El padre Callahan
1
Ese mismo domingo por la noche, el padre Callahan entró con cierta vacilación en la habitación de Matt Burke en el hospital, en el momento en que el reloj de Matt marcaba las siete menos cuarto. La mesita de noche, e incluso el cobertor de la cama, estaban cubiertos de libros, algunos de ellos viejos y polvorientos. Matt había llamado por teléfono a Loretta Starcher a su apartamento de soltera, y había conseguido no solamente que abriera la biblioteca pese a ser domingo, sino que le llevara personalmente los libros. Loretta había aparecido seguida por tres ayudantes del hospital, a cual más cargado de libros, y se había ido un poco ofendida, porque Matt se negó a responder a sus preguntas sobre tan extraña selección.
El padre Callahan observó con curiosidad al profesor. Tenía aspecto fatigado, pero no tan fatigado ni tan horrorizado como la mayoría de pacientes que él había visitado en circunstancias similares. Callahan había visto que, en general, la primera reacción ante la noticia de un cáncer, un derrame, un infarto o cualquier fallo en un órgano importante era sentirse traicionado. Al principio, el paciente se quedaba atónito al descubrir que un amigo tan cercano (y, por lo menos hasta entonces, tan bien conocido) como el propio cuerpo pudiera ser tan desconsiderado como para hacer mal su trabajo. La reacción que seguía a esa primera era pensar que no valía la pena tener un amigo capaz de abandonarle a uno tan cruelmente. La conclusión que seguía a esas reacciones era que no importaba que valiera o no la pena tener ese amigo. Uno no podía negarse a hablar con su cuerpo traidor, ni podía llevarle a juicio ni fingir que no estaba en casa cuando le pedía algo. La idea en que culminaba esta forma de razonamiento característica era la aborrecible posibilidad de que uno no tuviera en el cuerpo un amigo, sino un enemigo implacable, dedicado a destruir la fuerza superior que venía usando y abusando de él desde el momento en que se declaró el mal.
Una vez, llevado por un ejemplar entusiasmo de borracho, Callahan se había puesto a escribir sobre el tema para La Gaceta Católica. Incluso lo había ilustrado con una desafiante caricatura en la página del editorial, que mostraba un cerebro apostado en la cornisa más alta de un rascacielos. El edificio (que un rótulo definía como «El cuerpo humano») estaba en llamas (definidas como «Cáncer», aunque podrían haber sido otras cosas). La caricatura se titulaba «Demasiado alto para saltar». Durante el forzado turno de sobriedad del día siguiente, Callahan había hecho añicos su artículo, al mismo tiempo que quemaba el dibujo; en la doctrina católica no había lugar para esas imágenes si uno no se avenía a añadirle un helicóptero con la etiqueta de «Cristo», del cual pendiera una escala de cuerda. Pese a todo, seguía convencido de que su intuición le había señalado la verdad, y encontraba que el resultado de esa lógica peculiar del lecho de enfermo solía provocar en el paciente una depresión aguda. Los síntomas incluían ojos inexpresivos, reacciones lentas, suspiros profundos y, a veces, lágrimas al ver al sacerdote, ese cuerpo ominoso cuya función dependía en última instancia de lo que el ser pensante creyera respecto de su mortalidad.
Matt Burke no mostraba signos de tal depresión. Le tendió la mano y Callahan se encontró con un apretón sorprendentemente firme.
—Padre Callahan, le agradezco que haya venido.
—Con todo gusto. Un buen maestro, como una buena esposa, es una perla inapreciable.
—¿También un viejo oso agnóstico como yo?
—Muy especialmente —respondió Callahan, encantado—. Tal vez le encuentre a usted en mal momento. Me han dicho que en la unidad de cuidados intensivos ya no quedan ateos, y poquísimos agnósticos.
—Pronto me sacarán de aquí, lamentablemente.
—Una lástima —sonrió Callahan—. Todavía le veremos a usted diciendo padrenuestros y avemarías.
—Pues eso no es tan absurdo como podría usted pensar —acotó Matt.
El padre Callahan se sentó y, cuando acomodaba su silla, pegó un rodillazo contra la cama. Una pila de libros cayó sobre sus piernas, y él fue leyendo los títulos en voz alta a medida que volvía a colocarlos.
—Drácula. El huésped de Drácula. La búsqueda de Drácula. La rama dorada. Historia natural de los vampiros. Relatos de folclore húngaro. Monstruos de la oscuridad. Monstruos de la vida real. Peter Kurtin, el monstruo de Düsseldorf. Y… —sacudió la capa de polvo de la última cubierta, revelando una figura espectral que se cernía amenazante sobre una damisela dormida— Varney el vampiro, o la fiesta de la sangre. Vaya, vaya… ¿lectura recomendada para convalecientes de ataques cardíacos?
Matt sonrió.
—Pobre Varney. Ese lo leí hace mucho tiempo, para preparar una clase mientras estaba en la universidad… Literatura del Romanticismo. El profesor, cuya idea de lo fantástico arrancaba de Beowulf y llegaba hasta The Screwtape Letters, se escandalizó mucho. Me puso una nota bajísima y me recomendó que buscara una bibliografía más seria.
—Pero el caso de Peter Kurtin resulta bastante interesante, por repulsivo que sea —señaló el padre Callahan.
—¿Conoce usted la historia?
—Sí, la mayor parte de ella. Me interesé por esas cosas cuando estudiaba teología. Mi excusa ante los profesores demasiado escépticos era que, para ser buen sacerdote, uno tenía que profundizar en los abismos de la naturaleza humana y no solo aspirar a alcanzar sus cumbres. Pura palabrería, en realidad. Simplemente, un poco de terror me gustaba tanto como a cualquiera. Creo que de muchacho, Kurtin asesinó a dos de sus compañeros de juego, llevándolos hasta una boya anclada en medio de un río, y después se dedicó a arrojarlos al agua hasta que se cansaron y se hundieron.
—Sí —confirmó Matt—. Y cuando era adolescente, en dos ocasiones trató de matar a los padres de una chica que se había negado a salir con él, y después prendió fuego a la casa. Pero no es esa la parte de su… carrera, digamos, que me interesa.
—Imagino que no, a juzgar por lo que ha estado leyendo.
El padre Callahan cogió de la cama una revista que presentaba en la cubierta la imagen de una joven increíblemente bien dotada, que llevaba un vestido ajustado como un guante y le estaba chupando la sangre a un muchacho. La expresión de este parecía una inquietante combinación de terror y lujuria. El nombre de la revista —y el de la muchacha, aparentemente— era Vampirella. Cada vez más intrigado, Callahan volvió a dejarla.
—Kurtin atacó y mató a más de una docena de mujeres —recordó—. A muchas otras las mutiló con un martillo. Y si era el momento correspondiente del mes, les bebía el flujo.
Matt Burke volvió a hacer un gesto de asentimiento.
—Lo que no es tan sabido —agregó— es que también mutilaba animales. En la época en que su obsesión era más intensa, les arrancó la cabeza a dos cisnes del parque central de Düsseldorf y se bebió la sangre que les brotaba del cuello.
—¿Todo esto tiene relación con el hecho de que usted quisiera verme? —preguntó Callahan—. La señora Curless me dijo que era por un asunto de extrema importancia.
—Sí, exactamente.
—¿De qué se trata, pues? Si su intención era intrigarme, lo ha conseguido.
Matt le miró.
—Un excelente amigo mío, Ben Mears, debía ponerse hoy en contacto con usted. Su ama de llaves me dijo que no había llamado.
—Así es. No he visto a nadie desde hoy a las dos de la tarde.
—Yo tampoco pude comunicarme con él. Salió del hospital en compañía de James Cody, mi médico. Tampoco he podido dar con él. Y lo mismo me sucedió con Susan Norton, la amiga de Ben. Salió esta tarde temprano, prometiendo a sus padres que estaría de vuelta a las cinco, y no ha regresado aún, por lo que ellos están preocupados.
A Callahan le interesó el dato. En cierta ocasión había conocido a Bill Norton, que fue a consultarle sobre un problema referido a algunos colaboradores católicos.
—¿Sospecha algo?
—Permita que le haga una pregunta —pidió Matt—. Pero tómelo muy en serio, y piénselo antes de contestar. ¿Últimamente ha notado algo fuera de lo común en el pueblo?
La primera impresión de Callahan había sido de encontrarse ante un hombre que procedía con extremo cuidado, procurando no asustarle con su preocupación. Ese amontonamiento de libros ya sugería algo bastante atroz.
—¿Que haya vampiros en Salem’s Lot? —preguntó.
Estaba pensando que la aguda depresión que suele seguir a las enfermedades graves se podía evitar a veces si la persona afectada tema suficiente interés en la vida: un artista, un músico, un arquitecto cuya inquietud se centrara en un edificio a medio construir. Ese interés también podía estar constituido por una psicosis inofensiva (o no tan inofensiva), incipiente antes de la enfermedad.
Una vez había hablado largo rato con un señor de edad, apellidado Horris, que estaba internado en el Centro Médico de Maine con un cáncer de intestino avanzado. Pese a que el dolor debía de ser intolerable, había estado conversando con Callahan, con minucioso y lúcido detalle, de las criaturas procedentes de Urano que estaban infiltrándose en todos los sectores de la vida norteamericana.
—Un día —le había dicho aquel locuaz esqueleto de ojos brillantes—, el tipo que le llena a uno el depósito de gasolina en el surtidor de Sonny es realmente Joe Blow, de Falmouth… y al día siguiente es un habitante de Urano que tiene el mismo aspecto que Joe Blow. Hasta tiene los recuerdos y la manera de hablar de Joe Blow, porque los uranitas se alimentan de ondas alfa… ¡glup, glup, glup!
Horris afirmaba que él no tenía cáncer, sino que era un caso avanzado de envenenamiento por rayos láser. Los uranitas, alarmados porque él se había enterado de sus maquinaciones, habían decidido quitarle de en medio. Horris lo aceptaba, y estaba decidido a morir luchando. Callahan no intentó sacarle de su error. Que de eso se encargaran los bienintencionados y estúpidos parientes. La experiencia de Callahan era que la psicosis, lo mismo que una generosa medida de White Horse, podía ser enormemente beneficiosa.
Por eso, ahora se limitó a cruzar las manos, en espera de que Matt siguiera hablando.
—Ya así resulta bastante difícil seguir —dijo este—. Pero lo será aún más si usted piensa que la enfermedad me ha enloquecido.
Sobresaltado al oír expresar los mismos pensamientos que acababan de pasarle por la cabeza, Callahan consiguió con dificultad conservar su rostro impasible, aunque la emoción que se habría reflejado en él no habría sido la inquietud, sino la admiración.
—Por el contrario —negó—, me parece usted completamente lúcido.
Matt suspiró.
—La lucidez no presupone cordura, y usted bien lo sabe. —Se removió en la cama, mientras volvía a acomodar los libros—. Si es que hay un Dios, debe de estar imponiéndome una penitencia por una vida de cuidadoso academicismo, de negativa a pisar ningún terreno que no estuviera ya minuciosamente comentado e interpretado. Ahora, por segunda vez en el mismo día, me veo obligado a hacer la más desatinada de las declaraciones sin la menor prueba que la respalde. Lo único que puedo decir en defensa de mi propia cordura es que mis afirmaciones se pueden demostrar o descartar sin demasiada dificultad, y que espero que me tome usted con la seriedad suficiente para ponerlas a prueba antes de que sea demasiado tarde. Antes de que sea demasiado tarde —repitió con una risita—. Suena como algo sacado de alguna revista sensacionalista de los años treinta, ¿no?
—La vida está llena de melodrama —le recordó Callahan, aunque pensaba que, de ser así, a él le había tocado ver muy poco de eso últimamente.
—Quisiera preguntarle de nuevo si ha notado usted algo… cualquier cosa peculiar o extraordinaria durante este fin de semana.
—Relacionada con vampiros o…
—Relacionada con cualquier cosa.
Callahan lo pensó.
—El vertedero está cerrado —dijo por fin—. Pero como el portón estaba roto, entré con mi coche —sonrió—. En realidad, me gusta llevar mis desperdicios al vertedero. Es algo tan práctico y humilde que puedo dar total cauce a mis fantasías de un proletariado pobre pero feliz. Y Dud Rogers no aparecía por ninguna parte.
—¿Algo más?
—Bueno… esta mañana, los Crockett no fueron a misa, y es rarísimo que la señora Crockett falte.
—¿Qué más?
—Está la pobre señora Glick, claro…
Matt se enderezó, apoyándose en un codo.
—¿Qué pasa con la señora Glick?
—Ha muerto.
—¿De qué?
—Pauline Dickens pensaba que de un ataque al corazón —respondió Callahan con tono vacilante.
—¿Ha muerto alguien más hoy en El Solar? —Normalmente, la pregunta habría sido una tontería. En un pueblo pequeño como Salem’s Lot, y a pesar de la elevada proporción de ancianos en la población, las muertes son en general poco frecuentes.
—No —dijo Callahan—. Pero en los últimos tiempos la tasa de mortalidad se ha elevado, ¿no le parece? Mike Ryerson… Floyd Tibbits… el bebé de los McDougall…
Matt asintió con un gesto fatigado.
—Es raro —dijo después—. Sí. Pero las cosas están llegando al punto en que ellos podrán encubrirse unos a otros. Con unas pocas noches, me temo que… me temo…
—Dejémonos de andar por las ramas —sugirió Callahan.
—De acuerdo. Ya hemos andado bastante por las ramas, ¿no es eso?
Y Matt empezó a contar su historia desde el comienzo, agregándole los aportes de Susan y de Jimmy, sin reservarse nada. En el momento en que terminó, el horror de esa noche ya había acabado para Ben y para Jimmy. Para Susan Norton, apenas si había comenzado.
2
Cuando por fin hubo terminado, Matt guardó un momento de silencio.
—Bien. ¿Estoy loco? —preguntó después.
—Por lo menos, está decidido a que la gente lo piense —señaló Callahan—, pese al hecho de que, al parecer, ha convencido usted al señor Mears y a su propio médico. No, no creo que esté usted loco. Después de todo, mi profesión consiste en hacer frente a lo sobrenatural. Si me atreviera a hacer un pequeño chiste, diría que es mi pan de cada día.
—Pero…
—Voy a contarle algo. No respondo de la verdad del relato, pero sí doy fe de mi convicción en que es verdad. Tiene que ver con un excelente amigo, el padre Raymond Bisonnette, que desde hace unos años está a cargo de una parroquia en Cornualles. Hace cinco años me escribió para contarme que lo habían llamado a un remoto rincón de la parroquia para celebrar el funeral de una muchacha que acababa de «consumirse». El ataúd de la chica estaba lleno de rosas silvestres, lo que a Ray le pareció extraño. Pero lo que le pareció sencillamente grotesco fue que le hubieran mantenido la boca abierta con un palo y se la hubieran llenado de ajo y tomillo silvestre.
—Pero eso es…
—Parte del ritual tradicional para que los no-muertos no se levanten, exacto. Remedios folclóricos. A la pregunta de Ray, el padre de la chica contestó con toda naturalidad que la había matado un íncubo. ¿Sabe usted lo que es?
—Un vampiro sexual.
—La chica había estado prometida para casarse con un muchacho llamado Bannock, que tenía en un lado del cuello una gran marca de nacimiento de color fresa. Dos semanas antes de la boda, cuando volvía del trabajo a su casa, un coche le atropello y lo mató. Dos años más tarde, la muchacha se comprometió con otro hombre. De forma inesperada, rompió el compromiso la semana antes de que se leyeran por segunda vez las amonestaciones. Contó a sus padres y a sus amigos que John Bannock había ido a visitarla durante varias noches, y que ella se había acostado con él. Según contaba Ray, al segundo novio le inquietaba más la idea de que su prometida pudiera sufrir algún desequilibrio mental que la posibilidad de las visitas demoníacas. Sea como fuere, la muchacha se consumió, murió, y fue enterrada con el ceremonial habitual de la Iglesia.
»Pero el motivo de la carta de Ray no era ese. La razón fue algo que ocurrió un par de meses después del entierro de la muchacha. Una vez que había salido a caminar, por la mañana temprano, Ray vio a un joven de pie junto a la tumba de la muchacha, y ese joven tenía en el cuello una marca de nacimiento del color de las fresas. Tampoco acaba ahí la historia. Para la Navidad anterior, sus padres habían regalado a Ray una cámara Polaroid, con la que él se entretenía tomando instantáneas de la comarca de Cornualles. Yo he visto algunas en el álbum que guarda en la rectoría, y son bastante buenas. Como esa mañana había salido con la cámara, tomó varias instantáneas del muchacho y, cuando las mostró en el pueblo, la reacción que provocó fue pasmosa. Una anciana cayó desmayada, y la madre de la muchacha muerta se puso a rezar en plena calle. Pero a la mañana siguiente, cuando Ray se levantó, la figura del muchacho se había borrado completamente de las fotografías, y lo único que quedaba eran unas cuantas vistas del cementerio del pueblo.
—¿Y cree usted eso? —preguntó Matt.
—Claro que sí. Y sospecho que la mayoría de la gente lo creería. Las personas no tienen tantos recelos ante lo sobrenatural como les gusta creer a los novelistas. La mayoría de los escritores que se ocupan de ese tema, en realidad, son más escépticos respecto de los espíritus, los demonios y los espantajos de lo que suele serlo el hombre de la calle. Lovecraft era ateo. Edgar Allan Poe, un trascendentalista bastante ignorante. Y la religión de Hawthorne no era más que convencional.
—Tiene usted un notable conocimiento del tema —comentó Matt.
El sacerdote se encogió de hombros.
—De muchacho me interesé por lo oculto y lo extravagante —evocó—, y de mayor mi vocación por el sacerdocio fomentó ese interés más que disminuirlo. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Pero últimamente he empezado a plantearme interrogantes muy arduos respecto a la naturaleza del mal en el mundo… y eso ha estropeado bastante la diversión —concluyó con una sonrisa agria.
—Entonces… ¿investigaría usted algo si yo se lo pidiera? ¿Y no tendría inconveniente en llevar una hostia y un poco de agua bendita?
—Ahora empieza usted a pisar un resbaladizo terreno teológico —señaló Callahan con seriedad.
—¿Por qué?
—A estas alturas ya no voy a decirle que no —le aseguró Callahan—. Y debo afirmar que, si se hubiera dirigido usted a un sacerdote más joven, probablemente le habría dicho que sí sin ningún escrúpulo de conciencia. —Sonrió con amargura—. Para ellos, los objetos de la Iglesia son más simbólicos que prácticos. Tal vez un sacerdote joven concluiría que usted está chiflado, pero si con echarle un poco de agua bendita se alivia su chifladura, pues adelante. Yo no puedo actuar así. Si yo me aviniera a investigar lo que usted me pide con un pulcro traje de tweed y sin llevar bajo el brazo nada más que un ejemplar del Manual del perfecto exorcista o algo parecido, eso quedaría entre usted y yo. Pero si voy con la hostia… entonces voy como representante de la Iglesia católica y dispuesto a ejecutar lo que considero los ritos más espirituales de nuestros servicios. Voy como el representante de Cristo en la Tierra. —Miró a Matt con solemne gravedad—. Es posible que yo sea un pobre ejemplo de sacerdocio… por lo menos eso pienso a veces, un poco desalentado, un poco cínico, e incluso últimamente he sufrido una crisis de… ¿digamos fe?, ¿o identidad…? De todas maneras, sigo creyendo lo suficiente en los poderes místicos y deificantes de la Iglesia que me respalda, como para que me haga temblar un poco la idea de aceptar su petición a la ligera. La Iglesia es algo más que un montón de ideales, como parecen creer los jóvenes. Es algo más que un regimiento de boy scouts espirituales. La Iglesia es una fuerza… y poner en movimiento una fuerza no es cosa de broma. —Frunció el entrecejo mientras miraba a Matt—. ¿Lo comprende? Que usted entienda esto es de importancia vital.
—Sí, lo entiendo.
—Fíjese que el concepto general del mal en la Iglesia católica ha sufrido un cambio radical durante este siglo. ¿Sabe cuál fue la causa?
—Freud, imagino.
—Exactamente. A medida que nos adentrábamos en el siglo veinte, la Iglesia empezó a tener que vérselas con una idea nueva: la del mal con eme minúscula. Con un diablo que no era un monstruo rojo con cuernos, cola bifurcada y pezuñas hendidas, ni una serpiente que se deslizaba por el jardín…, por más adecuada psicológicamente que sea la imagen. El diablo, de acuerdo con el Evangelio, según Freud, sería algo neutro, el subconsciente de todos nosotros.
—Sin duda —objetó Matt— la idea es mejor que la de los espantajos o demonios con cola y con las narices tan sensibles que para ahuyentarlos basta un buen pedo de un clérigo estreñido.
—Estupenda, sí. Pero impersonal, despiadada, intocable. Ahuyentar al diablo de Freud es tan imposible como el problema de Shylock: cortar una libra de carne sin derramar una gota de sangre. La Iglesia se ha visto obligada a replantearse todo su enfoque del mal…, por los bombardeos sobre Camboya, por las guerras en Irlanda y en Oriente Medio, por los asesinatos de policías y los tumultos en los guetos, por los millones de pequeños males que todos los días se vuelcan sobre el mundo como una plaga de mosquitos. Y el proceso en que se encuentra ahora es el de despojarse del viejo pellejo de médico-brujo para renacer como un organismo socialmente activo y movido por la conciencia social. Los centros de orientación psicológica de las grandes ciudades predominan sobre el confesionario. La comunión hace de segundo violín al movimiento por los derechos civiles y por la renovación urbanística. La Iglesia ha estado ocupada en la tarea de apoyar ambos pies en este mundo.
—Donde no hay brujas, ni íncubos, ni vampiros —completó Matt—, sino niños maltratados, incestos y contaminación del medio ambiente.
—Sí.
—Y a usted le enferma eso, ¿no es verdad? —preguntó Matt.
—Sí —respondió Callahan sin alzar la voz—. Me parece una abominación. Es la forma que tiene la Iglesia católica de decir que Dios no ha muerto, que solo está un poco senil. Y creo que esta es mi respuesta. Bien, ¿qué quiere que haga?
Matt se lo explicó.
—¿Se da cuenta de que va en contra de todo lo que acabo de decirle? —preguntó Callahan, después de pensarlo.
—Al contrario, creo que es la oportunidad que tiene usted de poner a prueba su Iglesia… la suya.
—Está bien, acepto. —Callahan hizo una profunda inspiración—. Pero con una condición… Que todos los que vamos a participar en esa pequeña expedición vayamos primero a la tienda que ha puesto ese señor Straker. Que el señor Mears se encargue de hablarle francamente del asunto, en nombre de todos. Que todos tengamos la oportunidad de observar sus reacciones y, finalmente, que él pueda tener oportunidad de reírsenos en la cara.
Matt frunció el entrecejo.
—Eso sería prevenirle.
Callahan hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Creo que la prevención no serviría de nada si nosotros tres (me refiero al señor Mears, el doctor Cody y yo) estamos de acuerdo en que, independientemente de eso, hay que seguir adelante.
—Está bien —convino Matt—. Aceptado, siempre que Ben y Jimmy Cody estén de acuerdo.
—Perfecto —suspiró Callahan—. ¿Se ofenderá usted si le digo que sigo teniendo la esperanza de que todo esto no sean más que ideas suyas? ¿Y de que Straker se nos ría en la cara, y con fundadas razones?
—No, no me ofenderé.
—Pues realmente lo espero. He accedido a más de lo que usted se imagina, y me da miedo.
—A mí también me da miedo —le recordó Matt.
3
Sin embargo, mientras volvía a pie a St. Andrew, el padre Callahan no sentía miedo alguno. Se sentía eufórico, renovado. Por primera vez desde hacía años, estaba sobrio y no echaba en falta un trago.
Volvió a la casa parroquial, cogió el teléfono y marcó el número de la pensión de Eva Miller.
—¿Señora Miller? ¿Puedo hablar con el señor Mears…? Ah, no está. Sí, ya veo… No, ningún mensaje. Volveré a llamar mañana. Gracias.
Colgó y se acercó a la ventana.
¿Estaría Mears por ahí, bebiendo cerveza en alguna taberna de los alrededores, o sería posible que todo lo que le había contado el anciano maestro fuera verdad?
Porque entonces… entonces…
Callahan no podía quedarse en casa. Salió al porche del fondo, a respirar el aire vivificante y acerado de octubre, mientras miraba hacia la oscuridad. Tal vez en definitiva no fuera todo cuestión de Freud. Tal vez buena parte de eso se debiera a la invención de la luz eléctrica, que había matado las sombras de la mente del hombre de manera más eficaz que una estaca clavada en el corazón de un vampiro… y menos cruenta también.
El mal seguía existiendo, pero ahora en el resplandor innoble y duro de las luces fluorescentes en los aparcamientos, de los tubos de neón, de los millones y millones de bombillas de cien vatios. Los generales planeaban la estrategia de sus ataques aéreos bajo el resplandor racional de la corriente alterna. No hice más que obedecer órdenes. Sí, eso era la verdad, la verdad patente. Todos éramos soldados y nos limitábamos a cumplir órdenes. Pero las órdenes, en última instancia, ¿de quién venían? Quiero hablar con su jefe. Pero ¿dónde está su despacho? No hice más que obedecer órdenes. El pueblo me eligió. Pero ¿quién eligió al pueblo?
Algo aleteó por encima de su cabeza y Callahan levantó la vista, arrancado de su confusa ensoñación por el sobresalto. ¿Un pájaro? ¿Un murciélago? Ya se había ido. Qué importaba.
Escuchó los ruidos del pueblo, sin percibir nada más que el gemido de los cables del teléfono.
De noche, cuando el kudzu[4] invade tus campos, duermes como los muertos.
¿Quién lo escribió? ¿Dickey?
Ni el menor ruido; ni una sola luz a excepción del fluorescente frente a la iglesia donde Fred Astaire jamás bailó, y el débil parpadeo del semáforo del cruce entre Brock Street y Jointner Avenue. No se oía ningún llanto de bebé.
De noche, cuando el kudzu invade tus campos, duermes como…
La exaltación se había desvanecido como un triste eco del orgullo. Como un golpe, el terror le tocó el corazón. No era terror por su vida ni por su honor ni porque su ama de llaves llegara a descubrir que él bebía. Era un terror que jamás había imaginado, ni siquiera en los días más torturados de su adolescencia.
Callahan sentía terror por su alma inmortal.