El Solar (IV)
1
Del Almanaque del Granjero:
Domingo 5 de octubre de 1975, el sol se pone a las 19:02 h. Lunes 6 de octubre de 1975, el sol sale a las 6:49 h.
El período de oscuridad en Salem’s Lot durante esa particular rotación de la Tierra, trece días después del equinoccio, duró 11 horas y 47 minutos. Había luna nueva. El refrán que daba para el día el Almanaque del Granjero rezaba: «Luz amortiguada, cosecha terminada».
De la estación meteorológica de Portland:
La temperatura máxima para el período de oscuridad fue de 15°C, registrada a las 19:05 h. La mínima fue de 8°C, registrada a las 4:06 h. Nubosidad escasa, precipitaciones nulas. Vientos del sector noroeste con una velocidad de 8 a 15 kilómetros por hora.
Del borrador de anotaciones de la policía del condado de Cumberland:
Nada.
2
Nadie declaró que Salem’s Lot estaba muerto en la mañana del 6 de octubre; nadie sabía que lo estuviera. Como los cadáveres de los días anteriores, el pueblo mantenía toda la apariencia de la vida.
Ruthie Crockett, que había pasado el fin de semana en cama, pálida y enferma, desapareció el lunes por la mañana. Nadie la echó en falta. Su madre estaba en el sótano, tendida tras los estantes donde guardaban las conservas, cubierta por un trozo de lona encerada, y Larry Crockett —que por cierto despertó muy tarde— supuso simplemente que su hija se había ido a la escuela. Decidió que ese día no iría a la oficina. Se sentía débil, desganado y con la cabeza vacía. Gripe o algo parecido. La luz le hacía daño en los ojos. Se levantó a bajar las cortinas, y emitió un gemido cuando la luz del sol le dio de lleno en el brazo. Algún día, cuando se sintiera mejor, tendría que hacer cambiar ese cristal. Uno volvía a su casa en un día de sol y se la encontraba ardiendo como un tizón, y los de la compañía de seguros decían que era combustión espontánea y se negaban a pagar un centavo. Ya se ocuparía de eso cuando estuviera mejor. Pensó en tomarse un café y se le revolvió el estómago. Se preguntó vagamente dónde estaría su mujer y después se olvidó del asunto. Se volvió a acostar, pasándose el dedo por una pequeña herida en el cuello que debía de haberse hecho al afeitarse, se cubrió con la sábana hasta las pálidas mejillas y se quedó otra vez dormido.
Su hija, entretanto, dormía en la esmaltada oscuridad de un congelador abandonado, junto a Dud Rogers, y en el mundo nocturno de su nueva existencia, encontraba que sus caricias entre las montañas de desperdicios le parecían muy aceptables.
Loretta Starcher, la bibliotecaria del pueblo, también había desaparecido, pero en su solitaria vida de solterona nadie la echaba de menos. Residía ahora en el oscuro y mohoso tercer piso de la Biblioteca Pública de Jerusalem’s Lot. El tercer piso estaba siempre bajo llave (ella tenía la única llave, que llevaba siempre en una cadena colgada al cuello) excepto cuando algún pretendiente lograba convencerla de que era lo bastante fuerte, lo bastante inteligente y lo bastante moral para recibir un trato especial.
Ahora ella misma descansaba allí, como una primera edición un poco diferente, tan fresca como cuando acababa de llegar al mundo. Su encuadernación, por así decirlo, jamás había sido abierta.
También la desaparición de Virgil Rathbun pasó inadvertida. Franklin Boddin se despertó a las nueve, en la cabaña que ambos ocupaban, advirtió vagamente que el jergón de Virgil estaba vacío, no sacó de ello conclusión alguna y procuró salir de la cama a ver si encontraba una cerveza, pero se cayó de espaldas. Las piernas le parecían de goma y la cabeza le daba vueltas.
Cristo, pensó mientras volvía a sumirse en el sueño, ¿qué nos darían anoche?
Mientras tanto, debajo de la choza, entre el frescor de las hojas caídas acumuladas durante veinte otoños y en medio de una montaña de latas de cerveza enmohecidas, arrojadas entre las tablas boquiabiertas del suelo de la habitación de delante, estaba tendido Virgil, a la espera de la noche. En la oscura arcilla de su cerebro se removían quizá visiones de un líquido más embriagador que el mejor whisky, más agradable que el vino más añejo.
Durante el desayuno Eva Miller echó de menos a Weasel Craig, pero no le dio importancia. Estaba demasiado ocupada en vigilar la cocina mientras sus huéspedes daban cuenta del desayuno y después se retiraban, vacilantes, a enfrentar una semana más de trabajo. Después estuvo demasiado ocupada en volver a ordenar todo y en lavar los platos de ese condenado de Grover Verril, y del inútil de Mickey Sylvester, que invariablemente hacían caso omiso del cartel que desde hacía años rogaba, pegado encima del fregadero: «Por favor, lave su plato».
Pero a medida que el silencio iba infiltrándose de nuevo en el día, y que el trajín frenético del desayuno se diluía en la rutina de las cosas que hacer, Eva volvió a echarlo de menos. El lunes era el día que recogían la basura en Railroad Street, y siempre era Weasel el que sacaba las grandes bolsas verdes de plástico hasta el borde de la acera, para que Royal Snow las recogiera en su destartalado camión International Harvester. Hoy, las bolsas verdes estaban todavía en los escalones del fondo.
Eva subió hasta la habitación de él y llamó suavemente.
—¿Ed?
No hubo respuesta. Cualquier otro día, la viuda habría supuesto que estaba borracho y se habría limitado a sacar ella misma las bolsas. Pero esa mañana sintió que en su interior se removía una débil inquietud, de modo que abrió la puerta y asomó la cabeza.
—¿Ed? —repitió en voz baja.
El cuarto estaba vacío. La ventana próxima a la cabecera de la cama estaba abierta, y las cortinas flotaban perezosamente al suave impulso de la brisa. La cama estaba deshecha, y Eva volvió a hacerla sin pensarlo, dejando simplemente que sus manos hicieran su trabajo. Al dar la vuelta hacia el otro lado, algo crujió bajo su pie. Cuando miró, vio que era el espejo de marco de carey de Weasel, hecho pedazos en el suelo. Lo levantó y se quedó mirándolo con el ceño fruncido. El espejo había pertenecido a la madre de Weasel, y en una ocasión él había declinado los diez dólares que le ofreció un anticuario. Pero eso había sido antes de que empezara a beber.
Eva buscó la papelera en el armario del pasillo y recogió los restos con gestos lentos y pensativos. Sabía que Weasel no se había acostado ebrio la noche anterior, y después de las nueve no había donde pudiera comprar cerveza, a no ser que alguien le hubiera llevado en coche hasta el bar de Dell o a Cumberland.
Arrojó los trocitos del espejo en la papelera de Weasel, y durante un momento se vio deshecha en mil reflejos. Miró en la papelera, pero ahí no había ninguna botella vacía. Y de todas maneras, el estilo de Ed Craig no era beber a escondidas.
Bueno, ya volverá, se dijo.
Pero mientras bajaba por la escalera, la inquietud no la abandonó. Aunque no lo admitiera conscientemente, Eva sabía que sus sentimientos hacia Weasel eran más profundos que una preocupación amistosa.
—¿Señora?
Sobresaltada, vio al extraño que estaba en la cocina. Era un muchacho que llevaba pantalones de pana y una pulcra camiseta azul. Parece que se haya caído de la bicicleta, pensó. El chico le pareció conocido, pero no conseguía identificarlo. Probablemente fuera de alguna de las familias nuevas que se habían instalado en Jointner Avenue.
—¿Ben Mears vive aquí?
Eva estuvo a punto de preguntarle por qué no estaba en el colegio, pero no lo hizo. Su expresión era muy seria, e incluso grave. Bajo los ojos se le veían sombras azules.
—Está durmiendo.
—¿Puedo esperarlo?
Desde la funeraria de Green, Homer McCaslin había ido directamente a la casa de los Norton en Brock Street. Cuando llegó allí eran las once. La señora Norton estaba llorando, y aunque Bill Norton parecía tranquilo, estaba fumando un cigarrillo tras otro y su expresión era tensa.
McCaslin prometió que transmitiría telegráficamente una descripción de la chica. Sí, los llamaría tan pronto como supiera algo. Claro que averiguaría en los hospitales de la zona; ese era el procedimiento de rutina, y también llamaría al depósito de cadáveres. En su fuero interno pensaba que la chica debía de haberse escapado de casa tras alguna discusión. Susan había estado hablando de marcharse.
Así y todo, recorrió algunos de los caminos apartados, mientras oía las descargas de la radio. Pocos minutos después de medianoche, cuando volvía por Brooks Road hacia el pueblo, las luces del coche chocaron con algo que devolvió un brillo metálico: un coche aparcado en el bosque.
El sheriff se detuvo, retrocedió y bajó. El coche estaba aparcado en una vieja senda abandonada del bosque. Un Chevy Vega, marrón claro, de dos años. Sacó su gruesa agenda, la recorrió hasta dejar atrás la entrevista con Ben y Jimmy, e iluminó con su linterna el número de matrícula que le había dado la señora Norton. Sí, coincidía. Era el coche de la chica. Ahora la cosa parecía más grave. Apoyó la mano sobre el capó del motor: estaba frío.
—¿Sheriff?
Una voz leve, alegre como un campanilleo. ¿Por qué de pronto su mano había saltado a la culata del revólver?
Al darse la vuelta vio a la hija de los Norton, increíblemente hermosa, que se le acercaba de la mano de un hombre joven, cuyo pelo negro estaba anticuadamente peinado hacia atrás, descubriéndole la frente. McCaslin le dirigió el haz de la linterna a la cara y tuvo la extraña impresión de que la luz brillaba a través de él, sin iluminarle. Y aunque venían caminando, no dejaban huella alguna en la tierra blanda. Sintió miedo y prevención, y su mano se tensó sobre el revólver. McCaslin apagó la linterna y esperó.
—Sheriff —dijo Susan en voz baja, acariciante.
—Qué amable que viniera —agregó su acompañante.
Los dos se abalanzaron sobre él.
Ahora, el coche patrulla estaba aparcado donde terminaba Deep Cut Road, y apenas si algún destello de cromo se distinguía entre los brotes de juníperos, helechos y enredaderas. McCaslin estaba doblado en dos en el maletero. La radio le llamaba a intervalos.
Esa misma mañana, más tarde, Susan hizo una breve visita a su madre, pero sin dañarla mucho; como una sanguijuela que acaba de sacar buen partido de un nadador lento, estaba satisfecha. Pero de todas maneras la habían invitado a entrar, y ahora podía moverse a su antojo. Ya volvería a tener hambre esa noche y todas las noches.
Esa misma madrugada poco después de las cinco, con la cara cincelada por la furia en una máscara sardónica, Charles Griffin había despertado a su mujer. Fuera, las vacas sin ordeñar mugían lastimosamente con las ubres llenas.
—Estos malditos muchachos se han escapado —fueron las palabras con que resumió la situación.
Pero no era así. Danny Glick se había encontrado con Jack Griffin y se había saciado a expensas de él, tras lo cual Jack había ido al cuarto de su hermano Hal a poner término de una vez a su preocupación por los libros, la escuela y los padres inflexibles. Ahora los dos descansaban en el centro de una enorme pila de heno en lo alto del granero, con el pelo lleno de paja, mientras un polen dorado se les metía en las narices oscuras e inmóviles. Algún que otro ratón les corría por la cara.
Ahora que la luz se derramaba por la comarca, todo lo malo dormía. Iba a ser un hermoso día otoñal, fresco y transparente, lleno de sol. En general, la gente del pueblo (que no sabía que estaba muerto) se iría a su trabajo sin sospechar lo sucedido durante la noche. Según el Almanaque del Granjero, el lunes el sol se ocultaría a las siete en punto.
Los días se acortaban, acercándose deprisa a la fiesta de Todos los Santos, y después hacia el invierno.
3
Cuando Ben bajó las escaleras a las nueve menos cuarto, Eva Miller le advirtió desde el fregadero:
—Hay alguien esperándole en el porche.
Él hizo un gesto de asentimiento y se dirigió a la puerta del fondo, en pantuflas, esperando ver a Susan o al sheriff McCaslin. Pero el visitante era un muchachito menudo y delgado que estaba sentado en el escalón superior del porche, mirando hacia el pueblo, que iba recuperando lentamente su vitalidad de los lunes por la mañana.
—Hola —le saludó Ben, y el chico se dio la vuelta rápidamente.
Los dos se miraron por un momento, pero que para Ben pareció alargarse de una manera extraña, mientras le invadía una sensación de irrealidad. El muchacho le recordaba físicamente al chiquillo que él mismo había sido, pero había algo más. Tuvo la sensación de un peso en la nuca, como si de alguna manera percibiera que la reunión de sus vidas era algo más que casual. Fue algo que le recordó el día que se había encontrado con Susan en el parque, y cómo la superficial conversación entre dos personas que acababan de conocerse le había parecido extrañamente densa y cargada de presagios.
Tal vez el chico sintiera algo parecido, porque sus ojos se abrieron un poco más, mientras su mano se tendía hacia la baranda del porche, como si buscara apoyo.
—Usted es el señor Mears —dijo, y no era una pregunta.
—Sí. Pero me temo que tú me llevas ventaja.
—Yo me llamo Mark Petrie —dijo el muchacho—. Y tengo malas noticias para usted.
Seguro que las tienes, pensó acongojado Ben, y trató de acorazarse para lo que pudiera ser, pero cuando el chico habló la sorpresa fue total, devastadora.
—Susan Norton es uno de ellos —dijo—. Barlow la sometió en la casa. Pero yo maté a Straker, al menos eso creo.
Ben se quedó sin habla.
Sin esfuerzo, el chico se hizo cargo de la situación.
—Tal vez pudiéramos dar una vuelta en su coche mientras hablamos. No quisiera que nadie me viera por ahí. A estas horas debería estar en el instituto, y además ya tengo bastantes problemas con mis padres.
Ben dijo algo, sin saber bien qué. Después del accidente de motocicleta que costó la vida a Miranda, se había levantado del pavimento aturdido, pero ileso (a excepción de un pequeño rasguño en el dorso de la mano izquierda, no hay que olvidarlo; los Purple Hearts fueron galardonados por menos), y el camionero había venido hacia él, proyectando una doble sombra bajo la luz de los focos de la carretera y de los del camión. Era un hombre grande y calvo que llevaba un bolígrafo en el bolsillo del pecho de su camisa blanca, y en el bolígrafo se leía en letras doradas «Frank’s Mobil Sta» y lo demás no se veía porque lo ocultaba el bolsillo, pero Ben adivinó que las últimas letras eran «tion», elemental, mi querido Watson, elemental. El camionero le había dicho algo, Ben no recordaba qué, y después lo había cogido suavemente del brazo, procurando apartarlo de allí. Pero Ben estaba mirando uno de los mocasines de Miranda, caído junto a las enormes ruedas traseras del camión de mudanzas y, soltándose de la mano del camionero, había empezado a andar hacia allí y el hombre había dado dos pasos detrás de él y le había dicho: «Yo de usted no lo haría». Y Ben lo había mirado estúpidamente, ileso a no ser por un pequeño rasguño en la mano izquierda, sin poder decirle al camionero que cinco minutos antes eso no había sucedido, sin poder decirle que en algún mundo paralelo él y Miranda habían doblado a la izquierda en la esquina anterior y seguían avanzando hacia un futuro totalmente diferente. Una pequeña multitud iba reuniéndose, procedente de un bar que había en una esquina y de una lechería en la esquina de enfrente. Y entonces había empezado a sentir lo mismo que sentía ahora: esa tremenda, espantosa interacción de lo mental y lo físico que es el comienzo de la aceptación y cuya única contrapartida es la violencia. Parece que el estómago descendiera. Los labios se entumecen. En el paladar se forma una especie de espuma. Un sonido como de timbre retumba en los oídos. La piel de los testículos hormiguea y se tensa. La mente se aparta, oculta su rostro, como si desviara los ojos ante una luz demasiado intensa. Por segunda vez, Ben se había soltado de las manos del bienintencionado camionero y había ido hacia el zapato. Lo levantó. Le dio vueltas. Metió una mano dentro y sintió que conservaba todavía el calor del pie. Con el zapato en la mano, había dado dos pasos más y había visto asomar las piernas de Miranda por debajo de las ruedas delanteras del camión, con los tejanos amarillos que tan alegre y despreocupadamente se había puesto para salir del apartamento. Era imposible creer que la muchacha que se había enfundado esos pantalones estuviera muerta y, sin embargo, Ben sentía que la aceptación del hecho estaba ahí, la sentía ya en el vientre, en la boca, en los testículos. Y había lanzado un grito, y en ese momento el periodista le había fotografiado, para la colección de recortes de Mabel. Un zapato puesto, el otro no. La gente mirando ese pie desnudo como si jamás hubiera visto uno. Ben se había apartado un par de pasos, doblándose en dos y…
—Voy a vomitar.
—Claro.
Se fue detrás del Citroën, doblado en dos, aferrándose al picaporte. Cerró los ojos, sintió que la oscuridad se vertía sobre él y en la oscuridad apareció el rostro de Susan, que le sonreía, mirándole con sus ojos adorables, profundos. Volvió a abrir los ojos y se le ocurrió que tal vez el chico estuviera mintiendo o estuviera confundido, o fuera un psicópata. Pero la idea no le dio esperanza alguna. Ese chico no era así. Se volvió para mirarle y en su rostro solo había inquietud, nada más.
—Vamos —le dijo.
Mark subió al coche y arrancaron. Desde la ventana de la cocina, con el entrecejo fruncido, Eva Miller los vio partir. Algo malo había pasado, Eva lo sentía. Estaba llena de eso, de la misma manera que había estado llena de un terror oscuro el día que murió su marido.
Se levantó para telefonear a Loretta Starcher. El teléfono sonó y sonó sin que nadie lo cogiera. ¿Dónde podría estar? En la biblioteca no, sin duda. Los lunes estaba cerrada.
Se quedó inmóvil, mirando pensativamente el teléfono. Tenía la sensación de un gran desastre, tal vez algo tan espantoso como el incendio de 1951.
Finalmente volvió a tomar el teléfono y llamó a Mabel Werts, que estaba al tanto de los últimos comentarios, y deseosa de saber más. Hacía años que no había un fin de semana así en el pueblo.
4
Ben condujo el Citroën sin rumbo mientras Mark le contaba su historia. Fue un buen relato, iniciado la noche en que Danny Glick había llamado a su ventana, para terminar con la visita nocturna de esa madrugada.
—¿Estás seguro de que era Susan? —preguntó Ben. Mark Petrie asintió con un gesto.
Ben dio un brusco giro de ciento ochenta grados y volvió a acelerar por Jointner Avenue.
—¿Adonde vas? ¿A…?
—No, ahí no. Todavía no.
5
—Espera. Detengámonos.
Ben paró el Citroën y los dos bajaron. Habían recorrido lentamente Brooks Road, por la parte inferior de la colina donde se elevaba la casa de los Marsten. La senda del bosque donde Homer McCaslin había encontrado el Vega de Susan. Los dos habían distinguido el brillo del sol sobre algo metálico y juntos recorrieron la senda abandonada, sin hablar. Había huellas de ruedas, profundas y polvorientas, y el césped crecía entre ellas. Por alguna parte gorjeaba un pájaro.
No tardaron en encontrar el coche.
Ben vaciló un momento y se detuvo. Se sentía descompuesto de nuevo y tenía los brazos cubiertos de un sudor frío.
—Acércate tú —pidió.
Mark se acercó al automóvil y miró por la ventanilla del conductor.
—Las llaves están puestas —dijo.
Cuando Ben echó a andar hacia el coche tropezó con algo. Al mirar, vio un revólver calibre 38 caído en el suelo. Lo levantó para observarlo. Tenía todo el aspecto de un revólver de la policía.
—¿De quién será? —preguntó Mark, mientras se acercaba con las llaves de Susan en la mano.
—No lo sé. —Ben comprobó que el seguro estaba puesto y después se guardó el arma en el bolsillo.
Mark le ofreció las llaves y Ben se dirigió hacia el Vega, con la sensación de que todo era un sueño. Le temblaban las manos, y tuvo que intentarlo dos veces antes de conseguir meter la llave en la cerradura del maletero. La hizo girar y levantó la tapa, sin permitir a su mente pensamiento alguno.
Los dos miraron al mismo tiempo. En el maletero había una rueda de recambio, un gato y nada más. Ben suspiró.
—¿Y ahora? —preguntó Mark.
Por un momento Ben no contestó. Solo habló cuando se sintió capaz de controlar la voz.
—Vamos a ver a un amigo mío que está en el hospital. Se llama Matt Burke, y ha estado estudiando el asunto de los vampiros.
En los ojos del chico seguía habiendo ansiedad.
—¿Entonces me crees?
—Sí —dijo Ben, y al pronunciar la palabra fue como confirmarla y darle peso. Imposible retirarla ahora—. Sí, te creo.
—El señor Burke es profesor del instituto, ¿no? ¿Y está al tanto de esto?
—Sí, y su médico también.
—¿El doctor Cody?
—Sí.
Los dos seguían mirando el coche mientras hablaban, como si fuera una reliquia de alguna civilización extinguida que acabaran de descubrir en el bosque soleado, al oeste del pueblo. El maletero abierto bostezaba como una boca, y Ben lo cerró de golpe. El sordo ruido de la cerradura le resonó en el corazón.
—Y después de hablar —continuó— iremos a la casa de los Marsten para arreglar cuentas con el que ha hecho esto.
Mark le miró.
—Tal vez no sea tan fácil como piensas. Ella también está allí, y ahora le pertenece.
—Llegará el momento en que desee no haber visto jamás este pueblo —dijo Ben en voz baja—. Vamos.
6
Cuando llegaron al hospital, a las nueve y media, Jimmy Cody estaba en la habitación de Matt. Miró a Ben y después sus ojos se dirigieron con curiosidad hacia Mark Petrie.
—Tengo malas noticias, Ben. Sue Norton ha desaparecido.
—Se convirtió en vampiro —repuso inexpresivamente Ben, y Matt gimió desde su lecho.
—¿Estás seguro? —preguntó Jimmy. Ben señaló a Mark y lo presentó.
—Este es Mark, que el sábado por la noche recibió una visita de Danny Glick. Él te contará el resto.
Mark repitió el relato, del principio al fin, de la misma manera que se lo había hecho antes a Ben.
Matt fue el primero en hablar cuando hubo terminado.
—Ben, no hay palabras para expresar cuánto lo siento.
—Puedo darte algo si lo necesitas —ofreció Jimmy.
—Yo sé cuál es el remedio que necesito, Jimmy. Quiero atacar a ese Barlow hoy. Ahora, antes de que sea de noche.
—Está bien —asintió Jimmy—. Yo he cancelado todas las visitas. Además, llamé a la oficina del sheriff del condado, y McCaslin también ha desaparecido.
—Tal vez así se explique esto —conjeturó Ben, mientras sacaba la pistola del bolsillo y la dejaba sobre la mesa de noche de Matt.
Parecía algo extraño y fuera de lugar en la habitación de un hospital.
—¿Dónde la has encontrado? —preguntó Jimmy, mientras la levantaba.
—Junto al coche de Susan.
—Pues ya lo imagino. McCaslin acudió a la casa de los Norton cuando se separó de nosotros. Le contaron la desaparición de Susan, le dieron la marca, modelo y matrícula del coche. Debió de comenzar a recorrer los caminos apartados, por si acaso. Y…
Se hizo un silencio angustioso, que nadie intentó llenar.
—Foreman no ha vuelto a abrir la funeraria —dijo Jimmy—. Y muchos de los viejos que frecuentan la tienda de Crossen se han quejado por lo del vertedero. Hace una semana que nadie ha visto a Dud Rogers.
Todos se miraron, impotentes.
—Anoche hablé con el padre Callahan —contó Matt—. Se mostró dispuesto a ir, siempre que vosotros dos… y Mark, por supuesto, os detengáis primero en la tienda nueva para hablar con Straker.
—No creo que hoy pueda hablar con nadie —señaló Mark en voz baja.
—¿A qué conclusión llegó usted sobre ellos? —preguntó Jimmy—. ¿Averiguó algo útil?
—Bueno, creo que he llegado a entender algunas cosas. Straker debe de ser el fiel guardián y guardaespaldas humano de… eso. Una especie de demonio familiar humano. Debe de haber estado en el pueblo desde mucho antes de que apareciera Barlow. Había que cumplir con ciertos ritos propiciatorios ante el Padre Tenebroso. Es que hasta el propio Barlow tiene su amo. —Miró sombríamente a sus interlocutores—. Sospecho que jamás se encontrará ningún rastro de Ralphie Glick. Creo que él fue la cuota de ingreso de Barlow. Straker lo secuestró para sacrificarlo.
—Maldito hijo de puta —murmuró Jimmy.
—¿Y Danny? —preguntó Ben.
—Straker fue el primero en desangrarlo —explicó Matt—. La primera sangre para el fiel servidor. Después el propio Barlow debió encargarse de la tarea. Pero Straker se ocupó de hacer otro servicio para su Amo, antes de que Barlow llegara. ¿Sabe alguno de ustedes cuál fue?
Tras un momento de silencio, se oyó la voz de Mark.
—El perro que ese hombre encontró en la puerta del cementerio.
—¿Qué? —exclamó Jimmy—. ¿Por qué tenía que hacer eso?
—Los ojos blancos —prosiguió Mark, y miró con aire interrogante a Matt, quien asintió un poco sorprendido.
—Y yo que me pasé la noche estudiando esos libros, sin saber que había un erudito entre nosotros. —El chico se sonrojó un poco—. Es exactamente como dice Mark. De acuerdo con varias referencias clásicas sobre el folclore de lo sobrenatural, una de las formas de ahuyentar a un vampiro es pintar un par de «ojos de ángel», blancos, sobre los ojos de un perro negro. Pues bien. Doc era todo negro, salvo dos manchas blancas. Win solía decir que eran sus faros, las tenía directamente encima de los ojos. Él dejaba salir al perro de noche, y Straker lo descubrió en una de sus andanzas, lo mató y lo colgó en el portón del cementerio.
—¿Y en cuanto a ese Barlow? —preguntó Jimmy—. ¿Cómo llegó al pueblo?
Matt se encogió de hombros.
—No estoy seguro. Imagino que tendremos que suponer, tal como afirman las leyendas, que es viejo, muy viejo. Es posible que haya cambiado de nombre una docena de veces… o un millar. Puede haber nacido casi en cualquier lugar del mundo, aunque sospecho que debe de ser de origen rumano o húngaro. De todas maneras, no importa cómo llegó al pueblo… aunque no me sorprendería que Larry Crockett haya tenido algo que ver. Lo importante es que está aquí.
»Ahora, veamos qué debéis hacer. Cuando vayáis, llevad una estaca. Y un arma de fuego, por si Straker estuviera vivo. El revólver del sheriff McCaslin puede servir. Si la estaca no atraviesa el corazón, el vampiro volverá a levantarse. Tú puedes comprobar eso, Jimmy. Cuando le hayáis clavado la estaca debéis cortarle la cabeza, llenarle la boca de ajos y ponerlo boca abajo en el ataúd. En la mayoría de los relatos de vampiros, en los de Hollywood incluso, el vampiro se reduce instantáneamente a polvo al clavarle la estaca, pero es posible que eso no suceda en la vida real. En ese caso, debéis cargar con el féretro y arrojarlo en una corriente de agua. Yo propondría el río Royal. ¿Alguna pregunta más?
Nadie preguntó nada.
—Bueno. Debéis llevar cada uno un jarro con agua bendita y un fragmento de hostia consagrada. Y antes de salir, el padre Callahan debe oíros a todos en confesión.
—Creo que ninguno de nosotros es católico —señaló Ben.
—Yo sí, aunque no practico —dijo Jimmy.
—Sea como fuere, debéis confesaros y hacer un acto de contrición. Así iréis puros, lavados en la sangre de Cristo, sangre pura, no contaminada.
—Está bien —asintió Ben.
—Ben, ¿tú te habías acostado con Susan? Perdóname, pero…
—Sí.
—Entonces debes de ser tú quien les clave la estaca, primero a Barlow y después a ella. En nuestro grupo, tú eres la única persona directamente afectada. Tendrás que actuar como el marido, y no debes vacilar. Piensa que la estarás liberando.
—Está bien.
—Sobre todo —Matt miró sucesivamente a todos— no debéis mirarlo a los ojos. Si lo hacéis, se apoderará de vosotros y os pondrá en contra de vuestros compañeros, incluso al precio de vuestra propia vida. ¡Acordaos de Floyd Tibbits! Por eso es peligroso llevar un revólver, aunque pueda ser necesario. Llévalo tú, Jimmy, y quédate un poco atrás. Si tienes que examinar a Barlow o a Susan, dáselo a Mark.
—Entendido —asintió Jimmy.
—No os olvidéis de llevar ajos. Y rosas, si es posible. ¿Esa pequeña floristería de Cumberland todavía está abierta, Jimmy?
—¿La Bella del Norte? Creo que sí.
—Pues comprad una rosa blanca para cada uno. Os la atáis en el pelo o alrededor del cuello. Y os vuelvo a repetir… ¡no le miréis a los ojos! Podría seguir diciéndoos muchas cosas más, pero será mejor que vayáis. Ya son las diez y no quisiera que el padre Callahan se echara atrás a fuerza de pensarlo. Mis mejores deseos y mis plegarias os acompañan. La oración no es cosa fácil para un viejo agnóstico como yo, pero creo que tampoco soy tan agnóstico como antes. ¿Fue Carlyle quien dijo que si un hombre destrona a Dios en su corazón, entonces Satán debe ocupar su lugar?
Nadie respondió, y Mark dejó escapar un suspiro.
—Jimmy, quisiera mirarte el cuello.
Jimmy se acercó a la cama y levantó el mentón. Las heridas eran punzantes, pero las dos se habían cerrado y parecían estar cicatrizando bien.
—¿Te duele? —preguntó Matt—. ¿Te escuece?
—No.
—Tuviste mucha suerte.
—Creo que jamás llegaré a saber la suerte que tuve.
Matt volvió a recostarse en la cama, con el rostro tenso y los ojos hundidos.
—Si me la dieras, yo tomaría la píldora que le ofreciste a Ben.
—Se lo diré a la enfermera.
—Mientras vosotros hacéis vuestra tarea, yo dormiré —dijo Matt—. Más tarde habrá que… Bueno, basta por ahora. —Sus ojos se detuvieron en Mark—. Ayer hiciste algo notable, hijo. Descabellado y temerario, pero notable.
—El precio lo pagó ella —respondió Mark en voz baja y entrelazó las manos temblorosas.
—Sí, y es posible que tú tengas que pagarlo también. Y cualquiera de vosotros, o todos. ¡No le subestiméis! Y ahora, si no os importa, estoy muy cansado. He pasado casi toda la noche leyendo. Llamadme tan pronto hayáis terminado.
Se fueron. En el vestíbulo, Ben miró a Jimmy.
—¿No te hizo pensar en nadie? —le preguntó.
—Sí. En Van Helsing.
7
A las diez y cuarto, Eva Miller bajó al sótano a buscar dos cajas de cereales para llevárselas a la señora Norton que, según le había contado Mabel Werts, estaba en cama. Eva se había pasado casi todo el mes de septiembre en la cocina, afanada envasando conservas, blanqueando verduras y almacenándolas, cubriendo con parafina el contenido de los frascos donde había guardado sus mermeladas caseras. En las estanterías de su pulcro sótano de suelo de tierra apisonada había más de doscientos botes de conservas; preparar conservas era uno de los grandes placeres de Eva. Más avanzado el año, cuando el otoño fuera cediendo paso al invierno y las fiestas estuvieran más cerca, prepararía las conservas de carne.
El olor la sorprendió cuando abrió la puerta del sótano.
—Demonios —masculló, conteniendo la respiración, y bajó cuidadosamente, como si fuera vadeando aguas contaminadas.
Su marido había construido personalmente el sótano, y había hecho las paredes de piedra para que fuera fresco. De vez en cuando alguna rata almizclera, una marmota o un visón se quedaba atrapado en alguna de las grietas y moría allí. Eso era lo que debía de haber pasado, por más que Eva no recordaba haber sentido nunca un hedor tan fuerte.
Terminó de bajar y recorrió las paredes, entrecerrando los ojos bajo la tenue luz que enviaban desde el techo las dos bombillas de 50 vatios. Sería mejor poner de 75, pensó. Encontró los envases, con la pulcra etiqueta que anunciaba CEREAL escrita de su puño y letra (había puesto una rodaja de pimiento rojo en lo alto de cada uno) y prosiguió con su inspección, mirando incluso en el espacio detrás de la caldera con sus múltiples conductos. No encontró nada.
Se dirigió otra vez hacia los escalones que subían a la cocina y miró alrededor con el ceño fruncido, apoyando las manos en las caderas. El amplio sótano estaba más limpio desde que les había encargado a los dos muchachos de Larry Crockett que le construyeran un cobertizo para guardar las herramientas detrás de la casa, hacía un par de años. Ahí estaba la caldera, que parecía una escultura impresionista de la diosa Kali, con sus veinte caños que salían retorciéndose en todas direcciones; estaban los dobles cristales para las ventanas, que tendría que hacer colocar pronto, ahora que había llegado octubre y la calefacción estaba tan cara; estaba, cubierta de plástico, la mesa de billar que había sido de Ralph. Eva le pasaba la aspiradora al paño cuando llegaba el mes de mayo, aunque nadie hubiera jugado en ella desde la muerte de Ralph en 1959. Y no era mucho más lo que había allí abajo. Un cajón lleno de libros que pensaba llevar al hospital de Cumberland, una pala para la nieve, con el mango partido, un tablero del que pendían todavía algunas de las viejas herramientas de Ralph, un baúl donde había guardado cortinas que ya debían de estar enmohecidas.
Pero ese olor la inquietaba. Volvió a recorrer los muros con la mirada.
Sus ojos se posaron en la puertecita que llevaba al sótano del piso inferior, pero hoy no pensaba bajar allí, de ningún modo. Además, las paredes del otro sótano eran de cemento; no era probable que se hubiera metido allí ningún animal. Sin embargo…
—¿Ed? —llamó de pronto, sin razón alguna. La hueca resonancia de su voz la asustó.
La palabra se extinguió en la penumbra del sótano. En nombre de Dios, ¿por qué se le había ocurrido hacer eso? ¿Qué iba a estar haciendo Ed Craig ahí abajo, aunque fuera un sitio idóneo para esconderse? ¿Bebiendo? A Eva no se le ocurría que en todo el pueblo hubiera un lugar más deprimente para beber que ese sótano. Lo más probable era que anduviera por el bosque con ese inútil de su amigo, Virgil Rathbun, bebiéndose el sueldo de alguien.
Así y todo, permaneció un momento más, mientras miraba alrededor. Aquel olor era espantoso, sencillamente espantoso. Ojalá no tuviera que hacer fumigar el sótano.
Echó una última mirada a la puertecita del otro sótano y empezó a subir por las escaleras.
8
El padre Callahan les escuchó a los tres, y cuando terminaron su relato eran las once y media pasadas. Estaban sentados en el fresco y espacioso salón de la rectoría, y el sol se derramaba por los grandes ventanales del frente en bloques que parecían tan sólidos que se pudieran cortar. Al mirar las motas de polvo que danzaban en los rayos del sol, el padre Callahan se acordó de una vieja historieta. Una mujer que está barriendo con una escoba mira el suelo, sorprendida: ha barrido parte de su sombra. En ese momento, él se sentía un poco así. Por segunda vez en veinticuatro horas, se veía enfrentado con una total imposibilidad, solo que ahora la imposibilidad se veía corroborada por un escritor, un muchachito aparentemente equilibrado y un médico a quien todo el pueblo respetaba. Así y todo, una imposibilidad es una imposibilidad. Uno no puede barrer su propia sombra. Pero eso era lo que parecía haber pasado.
—Me resultaría más fácil aceptar que consiguieron provocar una tormenta y un corte de luz —dijo.
—Pues es verdad, se lo aseguro —le reiteró Jimmy, mientras se llevaba la mano al cuello.
El padre Callahan se levantó y sacó algo del maletín de Jimmy: dos bates de béisbol truncados, con la punta aguzada.
—Es un momento nada más, señora Smith —dijo mientras giraba en sus manos uno de ellos—. No le dolerá.
Nadie rio.
Callahan volvió a dejar las estacas, se dirigió a la ventana y miró hacia Jointner Avenue.
—Todos ustedes son muy convincentes —comentó—. E imagino que debo agregar una pequeña información de la que aún no disponen.
Nuevamente se dirigió a ellos.
—En el escaparate de la tienda de muebles de Barlow y Straker hay un cartel de «Cerrado hasta nuevo aviso». Esta mañana a las nueve fui a hablar con el misterioso señor Straker sobre las afirmaciones del señor Burke. Las dos puertas de la tienda, la de delante y la de atrás, estaban cerradas con candado.
—Tendrá que admitir que eso concuerda con lo que dice Mark —señaló Ben.
—Es posible. Y también es posible que se trate de una mera casualidad. Permítanme que vuelva a preguntarles si están seguros de que deben hacer intervenir en esto a la Iglesia católica.
—Sí —respondió Ben—. Pero si es necesario, prescindiremos de usted. Y en último caso, estoy dispuesto a ir solo.
—No será necesario —respondió el padre Callahan, mientras se ponía en pie—. Acompáñenme a la iglesia, caballeros, para que pueda oírles en confesión.
9
Ben se arrodilló torpemente en la mohosa penumbra del confesionario. Su mente era un torbellino atravesado por destellos de imágenes surrealistas: Susan en el parque; la señora Glick que retrocedía ante la cruz, su boca convertida en una herida abierta que se retorcía; Floyd Tibbits que salía de su coche, dando traspiés, vestido como un espantapájaros, para arremeter contra él; Mark Petrie asomado a la ventana del coche de Susan. Por primera y única vez, se le ocurrió que todo eso pudiera ser un sueño, y su espíritu fatigado se aferró ansiosamente a ello.
Divisó algo caído en un rincón del confesionario y se inclinó a recogerlo. Era una cajita vacía de pastillas de menta; tal vez se le había caído del bolsillo a algún niño. Ese toque de realidad era innegable. El cartón era real y tangible bajo sus dedos. La pesadilla era real.
La puertecilla corredera se abrió pero Ben no pudo ver nada. Una gruesa pantalla cubría la abertura.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó a la pantalla.
—Diga «Bendígame, padre, porque he pecado».
—Bendígame, padre, porque he pecado —repitió Ben, y su voz le sonó hueca e irreal en ese espacio cerrado.
—Ahora dígame sus pecados.
—¿Todos? —preguntó Ben, abrumado.
—Los más representativos —dijo Callahan con voz seca—. Ya sé que tenemos algo que hacer antes de que caiga la noche.
Con esfuerzo, y procurando tener presentes los Diez Mandamientos como marco de referencia, Ben empezó. Proseguir no se le hizo fácil. No tenía sensación alguna de catarsis; solo la torpe incomodidad de estar contándole a un extraño los secretos más sórdidos de su vida. Pese a todo, se daba cuenta de que era un ritual que podía volverse compulsivo; tan cruelmente compulsivo como el alcohol desnaturalizado para el bebedor habitual o las fotos escondidas en el baño para un adolescente. Era un acto que tenía algo de medieval, algo de execrable, como un ritual de regurgitación. De pronto recordó una escena de la película de Bergman El séptimo sello, donde una multitud de penitentes harapientos atraviesan un pueblo asolado por la peste negra. Los penitentes van autoflagelándose con ramas de abedul, hasta hacerse sangrar. Tan aborrecible se le hacía desnudarse de esa manera (y perversamente no se permitió mentir, aunque podría haberlo hecho de manera convincente) que la misión de ese día cobró a sus ojos definitiva realidad, hasta que casi pudo ver la palabra «vampiro» impresa en su mente, y no con letras de presentación de película de terror, sino en un cuerpo pequeño y fino, como talladas en madera o escritas en pergamino. Prisionero de ese ritual ajeno, se sentía desvalido, sustraído a todo contacto con su época. El confesionario podía haber sido un conducto directo hacia los días en que íncubos, hombres lobo y brujas eran parte aceptada de la oscuridad externa y la Iglesia el único fanal de luz. Por primera vez en su vida Ben sintió el vaivén lento y terrible de las edades, y vio su propia vida como una tenue chispa que brillaba en un edificio que, si se viera con claridad, podría enloquecer a todos los hombres. Matt no les había hablado de la idea del padre Callahan, que sentía a su Iglesia como una fuerza, pero en ese momento Ben la habría entendido. En ese cubículo fétido podía percibir la fuerza, que se adentraba en él como una palpitación, dejándole desnudo y despreciable. La sentía como jamás podía sentirla un católico, habituado a la confesión desde su infancia.
Cuando salió, recibió con agradecimiento el aire fresco que entraba por las puertas abiertas. Se masajeó el cuello y retiró la mano cubierta de sudor.
Callahan se asomó.
—No ha terminado todavía —le advirtió.
Sin decir palabra, Ben volvió al confesionario, pero no se arrodilló. Callahan le ordenó un acto de contrición. Diez padrenuestros y diez avemarias.
—Eso no lo sé —explicó Ben.
—Le daré una tarjeta donde están escritas las oraciones —dijo la voz del sacerdote—. Puede ir diciéndolas en silencio mientras vamos en el coche hasta Cumberland.
Ben titubeó un momento.
—¿Sabe que Matt tenía razón cuando dijo que iba a ser más difícil de lo que pensábamos? Antes de que esto termine, vamos a sudar sangre.
—¿Sí? —se limitó a decir Callahan.
¿Cortesía o incertidumbre? Ben no habría podido decirlo. Cuando bajó los ojos advirtió que todavía tenía en la mano la cajita de pastillas de menta, que se había convertido en una masa informe bajo la presión convulsiva de sus dedos.
10
Era ya casi la una cuando todos subieron al gran Buick de Jimmy Cody y salieron. Ninguno de ellos hablaba. El padre Donald Callahan llevaba sotana, sobrepelliz y una estola blanca bordeada de púrpura. Le había entregado a cada uno un tubito de agua de la pila y los había bendecido con la señal de la Cruz. Él llevaba consigo una pequeña píxide que contenía varias hostias consagradas.
Se detuvieron primero en la consulta de Jimmy en Cumberland. Jimmy dejó el motor en marcha mientras entraba. Cuando volvió a salir, vestía una holgada chaqueta con la que disimulaba el bulto del revólver de McCaslin. En la mano derecha llevaba un martillo de carpintero.
Ben le miró como fascinado, y con el rabillo del ojo vio que Mark y Callahan tampoco le quitaban los ojos de encima. El martillo tenía la cabeza de acero azulado y una empuñadura de goma en el mango.
—Feo, ¿no? —comentó Jimmy.
Ben pensó que tendría que usar ese martillo con Susan para hundirle una estaca entre los pechos, y sintió que el estómago le subía lentamente, como en un avión que desciende repentinamente.
—Sí. Ya lo creo que es feo —contestó, mientras se humedecía los labios.
En el supermercado de Cumberland, Ben y Jimmy compraron todo el ajo que encontraron en los estantes de la verdulería. La cajera levantó las cejas mientras los atendía. Moviendo la cabeza, les dijo:
—Me alegro de no tener que salir con vosotros esta noche, muchachos.
—¿Cuál es la base de la eficacia del ajo en estos casos? —preguntó Ben mientras salían—. Imagino que algo que dice la Biblia, o una antigua maldición, o…
—Yo sospecho que es una alergia —declaró Jimmy.
—¿Alergia?
Callahan, que alcanzó a oír la última palabra, pidió que le explicasen de qué se trataba mientras iban hacia la floristería La Bella del Norte.
—Pues sí, yo estoy de acuerdo con el doctor Cody —expresó—. Probablemente sea una alergia… si es que tiene algún efecto, lo que no está demostrado todavía, no lo olviden.
—Qué idea tan rara para un sacerdote —se sorprendió Mark.
—¿Por qué? Si debo aceptar la existencia de vampiros (y parece que es así de momento), ¿debo aceptar también que son criaturas situadas más allá de las leyes naturales? De algunas, sin duda. La leyenda afirma que no se les puede ver en los espejos, que pueden transformarse en murciélagos o en lobos o pájaros (los llamados psicopompos), que pueden adelgazar su cuerpo hasta colarse por las rendijas más pequeñas. Pero sabemos que ven, oyen, hablan… y sin duda saborean. Es posible que conozcan también la incomodidad, el dolor…
—¿Y el amor? —preguntó Ben, mirando al frente.
—No —respondió Jimmy—. Sospecho que el amor está más allá de su alcance. —Mientras hablaba, entró en el pequeño aparcamiento de una floristería en forma de L, que tenía a su lado un invernadero.
Una campanilla tintineó sobre la puerta mientras entraban, y se sintieron invadidos por el denso aroma de las flores. Ben se sintió descompuesto al aspirar la pegajosa densidad de los perfumes mezclados, que le hizo pensar en un velatorio.
—Hola —les saludó un hombre alto que llevaba un delantal de lona y que salió a atenderlos con una maceta en la mano.
Apenas si Ben había empezado a explicarle lo que quería cuando el hombre le interrumpió, sacudiendo la cabeza.
—Me temo que han llegado tarde. El viernes pasado vino un hombre que me compró todo el surtido de rosas que tenía… rojas, blancas y amarillas. Hasta el miércoles no volveré a tener. A menos que quieran otra…
—¿Qué aspecto tenía ese hombre?
—Muy extraño —recordó el florista, mientras dejaba la maceta—. Alto, totalmente calvo. Ojos penetrantes. Fumaba cigarrillos extranjeros. Tuvo que hacer tres viajes a su coche para llevarse las flores. Las puso en la parte de atrás de un Dodge muy viejo.
—Un Packard —dijo Ben—. Un Packard negro.
—Entonces le conocen.
—Digámoslo así.
—Pagó en efectivo. Cosa rara, teniendo en cuenta el importe de la compra. Pero es posible que si se ponen en contacto con él…
—Sí, es posible —asintió Ben.
De vuelta en el coche, discutieron el asunto.
—En Falmouth hay una tienda… —empezó el padre Callahan.
—¡No! —exclamó Ben—. ¡No! —El matiz de histeria que vibraba en su voz hizo que todos se miraran—. ¿Y cuando lleguemos a Falmouth y descubramos que Straker también ha pasado por ahí? ¿Entonces iremos a Portland, a Kittery? ¿A Boston? ¿No os dais cuanta de lo que sucede? ¡Lo ha previsto todo!
—Ben, sé razonable —intervino Jimmy—. ¿No te parece que por lo menos tendríamos…?
—¿No recuerdas lo que dijo Matt? «No debéis engañaros pensando que porque no puede levantarse durante el día tampoco puede haceros daño». Mira tu reloj, Jimmy.
—Las dos y cuarto —dijo Jimmy, y levantó los ojos al cielo como si dudara de las agujas. Pero era así: las sombras se inclinaban ya hacia el otro lado.
—Se nos ha anticipado —insistió Ben—. Cada paso que hemos dado, él lo dio antes que nosotros. ¿Acaso pudimos siquiera imaginar que él podía ignorar alegremente nuestra existencia? ¿Que jamás tuvo en cuenta la posibilidad de que lo descubrieran y le hicieran frente? Tenemos que ir ahora, en vez de perder el resto del día discutiendo cuántos ángeles pueden bailar sobre la cabeza de un alfiler.
—Tiene razón —dijo con serenidad Callahan—. Lo mejor es que dejemos de hablar y nos pongamos en marcha.
—Pues entonces, vamos —urgió Mark.
Jimmy salió velozmente del aparcamiento de la floristería, haciendo chirriar los neumáticos sobre el asfalto. El propietario se los quedó mirando: tres hombres, uno de ellos sacerdote, que iban con un niño en un coche con matrícula de médico y que hablaban a gritos de los disparates más increíbles.
11
Cody llegó a la casa de los Marsten desde Brooks Road, del lado que no daba al pueblo, y al verla desde ese nuevo ángulo, Donald Callahan pensó: «Vaya, realmente se eleva sobre el pueblo. Qué raro que no me haya dado cuenta antes. Debe de tener una proyección perfecta allí, retrepada en su colina por encima del cruce de Jointner Avenue y Brock Street». Una proyección perfecta y una perspectiva del pueblo de casi 360 grados. Era un lugar enorme e incierto, que con los postigos cerrados se convertía en una figura desmesurada e inquietante; una especie de sarcófago monolítico, una evocación del desastre.
Y había sido sede de suicidio y asesinato, es decir, que pisaban terreno profanado.
Callahan abrió la boca para decirlo, pero se abstuvo.
Cody tomó por Brooks Road y por un momento la casa se perdió entre los árboles. Después estos empezaron a escasear y se encontraron ya en el camino de entrada. El Packard estaba fuera del garaje. Cuando Jimmy apagó el motor, sacó el revólver de McCaslin.
Callahan sintió que la atmósfera del lugar se apoderaba de él. Sacó del bolsillo un crucifijo que había sido de su madre y se lo colgó al cuello junto con el suyo propio. En aquellos árboles desnudados por el otoño ningún pájaro cantaba. El césped, alto y descuidado, parecía más seco y más deshidratado de lo que cabía esperar dado lo avanzado de la estación: hasta la tierra se veía gris y agotada.
Los escalones que ascendían hacia el portal estaban deformados, y en uno de los postes del porche se veía un rectángulo en el que la pintura conservaba un color más brillante, donde hasta hacía poco tiempo pendía un cartel de prevención para los intrusos. Bajo el cerrojo enmohecido de la puerta principal se veía el brillo broncíneo de una cerradura Yale nueva.
Todos intercambiaron miradas.
—Una ventana, tal vez, como hizo Mark… —propuso Jimmy, vacilante.
—No —se opuso Ben—. Entraremos por la puerta principal. Si hay que romperla, la romperemos.
—No creo que sea necesario —declaró Callahan.
Desde que habían bajado del coche, se puso a la cabeza sin sombra de vacilación. Una especie de vehemencia, la misma que había creído desaparecida para siempre, pareció invadirle a medida que se aproximaba a la puerta. Era como si la casa se les acercara para rodearlos, como si el mal rezumara por los desconchados de la pintura reseca. Sin embargo, Callahan no vaciló. Ya no pensaba en contemporizar. En esos momentos, más que guiar a nadie, él mismo se movía obedeciendo a un impulso.
—¡En nombre de Dios! —proclamó, mientras su voz asumía una áspera nota imperativa que hizo que todos se acercaran a él—. ¡Ordeno que el mal se retire de esta casa! ¡Alejaos, espíritus malignos! —Y, sin tener conciencia de lo que hacía, golpeó la puerta con el crucifijo que llevaba en la mano.
Hubo un destello de luz (después, todos coincidirían en haberlo visto), y un ruido restallante, como si las tablas hubieran gritado. La ventana semicircular que había encima de la puerta estalló de pronto hacia fuera, al mismo tiempo que el gran ventanal de la izquierda escupía fragmentos de cristal sobre la hierba. Jimmy dejó escapar un grito. La flamante cerradura Yale yacía a sus pies, sobre el suelo de madera del porche, convertida en una masa casi irreconocible. Mark se inclinó a recogerla y exhaló un gemido.
—¡Quema! —exclamó.
Callahan se apartó de la puerta, tembloroso, mientras miraba la cruz que tenía en la mano.
Ben empujó la puerta, que se abrió sin dificultad. Esperó a que Callahan entrara primero. En el vestíbulo, el sacerdote miró a Mark.
—Al sótano se llega por la cocina —explicó el chico—. Straker está en el piso de arriba. Pero… —Hizo una pausa, con el entrecejo fruncido—. Hay alguna diferencia, aunque no sé qué es. No es lo mismo que antes.
Primero fueron al piso superior, y aunque Ben no abría la marcha, al aproximarse a la puerta del fondo del pasillo sintió el aguijonazo de un terror ancestral. Ahora, casi un mes después de haber regresado a Salem’s Lot, estaba a punto de ver por segunda vez el interior de esa habitación. Cuando Callahan empujó la puerta y la abrió, Ben levantó los ojos, y antes de poder detenerlo sintió que un alarido se escapaba de su garganta. Un grito agudo, femenino, histérico.
Pero el que pendía de la viga por encima de sus cabezas no era Hubert Marsten, ni su espíritu.
Era Straker, colgado cabeza abajo como un cerdo en un matadero, con la garganta abierta. Los miraba con ojos vidriosos; a través de ellos, más allá de ellos.
Estaba completamente desangrado.
12
—Santo Dios… —murmuró el padre Callahan—. Santo Dios.
Lentamente, entraron en la habitación, Callahan y Cody por delante, mientras Mark y Ben se mantenían atrás, el uno muy cerca del otro.
A Straker le habían atado ambos pies para después izarlo y dejarlo ahí colgado. Alguna parte recóndita del cerebro de Ben pensó que debía haber sido un hombre de una fuerza descomunal el que levantó ese peso muerto hasta una altura en que las manos inertes no llegaban a tocar el suelo.
Jimmy le tocó la frente y después levantó una mano del cadáver.
—Hace unas dieciocho horas que ha muerto —dijo, mientras dejaba caer la mano con un estremecimiento—. Dios mío, qué manera tan espantosa de… Esto no lo entiendo. Quién… por qué…
—Ha sido Barlow —dijo Mark, que miraba el cadáver de Straker con ojos impávidos.
—Y Straker está frito —comentó Jimmy—. No habrá vida eterna para él. Pero ¿por qué de esta manera, colgado patas arriba?
—Es tan viejo como Macedonia —señaló el padre Callahan—. Colgar patas arriba el cuerpo del enemigo, o del traidor, de modo que la cabeza mire hacia la tierra y no hacia el cielo. Es la forma en que crucificaron a san Pablo, en una cruz en forma de X, con las piernas quebradas.
Ben volvió a hablar; su voz sonaba cansada y polvorienta en su garganta.
—Todavía sigue distrayéndonos. Sus tretas son interminables. Vamos.
Todos le siguieron por el pasillo y bajaron las escaleras hacia la cocina. Una vez allí, Ben volvió a ceder la cabeza al padre Callahan.
Por un momento los dos se miraron, y después los ojos de Ben se dirigieron a la puerta del sótano que los conduciría hacia abajo, como hacía veinticinco años había empezado a subir unas escaleras que le llevaron a enfrentarse a una pregunta abrumadora.
13
Cuando el sacerdote abrió la puerta, Mark volvió a sentir el rancio olor a podrido que le hería el olfato, pero también eso era diferente: no tan fuerte, no tan malévolo.
El sacerdote empezó a bajar los peldaños, pero Mark necesitó de toda su fuerza de voluntad para descender tras el padre Callahan al interior de aquel pozo de la muerte.
Jimmy encendió la linterna. El haz iluminó el suelo, llegó hasta una pared y retrocedió. Se detuvo sobre una canasta alargada y después cayó sobre una mesa.
—Ahí —dijo Jimmy—. Mirad.
Era un sobre, pulcro y brillante en esa oscuridad pegajosa, de rico pergamino amarillento.
—Es una trampa —advirtió el padre Callahan—. Mejor no tocarlo.
—No. —En la voz de Mark, el alivio se mezclaba con la desilusión—. Ya no está aquí. Se ha ido. Eso es un mensaje para nosotros. Lleno de insultos, probablemente.
Ben se adelantó a recoger el sobre. Por un momento le dio vueltas entre sus manos, y Mark vio, bajo la luz de la linterna, cómo le temblaban los dedos. Después lo abrió.
Dentro había una sola hoja, de pergamino como el sobre, y todos se acercaron a leer. Jimmy enfocó la linterna sobre la página, cubierta de una escritura elegante, con una letra diminuta como telaraña. La leyeron juntos, Mark un poco más lentamente que los demás.
4 de octubre
Estimados y jóvenes amigos:
¡Qué amable de vuestra parte haber venido por aquí!
No soy en modo alguno adverso a la compañía, que ha sido uno de mis grandes placeres durante una vida larga y con frecuencia solitaria. Si hubierais venido por la noche, habría tenido el mayor placer en recibiros personalmente. Sin embargo, como sospechaba que podríais preferir haceros presentes durante el día, me pareció mejor no estar.
Os he dejado una pequeña prenda de mi aprecio; alguien muy próximo y querido para uno de vosotros está ahora en el lugar donde yo pasaba mis días hasta que decidí que otro refugio podría resultarme más simpático. Es una muchacha encantadora, señor Mears, muy apetitosa, si me permite usted la pequeña broma. Como ya no la necesito, os la he dejado para que con ella os vayáis entusiasmando para lo que vendrá después. Para abriros el apetito, si os parece. Así veremos qué tal os sienta el aperitivo antes del plato fuerte que esperáis hallar, ¿verdad?
Jovencito Petrie, tú me privaste del servidor más fiel e ingenioso que haya tenido jamás. De manera indirecta, hiciste que me convirtiera en causante de su ruina, al dar motivo para que mis propios apetitos me traicionaran. Indudablemente, le atacaste por la espalda. Me causará un gran placer vérmelas contigo. Aunque creo que empezaré por tus padres, esta noche… o mañana por la noche… ya veremos. En cuanto a ti, entrarás a integrar el coro de niños de mi iglesia como castratum.
Bien, padre Callahan, veo que le persuadieron de que viniera. Me lo imaginaba. Desde mi llegada a Salem’s Lot le he observado con cierto detenimiento… como un buen jugador de ajedrez estudia las partidas de su contrincante, ¿no es eso? Sin embargo, ¡la Iglesia católica no es el más antiguo de mis contrincantes! Yo era ya viejo cuando ella era joven, cuando sus miembros se ocultaban en las catacumbas de Roma y se pintaban peces en el pecho para distinguirse entre ellos. Yo era fuerte cuando ese estúpido club de comedores de pan y bebedores de vino que veneran al salvador de las ovejas era débil. Mis ritos eran milenarios cuando los ritos de su Iglesia aún no habían nacido. Pero no la subestimo. Conozco los caminos del bien tanto como los caminos del mal. Y no estoy saciado.
Y os venceré. ¿Cómo?, preguntáis. ¿Acaso Callahan no lleva el símbolo del Blanco? ¿Acaso él no se mueve de día tanto como de noche? ¿No hay encantamientos y pócimas, tanto cristianos como paganos, de los que mi excelente amigo Matthew Burke os ha puesto al tanto para defenderos de mí y de mis compatriotas? Sí, sí y sí. Pero yo he vivido más tiempo que vosotros. Yo no soy la serpiente, soy el padre de las serpientes.
Así y todo, decís, eso no es suficiente. Pues claro que lo es. Finalmente, padre Callahan, quiero decirle que usted solo se destruirá. Su fe en el Blanco es blanda y débil y cuando habla de amor se trata de una presunción por su parte. Solo cuando habla de la botella está bien informado.
Mis buenos amigos —señor Mears, señor Cody, jovencito Petrie, padre Callahan—, disfrutad de vuestra estancia. El Medoc es excelente; me lo procuró especialmente el difunto propietario de la casa, de cuya compañía personal jamás llegué a disfrutar. Os ruego que os consideréis mis invitados y bebáis, si aún os quedan ánimos para hacerlo cuando hayáis terminado vuestra tarea. Ya volveremos a encontrarnos, en persona, y en ese momento os daré mi enhorabuena en forma más personal a cada uno.
Hasta entonces, adiós.
BARLOW
Tembloroso, Ben dejó la carta sobre la mesa y miró a los demás. Mark estaba inmóvil con los puños contraídos, la boca inmovilizada en el gesto de alguien que acaba de morder algo podrido; el rostro extrañamente infantil de Jimmy aparecía pálido y tenso; y aunque el padre Callahan seguía teniendo los ojos iluminados, su boca era un arco tembloroso.
Uno a uno, todos le miraron.
—Vamos —dijo Ben, y juntos echaron a andar.
14
Parkins Gillespie estaba de pie en los peldaños del edificio de ladrillo del ayuntamiento, mirando con sus potentes binoculares Zeiss, cuando Nolly Gardener llegó en el coche de policía del pueblo y bajó de él.
—¿Qué pasa, Park? —preguntó mientras subía los peldaños.
Sin decir palabra, Parkins le entregó los prismáticos, y su calloso pulgar señaló hacia la casa de los Marsten.
Nolly miró. Vio el viejo Packard, y frente a él un Buick nuevo. El aumento de los binoculares no era suficiente para distinguir el número de matrícula. Nolly bajó los prismáticos.
—Es el coche del doctor Cody, ¿no?
—Sí, creo que sí. —Parkins se puso un Pall Mall entre los labios y raspó una cerilla en la pared que había a sus espaldas.
—Jamás he visto un coche allá arriba, a no ser ese viejo Packard.
—Exactamente —asintió Parkins, meditabundo.
—¿Te parece que tendríamos que ir a echar un vistazo? —En la manera de hablar de Nolly apenas quedaba nada de su entusiasmo habitual. Era policía desde hacía cinco años, y todavía estaba fascinado con su cargo.
—No —declaró Parkins—. Será mejor que no nos metamos.
Se sacó el reloj del bolsillo del chaleco y abrió la tapa de plata grabada, como un jefe de estación que verifica la llegada de un expreso. Eran las 15.41. Parkins comparó su reloj con la hora que indicaba el del ayuntamiento y después volvió a guardarlo.
—¿Cómo resultó ese asunto de Floyd Tibbits y el niño McDougall?
—No lo sé.
—Ah —refunfuñó Nolly.
Parkins era siempre taciturno, pero se estaba excediendo. Volvió a mirar por los binoculares, sin observar cambio alguno.
—Qué silencioso parece hoy el pueblo —comentó.
—Sí —corroboró Parkins, que miraba hacia Jointner Avenue y hacia el parque con sus pálidos ojos azules.
Tanto la avenida como el parque estaban desiertos. Y desiertos habían estado durante la mayor parte del día. Era sorprendente que hubiera tan pocas madres con sus bebés, tan pocos ociosos sentados al sol junto al Monumento a los Caídos.
—Han pasado cosas raras —aventuró Nolly.
—Sí —admitió Parkins, no sin pensarlo.
Como último recurso, Nolly optó por la única carnada que Parkins picaba infaliblemente en cualquier conversación: el tiempo.
—Se está nublando —comentó—. A la noche tendremos lluvia.
Parkins observó el cielo. Sobre sus cabezas, el cielo estaba aborregado, y hacia el sudoeste se amontonaban nubes más oscuras.
—Sí —coincidió, y arrojó la colilla.
—Parkins, ¿te sientes bien?
Parkins Gillespie lo pensó un momento.
—No —respondió.
—Bueno, ¿qué demonios te pasa?
—Creo que estoy cagado de miedo.
—¿De qué? —preguntó Nolly, sorprendido.
—No lo sé —admitió Parkins.
De nuevo se puso a escudriñar la casa de los Marsten, en tanto Nolly seguía junto a él sin poder articular palabra.
15
Más allá de la mesa donde habían encontrado la carta, el sótano tenía forma de L y, tras doblar la esquina, se encontraron en lo que había sido bodega. Además, Hubert Marsten debía haber sido contrabandista, pensó Ben. Había cubas de diferentes tamaños, cubiertas de polvo y telarañas. Una pared estaba cubierta por un estante para colocar botellas de vino, y de algunas de las casillas en forma de rombo asomaban todavía viejas botellas. Algunas habían estallado, y allí donde antes el borgoña burbujeante había esperado el paladar que lo apreciara, anidaban ahora las arañas. Otras se habían avinagrado; un olor ácido flotaba en el aire, mezclado con el de la inexorable corrupción.
—No —dijo Ben, con la voz contenida del hombre que dice verdad—. No puedo.
—Debe hacerlo —precisó el padre Callahan—. No será fácil, ni siquiera para su bien, pero debe hacerlo.
—¡No puedo! —gimió Ben, y sus palabras resonaron en el sótano.
En el centro, sobre una especie de estrado iluminado por la linterna de Jimmy, yacía inmóvil Susan Norton, cubierta desde los hombros hasta los pies por una tela de lino blanco. Mientras se acercaban, ninguno había sido capaz de hablar. La sorpresa no dejaba lugar para palabras.
En vida, Susan había sido una muchacha alegremente bonita, a quien se le había pasado el desvío hacia la belleza en algún lugar (tal vez solo por centímetros), no por ningún defecto en sus rasgos, sino probablemente porque su vida había sido muy corriente y tranquila. Pero ahora había alcanzado finalmente la belleza. Una belleza oscura.
La muerte no la había marcado con su sello. En su rostro se veía un tinte como de rubor, y sus labios, vírgenes de maquillaje, mostraban un rojo intenso y resplandeciente. Aunque pálida, la frente era admirable, con una piel tersa. Tenía los ojos cerrados y sus oscuras pestañas descansaban sobre sus mejillas. Una mano descansaba a su lado, y la otra estaba levemente apoyada en la cintura. Sin embargo, la impresión que daba no era de un encanto angelical, sino de una belleza fría. En su rostro había algo apenas insinuado que a Jimmy le hizo recordar a las niñas que en Saigón, algunas con menos de trece años, se arrodillaban ante los soldados en las callejuelas de detrás de los bares. En esas muchachas, la corrupción no había sido perversión; apenas un conocimiento del mundo que les había llegado demasiado pronto. El cambio que se había producido en el rostro de Susan era muy diferente, aunque Jimmy no habría podido decir en qué consistía.
En ese momento Callahan se adelantó y apoyó los dedos contra la carne elástica del pecho izquierdo.
—Aquí, en el corazón.
—No —repitió Ben—, no puedo.
—Sea usted su amante —le instó en voz baja el padre Callahan—, o mejor, sea su marido. No es para hacerla sufrir, Ben. Es para liberarla. El único que sufrirá será usted.
Ben le miraba, aturdido. Mark, que había sacado la estaca del maletín de Jimmy, se la tendió sin decir palabra. Ben la recibió en una mano que a él mismo le pareció estaba a kilómetros de distancia.
Si no pienso en lo que hago mientras lo hago, entonces tal vez…
Pero le sería imposible no pensar. De pronto le volvió a la memoria un pasaje de Drácula, esa novela tan entretenida que ahora ya no le parecía nada entretenida. Era lo que decía Van Helsing a Arthur Holmwood, cuando Arthur debía hacer frente a esa misma tarea espantosa: «Debemos atravesar aguas amargas antes de llegar a las dulces».
¿Alguna vez volvería a existir para alguno de ellos la dulzura?
—¡Llévatela! —gimió—. No me hagáis hacer esto…
No hubo respuesta.
Sintió que la frente, las mejillas y los brazos se le cubrían de un sudor frío. La estaca, que durante horas no había sido más que un simple bate de béisbol, estaba ahora investida de una pesadez aterradora, como si en ella convergieran, invisibles, pero titánicas, mil líneas de fuerza.
Ben levantó la estaca y la apoyó sobre el pecho izquierdo, por encima del último botón prendido de la blusa de Susan. La punta marcó un hoyuelo en la carne, y él sintió que la boca empezaba a sacudírsele en un tic incontrolable.
—Si no está muerta… —dijo con voz áspera y pastosa, refugiándose en su última defensa.
—No —confirmó implacablemente Jimmy—. Es una no-muerta, Ben.
Jimmy había hecho la demostración para todos; había atado en torno del brazo inmóvil el aparato de tomar la presión arterial y lo había inflado. Las cifras habían sido 00/00. Jimmy había puesto el estetoscopio en el pecho de Susan y les había hecho escuchar a todos el silencio de aquel cuerpo.
Algo apareció en la otra mano de Ben, quien años más tarde no podría recordar aún cuál de sus compañeros se lo había entregado. El martillo. El martillo de carpintero, con la empuñadura de goma en el mango y cuya cabeza brillaba bajo el resplandor de la linterna.
—Hazlo lo más pronto posible —le indicó Callahan—, y sal a la luz del día. Nosotros nos encargaremos de todo lo demás.
Debemos atravesar aguas amargas antes de llegar a las dulces, pensó Ben.
—Que Dios me perdone —murmuró.
Levantó el martillo y lo dejó caer.
El martillo golpeó de lleno en la parte superior de la estaca, y el estremecimiento gelatinoso que se propagó a todo lo largo del fresno jamás dejaría de volver en las pesadillas de Ben. Como si la fuerza del golpe los abriera, los párpados de Susan se levantaron, dejando ver los ojos, enormes y azules. Un surtidor de sangre surgió por donde había entrado la estaca, en un torrente brillante y de increíble abundancia, que salpicó las manos, la camisa, las mejillas de Ben. En un instante, el sótano se llenó del cálido y metálico olor de la sangre.
Susan se retorció sobre la mesa. Sus manos se levantaron en el aire, en un enloquecido aletear. Sus pies marcaron un ritmo sin sentido sobre la madera de la plataforma. Al abrirse, la boca dejó ver los horribles colmillos lobunos, y de su garganta, como de un clarín del infierno, empezaron a brotar alaridos inhumanos. Hilos de sangre descendían también de las comisuras de la boca.
El martillo subía y volvía a caer: una vez… y otra… y otra.
En el cerebro de Ben resonaban los graznidos de una gran bandada de cuervos negros. El tumulto de sus pensamientos removía imágenes terribles y olvidadas. Tenía las manos teñidas de escarlata, así como la estaca y el martillo que caía despiadadamente. La linterna de Jimmy, que temblaba, empezó a iluminar intermitentemente la cara enloquecida de Susan. Clavó los dientes en los labios, desgarrándolos. La sangre se derramaba sobre la sábana de hilo blanco, haciendo sobre ella dibujos que parecían ideogramas chinos.
Después, repentinamente, la espalda se le tensó como un arco y la boca se le abrió hasta que pareció que las mandíbulas iban a dislocarse. Un enorme borbotón de sangre, más oscura, brotó de la herida abierta por la estaca, negra bajo aquella luz extraña e incierta: sangre del corazón. El alarido que se levantó de la cámara de resonancia de esa boca abierta subía desde los sustratos de la más antigua memoria de la raza y más allá, hacia las húmedas oscuridades del alma humana. De pronto la sangre manó a borbotones también de la nariz y la boca, en una marea en la que había algo más. Algo que en la débil luz no era más que una sugerencia, una sombra, de algo que saltaba y escapaba, castigado, expulsado. Algo que se mezcló con la oscuridad y desapareció.
Susan se reclinó hacia atrás, mientras la boca se relajaba y se cerraba. Los labios macerados dejaron escapar un último susurro de aire. Durante un momento los parpadeos aletearon y Ben vio, o le pareció ver, a la Susan que había conocido en el parque.
Ya estaba hecho.
Ben retrocedió, mientras dejaba caer el martillo, con las manos extendidas ante él, como un director de orquesta aterrorizado porque la sinfonía se le ha convertido en un caos.
Callahan le apoyó la mano en un hombro.
—Ben…
Ben Mears salió huyendo.
Tropezó mientras subía por las escaleras, se cayó y subió a gatas hacia la luz. El horror de la infancia y el de la edad adulta se habían mezclado. Si mirara por encima de su hombro vería a Hubie Marsten (o tal vez a Straker) pisándole los talones, con una mueca en la cara verdosa e hinchada, con la cuerda profundamente hundida en el cuello, y la mueca dejaba ver colmillos en lugar de dientes. Dejó escapar un grito desesperado.
—No, dejadlo ir —oyó decir al padre Callahan.
Pasó como un torbellino por la cocina y salió por la puerta. Los escalones del porche no existieron para sus pies y se precipitó directamente sobre la tierra. Se puso de rodillas, se arrastró un poco, consiguió levantarse y miró atrás.
Nada.
La casa se alzaba, sin sentido, despojada ahora de todo su mal. De nuevo era una casa y nada más.
Ben Mears se quedó en el silencio del patio sofocado por las hierbas, con la cabeza hacia atrás, aspirando ávidamente el aire.
16
En el otoño, la noche desciende sobre El Solar de la siguiente manera: primero el sol pierde su débil influencia sobre el aire y este se enfría, y le hace recordar a uno que el invierno se acerca, y que el invierno será largo. Se forman nubes y las sombras se alargan. Son sombras sin espesor, a diferencia de las sombras del verano; en los árboles no hay hojas ni en el cielo hay nubes.
A medida que el sol se acerca al horizonte, su amarillo empieza a intensificarse hasta convertirse en destellos de un naranja coléricamente inflamado. Y arroja sobre el horizonte un resplandor variopinto imponiendo al rebaño de nubes una alternancia de rojo, anaranjado, bermellón y púrpura. A veces las nubes se apartan y dejan pasar algún inocente rayo amarillo de sol, amargamente nostálgico del verano que se ha ido.
Son las seis de la tarde, la hora de cenar (en El Solar, la comida se sirve al mediodía y los hombres salen con su merienda en una cesta cuando se van a trabajar). Mabel Werts, con los huesos acorralados por la grasa enfermiza y pastosa de la vejez, está sentada ante una pechuga de pollo a la parrilla y una taza de té Lipton, con el teléfono junto al codo. En casa de Eva, los hombres recurren a las provisiones que cada uno tiene: bocadillos, carne de vaca enlatada, judías envasadas que tienen poco que ver con las que preparaba su madre hace muchos años, todos los sábados, fideos o hamburguesas recalentadas compradas al volver del trabajo en el McDonald’s de Falmouth. Eva está en la habitación de delante, ante la mesa, jugando exasperadamente a las cartas con Grovel Verril, al tiempo que urge a los demás para que cada uno lave su plato y dejen de dar vueltas. Nadie recuerda haberla visto nunca así, nerviosa como un gato. Pero los hombres saben qué le pasa, aunque ella no lo sepa.
El señor Petrie y su mujer están en la cocina, comiendo bocadillos y procurando borrar el asombro de la llamada que acaban de recibir, una llamada del sacerdote católico del pueblo, el padre Callahan: «Su hijo está conmigo, y está bien. Dentro de un rato lo llevaré a casa. Adiós». Después de discutir si debían llamar a la policía, a Parkins Gillespie, han decidido esperar un poco más. Han advertido que hay cambios en su hijo, que siempre ha sido lo que a su madre le gusta llamar Un Chico Profundo. Pero, aunque no lo admitan, sobre ellos siguen cerniéndose los espectros de Ralphie y de Danny Glick.
En la trastienda de su negocio, Milt Crossen está comiendo pan al tiempo que bebe un vaso de leche. Desde que murió su mujer, allá por el sesenta y ocho, casi no tiene apetito. Delbert Markey, el propietario de la taberna, se abre paso entre las cinco hamburguesas que acaba de prepararse a la parrilla. Se las come con mostaza y con cebolla cruda, y durante la mayor parte de la noche se quejará a quien quiera oírlo de que esa maldita acidez acabará con él. El ama de llaves del padre Callahan, Rhoda Curless, no come. Está preocupada porque no sabe dónde está el padre. Harriet Durham y su familia están cenando chuletas de cerdo. Carl Smith, que enviudó en 1957, se conforma con una patata hervida y una botella de Moxie. En casa de Derek Boddin han preparado un jamón con coles de Bruselas. Richie Boddin, el pequeño matón derrocado, hace un gesto de asco. Coles de Bruselas. «Pues te las comes si no quieres que te arree una patada», le dice su padre, que tampoco las puede tragar.
Reggie y Bonnie Sawyer comen asado de costillas de buey con cereales congelados, patatas fritas, y de postre budín de pan al chocolate con salsa de Jerez. Todos platos favoritos de Reggie. Bonnie, a quien han empezado a desaparecerle las magulladuras, sirve la comida con los ojos bajos. Reggie come con calma y durante la cena da cuenta de tres latas de cerveza. Bonnie come de pie; todavía está demasiado dolorida para sentarse. Tampoco tiene mucho apetito, pero de todas maneras come, no vaya a ser que Reggie lo advierta y diga algo. Después de la paliza que le dio aquella noche, su marido le arrojó todas las píldoras por el inodoro y la violó. Y desde entonces ha seguido violándola todas las noches.
A las siete menos cuarto, casi todo el mundo ha acabado de cenar, casi todos los cigarros, cigarrillos y pipas de sobremesa se han apagado, casi todas las mesas están recogidas. Es el momento de lavar, enjuagar y poner a escurrir la vajilla. A los niños pequeños los enfundan en sus pijamas y los mandan a la habitación de al lado para que se entretengan con la televisión hasta que sea la hora de acostarse.
Roy McDougall, a quien acaba de carbonizársele la sartén donde preparaba las chuletas de ternera, entre maldiciones arroja todo, sartén incluida, en el fregadero. Se pone la chaqueta tejana y se va a la taberna de Dell, dejando que la maldita inútil de su mujer siga durmiendo. El mocoso muerto, la mujer entontecida, la comida carbonizada. Ya es hora de emborracharse. Y tal vez de recoger los bártulos e irse del pueblo.
En un pequeño piso alto de Taggart Street, que no lejos de Jointner Avenue termina en un callejón sin salida, Joe Crane recibe un insólito regalo de los dioses. Tras haber terminado de comer un plato de cereales, cuando se sienta a ver la televisión siente un dolor súbito e intenso que le paraliza el lado izquierdo del pecho y el brazo izquierdo. ¿Qué es esto?, se pregunta. ¿El corazón? Y así es como suele suceder. Se levanta, y ha recorrido la mitad de la distancia hasta el teléfono cuando el dolor crece de pronto y le derriba sin piedad. El pequeño televisor en color sigue parloteando sin pausa, y transcurrirán veinticuatro horas hasta que alguien lo encuentre. Ocurrida a las 18.51 horas, la suya es la única muerte natural que se produce en Salem’s Lot el 6 de octubre.
A las siete, la panoplia de colores del horizonte se ha reducido a una amarga línea anaranjada en el oeste, como si alguien hubiera amontonado todas las brasas de la caldera más allá del borde del mundo. En el este, ya han salido las estrellas y centellean como diamantes orgullosos. En esta época no hay misericordia en las estrellas, no son consuelo de los amantes. Su destello es de una bella indiferencia.
Para los niños ha llegado el momento de acostarse. Es hora de que los bebés sean arropados en sus cunitas, mientras los padres sonríen ante las protestas con que piden que los dejen levantados un rato más, que les dejen la luz encendida. Bondadosamente, abren las puertas de los roperos para que vean que no hay nada escondido allí dentro.
En torno de todos ellos, la bestialidad de la noche alza el vuelo con sus alas tenebrosas. Ha llegado la hora del vampiro.
17
Matt dormitaba cuando entraron Ben y Jimmy, e inmediatamente despertó con un sobresalto, sujetando con más fuerza la cruz en su mano derecha.
Sus ojos se cruzaron con los de Jimmy y se dirigieron hacia los de Ben.
—¿Qué ha pasado?
Jimmy se lo contó brevemente. Ben no dijo nada.
—¿Y el cuerpo?
—Callahan y yo lo pusimos boca abajo en una caja que había en el sótano, tal vez la misma de que se valió Barlow para venir al pueblo. Hace una hora que la arrojamos al río Royal. La llenamos de piedras y la llevamos con el coche de Straker. Si alguien advirtió que el coche estaba aparcado junto al puente, habrán pensado que era él.
—Hicisteis bien. ¿Dónde está Callahan? ¿Y el chico?
—Fueron a la casa de Mark. Hay que contarles todo a sus padres. Barlow les amenazó.
—Pero ¿lo creerán?
—Si no lo creen, Mark hará que su padre hable contigo.
Matt asintió. Parecía muy fatigado.
—Ven aquí, Ben —pidió—. Acércate y siéntate en la cama.
Con rostro impasible y aturdido, Ben se acercó. Se sentó y entrecruzó flojamente las manos sobre las piernas. Sus ojos ardían como carbones encendidos.
—Ya sé que para ti no hay consuelo —le dijo Matt mientras le tomaba una mano entre las suyas—. Pero no importa; el tiempo te lo traerá. Por el momento, ella descansa.
—Nos tomó el pelo —repitió Ben con voz hueca—. Se burló de nosotros, de todos. Jimmy, dale la carta.
Jimmy entregó el sobre a Matt, quien sacó la hoja de pergamino y la leyó, sosteniendo el papel a pocos centímetros de la nariz. Sus labios se movían levemente al leer.
—Sí —dijo cuando dejó la carta—, es él. Su egolatría es mayor de lo que me imaginaba. Es algo estremecedor.
—A ella la dejó para burlarse —siguió diciendo Ben—. Él ya se había ido, mucho antes. Luchar contra él es como luchar con el viento. No debemos parecerle más que alimañas. Alimañas indefensas que corren de un lado a otro para que él se divierta.
Jimmy abrió la boca para decir algo, pero Matt se lo impidió con un movimiento de cabeza.
—Estás equivocado —le corrigió Matt—. Si hubiera podido llevarse a Susan consigo, lo habría hecho. ¡Cómo iba a renunciar a uno de sus no-muertos por una broma, cuando tiene tan pocos! Ben, piensa por un momento qué habéis hecho. Matasteis a Straker, su demonio familiar. ¡Si hasta él mismo admitió que se vio obligado a participar en el asesinato al despertar sus apetitos insaciables! Y piensa en lo que debe de haberle aterrorizado despertar de su sueño sin sueños para encontrar que un niño, desarmado, había dado muerte a esa criatura tan espantosa.
Con cierta dificultad, se sentó en la cama. Ben había vuelto la cabeza y lo miraba; era la primera vez que daba muestras de algún interés desde que los otros habían salido de la casa cuando él estaba ya en el patio trasero.
—Y tal vez —siguió cavilando Matt— no sea esa la victoria mayor. Tú le has arrojado fuera de su casa, de la que él eligió como hogar. Jimmy ha dicho que el padre Callahan esterilizó el sótano con agua bendita y que selló todas las puertas con la hostia. Si vuelve allí, Barlow morirá… y él lo sabe.
—Pero se escapó —insistió Ben—. Lo demás, ¿qué importa?
—Se escapó —repitió suavemente Matt—. ¿Y dónde ha dormido hoy? ¿En el maletero de un coche? ¿En el sótano de alguna de sus víctimas? Tal vez en el subsuelo de la vieja iglesia metodista de Marshes, la que se quemó en el incendio de 1951. Sea donde fuere, ¿crees que le ha gustado? ¿Piensas que se siente seguro?
Ben no respondió.
—Mañana empezaréis la caza —dijo Matt, mientras sus manos apretaban la de Ben—. No iréis solamente en pos de Barlow, sino de todos los peces pequeños… y después de esta noche habrá muchísimos peces pequeños. El hambre de ellos jamás se satisface. Comen hasta atiborrarse. Las noches son de Barlow, pero durante el día vosotros le perseguiréis hasta que se espante y huya, o hasta que le saquéis a rastras a la luz del sol.
Su discurso había hecho que Ben levantara poco a poco la cabeza. En su rostro apareció cierta animación. Ahora, una débil sonrisa le distendió la boca.
—Sí, eso mismo —susurró—. Pero no mañana; esta noche. Ahora mismo…
La mano de Matt le aferró por el hombro con sorprendente energía.
—Esta noche, no. Esta noche la pasaremos juntos… tú y yo, con Jimmy y el padre Callahan, y Mark y sus padres. Ahora, él sabe y está asustado. Únicamente un loco o un santo se atrevería a acercarse a Barlow cuando está despierto. Y ninguno de nosotros es nada de eso. —Cerró los ojos antes de seguir hablando en voz baja—. Pero creo que estoy empezando a conocerlo. Aquí tendido en esta cama de hospital y jugando al detective, trato de anticipar sus acciones poniéndome en su lugar. Hace siglos que existe, y es inteligente. Pero su carta demuestra que es también un egocéntrico. ¿Y por qué no habría de serlo? Su yo ha crecido como una perla, por sucesivos sedimentos, hasta hacerse enorme y ponzoñoso. Está lleno de orgullo. Y su sed de venganza debe ser arrolladora pero, tal vez, al mismo tiempo algo que se puede aprovechar.
Miró a ambos con solemnidad, y elevó ante sí la cruz.
—Esto le detendrá, pero es probable que no detenga a alguien a quien él decida usar, como lo hizo con Floyd Tibbits. Creo que es posible que esta noche intente eliminar a algunos de nosotros… o tal vez a todos.
Miró a Jimmy.
—Me parece que cometisteis un error dejando que Mark y el padre Callahan fueran a casa de los padres de Mark. Les podríamos haber llamado desde aquí, pidiéndoles que vinieran, todavía sin saber nada. Ahora estamos separados… y me preocupa especialmente el niño. Jimmy, sería mejor que los llamaras… sin tardanza.
—De acuerdo —dijo Jimmy, y se levantó.
Matt miró a Ben.
—¿Te quedarás con nosotros? ¿Lucharás con nosotros?
—Sí —respondió Ben con voz ronca—. Claro que sí.
Jimmy salió de la habitación de Matt, se dirigió por el pasillo a la sala de enfermeras y buscó en la guía telefónica el número de los Petrie. Lo marcó y se quedó escuchando con horror cuando, en lugar del tono de llamada, el auricular le transmitió el tono chillón de una línea fuera de servicio.
—Les atrapó —gimió.
Al oír su voz, la supervisora de enfermeras levantó la cabeza y se quedó aterrada ante la expresión de su cara.
18
Henry Petrie era un hombre instruido. Había pasado por varias escuelas técnicas antes de doctorarse en económicas. Había abandonado la docencia en un excelente colegio para hacerse cargo de un puesto administrativo en una compañía de seguros, con la esperanza de aumentar sus ingresos y para comprobar si algunas de sus ideas daban tan buenos resultados en la práctica como en teoría. Y los dieron. Para el próximo verano, esperaba ser capaz de aprobar el examen CPA y, dos años más tarde, obtener el título de abogado. La meta que se había establecido era empezar la década de 1980 ocupando un alto cargo en el gobierno federal.
La vena visionaria de su hijo no era herencia de Henry Petrie; la lógica de su padre era hermética y completa, y el mundo en que vivía estaba organizado con precisión. En las elecciones de 1972 había votado a Nixon, no porque creyera en su honradez, ya que más de una vez le había dicho a su mujer que Richard Nixon era un ratero sin imaginación y con tanta sutileza como una ladrona, sino porque su oponente era un aviador chiflado que hubiera llevado al país a la ruina económica. Había contemplado la contracultura de finales de los sesenta con tolerancia, convencido de que tal movimiento se desmoronaría por sí solo, ya que no tenía una base económica en que afirmarse. Su amor por su mujer y su hijo no era un amor bello —nadie escribiría jamás un poema a la pasión de un hombre que contaba sus ahorros en presencia de su mujer—, pero era firme y sin desviaciones. Recto como una flecha, confiaba en sí mismo y en las leyes naturales que regían la física, las matemáticas, la economía y (aunque en grado un poco menor) la sociología.
Escuchó el relato que le hicieron su hijo y el sacerdote del pueblo mientras tomaba una taza de café y les formulaba lúcidas preguntas en los puntos en que el hilo de la narración se enmarañaba o se perdía. Su calma parecía acentuarse con lo grotesco de la historia y con la creciente agitación de June, su mujer. Cuando hubieron terminado, casi a las siete de la tarde, Henry Petrie expresó su veredicto en cuatro sílabas, meditadas y tranquilas:
—Imposible.
Mark suspiró y miró a Callahan.
—Se lo dije.
Efectivamente, se lo había dicho mientras venían de la rectoría en el viejo coche de Callahan.
June se dirigió a su marido:
—Henry, ¿no te parece que…?
—Espera.
La palabra y la mano levantada silenciaron a la madre de Mark, que se sentó y rodeó a su hijo con el brazo, apartándolo de la proximidad de Callahan, sin que el muchacho protestara.
Henry Petrie miró cordialmente al padre Callahan.
—Vamos a ver si podemos enfocar como dos personas razonables este delirio, o lo que sea.
—Tal vez sea imposible —respondió Callahan con la misma cordialidad—, pero lo intentaremos. Si estamos aquí, señor Petrie, es porque Barlow les ha amenazado a usted y a su esposa.
—¿Es verdad que esta tarde atravesó usted con una estaca el corazón de esa muchacha?
—Yo no. Fue el señor Mears quien lo hizo.
—¿El cadáver está allí todavía?
—Lo arrojaron al río.
—Si todo eso es verdad —señaló Petrie—, han implicado ustedes a mi hijo en un crimen. ¿Se da cuenta de eso?
—Claro que sí. Era necesario. Señor Petrie, con que llame usted a Matt Burke al hospital…
—Oh, estoy seguro de que sus testigos le respaldarán —respondió Petrie, sin abandonar su inquietante sonrisa de suficiencia—. Es una de las cosas fascinantes con estas chifladuras. ¿Puedo ver la carta que les dejó ese Barlow?
Callahan maldijo para sus adentros.
—La tiene el doctor Cody —explicó, y agregó como si acabara de ocurrírsele—: En realidad tendríamos que ir al hospital de Cumberland. Si habla usted con…
Petrie sacudió la cabeza.
—Antes conversemos un poco más. Estoy seguro de que sus testigos son de confianza, ya se lo he dicho. El doctor Cody es nuestro médico de cabecera, y nos gusta mucho a todos. Y también tengo entendido que Matthew Burke es irreprochable… como profesor, por lo menos.
—¿Pese a todo? —terció Callahan.
—Padre Callahan, se lo plantearé a mi manera. Si una docena de testigos de confianza le contaran que a mediodía han visto un escarabajo gigante que se paseaba por el parque del pueblo cantando Dulce Adelina y haciendo ondear la bandera de la Confederación, ¿usted les creería?
—Si estuviera seguro de que los testigos eran de fiar, y de que no estaban bromeando, estaría dispuesto a creerles, sí.
—Pues en eso diferimos —declaró Petrie con su sonrisita.
—Signo de una mentalidad cerrada —señaló Callahan.
—No…, simplemente de una posición firme y convencida.
—Es lo mismo. Dígame, ¿en la compañía donde usted trabaja están de acuerdo en que los ejecutivos tomen decisiones basadas en sus propias creencias y no en los hechos? Eso no es lógica, Petrie; es mojigatería.
Petrie dejó de sonreír y se levantó.
—La historia que usted me cuenta es inquietante, de eso estoy seguro. Han complicado a mi hijo en algo desatinado y posiblemente peligroso. Tendrán mucha suerte si no terminan ante los tribunales por eso. Voy a llamar a sus amigos para hablar con ellos, y pienso que después lo mejor será que vayamos a ver al señor Burke al hospital para discutir a fondo este asunto.
—Qué amable de su parte, renunciar a un principio —agradeció secamente Callahan.
Petrie se dirigió a la sala y cogió el teléfono. En vez de oír el tono de marcar se encontró con que la línea estaba en silencio. Con el ceño ligeramente fruncido, movió un poco la horquilla. No hubo respuesta. Volvió a dejar el auricular y regresó a la cocina.
—Parece que el teléfono no funciona —anunció.
Se irritó al ver la mirada de temeroso entendimiento que intercambiaron Callahan y su hijo.
—Puedo asegurarles —dijo con voz un poco más alterada de lo que era su intención— que al servicio telefónico de Salem’s Lot no le hacen falta vampiros para funcionar mal.
En ese momento las luces se apagaron.
19
Jimmy volvió corriendo a la habitación de Matt.
—El teléfono de la casa de Petrie no funciona. Él debe de estar allí. Maldición, qué estúpidos hemos sido…
El rostro de Matt pareció encogerse. Ben se apartó de la cama.
—¿Es que no veis cómo actúa? —masculló—. ¿Con qué habilidad? Si tuviéramos una hora más de luz diurna, podríamos… pero no. Ya es tarde.
—Tenemos que ir allí —dijo Jimmy.
—¡No! ¡Eso no! Por vuestra vida y la mía, eso no.
—Pero ellos…
—¡Están a la merced de sus propios recursos! ¡Lo que está sucediendo allí, o lo que haya sucedido, habrá acabado en el momento en que lleguéis!
Indecisos, Ben y Jimmy se quedaron en la puerta.
Con esfuerzo, Matt se enderezó y habló, en voz baja pero enérgica.
—Su egocentrismo es grande y también lo es su orgullo. Son defectos que pueden favorecernos. Pero también tiene una gran inteligencia, y debemos respetarla y tenerla en cuenta. Vosotros me mostrasteis la carta… en ella habla de ajedrez. No me cabe duda de que es un jugador estupendo. ¿No os dais cuenta de que lo que se propone hacer en esa casa, podría haberlo hecho sin cortar la línea telefónica? ¡Si lo ha hecho es para haceros saber que una de las piezas blancas está en jaque! Él entiende las fuerzas, y sabe que la victoria es más fácil si estas están divididas y desorientadas. Por haber olvidado eso se ha apuntado él la primera jugada, por omisión; el grupo originario ha quedado escindido en dos. Si ahora vais a la casa de los Petrie, se escindirá en tres. Yo estoy solo y postrado en cama; soy presa fácil, aunque tenga cruces y libros. Todo lo que necesita es mandar a alguna de sus víctimas, de las que no son todavía muertos vivientes, para que me mate con un arma cualquiera. Entonces no quedaréis más que tú y Ben, corriendo en la noche hacia vuestra propia destrucción. Entonces se habrá adueñado de Salem’s Lot. ¿Acaso no lo comprendéis?
Ben fue el primero en hablar.
—Sí —admitió.
Matt se dejó caer sobre las almohadas.
—Si hablo así, no es porque tema por mi vida, Ben. Tienes que creerme. Ni siquiera por las vuestras. Temo por el pueblo. Pase lo que pase, tiene que quedar alguien que pueda detenerle mañana.
—Sí. Y a mí no me vencerá mientras no haya podido vengar a Susan.
El silencio se hizo entre ellos. Jimmy Cody lo rompió.
—Tal vez salgan indemnes, de todas maneras —dijo—. Creo que ha subestimado a Callahan, y estoy seguro de que subestima al muchacho. Ese chico es increíble.
—No perdamos la esperanza —dijo Matt, y cerró los ojos.
Se dispusieron a esperar.
20
El padre Donald Callahan estaba de pie en un lado de la espaciosa cocina de los Petrie, sosteniendo en alto la cruz de su madre, que inundaba la estancia con un resplandor espectral. Del otro lado, junto al fregadero, estaba Barlow, que con una mano inmovilizaba las de Mark a la espalda del chico, en tanto que con la otra le rodeaba el cuello. En medio de ellos, tendidos en el suelo entre los fragmentos del cristal que había destrozado Barlow al entrar, yacían los cuerpos de Henry y June Petrie.
Callahan estaba aturdido. Todo había sucedido con tal rapidez que no podía entenderlo. En un momento estaban discutiendo el asunto racionalmente (incluso hasta la exasperación) con Petrie, bajo la brillante sensatez de las luces de la cocina, y al siguiente se habían visto sumergidos en la insania que el padre de Mark negaba con tanta calma y tan comprensiva firmeza.
Mentalmente, el padre Callahan procuró reconstruir todo lo sucedido.
Petrie había vuelto a informarles que el teléfono no funcionaba. Casi inmediatamente se habían quedado sin luz. June Petrie dio un grito. Se oyó caer una silla. Durante unos momentos todos habían andado a tientas en la oscuridad, llamándose unos a otros. Después, la ventana que había sobre el fregadero de la cocina se había roto estrepitosamente hacia dentro, llenando de vidrios el suelo de linóleo. Todo eso había pasado en menos de treinta segundos.
Después, una sombra había entrado en la cocina, y Callahan había conseguido romper el hechizo que lo inmovilizaba. Aferró torpemente la cruz que llevaba al cuello, y tan pronto como sus dedos la tocaron, el cuarto se inundó de luz sobrenatural.
Vio que Mark procuraba arrastrar a su madre hacia la arcada que daba a la sala. Henry Petrie estaba junto a ellos, con la cabeza vuelta, su rostro sereno súbitamente boquiabierto al contemplar esa invasión absolutamente ilógica. Y tras él, alzándose sobre todos ellos, la pálida mueca de un rostro que parecía sacado de un cuadro de Frazetta y que al sonreír dejó al descubierto los largos y agudos colmillos. Los ojos enrojecidos parecían las calderas del infierno. Las manos de Barlow se extendieron (apenas si Callahan tuvo tiempo de advertir que esos dedos lívidos eran largos y sensibles como los de un concertista de piano) hasta aferrar la cabeza de Henry Petrie y la de June, para hacerlas chocar con un crujido estremecedor. Los dos se habían desplomado sobre el suelo, demostrando así que la primera amenaza de Barlow se había cumplido.
Mark dejó escapar un grito desgarrador y, sin pensarlo, se arrojó contra Barlow.
—¡Y por fin vienes! —había exclamado Barlow con tono de buen humor y voz profunda y poderosa.
Mark, que le había atacado en un impulso, quedó instantáneamente atrapado.
Con la cruz en alto, Callahan se adelantó.
La mueca de triunfo de Barlow se convirtió en un rictus de agonía. Se tambaleó mientras retrocedía hacia el fregadero, arrastrando al niño delante de sí. Los pies de ambos crujían al pisar los cristales rotos.
—En el nombre de Dios… —empezó Callahan.
Al oír aquello Barlow dejó escapar un grito como si le hubieran azotado, con una mueca que dejaba ver el brillo maligno de sus colmillos. Los músculos del cuello se marcaban con enérgica nitidez.
—¡No te acerques! —gritó—. ¡No te acerques porque seccionaré la yugular y la carótida del chico antes de que puedas respirar siquiera!
Mientras hablaba, el labio superior dejaba ver los largos caninos aguzados como agujas, y al terminar, su cabeza descendió con la ávida velocidad de una serpiente, pasando a un centímetro escaso del cuello de Mark.
Callahan se detuvo.
—Atrás —ordenó Barlow, volviendo a sonreír—. Tú de tu lado de la mesa y yo del otro, ¿eh?
Callahan retrocedió lentamente, siempre sosteniendo su cruz al nivel de los ojos, de manera que podía mirar por encima de sus brazos. Parecía que en la cruz latiera un fuego encadenado, y su poder le levantaba el brazo hasta hacer que sus músculos temblaran.
Los dos se enfrentaron.
—¡Juntos, por fin! —exclamó Barlow, sonriente.
Su rostro era enérgico e inteligente y, de cierta manera extraño y repulsivo, bello; sin embargo, según como le diera la luz, parecía casi afeminado. ¿Dónde había visto Callahan un rostro así? El recuerdo volvió en ese momento, el de mayor terror que hubiera vivido: la cara del señor Flip, su propio monstruo personal, eso que durante el día se ocultaba en el armario y que salía después de que su madre hubiera cerrado la puerta del dormitorio. No le dejaban mantener una luz encendida de noche, ya que sus padres estaban de acuerdo en que la manera de superar esos miedos infantiles era hacerles frente, y todas las noches, cuando la puerta se cerraba suavemente y los pasos de su madre se perdían en el vestíbulo, la puerta del armario se entreabría y él podía percibir (¿o lo veía realmente?) el delgado rostro blanco y los ojos ardientes del señor Flip. Y ahí estaba otra vez, fuera del armario, mirando fijamente por encima del hombro de Mark, con su blanca cara de payaso de ojos fascinantes y labios rojos y sensuales.
—¿Y ahora? —preguntó Callahan.
Su voz no parecía la suya. No apartaba la vista de los dedos de Barlow, esos dedos largos y sensibles, cubiertos de pequeñas manchas azules, que oprimían levemente la garganta del chico.
—Eso depende. ¿Qué estás dispuesto a dar a cambio de este desgraciado?
Mientras hablaba, le retorció las muñecas a Mark, con la esperanza de cerrar su pregunta con un alarido, pero Mark no le dio el gusto. Salvo el súbito silbido del aire al escapársele entre los dientes apretados, se mantuvo en silencio.
—Ya gritarás —le susurró Barlow, cuyos labios esbozaban una mueca de odio feroz—. ¡Gritarás hasta que te estalle la garganta!
—¡Déjale ya! —le ordenó Callahan.
—¿Y por qué? —El odio se borró de su cara y una sombría sonrisa resplandeció en su lugar—. ¿Quieres que perdone al chico, que lo deje para otra noche?
—¡Sí!
Con una suavidad que era casi un ronroneo, Barlow volvió a hablar:
—Entonces, ¿tú arrojarás la cruz y nos enfrentaremos en las mismas condiciones… blanco contra negro? ¿Tu fe contra la mía?
—Sí —repitió Callahan, ya no con tanta firmeza.
—¡Pues hazlo! —Los labios se le movían en un gesto de anticipación.
La frente le brillaba bajo la espeluznante luz que iluminaba la escena.
—¿Y confiar en que tú le dejes ir? Menos tonto sería meterme una serpiente de cascabel en la camisa, confiando en que no me mordiera.
—Pues yo confío en ti… ¡mira!
Dejó en libertad a Mark y se mantuvo inmóvil, levantando en el aire las dos manos.
Por un momento el chico se quedó quieto, incrédulo, y después corrió hacia sus padres.
—¡Corre, Mark! —gritó Callahan—. ¡Huye!
Mark le miró con ojos oscurecidos y enormes.
—Creo que están muertos…
—¡CORRE!
Lentamente, el chico se puso de pie y se volvió hacia Barlow.
—Pronto, hermanito —le dijo este, casi con benignidad—. Dentro de poco tiempo, tú y yo…
Mark le escupió en la cara.
A Barlow se le cortó el aliento y su rostro se llenó de una furia tan profunda que hizo que sus expresiones previas parecieran lo que bien podían haber sido: una simple interpretación. Callahan vio en sus ojos una crueldad más negra que el propio infierno.
—Me has escupido —balbuceó Barlow.
Su cuerpo tembloroso se mecía de cólera. Vacilante, se adelantó un paso, con inseguridad de ciego.
—¡Atrás! —le gritó Callahan, volviendo a adelantar su cruz.
Barlow gimió y levantó las manos delante de la cara. Los destellos de la cruz tenían un resplandor enceguecedor, y si se hubiera atrevido a acorralarlo, en ese momento Callahan podría haberle derrotado.
—Te mataré —prometió Mark, y desapareció, como un remolino de aguas siniestras.
Pareció que Barlow aumentara de altura. Su pelo, peinado hacia atrás, daba la impresión de flotar alrededor del cráneo. Llevaba un traje oscuro con corbata burdeos, impecablemente anudada, y a los ojos de Callahan se aparecía como parte de la oscuridad que le rodeaba. En la profundidad de las órbitas, los ojos ardían con un resplandor sombrío y maligno, como tizones.
—Ahora cumple tu parte del trato, charlatán.
—¡Soy un sacerdote! —le espetó Callahan.
Barlow le hizo una pequeña reverencia burlona.
—Sacerdote —repitió con tono de desprecio.
Callahan estaba indeciso. ¿Por qué arrojar la cruz? Ahuyentarle, salvar la situación por esa noche, y mañana…
Pero en su mente algo más profundo le advertía que rehuir el compromiso del vampiro era arriesgarse demasiado. Si no se atrevía a separarse de la cruz, eso sería como admitir… admitir ¿qué? Si las cosas no se desarrollaran con tanta rapidez, si tuviera tiempo de pensar, de razonar…
El brillo de la cruz estaba extinguiéndose.
Callahan la miró con ojos dilatados. En el vientre, el miedo se convirtió en una maraña de alambres al rojo. Con un sobresalto, levantó la cabeza para mirar a Barlow, que se le acercaba lentamente a través de la cocina, con una sonrisa amplia, casi voluptuosa.
—¡Atrás! —bramó roncamente Callahan mientras a su vez retrocedía—. ¡Te lo ordeno en nombre de Dios!
Barlow se rio en su cara.
El resplandor de la cruz no era más que una débil luz vacilante, cruciforme. Las sombras habían vuelto al rostro del vampiro, haciendo de sus rasgos una máscara extraña y cruel, dibujada con líneas y triángulos bajo los pómulos salientes.
Callahan retrocedió un paso más y chocó contra la mesa de la cocina; del otro lado solo estaba la pared.
—Ya no tienes adonde ir —murmuró Barlow. En sus ojos sombríos bullía una alegría infernal—. Qué triste es ver vacilar la fe de un hombre. Oh, sí…
La cruz tembló en la mano de Callahan y de pronto su luz terminó de desvanecerse. No era más que un trozo de yeso que su madre había comprado en una tienda de recuerdos de Dublín, probablemente a un precio ínfimo. El poder que antes había comunicado a su brazo, un poder suficiente para derribar paredes y partir piedras, había desaparecido. Los músculos recordaban su palpitación, pero no podía reproducirla.
Desde las tinieblas, Barlow tendió la mano y le arrebató la cruz de entre los dedos. Callahan lanzó un grito de agonía, el grito que, sin llegar jamás a la garganta, había vibrado en el alma de aquel niño de antaño a quien todas las noches dejaban solo con el señor Flip, que desde el armario entreabierto lo espiaba por entre los postigos del sueño. Y el ruido que siguió le acosaría por el resto de su vida: dos chasquidos secos, mientras Barlow rompía los brazos de la cruz, y el ruido con que los trozos cayeron al suelo.
—¡Dios te maldiga! —le gritó.
—Pasó el momento del melodrama —dijo desde las tinieblas, con tristeza casi, la voz de Barlow—. Ya no es necesario. Tú has olvidado la doctrina de tu propia Iglesia, ¿no es así? La cruz, el pan y el vino, el confesionario… no son más que símbolos. Sin fe, la cruz no es más que madera, el pan trigo cocido, el vino uva fermentada. Si hubieras arrojado la cruz, podrías haberme vencido otra noche. En cierto modo, yo esperaba que fuera así. Hace muchísimo tiempo que no me enfrento con un contrincante de peso. El chico vale diez veces más que tú, falso cura.
De pronto, surgiendo de la oscuridad, unas manos de fuerza sorprendente se apoderaron de los hombros del padre Callahan.
—Creo que ahora recibirás gozoso el olvido de mi muerte. Para los no-muertos no hay recuerdos. No hay más que hambre y la necesidad de servir al Amo. Podría utilizarte. Podría enviarte con tus amigos. Pero… ¿es necesario? Sin tu guía son poca cosa. Y el chico les contará lo que ha pasado. Esta vez se puede ir en contra de ellos. Para ti tal vez haya un castigo más adecuado, falso cura.
Recordó las palabras de Matt: «Hay cosas peores que la muerte».
Trató de escabullirse, pero las manos le sujetaban con fuerza. Después, una mano le soltó. Se oyó el susurro de una tela al correr sobre la piel desnuda, y después algo que rascaba.
Las manos se dirigieron al cuello de Callahan.
—Ven, falso sacerdote. Aprende lo que es una verdadera religión. Toma mi comunión.
Una horrible oleada de comprensión inundó a Callahan.
—¡No! No…, no…
Pero las manos eran implacables. Le atraían la cabeza hacia delante… hacia delante.
—Ahora, sacerdote —susurró Barlow.
Y le oprimió la boca contra la hedionda piel de su garganta helada, donde latía una vena abierta. Callahan retuvo el aliento durante lo que le pareció una eternidad, debatiéndose inútilmente, manchándose de sangre las mejillas, la frente, el mentón.
Finalmente, bebió.
21
Ann Norton se bajó del automóvil y echó a andar a través del aparcamiento del hospital, dirigiéndose a las brillantes luces de la recepción. En el cielo, las nubes habían escamoteado las estrellas y pronto empezaría a llover. Ann no levantó los ojos para mirar las nubes. Caminaba como un autómata, mirando directamente al frente.
Su aspecto era muy diferente del de la dama que había conocido Ben Mears aquella primera noche que Susan le invitó a comer con su familia: una dama de mediana estatura, vestida con una túnica de lana verde que no proclamaba riquezas, pero que hablaba de holgura material. Una dama que no era hermosa, pero que se cuidaba y era agradable a la vista, con el pelo gris recientemente ondulado.
La mujer ahora llevaba las piernas desnudas, y sin el disfraz de las medias, las varices destacaban inequívocamente (aunque menos que antes; les habían quitado presión). Llevaba una raída bata amarilla sobre el camisón, y el viento le alborotaba el pelo en desordenados mechones. Tenía el rostro pálido, y oscuros círculos de sombra se le dibujaban bajo los ojos.
Ya se lo había dicho a Susan, ya la había prevenido sobre ese Mears y sus amigos, le había alertado sobre el hombre que la había asesinado, a instancias de Matt Burke. Había sido una confabulación, sí. Ann Norton lo sabía. Él se lo había contado.
Se había pasado todo el día enferma y con sueño, casi sin poder levantarse de la cama. Y después de mediodía, cuando había caído en esa pesada somnolencia mientras su marido iba a responder las estúpidas preguntas del formulario para denunciar personas desaparecidas, él se le había aparecido en un sueño. Tenía un hermoso rostro, autoritario y arrogante. La nariz tenía algo de halcón, el pelo le descubría ampliamente la frente, y su boca firme y fascinante ocultaba unos dientes blancos que la hacían estremecer cuando él sonreía. Y los ojos… tan rojos, y con esa cualidad hipnótica. Cuando él la miraba con esos ojos, Ann no podía apartar la vista… ni quería.
Él se lo había contado todo, y le había dicho lo que debía hacer, asegurándole que cuando lo hubiera hecho podría estar con su hija, y con tantos otros, y con él. A pesar de Susan, a quien Ann quería agradar era a él, para que le diera lo que ella necesitaba con tanta avidez: el toque, la penetración.
Llevaba en el bolsillo el revólver 38 de su marido.
Entró en la recepción y se dirigió al escritorio de la recepcionista. Si alguien intentaba detenerla, ya sabría hacerse valer. Y no con disparos. No era cuestión de disparar hasta que hubiera llegado a la habitación de Burke. Él se lo había dicho. Si la atrapaban y la detenían antes de que hubiera hecho el trabajo, él no volvería a visitarla, a darle besos ardientes en la noche.
En el escritorio había una chica joven, de cofia y uniforme blanco, que resolvía un crucigrama al suave resplandor de la lámpara que la iluminaba desde la consola. Por el pasillo, dándoles la espalda, se alejaba un asistente.
La enfermera de guardia la miró con una sonrisa profesional cuando oyó sus pasos, pero la sonrisa se esfumó al ver a la mujer de ojos alucinados que se le acercaba, vestida con ropa de cama. Aunque inexpresivos, esos ojos tenían un brillo extraño, y le daban el aspecto de un juguete que alguien hubiera puesto en movimiento. Una paciente, tal vez, que andaba extraviada.
—Señora, si…
Ann Norton sacó del bolsillo el arma, como un asesino a sueldo, y apuntó a la cabeza de la enfermera.
—Vuélvete —le dijo.
La boca de la muchacha se contrajo y con un movimiento convulsivo inspiró aire.
—No grites; si lo haces te mataré.
La chica había palidecido.
—Vuélvete.
Lentamente, la enfermera se levantó y se volvió. Ann Norton tomó por el cañón el 38 y se preparó para descargar la culata en la cabeza de la enfermera.
En ese preciso instante, una patada en los pies la derribó.
22
El revólver salió volando.
La mujer envuelta en la raída bata amarilla no gritó, sino que emitió un gemido largo y agudo, casi plañidero. Como un cangrejo, se arrastró hacia el arma, en tanto que el hombre que estaba tras ella, con aspecto perplejo y asustado, se precipitaba también a recogerla. Cuando vio que ella sería la primera en alcanzarla; la envió de un puntapié a través de la alfombra.
—¡Eh! —vociferó—. ¡Eh, socorro!
Ann Norton le miró por encima del hombro, sin dejar de emitir su silbido, el rostro desencajado en una tensa mueca de odio, y después trató de alcanzar el revólver. El asistente, que se había acercado corriendo, miró con estupor la escena y después se apoderó del arma, que estaba casi a sus pies.
—Por Dios —exclamó—. Si está carga…
Ann se precipitó sobre él. Sus manos le rasgaron la cara, mientras el sorprendido asistente trataba de impedirle alcanzar el revólver. Sin dejar de gemir, la mujer intentó arrebatárselo.
Un hombre, desconcertado, llegó por detrás y la inmovilizó. Más tarde, declararía que al sujetarla le había parecido agarrar una bolsa llena de serpientes. Bajo la bata, el cuerpo era cálido y repulsivo, y no había músculo que no se contrajera y retorciera.
Mientras Ann luchaba por soltarse, el asistente le asestó un puñetazo en la mandíbula, y la mujer se desplomó.
El asistente y el hombre se miraron.
La enfermera a cargo de recepción gritaba con todas sus fuerzas, cubriéndose la boca con las manos, y sus gritos tenían un extraño efecto de sirena de niebla.
—Pero ¿qué clase de hospital es este, caramba? —preguntó el hombre.
—Que me aspen si lo sé —masculló el asistente—. ¿Qué demonios ha pasado?
—Yo iba a visitar a mi hermana, que acaba de tener un bebé, cuando vino ese chico a decirme que acababa de entrar una mujer con un revólver, y…
—¿Qué chico?
El hombre que había ido a visitar a su hermana miró alrededor. El vestíbulo de recepción iba llenándose de gente, pero todos parecían normales.
—Ahora no lo veo, pero estaba aquí. ¿El arma está cargada?
—Sin duda —afirmó el asistente.
—Pero ¿qué clase de hospital es este, caramba? —volvió a preguntar el hombre.
23
Habían visto a dos enfermeras corriendo en dirección a los ascensores, y se había oído un vago alboroto procedente de las escaleras. Ben miró a Jimmy, y este se encogió de hombros. Matt dormitaba con la boca abierta.
Ben cerró la puerta y apagó las luces. Jimmy se agazapó a los pies de la cama de Matt, y cuando oyeron que los pasos vacilaban del otro lado de la puerta, Ben se colocó junto a ella, alerta. Al ver que se abría y que asomaba una cabeza, le aplicó un puñetazo mientras con la otra mano le ponía la cruz frente a la cara.
—¡Suéltame!
Instantáneamente se encendió la luz del techo y vieron a Matt, sentado en la cama, mirando con ojos parpadeantes a Mark Petrie, que se debatía en los brazos de Ben.
Jimmy se levantó para correr hacia el chico, pero de repente vaciló.
—Levanta el mentón.
Mark obedeció mostrándoles a los tres que no tenía marcas en el cuello.
Jimmy suspiró.
—Hijo, jamás en mi vida me he alegrado tanto de ver a nadie. ¿Dónde está el padre?
—No lo sé —respondió Mark—. Barlow me atrapó… mató a mis padres. Están muertos. Mis padres están muertos. Golpeó sus cabezas una contra otra. Los mató. Después me atrapó y dijo al padre Callahan que si él le prometía arrojar su cruz, me dejaría ir. El padre Callahan lo prometió y yo escapé. Pero antes de huir le escupí. Le escupí y voy a matarlo.
De pie ante la puerta, se tambaleaba. Tenía la frente y las mejillas arañadas por las ramas. Había llegado corriendo por el bosque, por la senda donde tiempo atrás Danny Glick y su hermano habían encontrado su destrucción. Al vadear Taggart Stream, se había mojado los pantalones hasta las rodillas. Después alguien le había llevado en coche, pero no podía recordar quién. Era un coche que tenía la radio encendida, de eso se acordaba.
Ben sentía la lengua entumecida, y no sabía qué decir.
—Mi pobre niño —dijo Matt—. Mi pobre y valiente niño.
Los rasgos de Mark empezaron a aflojarse. Los ojos se le cerraron y la boca temblorosa se contrajo de dolor.
—Mi ma-ma-madre…
Tambaleante, Mark dio unos pasos a tientas, y Ben le sostuvo en sus brazos, le envolvió y le meció mientras las lágrimas anegaban sus ojos.
24
El padre Donald Callahan no sabía cuánto hacía que caminaba en la oscuridad. Había vuelto hacia el pueblo tambaleándose por Jointner Avenue, sin pensar en su coche, que quedó aparcado en casa de los Petrie. A ratos andaba por el medio de la carretera, para luego seguir por la acera, vacilante. Un coche se precipitó hacia él con los faros encendidos mientras hacía sonar el claxon, hasta que en el último momento viró, haciendo chirriar los neumáticos en el asfalto. Cuando ya estaba cerca de la parpadeante luz amarilla, empezó a llover.
En las calles no había nadie; esa noche, puertas y postigos se habían cerrado en Salem’s Lot. El restaurante estaba vacío, y en el bar de Spencer la señorita Coogan estaba sentada junto a la caja registradora, leyendo una fotonovela bajo la fría luz de los tubos fluorescentes. Fuera, bajo el cartel luminoso que mostraba el perro azul en la mitad de un salto, un letrero rojo de neón anunciaba: AUTOBÚS.
Tenían miedo, imaginó Callahan, y no les faltaban razones para ello. Dentro de ellos había algo que percibía el peligro, y esa noche, en El Solar, se habían echado cerrojos que durante años no se habían cerrado.
Andaba solo por las calles, él, el único que no tenía nada que temer. Qué paradójico. Su risa sonó como un sollozo desesperado. A él ningún vampiro le tocaría. A otros tal vez, pero a él no. El Amo le había señalado, y hasta que lo reclamara estaría en libertad.
La iglesia de St. Andrew se elevaba ante él.
Un momento de vacilación; después echó a andar por la senda. Entraría a rezar. Pasaría toda la noche en oración, si era necesario. Y no rezaría al nuevo Dios, al Dios de los guetos y la conciencia social y la medicina gratuita, sino al Dios de antaño, al que por mediación de Moisés había proclamado que no toleraría la existencia de hechiceros y que había otorgado a su Hijo el poder de levantarse de entre los muertos. Una segunda oportunidad, Dios. Toda mi vida para la penitencia a cambio de una segunda oportunidad.
Torpemente subió los escalones, el hábito enfangado, en su boca el sabor de la sangre de Barlow.
Al llegar arriba se detuvo y tendió la mano hacia el picaporte de la puerta central.
Al tocarlo se produjo un relámpago azul que lo arrojó de espaldas. El dolor le recorrió el cuerpo al caer hecho un ovillo sobre los peldaños de granito y rodar hasta el sendero.
Tembloroso, con la mano ardiendo, quedó tendido bajo la lluvia.
Levantó la mano para mirársela. Estaba quemada.
—Impuro —balbuceó—. Oh, Dios, qué impuro soy.
Y se echó a temblar. Aferrándose los hombros con las manos, se estremeció bajo la lluvia mientras la iglesia se alzaba a sus espaldas, con las puertas cerradas para él.
25
Mark Petrie estaba sentado en la cama de Matt, en el mismo sitio donde se había sentado Ben cuando él y Jimmy entraron. Mark se había enjugado las lágrimas con la manga de la camisa, y aunque tenía los ojos hinchados y enrojecidos, aparentemente se dominaba.
—Tú sabes que la situación de Salem’s Lot es desesperada, ¿verdad? —le preguntó Matt.
El chico asintió.
—Ya en este momento, sus no-muertos están recorriéndola como serpientes —continuó sombríamente Matt—, ganando a otros para sus filas. Esta noche no podrán apoderarse de todos, pero mañana os espera una misión terrible.
—Matt, quiero que duerma usted un poco —intervino Jimmy—. No se preocupe, todos estaremos aquí. No tiene buen aspecto. Esto ha sido un esfuerzo excesivo para usted…
—Mi pueblo está desintegrándose ante mis ojos, ¿y tú quieres que duerma? —Sus ojos le miraron con mirada febril desde el rostro consumido.
—Si quiere estar presente cuando esto acabe, es mejor que ahorre sus fuerzas —insistió Jimmy—. Se lo digo como médico, diablos.
—Está bien. Enseguida. —Matt miró a todos—. Mañana, vosotros tres debéis ir a casa de Mark. Tendréis que preparar estacas. Muchas.
Lentamente, fueron comprendiendo lo que eso significaba.
—¿Cuántas? —preguntó Ben.
—Yo diría que por lo menos trescientas, pero os aconsejo que preparéis quinientas.
—Es imposible —se opuso Jimmy—. No puede ser que haya tantos.
—Los no-muertos están sedientos —respondió Matt—, y es mejor que estéis preparados. Tenéis que ir juntos. No os atreváis a separaros, ni siquiera de día. Será como una cacería; se trata de comenzar por un extremo del pueblo y llegar hasta el otro.
—Jamás podremos encontrarlos a todos —objetó Ben—. Ni siquiera si pudiéramos comenzar con las primeras luces y trabajar hasta la noche.
—Tenéis que intentarlo, Ben. Tal vez la gente empiece a creeros. Algunos os ayudarán, si les demostráis que es verdad lo que decís. Y cuando vuelva a descender la oscuridad, gran parte de su obra estará deshecha —suspiró—. Tenemos que suponer que hemos perdido al padre Callahan, y eso es malo. Pero así y todo, vosotros debéis seguir adelante. Tendréis que ser cuidadosos. Estar dispuestos a mentir. Si os detienen y encarcelan, eso también servirá a su propósito. Y si no lo habéis considerado todavía, será mejor que lo hagáis: existen todas las posibilidades de que si alguno de nosotros vive y triunfa, no sea más que para verse procesado por asesinato.
Fue mirándolos a la cara, uno a uno. Lo que vio en ellos debió de dejarle satisfecho, porque volvió a atender a Mark.
—¿Tú sabes cuál es la tarea más importante?
—Sí —respondió Mark—. Matar a Barlow.
Matt sonrió débilmente.
—Me temo que eso es planear las cosas al revés. Primero tenemos que encontrarle. —Miró al chico—. ¿Esta noche no viste algo, no oíste, oliste o tocaste algo que pudiera ayudar a localizarlo? ¡Piénsalo antes de contestar! ¡Tú sabes mejor que nadie la importancia de esto!
Mark reflexionó. Ben no había visto jamás que nadie se tomara una orden tan al pie de la letra. Apoyó el mentón en la palma de la mano y cerró los ojos. Daba la impresión de estar recorriendo minuciosamente hasta el último detalle de la experiencia de esa noche.
—Nada —dijo por fin, sacudiendo la cabeza, después de abrir los ojos y mirar por un momento a sus acompañantes.
Pese a la decepción que se reflejó en su cara, Matt no cejó.
—¿Una hoja pegada en la chaqueta, tal vez? ¿Un poco de césped en los pantalones? ¿Barro en los zapatos? ¿Algún hilo que le colgara? —Con un gesto de impotencia, aporreó la cama—. Por Dios santo, ¿es posible que no tenga un punto débil?
De pronto, los ojos de Mark se dilataron.
—¿Qué? —preguntó Matt, cogiéndole por el codo—. ¿Qué es? ¿De qué te has acordado?
—Tiza azul —dijo Mark—. Cuando me rodeaba el cuello con el brazo, pude ver su mano. Tenía los dedos largos y blancos, y en dos dedos tenía manchas de tiza azul.
—Tiza azul —repitió pensativamente Matt.
—Debe de ser en algún colegio —conjeturó Ben.
—El instituto no es —objetó Matt—. Toda la tiza se le compra a la compañía Dennison, de Portland, y ellos solo fabrican blanca y amarilla. Hace años que la llevo en la ropa y los dedos.
—¿Y las clases de arte? —preguntó Ben.
—No, en la secundaria no se dictan más que artes gráficas, y allí usan tintas, no tizas. Mark, ¿estás seguro de que era…?
—Tiza —asintió el chico.
—Creo que algunos profesores de asignaturas científicas usan tizas de colores, pero ¿qué lugar para esconderse tendría en el instituto? Tú lo viste… es un solo piso, y todo de cristal. Y entra y sale gente todo el día. Lo mismo pasa con el sótano de las calderas.
—¿Y detrás del escenario?
Matt se encogió de hombros.
—Ahí está bastante oscuro. Pero si la señora Rodin me ha sustituido y están ensayando la comedia, debe de haber mucho movimiento en esa zona. Para él sería un riesgo.
—¿Y qué pasa con los colegios? —preguntó Jimmy—. En los grados inferiores les enseñan a dibujar, y apuesto cien dólares a que una de las cosas que hay más a mano son tizas de colores.
—El colegio de Stanley Street —explicó Matt— fue construido con los mismos fondos que el instituto. También es moderno y tiene una sola planta, con muchos ventanales para que entre el sol. No es el tipo de edificio que le gustaría frecuentar a nuestro amigo. Ellos prefieren los edificios viejos, llenos de tradición, oscuros y húmedos como…
—Como el colegio de Brock Street —completó Mark.
—Sí. —Matt miró a Ben—. El colegio de Brock Street es un edificio de madera, con tres pisos y sótano, construido más o menos en la misma época que la casa de los Marsten. En el momento de aprobar la construcción, se habló en el pueblo de que correría un constante riesgo de incendio. Esa fue una de las razones de que se decidieran a edificar el nuestro. Dos o tres años antes se había incendiado un colegio en New Hampshire…
—Lo recuerdo —murmuró Jimmy—. ¿No fue en Cobbs Ferry?
—Sí. Tres niños murieron carbonizados.
—¿Todavía funciona el colegio de Brock Street? —preguntó Ben.
—Solo la planta baja, donde se dictan los cuatro primeros cursos. Está previsto que cierren el edificio en un par de años, cuando esté lista la ampliación del colegio de Stanley Street.
—¿Hay algún lugar donde pueda esconderse Barlow?
—Supongo que sí —dijo Matt, pero parecía reacio—. Las aulas del segundo y tercer piso están vacías. Han sellado las ventanas porque los chicos se dedicaban a tirarles piedras.
—Entonces es ahí —exclamó Ben—. Tiene que ser.
—Eso parece —admitió Matt, que en ese momento daba la impresión de estar muy cansado—. Pero suena demasiado simple. Demasiado transparente.
—Tiza azul —murmuró Jimmy, con la mirada perdida a lo lejos.
—No lo sé —suspiró Matt—. Realmente no lo sé…
Jimmy abrió su maletín negro y sacó un frasquito de píldoras.
—Tómese dos con agua, ahora mismo.
—No —protestó Matt—. Hay demasiado que hacer. Demasiado…
—Demasiado para que corramos el riesgo de quedarnos sin ti —dijo Ben con firmeza—. Si ya no tenemos al padre Callahan, ahora el más importante de nosotros eres tú. Haz lo que dice Jimmy.
Mark trajo un vaso de agua del cuarto de baño, y Matt obedeció de mala gana.
Eran las diez y cuarto.
Se hizo el silencio en la habitación. Ben pensó que Matt parecía muy viejo, muy gastado. Su pelo blanco estaba más ralo y más seco, y en unos pocos días su rostro aparentaba haber quedado marcado por las penurias de toda una vida. En cierto modo, pensaba Ben, era de esperar que cuando por fin llegaran problemas —y graves— a su vida asumieran esa tenebrosa forma onírica, fantástica, preparado como estaba por una existencia dedicada al trato con males simbólicos que cobraban vida por las noches, a la luz de una lámpara, para disiparse al amanecer.
—Me preocupa —comentó Jimmy, en voz baja.
—Creía que el ataque había sido leve —se asombró Ben—. Que en realidad no había sido siquiera un ataque cardíaco.
—Fue leve, pero la próxima vez no lo será. Será grave. Si este asunto no se resuelve pronto, acabará con su vida. —Suavemente, levantó la mano de Matt para tomarle el pulso—. Y eso sería una tragedia —concluyó.
Junto a la cama de Matt se turnaron para dormir y hacer la guardia. La noche pasó sin que Barlow apareciera. Estaba ocupado en otra parte.
26
La señorita Coogan leía un relato titulado «Traté de estrangular a nuestro hijo», en la revista Confesiones de la vida real, cuando por la puerta entró su primer cliente de la tarde.
Jamás se había visto una tarde tan muerta. Ruthie Crockett y sus amigos no habían venido siquiera a beberse una gaseosa —aunque claro que a esa gente uno no la echaba de menos—, y Loretta Starcher no había pasado a recoger el New York Times, que seguía pulcramente doblado bajo el mostrador. Loretta era la única persona en Salem’s Lot que compraba regularmente el Times (parecía que hasta lo pronunciara en cursiva). Al día siguiente lo ponía en la sala de lectura.
El señor Labree tampoco había ido después de comer, aunque en realidad eso no era nada extraño. Labree era un viudo que tenía una gran casa cerca de la finca de los Griffen, y la señorita Coogan sabía perfectamente que no iba a comer a su casa. Cenaba hamburguesas y cerveza en el bar de Dell. Si para las once no había vuelto (ya eran las once menos cuarto), la señorita Coogan sacaría la llave del cajón de la registradora y se encerraría con llave en el drugstore. No sería la primera vez, vaya. Pero todos se verían en un lío si aparecía alguien ávido de emborracharse.
A veces la señorita Coogan echaba de menos la invasión que seguía a las sesiones de cine, antes de que hubieran demolido la vieja Sala Nórdica que estaba al otro lado de la calle: gente que le pedía helados con soda, batidos y leche malteada, parejitas que se tomaban de la mano y hablaban de los deberes escolares para el día siguiente. Por más que a veces se hiciera pesado, todo eso era sano. No eran chicas como Ruthie Crockett y su grupo, siempre riéndose como tontas y adelantando el busto, y con esos tejanos tan ajustados que marcaban la línea de las bragas… cuando las llevaban. Sus auténticos sentimientos hacia aquellos clientes de antaño (que, aunque la señorita Coogan lo hubiera olvidado, la irritaban tanto como los de ahora) estaban nublados por la nostalgia, de modo que cuando la puerta se abrió, levantó ansiosamente la cabeza como si esperara ver entrar a alguno de aquellos estudiantes de 1964 con su chica, dispuestos a pedirle un batido de chocolate con ración extra de avellanas.
Pero era un hombre, un adulto, alguien a quien la señorita Coogan conocía pero que no acababa de identificar. Mientras él acercaba su maleta al mostrador, algo en su manera de andar o en el porte de la cabeza le permitieron identificarlo.
—¡Padre Callahan! —exclamó con sorpresa.
Jamás le había visto sin ropas sacerdotales. Ahora vestía unos simples pantalones oscuros y una camisa de algodón azul, como un obrero.
De pronto, se sintió asustada. Su aspecto era pulcro y aseado, pero había algo en su expresión, algo que…
Súbitamente, la señorita Coogan recordó el día, veinte años atrás, que había regresado del hospital donde su madre acababa de morir de un derrame cerebral. Cuando ella se lo comunicó a su hermano, el aspecto de él era un poco como el que tenía el padre Callahan. Su rostro tenía algo de macilento y condenado, y los ojos miraban aturdidos y sin expresión. En la mirada había un ardor consumido, y en torno de la boca la piel aparecía roja e irritada, como si se hubiera afeitado con demasiada insistencia o hubiera pasado largo rato frotándose con una toalla.
—Quiero un billete de autobús —pidió.
Claro, pensó ella. Pobre hombre, alguien ha muerto y acaban de llamarle a la rectoría o como se llame.
—Muy bien —respondió—. ¿Adonde?
—¿Cuál es el primer autobús?
—¿Hacia dónde?
—Hacia cualquier parte —fue la respuesta, que echó por tierra su teoría.
—Bueno… no… a ver… —Confundida, la señorita Coogan recorrió torpemente el horario—. A las 11.10 hay uno a Portland, Boston, Hartford y Nueva Yo…
—Ese. ¿Cuánto?
—¿Por cuánto tiempo…? Quiero decir, ¿hasta dónde? —Su confusión ya no tenía límites.
—Hasta el final —dijo él con indiferencia y sonrió.
La señorita Coogan no había visto jamás una sonrisa tan espantosa, y se estremeció. Si me toca, pensó, gritaré. Gritaré con toda mi alma.
—E-e-es decir, hasta la ciudad de Nueva York —tartamudeó—. Veintinueve dólares.
Con cierta dificultad, Callahan se sacó el billetero del bolsillo de atrás, y la señorita Coogan advirtió que tenía la mano derecha vendada. Puso ante ella un billete de veinte dólares y dos de uno, mientras ella derribaba un montón de billetes sin marcar, en su intento de coger uno. Cuando terminó de recogerlos, Callahan había agregado cinco dólares más y varias monedas.
Ella llenó el billete tan deprisa como le fue posible, pero no había rapidez que fuera suficiente. Sentía la mirada muerta de él. Selló el billete y lo empujó sobre el mostrador, para no tener que tocarle la mano.
—Te-tendrá que esperar fuera, padre Callahan. Dentro de cinco minutos tengo que cerrar. —Atropelladamente, amontonó en el cajón de la registradora monedas y billetes, sin hacer intento de contarlos.
—Perfectamente —asintió él, y se metió el billete en el bolsillo de la camisa. Sin mirarla, añadió—: Entonces Yahvé puso una marca a Caín para que nadie que le encontrase lo matara. Y Caín se alejó de la presencia de Yahvé y se fue a vivir en el país de Nod, al oriente del Edén. Eso dice la Escritura, señorita Coogan. La escritura más cruel de la Biblia.
—¿De veras? —preguntó ella—. Pero me temo que tendrá que salir, padre Callahan. Yo… el señor Labree estará aquí dentro de un minuto y no le gusta… no le gusta que yo… que…
—Claro —asintió él y se dio la vuelta para irse. Pero se detuvo y se volvió a mirarla. La señorita Coogan se estremeció bajo aquella mirada—. Usted vive en Falmouth, ¿no es verdad, señorita Coogan?
—Sí…
—¿Viaja en su propio coche?
—Sí, sí claro… Tengo que insistir en que espere el autobús fuera de…
—Esta noche váyase a casa sin demora, señorita Coogan. Asegure todas las puertas de su coche y no se detenga a recoger a nadie. No se detenga aunque sea alguien a quien usted conoce.
—Yo jamás subo en mi coche a autoestopistas —declaró virtuosamente la señorita Coogan.
—Y cuando llegue a su casa, no vuelva a Salem’s Lot —prosiguió Callahan—. Ahora las cosas andan mal en El Solar.
—No sé a qué se refiere —balbuceó ella—, pero tendrá que salir fuera a esperar el autobús.
—Sí, está bien.
Callahan salió.
Súbitamente, la señorita Coogan adquirió conciencia de lo silencioso que estaba el drugstore, de lo impresionante de ese silencio. ¿Sería posible que nadie hubiera entrado desde el anochecer, excepto el padre Callahan? Pues vaya si lo era. Nadie, en absoluto.
Ahora las cosas andan mal en El Solar.
La señorita Coogan empezó a recorrer el local, apagando las luces.
27
En El Solar, la oscuridad era total.
A las doce menos diez, a Charlie Rhodes le despertó un bocinazo prolongado. Se incorporó en su cama. ¡Su autobús!
Inmediatamente pensó: ¡Malditos mocosos!
Los chicos habían tratado otras veces de hacerle cosas así. Bien los conocía él a esos pequeños miserables. Una vez le habían desinflado los neumáticos, y aunque él no vio quién lo hacía, vaya si lo sabía. Había ido a ver a ese maldito subdirector para acusar a Mike Philbrook y Audie James. Él sabía que eran ellos… ¿acaso hacía falta verlos?
«¿Está usted seguro de que fueron ellos, Rhodes?».
«¿No se lo he dicho ya, acaso?».
Y a ese idiota no le había quedado otro remedio, había tenido que castigarlos. Después, una semana más tarde, el infeliz lo había llamado a su despacho.
«Rhodes, hoy castigamos a Andy Garvey».
«¿Ajá? No me sorprende. ¿Qué hizo?».
«Bot Thomas lo sorprendió mientras estaba desinflando los neumáticos de su autobús».
Y había clavado en Charlie Rhodes una larga y fría mirada apreciativa.
Bueno, y si había sido Garvey en vez de Philbrook y James, ¿qué? Todos andaban juntos, todos eran unos gamberros, todos se merecían que les aplastaran los sesos.
Y ahora le llegaba desde fuera el lamento enloquecedor del claxon, agotando su batería: HOONK, HOONK, HOOOONK…
—Hijos de mala madre —masculló mientras se levantaba de la cama.
Se enfundó los pantalones sin encender la luz. Si encendía la luz los muy cabroncetes escaparían.
En otra ocasión, alguien le había puesto una bosta de vaca en el asiento del conductor, y bastante idea tenía él de quién lo había hecho. Se podía leer en sus ojos. Eso lo había aprendido durante la guerra. Y el asunto de la bosta de vaca lo había arreglado a su manera. Durante tres días, a más de seis kilómetros del pueblo, hizo apearse de su autobús a aquel pequeño bastardo. Finalmente, el niño se le acercó llorando.
«Yo no hice nada, señor Rhodes. ¿Por qué me echa del autobús?».
«¿A llenarme el asiento de bosta le llamas nada?».
«Pero si no fui yo. Por Dios que no fui yo».
Bueno, pero es que había que saber tratarlos. Eran capaces de mentir a su propia madre con una sonrisa en los labios, y probablemente lo hacían. Durante dos noches más siguió haciendo apearse al chico, y por Dios que al final confesó. Charlie lo echó una vez más —por si las moscas, digamos— y fue entonces cuando Dave Felsen, el de la gasolinera, le dijo que mejor que se quedara tranquilo.
HOOOOOONK…
Se puso la camisa y al pasar recogió la vieja raqueta de tenis que tenía en un rincón. ¡A ver si esa noche acababa rompiéndola en algún trasero!
Salió por la puerta de atrás y rodeó la casa, hasta el lugar donde aparcaba el autobús amarillo. Se sentía decidido. Eso era infiltración, lo mismo que en el ejército.
Se detuvo detrás de una mata de adelfas para mirar el autobús. Sí, los veía, un montón de chiquillos, como sombras oscuras tras los cristales. Sintió la vieja furia, el odio a los niños como un hielo ardiente, y su mano apretó el mango de la raqueta hasta que esta empezó a vibrar. Ahí estaban asomados a… seis, siete, ocho, ¡ocho ventanas de su autobús!
Se deslizó por detrás del vehículo hasta la puerta por donde subían los pasajeros. La encontró abierta y, súbitamente, trepó de un salto los escalones.
—¡Muy bien! ¡Quedaos donde estáis, gamberros! Tú, deja ese maldito claxon o te…
El chico sentado en el asiento del conductor se volvió y le dirigió una sonrisa extraviada. Charlie sintió que se le revolvían las tripas. Era Richie Boddin, y estaba blanco, tan blanco como una sábana, excepto los carbones negros que eran sus ojos, y los labios de un rojo rubí. Y sus dientes…
Charlie Rhodes miró por el pasillo.
¿No era ese Mike Philbrook? ¿Y Audie James? Dios todopoderoso, ¡hasta los muchachos de Griffen estaban allí! Hal y Jack, sentados al fondo, con el pelo lleno de heno. Pero ¡si ellos no viajan en mi autobús! Mary Kate Greigson y Brent Tenney, sentados uno junto a otro, ella en camisón, él con tejanos y una camisa de franela puesta del revés, y además con la parte de la espalda hacia delante como si hubiera olvidado cómo hay que vestirse.
Y Danny Glick. Pero… oh, Cristo… si estaba muerto; ¡hacía semanas que había muerto!
—Un momento, chicos… —murmuró, con los labios entumecidos.
La raqueta de tenis se le cayó de la mano. Se oyó una especie de resuello y un golpe sordo mientras Richie Boddin, sin dejar de sonreír como un poseso, accionaba la palanca que cerraba la puerta. Y ahora se estaban levantando de los asientos, todos.
—No —les dijo, intentando sonreír—. Chicos… no comprendéis. Soy yo. Soy Charlie Rhodes. Soy… no…
Les sonreía con una mueca, extendiendo las manos como si quisiera demostrarles que no eran más que las manos sin culpa del viejo Charlie Rodes, y fue retrocediendo hasta chocar contra el amplio cristal del parabrisas.
—No —susurró.
Siguieron avanzando, sonrientes.
—No, por favor…
Y cayeron sobre él.
28
Ann Norton murió en el corto trayecto en ascensor desde la planta baja al primer piso del hospital. Se estremeció, y un hilillo de sangre se le escurrió por la comisura de la boca.
—Bueno —comentó uno de los asistentes—. Ya podemos desconectar la sirena.
29
Eva Miller había estado soñando.
Era un sueño raro, sin ser exactamente una pesadilla. El incendio de 1951 bramaba bajo un cielo despiadado que iba virando desde el azul pálido del horizonte a un blanco cruel y ardiente sobre sus cabezas. Desde ese tazón invertido, el sol ardía furiosamente, como una reluciente moneda de cobre. El olor acre del humo lo invadía todo; todas las actividades se habían interrumpido y la gente estaba inmóvil en las calles, mirando hacia el sudoeste, hacia los pantanos, y hacia el noroeste, hacia los bosques. Durante toda la mañana el humo había estado en el aire, pero ahora, a la una de la tarde, se podía ver cómo las brillantes arterias del fuego danzaban entre el follaje, más allá de los campos de los Griffen. La brisa que había ayudado a las llamas a saltar una barrera traía ahora una precipitación de cenizas blancas sobre el pueblo, como nieve de verano.
Ralph vivía, y había salido a ver si podían salvar el aserradero. Pero en el sueño todo estaba mezclado, porque Ed Craig estaba con ella, aunque Eva no había conocido siquiera a Ed hasta el otoño de 1954.
Ella estaba mirando el fuego desde la ventana de su dormitorio en el piso de arriba, y estaba desnuda. Unas manos la tocaron desde atrás, ásperas y morenas sobre la blancura tersa de las caderas, y Eva supo que era Ed, aunque en el cristal no se viera la sombra de su reflejo.
Ed, quería decirle. Ahora no. Es demasiado pronto. Nos faltan casi nueve años.
Pero las manos de él eran insistentes: le recorrían el vientre, un dedo jugueteó con el ombligo, después ambas manos se deslizaron hacia arriba hasta apoderarse de sus pechos con lasciva osadía.
Eva intentaba decirle que estaban en la ventana, que cualquiera que estuviera en la calle podía mirar por encima del hombro y verlos, pero las palabras se negaban a salir, y después sintió los labios de él en el brazo, en el hombro, hasta posarse con insistencia, lujuriosos, en su cuello. Eva sintió la presión de los dientes y cómo él la mordía, la mordía y chupaba, absorbiéndole la sangre, mientras ella de nuevo intentaba protestar: No me dejes marcas que Ralph se dará cuenta…
Pero protestar se le hacía imposible; además, ya no quería protestar. A Eva ya no le importaba que alguien pudiera mirar y verlos.
Sus ojos se dirigieron soñolientos hacia el fuego, mientras los labios y los dientes de Ed seguían chupándole el cuello, y Eva vio que el humo era muy negro, tanto como la noche, que oscurecía ese cielo ardiente y metálico, convirtiendo el día en noche, y el fuego se desplazó hacia su interior en forma de hilos y flores escarlatas; flores salvajes de medianoche.
Y después se hizo la noche y el pueblo desapareció, pero el fuego seguía crepitando en la oscuridad, pasando por formas fascinantes, calidoscópicas, hasta que le pareció que dibujaba un rostro con sangre, un rostro que tenía nariz de halcón, ojos ardientes y hundidos, labios gruesos y sensuales ocultos en parte por un espeso bigote, y el pelo peinado hacia atrás como el de un músico, descubriendo la frente.
—El aparador de estilo galés —dijo una voz distante, y Eva supo que era la de él—. El que está en el ático. Creo que ese nos irá muy bien. Y después arreglaremos lo de las escaleras. Hay que estar preparados.
La voz se desvaneció. Las llamas se desvanecieron.
Solo quedó la oscuridad, y Eva en medio de ella, soñando o empezando a soñar. Pensó oscuramente que sería un sueño dulce y largo, pero amargo y sin luz bajo la superficie, como las aguas del Leteo.
Otra voz, pero esta era la de Ed.
—Vamos, cariño. Levántate. Tenemos que hacer lo que él dice.
—¿Ed? ¿Ed?
Su rostro parecía flotar sobre el de ella, no dibujado en el fuego sino terriblemente pálido, extrañamente vacío. Sin embargo, Eva le amaba más que nunca. Se moría de ganas de que él la besara.
—Vamos, Eva.
—¿Es un sueño, Ed?
—No… un sueño no.
Por un momento ella se sintió asustada, pero después ya no hubo miedo, sino comprensión. Y con la comprensión vino el hambre.
Cuando miró el espejo no vio allí más que el reflejo de su dormitorio, silencioso y vacío. La puerta del ático estaba cerrada con llave, y la llave estaba en el cajón de abajo de la cómoda, pero no importaba. Ya no tenían necesidad de llaves.
Como sombras, se deslizaron a través de la puerta.
30
A las tres de la madrugada, la circulación de la sangre se enlentece y el sueño es pesado. El alma duerme, en feliz ignorancia de la hora, o bien mira en torno de ella con absoluta desesperación. No hay términos medios. A las tres de la mañana, a esa vieja puta que es el mundo se le han descascarado los colores alegres, y se ve que le falta la nariz y que tiene un ojo de cristal. La alegría se ahueca y se resquebraja, como en el castillo de Poe, cercado por la Muerte Roja. El horror se diluye en el aburrimiento. El amor es un sueño.
Parkins Gillespie se levantó del escritorio y fue a buscar la cafetera; tenía el aspecto de un mono delgadísimo, que acabara de sufrir una enfermedad devastadora. Tras él quedaban extendidos los naipes de un solitario. Parkins había oído varios alaridos en la noche, el sonido palpitante de un claxon, y en una ocasión ruido de pies que corrían. No se había asomado a investigar nada de eso. Su rostro enjuto y rígido se veía acosado por las cosas que su intuición le decía que estaban pasando allí fuera. Llevaba al cuello una cruz, una medalla de san Cristóbal y el signo de la paz. No sabía exactamente por qué se los había puesto, pero de alguna manera consolaban. Estaba pensando que si conseguía pasar esa noche, por la mañana se iría muy lejos, dejando su placa en el estante, junto al llavero.
Mabel Werts estaba sentada a la mesa de la cocina; tenía delante una taza de café frío, por primera vez en años había corrido las cortinas, y no había sacado del estuche los binoculares. Por primera vez en sesenta años no quería ver ni oír nada. La noche estaba llena de un chismorreo mortal que Mabel no quería escuchar.
Bill Norton iba camino del hospital de Cumberland, tras haber recibido una llamada (que había sido hecha mientras su mujer aún vivía). Tenía una expresión pétrea e inmóvil. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente bajo una lluvia que a cada instante se hacía más intensa. Bill trataba de no pensar en nada.
En el pueblo también había personas que dormían o velaban, pero indemnes, la mayoría personas solas, sin familiares ni amigos íntimos en el pueblo. Muchos de ellos no se habían dado cuenta de que estuviera sucediendo nada.
Los que velaban, sin embargo, estaban con todas las luces encendidas, y cualquiera que pasara por el pueblo (y eran muchos los coches que pasaban en dirección a Portland o los pueblos del sur) se extrañaría ante ese pueblecito, tan semejante a los otros que aparecían en la carretera, con su extraño espectáculo de viviendas completamente iluminadas. Tal vez el conductor habría disminuido la marcha para comprobar si había algún incendio, o accidente, y luego volvería a acelerar sin pensar más en el asunto.
Y he aquí lo peculiar: de entre los que velaban en Salem’s Lot, ninguno sabía la verdad. Tal vez un puñado de ellos la sospechara, pero incluso esas sospechas eran vagas e informes. Y sin embargo, todos se habían dirigido sin vacilar a los cajones de sus escritorios, a los baúles guardados en el ático o a los joyeros en la cómoda del dormitorio, en busca de cualquier símbolo religioso que pudieran poseer. Y lo hacían sin pensarlo, de la misma manera que un hombre que viaja solo en su coche durante una gran distancia va canturreando sin darse cuenta de que lo hace. Lentamente iban andando de habitación en habitación, como si sus cuerpos se hubieran vuelto frágiles y cristalinos, e iban encendiendo todas las luces y jamás miraban por las ventanas.
Eso, sobre todo: no miraban por las ventanas.
Por más que hubiera ruidos o terribles temores, por más espantoso que fuera lo desconocido, había algo todavía peor: mirar cara a cara a la Gorgona.
31
El ruido se adentró en su sueño como un clavo que se va insertando en el corazón del roble, con exquisita lentitud, fibra por fibra. Al principio, Reggie Sawyer pensó que soñaba con algo de carpintería, y su cerebro, desde la penumbrosa frontera entre sueño y vigilia, colaboró enviándole un lento fragmento de recuerdo de cuando él y su padre clavaban las tablas de la cabaña que habían levantado en Bryant Pond en 1960.
El sueño fue desembocando en la nebulosa idea de que no estaba soñando, sino oyendo los golpes de un martillo. Después vino la desorientación y Reggie se encontró despierto y advirtió que los golpes seguían sonando en la puerta principal, que alguien descargaba el puño sobre la madera con la regularidad de un metrónomo.
Sus ojos se dirigieron primero hacia Bonnie, que yacía a su lado, cubierta por las mantas. Después fueron hacia el reloj: las cuatro y cuarto.
Se levantó, salió silenciosamente del dormitorio y cerró la puerta. Encendió la luz del vestíbulo, echó a andar hacia la puerta y de pronto se detuvo. Vaciló.
Sawyer miró la puerta de su casa. Nadie llamaba a las cuatro y cuarto. Si alguien de la familia moría, lo comunicaban por teléfono, no venían a golpear a la puerta.
En 1968, Reggie había pasado siete meses en Vietnam. Aquel fue un año muy duro para los norteamericanos en Vietnam, y él sabía lo que era el combate. En aquellos días, despertarse era algo tan instantáneo como chascar los dedos o encender una lámpara; en un momento uno era una piedra, al minuto siguiente estaba alerta en la oscuridad. Reggie había perdido ese hábito tan pronto regresó a territorio estadounidense, y se enorgullecía de eso, aunque nunca lo hubiera dicho. Él no era una máquina, demonios. Oprímase el botón A y Johnny se despierta, oprímase el botón B y Johnny mata unos cuantos amarillos.
Pero ahora, de manera inesperada, la incertidumbre y la pesadez algodonosa del sueño se habían desprendido de él como se desprende la piel de una víbora, y Reggie parpadeó, alerta.
Había alguien ahí fuera. Sería Bryant, probablemente, lleno de alcohol y dispuesto a vencer o morir por la bella prisionera.
Reggie fue hacia la sala y se dirigió al armero que pendía sobre la falsa chimenea. No encendió la luz; a tientas, conocía perfectamente bien ese camino. Bajó la escopeta, la abrió, y la luz del vestíbulo arrojó un opaco resplandor sobre el bronce de los cañones. Volvió a la arcada que comunicaba con el vestíbulo y se detuvo. Los golpes seguían, monótonos, con regularidad, pero sin ritmo.
—Entre —invitó Reggie Sawyer.
Los golpes se detuvieron.
Se produjo una larga pausa y después el picaporte giró lentamente, hasta que por fin terminó su recorrido. Cuando la puerta se abrió, ahí estaba Corey Bryant.
Reggie sintió que se le detenía el corazón. Bryant seguía vestido con la misma ropa que llevaba la noche que Reggie lo había echado a la calle, solo que ahora las prendas estaban desgarradas y manchadas de barro. Tenía hojas pegadas a la camisa y los pantalones. Un trozo de tierra que le cruzaba la frente destacaba más su palidez.
—No te muevas —ordenó Reggie mientras levantaba la escopeta y le quitaba el seguro—, esta vez está cargada.
Pero Corey Bryant siguió avanzando, con sus ojos opacos clavados en el rostro de Reggie con una expresión mucho peor que el odio. Tenía los zapatos embadurnados de barro, que la lluvia había convertido en una especie de cola negruzca, y mientras caminaba iba salpicando el suelo del vestíbulo. En su andar había algo inexorable y despiadado, algo que daba la impresión de una fría y despiadada falta de misericordia. Los tacones embarrados seguían resonando. No habría orden capaz de detenerlos, ni ruego que pudiera persuadirlos.
—Si das un paso más te vuelo la cabeza —lo amenazó Reggie, atónito.
Ese tipo estaba más que borracho, estaba totalmente loco. Reggie advirtió con súbita claridad que tendría que disparar.
—Detente —volvió a decir, esta vez como quien no quiere la cosa.
Corey Bryant no se detuvo. Tenía los ojos fijos en la cara de Reggie, con la avidez mortal y chispeante de un animal embalsamado. Sus tacones seguían resonando con solemnidad.
A sus espaldas, oyó gritar a Bonnie.
—Vete al dormitorio —dijo Reggie, y retrocedió hacia el vestíbulo para interponerse entre ambos.
Ahora, Bryant no estaba a más de dos pasos de distancia. Una mano, blanca y floja, se tendió para aferrar los dos cañones de la escopeta.
Reggie apretó los dos disparadores.
En el estrecho vestíbulo, el estampido sonó como un trueno. De los dos cañones asomaron durante un momento lenguas de fuego. El olor intenso de la pólvora quemada inundó el aire. Se oyó un nuevo y agudo grito de Bonnie. La camisa de Corey se ennegreció y se hizo trizas, desintegrada más que perforada. Pero al abrirse, destrozados los botones, reveló, increíblemente intacta, la blancura de pescado del pecho y el abdomen de Corey. Los ojos espantados de Reggie recibieron la impresión de que esa carne no era carne en realidad, sino algo tan insustancial como una cortina de gasa.
Después vio que le arrebataba el arma como si las suyas fueran las manos de un niño. Sintió que le levantaba y le arrojaba contra la pared con una fuerza sobrehumana. Las piernas se negaron a sostenerle y Reggie se desplomó, aturdido.
Bryant pasó junto a él, hacia Bonnie, que se estremecía bajo la arcada, pero sin apartar los ojos del rostro de Corey. Reggie pudo leer la excitación en sus ojos.
Corey le miró por encima del hombro y esbozó una sonrisa que era una mueca vacía, como las que dedican a los turistas las calaveras de los animales muertos en el desierto. Bonnie le esperaba con los brazos abiertos. Los dos se estremecieron. Parecía que, sobre el rostro de ella, el terror y la lujuria alternaran como las sombras y la luz del sol al paso de las nubes.
—Cariño… —gimió Bonnie.
Reggie vociferaba.
32
—Llegamos a Hartford —anunció el conductor del autobús.
A través de la ventanilla, Callahan miró ese lugar desconocido, más desconocido aún bajo la primera luz incierta de la mañana. En El Solar ahora debían de estar regresando a sus madrigueras.
—Gracias.
—Hacemos una parada de veinte minutos. Pueden bajar a comprarse un bocadillo o lo que sea.
Callahan sacó torpemente del bolsillo el billetero, que estuvo a punto de caérsele de la mano vendada. Lo raro era que la quemadura ya no le dolía mucho; solo sentía la mano entumecida. Habría sido mejor el dolor. El dolor por lo menos era real. En la boca seguía sintiendo el sabor de la muerte, soso y arenoso como una manzana pasada. ¿Y eso era todo? Sí, y era suficiente.
Le tendió un billete de veinte dólares.
—¿Puede traerme una botella de whisky?
—Señor, las reglas…
—Y quedarse con la vuelta, claro.
—Oiga, no quiero que nadie se emborrache en mi autobús. Dentro de dos horas estaremos en Nueva York, y ahí podrá comprar usted lo que quiera.
Creo que te equivocas, amigo, pensó Callahan. Volvió a mirar su billetero para ver cuánto tenía. Uno de diez, dos de cinco y uno de uno. Sumó el billete de diez a los veinte y volvió a extender su mano vendada.
—Una de medio litro está bien —repitió—. Y puede quedarse con la vuelta.
La mirada del conductor se dirigió de los treinta dólares a aquellos sombríos ojos hundidos y tuvo la impresión de estar hablando con una calavera viviente, una calavera que por algún motivo ya no sabía sonreír.
—¿Treinta dólares por medio litro de whisky? Oiga, usted está loco. —Pero cogió el dinero, fue hasta la puerta del autobús y allí se volvió—. Pero tenga cuidado. No quiero que nadie se emborrache en mi autobús.
Callahan hizo un gesto de asentimiento, como un niño pequeño que se ha ganado una reprimenda.
El conductor le miró por un momento más, y luego descendió.
Whisky barato, pensó Callahan. Algo que queme la lengua y haga arder la garganta. Que haga desaparecer ese regusto dulzón y blando, o por lo menos que lo atenúe hasta que encuentre un lugar donde pueda empezar a beber en serio. A beber y beber y beber.
Pensó entonces que podría derrumbarse y echar a llorar. Pero no le quedaban lágrimas. Se sentía seco, y totalmente vacío. Lo único que quedaba era ese regusto.
Dese prisa, conductor.
Siguió mirando por la ventanilla. Al otro lado de la calle había un adolescente, sentado en los escalones de un porche, con la cabeza apoyada en los brazos. Callahan lo contempló hasta que el autobús volvió a partir, pero el muchacho no se movió.
33
Ben ascendió a la superficie de la vigilia cuando una mano le tocó el brazo.
—Hola —le susurró Mark al oído.
Ben abrió los ojos, parpadeó un par de veces y miró hacia el mundo a través de la ventana. La aurora había llegado furtivamente, en medio de una insistente lluvia otoñal. Los árboles que rodeaban el pabellón situado en el lado norte del hospital estaban ya semidesnudos, y las ramas negras se dibujaban contra el gris del cielo como las gigantescas letras de un alfabeto desconocido. La carretera 30, que al salir del pueblo describía una curva hacia el este, estaba brillante como la piel de una foca, y un coche que pasaba con las luces traseras todavía encendidas dejó un maligno reflejo rojo sobre el asfalto.
Ben se levantó y miró alrededor. Matt dormía con un ritmo respiratorio regular, aunque superficial. Jimmy también estaba dormido, tendido en el único diván de la habitación. Al ver en las mejillas de este la barba de tres días, que le daba un aspecto no muy propio de un médico, Ben se pasó la mano por la cara. Raspaba.
—Es hora de salir, ¿no? —preguntó Mark.
Ben asintió con la cabeza. Por su mente pasó la visión del día que se abría ante ellos y que podría traerles muchas cosas desagradables, y sintió deseos de evitarlo. La única manera de cumplir con lo que debían hacer sería no pensar en nada con más de diez minutos de antelación. Miró a Mark y vio en su rostro una ansiedad terrible.
Se acercó y sacudió a Jimmy.
Jimmy refunfuñó, debatiéndose en su diván como un nadador que regresa de aguas muy profundas. La cara se le contrajo, los párpados aletearon y, al abrirse, los ojos reflejaron por un momento un terror inenarrable. Miró a ambos, sin reconocerlos.
—Ah… Era un sueño —balbuceó.
Mark hizo un gesto comprensivo.
—El día —murmuró Jimmy del mismo modo que un avaro diría «dinero».
Se levantó, fue hacia la cama de Matt y le cogió la muñeca para tomarle el pulso.
—¿Está bien? —preguntó Ben.
—Me parece que está mejor que anoche —respondió Jimmy—. Ben, quiero que salgamos los tres en el ascensor de servicio, por si anoche alguien se fijó en Mark. Cuanto menos nos arriesguemos, mejor.
—¿No le pasará nada al señor Burke por quedarse solo? —preguntó Mark.
—Creo que no —contestó Ben—. Tendremos que confiar en que se las arregle por su cuenta. Nada le gustaría más a Barlow que mantenernos inmovilizados un día más.
Salieron de puntillas al corredor y se dirigieron al ascensor de servicio. A esa hora comenzaba el movimiento en la cocina. Una de las cocineras saludó con la mano a Jimmy.
—Hola, doctor.
Nadie más les dirigió la palabra.
—¿Dónde vamos primero? —preguntó Jimmy—. ¿Al colegio de Brock Street?
—No —decidió Ben—. Eso lo haremos por la tarde, ahora habrá demasiada gente allí. Mark, ¿salen temprano los más pequeños?
—A las dos de la tarde.
—Entonces tendremos bastantes horas de luz. Vamos primero a casa de Mark, a preparar estacas.
34
A medida que iban acercándose a El Solar, en el Buick de Jimmy fue condensándose una nube de terror casi palpable, y la conversación languideció. Cuando Jimmy salió de la carretera al llegar al gran cartel luminoso que anunciaba CARRETERA I 2 JERUSALEM’S LOT CONDADO DE CUMBERLAND, Ben recordó que por ese camino habían regresado él y Susan la primera noche que salieron juntos, cuando ella había querido ver una película de persecuciones en automóvil.
—Qué mal está esto —comentó Jimmy, cuyo rostro infantil estaba pálido y reflejaba cólera y miedo—. Por Dios, si es algo que casi se huele.
Y vaya si se huele, pensó Ben, aunque el olor era más mental que físico, una especie de emanación psíquica de las tumbas.
La carretera 12 estaba casi desierta. Por el camino pasaron junto al pequeño camión de reparto de leche de Win Purinton, abandonado allí. El motor estaba encendido, y Ben lo apagó después de mirar en la parte de atrás. Jimmy le dirigió una mirada interrogante mientras Ben subía de nuevo al coche.
—Ahí no está. El motor estaba encendido y casi sin gasolina. Ha estado encendido durante horas.
Jimmy se golpeó la pierna con el puño.
Pero mientras entraban en el pueblo, Jimmy exclamó con una absurda sensación de alivio:
—¡Mirad, el Crossen está abierto!
Y así era. Milt estaba fuera, cubriendo con un plástico sus estantes de periódicos, y junto a él, enfundado en un impermeable amarillo, se veía a Lester Silvius.
—Pero no veo a ninguno de los demás —comentó Ben.
Milt les saludó con la mano, y a Ben le pareció distinguir una expresión tensa en el rostro de los dos hombres. En la funeraria de Foreman seguía el cartel de CERRADO. También la ferretería estaba cerrada, y la tienda de Spencer, con las cortinas bajadas. El restaurante seguía abierto, y después de haber pasado frente a él, Jimmy arrimó su Buick a la acera, delante de la nueva tienda. Por encima del escaparate unas sencillas letras doradas seguían anunciando: «Barlow y Straker. Muebles de Calidad». Y pegado a la puerta, como había dicho Callahan, un letrero escrito a mano con la pulcra caligrafía que todos reconocieron, la misma de la nota que habían leído el día anterior: «Cerrado hasta nuevo aviso».
—¿Por qué te detienes aquí? —preguntó Mark.
—Por si estuviera escondido ahí dentro —dijo Jimmy—. Es algo tan obvio que tal vez haya pensado que no lo tendríamos en cuenta. Y creo que a veces los aduaneros ponen una marca en los cajones que han revisado, con tiza.
Dieron la vuelta hacia la parte trasera de la tienda y, mientras Ben y Mark se encorvaban para protegerse de la lluvia, Jimmy, cubriéndose el brazo con su impermeable, rompió el cristal de la puerta.
Dentro, el aire era pestilente y rancio, como si aquello hubiera estado cerrado desde hacía siglos, no unos pocos días. Ben asomó la cabeza por la puerta que daba a la tienda, pero allí no había lugar donde esconderse. Escasamente amueblado, no había indicios de que Straker hubiera estado reponiendo sus existencias.
—¡Venid aquí! —llamó Jimmy con voz ronca, y Ben sintió que el corazón le daba un vuelco.
Jimmy y Mark estaban junto a un largo cajón de tablas que Jimmy había abierto parcialmente con el extremo hendido del martillo que llevaba. Dentro se distinguía una mano pálida y una manga oscura.
Sin vacilar, Ben se abalanzó sobre el cajón, mientras Jimmy seguía utilizando el martillo en el extremo opuesto.
—Ben —le advirtió—, vas a hacerte daño en las manos.
Ben no le oía. Rompía a puñetazos las tablas del cajón y las arrancaba sin pensar en clavos ni en astillas. Ahí estaba, ahí tenían a ese ser siniestro y resbaladizo, y ahora podría hundirle la estaca en el corazón de la misma manera que se la había clavado a Susan, ahora… Arrancó otro trozo de la madera barata del cajón y se encontró mirando el rostro, muerto y pálido como la luna, de Mike Ryerson.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Jimmy.
Durante un momento, el silencio fue absoluto, y entonces todos ellos dejaron escapar el aliento… Fue como si una suave brisa hubiera atravesado la habitación.
—Lo mejor será ir a casa de Mark —reiteró Ben, en cuya voz vibraba la decepción—. Ya sabemos dónde está, y aún no tenemos ninguna estaca.
Descuidadamente, volvieron a poner en su lugar los trozos de madera astillada.
—Deja que te examine las manos, están sangrando —dijo Jimmy.
—Más tarde. Vamos.
Volvieron a rodear el edificio, embargados todos por la inexpresada alegría de estar otra vez al aire libre. Jimmy avanzó por Jointner Avenue y se introdujo en la zona residencial del pueblo, un poco más allá del pequeño centro comercial. Llegaron a la casa de Mark en menos tiempo del que hubieran deseado.
El viejo sedán del padre Callahan seguía aparcado en el camino de entrada. Al verlo, Mark palideció y miró hacia otro lado.
—No puedo entrar ahí —balbuceó—. Lo siento, pero esperaré en el coche.
—No tienes por qué disculparte, Mark —le tranquilizó Jimmy.
Aparcó y bajaron del coche. Ben titubeó un momento antes de apoyar la mano en el hombro de Mark.
—¿Seguro que estarás bien?
—Seguro —afirmó el chico, pero no tenía buen aspecto. Le temblaba el mentón, y en sus ojos asomaba una mirada vacía. De pronto se volvió hacia Ben y sus ojos volvieron a adquirir expresión, una expresión de dolor, anegados en lágrimas—. Cubridlos, ¿queréis? Si están muertos, cubridlos.
—Claro que sí —prometió Ben.
—Es mejor así —susurró Mark—. Mi padre… habría sido un buen vampiro. Tal vez tan bueno como Barlow, con el tiempo. Era… muy eficiente en todo lo que hacía. Demasiado eficiente, tal vez.
—Trata de no pensar demasiado —le dijo Ben, y sintió que despreciaba aquellas inútiles palabras.
Mark levantó la vista y le miró, sonriendo débilmente.
—La leña está en el patio de atrás —les dijo—. Iréis más deprisa si usáis la sierra de mi padre, que está en el sótano.
—Está bien —asintió Ben—. Estate tranquilo, Mark. Lo más tranquilo que puedas.
Pero el chico ya había apartado la mirada, y se frotaba los ojos con el brazo.
Él y Jimmy subieron y entraron en la casa.
35
—Callahan no está aquí —dijo Jimmy después de haber recorrido toda la casa.
—Barlow debe de haberlo vencido —se obligó a decir Ben.
Miró la cruz destrozada que tenía en la mano, la que el día anterior pendía del cuello de Callahan. No habían encontrado ningún otro rastro de él; la cruz yacía junto a los Petrie, que estaban indudablemente muertos. Les habían golpeado las cabezas, una contra otra, con tanta fuerza que les habían partido el cráneo. Ben recordó la fuerza antinatural que había exhibido la señora Glick, y tragó saliva.
—Vamos —le dijo a Jimmy—. Tengo que cubrirlos, lo prometí.
36
Retiraron la funda que protegía del polvo el diván de la sala y con eso los cubrieron. Ben procuraba no mirar ni pensar en lo que estaban haciendo, pero le resultaba imposible. Terminada la tarea, una mano —cuyas uñas cuidadas y esmaltadas proclamaban que era de June Petrie— siguió asomando por debajo del alegre estampado de tela, y Ben la empujó hacia adentro con la punta del pie, con el rostro desencajado, tratando de mantener su estómago bajo control. Bajo la funda, la forma de los cuerpos le hizo pensar en las fotos de Vietnam, los muertos en el campo de batalla, los soldados que transportaban horrendas cargas ocultas en sacos de goma negra que tenían un parecido absurdo con las bolsas donde se llevan los palos de golf.
Después bajaron, cada uno con una brazada de leña de fresno.
El sótano había sido el dominio de Henry Petrie, y reflejaba a la perfección su personalidad. Había tres luces de gran intensidad colgadas en línea recta sobre el área de trabajo, y cada una de ellas contaba con una pantalla móvil para que la luz cayera sobre su cepillo mecánico, la sierra, el torno o la pulidora eléctrica. Ben advirtió que Petrie estaba construyendo una casa para los pájaros, que probablemente pensaba poner en el jardín de atrás al llegar la primavera, y el plano que había dibujado como guía para el trabajo estaba extendido, sujeto en los ángulos por pisapapeles de metal fabricados por él mismo. Su trabajo era competente, pero no imaginativo, y lo que estaba haciendo jamás quedaría terminado. El suelo había sido cuidadosamente barrido, pero en el aire había un grato y nostálgico olor a serrín.
—Con esto no vamos a ninguna parte —dijo Jimmy.
—Sí, lo sé.
—La pila de leña —resopló Jimmy, mientras dejaba caer estrepitosamente la leña que llevaba en los brazos.
Los leños empezaron a rodar en todas direcciones, mientras él dejaba escapar una risa histérica.
—Jimmy…
La risa prevaleció sobre el intento de hablar de Ben.
—Vamos a salir a acabar con eso valiéndonos de una pila de leños del patio de Henry Petrie. ¿Qué tal si lo hiciéramos con patas de sillas, o con bates de béisbol?
—Jimmy, ¿qué otra cosa podemos hacer?
Jimmy le miró y consiguió controlarse, no sin un esfuerzo visible.
—Una especie de caza del tesoro —sugirió—. Contar cuarenta pasos hacia el norte en el campo de Charles Griffen, y después mirar bajo la gran piedra. Por Dios. Podemos irnos del pueblo, eso es lo que podemos hacer.
—Pero ¿tú quieres irte? ¿Es eso lo que quieres?
—No. Pero es que no va a ser solamente hoy, Ben. Pasarán semanas antes de que hayamos acabado con todos, si es que alguna vez lo conseguimos. ¿Te sientes capaz de soportarlo? ¿Te sientes capaz de repetir… de repetir mil veces lo que le hiciste a Susan? ¿De ahuyentarlos de sus armarios y agujeros, vociferando y retorciéndose, para hundirles una estaca que les atraviese el corazón? ¿Puedes seguir hasta noviembre sin enloquecer?
Ben lo consideró y topó con un muro: la total incomprensión.
—No lo sé —respondió.
—Bueno, ¿y qué me dices del chico? ¿Te parece que él puede soportarlo? Acabará para el chaleco de fuerza. Y Matt se morirá, eso puedo garantizártelo. Además, ¿qué hacemos cuando la poli estatal empiece a husmear por todos lados para descubrir qué demonios es lo que sucedió en Salem’s Lot? ¿Qué le decimos? ¿«Por favor, esperen un momento mientras acabo de clavarle la estaca a este vampiro»? ¿Qué dices a eso, Ben?
—¿Y qué demonios quieres que diga? ¿Quién cuernos ha tenido un minuto para detenerse a pensar las cosas?
Se dieron cuenta de que estaban frente a frente, las narices a escasos centímetros de distancia, gritándose el uno al otro.
—Eh —reaccionó Jimmy—. Eh, tranquilicémonos.
Ben bajó los ojos.
—Disculpa.
—No, culpa mía. Estamos en una situación tensa… sin duda eso es exactamente lo que quiere Barlow. —Se pasó una mano por su mata de pelo color zanahoria y miró alrededor. Sus ojos se detuvieron sobre algo que había junto al plano dibujado por Henry Petrie: un lápiz blando y chato, de carpintero. Jimmy lo cogió.
—Tal vez la mejor manera sea esta —murmuró.
—¿Cuál?
—Tú te quedas aquí, Ben, y empiezas a preparar las estacas. Si nos vamos a meter en esto, tenemos que hacerlo científicamente. Tú serás el departamento de producción, y Mark y yo formaremos el de investigación. Recorreremos el pueblo en su busca. Y los encontraremos, de la misma manera que encontramos a Mike. Con este lápiz de carpintero marcaremos los lugares donde están. Entonces, mañana será el día de las estacas.
—Pero ¿no se cambiarán de lugar cuando vean las marcas?
—No lo creo. La señora Glick no daba la impresión de relacionar muy bien las cosas. Creo que se mueven más bien por instinto. Es posible que después de un tiempo empiecen a esconderse mejor, pero al principio la cosa será como pescar en una pecera.
—¿Por qué no voy yo?
—Porque yo conozco el pueblo, y en el pueblo me conocen… de la misma manera que conocían a mi padre. Hoy, la gente que queda viva en El Solar estará escondida en su casa. Si tú llamas a la puerta, nadie te abrirá. Si llamo yo, es posible que me abran. Además yo conozco algunos de los lugares donde pueden ocultarse. Sé dónde se esconden los borrachos en la zona de los pantanos Marshes, y hacia dónde se desvían los caminos de tierra. ¿Crees que podrás usar el torno y la sierra?
—Sí —asintió Ben.
Jimmy tenía razón. Sin embargo, el alivio que sintió Ben al no tener que salir a hacerles frente hizo que al mismo tiempo se sintiera culpable.
—Está bien. Adelante. Ya es más de mediodía.
Ben se dirigió al torno, pero se detuvo.
—Si esperas una media hora, tal vez puedas llevarte una docena de estacas.
Jimmy se detuvo y bajó los ojos.
—Humm… creo que mañana… mañana sería…
—Como quieras —asintió Ben—. Iros, y volved alrededor de las tres. A esa hora, la escuela estará suficientemente tranquila para que podamos ir a ver qué pasa allí.
—De acuerdo.
Jimmy echó a andar hacia las escaleras. Algo, una idea no muy clara o una inspiración, le hizo volverse. Al otro lado del sótano vio a Ben, trabajando al resplandor deslumbrante de las tres luces ordenadamente dispuestas en hilera.
Algo… pero ya se había ido.
Volvió atrás.
Ben detuvo el torno y le miró.
—¿Algo más?
—Sí —murmuró Jimmy—. Algo que tengo en la punta de la lengua, pero nada más.
Ben arqueó las cejas.
—Cuando me di la vuelta desde la escalera y te vi, fue como si recordara algo…
—¿Importante?
—No lo sé. —Se quedó quieto un momento, restregando los pies en el suelo, esperando que volviera el recuerdo.
Tenía que ver con la imagen que presentaba Ben, de pie bajo esas luces, inclinado sobre el torno. Pero fue en vano. Cuando se pensaba en una cosa así, lo único que se conseguía era sentirla más distante.
Subió por las escaleras, pero se detuvo una vez más para mirar atrás. La imagen le sugería algo obsesivamente familiar, pero que se resistía a volver. Atravesó la cocina, salió y se dirigió al coche. La lluvia se había convertido en una ligera llovizna.
37
El automóvil de Roy McDougall estaba a la entrada del sector de casas prefabricadas, en Bend Road, y el hecho de verlo aparcado un día de trabajo hizo que Jimmy temiera lo peor.
Él y Mark descendieron del coche; Jimmy llevaba su maletín negro. Subieron por los escalones, y Jimmy pulsó el timbre. Como no funcionaba, llamó a la puerta de la casa. Sus golpes no despertaron a nadie, ni en casa de los McDougall ni en la siguiente, que estaba a unos veinte metros de distancia. También había un coche en la entrada.
Jimmy trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada.
—En el coche tenemos un martillo —dijo.
Cuando Mark se lo trajo, Jimmy rompió el vidrio de la puerta, por encima del picaporte. Luego metió la mano para descorrer el cerrojo. La puerta interior no estaba cerrada. Ambos entraron.
El olor era inmediatamente definible, y Jimmy sintió que la nariz se le contraía, como intentando rechazarlo. Aunque no era tan intenso como el que había sentido en el sótano de los Marsten, era igualmente repugnante, un olor a muerte y podredumbre, hedor de humedad y descomposición. Jimmy recordó la época en que, de niños, él y sus compañeros solían salir en bicicleta, durante las vacaciones de primavera, a recoger los envases retornables de cerveza y gaseosas que iba dejando al descubierto el deshielo. En uno de los envases, una botella de naranja Crush, estaba el cuerpo de un ratón silvestre que, atraído por el aroma, se había metido dentro y no había podido salir. Una bocanada de aquel olor pútrido le había obligado a vomitar. Era un olor muy semejante al que ahora les envolvía, en el que una dulzura repugnante y una acidez nauseabunda se mezclaban en una fermentación infernal. Jimmy sintió que se le cerraba la garganta.
—Están aquí, en alguna parte —dijo Mark.
Recorrieron todo el lugar metódicamente (cocina, rincón-comedor, sala de estar, los dos dormitorios) abriendo los armarios a su paso. A Jimmy le pareció ver algo en el armario empotrado del dormitorio principal, pero no era más que un montón de ropa sucia.
—¿No hay sótano? —preguntó Mark.
—No, pero es posible que haya algún lugar que no se ve a primera vista.
Rodearon la casa y vieron una trampilla que daba a un espacio practicado entre los débiles cimientos de la casa. Estaba cerrada con un viejo candado, que cedió después de cinco buenos golpes de martillo. Cuando Jimmy abrió la trampilla, el olor los abofeteó como una ola.
—Están aquí —dijo Mark.
Al mirar dentro, Jimmy distinguió los pies, alineados como los de los cadáveres sobre un campo de batalla. Uno de ellos calzaba botas de trabajo, el otro un par de zapatillas, y el tercero, un par de pies muy pequeños por cierto, aparecía desnudo.
Qué escena de familia, pensó absurdamente Jimmy. Reader’s Digest, ¿dónde estás cuando más falta haces? Le anegó una sensación de irrealidad. El bebé, pensó. ¿Cómo podremos hacer eso a un bebé? Hizo una marca en la puerta con el lápiz de carpintero y volvió a recoger el candado roto.
—Espera —dijo Mark—. Sacaré fuera a uno de ellos.
—¿Sacar…? ¿Para qué?
—Tal vez la luz del sol acabe con ellos —dijo Mark—, y así nos ahorraremos recurrir a las estacas.
Jimmy asintió, esperanzado.
—Está bien. ¿Cuál?
—El bebé no —repuso Mark—. El hombre. Cógele de un pie.
—Bien —dijo Jimmy, que sentía la boca seca.
Mark se arrastró boca abajo, haciendo crujir con su peso las hojas secas que alfombraban el suelo, cogió una bota de Roy McDougall y empezó a tirar de ella. Jimmy, que también se había deslizado hacia dentro, raspándose la espalda contra el marco de la trampilla, le imitó, luchando contra la sensación de claustrofobia. Entre los dos consiguieron sacarlo a la luz del día, bajo la casi imperceptible llovizna.
La escena que siguió fue estremecedora. Roy McDougall empezó a revolverse apenas la luz cayó de lleno sobre él, como un hombre a quien molestan mientras duerme. De sus poros salía una especie de vapor húmedo, y parecía que la piel se le aflojaba y se volvía amarillenta. Bajo los párpados cerrados, los ojos giraban enloquecidos. Los pies daban lentas patadas, como en sueños, entre las hojas húmedas. Su labio superior se encogió y dejó ver los incisivos superiores, enormes y agudos como los de un pastor alemán. Los brazos se agitaban lentamente mientras las manos se cerraban y se abrían; una de ellas rozó la camisa de Mark, y el chico dio un salto atrás, con un grito de repugnancia.
Roy empezó a arrastrarse lentamente hacia la trampilla. Los brazos, las rodillas y la cara iban horadando surcos en la tierra blanda, humedecida por la lluvia. Jimmy observó que había iniciado una respiración dificultosa en el momento en que el cuerpo recibió la luz, pero se interrumpió tan pronto McDougall alcanzó la sombra. Lo mismo sucedió con la transpiración.
Una vez llegó al lugar de donde lo habían sacado, McDougall se dio la vuelta y se quedó inmóvil.
—Cierra —pidió Mark con voz estrangulada—. Por favor, cierra.
Jimmy cerró la trampilla y volvió a colocar el candado. La imagen del cuerpo de McDougall, debatiéndose como una víbora ofuscada entre la hojarasca, no se apartaba de su mente. Jimmy pensó que, aunque viviera cien años, jamás habría un momento en que ese recuerdo dejara de estar presente en su memoria.
38
Se quedaron de pie bajo la lluvia, mirándose en actitud temblorosa.
—¿La puerta siguiente? —preguntó Mark.
—Sí. Lógicamente, deben de haber sido los primeros a quienes atacaron los McDougall.
Al acercarse a la casa vecina, aquel olor inconfundible les esperaba en la puerta de entrada. El nombre escrito bajo el timbre era Evans. Jimmy los conocía. David Evans y su familia. Él trabajaba como mecánico en la sección de automóviles de Sears en Gates Falls. Jimmy lo había atendido un par de años atrás, por un quiste o algo así.
Aunque allí el timbre funcionaba, nadie contestó. Encontraron a la señora Evans en la cama. Los dos niños estaban en una litera de su dormitorio, vestidos con pijamas idénticos, estampados con personajes de historietas de Winnie the Pooh. Encontrar a Dave les llevó más tiempo; se había escondido en un armario para guardar maletas que había sobre la puerta del pequeño garaje.
Jimmy hizo marcas circulares en la puerta de entrada y en la del garaje.
—Parece que vamos bien —comentó.
—¿Podrías esperar un momento? —preguntó Mark—. Me gustaría lavarme las manos.
—Claro. A mí también me gustaría, y no creo que los Evans tengan inconveniente en que usemos su cuarto de baño.
Los dos entraron, y Jimmy se sentó en una de las sillas de la sala y cerró los ojos. No tardó en oír el agua correr en el cuarto de baño.
Sobre la oscura pantalla de sus ojos cerrados veía la mesa de la funeraria, cómo la sábana que cubría a Marjorie Glick empezaba a estremecerse, cómo la mano se deslizaba y los dedos iniciaban su lenta danza en el aire…
Abrió otra vez los ojos.
La casa donde se encontraban estaba en mejores condiciones que la de los McDougall, más pulcra, más cuidada. Jimmy no había conocido a la señora Evans, pero tenía la impresión de que debía de haber sido una mujer orgullosa de su hogar. En un cuarto pequeño, que probablemente en el folleto del vendedor habría sido considerado como lavadero, estaban guardados ordenadamente los juguetes de los niños. Pobres críos, pensó Jimmy, ojalá los hayan disfrutado mientras todavía había para ellos días en que el sol y la luz eran un placer. Había un triciclo, varios camiones de plástico, una gasolinera, un vehículo con tracción de oruga y una diminuta mesa de billar.
Jimmy apartó los ojos, pero al punto volvió a mirarla, sobresaltado.
Tiza azul.
Tres luces en hilera, con pantallas.
Bajo las luces, hombres que caminaban alrededor de la mesa verde, con los tacos en alto, sacudiéndose de los dedos el polvo de tiza azul…
—¡Mark! —gritó mientras se enderezaba bruscamente en la silla—. ¡Mark!
El chico llegó corriendo, sin camiseta, para ver qué ocurría.
39
Un antiguo alumno de Matt (del curso del sesenta y cuatro, con excelentes notas en literatura y solo mediocres en composición) había ido a verlo al hospital alrededor de las dos y media. Tras hacer algún comentario sobre los libros que encontró en el cuarto del enfermo, preguntó a Matt si estaba preparando una tesis sobre ocultismo. Matt no podía recordar si se llamaba Herbert o Harold.
Matt, que cuando Herbert (o Harold) entró, estaba leyendo un libro titulado Desapariciones extrañas, se alegró de la interrupción. Ya en ese momento estaba esperando a que sonara el teléfono, aunque bien sabía que hasta después de las tres de la tarde sus amigos no podrían entrar sin riesgo en el colegio de Brock Street. Ansiaba conocer cuál había sido la suerte del padre Callahan. Y tenía la impresión de que el día transcurría con una rapidez alarmante, aunque siempre había oído decir que el tiempo pasaba muy lentamente en un hospital. Se sentía impotente y confundido; viejo, en una palabra.
Comenzó a hablarle a Herbert (o Harold) del pueblo de Momson, en Vermont, cuya historia acababa de leer, y que había encontrado especialmente interesante porque pensaba que, de ser verdad, tal historia podía ser una precursora del destino que estaba sufriendo El Solar.
—Todo el mundo desapareció —informó a Herbert (o Harold), que lo escuchaba con cortés aunque no bien disimulado aburrimiento—. No era más que un pequeño pueblo rural al norte de Vermont, al cual se accedía por la interestatal 2, y por la 19 de Vermont. El censo de 1920 arrojó una población de 312 habitantes. En agosto de 1923, una mujer de Nueva York empezó a preocuparse porque hacía dos meses que su hermana no le escribía. Ella y el marido acudieron hasta allá en coche, y fueron los primeros en contar la historia a los periódicos, aunque no me cabe duda de que los habitantes de alrededor estaban ya al tanto de la desaparición desde hacía algún tiempo. La hermana y el marido habían desaparecido, al igual que los demás habitantes de Momson. Las casas y los establos seguían en pie, y en una de las casas la comida aún estaba servida en la mesa. Por aquel entonces fue un caso bastante sensacional. En cuanto a mí, no me habría gustado quedarme a pasar allí la noche. El autor afirma que la gente de los pueblos vecinos cuentan historias raras… de aparecidos, duendes y cosas así. Algunos cobertizos de las afueras tenían, pintados en las paredes, cruces y signos contra el mal de ojo… y pintados siguen hasta hoy. Fíjate, aquí hay una fotografía de la tienda, de la gasolinera y del depósito de granos y comestibles… lo que venía a ser el distrito comercial de Momson. ¿Qué crees que puede haber pasado?
Herbert (o Harold) miró cortésmente la figura. Nada más que un pueblecito, con unas pocas tiendas, y unas pocas casas. Algunas estaban ruinosas. Podría ser cualquier pueblo del país. Al pasar en coche por cualquiera de ellos después de las ocho, no se podía saber si había un alma viviente. Decididamente, el viejo se había puesto chocho con la edad. Herbert (o Harold) se acordó de su anciana tía, que en los dos últimos años estaba convencida de que su hija le había matado el loro y se lo daba a comer mezclado con las hamburguesas. Los viejos tienen ideas raras.
—Muy interesante —comentó mientras levantaba la vista hacia Matt—, pero no creo… ¡Señor Burke! Señor Burke, ¿se encuentra bien? ¡Enfermera! ¡Oiga, enfermera!
Matt se había quedado con los ojos fijos, una mano contraída sobre la sábana, mientras con la otra se apretaba el pecho. Su cara se había puesto muy pálida, y en el centro de la frente le latía una vena.
Es muy pronto, pensaba. Aún es demasiado pronto…
Dolor, dolor que le azotaba en grandes oleadas, que le empujaba hacia la oscuridad.
Cuidado con ese último paso, es un asesino, pensó confusamente.
Después, la caída.
Herbert (o Harold) salió corriendo de la habitación, derribando a su paso una silla y una pila de libros. La enfermera ya acudía a su llamada.
—Es el señor Burke —balbuceó Herbert (o Harold), que seguía con el libro en la mano, señalando con el índice la página donde estaba la fotografía de Momson, Vermont.
La enfermera entró en la habitación. Matt estaba tendido con la cabeza colgando fuera de la cama y los ojos cerrados.
—¿Está…? —balbuceó Herbert (o Harold). No hacía falta completar la pregunta.
—Sí, creo que sí —contestó la enfermera, al mismo tiempo que pulsaba un botón para llamar al servicio de urgencia—. Ahora tendrá usted que retirarse.
40
—Pero en El Solar no hay sala de billares —objetó Mark—. La más próxima está en Gates Falls. ¿Tú crees que iría hasta allá?
—No, claro que no. Pero hay gente que tiene una mesa de billar en su propia casa.
—Sí, eso lo sé.
—Y hay otra cosa que no puedo recordar —dijo Jimmy.
Se recostó con los ojos cerrados y los cubrió con las manos. Había otra cosa, que en su mente se vinculaba con algo de plástico. ¿Por qué plástico? Había juguetes de plástico, utensilios de plástico para salir de picnic, cubiertas de plástico para proteger los botes durante el invierno…
De pronto se formó en su mente la imagen de una mesa de billar envuelta en una gran funda de plástico para protegerla del polvo… Una imagen completa, hasta con banda de sonido, con una voz que decía: «En realidad tendría que venderla antes de que el fieltro se llene de moho, como dice Ed Craig que puede pasar, pero como era de Ralph…».
Jimmy abrió los ojos.
—Ya sé dónde está —anunció—. Sé dónde está Barlow. Está en el sótano de la pensión de Eva Miller.
Y era verdad; lo sabía. Sentía la verdad en su mente como algo incontestable.
Los ojos de Mark destellaron.
—Vamos a buscarlo.
—Espera.
Jimmy fue al teléfono, buscó en la guía el número de Eva y marcó, sin demora. El teléfono sonó sin que nadie contestara. Diez veces, once, doce. Asustado, colgó. En la casa de Eva habría por los menos diez huéspedes, muchos de ellos ancianos jubilados. Allí siempre había alguien. Antes de que ocurriera todo, siempre había alguien.
Miró su reloj. Eran las tres y cuarto; el tiempo volaba. Había que apresurarse.
—Vamos —dijo.
—¿Qué hacemos con Ben?
—No podemos llamarle —dijo Jimmy—. En tu casa no hay línea. Si vamos a casa de Eva, y nos equivocamos, todavía tendremos varias horas de luz. Y si estamos en lo cierto, iremos en busca de Ben para volver todos juntos.
—Espera, voy a por mi camiseta —dijo Mark, y salió del salón en dirección al cuarto de baño.
41
El Citroën de Ben seguía en el aparcamiento de Eva, cubierto ahora de hojas húmedas caídas de los olmos que daban sombra al rectángulo de grava. Se había levantado viento, pero ya no llovía. El cartel que anunciaba el alquiler de habitaciones oscilaba chirriante en la tarde gris. La casa estaba envuelta en un silencio fantasmagórico en el que había un matiz de espera que heló la sangre a Jimmy. El mismo silencio de la casa de los Marsten. Por un momento pensó si alguien se habría suicidado también allí. Eva debía saberlo, pero con Eva no sería posible hablar, ya no.
—Sería perfecto —comentó—. Establecerse en la pensión del pueblo para ir rodeándose paulatinamente de su familia.
—¿Estás seguro de que no hace falta llamar a Ben?
—Más tarde. Vamos.
Bajaron del coche y echaron a andar hacia el porche. El viento les revolvía el pelo. Todas las persianas estaban bajadas, y la casa daba la impresión de estar pensando malignamente en ellos.
—¿Sientes el olor? —preguntó Jimmy.
—Sí, más fuerte que nunca.
—¿Estás preparado?
—Sí —respondió Mark con firmeza—. ¿Y tú?
—Por Dios que sí.
Subieron los escalones del porche y Jimmy abrió la puerta. No estaba cerrada con llave. Cuando entraron en la amplia cocina inmaculadamente limpia de Eva Miller, les asaltó el hedor de un vertedero de basura reseco, ahumado por los años.
Jimmy recordó su conversación con Eva, casi cuatro años atrás, poco después de que él hubiera obtenido su doctorado en medicina. Eva había ido para que le hiciera un chequeo. Durante años, había sido paciente de su padre, y cuando Jimmy ocupó su lugar y llevó sus cosas al mismo consultorio en Cumberland, Eva había ido sin reparos a visitarle. Habían hablado de Ralph (por entonces hacía doce años que había muerto), y ella le había contado que el fantasma de su marido seguía andando por la casa, que de vez en cuando encontraba algo nuevo en el ático o en un cajón del escritorio. Claro que también estaba la mesa de billar, en el sótano. Eva decía que tendría que deshacerse de ella, ya que no hacía más que ocupar un espacio que podría servir para otra cosa. Pero como había pertenecido a Ralph, no acababa de decidirse a poner un anuncio de venta en el periódico, ni a telefonear al programa de la radio local donde se recibían ofertas y demandas.
Los dos cruzaron la cocina, dirigiéndose hacia la puerta del sótano. Jimmy la abrió: la pestilencia era densa y agobiante. Accionó el interruptor de la luz, pero no funcionó. Claro, Barlow lo había inutilizado.
—Busca por ahí —le dijo a Mark—, a ver si encuentras una linterna o velas.
Mark empezó a registrar la cocina, abriendo los cajones. Observó que la rejilla para secar cubiertos que pendía sobre el fregadero estaba vacía, pero en ese momento no le dio importancia. El corazón le latía con dolorosa lentitud, como un tambor amortiguado. Estaba al borde de su capacidad física y mental de resistencia. Parecía que su cerebro ya no pensara, que se limitara a reaccionar. Continuamente le parecía advertir movimientos con el rabillo del ojo, y volvía la cabeza sobresaltado, pero no veía nada. Un veterano de guerra hubiera reconocido los síntomas de la fatiga de combate.
Fue al vestíbulo para buscar en el aparador que había allí. En el tercer cajón encontró una linterna y volvió a la cocina…
—Aquí tienes, Jim…
Se oyó un ruido como de maderas, seguido por un golpe.
La puerta del sótano estaba abierta.
Después empezaron los gritos.
42
Cuando Mark volvió a la cocina de Eva, eran las cinco menos veinte. Tenía los ojos desorbitados y la camiseta manchada de sangre.
Miraba con aire aturdido y de pronto soltó un grito, un alarido que subía desde el vientre, por el oscuro pasaje de la garganta y salió por la boca desesperadamente abierta. Siguió gritando hasta tener la sensación de que el cerebro empezaba a limpiarse de locura. Gritó hasta que su garganta no pudo más y un dolor terrible se le clavó en las cuerdas vocales. Y aun cuando ya hubiera dado cauce a todo el miedo, el horror, la furia y el dolor, estaba esa presión espantosa que seguía subiendo en oleadas desde el sótano, delatando allá abajo, en alguna parte, la presencia de Barlow. Y ahora faltaba poco para oscurecer.
Salió al porche a respirar ávidamente aire fresco. Tenía que reunirse con Ben. Pero parecía que un extraño letargo hubiera convertido sus piernas en plomo. ¿De qué serviría, si Barlow les iba a derrotar? Hacerle frente había sido una locura. Y ahora Jimmy acababa de pagar el precio de su temeridad, como Susan, como el padre Callahan.
Su voluntad se templó. No. No. No.
Bajó por los escalones del porche y subió al Buick de Jimmy, que tenía las llaves puestas.
Ve en busca de Ben, inténtalo una vez más, se dijo.
Sus cortas piernas apenas llegaban a los pedales. Rectificó la altura del asiento y encendió el motor. Movió la palanca del cambio y pisó el acelerador. El coche dio un corcoveo. Mark pisó el freno y se golpeó dolorosamente contra el volante. El claxon sonó.
¡No podré conducirlo!
Le pareció oír a su padre, diciendo con su voz lógica y arrogante: «Tienes que ser cuidadoso cuando aprendas a conducir, Mark. La conducción de coches es el único medio de transporte que no está completamente regulado por las leyes federales. Como resultado, todos los conductores son aficionados. Y muchos de esos aficionados son suicidas. Por ende, tú debes ser muy cuidadoso. El acelerador debe usarse como si entre el pie y el pedal hubiera un huevo. Y cuando se conduce un coche con cambio automático, como el nuestro, entonces el pie izquierdo no se usa para nada. Solo se usa el derecho; primero el freno, después el acelerador».
Quitó el pie del freno, y el automóvil se arrastró por el camino de entrada. Se subió al bordillo y consiguió detener el coche a trompicones. El parabrisas se había empañado. Lo frotó con la manga y solo consiguió ensuciarlo más.
—Al diablo —masculló.
Volvió a arrancar, torpemente, describió una curva amplia e insegura y tomó la dirección de su casa. Tenía que estirar el cuello para ver por encima del volante. Buscó a tientas con la mano derecha, consiguió encender la radio y la puso a todo volumen. Estaba llorando.
43
Ben iba andando por Jointner Avenue en dirección al pueblo cuando apareció por el camino el Buick de Jimmy, avanzando con espasmódicas sacudidas, zigzagueando como un borracho. Le hizo señas con la mano y el coche se acercó, una de las ruedas delanteras chocó contra la acera y finalmente se detuvo.
Mientras preparaba las estacas, Ben había perdido la noción del tiempo, y se había sobresaltado al comprobar que eran casi las cuatro y diez. Entonces se aseguró un par de estacas en el cinturón y subió por las escaleras para hablar por teléfono. Cuando se disponía a coger el aparato, recordó que no funcionaba.
Preocupado, corrió hacia fuera y miró los dos coches aparcados, el de Callahan y el de Petrie. Ninguno tenía las llaves puestas. Podría haber vuelto a buscarlas en los bolsillos de Henry Petrie, pero la sola idea le repelía. Entonces echó a andar a paso vivo por la carretera, la mirada alerta por si veía el coche de Jimmy. Había pensado ir directamente al colegio Brock Street cuando vio venir el Buick.
Cuando el coche se detuvo, corrió hacia el lado del conductor y se encontró a Mark Petrie sentado al volante, solo. El chico miró con aturdimiento a Ben. Movía los labios sin conseguir articular sonido alguno.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Jimmy?
—Muerto… —balbuceó por fin Mark—. Barlow ha vuelto a ganarnos la partida. Está escondido en el sótano de la pensión de la señora Miller. Jimmy también está allí… Yo bajé para ayudarle, y casi no pude volver a subir. Pero encontré una tabla por donde logré trepar; pensé que me quedaría atrapado allí abajo… hasta que se pusiera el sol…
—¿Qué pasó? ¿De qué estás hablando?
—Jimmy entendió lo de la tiza azul. Mientras estábamos en una casa, en el Bend. Tiza azul… mesas de billar. En el sótano de la casa de Eva Miller hay una mesa de billar que perteneció a su marido. Jimmy telefoneó a la pensión, y como nadie contestaba, fuimos allá.
Levantó su rostro sin lágrimas.
—Me dijo que buscara una linterna, porque la luz del sótano no funcionaba, lo mismo que en la casa de los Marsten, así que me puse a mirar por allí. Y… vi que faltaban todos los cuchillos de la rejilla que hay sobre el fregadero, pero no se me ocurrió pensar nada. Así que en cierto modo, yo lo maté. Fui yo. Ha sido por mi culpa, solo por mi culpa…
Ben le sacudió con energía.
—Basta, Mark. ¡Basta!
Mark se llevó las manos a la boca para detener el balbuceo de la histeria antes de que empezara a desbordarse. Por encima de las manos, su mirada se clavó en la de Ben.
—En el aparador del vestíbulo encontré una linterna, sabes —pudo continuar por fin—. Y en ese momento fue cuando Jimmy se cayó y empezó a gritar. Se… yo también me habría caído, pero él me previno. «Cuidado, Mark», fueron sus últimas palabras.
—Pero ¿qué fue? —insistió Ben.
—Barlow y los otros destruyeron la escalera —explicó Mark con voz monocorde—. Aserraron todos los escalones hacia abajo, a partir del tercero. Dejaron un trozo del pasamanos más para que pareciera… para que… —Sacudió la cabeza—. En la oscuridad, Jimmy creyó que todo estaba bien.
—Ya —asintió Ben—. ¿Y los cuchillos?
—Estaban todos dispuestos abajo, en el suelo —susurró el chico—. Ellos atravesaron los cuchillos en un trozo de madera y les quitaron los mangos para que la madera quedara plana, con las hojas hacia arriba…
—Oh —gimió Ben, impotente—. Oh, Cristo. —Se inclinó y aferró de los hombros al muchacho—. ¿Estás seguro de que está muerto, Mark?
—Sí. Te… tenía media docena de heridas. Y la sangre…
Ben volvió a consultar el reloj. Las cinco menos diez. Volvió a acosarle la sensación de apremio, de que el tiempo se le escapaba.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Mark.
—Ir al pueblo para telefonear a Matt. Después iremos a ver a Parkins Gillespie y hablaremos con él. Antes de que oscurezca tenemos que acabar con Barlow.
Mark sonrió con una mueca débil y enfermiza.
—Es lo mismo que dijo Jimmy. Pero él sigue infligiéndonos derrota tras derrota. Otros mejores que nosotros deben de haberlo intentado, y fracasaron.
Ben miró de nuevo al chico y se preparó para hacer algo horroroso.
—Pareces asustado —le dijo.
—Estoy asustado —confirmó Mark, sin reaccionar—. ¿Tú no lo estás?
—Sí, lo estoy —contestó Ben—, pero también estoy loco de furia. He perdido a la chica que amaba… Y los dos hemos perdido a Jimmy. Y tú has perdido a tus padres. Están tirados en la sala de tu casa, cubiertos con la funda del sofá —se obligó a decir brutalmente—. ¿No quieres volver a echar un vistazo?
Mark se apartó de él con expresión dolorida y horrorizada.
—Quiero que sigas conmigo —continuó Ben, y sentía asco de sí mismo. Estaba hablando como un entrenador de fútbol antes del gran partido—. No me importa quién trató de detenerles antes. No me importa si Atila el rey de los Hunos le hizo frente y salió derrotado. Esta es mi oportunidad. Y quiero que estés conmigo, porque te necesito.
Y esa era la pura verdad.
—Está bien —dijo Mark. Se miró el regazo y sus manos se enlazaron en una consternada pantomima.
—Y a ver si te rehaces.
Mark le miró, sin esperanza.
—Lo estoy intentando —dijo.
44
La gasolinera Sonny’s Exxon, a la salida de Jointner Avenue, estaba abierta, y Sonny James (que explotaba el nombre de su tocayo, el músico country, con un cartel en colores que se veía en el escaparate, junto a una pila de latas de aceite) les atendió personalmente. Era un hombrecillo con aspecto de gnomo, cuyo escaso pelo exhibía un corte de recluta que dejaba entrever el cuero cabelludo.
—Hola, señor Mears, ¿cómo le va? ¿Y su Citroën?
—En el garaje, Sonny. ¿Dónde está Pete? —Pete Cook era el ayudante de Sonny. Pete vivía en el pueblo, pero Sonny no.
—Hoy no ha venido, pero no importa. De todas maneras, no hay mucho movimiento. Parece como si el pueblo se hubiera muerto.
Ben sintió que una risa oscura e histérica se le agitaba en el vientre, pugnando por escapar de la boca en grandes oleadas.
—¿Quieres llenármelo? —consiguió balbucear—. Haré una llamada.
—Desde luego. Hola, hijo. ¿No has ido a la escuela hoy?
—He salido a dar una vuelta con el señor Mears, porque me sangraba la nariz —explicó Mark.
—Seguro que sí. A mi hermano también solía pasarle. Eso es que tienes la presión alta, muchacho. —Fue hacia la parte posterior del coche de Jimmy y retiró la tapa del depósito.
Ben entró en el local para hablar por el teléfono público situado junto al estante donde se exhibían los mapas de carreteras de Nueva Inglaterra.
—Hospital de Cumberland.
—Quisiera hablar con el señor Burke, por favor. Habitación 402.
Se produjo una vacilación, y Ben estaba a punto de preguntar si lo habían cambiado de habitación cuando la voz dijo:
—¿Quién le llama, por favor?
—Benjamin Mears. —Súbitamente, la posibilidad de que Matt hubiera muerto apareció en su mente como una larga sombra—. ¿Él está bien?
—¿Es usted familiar?
—No, un amigo. Él no…
—El señor Burke ha muerto esta tarde, a las tres y siete minutos, señor Mears. Si quiere esperar un momento, veré si ha llegado el doctor Cody. Tal vez él pueda…
La voz prosiguió, pero Ben había dejado de oírla, aunque siguiera con el auricular pegado a la oreja. Como un peso que se desplomara sobre él, le aplastó la súbita comprensión de hasta qué punto había confiado en que Matt les guiara a través de la pesadilla laberíntica que les esperaba esa tarde. Y Matt había muerto. Insuficiencia cardíaca congestiva. Causas naturales. Era como si el propio Dios apartara de ellos su mirada.
Ahora no quedamos más que Mark y yo. Susan, Jimmy, el padre Callahan, Matt. Todos desaparecidos.
El pánico se apoderó de él y se dispuso hacerle frente silenciosamente.
Sin pensar en lo que hacía, colgó y salió fuera. Eran las cinco y diez. En el oeste, las nubes se estaban dispersando.
—Son tres dólares —le dijo alegremente Sonny—. Este es el coche del doctor Cody, ¿no? Cuando veo matrículas de médico, siempre me acuerdo de una película que vi, una historia de gamberros que siempre robaban coches con matrícula de médico, porque…
Ben le entregó tres billetes de dólar.
—He de apresurarme, Sonny. Lo siento, pero tengo un problema.
El rostro de Sonny se arrugó.
—Oh, lo lamento, señor Mears. ¿Malas noticias de su editor?
—Algo así. —Ben se sentó al volante, cerró la puerta, puso en marcha el coche y arrancó, dejando a Sonny perplejo, enfundado en su manchado impermeable amarillo.
—Matt ha muerto, ¿verdad? —le preguntó Mark.
—Sí, de un ataque cardíaco. ¿Cómo lo supiste?
—Por tu cara.
Eran las cinco y cuarto.
45
Parkins Gillespie estaba de pie en el pequeño porche cubierto del edificio municipal, fumando un Pall Mall mientras miraba el cielo, hacia poniente. De mala gana, prestó atención a Ben Mears y Mark Petrie. Su cara tenía un aspecto triste y envejecido.
—¿Cómo está, agente? —le saludó Ben.
—Regular —admitió Parkins, mientras se observaba las uñas—. Les he visto dando vueltas. Y me pareció que una vez el chico iba al volante, cuando venía por Railroad Avenue, ¿o no?
—Sí —afirmó Mark.
—Casi te estrellas. Uno que iba en la otra dirección no chocó contigo por un pelo.
—Agente —dijo Ben—, queremos hablar con usted de lo que está sucediendo en el pueblo.
Apoyando las manos en la barandilla del pequeño porche cubierto, Parkins Gillespie escupió la colilla de su cigarrillo. Sin mirar a ninguno de los dos, contestó con calma:
—No quiero hablar de eso.
Los dos se miraron, confundidos.
—Hoy, Nolly no se ha presentado —continuó Parkins con el mismo tono tranquilo—. Y de algún modo, sé que no vendrá. Llamó anoche a última hora y dijo que había visto el coche de Homer McCaslin allá por Deep Cut Road…, creo que fue Deep Cut lo que dijo. Y después no volvió a llamar. —Lenta y tristemente, Parkins buscó en el bolsillo de su camisa hasta sacar otro Pall Mall, y lo hizo girar, entre el pulgar y el índice—. Toda esta maldita historia me costará la vida —concluyó.
Ben volvió a intentarlo.
—Barlow, el hombre que compró la casa de los Marsten, en este momento está oculto en el sótano de la pensión de Eva Miller.
—¿De veras? —preguntó Gillespie sin especial sorpresa—. Él es el vampiro, ¿no? Lo mismo que en las historietas que leíamos hace veinte años.
Ben no dijo nada. Cada vez se sentía más como un hombre extraviado en una pesadilla, larga y destructora, en la que el mecanismo avanza sin fin, invisible, apenas por debajo de la superficie de las cosas.
—Me voy del pueblo —anunció Parkins—. Ya tengo todas mis cosas en el coche. La pistola la dejo en el estante, y la placa también. Estoy harto de la policía. Me voy con mi hermana, a Kittery. Supongo que está bastante lejos como para resultar seguro.
—Vil gusano —se oyó decir Ben remotamente—. Cobarde. El pueblo todavía está vivo, y usted lo abandona de ese modo.
—No está vivo. —Parkins encendió el cigarrillo con una cerilla—. Si no, él no habría venido. Está muerto, como él… y desde hace veinte años o más. Y lo mismo está pasando con todo el país. Hace un par de semanas fui con Nolly al cine al aire libre de Falmouth, justo antes de que dieran por terminada la temporada. En una sola película del Oeste he visto más sangre y más muertos que en los dos años que pasé en Corea. Y los chavales comían palomitas de maíz y gritaban de entusiasmo, animándolos. —Señaló vagamente hacia el pueblo, teñido de un oro sobrenatural por los rayos oblicuos del sol, que le daban aspecto onírico—. Es probable que les guste ser vampiros, pero a mí no; y esta noche Nolly vendrá a buscarme. Así que me voy.
Ben le miraba, impotente.
—Y para ustedes dos, lo mejor es que se metan en ese coche y se larguen de aquí —aconsejó Parkins—. El pueblo seguirá andando sin nosotros, por un tiempo… Y después no importa.
Sí, pensó Ben. ¿Por qué no hacer eso, largarse sin mirar atrás?
Mark respondió por los dos.
—Porque él es malvado. Realmente malvado, señor. Por eso no nos iremos.
—¿De veras? —repuso Parkins. Con un gesto de asentimiento, dio una calada a su Pall Mall—. Bueno, está bien. —Miró hacia el edificio del instituto—. Hoy la asistencia fue reducidísima… Los autobuses no pasaban a la hora, los chicos estaban enfermos, de la escuela llamaban a las casas sin que nadie contestara. El director me llamó y yo le tranquilicé un poco. Es un hombrecillo calvo, muy gracioso, que cree que sabe lo que hace. Bueno, de todas maneras los profesores estaban presentes. Como la mayoría viven fuera del pueblo… Siempre pueden enseñarse entre ellos.
—No todos son de fuera del pueblo —comentó Ben, pensando en Matt.
—Lo mismo da —dijo Parkins, y sus ojos se fijaron en las estacas que Ben llevaba—. ¿Con eso van a tratar de acabar con Barlow?
—Sí.
—Si quieren un arma de fuego, cojan la mía. Esa pistola fue idea de Nolly. A Nolly le gustaba ir armado, aunque ni siquiera hay un banco en el pueblo. Será un buen vampiro, una vez se acostumbre.
Mark le miraba cada vez más horrorizado, y Ben comprendió que tenía que llevárselo. Eso era lo peor.
—Vamos —le dijo—. No hay nada que hacer.
—Creo que no —asintió Parkins. Sus ojos descoloridos, atrapados en una red de arrugas, recorrieron el pueblo—. Vaya si está quieto. He visto a Mabel Werts espiar con sus gemelos, pero no creo que hoy haya mucho que ver. Es probable que esta noche haya más.
Cuando volvieron al coche eran casi las 17.30.
46
A las seis menos cuarto se detuvieron frente a la iglesia de St. Andrew. Las sombras que arrojaba la iglesia, cada vez más alargadas, atravesaban la calle para caer, como una profecía, sobre la casa parroquial. Ben sacó del asiento de atrás el maletín de Jimmy y lo abrió. Encontró en él algunos frasquitos, los vació por la ventanilla y se los guardó en el bolsillo.
—¿Qué haces?
—Los llenaremos de agua bendita —explicó Ben—. Vamos.
Recorrieron el sendero que llevaba hasta la iglesia y subieron por los escalones. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, Mark se detuvo.
—Mira eso.
El picaporte estaba ennegrecido y ligeramente deformado, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Tiene algún sentido para ti? —le preguntó Ben.
—No. Pero… —El chico sacudió la cabeza, como para apartar algún pensamiento incierto.
Después abrió la puerta y ambos entraron. La iglesia estaba fresca, llena de esa pausa grávida e interminable de los lugares de adoración vacíos, cualquiera que sea su signo.
Las dos hileras de bancos estaban separadas por un amplio pasillo central, a los lados del cual se elevaban dos ángeles de yeso, sosteniendo pilas de agua bendita, inclinado el rostro sereno y concentrado como si quisieran verse reflejados en el agua inmóvil.
—Lávate la cara y las manos —dijo Ben.
Mark le miró con inquietud.
—Eso es sacri…
—¿Sacrilegio? Esta vez no. Hazlo.
Sumergieron las manos en el agua y después se mojaron la cara como suele hacerse cuando nos levantamos y nos echamos agua fría a los ojos para regresar al mundo real a través de ellos.
Ben sacó del bolsillo el primer frasquito y estaba llenándolo cuando oyeron una voz chillona:
—¡Eh! ¡Eh, ustedes! ¿Qué están haciendo?
Ben se volvió. Era Rhoda Curless, el ama de llaves del padre Callahan, que se hallaba sentada en el primer banco, desgranando un rosario entre los dedos. Llevaba un vestido negro y la enagua asomaba por debajo del dobladillo. Su pelo estaba en completo desorden, como si se lo hubiera peinado con los dedos.
—¿Dónde está el padre? ¿Qué están haciendo? —preguntó con voz débil y aguda.
—¿Quién es usted? —preguntó Ben.
—La señora Curless. Soy el ama de llaves del padre Callahan. ¿Dónde está el padre? ¿Qué hacen ustedes? —repitió, mientras sus manos se unían y empezaban a temblar.
—El padre Callahan ha desaparecido —explicó Ben, lo más suave que pudo.
—Oh. —La mujer cerró los ojos—. ¿Iba detrás de… lo que está contaminando este pueblo?
—Sí —asintió Ben.
—Yo lo sabía sin necesidad de preguntárselo —afirmó ella—. Entre los que visten sotana, él es un hombre bueno y fuerte. Siempre hubo quienes dijeron que le faltaban puntos para calzarse los zapatos del padre Bergeron, pero se equivocaban. Por lo que se ve, le quedaron pequeños.
Abrió mucho los ojos y les miró. Una lágrima resbaló por su mejilla.
—No volverá, ¿verdad?
—No lo sé —admitió Ben.
—Y decían que bebía —prosiguió la mujer, como si no lo hubiera oído—. ¡Como si alguna vez un sacerdote irlandés digno de su nombre no hubiera empinado el codo! No eran para él las cosas tibias y afeminadas de algunos. ¡Él era diferente! —Su voz se elevó hasta el techo abovedado, casi desafiante—. ¡Él era un sacerdote, no un concejal del ayuntamiento!
Ben y Mark la escuchaban sin sentir sorpresa. Ya nada podía sorprenderles en ese día de pesadilla. Ya habían dejado de verse como factores de salvación o de venganza; el día los había absorbido. Impotentes, se limitaban a vivir.
—Cuando le vieron por última vez, ¿estaba bien? —preguntó la mujer, con lágrimas en los ojos.
—Sí —respondió Mark, recordando a Callahan en la cocina de su madre, mientras sostenía en alto la cruz.
—Y ustedes, ¿van a seguir con su trabajo?
—Sí —contestó Mark.
—Pues adelante —les instó ella—. ¿A qué esperan?
Y se alejó lentamente por el pasillo central con su vestido negro, única doliente solitaria en un funeral que no se había celebrado allí.
47
Otra vez en casa de Eva. Eran las seis y diez. El sol pendía sobre los pinos, al oeste, espiando entre nubes de sangre.
Ben entró en el aparcamiento y levantó la mirada hacia su habitación. La cortina no estaba corrida, y pudo distinguir la máquina de escribir, inmóvil como un centinela, y junto a ella, las hojas mecanografiadas y el pisapapeles de cristal que las sujetaba. Le parecía insólito poder distinguir desde allí todas esas cosas, verlas claramente, como si en el mundo todo fuera normal y ordenado.
Después, sus ojos descendieron hacia el porche. Las mecedoras donde él y Susan se habían dado el primer beso seguían allí. La puerta de la cocina estaba abierta, tal como la había dejado Mark.
—No puedo —farfulló Mark—. Simplemente, no puedo. —Tenía los ojos muy abiertos. Se había abrazado las rodillas y estaba acurrucado en el asiento.
—Tenemos que ir los dos juntos —dijo Ben, y le mostró dos frascos llenos de agua bendita. Mark los apartó con horror, como si pudieran contagiarle algo a través de la piel—. Vamos —repitió Ben, a quien ya no le quedaban argumentos—. Vamos, Mark.
—No.
—¡Mark!
—¡No!
—Mark, necesito tu ayuda. Solo quedamos tú y yo.
—¡Ya he hecho bastante! —gimió Mark—. ¡No puedo más! ¿No puedes entender que no me siento capaz de mirarle? Ve tú solo.
—Mark, tenemos que ir los dos.
Mark tomó los dos frasquitos y los hizo rodar lentamente contra su pecho.
—Oh, Dios —gimió—. Oh, Dios… —Miró a Ben e hizo un gesto de asentimiento, espasmódico y doloroso—. Está bien, vamos allá.
—¿Dónde está el martillo? —preguntó mientras bajaban.
—Lo tenía Jimmy.
—Bien.
Azotados por el viento, cada vez más fuerte, subieron los escalones del porche. El sol rojizo se encendía entre las nubes y teñía todo con su color. Dentro, en la cocina, el hedor de la muerte era palpable y húmedo, y pesaba sobre ellos como una losa de granito. La puerta del sótano seguía abierta.
—Tengo miedo —susurró Mark, estremeciéndose.
—Es mejor que lo tengas. ¿Dónde está la linterna?
—En el sótano. La dejé allí cuando…
—Está bien.
Estaban ante la entrada del sótano. Como había dicho Mark, las escaleras parecían intactas bajo la luz del crepúsculo.
—Sígueme —dijo Ben.
48
Ahora voy hacia mi muerte, pensó Ben sin inquietud alguna.
La idea surgió con toda naturalidad, sin temor ni nostalgia. Toda emoción se perdía bajo la atmósfera maligna que reinaba en ese lugar. Mientras se deslizaba cautelosamente por la tabla que Mark había colocado para escapar del sótano, lo único que Ben sentía era una calma glacial. Cuando vio que las manos le resplandecían como si las llevara enfundadas en guantes fluorescentes, no se sorprendió.
«No molestes el final de la apariencia. El único emperador es el emperador de los helados». ¿Quién había dicho eso? ¿Matt? Pero Matt estaba muerto. Susan estaba muerta. Miranda estaba muerta. Wallace Stevens también estaba muerto. «Yo en su lugar, no miraría». Pero Ben había mirado. Ese era el aspecto que uno tenía cuando todo había acabado. El de algo roto y aplastado, que había estado lleno de diferentes líquidos. No era tan terrible, no al menos como la muerte de él. Jimmy llevaba en el bolsillo la pistola de McCaslin; todavía debía de seguir allí. Se la llevaría consigo, y si el sol se ponía antes de que pudieran acabar con Barlow, entonces… primero el chico, después él. No es que eso fuera bueno, pero era mejor que su muerte.
Se dejó caer al suelo del sótano y después ayudó a bajar a Mark. Los ojos del chico se posaron velozmente en la oscura forma contraída en el piso, y luego se apartaron.
—No puedo mirarlo —dijo roncamente.
—Está bien.
Mark se dio la vuelta mientras Ben se arrodillaba. Retiró los trozos letales de madera, en el que las hojas de los cuchillos clavados brillaban como dientes de dragón. Después, con cuidado, le dio la vuelta a Jimmy.
«Yo en su lugar, no miraría».
—Oh, Jimmy… —empezó, pero las palabras se le ahogaron en la garganta.
Sosteniéndolo con el brazo izquierdo, con la mano derecha Ben fue retirando del cuerpo las letales hojas de cuchillo. Tenía seis heridas, y había perdido muchísima sangre.
Sobre un estante, en un rincón, había unas cortinas para la sala, pulcramente dobladas. Después de haber recuperado la pistola, la linterna y el martillo, Ben cubrió con las cortinas el cuerpo de Jimmy.
Se enderezó y probó la linterna. La lente de plástico se había rajado, pero la bombilla funcionaba. Desplazó el haz de luz a su alrededor. Nada. Lo dirigió debajo de la mesa de billar. Nada. Tampoco detrás de la caldera. En los estantes había conservas y un tablero para colgar herramientas. La escalera amputada había sido escondida en un rincón, para que no pudiera verse desde la cocina. Parecía un andamio que no llevaba a ningún lado.
—¿Dónde está? —masculló Ben, mientras consultaba su reloj de pulsera.
Las agujas marcaban las 18.23. ¿A qué hora se ponía el sol? Ben no lo recordaba, pero no podía ser más tarde de las 18.55. Les quedaba, por tanto, media hora escasa.
—¿Dónde está? —gritó—. Siento su presencia, pero ¿dónde?
—¡Ahí! —exclamó Mark, y señaló con una mano resplandeciente—. ¿Qué es eso?
Ben lo iluminó. Un aparador galés.
—No es lo bastante grande —objetó—. Y está contra la pared.
—Pues miremos detrás.
Ben se encogió de hombros. Cruzaron el sótano hasta el aparador y lo tomaron uno de cada lado. De pronto, se sintió invadido por la excitación. ¿El olor no era más denso ahí, más agresivo?
Echó una mirada a la puerta de la cocina, que había dejado abierta. La luz había disminuido, e iba perdiendo ya el reflejo dorado.
—Es muy pesado —jadeó Mark.
—No importa —dijo Ben—. Lo tumbaremos en el suelo. Cógelo lo mejor que puedas.
Mark se inclinó sobre el mueble, apoyando el hombro contra la madera. Sus ojos miraban con expresión de desafío.
—Ya está.
Los dos se apoyaron con todo su peso y el aparador galés se desplomó con estrépito, mientras el servicio de porcelana que muchos años atrás había sido un regalo de bodas de Eva Miller se hacía trizas dentro de él.
—¡Lo sabía! —exclamó Mark.
En la pared de detrás se abría una puertecilla de no más de un metro de altura. Un flamante candado Yale aseguraba el cerrojo. Varios martillazos convencieron a Ben de que no iba a poder romperlo.
—Mierda —masculló con frustración.
Que en el último momento todo se desbaratara por un simple candado de cinco dólares…
Pues no. Si era necesario forzaría la puerta a mordiscos.
Volvió a recorrer la estancia con la linterna, hasta que el rayo de luz cayó sobre el tablero de herramientas pulcramente colgado a la derecha de las escaleras. De dos clavos de acero pendía un hacha, con la hoja protegida por una cubierta de goma.
Ben corrió a arrancarla del tablero y retiró la cubierta protectora. Se sacó del bolsillo uno de los frasquitos y lo derramó. El agua bendita corrió sobre el suelo e inmediatamente comenzó a refulgir. Ben tomó otro frasquito y bañó la hoja del hacha, que empezó a resplandecer con una estremecedora luz sobrenatural. Y cuando cerró ambas manos sobre la empuñadura de madera, el contacto le dio la sensación de algo increíblemente bueno y justo, como si un poder consolidara su fuerza para aferrarla. Se quedó inmóvil, mirando la hoja luminosa, hasta que un impulso extraño le indujo a tocarse la frente con ella. Una firme sensación de seguridad se adueñó de él, una sensación de justicia inequívoca, de blancura. Por primera vez en semanas sintió que ya no andaba a tientas entre las brumas de la fe y la incredulidad, luchando contra un adversario cuyo cuerpo era demasiado insustancial para ser golpeado. Un poder que le cargaba los brazos como una corriente eléctrica.
La hoja resplandecía cada vez más.
—¡Hazlo! —rogó Mark—. Pronto, por favor, antes que se oculte el sol.
Ben Mears separó los pies, levantó el hacha y la descargó en un arco deslumbrante. La hoja cayó sobre la madera con ruido retumbante, portentoso, y se incrustó hasta el mango. Volaron astillas.
Ben tiró del hacha y la madera gimió. Volvió a dejarla caer otra vez… y otra… y otra. Sentía cómo iban flexionándose sus músculos de la espalda y los brazos, moviéndose con una seguridad y una precisión que Ben jamás había experimentado. A cada golpe, astillas y trozos de madera volaban como esquirlas de metralla. Al quinto hachazo la hoja atravesó la puerta y Ben empezó a ensanchar el agujero con frenesí.
Mark no podía apartar sus ojos atónitos. El frío fuego azul se había extendido por el mango del hacha y había ascendido por los brazos hasta que fue como si Ben se moviera en una columna de fuego. La cabeza inclinada a un lado, los músculos del cuello tensos por el esfuerzo, un ojo abierto y destellante, el otro fuertemente cerrado. En la espalda, la camisa se le había rasgado entre los omóplatos, y bajo la piel los músculos se tensaban como cuerdas. Era un hombre arrebatado, un poseído, y Mark percibió, sin saberlo (o sin tener que saberlo), que la fuerza que lo poseía no era en modo alguno cristiana, sino una fuerza primitiva y ancestral. Era magma en bruto, como si la tierra lo vomitara en toscos fragmentos; algo sin terminar, sin pulir. Era la Fuerza, era el Poder; cualquiera que fuese su nombre, era lo que movía los grandes engranajes del universo.
Ante esa fuerza desatada, la puerta del sótano de Eva Miller no podía resistirse. El hacha se movía a una velocidad poco menos que cegadora; se convirtió en una ondulación, en una curva descendente, en un arco iris que iba desde el hombro de Ben a la madera astillada de la última puerta.
Con un golpe final, la derribó y arrojó el hacha. Cuando levantó las manos a la altura de los ojos, estos resplandecían.
Le tendió las manos a Mark, y el chico dio un paso atrás.
—A ti te quiero —murmuró Ben.
Se tomaron de la mano.
49
El segundo sótano era pequeño, como una celda, y estaba vacío salvo por unas botellas polvorientas, unos cajones y una enmohecida cesta de patatas que habían echado brotes en todas direcciones. Y los cuerpos. En el extremo más alejado estaba el ataúd de Barlow, apoyado contra la pared como el sarcófago de una momia, y sobre él resplandecía fríamente la luz que acompañaba a Ben y Mark como el fuego de San Telmo.
Frente al ataúd, dispuestos como vías que condujeran hasta él, estaban los cuerpos de las personas con quienes Ben había vivido y compartido el pan: Eva Miller y Weasel Craig; Mabe Mullican, que ocupaba el cuarto del fondo del primer piso; John Snow, a quien la artritis apenas si permitía bajar a tomar el desayuno; Vinnie Upshaw; Grover Verril.
Pasando por encima de ellos, llegaron hasta el ataúd. Ben volvió a mirar el reloj: eran las 18.40.
—Le llevaremos ahí fuera —dijo Ben—. Y lo haremos por Jimmy.
—Debe de pesar una tonelada —objetó Mark.
—No importa. Podemos hacerlo.
Ben extendió la mano y aferró el ángulo superior derecho del ataúd. La cima de este fulguraba como un ojo apasionado. La madera era untuosamente desagradable al tacto, tersa como piedra con el paso de los años. Parecía carecer de imperfecciones y poros que los dedos pudieran reconocer, de donde pudieran asirse.
Sin embargo, Ben la movió con facilidad, con una sola mano.
Con un pequeño empujón consiguió que el ataúd se inclinara, con la sensación de que el enorme peso era mantenido en equilibrio por contrapesos invisibles. Algo golpeó en el interior contra los lados. Con una sola mano, Ben soportaba el peso del féretro.
—Levanta la otra parte —dijo a Mark.
Mark obedeció, y el otro extremo se levantó fácilmente, mientras el rostro del chico se llenaba de júbilo y perplejidad.
—Creo que podría sostenerlo con un dedo.
—Es muy probable. Por fin la situación nos es favorable. Pero tenemos que darnos prisa.
Pasaron el ataúd a través de la puerta destrozada. Pareció que la parte más ancha iba a atascarse, pero Mark empujó y lo hizo pasar con un chirrido de madera.
Lo llevaron donde estaba tendido el cuerpo de Jimmy, cubierto con los cortinajes de Eva Miller.
—Aquí está, Jimmy —dijo Ben—. Aquí lo tienes. Bájalo, Mark.
Una vez más consultó el reloj: las 18.45. Ahora, la luz que entraba desde arriba, por la puerta de la cocina, era de un gris ceniciento.
—¿Ya? —preguntó Mark.
Los dos se miraron por encima del ataúd.
—Sí —respondió Ben.
Mark dio la vuelta y permanecieron de pie frente a los sellos y cerraduras del féretro, se inclinaron juntos y los cerrojos saltaron nada más tocarlos. Levantaron la tapa.
Barlow apareció ante Mark y Ben, con los ojos abiertos, llameantes.
Ahora era un hombre joven, de pelo negro y lustroso, que se derramaba sobre la almohada de satén de su estrecho reducto. La piel se veía resplandeciente de vida, las mejillas sonrosadas como el vino. Los dientes se curvaban, sobre los labios sensuales, mostrando intensas vetas amarillentas, como el marfil.
—Es… —empezó a decir Mark, pero no pudo seguir.
Los ojos encarnados de Barlow giraron en sus órbitas, llenándose de una vida abominable, con una burlona expresión de triunfo. Se clavaron en los ojos de Mark y la mirada del chico se hundió insondablemente en ellos, mientras sus ojos se volvían lejanos e inexpresivos.
—¡No le mires! —gritó Ben, pero era demasiado tarde.
Le apartó de un golpe. Súbitamente y emitiendo un profundo gemido, el chico atacó a Ben. Tomado por sorpresa, este retrocedió tambaleante. Un momento más tarde, las manos de Mark se introdujeron en el bolsillo de la chaqueta, en busca de la pistola de Homer McCaslin.
—¡No, Mark!
Pero el muchacho no oía. Su cara tenía la misma inexpresividad de una pizarra borrada. El gemido seguía brotando de su garganta, sin pausa, como el chillido de un animal atrapado. Con ambas manos aferraba la pistola, y los dos lucharon por ella. Ben procuraba arrebatársela y, al mismo tiempo, evitar que hiriera a alguno de ellos.
—¡Mark! —gritó—. ¡Mark, despierta, por Dios…!
El cañón del arma apuntaba hacia su cabeza cuando se disparó. Ben sintió que el proyectil le rozaba la sien. Sujetó a Mark por ambas manos y le apartó de una patada. El chico dio unos pasos atrás, tambaleante, y la pistola cayó al suelo, entre los dos. Sin dejar de gemir, el muchacho saltó sobre ella pero Ben le asestó un violento puñetazo en la boca. Sintió cómo le aplastaba los labios contra los dientes y dejó escapar un grito como si el golpe lo hubiera recibido él. Mark se dejó caer de rodillas y Ben alejó el arma de un puntapié. Cuando Mark quiso arrastrarse tras ella, volvió a golpearle.
Finalmente, el muchacho se desplomó con un suspiro de agotamiento.
A Ben ya no le quedaban fuerzas, ni seguridad. De nuevo no era más que Ben Mears, y tenía miedo.
En la puerta de la cocina, el cuadrado de luz se había convertido en un púrpura desvaído; el reloj indicaba las 18.51.
Ben sentía que una fuerza le tiraba de la cabeza, ordenándole mirar al parásito yacente en el ataúd, junto a él.
Mírame, obsérvame, hombrecillo. Mira a Barlow, para quien los siglos han pasado como para ti han pasado las horas, sentado ante el fuego con un libro. Mira la gran criatura de la noche, la que tú quisieras matar con tu ridícula estaca. Mírame, escritorzuelo. Yo he escrito en las vidas humanas, y mi tinta ha sido la sangre. ¡Mírame, y desespera!
Jimmy, no puedo. Es demasiado tarde ya, y él demasiado fuerte…
¡MÍRAME!
Eran las 18.53.
En el suelo, Mark se quejaba.
—Mamá, ¿dónde estás? Me duele la cabeza… está oscuro…
Entrará a mi servicio como castratum.
Torpemente, Ben buscó una de las estacas que llevaba en el cinturón, pero se le cayó. Gritó de desesperación, amargamente. Fuera, Salem’s Lot había sido abandonado por el sol, cuyos últimos rayos se perdían tras el tejado de la casa de los Marsten.
Volvió a levantar la estaca. Pero el martillo, ¿dónde estaba? ¿Dónde estaba el condenado martillo?
Al lado de la puerta del segundo sótano. Había golpeado el candado con él. Cruzó el sótano para recogerlo.
Mark estaba a medias sentado, con la boca ensangrentada. Se la enjugó con una mano y se quedó mirándola, aturdido.
—¡Mamá! —se quejaba—. ¿Dónde está mi madre?
Eran las 18.55. Luz y tinieblas pendían en un equilibrio perfecto.
Ben volvió a cruzar corriendo el sótano oscurecido, con la estaca en la mano izquierda y el martillo en la derecha.
Como el retumbar de un trueno, se oyó una risa triunfal. Barlow se había sentado en el ataúd y sus ojos enrojecidos brillaban con una infernal mirada de triunfo. Cuando se clavaron en los de Ben, este sintió que su voluntad se disolvía.
Con un alarido de desesperación y de furia, levantó la estaca por encima de la cabeza y la bajó en un arco sibilante. La punta, afilada como una navaja, desgarró la camisa de Barlow, y Ben sintió cómo penetraba en la carne.
Barlow dejó escapar un aullido agudo y espeluznante, como el de un lobo. La fuerza de la estaca volvió a arrojarle de espaldas dentro del ataúd. Crispadas como garras, se elevaron sus manos agitándose desesperadamente.
Ben asestó un martillazo en el extremo de la estaca y Barlow volvió a vociferar. Fría como la tumba, una de sus manos se apoderó de la de Ben, firmemente cerrada sobre la estaca.
Ben consiguió meterse en el féretro, apoyando las rodillas sobre las de Barlow, mirando ahora el rostro contorsionado por el dolor y el odio.
—¡Suéltame! —aullaba Barlow.
—Toma —sollozó Ben—. Toma, sanguijuela. ¡Esto es para ti!
Con todas sus fuerzas, volvió a dejar caer el martillo. La sangre brotó en un chorro frío que lo cegó por un momento.
La cabeza de Barlow se agitaba de un lado a otro, frenética, sobre el satén de la almohada.
—¡Suéltame, no te atrevas, no te atrevas, no te atrevas a hacerme esto…!
El martillo caía una y otra vez. Comenzó a manar sangre de las narices de Barlow. Dentro del ataúd, su cuerpo empezó a convulsionarse como el de un pez arponeado. Las manos se clavaron como garras en las mejillas de Ben, abriéndole largos surcos en la piel.
—¡¡SUÉLTAME!! —gritó con un aullido desgarrador.
Una vez más, Ben dejó caer el martillo con todas sus fuerzas sobre la estaca, y de pronto la sangre que manaba del pecho de Barlow se ennegreció.
Después, la disolución.
Ocurrió en el lapso de dos segundos, con demasiada rapidez para que jamás volviera a ser creíble a la luz del día, pero con la lentitud suficiente para reaparecer una y otra vez en las pesadillas, con un ritmo tremendo, obsesionante, de cámara lenta.
La piel se tornó amarilla, áspera y se ampolló como una tela reseca. Los ojos perdieron brillo, se ocultaron tras una película blanca y se hundieron. El pelo se le puso blanco y se desprendió como un plumaje apolillado. Dentro del traje oscuro, el cuerpo se encogió. La boca se ensanchó en una mueca a medida que los labios se encogían más y más, hasta unirse con la nariz y desaparecer en la diabólica dentadura. En los dedos, las uñas se ennegrecieron y se despegaron, hasta que solo quedaron los huesos, todavía ornados de anillos, crujiendo y entrechocándose. Bocanadas de polvo escapaban de las fibras de la camisa. El cráneo, calvo y arrugado, dejó paso a la calavera. Sin nada que los llenara, los pantalones se aplastaron. Por un momento, un espantajo aborreciblemente animado se retorció bajo sus golpes y Ben saltó fuera del ataúd, con un ahogado grito de horror. Pero le resultaba imposible apartar los ojos de la última metamorfosis de Barlow; era algo de una fuerza hipnótica. El cráneo descarnado seguía agitándose sobre la almohada de satén. El maxilar desnudo se abrió para dejar escapar un grito silencioso, ya sin cuerdas vocales que le dieran resonancia. Como marionetas, los dedos del esqueleto seguían danzando y agitándose en el aire.
En breves y densas bocanadas, una sucesión de olores asaltó su olfato antes de desvanecerse: de gases y putrefacción, repugnantes y carnosos, un mohoso vaho de biblioteca, acre y polvoriento; después, nada. Los huesos de los dedos, sin dejar de retorcerse, se desencajaron y cayeron como lápices. La cavidad nasal se ensanchó hasta confundirse con la de la boca. Las órbitas vacías se agrandaron en una descarnada expresión de sorpresa y horror, hasta encontrarse, y después desaparecer. Los huesos del cráneo se hundieron como un antiguo jarrón que se desintegrara. Los pantalones y la chaqueta acabaron de aplastarse, vacíos.
Pero parecía que la tenacidad con que Barlow se aferraba a este mundo no tuviera fin: hasta el polvo se hinchaba y se estremecía como animado por minúsculos demonios dentro del féretro. Después, súbitamente, Ben percibió algo que pasaba junto a él como una ráfaga de viento, que le hizo estremecer. En el mismo momento, todas las ventanas de lo que había sido la pensión de Eva Miller estallaron.
—¡Cuidado, Ben! —gritó Mark—. ¡Cuidado!
Giró sobre los talones y les vio salir a todos del segundo sótano. Eva, Weasel, Mabe, Grover y los otros. Era su hora de salir al mundo.
Los gritos de Mark resonaron en sus oídos como un gran clamor de incendio, y Ben lo aferró por los hombros.
—¡El agua bendita! —gritó a la atormentada cara de Mark—. ¡No pueden tocarnos si la cogemos!
Los gritos de Mark se volvieron lloriqueos.
—Sube por la tabla, vamos —le dijo Ben.
Tuvo que obligar al chico a darse vuelta para ver la tabla, y dándole un empujón en el trasero consiguió que empezara a subir. Luego se volvió a mirar a los no-muertos.
Estaban inmóviles, a unos tres o cuatro metros de distancia, mirándole con un odio vacío e inhumano.
—Has matado a nuestro Amo —le acusó Eva con voz dolorida—. ¿Cómo has podido matar al Amo?
—Ya volveré a ocuparme de vosotros —le prometió Ben.
Y subió por la tabla, gateando, trepando a cuatro patas. Aunque crujía bajo su peso, resistió. Al llegar arriba, Ben volvió a mirar atrás. Ahora estaban todos reunidos en torno del féretro, contemplándolo silenciosamente. Le recordaron a la gente que se había reunido en torno del cuerpo de Miranda, después del accidente con el camión de mudanzas.
Miró alrededor en busca de Mark y le vio tendido junto a la puerta del porche, boca abajo.
50
Ben se dijo que el chico se había desmayado y nada más. Tal vez fuera cierto. Tenía el pulso regular. Lo levantó en sus brazos y le llevó al Citroën.
Se sentó al volante y puso en marcha el motor. Mientras salía a Railroad Street, sintió el tardío aflojamiento de la tensión, como si fuera un golpe, y tuvo que sofocar un grito.
Los no-muertos andaban por las calles. Estremeciéndose, con la cabeza llena de un ruido ronco y rugiente, dobló a la izquierda para tomar Jointner Avenue y salieron de Salem’s Lot.