XII

Mark

1

Cuando oyó por primera vez, aún distante, un crujido de ramitas, se deslizó tras el tronco de un enorme abeto y se quedó expectante. Ellos no podían salir a la luz del día, pero eso no significa que no pudieran conseguir gente que lo hiciera; darles dinero era una manera, pero no la única. Mark había visto en el pueblo al tipo ese, Straker, que tenía los ojos como los de un sapo que toma el sol sobre una roca. Daba la impresión de ser capaz de romperle un brazo a un bebé, y sonreír mientras lo hacía.

Palpó el pesado bulto que formaba en el bolsillo de su chaqueta la pistola de su padre. Contra ellos las balas no servían —a menos que fueran de plata, tal vez—, pero, desde luego, un tiro entre los ojos acabaría con ese Straker.

Por un momento sus ojos bajaron hacia la forma cilíndrica apoyada contra el árbol, envuelta en un viejo trozo de toalla. Detrás de su casa había una pila de leña, un montón de leños de fresno para la chimenea que Mark y su padre habían cortado en julio y agosto con la sierra eléctrica de McCulloch. Henry Petrie era un hombre metódico, y Mark sabía que cada leño mediría casi un metro. Su padre sabía cuál era el largo adecuado, y también que después del otoño venía el invierno y que el fresno era lo que ardía durante más tiempo y con menos humo en la chimenea de la sala.

Su hijo, que sabía otras cosas, sabía que el fresno sería para hombres… para cosas… como él. Esa mañana, mientras sus padres salían a dar su paseo campestre de los domingos, Mark había sacado una de las estacas y, con su pequeña hacha de boy scout, le había afilado un extremo. Era un poco burdo, pero serviría.

Vio un destello de color y volvió a encogerse contra el árbol, atisbando con un ojo por encima de la áspera corteza. Un momento después distinguió quién era la persona que trepaba por la colina. Era una muchacha. Le invadió una sensación de alivio, mezclada con desilusión. No era ningún secuaz del diablo sino la hija del señor Norton.

De nuevo aguzó la vista. ¡Ella también llevaba una estaca! A medida que Susan se acercaba, le dieron ganas de reírse, amargamente: llevaba una estaca de cerca para la nieve. Con dos golpes de martillo se partiría en dos.

La muchacha iba a pasar a la derecha del árbol que le servía de escondite. Mientras se aproximaba, Mark empezó a deslizarse alrededor del tronco, hacia la izquierda, evitando pisar cualquier ramita que pudiera crujir y denunciar su presencia. Finalmente, tras una cuidadosa sincronización, terminó la operación: Susan le daba la espalda al seguir subiendo por la colina, hacia donde terminaban los árboles. Andaba con cuidado, observó Mark. Eso estaba bien. Pese a la inservible estaca que llevaba, parecía tener cierta idea de dónde se estaba metiendo. Así y todo, si seguía avanzando demasiado podía encontrarse en dificultades. Straker estaba en casa. Mark estaba allí desde las doce y media y había visto que Straker se asomaba al camino de entrada para mirar la carretera, y después volvía a entrar en la casa. Mark había estado tratando de tomar una decisión cuando la aparición de la muchacha vino a interrumpirlo.

Tal vez lo hiciera bien. Se había detenido detrás de una mata de arbustos y estaba allí en cuclillas, mirando hacia la casa. Mark hizo un examen mental. Era obvio que ella lo sabía. El cómo lo sabía no importaba, pero no hubiera llevado esa patética estaca si no fuera así. Concluyó que lo mejor sería advertirle que Straker no había salido, y que estaba alerta. Probablemente no iría armada, ni siquiera con un arma pequeña como la de él.

Mientras cavilaba cómo hacer que advirtiera su presencia sin que se asustara y gritara, oyó el ruido del coche de Straker. Susan se sobresaltó, y en el primer momento Mark temió que echara a correr desatinadamente por el bosque, delatando su presencia. Pero la chica volvió a agazaparse, pegándose al suelo. Aunque sea estúpida, tiene agallas, pensó Mark con aprobación.

El automóvil de Straker retrocedió por el camino de entrada (desde donde estaba, Susan debía de verlo mejor que él, que solo podía distinguir el techo negro del Packard), vaciló por un instante y después tomó por la carretera en dirección al pueblo.

Mark decidió que debían trabajar en equipo. Cualquier cosa sería mejor que entrar solo en esa casa. Él ya había percibido la atmósfera ponzoñosa que la rodeaba. La había advertido desde casi un kilómetro de distancia y a medida que uno se aproximaba se hacía más densa.

Corrió rápidamente por la pendiente tapizada de hojas, hasta apoyarle la mano en el hombro. Sintió que el cuerpo de ella se tensaba e intuyó que iba a gritar.

—No grites —le advirtió—. No hay peligro. Soy yo.

Susan no gritó, pero dejó escapar un suspiro aterrorizado. Con el semblante pálido, se volvió para mirarle.

—¿Quién eres tú?

El muchacho se sentó junto a ella.

—Me llamo Mark Petrie, y te conozco: tú eres Sue Norton. Mi padre conoce al tuyo.

—¿Petrie…? ¿Henry Petrie?

—Sí, es mi padre.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —Sus ojos lo recorrían como si Susan todavía no pudiera convencerse de que él era real.

—Lo mismo que tú. Solo que esa estaca no te servirá. Es demasiado… —Recurrió a una palabra que había buscado en el diccionario y cuya definición sabía, pero que nunca había usado—. Demasiado endeble.

Susan miró la estaca que tenía en la mano y enrojeció.

—Ah, esto. Bueno, es que la encontré en el bosque y… y pensé que alguien podía tropezar con ella, así que…

El chico la interrumpió con impaciencia.

—Has venido a matar al vampiro, ¿no?

—¿De dónde has sacado semejante idea? ¿Vampiros y cosas así?

—Un vampiro trató de atraparme anoche… y casi lo logró.

—Qué disparate. Que un muchacho de tu edad no sepa que esas cosas…

—Era Danny Glick.

Susan se echó hacia atrás, entrecerrando los ojos. Torpemente tendió una mano, encontró el brazo de Mark y lo aferró. Los ojos de ambos se encontraron.

—¿No lo estás inventando, Mark?

—No —respondió el chico, y brevemente le contó la historia de la noche anterior.

—¿Y has venido aquí solo? —preguntó Susan cuando él hubo terminado—. ¿Lo creías y has venido aquí solo?

—¿Si lo creía? —Mark la miró, sorprendido—. Claro que lo creía. ¿Acaso no lo vi?

Su pregunta no tuvo respuesta, y de pronto Susan se sintió avergonzada de haber dudado (aunque dudar era una palabra muy suave) de la historia de Mark y de la provisional creencia de Ben.

—¿Cómo es que estás tú aquí? —preguntó Mark.

La muchacha vaciló un momento.

—En el pueblo hay algunos hombres que sospechan que en esta casa hay alguien a quien nadie ha visto. Y que podría ser un… un… —Susan todavía no era capaz de pronunciar la palabra, pero Mark asintió. Aunque acabara de conocerle, aquel muchacho parecía extraordinario—. Entonces vine a ver si descubría algo —dijo Susan, como síntesis de cuanto podría haber agregado.

Con un gesto, Mark señaló la estaca.

—¿Y has traído eso para atravesarlo?

—No sé si sería capaz de hacerlo.

—Yo sí —afirmó el chico—, después de lo que vi anoche. Danny estaba al otro lado de mi ventana, suspendido como una mosca enorme. Y sus dientes… —Con un gesto apartó la pesadilla.

—¿Saben tus padres que estás aquí? —preguntó Susan, segura de que no lo sabían.

—No —admitió él—. El domingo es el día que dedican a la naturaleza. Por la mañana salen a caminar y estudiar los pájaros, y por la tarde hacen alguna otra cosa. A veces los acompaño, y otras no. Hoy han ido a recorrer la costa en coche.

—Eres valiente —se admiró ella.

—No lo creas. —La compostura de Mark no se alteró ante el elogio—. Pero voy a librarme de él. —Levantó los ojos hacia la casa.

—¿Estás seguro…?

—Claro que sí. Y tú también. ¿Acaso no sientes lo malvado que es? ¿Esa casa no te da miedo con solo mirarla?

—Sí —admitió Susan.

La lógica de Mark era la lógica de los nervios a flor de piel y, a diferencia de la de Ben o la de Matt, era irresistible.

—¿Y cómo lo haremos? —preguntó la muchacha, entregándole el liderazgo de la aventura.

—Subiremos hasta allá y entraremos, nada más. Lo encontraremos y le clavaremos la estaca, pero la mía, en el corazón, y volveremos a salir. Probablemente estará en el sótano. Les gustan los lugares oscuros. ¿Tienes una linterna?

—No.

—Demonios, yo tampoco… Y no habrás traído una cruz tampoco, ¿o sí?

—Sí, eso sí. —Susan se sacó la cadenilla de la blusa para mostrársela. Mark hizo un gesto de asentimiento y a su vez se sacó su cadenilla de la camisa.

—Espero poder devolverla antes de que regresen mis padres —dijo—. La cogí del joyero de mi madre, y si se da cuenta me costará caro.

Mark miró alrededor. Mientras hablaban, las sombras se habían alargado, y los dos se sentían impulsados a prolongar la situación.

—Cuando lo encontremos, no le mires a los ojos —le aconsejó Mark—. Mientras no oscurezca, no puede salir de su ataúd, pero de todas maneras puede inmovilizarte con los ojos. ¿Sabes alguna oración?

Habían empezado a avanzar entre los arbustos que separaban el bosque del descuidado césped de la casa de los Marsten.

—Bueno, el padrenuestro…

—Eso será suficiente. Es la misma que sé yo. La diremos juntos mientras yo le clavo la estaca.

Al ver la expresión entre asqueada y amilanada de Susan, le tomó la mano. Su autodominio resultaba desconcertante.

—Escucha, es necesario. Apostaría a que después de anoche se adueñó de la mitad del pueblo. Y si seguimos esperando se lo apropiará por completo. Todo será muy rápido.

—¿Después de anoche?

—Lo soñé. —Mark habló con voz calma, pero sus ojos eran sombríos—. Soñé que iban a las casas y llamaban por el interfono pidiendo que les dejaran entrar. Alguna gente lo sabía, en lo más hondo de sí lo sabían, pero los dejaban entrar, porque eso era más fácil que pensar que algo tan espantoso pudiera ser real.

—No es más que un sueño —repuso Susan con inquietud.

—Apuesto a que en este momento hay un montón de gente que está en la cama con las cortinas cerradas o las persianas bajadas, creyendo que han pillado un resfriado o la gripe o algo parecido. Que se sienten débiles y no tienen ganas de comer. Con solo pensar en comer, ya les entran ganas de vomitar.

—¿Cómo sabes esto?

—Porque leo revistas de monstruos y voy al cine siempre que puedo —explicó Mark—. Por lo general, a mamá tengo que decirle que dan alguna de Walt Disney. Y en todo eso se puede confiar. A veces exageran las cosas para que la historia resulte más truculenta.

Estaban al lado de la casa. Vaya grupo que formamos los creyentes, pensó Susan. Un viejo profesor medio chiflado por los libros, un escritor obsesionado por las pesadillas de su infancia, un chiquillo doctorado en vampirología. Y yo. Pero ¿realmente creo? ¿Se me están contagiando las fantasías paranoides?

Susan creía.

Como había dicho Mark, a esa distancia de la casa no era posible tomarse el asunto en broma. Todos los procesos de pensamiento, el acto mismo de conversar, tenían lugar en el marco de una voz más fundamental que no dejaba de gritar «¡Peligro! ¡Peligro!» en un idioma ajeno a las palabras. Su ritmo cardíaco y su respiración se habían acelerado, aunque tenía la piel fría a causa de la dilatación de los capilares producida por la adrenalina que, en momentos de estrés, mantiene la sangre escondida en las profundidades del cuerpo. Sentía tensión y pesadez en los riñones. Sus ojos habían adquirido una agudeza preternatural, a la que no se le escapaba una astilla ni una mancha que hubiera en el muro de la casa. Y para que todo eso se desencadenara no había hecho falta ningún estímulo externo: ni hombres armados, ni perros amenazantes, ni indicios de fuego. Un vigía más profundo que sus cinco sentidos había despertado tras un largo período de sueño, y no había manera de ignorarlo.

Susan espió por una abertura que había en uno de los postigos de abajo.

—Pero cómo es posible que no hayan hecho nada —comentó casi enfadada—. Es una roña.

—Déjame ver.

Susan cruzó los dedos para que él pudiera apoyarse y mirar por entre las tablillas rotas el destartalado salón de la casa de los Marsten. El chico vio un desierto salón rectangular con el suelo cubierto por una espesa alfombra de polvo (sobre la cual aparecían huellas de muchas pisadas), el empapelado desprendido, dos o tres viejos sillones, una mesa coja. Los ángulos superiores de la habitación, cerca del techo, estaban festoneados de telarañas.

Antes de que Susan pudiera oponerse, Mark había forzado el gancho que cerraba la ventana empujándolo con el extremo más grueso de su estaca. Las dos piezas enmohecidas del seguro cayeron al suelo y, con un chirrido, los postigos se abrieron un par de centímetros hacia fuera.

—¡Eh! —protestó Susan—. No hagas eso.

—¿Y qué quieres que hagamos, tocar el timbre?

El chico plegó hacia atrás el postigo de la derecha y rompió uno de los sucios cristales, cuyos trozos cayeron hacia dentro con un tintineo. El miedo se apoderó de Susan, llenándole la boca de un regusto metálico.

—Estamos a tiempo de escapar —dijo la muchacha casi para sí.

Él la miró, sin que sus ojos reflejaran desdén alguno; solo una seriedad y un miedo tan intensos como los de ella.

—Si tienes que irte, vete —le dijo.

—No tengo que irme. —Susan procuró tragarse el nudo que le obstruía la garganta—. Date prisa. Cada vez pesas más.

Mark retiró los trozos de vidrio que quedaban del cristal roto, se pasó la estaca a la otra mano y después retiró la traba de la ventana, que gimió levemente mientras él la levantaba.

Susan la bajó y durante un momento los dos se quedaron mirando la ventana sin decir palabra. Después ella dio un paso, abrió del todo el postigo de la derecha y apoyó las manos sobre el alféizar astillado, preparándose para trepar. El miedo era tan intenso que le producía náuseas. Por fin entendía lo que había sentido Matt Burke mientras subía las escaleras de su casa para hacer frente a lo que le esperaba en el cuarto de huéspedes.

Susan siempre había entendido el miedo mediante una sencilla ecuación: miedo = desconocido. Y para resolver la ecuación no había más que reducir el problema a simples términos algebraicos: desconocido = tabla que cruje (o lo que fuera), tabla que cruje = nada que temer. En el mundo moderno, todos los miedos podían ser desentrañados así. Algunos miedos estaban justificados, por supuesto (uno no conduce cuando está muy borracho, no tiende su mano amistosamente a un perro que gruñe, ni se sube al coche de un desconocido. ¿Cómo era el chiste? ¿Jodes o caminas?), pero hasta entonces ella no había creído que algunos miedos fueran más grandes que la posibilidad de comprensión, apocalípticos y casi paralizantes. Se trataba de una ecuación insoluble. El hecho de avanzar muy despacio se convertía en un acto de heroísmo.

Flexionó los músculos para elevarse, pasó una pierna por sobre el alféizar, se dejó caer sobre el polvoriento suelo de la sala y miró alrededor. Reinaba un olor que emanaba de las paredes como un miasma casi visible. Susan procuró convencerse de que no era más que el olor del yeso enmohecido, o del guano acumulado y húmedo de todos los animales que se habían refugiado en esas ruinas: marmotas, ratas, incluso tal vez algún mapache. Pero había algo más. Aquel olor era más denso que un hedor animal, más penetrante. Hacía pensar en lágrimas, en vómitos, en tinieblas.

—Eh —llamó suavemente Mark, agitando las manos por sobre el alféizar—. Ayúdame.

Susan se inclinó hacia fuera y lo ayudó a entrar. Sus pies calzados con zapatillas resonaron sobre la alfombra, y la casa volvió a quedar en silencio.

Se descubrieron escuchando el silencio, fascinados por él. Ni siquiera parecía oírse el agudo y débil murmullo que parece producirse cuando reina un silencio extraño ni el sonido de las terminaciones nerviosas cuando están inactivas. Solo se oía un gran silencio ensordecedor y el pulso en sus propios oídos.

Sin embargo, los dos sabían que no estaban solos.

2

—Vamos —dijo Mark—. Echemos un vistazo. —Aferró la estaca y durante un momento volvió con nostalgia los ojos hacia la ventana.

Seguida por él, Susan avanzó lentamente hacia el vestíbulo. Al lado de la puerta había una mesita sobre la cual reposaba un libro. Mark lo cogió.

—Oye —preguntó—, ¿tú sabes latín?

—Un poco.

—¿Qué significa esto? —Mark le mostró la tapa.

La chica leyó las palabras frunciendo el ceño.

—No lo sé —dijo, sacudiendo la cabeza.

Mark abrió el libro y se estremeció. Había una figura de un hombre desnudo que ofrecía el cuerpo mutilado de un niño a algo que no alcanzaba a ver. El muchacho volvió a dejar el libro, contento de soltarlo (al tacto de su mano, el material con que estaba encuadernado era inquietantemente familiar), y ambos se dirigieron hacia la cocina. Allí las sombras eran más intensas. El sol había dado la vuelta hacia el otro lado de la casa.

—¿Notas el olor? —preguntó Mark.

—Sí.

—Aquí atrás es peor, ¿no?

—Sí.

Mark recordó la despensa que tenía su madre en la otra casa, donde un año tres cestas de tomates se habían echado a perder. Era un olor así, como de tomates podridos.

—Dios, qué miedo tengo —murmuró Susan.

La mano de Mark se tendió en busca de la de ella, y la aferró. El linóleo de la cocina era viejo, áspero y gastado, descolorido delante del antiguo fregadero enlozado. Una gran mesa llena de marcas y rozaduras, sobre la cual había un plato amarillo, un cuchillo y un tenedor, y un trozo de hamburguesa cruda, ocupaba el centro de la cocina.

La puerta del sótano estaba entreabierta.

—Ahí es donde tenemos que ir —señaló Mark.

—Oh —exclamó débilmente Susan.

La abertura era apenas una rendija y la luz no llegaba a entrar. Parecía como si una lengua de oscuridad lamiera ávidamente la cocina, en espera de que llegara la noche para devorarla entera. Ese centímetro de oscuridad era abominable y sus posibilidades, indecibles. Incapaz de moverse, Susan permaneció junto a Mark.

El chico avanzó, empujó la puerta hasta abrirla y miró hacia abajo. Susan veía cómo le temblaba un músculo en la mandíbula.

—Creo… —empezó a decir Mark, y ella oyó algo a sus espaldas y se volvió, con la súbita sensación de que ya era demasiado tarde. Era Straker. Su sonrisa era una mueca.

Mark giró sobre los talones, lo vio y trató de eludirlo. El puño de Straker se estrelló contra su mentón y el chico no supo nada más.

3

Cuando Mark recuperó el conocimiento estaban subiéndolo por unas escaleras, pero no eran las del sótano. No sentía esa sensación pétrea de encierro, y el aire no era tan fétido. Entreabrió sus párpados apenas, sin que la cabeza dejara de pender inerte del cuello. Habían llegado a un descanso: el primer piso. Se podía ver con bastante claridad. El sol no se había puesto todavía. Quedaba una tenue esperanza.

Al llegar al descansillo, de pronto los brazos que lo sostenían desaparecieron y Mark cayó pesadamente al suelo, golpeándose la cabeza.

—¿No te parece que yo sé cuándo alguien se está haciendo el tonto, jovencito? —le preguntó Straker.

Visto desde el suelo, parecía de tres metros de estatura. El cráneo calvo relucía con discreta elegancia en la creciente oscuridad. Mark vio con terror que en el hombro llevaba un rollo de cuerda.

Se llevó la mano al bolsillo donde había puesto la pistola.

Straker se echó a reír.

—Me tomé la libertad de quitarte la pistola, jovencito. Los niños no deben portar armas… ni tampoco conviene que lleven a una señorita a lugares donde no les han invitado.

—¿Qué ha hecho con Susan Norton?

Straker sonrió.

—La llevé donde ella quería ir, amiguito. Al sótano. Más tarde, cuando se ponga el sol, se encontrará con el hombre a quien vino a ver. Y tú también lo conocerás, tal vez esta misma noche, tal vez mañana por la noche. Es posible que él te entregue a la muchacha, pero más bien pienso que se ocupará personalmente de ti. La chica tendrá sus propios amigos, entre ellos tal vez algunos entrometidos como tú.

Con ambos pies, Mark trató de darle una patada en la entrepierna, pero Straker se apartó ágilmente a un lado, como un bailarín. Al mismo tiempo le devolvió el golpe, un enérgico puntapié en los riñones.

Mark se mordió los labios, retorciéndose en el suelo.

—Vamos, jovencito. De pie —le ordenó Straker con una risita.

—No… no puedo.

—Pues arrástrate —dijo Straker, y le asestó otra patada, esta vez en el muslo.

El dolor fue muy intenso, pero Mark apretó los dientes. Consiguió ponerse de rodillas y después de pie.

Siguieron andando por el vestíbulo hasta la puerta del otro extremo.

—¿Qué va a hacer conmigo?

—Prepararte como a un pavo de Navidad, jovencito. Más tarde, cuando mi amo se haya ocupado de ti, quedarás en libertad.

—¿Como los otros?

Straker sonrió.

Mientras abría la puerta para entrar en la habitación donde se había suicidado Hubie Marsten, algo extraño sucedió en la mente de Mark. El miedo no desapareció, pero aparentemente dejó de actuar como un freno sobre sus procesos mentales y de interferir las señales positivas. Su cerebro empezó a funcionar con una velocidad pasmosa, no valiéndose de palabras ni de imágenes, sino de una especie de taquigrafía simbólica. El muchacho se sentía como una pequeña lámpara que de pronto recibe una sobrecarga de una fuente desconocida.

El cuarto como tal era absolutamente prosaico. El empapelado colgaba en jirones, dejando ver el yeso y la piedra. El tiempo había cubierto el suelo con una espesa capa de polvo y yeso, pero solo se veían las huellas de una persona, como si alguien hubiera subido a echar un vistazo. Había dos pilas de revistas, una cama de hierro sin somier ni colchón y una pequeña plancha metálica con un grabado desvaído. La ventana tenía los postigos cerrados, pero por ellos se filtraba, polvorienta, luz suficiente para que Mark pensara que quedaba todavía una hora hasta que cayese la noche. En el cuarto flotaba algo maligno y hediondo.

En el lapso de unos segundos, el chico abrió la puerta, registró todo lo que había y avanzó hasta el centro de la habitación, donde Straker le dijo que se detuviera. En esos breves momentos, vio tres escapatorias posibles.

En una de ellas, él se precipitaba súbitamente hacia la ventana cerrada, y trataba de lanzarse a través de los cristales y los postigos como el héroe de una película del Oeste, para saltar ciegamente hacia fuera. Mentalmente, con un ojo se vio caer sobre un herrumbrado montón de herramientas de jardín para terminar su vida retorciéndose ensartado en una horquilla mellada como un insecto en un alfiler. Con el otro ojo, vio cómo se estrellaba contra los cristales sin conseguir que se abriera el postigo, y cómo Straker se apoderaba otra vez de su cuerpo, lacerado y sangrante.

En la segunda, vio a Straker que lo ataba y se iba. Se vio a sí mismo atado en el suelo, vio cómo se extinguía la luz, cómo sus esfuerzos por liberarse eran cada vez más frenéticos e inútiles, y oyó finalmente cómo subía ominosamente las escaleras un individuo mil veces peor que Straker.

Se vio recurriendo a una treta que había aprendido el verano anterior cuando leía un libro sobre Houdini, el famoso mago capaz de escaparse de una celda, de un cajón cerrado con cadenas y de la bóveda de un banco. Podía soltarse de cuerdas, esposas de acero e instrumentos de tortura chinos. Y una de las cosas que hacía era contener el aliento y tensar fuertemente los puños cuando una persona del público le ataba. También había que contraer los muslos, los antebrazos y los músculos del cuello. Si uno tenía músculos bien desarrollados, al relajarlos conseguía cierta flojedad en las ligaduras. Entonces, todo consistía en relajarse por completo y trabajar con lentitud y tesón para escapar, sin dejarse dominar por el pánico. Poco a poco, también el cuerpo ayudaba, lubricándose con sudor. En el libro parecía muy fácil.

—Date la vuelta; te voy a atar —le dijo Straker—. Y mientras lo haga no te muevas, porque si te mueves, con esto —levantó el pulgar— te vaciaré el ojo derecho. ¿Lo entiendes?

Mark asintió. Hizo una inspiración profunda, retuvo el aire y contrajo los músculos.

Straker arrojó la cuerda por encima de una viga.

—Acuéstate —le dijo.

Mark obedeció.

Straker le cruzó las manos a la espalda y se las ató firmemente con la cuerda. Hizo un lazo, se lo pasó por el cuello y lo aseguró con un nudo.

—Estás atado a la misma viga de donde se colgó el amigo y patrono de mi amo en esta comarca, jovencito. ¿No te halaga?

Mark emitió un gruñido y Straker rio. Le pasó la cuerda entre las piernas, y el chico gimió cuando se la ajustó con un tirón brutal.

—¿Te duele? —acotó con cínico humor—. No será por mucho rato. De todas maneras, llevarás una vida ascética, hijo… una vida muy larga.

Rodeó con la cuerda los tensos muslos del chico, aseguró el nudo y volvió a rodearle las rodillas y los tobillos. A Mark ya se le hacía difícil contener la respiración, pero se dominó obstinadamente.

—Estás temblando, jovencito —se burló Straker—. Tienes todo el cuerpo entumecido. Y toda la carne blanca… ¡pero la tendrás más blanca aún! No tienes por qué tener tanto miedo. Mi amo es muy capaz de ser bondadoso. Y es muy venerado aquí en tu propio pueblo. No es más que un pequeño pinchazo; como cuando el médico te pone una inyección, y después todo es dulzura. Y más tarde quedarás libre. E irás a ver a tu padre y a tu madre, ¿verdad? Irás a verlos mientras duermen.

Se levantó y miró con benevolencia a Mark.

—Ahora tengo que dejarte por un rato, jovencito. He de acomodar a tu encantadora consorte. Cuando volvamos a vernos, me tendrás más afecto.

Y salió, dando un portazo. Una llave resonó en la cerradura.

Mientras sus pies se alejaban por la escalera, Mark dejó escapar el aliento y relajó los músculos con un gran suspiro.

Las cuerdas que le inmovilizaban se aflojaron un poco.

Se quedó quieto. Su mente seguía volando eufórica. Miró a lo largo del suelo irregular en dirección a la cama de hierro. Más allá se elevaba la pared. En esa parte, el empapelado se había desprendido y estaba caído junto al armazón de la cama como la desechada piel de una víbora. Mark se concentró en un pequeño sector de la pared y lo examinó con atención, apartando de su mente todo lo demás. El libro sobre Houdini decía que lo más importante era la concentración. No había que permitir que el pánico se insinuara en la mente. El cuerpo debía estar completamente relajado. Y la fuga debía tener lugar mentalmente antes de mover un solo dedo. Cada paso debía existir concretamente en el pensamiento.

Mientras miraba la pared, pasaban los minutos.

La pared era blanca e irregular, como una pantalla antigua de autocine. Por último, a medida que su cuerpo se relajaba, empezó a verse a sí mismo proyectado: un muchachito de camiseta azul y tejanos. Estaba situado de costado, con los brazos atados a la espalda, las muñecas apoyadas en la depresión lumbar. Tenía un lazo corredizo alrededor del cuello, y cualquier movimiento impulsivo lo ajustaría inexorablemente hasta privar al cerebro del oxígeno indispensable para mantener la lucidez.

Siguió mirando la pared.

La figura allí proyectada había empezado a moverse cautelosamente, aunque el propio Mark siguiera tendido, perfectamente inmóvil. Como extasiado, observó todos los movimientos de la imagen. Había alcanzado un nivel de concentración propio de los faquires y los yoguis de la India, capaces de contemplar durante días sus dedos de los pies o la punta de su nariz, o el de ciertos médiums que, en estado inconsciente, son capaces de levantar mesas o de sacar largos zarcillos de teleplasma de la nariz, la boca o la punta de los dedos. Se encontraba en un estado casi sublime. Ya no le preocupaba Straker ni la menguante luz del día. Había dejado de ver el suelo irregular, el armazón de la cama, la pared incluso. Lo único que veía era al muchacho, una figura perfecta que se movía en una leve danza de músculos cuidadosamente controlados.

Siguió mirando la pared.

Finalmente empezó a mover las muñecas en semicírculos. Al límite de cada movimiento las partes de las palmas más próximas al pulgar se tocaban, sin que se movieran otros músculos que los de la parte inferior del antebrazo. Sin apresurarse, Mark seguía mirando la pared.

Cuando el sudor empezó a brotarle, las muñecas se movieron con más libertad. Los movimientos se ampliaron. Al término de cada uno, los dorsos de las manos se tocaban. Las vueltas de cuerda que las sujetaban se habían aflojado un poco.

Mark se detuvo.

Pasado un momento, empezó a flexionar los pulgares contra las palmas, mientras contraía los dedos en un movimiento sinuoso. Su rostro se mantenía absolutamente inexpresivo: era como la cara de yeso de un maniquí en una tienda.

Pasaron cinco minutos. Las manos ya le transpiraban abundantemente. La increíble intensidad de la concentración hacía que el chico pudiera controlar parcialmente el sistema nervioso simpático, otra técnica de los yoguis y los faquires; sin darse cuenta, había llegado a obtener cierto control sobre las funciones involuntarias del cuerpo. El sudor no se podía explicar como producto de sus cuidadosos movimientos. Sentía las manos como engrasadas, y de la frente le caían gotitas que oscurecían el polvo blanco del suelo.

Empezó a mover los brazos en un movimiento ascendente y descendente, como de pistón, haciendo trabajar ahora los bíceps y los músculos de la espalda. El nudo corredizo se ajustó un poco, pero al mismo tiempo Mark sentía que una de las vueltas de cuerda que le sujetaban las manos comenzaba a descender sobre la palma derecha. Ahora se apoyaba sobre la parte carnosa del pulgar. Sintió una oleada de excitación y se obligó a detenerse hasta que la emoción se hubo calmado por completo. Solo en ese momento volvió a empezar. Arriba abajo. Arriba abajo. Arriba abajo. Cada vez ganaba medio centímetro, o menos. De pronto, su mano derecha quedó libre.

La dejó donde estaba, flexionándola. Cuando los músculos recuperaron la flexibilidad, introdujo los dedos bajo el lazo que le ataba la muñeca izquierda y tanteó, hasta que consiguió liberar la mano izquierda.

Entonces, apoyó ambas manos en el suelo. Cerró los ojos. Ahora, lo importante era no pensar que la partida estaba ganada. Ahora había que actuar aún con más cuidado.

Se apoyó en la mano izquierda, y con la derecha recorrió el nudo que aseguraba el lazo corredizo que le rodeaba el cuello. Inmediatamente comprendió que para soltarlo tendría que ahogarse o poco menos, y también que incrementaría la presión que le oprimía los testículos, donde sentía ya un sordo latido.

Respiró profundamente y empezó a trabajar con el nudo. La cuerda fue tensándose poco a poco, y la presión en el cuello y entre las piernas se intensificó. Las fibras del cáñamo se incrustaban en la garganta como minúsculas agujas. El nudo le desafió durante un tiempo interminable. Su visión empezó a difuminarse bajo la embestida de las enormes flores negras que estallaban en silenciosa floración ante sus ojos, pero Mark se negaba a darse prisa. Retorció sin descanso el nudo, hasta percibir una nueva flojedad. Durante un momento la presión en la ingle se hizo insoportable, hasta que con un movimiento convulsivo se pasó el lazo por encima de la cabeza y el dolor disminuyó.

El muchacho se sentó e inclinó la cabeza hacia delante, respirando de manera entrecortada, mientras con ambas manos se frotaba los testículos lacerados. El intenso dolor se convirtió en una incomodidad sorda y penetrante que le dio una sensación de náusea.

Cuando empezó a pasársele, Mark miró hacia la ventana cerrada. La luz que entraba a través de las fisuras de la madera se había desteñido hasta alcanzar un ocre opaco. El sol debía de estar poniéndose. Y la puerta estaba cerrada con llave.

Tiró de la cuerda hasta descolgarla de la viga y empezó a aflojar los nudos de las piernas. Estaban muy ajustados, y la reacción provocada por el éxito inicial había empezado a debilitar la concentración de Mark.

Se soltó los muslos, las rodillas y, tras un denodado esfuerzo, los tobillos. Se levantó tambaleante y empezó a frotarse las piernas.

Abajo se oyó ruido de pasos.

Invadido por el pánico, levantó la mirada, mientras sus orificios nasales se dilataban. Avanzó torpemente hacia la ventana e intentó abrirla. Estaba asegurada con clavos enmohecidos, doblados a martillazos sobre la madera del alféizar.

Los pasos ascendían por la escalera.

Mark se enjugó la boca con la mano y miró con desesperación alrededor. Dos pilas de revistas. Una pequeña plancha metálica con un desgastado grabado. El armazón de la cama de hierro fundido.

A ella se dirigió y la levantó por un extremo. Y tal vez algún dios remoto, al ver cuánto era lo que el muchacho había hecho solo, se compadeció de él.

Los pasos habían empezado a acercarse a la puerta cuando Mark consiguió acabar de destornillar la pata de la cama.

4

Cuando se abrió la puerta, Mark estaba detrás de ella con la pata de la cama levantada, como un piel roja con su tomahawk.

—Jovencito, vengo a…

Cuando vio la cuerda tendida en el piso, la sorpresa lo paralizó, durante un segundo tal vez. Ya había cruzado la puerta.

Mark vivía las cosas con la lentitud de una jugada de fútbol que se repite en cámara lenta. Tenía la sensación de disponer de minutos, no de apenas unos segundos, para apuntar al cráneo que aparecía más acá del umbral de la puerta.

Con ambas manos asestó el golpe con la pata, no con toda la fuerza de que era capaz, porque prefirió sacrificar un poco de fuerza para conseguir mejor puntería. Alcanzó a Straker exactamente encima de la sien, en el momento en que este empezaba a darse la vuelta para mirar detrás de la puerta. Los ojos, que tenía muy abiertos, se cerraron bruscamente por el dolor. Del cuero cabelludo comenzó a manar sangre a borbotones.

El cuerpo de Straker se contrajo y retrocedió, tambaleante, hacia el interior del cuarto, con la cara desencajada por una mueca. Al ver que extendía la mano, Mark volvió a golpearlo. Esta vez el metal cayó sobre la calva, encima de la convexidad de la frente, abriendo un nuevo manantial de sangre.

Se desplomó con los ojos en blanco.

Mark rodeó el cuerpo, mirándolo con ojos desorbitados. El extremo de la pata de la cama estaba manchado de sangre, y era más oscura que la de las películas en tecnicolor. Mark se sintió descompuesto al verla, pero cuando miró a Straker no sentía nada.

Le he matado, pensó, y su reacción inmediata que añadir: Bien, bien.

La mano de Straker le aferró el tobillo.

Con un sobresalto, Mark intentó zafarse. La mano se cerraba sobre su pie como una trampa de acero, y ahora Straker estaba mirándole, con sus ojos fríos que brillaban a través de la máscara de sangre. Aunque sus labios se movían, no emitían ningún sonido. Mark tiró con más fuerza, inútilmente. Con un gruñido sordo, empezó a golpear la mano de Straker con la pata de la cama. Una vez, dos, tres, cuatro. Los dedos se quebraron como un estremecedor crujido de lápices. La presa se aflojó y el muchacho se soltó con un tirón que le hizo pasar, tambaleante, por la puerta hasta llegar al pasillo.

La cabeza de Straker había vuelto a caer sobre el suelo, pero su mano destrozada siguió abriéndose y cerrándose en el aire con una vitalidad siniestra, como la del perro que se estremece al soñar que está cazando gatos.

La pata de la cama se le escurrió entre los dedos agarrotados, y entonces retrocedió, tembloroso. El pánico se adueñó de él y huyó a saltos por las escaleras, bajando dos o tres peldaños cada vez, pese a sus piernas entumecidas, mientras su mano volaba sobre el pasamanos astillado.

La puerta principal se perdía en las tinieblas, en una oscuridad abominable.

Llegó a la cocina. Su mirada, tímida y enloquecida, pasó fugazmente por la puerta abierta del sótano. El sol descendía en una ardiente columna de rojos, amarillos y púrpuras. En el salón de una funeraria, a veinticinco kilómetros de distancia, Ben Mears no apartaba los ojos del reloj, mientras las manecillas vacilaban entre las 7.01 y las 7.02.

Mark no sabía nada de eso, pero sabía que la hora de los vampiros era inminente. Permanecer allí significaba superponer un enfrentamiento a otro; descender a ese sótano para intentar salvar a Susan significaba verse arrastrado al reino de los no-muertos.

Sin embargo, fue hacia la puerta del sótano y hasta bajó los tres primeros escalones antes de que el miedo lo envolviera como una ligadura casi física, sin permitirle dar un paso más. El chico estaba llorando y todo el cuerpo le temblaba como presa del paludismo.

—¡Susan! —gritó—. ¡Escapa!

—¿Mark? —Su voz sonaba débil y aturdida—. No veo nada. Está oscuro…

Entonces se oyó un ruido similar al disparo de un arma de fuego, seguido por una risa profunda y desalmada.

Susan emitió un alarido que fue diluyéndose en un gemido, y después en el silencio.

Aunque sus pies eran plumas que querían llevárselo volando, Mark esperaba todavía.

Desde abajo le llegó una voz sorprendentemente parecida a la de su padre.

—Ven abajo, hijo mío. Qué muchacho tan admirable eres.

El poder de esa voz era tal que Mark sintió que el miedo se desvanecía, que las plumas de sus pies se convertían en plomo. Ya había empezado a bajar a tientas otro escalón cuando consiguió rehacerse, aunque para eso necesitó de toda la exhausta disciplina que aún conservaba.

—Baja —volvió a decir la voz, ahora desde más cerca. Tras el matiz paternal y amistoso se insinuaba una orden, acerada y tersa.

—¡Sé quién eres! —gritó Mark hacia abajo—. ¡Tú eres Barlow!

Y salió corriendo.

Cuando llegó a la puerta principal, el miedo había vuelto a apoderarse de él, y si la puerta no hubiera estado abierta habría podido atravesarla, dejando recortada en ella su silueta como en un dibujo animado.

Huyó por la carretera (como había hecho hacía muchos años Benjamin Mears) y después siguió por el centro de Brooks Road rumbo al pueblo y a su incierta seguridad. ¿Podría perseguirle, aun ahora, el rey de los vampiros?

Se apartó del camino para atravesar a tientas el bosque, vadeó el arroyo, tropezó con unos arbustos al otro lado, y finalmente entró por el patio de atrás de su casa.

Atravesó la puerta de la cocina y al mirar por la arcada que daba a la sala vio a su madre, que con la preocupación dibujada en el rostro, hablaba por teléfono, con la guía abierta sobre el regazo.

Al levantar la vista, le vio y una oleada de alivio se difundió sobre su rostro.

—… aquí está…

Sin esperar respuesta, colgó y se dirigió hacia él. Con más pena de lo que él mismo habría esperado, Mark advirtió que su madre había estado llorando.

—Oh, Mark… ¿dónde has estado?

—¿Ya ha vuelto? —preguntó su padre desde el estudio. Su rostro, invisible, se cubría ya de nubes de tormenta.

—¿Dónde has estado? —Su madre le tomó por los hombros y le sacudió.

—Por ahí —dijo Mark—. Me caí mientras volvía a casa.

No había nada más que decir. La característica esencial de la niñez no es que sueño y realidad se mezclen sin esfuerzo, sino la alienación. No hay palabras para los oscuros efluvios y peripecias de esa edad. Los niños que saben lo admiten, y aceptan las consecuencias. Un chico que calcula los costes ya ha dejado de ser un niño.

—Se me pasó el tiempo —agregó—, y…

En ese momento, su padre se hizo cargo de él.

5

En la oscuridad que precede al amanecer del lunes, algo rascaba en la ventana.

Regresó desde el sueño sin intervalo alguno de somnolencia ni desorientación. La insania del sueño y de la vigilia se parecían ahora notablemente.

El rostro que destacaba en la oscuridad al otro lado de la ventana era el de Susan.

—Mark… déjame entrar.

El chico se levantó de la cama. El suelo estaba frío para sus pies desnudos. Estaba tiritando.

—Vete —le dijo.

No había ninguna inflexión en su voz. Observó que ella llevaba todavía la misma blusa, los mismos pantalones. Quién sabe si los padres de ella estarán preocupados, pensó Mark. Si habrán llamado a la policía.

—No está tan mal, Mark. —Mientras hablaba, Susan le miraba con inexpresivos ojos de obsidiana. Al sonreírle mostró los dientes, que se destacaron con nítido relieve bajo la palidez de las encías—. Es muy bueno, en realidad. Déjame entrar, que te enseñaré. Quiero besarte, Mark. Besarte todo, como nunca te ha besado tu madre.

—Vete —repitió él.

—Alguno de nosotros te vencerá, tarde o temprano —expresó Susan—. Ahora somos muchos. Déjame entrar, Mark… Tengo hambre. —Intentó sonreír, pero la sonrisa se convirtió en una oscura mueca que a Mark le hizo sentir un escalofrío.

Levantó la cruz y la apoyó contra la ventana.

Ella emitió un silbido como si la hubieran quemado y se soltó del marco. Durante un momento siguió suspendida en el aire, mientras su cuerpo iba volviéndose indistinto y nebuloso. Después desapareció, pero no sin que Mark viera (o le pareciera ver) en su rostro una mirada de desesperada infelicidad.

La noche volvió a quedar tranquila y silenciosa.

Ahora somos muchos…

Los pensamientos de Mark regresaron hasta sus padres, que ajenos al peligro dormían en la habitación de abajo, y el espanto le agarrotó las entrañas.

Algunos hombres sabían, había dicho Susan, o sospechaban.

¿Quiénes?

El escritor, seguro. Ese que salía con ella. Mears, se llamaba. Vivía en la pensión de Eva. Los escritores sabían muchas cosas. Tenía que ser él. Y Mark tenía que advertir a Mears antes de que ella…

Mientras volvía a la cama se detuvo en seco.

¿Y si ya había llegado?