con ella, hasta que su marido regresara de Waterville. Mabel accedió aliviada, y cuando diez minutos más tarde abrió la puerta, ahí estaba Glynis, desnuda y con su bolso colgando del brazo, y mostrando al sonreír unos dientes grandes y ávidos. Mabel tuvo tiempo de dar un grito, pero nada más. Cuando Delbert Markey salió, poco después de las ocho, de su desierta taberna, Carl Foreman y un Homer McCaslin con una sonrisa rígida surgieron de entre las sombras, diciendo que venían a beber algo. Poco después de la hora de cerrar, Milt Crossen recibió en su tienda la visita de varios de sus clientes más fieles y más viejos compinches. Y George Middler visitó a varios de los chicos de la escuela secundaria que compraban cosas en su tienda y que siempre le habían mirado con una mezcla de desconfianza y suficiencia, y sus más oscuras fantasías se realizaron.

Los automovilistas que seguían pasando por la carretera 12 no veían en El Solar otra cosa que un cartel de turismo y un anuncio que marcaba el límite de velocidad en sesenta kilómetros por hora. Al salir del pueblo volvían a los ciento veinte y, tal vez, dedicaban un último pensamiento al lugar: Cielos, qué pueblecito tan muerto.

El pueblo guardaba sus secretos, y la casa de los Marsten cavilaba sobre él como un rey destronado.

4

Ben regresó con el coche el día siguiente, al amanecer, dejando a Mark en la habitación del motel. Se detuvo en una bulliciosa ferretería de Westbrook para comprar un pico y una pala.

Salem’s Lot permanecía en silencio bajo un cielo sombrío; todavía no había empezado la lluvia. Eran pocos los coches que se veían por las calles. El drugstore seguía abierto, pero el Café Excellent estaba cerrado, con las cortinas verdes corridas. Habían retirado la lista de platos de los escaparates, y la pequeña pizarra donde se anunciaba la especialidad del día estaba borrada.

Al ver las calles vacías, Ben sintió un escalofrío y le volvió a la memoria una imagen de un viejo álbum de rock and roll, con la figura de un travestí en la tapa, de perfil contra un fondo negro, un rostro extrañamente masculino, sangrante de maquillaje. Título: Solo salen de noche.

Fue primero a la casa de Eva, subió por las escaleras y entró en su habitación. Todo estaba como él lo había dejado: la cama sin hacer, un paquete de cigarrillos abierto sobre el escritorio. Debajo de este había una papelera metálica, vacía, y Ben la llevó al centro de la habitación.

Tomó su manuscrito, lo arrojó a la papelera y con la página del título hizo una mecha de papel. La encendió con su Cricket y cuando estuvo inflamada la arrojó sobre el batiburrillo de páginas mecanografiadas. La llama las saboreó, las encontró buenas y empezó a deslizarse ansiosamente sobre los papeles. Las esquinas se retorcían y ennegrecían. Un humo blanquecino empezó a elevarse de la papelera. Ben se inclinó sobre el escritorio y abrió la ventana.

Su mano encontró el pisapapeles —el globo de cristal que le acompañaba desde los años de infancia pasados en ese pueblo ensombrecido— y sin darse cuenta lo aferró, reviviendo un sueño donde visitaba la casa de un monstruo. «Sacúdelo y mira cómo va cayendo la nieve».

Lo sacudió y lo puso a la altura de los ojos, como había hecho de niño, y el juguete hizo su vieja treta. A través de la nieve flotante se alcanzaba a ver una casita de pan de jengibre, con un camino que llevaba hasta ella. Los postigos estaban cerrados, pero un muchacho imaginativo podría fantasear que uno de ellos se iba abriendo lentamente, como en realidad parecía que uno de ellos se abriera ahora, empujado por una larga mano blanca, y que un rostro pálido se asomaba a mirarle a uno, a sonreírle con una mueca de dientes largos, a invitarle a entrar en esa casa que no era de este mundo, en su interminable país de fantasía donde la nieve era falsa, donde el tiempo era un mito. El mismo rostro que ahora le miraba, pálido y hambriento, un rostro que jamás volvería a mirar la luz del día ni el azul del cielo.

Y que era su propio rostro.

Ben arrojó el pisapapeles a un rincón, donde se hizo añicos.

Y se fue, sin esperar a ver qué escapaba de él.

5

Bajó al sótano en busca del cuerpo de Jimmy, y esa fue la tarea más dura. El ataúd seguía allí donde había estado la noche anterior, vacío ya incluso de polvo. Sin embargo… no estaba vacío. La estaca había quedado dentro, y había algo más. Ben sintió que se le cerraba la garganta. Dientes. Los dientes de Barlow era lo único que quedaba de él. Ben se inclinó a recogerlos, y se le retorcieron en la mano como minúsculos animalillos blancos que intentaban morder.

Con un grito de repugnancia, los arrojó lejos de sí.

—Dios —susurró, mientras se frotaba la mano contra la camisa—. Oh, Dios mío. Por favor, que esto sea el fin. Que sea realmente su fin.

6

Con dificultad consiguió sacar del sótano el cuerpo de Jimmy, todavía envuelto en las cortinas de Eva. Acomodó el bulto en el maletero del Buick de su amigo y después se dirigió a la casa de los Petrie. En el asiento de atrás, junto al maletín negro de Jimmy, había puesto la pala y el pico. En un claro del bosque, detrás de la casa de los Petrie y próximo al acuático parloteo de Taggart Stream, se pasó la mañana y parte de la tarde cavando una fosa de un metro y medio de profundidad. Allí puso el cuerpo de Jimmy y los de los Petrie, cubiertos todavía por la funda del sofá.

Eran las dos y media cuando empezó a llenar la tumba de esos tres inocentes. A medida que la luz empezó a aclarar lentamente el cielo cubierto de nubes, Ben trabajaba con más y más rapidez. Un sudor que no era causado solamente por el ejercicio iba condensándosele sobre la piel.

Hacia las cuatro, el hoyo estaba cubierto. Volvió al pueblo, después de guardar la pala y el pico en el maletero del coche de Jimmy. Aparcó el vehículo frente al Excellent, dejando las llaves puestas.

Miró alrededor. Parecía que los abandonados edificios de oficinas se inclinaran con una especie de crepitación sobre la calle. La lluvia, que había comenzado al mediodía, caía suave y lentamente, como un símbolo de duelo. El parquecillo donde Ben se había encontrado con Susan Norton estaba vacío y solitario. Las persianas del ayuntamiento estaban bajadas. En el cristal de la oficina inmobiliaria de Larry Crockett, un pequeño cartel amarillento anunciaba irrisoriamente: «Vuelvo enseguida».

Y el único sonido seguía siendo el de la lluvia.

Ben caminó un poco hacia Railroad Street, sintiendo el resonar de sus tacones sobre la acera. Cuando llegó a casa de Eva se detuvo junto a su coche, mirando por última vez alrededor. Nada se movía.

El pueblo estaba muerto. De pronto lo supo con una certeza absoluta, la misma con que había sabido que Miranda estaba muerta cuando vio su zapato en el asfalto.

Empezó a llorar.

Todavía lloraba cuando el Citroën pasó junto al cartel turístico, que saludaba: «Te alejas ahora de Jerusalem’s Lot, un pueblo agradable. ¡Vuelve pronto!».

Llegó a la autopista. La casa de los Marsten se perdió entre los árboles cuando Ben empezó a descender la rampa. Después se dirigió hacia el sur, hacia Mark, hacia la vida.