XI

Ben (IV)

1

A las nueve y diez de la mañana del domingo —un día luminoso y bañado por el sol—, cuando Ben empezaba a preocuparse por no saber nada de Susan, sonó el teléfono al lado de su cama. Ben respondió con impaciencia. —¿Dónde estás?

—Tranquilízate. Estoy aquí arriba con Matt Burke, que solicita el placer de tu compañía tan pronto como puedas ofrecérsela. —¿Por qué no has venido…?

—He pasado a verte, más temprano, y dormías como un cordero.

—Es que por la noche te dan unas drogas que te aturden, para poder robarte órganos para pacientes millonarios —bromeó Ben—. ¿Cómo está Matt?

—Ven tú mismo a verlo —respondió Susan, y apenas había hecho más que colgar cuando Ben ya estaba enfundándose en su bata.

2

Matt parecía mucho mejor, casi rejuvenecido. Susan estaba sentada junto a la cama con un vestido de color azul brillante, y cuando Ben entró en la habitación, Matt levantó una mano para saludarlo. Ben acercó una de las incómodas sillas del hospital y se sentó.

—¿Y tú cómo te sientes?

—Mucho mejor. Débil, pero mejor. Anoche me quitaron el suero endovenoso y esta mañana me han dado un huevo pasado por agua. Anticipos del asilo para ancianos.

Ben besó levemente a Susan y advirtió en el rostro de ella una especie de tensa compostura, como si todo estuviera sostenido por un delgado alambre.

—¿Alguna novedad desde que llamaste anoche?

—Ninguna, que yo sepa. Pero yo he salido de casa a eso de las siete, y los domingos el pueblo se despierta un poco más tarde.

Ben dirigió la mirada a Matt.

—¿Te sientes bien para hablar de esto?

—Sí, creo que sí —respondió Matt, y cambió de posición. Con el movimiento, la cruz de oro que Ben le había colgado al cuello relumbró—. Por cierto, gracias por esto. Es un gran consuelo, aunque la comprara el viernes por la tarde en la sección de saldos de Woodworth.

—¿Cómo estás ahora?

—«Estabilizado» es el repugnante término que usó el joven doctor Cody cuando me examinó ayer a última hora de la tarde. De acuerdo con el ECG que me hizo, fue estrictamente un infarto de segundo grado… sin formación de coágulos —carraspeó—. Por su bien, es de esperar que así sea. Una semana después de haberme realizado un chequeo general, es para arrancarle la piel y colgarla a secar en la pared por su acierto. —Se interrumpió y miró a Ben—. Dijo que había visto casos así producidos por una fuerte conmoción. Yo, como si tuviera cremallera en la boca. ¿Hice bien?

—En ese momento sí. Pero las cosas han cambiado. Hoy, Susan y yo vamos a ver a Cody y le pondremos al tanto de todo. Si no firma inmediatamente los papeles para encerrarme en el manicomio, le diremos que hable contigo.

—Pues le haré el favor de escucharle —dijo maliciosamente Matt—. El muy presumido no me deja fumar mi pipa.

—¿Te contó Susan lo que ha sucedido en Salem’s Lot desde el viernes por la noche?

—No. Dijo que prefería esperar a que estuviéramos todos juntos.

—Antes de que hable ella, ¿quieres contarme qué fue lo que pasó exactamente en tu casa?

El rostro de Matt se ensombreció y por un momento la máscara de la convalecencia se esfumó.

Ben tuvo un atisbo del viejo a quien había visto dormido el día anterior.

—Si no te sientes lo bastante…

—Oh, sí, estoy bien. Tengo que estar bien, si la mitad de lo que sospecho es verdad —sonrió amargamente—. Siempre me he considerado un poco librepensador, y difícil de asustar. Pero es asombrosa la forma en que la mente trata de excluir algo que no le gusta o que considera amenazante. Como las pizarras mágicas con que jugábamos cuando éramos niños. Si a uno no le gustaba lo que había dibujado, no tenía más que correr la línea y desaparecía.

—Pero la línea quedaba marcada para siempre en el fondo —señaló Susan.

—Sí —le sonrió Matt—. Una hermosa metáfora de la interacción entre lo consciente y lo inconsciente. Lástima que Freud eligió la de la cebolla. Pero estamos divagando. —Miró a Ben—. ¿A ti te lo ha contado Susan?

—Sí, pero…

—Entiendo. Vayamos al grano.

Relató la historia con voz tranquila y casi sin inflexiones, con una única pausa cuando una enfermera entró a preguntarle si quería un vaso de zumo. Matt le dijo que le encantaría, y se lo bebió a pequeños sorbos con la pajita, mientras hablaba. Ben observó que al llegar a la parte en que Mike se caía hacia atrás por la ventana, los cubos de hielo tintineaban un poco en el vaso que sostenía en la mano. Sin embargo, la voz no vaciló; siguió sonando con la misma inflexión monótona que Matt usaba en sus clases. Ben pensó, no por primera vez, que era un hombre admirable.

Terminado el relato, se produjo una breve pausa, que fue rota por el propio Matt.

—Bien. Vosotros, que no habéis visto nada con vuestros propios ojos, ¿qué pensáis de esto?

—Ayer, Ben y yo hablamos bastante sobre ello —dijo Susan—, pero dejaré que sea él quien se lo diga a usted.

Con cierta timidez, Ben fue planteando cada una de las explicaciones razonables, para descartarlas después. Cuando mencionó la persiana, el terreno blando y la falta de huellas de escalera, Matt aplaudió.

—¡Bravo! ¡Buen detective! —Después miró a Susan—. Y usted, señorita Norton, que solía escribir unos ensayos tan sólidos, con párrafos como ladrillos unidos por el cemento de oraciones, ¿qué piensa usted?

La muchacha se miró las manos, que jugaban con un pliegue de su vestido, y después levantó los ojos hacia él.

—Como ayer Ben me dio una conferencia sobre el significado lingüístico de «no puedo», no usaré esa expresión. Pero me resulta muy difícil aceptar que anden vampiros al acecho por Salem’s Lot, señor Burke.

—Si se pueden disponer las cosas para que no se viole el secreto, estoy dispuesto a someterme a un detector de mentiras —dijo suavemente Matt.

Susan enrojeció un poco.

—No, no… no me entienda mal, por favor. Estoy convencida de que algo sucede en el pueblo. Algo… horrible… Pero eso…

Matt tendió una mano y la apoyó sobre las de ella.

—Eso lo entiendo, Susan. Pero ¿quieres hacer algo por mí?

—Si puedo.

—Quisiera que los tres nos decidiéramos a partir de la premisa de que todo esto es real. Que tengamos presente esa premisa hasta que podamos refutarla. El método científico. Ben y yo ya hemos analizado los modos y maneras de ponerla a prueba. Y nadie desea más que yo poder refutarla.

—Pero no cree que sea posible, ¿no es eso?

—No, no lo creo —admitió Matt—. Después de una larga conversación conmigo mismo, llegué a una decisión: creo en lo que vi.

—Dejemos de lado por un momento las cuestiones de creer y no creer —sugirió Ben—, que por ahora son académicas.

—De acuerdo —aprobó Matt—. ¿Cuáles son tus ideas sobre el procedimiento?

—Bueno —empezó Ben—, yo te designaría jefe de investigación. Dados tus antecedentes, resultas adecuado para la tarea. Y estás obligado a mantener inactividad física.

Los ojos de Matt brillaron como cuando habló de la perfidia de Cody al prohibirle la pipa.

—Cuando abra la biblioteca, telefonearé a Loretta Starcher. Necesitará una carretilla para traerme los libros.

—Es domingo y la biblioteca está cerrada —le recordó Susan.

—La abrirá para mí —dijo Matt—, y si no, sabré por qué.

—Pídele todo lo que haya sobre el tema —indicó Ben—, tanto psicológico como parapsicológico o místico. Todo.

—Iré tomando notas —afirmó Matt—. ¡Por Dios que sí! —Miró a ambos—. Desde que me desperté aquí, es la primera vez que me siento un hombre. ¿Qué vais a hacer?

—Primero, hablar con Cody. Él examinó a Ryerson y a Floyd Tibbits. Tal vez podamos persuadirle de exhumar el cuerpo de Danny Glick.

—Pero ¿lo hará? —preguntó Susan.

Matt bebió un sorbo de zumo antes de contestar.

—El Jimmy Cody que fue mi discípulo lo habría hecho, sin duda. Era un muchacho imaginativo y de mentalidad abierta, notablemente resistente a la hipocresía. Hasta qué punto puedan haberlo convertido en empirista la universidad y la facultad de medicina, no lo sé.

—Todo esto me parece descabellado —señaló Susan—. Especialmente lo de ir a ver al doctor Cody, a riesgo de que nos rechace sin contemplaciones. ¿Por qué no vamos Ben y yo a casa de los Marsten y terminamos con todo esto? Eso estaba en el programa de la semana pasada.

—Te diré por qué —intervino Ben—. Porque vamos a proceder partiendo de la premisa de que todo esto es real. ¿Estás tan ansiosa por ir a meter la cabeza en la boca del lobo?

—Yo creía que los vampiros dormían de día.

—Sea lo que sea Straker, no es un vampiro —señaló Ben—, a menos que las antiguas leyendas estén equivocadas. Se muestra a plena luz del día. Y lo menos que haría sería echarnos como intrusos, sin que llegáramos a enterarnos de nada. En el peor de los casos, si nos venciera y nos encerrara allí hasta la noche, seríamos el bocado perfecto para cuando despertara el conde.

—¿Barlow?

Ben se encogió de hombros.

—¿Por qué no? La historia del viaje de negocios a Nueva York es demasiado buena para ser cierta.

Aunque la expresión de sus ojos seguía siendo obstinada, Susan no dijo nada.

—¿Y qué haréis si Cody se ríe de vosotros? —preguntó Matt—. Eso, suponiendo que no os haga encerrar.

—Entonces iremos al cementerio al caer el sol —declaró Ben—. A vigilar el sepulcro de Danny Glick. Cuestión de pruebas, digamos.

Matt se enderezó un poco sobre las almohadas.

—Prometedme que tendréis cuidado. ¡Prometédmelo, Ben!

—Claro que sí. Iremos rebosantes de cruces.

—No hagas bromas —balbuceó Matt—. Si tú hubieras visto lo que yo… —Volvió la cabeza para mirar por la ventana, que mostraba las hojas de un aliso iluminadas por el sol y, más allá, el luminoso cielo otoñal.

—Si ella bromea, yo no —afirmó Ben—. Tomaremos todas las precauciones.

—Id a ver al padre Callahan —recomendó Matt—. Pedidle que os dé un poco de agua bendita, y si es posible también una hostia.

—¿Qué clase de hombre es? —quiso saber Ben.

Matt se encogió de hombros.

—Un poco raro. Borracho, tal vez. En todo caso, si lo es, es un borracho cultivado y cortés. Tal vez un poco resentido bajo el yugo de un Papado ilustrado.

—¿Está usted seguro de que el padre Callahan es… de que bebe? —preguntó Susan.

—Seguro no —respondió Matt—. Pero un ex alumno mío, Brad Campion, trabajaba en la tienda de licores de Yarmouth y dice que Callahan es uno de los clientes habituales. De Jim Beam. Buen gusto.

—¿Sería posible hablar con él? —preguntó Ben.

—No lo sé, pero deberíais intentarlo.

—Entonces, ¿tú no lo conoces?

—No, no a fondo. Está escribiendo una historia de la Iglesia católica en Nueva Inglaterra, y sabe mucho de los poetas de nuestra supuesta edad de oro… Whittier, Longfellow, Russell, Holmes, todos esos. A finales del año pasado lo invité a hablar en mi clase de estudiantes de literatura norteamericana. Tiene una mente rápida y punzante, que agradó a los muchachos.

—Lo veré, y me guiaré por mi olfato —prometió Ben.

Una enfermera se asomó, hizo un gesto de asentimiento y un momento después entraba Jimmy Cody, con un estetoscopio colgado del cuello.

—¿Molestando a mi paciente? —bromeó.

—No tanto como tú —protestó Matt—. Quiero mi pipa.

—Pues no puede usted tenerla —respondió Cody con aire ausente, mientras estudiaba los datos clínicos de Matt.

—Matasanos de mala muerte —masculló Matt.

Cody dejó la ficha clínica y corrió la cortina verde que pendía alrededor de la cama, de un riel de acero en forma de C.

—Tengo que pedirles que salgan un momento. ¿Qué tal va su cabeza, señor Mears?

—Bueno, parece que no se me ha salido nada de dentro.

—¿Sabe lo de Floyd Tibbits?

—Susan me lo contó, y quisiera hablar con usted, si tiene un momento cuando termine sus visitas.

—Si quiere, puedo dejarlo como el último paciente de la visita. A eso de las once.

—Espléndido.

Cody volvió a mover la cortina.

—Y ahora, si usted y Susan quieren disculparnos…

—Henos aquí, amigos, en el aislamiento —declamó Matt—. Decid la palabra secreta y os ganaréis cien dólares.

La cortina se interpuso entre Ben y Susan y la cama.

—La próxima vez que lo tenga a usted con oxígeno —le oyeron decir a Cody—, creo que aprovecharé para extirparle la lengua y más o menos la mitad del lóbulo frontal.

Ben y Susan sonrieron, como sonríen los enamorados cuando están al sol y no pasa nada grave, pero las sonrisas se desvanecieron casi instantáneamente.

Por un momento se preguntaron si todo aquello no sería una chifladura.

3

Cuando Jimmy Cody entró finalmente en el cuarto de Ben, eran las once y veinte.

—De lo que yo quería hablar con usted… —empezó Ben.

—Primero la cabeza y después hablamos. —Cody le apartó suavemente el pelo, miró un momento y dijo—: Esto le va a doler.

Cuando le quitó el vendaje adhesivo, Ben dio un respingo.

—Bonito chichón —comentó Cody, y volvió a cubrir la herida con una venda más pequeña.

Dirigió la luz de su linterna a los ojos de Ben y después le golpeó la rodilla izquierda con un martillito de goma. Con súbita morbosidad, Ben pensó si sería el mismo que había usado con Mike Ryerson.

—Parece que todo va bien —comentó el médico, mientras dejaba a un lado sus instrumentos—. ¿Cuál era el apellido de soltera de su madre?

—Ashford —respondió Ben, a quien le habían hecho preguntas similares cuando recuperó por primera vez el conocimiento.

—¿Y la maestra de primer grado?

—La señora Perkins. Se teñía el pelo.

—¿El segundo nombre de su padre?

—Merton.

—¿Mareos o náuseas?

—No.

—¿No percibe olores raros, colores o…?

—No, no y no. Estoy perfectamente.

—Eso lo decidiré yo —especificó Cody—. ¿En algún momento vio doble imagen?

—Desde la última vez que bebí toda una botella de Thunderbird, no.

—Muy bien. Le declaro curado gracias a las maravillas de la ciencia moderna y a la suerte de tener la cabeza dura. Ahora, ¿de qué quería hablarme? De Tibbits y del chico de los McDougall, imagino. Lo único que puedo decirle es lo que le dije a Parkins Gillespie. Primero, que me alegro de que no haya aparecido en los periódicos; en un pueblo pequeño, con un escándalo por siglo es bastante. Segundo, que no sé quién pudo hacer una cosa tan retorcida. No puede haber sido nadie del pueblo. Tenemos nuestra cuota de horrores, pero…

Se calló al ver la expresión intrigada de Ben y Susan.

—¿No lo saben? ¿No les han contado?

—¿Contado qué? —preguntó Ben.

—Parece algo de Boris Karloff y Mary Shelley. Anoche alguien se llevó los cadáveres del depósito en Portland.

—Cristo —murmuró Susan.

—¿Qué pasa? —preguntó Cody—. ¿Es que ustedes saben algo de esto?

—Estoy empezando a pensar que sí —respondió Ben.

4

Cuando terminaron de contárselo todo eran las 12.10. La enfermera había traído el almuerzo de Ben en una bandeja, que seguía intacta junto a la cama.

La última palabra se extinguió y no se oyó otro ruido que el entrechocar de vasos y cubiertos por la puerta entreabierta, mientras los demás pacientes del pabellón comían.

—Vampiros —repitió Jimmy Cody—. Y Matt Burke. Tratándose de él, es muy difícil tomarlo a risa.

Ben y Susan se quedaron en silencio.

—Así que quieren que exhume el cadáver del chico de los Glick —masculló—. Lo único que faltaba.

Sacó un frasco de su maletín y se lo arrojó a Ben, que lo atrapó al vuelo.

—Aspirina —informó—. ¿La usa usted?

—Mucho.

—Mi padre solía decir que era la mejor enfermera de un buen médico. ¿Sabe usted cómo actúa?

—No —contestó Ben, mientras hacía girar en las manos el frasco de aspirinas.

No conocía a Cody lo suficiente para saber qué era lo que ocultaba o lo que dejaba ver, pero estaba seguro de que no eran muchos los pacientes que lo veían así, nublado el rostro juvenil por las cavilaciones y la introspección. No quiso interrumpir el estado de ánimo de Cody.

—Ni yo —continuó este—. Ni nadie, en realidad. Pero es buena para el dolor de cabeza, la artritis y el reumatismo. Tampoco sabemos qué son esas dolencias. ¿Por qué ha de dolerle a uno la cabeza, si no hay nervios en el cerebro? Sabemos que la composición química de la aspirina se parece mucho a la del LSD, pero ¿por qué uno de ellos alivia el dolor de cabeza mientras el otro hace que la cabeza se llene de flores? En parte, la razón de que no lo entendamos es que no sabemos realmente qué es el cerebro. El mejor médico del mundo está en un islote en medio de un mar de ignorancia. Sacudimos nuestras varas de brujos, matamos nuestras gallinas, y leemos mensajes en la sangre. Y todo eso funciona muchas veces. Magia blanca. Bene gris-gris. Mis profes de la facultad se tirarían de los pelos si me oyeran decir esto. Algunos ya lo hicieron cuando supieron que me dedicaría a la medicina general en una zona rural de Maine —sonrió—. Uno de ellos me dijo que Marcus Welby solía perforar los furúnculos de los pacientes mientras daban sus datos. Pero yo nunca quise ser Marcus Welby. Y clamarían si supieran que voy a pedir autorización para exhumar el cadáver del chico de Glick.

—¿Lo hará usted? —preguntó Susan, azorada.

—¿Qué daño puede hacer? Si está muerto, está muerto. Y si no, tendré algo para remover el avispero en la próxima convención de la Asociación Médica Norteamericana. Diré a los funcionarios del condado que busco signos de encefalitis infecciosa; es la única explicación verosímil que se me ocurre.

—¿Podría ser eso, realmente? —preguntó, Susan.

—Improbable.

—¿Cuándo sería lo más pronto que se podría hacer eso? —preguntó Ben.

—Mañana. Pero si tengo que ir de un lado a otro, el martes o miércoles.

—¿Qué aspecto debería tener? —preguntó Ben—. Ya sabe, me refiero a…

—Sí, sé a qué se refiere. Los Glick no habrán hecho embalsamar al chico, ¿verdad?

—No.

—¿Y hace una semana que lo enterraron?

—Sí.

—Cuando se abra el ataúd, es posible que haya un olor muy desagradable y que el cuerpo esté hinchado. Es posible que el pelo le llegue al cuello… es sorprendente durante cuánto tiempo sigue creciendo… y también tendrá las uñas muy largas. En cuanto a los ojos, estarán hundidos.

Susan trataba de mantener una expresión de imparcialidad científica. Ben se alegró de no haber comido su almuerzo.

—La verdadera descomposición del cadáver no se habrá iniciado todavía —continuó Cody con su mejor voz de orador—, pero es posible que haya humedad suficiente para producir crecimientos fungosos en mejillas y manos; quizá una sustancia musgosa que se llama… —Se interrumpió—. Oh, perdón. Les estoy impresionando.

—Puede haber cosas peores que la podredumbre —señaló Ben manteniendo un tono de voz neutral—. Supongamos que no se encuentra ninguno de esos signos, que el cadáver sigue con un aspecto tan natural como el día que lo enterraron. Entonces, ¿qué? ¿Se le clava una estaca en el corazón?

—Difícil —respondió Cody—. Para empezar, algún funcionario del condado estará presente. No creo que ni siquiera a Brent Norbert le pareciera muy profesional de mi parte que sacara una estaca del maletín y la clavara a martillazos en el cadáver de un niño.

—¿Y qué hará usted? —preguntó Ben.

—Bueno, con perdón de Matt Burke, no creo que eso suceda. Si el cuerpo estuviera en ese estado, sin duda lo llevaría al Centro Médico de Maine para un examen exhaustivo. Y una vez allí, trataría de alargar el reconocimiento hasta el anochecer… y observaría cualquier fenómeno que pudiera producirse.

—¿Y si se levanta?

—Lo mismo que ustedes, no puedo concebirlo.

—A mí me parece cada vez más concebible —dijo Ben—. ¿Podría estar presente cuando todo eso suceda… si es que sucede?

—Podríamos arreglarlo.

—De acuerdo —asintió Ben. Se levantó de la cama y se dirigió al armario donde estaba su ropa—. Yo voy a…

Se oyó una risita de Susan, y Ben se volvió.

—¿Qué pasa?

Cody también reía.

—Los camisones de hospital suelen abrirse por la espalda, señor Mears.

—Demonios —masculló Ben, instintivamente se dio la vuelta para cerrarse el camisón—. Será mejor que me tutees.

—Bien —dijo Cody, levantándose—, Susan y yo nos vamos. Cuando estés presentable, ve a la cafetería de abajo. Esta tarde, tú y yo tenemos cosas que hacer.

—¿De veras?

—Sí. Habrá que contarles a los Glick la historia de la encefalitis. Si quieres, puedes hacerte pasar por mi colega. No hace falta que digas nada. Solo acaríciate el mentón y pon cara de sabio.

—Pero no les va a gustar, ¿verdad?

—¿Te gustaría a ti?

—No lo creo —admitió Ben.

—¿Necesitas el permiso de ellos para conseguir una orden de exhumación? —preguntó Susan.

—Técnicamente no. Desde un punto de vista práctico, es probable que sí. Mi única experiencia con la exhumación de cadáveres fue cuando estudié medicina forense. Si los Glick se oponen, tendríamos que acudir a los tribunales, lo que representaría perder quince días o un mes, y llegados a ese punto, dudo que la teoría de la encefalitis resista. —Hizo una pausa para mirarlos—. Con lo cual llegamos a lo que más me inquieta en todo este asunto, aparte de la historia del señor Burke. El de Danny Glick es el único cadáver sobre el cual podemos trabajar. Los demás, simplemente se han esfumado.

5

Ben y Jimmy Cody llegaron a casa de los Glick sobre la una y media. El coche de Tony Glick estaba aparcado en el camino de entrada, pero la casa estaba en silencio. Después de llamar tres veces sin obtener respuesta, cruzaron el camino para dirigirse a la pequeña cabaña vecina, un triste refugio prefabricado de los años cincuenta, apuntalado en uno de sus extremos. El nombre que se leía en el buzón era Dickens. Un flamenco rosado estaba en el césped, junto al camino, y un pequeño cocker spaniel les saludó meneando el rabo cuando se acercaron.

Pauline Dickens, camarera y socia del Café Excellent, abrió la puerta un momento después de que Cody tocara el timbre, vestida con su uniforme.

—Hola, Pauline —la saludó Jimmy—. ¿No sabes dónde están los Glick?

—¿Quieres decir que no lo sabes?

—¿Que no sé qué?

—La señora Glick ha muerto esta mañana. A Tony Glick lo llevaron al hospital general de Maine. Ha sufrido una conmoción.

Ben miró a Cody, que tenía el aspecto de un hombre a quien acaban de darle una patada en el estómago.

Ben se hizo cargo de la situación.

—¿Dónde llevaron el cadáver de ella?

Pauline se pasó las manos por las caderas, para asegurarse de que su uniforme estaba impecable.

—Bueno, hace una hora hablé por teléfono con Mabel Werts y me dijo que Parkins Gillespie iba a llevar el cadáver directamente a esa casa funeraria judía que hay en Cumberland. Como nadie sabe dónde está Carl Foreman…

—Gracias —dijo Cody.

—Qué cosa tan espantosa —dijo ella, mientras sus ojos se volvían hacia la casa vacía del otro lado del camino. El coche de Tony Glick seguía en el camino de entrada como un perro grande y polvoriento a quien hubieran dejado encadenado antes de abandonarlo—. Si yo fuera una persona supersticiosa, tendría miedo.

—¿Miedo de qué, Pauline? —interrogó Cody.

—Oh… miedo —sonrió, y sus dedos tocaban una cadenita que le colgaba del cuello, con una medalla de san Cristóbal.

6

De nuevo estaban sentados en el automóvil, desde donde habían visto, sin decir palabra, cómo Pauline se marchaba hacia su trabajo.

—¿Y ahora? —preguntó Ben.

—Menudo lío —reflexionó Jimmy—. El de la funeraria es Maury Green. Tal vez tendríamos que ir con el coche hasta Cumberland. Hace nueve años, el hijo de Maury estuvo a punto de ahogarse en el lago. Casualmente, yo estaba allí con una amiga y le hice la respiración artificial al chico. Le puse de nuevo el motor en marcha. Quizá esta vez tenga que aprovecharme de la buena disposición de él.

—¿Y de qué servirá la buena disposición? Los funcionarios del condado se habrán llevado el cadáver para hacerle la autopsia, o lo que corresponda.

—Lo dudo. Hoy es domingo, ¿recuerdas? Uno de ellos es geólogo aficionado y estará de excursión por el bosque. Y Norbert… ¿te acuerdas de Norbert?

Ben asintió con un gesto.

—Norbert debe de estar de guardia, pero es un excéntrico. Lo más probable es que haya descolgado el teléfono para ver el partido de béisbol. Si vamos ahora a la casa funeraria de Maury Green, hay bastantes probabilidades de que el cuerpo siga ahí y que nadie lo reclame hasta el anochecer.

—Bueno, vamos —asintió Ben.

Recordó que tenía que llamar al padre Callahan, pero eso tendría que esperar. Las cosas iban muy deprisa, demasiado para su gusto. Fantasía y realidad se habían confundido.

7

Sumidos en sus propios pensamientos, viajaron en silencio hasta llegar a la autopista de peaje. Ben pensaba en lo que Cody había dicho en el hospital. Carl Foreman no estaba. Los cuerpos de Floyd Tibbits y del bebé de los McDougall habían desaparecido en las narices de los empleados del depósito de cadáveres. Mike Ryerson también había desaparecido, y sabría Dios quién más. ¿Cuántas personas había en Salem’s Lot que podrían evaporarse sin que nadie las echara de menos durante una semana… o dos… o un mes? ¿Doscientas? ¿Trescientas? Sintió que las manos le sudaban.

—Esto empieza a parecer el sueño de un paranoico —comentó Jimmy— o una historieta de Graham Wilson. Y lo más aterrador, desde un punto de vista académico, es la relativa facilidad con que se podría fundar una colonia de vampiros a partir de un primero. El Solar es una ciudad-dormitorio para Portland, Lewiston y Gates Falls, principalmente. En el pueblo no hay una industria que pudiera verse afectada por absentismo laboral. Las escuelas reúnen a chicos de tres pueblos, y si las listas de ausentes se alargaran un poco, ¿quién se daría cuenta? Mucha gente va a la iglesia en Cumberland, y otros no van siquiera. Y la televisión ha puesto fin a las reuniones que solían celebrarse en el vecindario, a no ser las de los vejestorios que se encuentran en la tienda de Milt. Todo se podría ir llevando perfectamente entre bastidores.

—Sí —asintió Ben—. Danny Glick contagia a Mike. Mike contagia… o, no sé. A Floyd, tal vez. El bebé de los McDougall contagia a… ¿su padre? ¿Su madre? ¿Cómo están ellos? ¿Los ha examinado alguien?

—No son pacientes míos. Supongo que habrá sido el doctor Plowman quien les llamó esta mañana para informarles de la desaparición de su hijo. Pero en realidad, no puedo saber si les llamó ni si se puso efectivamente en contacto con ellos.

—Habría que examinarles —señaló Ben—. Ya ves con qué facilidad podríamos terminar mordiéndonos la cola. Una persona que no fuera del pueblo podría pasar por El Solar sin ver nada que le llamara la atención. Simplemente otro pueblo rural donde todo se cierra a las nueve. Pero ¿quién sabe lo que sucede en las casas, tras las cortinas corridas? La gente podría estar metida en su cama… o guardada en los armarios, como escobas, o en los sótanos, a la espera de que caiga la noche. Y cada vez que el sol despuntara, habría menos gente en las calles. Menos cada día. —Al tragar saliva le dolió la garganta.

—No hagas elucubraciones —aconsejó Jimmy—. Nada de esto está demostrado.

—Las pruebas se están amontonando —protestó Ben—. Si nos moviéramos en un contexto habitual y aceptable, con un posible brote de tifoidea o de gripe, por ejemplo, a estas alturas todo el pueblo estaría ya en cuarentena.

—Lo dudo. No olvides que solo una persona ha visto algo.

—Hablas como si fuera el borracho del pueblo.

—Si una historia así se conociera, lo crucificarían —objetó Jimmy.

—¿Quién? No pensarás en Pauline Dickens; seguro que ya está a punto de clavar amuletos contra el mal de ojo en su puerta.

—En la era del Watergate y de la carencia de petróleo, es una excepción —señaló Jimmy.

El resto del camino lo hicieron sin hablar. La funeraria de Green estaba al norte de Cumberland, y había dos furgones aparcados al fondo, entre la puerta de atrás de la capilla y una cerca de madera. Jimmy apagó el motor y miró a Ben.

—¿Dispuesto?

—Sí.

Los dos bajaron.

8

Durante toda la tarde, la rebelión había ido creciendo dentro de ella, hasta que finalmente estalló. Qué enfoque tan estúpido, dar tantos rodeos para demostrar algo que de todos modos no era (perdón, señor Burke) probablemente más que un montón de tonterías. Susan decidió ir a la casa de los Marsten, esa misma tarde.

Bajó por las escaleras y recogió su bolso. Ann Norton estaba haciendo un bizcocho y su padre estaba en la sala, viendo el partido de béisbol.

—¿Adonde vas? —le preguntó la señora Norton.

—A dar una vuelta en coche.

—Cenamos a las siete. Procura estar de vuelta a tiempo.

—Vendré a las cinco.

Susan salió y subió a su coche. Ella misma lo había pagado (casi, se corrigió; aún le faltaban seis plazos) con su propio trabajo, con su propio talento. Era un Vega que tenía ya dos años. Susan lo sacó del garaje marcha atrás y levantó una mano para saludar a su madre, que la miraba desde la ventana de la cocina. La ruptura seguía latente entre ellas; no se mencionaba, pero tampoco estaba superada. Las otras rencillas, por ásperas que hubieran sido, terminaban por olvidarse; simplemente, la vida seguía, sepultando las heridas bajo su vendaje de días, que no volvía a ser arrancado hasta la disputa siguiente, cuando todos los viejos resentimientos y afrentas volvían a aflorar y eran tenidos en cuenta como los naipes en una mano. Pero esta vez todo era distinto, había sido una guerra definitiva. No eran heridas que se pudieran curar. No quedaba más que la amputación. Susan ya había empaquetado la mayor parte de sus cosas, y se sentía bien. Hacía tiempo que debería haberlo hecho.

Condujo su coche por Brock Street. Experimentaba una sensación de placer y resolución (con un trasfondo, no desagradable, de absurdo) a medida que dejaba atrás la casa. Iba a emprender realmente la acción, y la idea le resultaba tonificante. Susan era una muchacha decidida, y los acontecimientos del fin de semana la habían dejado perpleja, como si estuviera a la deriva en el mar. ¡Pues ahora iba a empezar a remar!

Se bajó del coche en la loma que se elevaba suavemente más allá de los límites del pueblo y entró a pie en el campo de Carl Smith, hasta donde había un rollo de cerca para la nieve, pintada de rojo, en espera del invierno. La sensación de absurdo se había intensificado, y Susan no pudo dejar de sonreír mientras movía atrás una de las estacas, hasta que el alambre flexible que la mantenía unida a las demás se rompió. De este modo, se hizo con una estaca de casi un metro de largo, terminada en punta. La llevó al coche y la dejó en el asiento de atrás. Sabía para qué era (cuando iban en parejas al cine al aire libre había visto suficientes películas de la Hammer para saber que a los vampiros se les clava una estaca en el corazón), no se detuvo a preguntarse si sería capaz de clavarla en el pecho de un hombre en caso de que la situación lo requiriese.

Siguió con su pequeño coche hasta salir de los límites del pueblo y entrar en Cumberland. A la izquierda había una pequeña tienda que permanecía abierta los domingos y en la cual su padre compraba el Times. Susan recordó que junto al mostrador había un pequeño estante donde se exhibían joyas de bisutería.

Entró a comprar el Times y después eligió un pequeño crucifijo de oro. Sus gastos ascendieron a cinco dólares, según marcó la caja registradora, accionada por un hombre gordo que apenas si dejó de mirar el televisor, donde un astro del béisbol tenía que resolver una situación difícil.

Tomó hacia el norte por County Road, un nuevo tramo de carretera pavimentada con dos carriles. En la tarde soleada, todo parecía fresco, crujiente y vivo. Entonces su cabeza dio un salto y sus pensamientos se concentraron en Ben. Fue un salto pequeño.

El sol salió por detrás de unos cúmulos que se desplazaban lentamente, e inundó el camino con parches de luz y sombra que se filtraban por entre los árboles. En un día como este, pensó Susan, uno podía creer en un final feliz.

Tras haber recorrido unos ocho kilómetros por County Road se desvió por Brooks Road, que todavía no había sido asfaltado. El camino subía, volvía a descender y serpenteaba entre la densa área boscosa que se extendía al noroeste del pueblo, y buena parte del luminoso sol de la tarde se perdía entre el follaje. Por allí no había casas ni remolques. La mayor parte de la tierra era propiedad de una compañía papelera. Cada treinta metros, al borde del camino aparecían carteles de PROHIBIDO ENTRAR y PROHIBIDO CAZAR. Al pasar por el desvío que conducía al vertedero, Susan sintió un estremecimiento. En ese sombrío tramo de la carretera, las posibilidades nebulosas parecían más reales.

La muchacha se preguntó, y no por primera vez, por qué un hombre normal habría de comprar las ruinas de la casa de un suicida, y después mantener los postigos cerrados contra la luz del sol.

El camino descendía abruptamente y con no menos brusquedad volvía a trepar por el flanco occidental de la colina donde estaba situada la casa de los Marsten. Susan podía distinguir, entre los árboles, el tejado.

Aparcó al comienzo de una senda que se adentraba en el bosque, en la hondonada, y bajó. Tras un momento de vacilación, tomó la estaca y se colgó el crucifijo del cuello. Seguía sintiéndose ridícula, pero sin duda se lo sentiría más aún si se encontrara con alguien que la conociera y la viera andando a pie por el camino, llevando en la mano una estaca sacada de una cerca.

«Hola, Suze, ¿adonde vas?». «Oh, hasta la vieja casa de los Marsten a matar un vampiro, pero tengo que darme prisa porque en casa de mis padres se cena a las siete».

Susan decidió que iría a través del bosque.

Pasó por encima de los restos de un muro de piedra que había junto a la cuneta, alegrándose de haberse puesto pantalones. Muy haute couture para las intrépidas cazadoras de vampiros. Antes del bosque propiamente dicho, el suelo estaba cubierto de malezas y árboles caídos.

Bajo los pinos, la temperatura descendía varios grados y estaba más oscuro todavía. El suelo aparecía cubierto por una alfombra de agujas de pino y el viento silbaba entre los árboles. En alguna parte, un animalillo hizo crujir los arbustos. De pronto, Susan se dio cuenta de que si iba hacia la izquierda, en menos de un kilómetro se hallaría en el cementerio de Harmony Hill, si tenía la agilidad suficiente para escalar el muro de atrás.

Trabajosamente siguió subiendo la pendiente, procurando hacer el menor ruido posible. A medida que se acercaba a la cima de la colina empezó a divisar la casa a través de la cada vez más tenue pantalla de ramas; la parte visible era la fachada que miraba hacia el lado contrario del pueblo. Susan empezó a tener un miedo inmotivado, similar al que había sentido (y que ya había olvidado en buena parte) en casa de Matt Burke. Estaba bastante segura de que nadie podía oírla, y aún era pleno día, pero el miedo estaba ahí, con su peso opresivo y constante. Parecía que fluyera a su conciencia desde alguna parte del cerebro que por lo general se mantenía en silencio y que probablemente estuviera tan atrofiada como el apéndice. El placer que suponía la belleza del paisaje había desaparecido. La decisión había desaparecido. Susan se encontró pensando en películas de terror, donde la heroína se aventura por las estrechas escaleras del ático para ver qué había asustado a la anciana señora Cobham, o desciende a algún oscuro sótano tapizado de telarañas donde las paredes son de piedra, húmeda y rugosa, como un útero simbólico. En las películas, cómodamente rodeada por el brazo de su acompañante, Susan solía pensar: Menuda estúpida; ¡yo jamás haría eso! Y ahora estaba aquí haciendo eso precisamente. Empezó a darse cuenta de lo profunda que se había hecho en el ser humano la división entre la parte del cerebro que controla los pensamientos y acciones conscientes y el mesencéfalo, que transmite reacciones instintivas. Es extraño que uno pueda verse empujado a seguir, pese a las advertencias que le transmite esa parte instintiva, tan similar por su estructura física al encéfalo del cocodrilo. El cerebro podía obligarle a uno a seguir hasta que la puerta del ático se abriera de pronto a un horror inenarrable, o una se encontrara en el sótano ante un nicho a medio cerrar y viera… ¡PARA!

Susan apartó esos pensamientos y se dio cuenta de que estaba sudando. Nada más que por la simple visión de una casa vieja con los postigos cerrados. A ver si dejas de ser tan estúpida, se dijo. Simplemente, vas a subir hasta allí para espiar un poco, nada más. Desde el patio de delante puedes ver tu propia casa. Y dime, en nombre de Dios, ¿qué te puede ocurrir a la vista de tu propia casa?

A pesar de todo, se encorvó un poco y aferró con más fuerza la estaca, y cuando la pantalla de los árboles se hizo demasiado tenue para servirle de protección, empezó a arrastrarse a cuatro patas. Tres o cuatro minutos después había avanzado todo lo posible sin quedar al descubierto. Desde su escondite tras un último grupo de pinos y una mata de juníperos, podía distinguir el lado oeste de la casa y el enmarañado cerco de madreselvas, desnudadas ahora por el otoño. El césped del verano, aunque amarillento por la falta de riego, todavía llegaba a la altura de la rodilla. Nadie se había molestado en cortarlo.

De pronto un motor rugió en el silencio, y a Susan el corazón se le subió a la garganta. Se dominó, hincando los dedos en la tierra mientras se mordía el labio inferior. Un momento después apareció un viejo coche negro que se detuvo al término del camino de entrada y después tomó por la carretera en dirección al pueblo. Antes de que se perdiera de vista, Susan distinguió a su ocupante: calvo y con una gran cabeza, con los ojos tan hundidos que solo se veían las cuencas, y un traje oscuro. Straker. Probablemente fuera al Crossen.

Susan vio que la mayoría de los postigos tenían tablillas rotas. Pues muy bien. Se acercaría a espiar por allí cuanto le fuera posible. Probablemente, todo lo que vería sería una casa en las primeras etapas de un largo proceso de reparación; debían de estar blanqueando y quizá empapelando, y todo estaría lleno de herramientas, escaleras y cubos. Más o menos tan romántico y sobrenatural como ver un partido de fútbol por la televisión.

Pero el miedo seguía presente.

Se elevó de pronto un brote de emoción derramado sobre la lógica, brillante y razonable superficie de formica del cerebro, que le llenó la boca de un sabor terroso.

Antes de que la mano se apoyara en su hombro, Susan ya sabía que había alguien detrás de ella.

9

Estaba casi oscuro.

Ben se levantó de la silla plegable de madera, fue hasta la ventana que daba sobre el patio de atrás de la funeraria y no vio nada de particular. Eran las siete menos cuarto y el atardecer había alargado las sombras. Pese a lo avanzado del año, el césped seguía verde en el patio, y Ben imaginó que el empresario de Pompas Fúnebres se proponía mantenerlo así hasta que la nieve lo cubriera. Un símbolo de la vida que continúa en mitad de la muerte del año. La idea le pareció tan deprimente que se apartó de la ventana.

—Ojalá tuviera un cigarrillo —suspiró.

—Son veneno —le recordó Jimmy, sin volverse. Estaba mirando un programa sobre la vida de los animales salvajes en el pequeño Sony de Maury Green—. Pero a mí también me vendría bien uno. Dejé de fumar hace diez años, en cuanto el cirujano jefe montó su cruzada contra el tabaco; habría sido mal antecedente no hacerlo. Pero siempre me despierto buscando el paquete de cigarrillos en la mesilla de noche.

—Pero ¿no lo habías dejado?

—Sí, pero los tengo por la misma razón que algunos alcohólicos guardan una botella de whisky en el armario de la cocina. El poder de la voluntad, amigo mío.

Ben miró el reloj: las 18.47. El periódico dominical de Maury Green decía que el sol se pondría a las 19.02, hora del este. Jimmy había llevado bien las cosas. Maury Green era un hombrecillo que les abrió la puerta vestido con un chaleco negro, que llevaba sin abotonar, y una camisa blanca de cuello abierto. Su expresión sobria e interrogante se trocó en una amplia sonrisa de bienvenida.

—¡Shalom, Jimmy! —exclamó—. ¡Cuánto me alegra verte! ¿Dónde te habías metido?

—He estado salvando al mundo de resfriados y gripes —sonrió Jimmy mientras Green le estrechaba la mano—. Quiero presentarte a un amigo mío. Maury Green, Ben Mears.

La mano de Ben quedó atrapada en las de Maury, cuyos ojos brillaban tras unas gafas de montura negra.

Shalom. Cualquier amigo de Jimmy es mi amigo. Entrad. Podría llamar a Rachel…

—No, por favor —lo interrumpió Jimmy—. Venimos a pedirte un favor. Un gran favor.

Green estudió el rostro de Jimmy.

—Un gran favor —repitió—. ¿Y por qué? Como si alguna vez hubieras hecho algo por mí, para que mi hijo esté estudiando ahora con las mejores notas en la Universidad del Noroeste. Lo que quieras, Jimmy.

Jimmy se ruborizó.

—Hice lo que habría hecho cualquiera, Maury.

—No vamos a discutirlo ahora —repuso el otro—. Habla. ¿Qué os preocupa a ti y al señor Mears? ¿Algún accidente?

—No, nada de eso.

Maury los había llevado a una diminuta cocina situada detrás de la capilla, y mientras hablaban empezó a preparar café en una vieja cafetera que puso sobre el hornillo.

—¿No ha venido aún Norbert por la señora Glick? —preguntó Jimmy.

—No, no ha aparecido —respondió Maury mientras ponía sobre la mesa el azúcar y las tazas—. Seguro que se presenta a las once de la noche, asombrado de que yo no esté para hacerlo pasar. —Suspiró—. Pobre señora, qué tragedia en una sola familia. Y parece encantadora, Jimmy. El que la trajo fue ese idiota de Reardon. ¿Era paciente tuya?

—No, pero a Ben y a mí… nos gustaría quedarnos esta tarde con ella, Maury —explicó Jimmy—. Aquí abajo.

Green, que tendía la mano hacia la cafetera, se detuvo.

—¿Quedaros con ella? ¿Quieres decir examinarla?

—No —dijo Jimmy—. Quiero decir quedarnos con ella.

—¿Estáis bromeando? —Los miró con más atención—. No, ya veo que no. Pero ¿por qué queréis hacer eso?

—No puedo decírtelo, Maury.

—Ah. —Maury sirvió el café, se sentó con ellos y lo probó—. ¿Es que tuvo algo? ¿Algo infeccioso?

Jimmy y Ben se miraron.

—En el sentido habitual del término, no —dijo Jimmy.

—Quieres que guarde silencio respecto a esto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y si viene Norbert?

—Yo me ocuparé de Norbert —le aseguró Jimmy—. Le diré que Reardon me pidió que investigara si pudo haber padecido una encefalitis infecciosa. Él jamás lo verificará.

Green asintió.

—Norbert no es capaz siquiera de verificar su reloj, a menos que alguien se lo pida.

—¿No te importa, Maury?

—No, de ningún modo. Creí que necesitabas un gran favor.

—Tal vez sea mayor de lo que piensas.

—Cuando termine el café me iré a casa a ver qué horror ha preparado Rachel para la cena del domingo. Aquí tenéis la llave. Cierra cuando te vayas.

Jimmy se la guardó en el bolsillo.

—No lo olvidaré. Gracias, Maury.

—Tonterías. Hazme un favor a cambio.

—Dispara.

—Si el cadáver te dice algo, escríbelo para la posteridad —Maury empezó a festejar el chiste con una risita, pero vio la expresión de las dos caras y se detuvo.

10

Eran las 18.55, y Ben sentía que la tensión empezaba a apoderarse de su cuerpo.

—Nada cambiaría si dejaras de mirar el reloj —le dijo Jimmy—. No vas a conseguir que ande más rápido.

Ben dio un respingo.

—Dudo mucho que los vampiros, si es que existen, se despierten exactamente a la puesta del sol —comentó Jimmy—. A esa hora no está del todo oscuro.

Sin embargo, se levantó para apagar el televisor.

El silencio envolvió la habitación como una manta. Estaban en el cuarto de trabajo de Green, y el cuerpo de Marjorie Glick yacía sobre una mesa de acero inoxidable. A Ben le hizo pensar en las camillas de las salas de parto de los hospitales.

Al entrar, Jimmy había retirado la sábana que cubría el cuerpo para examinarlo rápidamente. La señora Glick llevaba un salto de cama acolchado de color borgoña y zapatillas. En la pierna izquierda tenía una tirita; tal vez se hubiera cortado al depilarse.

Ben apartó la mirada, pero sus ojos volvían una y otra vez hacia ella.

—¿Qué te parece? —preguntó Ben.

—Prefiero no decir nada cuando probablemente en el plazo de tres horas el problema se habrá resuelto. Pero su estado es sorprendentemente parecido al de Mike Ryerson… sin lividez y sin signos de rigidez. La tapó de nuevo con la sábana y no añadió nada más.

Eran las siete y dos minutos.

—¿Dónde está tu cruz?

Ben se sobresaltó.

—¿Mi cruz? ¡Por Dios, no la he traído!

—Se ve que nunca fuiste boy scout —comentó Jimmy mientras abría su maletín—. En cambio, yo siempre estoy preparado.

Sacó dos depresores, les quitó el protector de celofán y los unió en un ángulo recto con un poco de esparadrapo.

—Bendícela —pidió a Ben.

—¿Qué? No puedo… no sé cómo se hace.

—Pues lo inventas —le urgió Jimmy, cuyo rostro cordial se había tensado súbitamente—. Tú eres el escritor, y tendrás que ser el oficiante. Y date prisa, por Dios. Creo que va a suceder algo. ¿No lo percibes?

Claro que Ben lo percibía. Como si algo estuviera formándose en la lenta penumbra purpúrea, algo todavía invisible, pero denso y eléctrico. La boca se le había secado, y tuvo que humedecerse los labios antes de poder hablar.

—En nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y de la Virgen María —añadió—. Bendigo esta cruz y…

Las palabras acudieron a sus labios con súbita y misteriosa seguridad.

—El Señor es mi pastor —salmodió, y sus palabras resonaron en el cuarto como piedras que cayeran en la profundidad de un lago, hundiéndose hasta desaparecer sin alterar la superficie—. Nada me ha de faltar. Él me lleva a pacer en las verdes praderas. Él me guía más allá de las aguas inmóviles. Él reconforta mi alma.

La voz de Jimmy se le unió en la recitación.

—La fuerza de Su nombre me guía por la senda del bien. Y aunque marche por el valle de las sombras, no temeré el mal…

Les resultaba difícil respirar. Ben se dio cuenta de que se le había puesto la carne de gallina, y el vello de la nuca había empezado a erizársele.

—Tu báculo y Tu cayado me consuelan. Tú preparas la mesa para mí en presencia de mis enemigos; Tú unges de aceite mi cabeza y haces desbordar mi copa. La bondad y la misericordia podrán…

La sábana que cubría el cuerpo de Marjorie Glick empezó a estremecerse. Una mano asomó por debajo y los dedos empezaron una torpe danza en el aire, retorciéndose y girando.

—Cristo, ¿es posible lo que estoy viendo? —susurró Jimmy. Su rostro se había puesto pálido hasta el punto de que las pecas se destacaban como salpicaduras en el cristal de una ventana.

—… acompañarme hasta el término de mis días —concluyó Ben—. Jimmy, mira la cruz.

La cruz resplandecía, derramándole sobre la mano un fantástico torrente de luz.

Una voz lenta y ahogada habló en medio del silencio, con la aspereza de fragmentos de porcelana rota:

¿Danny?

Ben sintió que la lengua se le pegaba al paladar. El cuerpo que había bajo la sábana se estaba enderezando. En la habitación a oscuras, las sombras se movían por el suelo.

Danny, ¿dónde estás, cariño?

La sábana resbaló de la cara y se le amontonó sobre el regazo.

El rostro de Marjorie Glick era un círculo de una palidez lunar en la semioscuridad, interrumpido solamente por los negros agujeros de los ojos. Cuando los vio, la boca se le abrió en una mueca espantosa y el moribundo resplandor del día le iluminó los dientes.

Al bajar las piernas de la mesa, se le cayó una zapatilla.

—¡No te muevas! —le ordenó Jimmy.

La respuesta de ella fue un gruñido. La figura se deslizó de la mesa hasta bajarse, vacilante, y avanzó hacia ellos. Ben se dio cuenta de que estaba mirando el fondo de aquellos ojos vacíos y se forzó en apartar los suyos. Ahí dentro había tenebrosas galaxias de horror. Y uno se veía allí dentro, ahogándose, y le gustaba.

—No la mires a la cara —advirtió a Jimmy.

Iban retrocediendo, dejando que ella los acorralara contra el angosto pasillo que daba a las escaleras.

—La cruz, Ben.

Casi se había olvidado de que la tenía. La levantó, fulgurante de luz hasta el punto de que le obligó a entrecerrar los ojos. La señora Glick emitió un espantoso ruido sibilante y levantó las manos para protegerse la cara. Sus rasgos se encogían y retraían, retorciéndose como un nido de serpientes. Dio un paso atrás, vacilante.

—¡La hemos detenido! —vociferó Jimmy.

Ben avanzó hacia ella, con la cruz levantada. Una mano crispada como una garra trató de arrebatársela. Ben la bajó rápidamente y volvió a amenazarla. Un chillido ululante brotó de la garganta de la figura.

Para Ben, todo lo que siguió tuvo los tonos sombríos de una pesadilla. Aunque les esperaban más horrores, los sueños de los días y las noches siguientes volverían a traerle a Marjorie Glick, empujada hacia la mesa funeraria, donde la sábana que la había cubierto yacía junto a una zapatilla.

Retrocedía contra su voluntad, mientras sus ojos iban alternativamente de la cruz a un punto del cuello de Ben, a la derecha del mentón. Los ruidos que emitía su garganta eran balbuceos sibilantes y guturales, y tan ciega aversión había en la forma en que reculaba que empezó a dar la impresión de un insecto torpe y gigantesco. Si no tuviera esta cruz delante de mí, pensó Ben, me desgarraría la garganta con las uñas para succionar la sangre que brotara de la carótida y la yugular, como un náufrago sediento. Se bañaría en sangre.

Jimmy se había separado de él y describía un círculo hacia la izquierda, sin que ella lo viera. Sus ojos se clavaban en Ben, oscuros y llenos de odio, llenos de miedo.

Jimmy rodeó la mesa y cuando ella retrocedió hacia allí, le echó ambos brazos al cuello con un grito ahogado.

La figura dio un grito agudo, escalofriante, y se revolvió. Ben vio cómo las uñas de Jimmy arrancaban un trozo de piel del hombro, sin que nada brotara de allí; el corte era como una boca sin labios. Después, increíblemente, ella le arrojó a través de la habitación. Jimmy cayó en un rincón, derribando el televisor portátil de Maury Green.

Con la rapidez del rayo se le echó encima, con un presuroso movimiento furtivo y encorvado que recordaba a una araña. Ben la vio fugazmente como una sombra confusa que descendía sobre Jimmy, agarrándole el cuello de la camisa, y distinguió el salvaje gesto de embestida de la cabeza que descendía oblicuamente, las mandíbulas abiertas al abatirse sobre él.

Jimmy Cody chilló, con el grito agudo y desesperado de los condenados sin remisión.

Ben se arrojó sobre ella y al hacerlo tropezó con el televisor destrozado en el suelo. La oía respirar con dificultad, con un ruido como de paja, mezclado con el asqueroso ruido de los labios que chascaban, impacientes por chupar.

Aferrándola por el cuello de la bata, la levantó en vilo, momentáneamente olvidado de la cruz. La cabeza de ella se volvió con aterradora rapidez. Los ojos dilatados brillaban, los labios y el mentón manchados de sangre que, en aquella oscuridad casi total, parecía negra. Sintió su aliento de indescriptible fetidez, el hálito de la tumba. Como en cámara lenta, Ben vio cómo se pasaba la lengua por los dientes.

Levantó la cruz en el momento en que ella se abalanzaba sobre él, con una fuerza sobrehumana. El eje de la cruz la golpeó bajo el mentón y después siguió hacia arriba, sin encontrar resistencia en la carne. Los ojos de Ben quedaron deslumbrados por el destello de algo que no era luz, y que no se produjo ante sus ojos sino, aparentemente, por detrás de ellos. Aspiró el hedor caliente de la carne quemada. Esta vez, el grito de la mujer fue de agonía. Más que verla, Ben sintió que se lanzaba hacia atrás, tropezaba con el televisor y caía al suelo, con un brazo blanco extendido para amortiguar la caída. Volvió a levantarse con la agilidad de un lobo, los ojos agostados por el dolor seguían mostrando una avidez insana. En el maxilar inferior, la carne estaba ennegrecida y humeante. La cara exhibía los dientes.

—Acércate, perra —la desafió Ben—. Acércate y verás.

Volvió a levantar ante sí la cruz y la obligó a retroceder hacia el extremo de la habitación. Cuando la tuvo allí, se dispuso a hundirle la cruz en la frente.

Pero, de espaldas a la pared, ella emitió una risa aguda y escalofriante, haciendo que Ben diera un respingo. Era como el ruido de un tenedor al raspar contra el esmalte del fregadero.

¡Ahora mismo alguien se ríe! ¡Ahora mismo tu círculo se estrecha!

Y ante los ojos de Ben, el cuerpo pareció alargarse y volverse translúcido. Durante un momento creyó que ella seguía ahí, riéndose de él, y de pronto el fulgor blanco de la farola de la calle cayó sobre la pared desnuda, y a Ben no le quedó más que una fugaz sensación que parecía decirle que ella se había hundido en los resquicios de la pared, como si fuera de humo.

Había desaparecido, y Jimmy estaba gritando.

11

Ben encendió los fluorescentes y se volvió a mirar a su amigo, pero Jimmy ya estaba de pie, con las manos en el cuello, teñidos los dedos de púrpura.

—¡Me ha mordido! —aullaba—. ¡Oh, Dios Santo, me mordió!

Ben se acercó a él, pero Jimmy le apartó, mientras los ojos le giraban en las órbitas.

—No me toques. Me ha contaminado…

—Jimmy…

—Dame el maletín. Por Dios, Ben, que lo estoy sintiendo. Siento cómo me afecta. ¡Por el amor de Dios, dame el maletín!

Ben se lo tendió y Jimmy se lo arrebató de la mano. Se dirigió a la mesa. Tenía el rostro mortalmente pálido y cubierto de sudor. La sangre manaba de la herida del cuello. Jimmy se sentó sobre la mesa, abrió el maletín y rebuscó desesperadamente, sin dejar de respirar con dificultad por la boca abierta.

—Me ha mordido —seguía mascullando—. La boca… por Dios… qué boca inmunda y hedionda…

Sacó del maletín una botella de desinfectante y el tapón cayó al suelo. Jimmy se echó hacia atrás, apoyándose en un brazo, inclinó el frasco sobre la garganta, vertiendo el contenido sobre la herida, su ropa y la mesa. La sangre se escurría en hilos. Jimmy cerró los ojos y aulló de dolor, pero en ningún momento le tembló la mano.

—Jimmy, ¿qué puedo…?

—Un momento —masculló Jimmy—. Espera. Es mejor. Espera…

Arrojó la botella, que se estrelló contra el suelo. La herida, una vez limpia de la sangre contaminada, se veía con toda claridad. Ben vio no un orificio, sino dos, no lejos de la yugular, uno de ellos horriblemente lacerado.

Jimmy había sacado del maletín una ampolla y una jeringuilla. Quitó la cubierta protectora de la aguja y la clavó en el tapón de la ampolla. Ahora las manos le temblaban tanto que tuvo que hacer dos intentos. Llenó la jeringuilla y se la tendió a Ben.

—Antitetánica —le explicó—. Pónmela aquí —extendió el brazo, haciéndolo girar para descubrir la axila.

—Pero Jimmy. Esto te dejará K.O.

—¡No! ¡Hazlo!

Ben tomó la aguja y le miró a los ojos con vacilación. Jimmy hizo un gesto de asentimiento, y Ben le clavó la aguja.

El cuerpo de Jimmy se puso tenso, como si fuera un resorte. Durante un momento fue una estatua de agonía, dibujado hasta el último tendón en nítido relieve. Poco a poco empezó a relajarse. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y Ben vio que la reacción había mezclado lágrimas al sudor que le cubría la cara.

—Ponme la cruz encima —pidió—. Si todavía estoy contaminado por ella, me… me servirá de algo.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro. Cuando tú ibas persiguiéndola, levanté los ojos y sentí deseos de seguirte. A Dios gracias, fue así. Y cuando miré esa cruz… sentí náuseas.

Ben le apoyó la cruz en el cuello. Nada sucedió. El resplandor, si es que había habido en ella un resplandor, había desaparecido por completo. Ben retiró la cruz.

—Bueno —concluyó Jimmy—, creo que más no podemos hacer. —Volvió a rebuscar en el maletín hasta que encontró un sobre con dos píldoras que se metió en la boca—. Tranquilizantes. Un gran invento. Gracias a Dios fui al baño antes de que… de que esto pasara. Creo que, de todas formas, me meé encima, aunque solo fueron unas gotas. ¿Puedes vendarme el cuello?

—Claro —asintió Ben.

Jimmy le entregó gasa, esparadrapo y unas tijeras de cirugía. Al inclinarse para colocarle el vendaje, Ben vio que la piel en los bordes de la herida había adquirido un desagradable color rojo. Jimmy dio un respingo cuando él le puso la venda.

—Mientras estaba ahí —comentó—, pensé que me volvería loco. Loco de veras, clínicamente. Esos labios… esa mordedura… —La garganta le tembló mientras tragaba saliva—. Y mientras ella lo hacía, a mí me gustaba, Ben. Hasta tuve una erección, ¿puedes creerlo? Si no hubieras estado tú para quitármela de encima, yo la habría… la habría dejado…

—No pienses más —le aconsejó Ben.

—Hay otra cosa que tengo que hacer, aunque no me gusta.

—¿Qué es?

—Mírame un momento.

Ben terminó con el vendaje y se hizo atrás para mirarlo.

—¿Qué…?

Jimmy le asestó un puñetazo. La mente de Ben se llenó de estrellas, dio tres pasos vacilantes hacia atrás y se cayó sentado. Sacudió la cabeza y vio que Jimmy se bajaba de la mesa para acercarse a él.

Tanteó en busca de la cruz, pensando: Esto es lo que se dice un final inesperado.

—¿Estás bien? —le preguntó Jimmy—. Perdóname, pero es más fácil cuando uno no sabe que le van a pegar.

—Pero ¿qué demonios…?

Jimmy se sentó en el suelo, junto a él.

—Te explicaré la historia que vamos a contar. Hace aguas por todos lados, pero estoy seguro de que Maury Green nos respaldará. A mí me permitirá seguir trabajando, y evitará que nos encierren a los dos…, y en este momento lo que me preocupa es seguir en libertad para luchar contra… eso, llámalo como quieras, un día más. ¿Lo comprendes?

—Vaya realismo —comentó Ben mientras se tocaba la mandíbula, dolorido. El mentón se le había inflamado.

—Alguien se metió aquí mientras yo estaba examinando a la señora Glick —comenzó Jimmy—. Ese alguien te golpeó y después se ocupó de mí. Durante la pelea me mordió. Es lo único que recordamos. Lo único. ¿Entendido?

Ben asintió.

—El tipo llevaba un abrigo azul o negro, y un gorro tejido verde o gris. Es cuanto pudimos ver. ¿De acuerdo?

—¿Nunca se te ha ocurrido dejar la medicina para hacer carrera como escritor?

—Solo soy creativo cuando mi propio interés está en juego —sonrió Jimmy—. ¿Recordarás la historia?

—Claro que sí. Y no me parece que sea tan inverosímil como piensas. Después de todo, el de ella no es el primer cadáver que desaparece últimamente.

—Tengo la esperanza de que empiecen a establecer relaciones. Pero el sheriff del condado es más despierto de lo que jamás podría serlo Parkins Gillespie. Tenemos que mirar dónde pisamos. No adornes demasiado el cuento.

—¿Crees que alguien con un cargo oficial podría empezar a ver qué hay detrás de todo esto?

Jimmy sacudió la cabeza.

—Ni remotamente. Todo eso tendremos que resolverlo nosotros dos solos. Y recuerda que a partir de este momento somos delincuentes.

Dicho eso se dirigió al teléfono para llamar a Maury Green, y luego a Homer McCaslin, el sheriff del condado.

12

Ben llegó a casa de Eva quince minutos después de la medianoche y se preparó una taza de café en la desierta cocina de abajo. Lo bebió lentamente, mientras revivía los acontecimientos de la noche con la intensa concentración de un hombre que acaba de salvarse por los pelos de caer por un acantilado.

El sheriff era un hombre alto, de calvicie incipiente, y que mascaba tabaco. Sus movimientos eran lentos, pero sus ojos eran vivaces y observadores. Sacó una libreta manoseada y una anticuada pluma estilográfica. Interrogó a Ben y Jimmy mientras dos de sus agentes lo espolvoreaban todo en busca de huellas digitales y tomaban fotografías. Maury Green se mantuvo en segundo plano, y de vez en cuando miraba a Jimmy con expresión intrigada.

—¿Por qué estaba en la funeraria de Green?

Jimmy respondió con la historia de la encefalitis.

—¿Doc Reardon estaba al tanto de eso?

Bueno, no. A Jimmy le había parecido mejor hacer un examen por su cuenta antes de comentar el asunto con nadie. Se sabía que en ocasiones Doc Reardon era, digamos, bastante charlatán.

—¿Y qué pasa con la encefalitis? ¿La mujer había muerto de eso?

No, casi con seguridad que no. El examen médico había sido concluido antes de que apareciera el hombre del abrigo oscuro, y él (Jimmy) no podía ni quería decir exactamente de qué había muerto la mujer, pero indudablemente no era de encefalitis.

—¿Podrían describir al tipo?

Los dos respondieron lo que habían urdido previamente y Ben le agregó un par de botas de trabajo.

McCaslin hizo unas preguntas más, y ya Ben empezaba a tener la sensación de que saldrían bien parados del asunto cuando el sheriff se volvió hacia él.

—¿Y qué hace usted en todo esto, Mears, si no es médico?

Sus ojos parpadeaban bondadosamente. Jimmy abrió la boca para contestar, pero el sheriff le impuso silencio con un gesto.

Si el propósito de McCaslin con su súbita interpelación había sido sorprender a Ben en alguna expresión o gesto que indicara culpabilidad, no lo consiguió. Ben estaba demasiado agotado emocionalmente para poder tener una reacción muy intensa. Que lo cogieran en una declaración incongruente, después de todo lo que ya había sucedido, no parecía demasiado raro.

—Soy escritor, no médico. En este momento estoy escribiendo una novela en que un personaje secundario de cierta importancia es hijo de un empresario de pompas fúnebres, y quise echar un vistazo al escenario. Le pedí a Jimmy que me trajera, y como él me dijo que prefería no hablar de lo que venía a hacer, no le pregunté más. —Se frotó el mentón—. Y conseguí algo más que lo que esperaba.

McCaslin no parecía ni complacido ni decepcionado con la respuesta de Ben.

—Pues parece que sí. Usted es el autor de La hija de Conway, ¿no?

—Sí.

—Mi mujer leyó una parte en no sé qué revista de mujeres. En el Cosmopolitan, creo. Se divirtió mucho. Yo le eché un vistazo y no me pareció nada divertido eso de una niña pequeña drogada.

—No. —Ben miró a McCaslin—. No fue mi intención que resultara divertido.

—Ese libro nuevo que está escribiendo, ¿es sobre El Solar?

—Sí.

—Tal vez sería bueno que lo leyera Moe Green —sugirió McCaslin—. Para ver si están bien logradas las partes de la funeraria.

—Esa parte todavía no está escrita —aclaró Ben—. Yo siempre reúno información antes de escribir. Es más fácil.

El sheriff sacudió la cabeza.

—Pues fíjense que lo que ustedes cuentan parece uno de esos libros de Fu Manchú. Un tipo se mete aquí, se deshace de dos hombres robustos y se larga con el cadáver de una pobre mujer muerta por causas desconocidas.

—Escuche, Homer… —empezó Jimmy.

—No me llame Homer —protestó McCaslin—. Nada de esto me gusta. Eso de la encefalitis se contagia, ¿no?

—Sí, es infecciosa —respondió con cautela Jimmy.

—¿Y aun así vino usted aquí con este escritor? ¿Sabiendo que ella podía haber muerto de algo contagioso?

Jimmy se encogió de hombros.

—Sheriff, yo no pongo en duda su juicio profesional, y usted tendrá que respetar el mío. La encefalitis no es una infección muy virulenta. No consideré que hubiera peligro para ninguno de nosotros. Y dígame, ¿no sería mejor que tratara de encontrar al que robó el cuerpo de la señora Glick… sea Fu Manchú o quien fuere? ¿O es que se divierte interrogándonos?

McCaslin suspiró y cerró de golpe su libreta.

—Bueno, haremos correr la voz Jimmy. Aunque dudo que saquemos algo de esto, salvo que el chiflado vuelva a aparecer, si es que alguna vez hubo un chiflado, cosa que dudo.

Jimmy arqueó las cejas.

—Ustedes me están mintiendo —dijo McCaslin—. Yo lo sé, lo saben los agentes, y hasta es probable que lo sepa también el viejo Moe. No sé cuánto me mienten, si mucho o poco, pero no puedo demostrar que mienten mientras los dos sigan contando la misma historia. Podría ponerlos a los dos a la sombra, pero las normas dicen que tienen derecho a una llamada telefónica, y hasta un imberbe recién salido de la facultad de derecho podría sacarlos, pues solo cuento con sospechas de que aquí hay gato encerrado. Y apuesto a que su abogado no es un joven recién salido de la facultad, ¿no?

—Efectivamente —confirmó Jimmy.

—De todas maneras, los metería a los dos en la celda si no fuera porque tengo la sensación de que no están mintiendo porque hayan hecho algo que viole la ley. —Pisó el pedal de la tapa del cubo de acero inoxidable colocado junto a la mesa, y cuando esta se abrió escupió dentro un oscuro chorro de jugo de tabaco. Maury Green dio un respingo—. ¿Alguno de ustedes querría, digamos, revisar su historia? —preguntó en voz baja, de la que habían desaparecido todas las inflexiones campesinas—. Este asunto es grave. Ha habido cuatro muertes en el pueblo, y los cuatro cadáveres han desaparecido. Quiero saber qué está ocurriendo aquí.

—Le hemos contado todo lo que sabemos —contestó Jimmy—. Si pudiéramos decirle algo más, no dude que lo haríamos.

McCaslin lo miró con el ceño fruncido.

—Usted está cagado de miedo —dijo—. Usted y el escritor, los dos. Tienen el mismo aspecto que tenían algunos tipos en Corea cuando regresaban del frente.

Los dos agentes les miraban. Ni Ben ni Jimmy dijeron nada.

McCaslin volvió a suspirar.

—Bueno, vámonos de aquí. Mañana a las diez en mi oficina a prestar declaración. Si a las diez no están allí, les mandaré a buscar con un coche patrulla.

—No será necesario —prometió Ben.

McCaslin le miró y sacudió la cabeza.

—Usted tendría que escribir libros más sensatos. Como ese tipo que escribe los cuentos de Travis McGee. A esos cuentos uno puede hincarles el diente.

13

Ben se levantó de la mesa, enjuagó la taza de café en el fregadero y se quedó mirando por la ventana la negrura de la noche. ¿Qué se ocultaba allí? ¿Marjorie Glick, reunida finalmente con su hijo? ¿Mike Ryerson? ¿Floyd Tibbits? ¿Carl Foreman?

Se apartó de la ventana y subió a su cuarto.

Durante el resto de la noche durmió con la luz encendida sobre el escritorio, y dejó sobre la mesita, al alcance de la mano, la cruz que había derrotado a la señora Glick. Su último pensamiento antes de que le ganara el sueño fue para Susan, preguntándose si estaría bien y a salvo.