X

El Solar (III)

1

Conocía la oscuridad que desciende sobre la tierra cuando la rotación la oculta del sol, y sabía de la oscuridad del alma humana. El pueblo es una acumulación de tres partes cuya suma es mayor que cada una de ellas por separado. El pueblo es la gente que vive allí, los edificios que han levantado para cobijarse o comerciar en ellos, y es la tierra. Los habitantes son escoceses, ingleses y franceses. Hay otros, claro, pero no son muchos. En ese crisol nunca se hicieron muchas amalgamas. Casi todos los edificios están construidos de madera noble. Muchas de las casas más viejas son de estilo colonial con doble planta al frente, y la mayoría de los negocios tienen dos frentes, aunque nadie podría decir por qué. La gente sabe que detrás de esas falsas fachadas no hay nada, de la misma manera que saben que Loretta Starcher usa postizos en el sostén. El suelo tiene base de granito y está cubierto por una delgada capa de tierra. La labranza es un trabajo ingrato, agotador, miserable y disparatado. La reja del arado desentierra grandes trozos de granito y se rompe contra ellos. En mayo uno saca el camión tan pronto como el suelo se ha secado lo bastante, y con sus hijos varones se pone a llenarlo de piedras; las va arrojando en la enorme pila cubierta de malezas donde hace la misma operación desde 1955, cuando por primera vez decidió tomar el toro por los cuernos. Y cuando ha recogido tantas que la suciedad ya no sale de debajo de las uñas, y tiene los dedos entumecidos, entonces engancha el arado en el tractor y antes de haber abierto dos surcos ya se le ha roto una de las rejas en una piedra traicionera. Y mientras cambia la reja y el hijo mayor sostiene los arreos para que pueda trabajar, le pasa junto al oído el primer mosquito sediento de sangre de la temporada, con ese zumbido conmovedor que siempre le hace pensar a uno que ese debe de ser el ruido que oyen los chiflados antes de matar a todos sus hijos o de cerrar los ojos en la carretera y pisar el acelerador o de accionar con el dedo gordo del pie el gatillo de la escopeta que acaba de ponerse bajo su propia mandíbula; y entonces al muchacho se le resbalan los arreos a causa de la transpiración y uno se rasguña la piel del brazo y cuando mira alrededor en esa desolada, desesperada fracción de segundo en que siente que podría abandonarlo todo para dedicarse a la bebida o ir al banco para declararse en quiebra, en ese momento en que odia a la tierra y la suave succión de la gravedad que lo ata a ella, es cuando sabe de oscuridades y comprende que siempre lo ha sabido. La tierra le retiene a uno implacablemente, lo mismo que la casa y la mujer de quien uno se enamoró (solo que entonces era una muchacha y uno no sabía mucho de muchachas, salvo que tenía una y estaba pendiente de ella, y ella escribía el nombre de uno en la tapa de todos sus libros). Primero uno la conquistó y después ella le conquistó a uno y desde entonces ninguno de los dos tuvo que preocuparse más por eso. Y luego vinieron los hijos, esas criaturas que uno concibió en la rechinante cama matrimonial con la cabecera llena de astillas. Tú y ella concebísteis hijos al atardecer. Seis niños, o siete, o diez. Y el banco le tiene a uno cogido, y el que le vendió el automóvil, y las tiendas Sears de Lewiston, y John Deere en Brunswick. Pero sobre todo le tiene a uno cogido el pueblo, porque lo conoce como conoce la forma del pecho de su mujer. Uno sabe quién anda dando vueltas durante el día por el Crossen porque Knapp Shoe lo despidió. Sabe quién tiene líos de mujeres antes de que él mismo lo sepa, como le sucede a Reggie Sawyer, a quien el chico de la compañía telefónica le está seduciendo la dama; uno sabe adonde van los caminos, y adonde se puede ir los viernes al anochecer a tomar un par de cervezas con Hank y Nolly Gardener. Uno conoce el terreno y por dónde hay que atravesar los pantanos en abril sin mojarse las botas hasta arriba. Uno lo conoce todo. Y el pueblo le conoce a uno, sabe el dolor que le deja en el trasero el asiento del tractor después de estar arando durante toda la jornada y sabe que eso que tiene en la espalda solo es un quiste y que no es nada serio como dijo al principio el doctor, y sabe cómo le da vueltas a uno la cabeza con las facturas que van llegando durante la última semana del mes. Las mentiras son transparentes, hasta las que uno se dice a sí mismo, como que el año que viene, o el otro llevará a la mujer y a los chicos a Disneylandia, como que si corta la leña el próximo otoño podrá pagar los plazos de un nuevo televisor en color, como que todo va a salir perfecto. Estar en el pueblo es como un coito cotidiano, tan completo que por comparación todo lo que uno hace con su mujer en la cama no parece más que un apretón de manos. Estar en el pueblo es visceral, sensual, alcohólico. Y en la oscuridad, el pueblo es de uno y uno es del pueblo y el sueño de ambos es como el de los muertos, como el de las piedras. Aquí no hay otra vida que la lenta muerte de los días, de modo que cuando el mal se abate sobre el pueblo, su llegada parece casi preordenada, dulce e hipnótica. Es casi como si el pueblo supiera que el mal se aproxima, y qué forma tomará.

El pueblo tiene sus secretos y los sabe guardar. La gente no los conoce todos. Saben que la mujer del viejo Albie Crane se largó con un viajante de Nueva York… o creen saberlo. Pero Albie le partió el cráneo cuando el viajante la abandonó y después le ató una piedra a los pies y la arrojó al viejo pozo. Veinte años después Albie murió pacíficamente en su cama de un ataque al corazón, lo mismo que morirá más tarde en este relato su hijo Joe. Tal vez un día algún chiquillo tropiece con el viejo pozo escondido por una maraña de zarzamoras y aparte las tablas pulidas y descoloridas por el tiempo y vea allí ese esqueleto que se desmorona, mirando fijamente con ojos vacíos desde el fondo del pozo de piedra, con la corbata del encantador viajante, ya verde y mohosa, rodeándole todavía las costillas.

Saben que Hubie Marsten mató a su mujer, pero no saben qué le hizo hacer antes, o qué pasó entre ellos en la cocina momentos antes de que él le volara la cabeza, mientras el aroma de las madreselvas estaba suspendido en el aire sofocante como el olor dulzón que emana de un osario. No saben que ella le rogaba que lo hiciera.

Algunas de las mujeres más viejas del pueblo —Mabel Werts, Glynis Mayberry, Audrey Hersey— recuerdan que Larry McLeod encontró unos papeles carbonizados en la chimenea del piso de arriba, pero nadie sabe que los papeles eran la correspondencia de doce años entre Hubie Marsten y un noble austríaco apellidado Breichen. Tampoco saben que la correspondencia de estos hombres se había iniciado merced a los buenos oficios de un extraordinario librero de Boston que falleció de una muerte horrible en 1933, ni que Hubie quemó todas y cada una de las cartas antes de colgarse, echándolas una a una al fuego, mirando cómo las llamas ennegrecían el papel color crema e iban borrando aquella caligrafía elegante y diminuta.

No saben que sonreía mientras lo hacía, de la misma manera que sonríe ahora Larry Crockett cuando piensa en los títulos de propiedad que duermen en la caja de seguridad de su banco en Portland.

Saben que Coretta Simons, la viuda del viejo Jumpin Simons, se está muriendo lenta y terriblemente de cáncer de intestino, pero no saben que hay más de treinta mil dólares en efectivo escondidos tras el sucio empapelado del comedor, que cobró de una póliza de seguro y que no llegó a gastar y de la que ahora, en su última agonía, se ha olvidado por completo.

Saben que un incendio devoró la mitad del pueblo en aquella brumosa tarde de septiembre de 1951, pero no saben que fue provocado, ni saben que el muchacho que lo provocó fue el que hizo el discurso de despedida de su clase al graduarse en 1953 y que después consiguió una fortuna en Wall Street, y aunque lo hubieran sabido no habrían sabido qué fue lo que le indujo a hacerlo ni la forma en que siguió carcomiéndole los sesos durante veinte años, hasta que una embolia cerebral le llevó prematuramente a la tumba a los cuarenta y seis años.

Ignoran que el reverendo John Groggins se despierta a veces a medianoche con sueños horribles; sueños en los que, desnudo y meloso, predica ante la clase de catecismo para niñas de los jueves por la noche, mientras ellas le miran con ojos de deseo; o que ese viernes Floyd Tibbits estuvo sumido todo el día en un sopor enfermizo, sintiendo el sol como algo aborrecible sobre su piel extrañamente pálida, recordando apenas vagamente que había ido a ver a Ann Norton, pero no que había atacado a Ben Mears; pero sí recordaba la gratitud con que saludó la puesta de sol, la gratitud y la anticipación de algo grande y grato; o que Hal Griffen tiene seis revistas obscenas ocultas en el fondo de su armario y con ellas se masturba cada vez que puede; que George Middler tiene una maleta llena de bragas y sostenes de seda, y de medias y leotardos, y que a veces baja las cortinas del piso donde vive, encima de la ferretería, y cierra la puerta con cerrojo y cadena y se pone de pie frente al espejo de cuerpo entero que tiene en el dormitorio hasta que jadea y entonces se arrodilla y se masturba; que Carl Foreman trató de chillar cuando Mike Ryerson empezó a estremecerse sobre la mesa metálica del sótano de la funeraria, y que el grito se le ahogó en la garganta cuando Mike abrió los ojos y se sentó; o que el pequeño Randy McDougall no se defendió siquiera cuando Danny Glick se coló por la ventana de su dormitorio y levantó al bebé de su cuna para clavarle los dientes en el cuello todavía amoratado por los golpes de la madre.

Esos son los secretos del pueblo. Algunos se sabrán más adelante y otros nunca se sabrán. El pueblo los guarda en su seno, detrás del más impasible e imperturbable de los rostros.

Al pueblo no le importa la obra del diablo más de lo que le importa la obra de Dios, ni la del hombre. Sabía de oscuridades. Y con la oscuridad le bastaba.

2

Sandy McDougall se dio cuenta de que algo iba mal cuando despertó, pero no sabía exactamente qué. El otro lado de la cama estaba vacío; era el día libre de Roy, que se había ido a pescar con unos amigos. Volvería al mediodía. Nada estaba quemándose, y a Sandy no le dolía nada. Entonces, ¿qué podía ir mal?

El sol. El sol era lo que estaba mal.

Ya daba de lleno sobre el empapelado, oscilando entre las sombras que proyectaba el arce por la ventana. Pero Randy siempre la despertaba antes de que el sol estuviera tan alto como para que la sombra del arce diera sobre la pared…

Sus ojos sobresaltados se dirigieron al reloj que había sobre la cómoda. Eran las nueve y diez.

La alarma le cerró la garganta.

—¿Randy? —llamó y la bata onduló tras ella mientras corría por el estrecho pasillo del remolque—. ¿Randy?

El dormitorio del bebé estaba bañado por la escasa luz que entraba por la única ventanita, situada encima de la cuna… y abierta. Pero Sandy la había cerrado cuando se acostó. Siempre la cerraba.

La cuna estaba vacía.

—¿Randy? —susurró.

Después lo vio.

El cuerpecillo, vestido todavía con su pijama desteñido por los lavados, yacía arrojado en un rincón como si fuera un desperdicio.

Una de las piernas se elevaba, grotesca, como un signo de admiración invertido.

—¡Randy!

Se precipitó junto al cuerpo, desfigurado el rostro por las ásperas líneas del espanto, y tomó en brazos al niño.

—Randy, pequeño mío, despiértate. Randy, vamos, despiértate…

Las magulladuras habían desaparecido. Durante la noche se habían borrado, dejando impecables la carita y el cuerpo. Randy tenía buen color. Por primera vez desde su nacimiento la madre lo encontró hermoso, y la visión de esa belleza le hizo lanzar un alarido horrible y desolado.

—¡Randy! ¡Despierta! ¿Randy?

Se levantó con el bebé en brazos y corrió por el pasillo, mientras la bata se le resbalaba del hombro. La sillita alta seguía en la cocina, con la bandeja salpicada de pegotes de la comida de Randy la noche anterior. Deslizó al niño en la silla, bañada por un rayo de luz matinal. La cabeza de Randy pendió sobre el pecho y el cuerpo se deslizó hacia un lado con una lentitud terrible, hasta quedar encajado en el ángulo que formaba la bandeja con un brazo de la silla.

—¿Randy? —le sonrió su madre, desorbitados los ojos hasta convertirse en bolitas de vidrio azul jaspeado, y le palmeó las mejillas—. Despierta ya, Randy, que hay que desayunar. ¿No tienes hambre? Por favor, oh Dios, por favor…

Se apartó de él para abrir de golpe uno de los armarios de la cocina y rebuscó apresuradamente en su interior, derribando un paquete de arroz, una lata de raviolis y una botella de aceite, que se hizo trizas, desparramando el denso líquido por el fregadero y el suelo. Encontró un envase de crema de chocolate y cogió una cucharilla de plástico.

—Mira, Randy. Tu favorita. Despierta y mira qué crema tan buena. Chocolate, Randy. Choco, chocolate. —La cólera y el terror la inundaron oscuramente—. ¡Despierta de una puta vez! —vociferó, y gotas de saliva perlaron la piel traslúcida de la frente y las mejillas de Randy—. ¡Despierta, mocoso de mierda, despierta!

Quitó la tapa del envase y llenó la cuchara con crema de chocolate. Su mano, que ya sabía la verdad, temblaba de tal manera que la derramó casi toda. Embutió lo que quedaba en el interior de la boquita inerte, y algo más se derramó sobre la bandeja, con un tétrico chasquido. La cuchara chocó contra los dientecillos.

—Tesoro —suplicó Sandy—, deja de burlarte de mamá.

Extendió la otra mano para abrirle la boca y meterle el resto de la crema.

—Bueno —suspiró Sandy McDougall y sus labios se distendieron en una sonrisa, teñida de una esperanza indescriptiblemente rota.

Se recostó en su silla, relajándose poco a poco. Ahora ya estaba bien. Ahora Randy se daría cuenta de que su madre le amaba y acabaría con esa broma cruel.

—¿Está bueno? —preguntó en un murmullo—. ¿Está bueno el chocolate, Randy? ¿Le haces una sonrisita a mamá? Sé bueno con mamá y sonríe una vez.

Con dedos temblorosos, volvió a levantar el ángulo de la boca del niño.

El chocolate cayó sobre la bandeja… plop.

Sandy empezó a chillar.

3

El sábado por la mañana Tony Glick despertó cuando Marjorie, su mujer, se cayó en la sala.

—¿Margie? —la llamó, mientras bajaba los pies de la cama—. ¿Margie?

—Estoy bien, Tony —respondió ella después de un largo momento.

Tony se sentó en el borde de la cama, mirándose los pies. Tenía el pecho desnudo y el cordón de su pantalón de pijama a rayas le pendía entre las piernas. El pelo, enmarañado, era un verdadero nido de cuervos. Tony tenía abundante cabello negro, que sus dos hijos habían heredado. La gente creía que era judío, pero él pensaba que ese pelo debería traicionar su origen italiano. Su abuelo se había apellidado Gliccucchi. Cuando alguien le dijo que en Estados Unidos era más fácil abrirse paso con un apellido sajón, algo breve y fácil de recordar, el abuelo se lo había hecho cambiar legalmente por Glick sin saber que estaba cambiando la realidad de una minoría por la apariencia de otra. El cuerpo de Tony Glick era robusto, moreno y musculoso. Su rostro reflejaba la expresión de un hombre a quien han atacado a golpes en el momento en que salía de un bar.

Había pedido permiso en su trabajo, y durante la última semana había dormido mucho. Cuando dormía todo le parecía más fácil. A las siete y media se sumergía en un dormir sin sueños hasta las diez de la mañana siguiente, y durante la tarde hacía una siesta de dos a tres. El tiempo transcurrido entre la escena que había protagonizado durante el funeral de Danny y esa soleada mañana de sábado, casi una semana después, le parecía incierto, como si no fuera real. La gente seguía llevándoles comida. Guisados, conservas, bizcochos, pasteles. Margie decía que no sabía qué iban a hacer con todo eso. Ninguno de los dos tenía hambre. El miércoles por la noche Tony había intentado hacer el amor con su mujer y los dos se habían echado a llorar.

Y Margie no tenía buen aspecto. Su forma de hacer frente a la situación había consistido en ponerse a limpiar la casa de punta a punta, con una dedicación maniática que no dejaba lugar para ningún otro pensamiento. A lo largo de los días, resonaban los golpes de los cubos de limpieza y el zumbido de la aspiradora, y el aire estaba siempre impregnado del olor áspero del amoníaco y los desinfectantes. Margie había llevado toda la ropa y los juguetes de los niños, pulcramente empaquetados, al Ejército de Salvación y a la feria de beneficencia. El jueves por la mañana, cuando Tony salió del dormitorio, todas esas cajas estaban alineadas junto a la puerta principal, cada una con una pulcra etiqueta. Tony jamás había visto nada tan horrible como esas cajas silenciosas. Margie había sacado todas las alfombras al patio del fondo, las había colgado en las cuerdas para secar ropa y las había sacudido despiadadamente. Y hasta para la opaca semiconsciencia de Tony era evidente lo pálida que estaba desde el martes o el miércoles; parecía que hasta los labios hubieran perdido su color natural, y debajo de los ojos se le insinuaban sombras oscuras.

Todo eso pasó por la mente de Tony en menos tiempo del que se tarda en contarlo, y estaba a punto de volver a tumbarse en la cama cuando oyó que ella volvía a desplomarse; esta vez no contestó a su llamada.

Cuando él se levantó y fue hacia la sala, la vio tendida en el suelo; su respiración era superficial y tenía los ojos aturdidos, vagamente fijos en el espacio. Había comenzado a cambiar la disposición de los muebles, y todos estaban fuera de su sitio, con lo que la habitación tenía un aspecto extraño, como descoyuntado.

Fuera lo que fuese lo que le pasaba, su mal había empeorado durante la noche, y su aspecto era tan terrible que desconcertó a su marido. Margie seguía todavía envuelta en su bata, que al caer se le había abierto hasta medio muslo. Tenía las piernas de un color marmóreo en el que nada quedaba del hermoso bronceado de las vacaciones de verano. Sus manos se movían espasmódicamente. Respiraba con la boca entreabierta, como si le faltara el aire, y a Tony le pareció ver una extraña prominencia en los dientes, pero no le dio importancia. Podía haber sido un efecto de la luz.

—¿Margie, cariño?

Su mujer trató de contestar y no pudo. Presa del pánico, Tony se levantó para llamar al médico.

—No… —balbuceó ella cuando él ya llegaba al teléfono, y repitió la palabra después de haber aspirado con audible esfuerzo—. No. —Había conseguido sentarse trabajosamente, y el soleado silencio de la casa se interrumpía con el dificultoso jadeo de su respiración—. Llévame… sácame… el sol da con tanta fuerza…

Tony, al levantarla, se quedó atónito ante la liviandad de su peso. Su mujer no parecía pesar más que una brazada de paja.

—… sofá…

Allí la depositó, con la espalda recostada contra el apoyabrazos. Al quedar fuera del haz de sol que entraba por la ventana para dibujar un cuadrado sobre la alfombra, Margie pareció respirar con más facilidad. Por un momento cerró los ojos, y a Tony volvió a impresionarle la tersa blancura de los dientes en contraste con sus labios. Sintió deseos de besarla.

—Déjame llamar al médico.

—No, ya estoy mejor. Es que el sol me… hacía mal. Como si me debilitara. Ya me siento mejor. —Efectivamente, las mejillas se le habían coloreado un poco.

—¿Estás segura?

—Sí, ya estoy bien.

—Has trabajado demasiado, cariño.

—Sí —asintió ella con ojos indiferentes.

Tony le acarició el pelo con afecto.

—Tenemos que superar esto, Margie. Es necesario. Tienes un aspecto… —Como no quería herirla, se detuvo.

—Tengo un aspecto espantoso, ya lo sé. Anoche, antes de acostarme, me miré en el espejo del cuarto de baño y casi creí que no estaba. Por un momento… —una sonrisa se dibujó en sus labios— me pareció que podía ver la bañera a través de mi cuerpo. Como si quedara apenas un velo de mí, y ese velo fuera… tan pálido…

—Quiero que te vea el doctor Reardon.

—Estas tres o cuatro últimas noches he tenido un sueño hermoso, Tony —prosiguió ella como si no le hubiera oído—. Tan real. En el sueño, Danny vuelve y me dice: «Mami, mami, cuánto me alegro de estar en casa». Y dice… dice…

—¿Qué dice? —preguntó Tony con suavidad.

—Dice… que es otra vez mi bebé. Mi hijito, y le doy de mamar y… y tengo una sensación de dulzura, pero con algo amargo también, como era antes de destetarlo, pero cuando ya tenía dientes y me mordía… oh, qué horrible debe de parecer todo esto. Como una de esas historias para psiquiatras.

—No —la tranquilizó él—. Nada de eso.

Se arrodilló junto a ella, y Margie le echó los brazos al cuello, sollozando. Sus brazos estaban frescos.

—No llames al médico, Tony, por favor. Hoy descansaré.

—Está bien —cedió él sin demasiada convicción.

—Es un sueño tan hermoso, Tony —continuó ella, con los labios apoyados contra su garganta. El movimiento de los labios, la amortiguada dureza de los dientes que se percibía detrás de ellos, tenía una increíble sensualidad. Tony experimentó una súbita erección—. Ojalá pudiera tenerlo otra vez esta noche.

—Tal vez lo tengas —la tranquilizó él, acariciándole el pelo—. Sí, tal vez lo tengas.

4

—Por Dios, qué aspecto tan maravilloso —la saludó Ben.

En el marco de blancos impecables y verdes anémicos del hospital, Susan Norton tenía un aspecto realmente magnífico.

Llevaba una blusa amarillo brillante con rayas verticales negras, y falda corta tejana.

—Tú también pareces estar bien —respondió la muchacha mientras cruzaba la habitación.

Ben la besó con ardor, mientras su mano se deslizaba hacia la curva de la cadera.

—Eh —protestó Susan, interrumpiendo el beso—. Que nos reñirán por esto.

—A mí no me reñirán.

—Pero a mí sí.

Los dos se miraron.

—Te quiero, Ben.

—Yo también te quiero.

—Si pudiera meterme ahora mismo contigo en la cama…

—Espera a que aparte las mantas.

—Pero ¿cómo se lo explico a las enfermeras?

—Diles que me estás dando un masaje.

Sonriente, Susan sacudió la cabeza y acercó una silla.

—Han sucedido muchas cosas en el pueblo, Ben.

Él se puso serio.

—¿Como qué?

—Realmente no sé cómo contártelo —vaciló Susan—, ni qué creer yo misma. Estoy hecha un lío, por decirlo de la manera más suave.

—Bueno, pues cuéntamelo y déjame a mí desenredarlo.

—¿Cómo te sientes, Ben?

—Mejor. Nada grave. El médico de Matt, el doctor Cody…

—¿Cómo te sientes mentalmente? ¿Hasta qué punto crees esta historia del conde Drácula?

—Ah, te refieres a eso. ¿Matt te lo contó?

—Matt está aquí, en el hospital. En la unidad de cuidados intensivos.

—¿Qué? —Ben se irguió, apoyándose en los codos—. ¿Qué le sucedió?

—Un infarto.

—¡Dios mío!

—El doctor Cody dice que su estado se ha estabilizado, aunque todavía persiste la gravedad, pero eso es lo normal durante las primeras cuarenta y ocho horas. Yo estaba con él cuando sucedió.

—Cuéntame todo lo que recuerdes, Susan.

La expresión de placer había desaparecido de su rostro, que estaba ahora alerta y tenso. Perdido en la habitación blanca y las sábanas blancas y el camisón blanco del hospital, a Susan le produjo la impresión de un hombre al borde del abismo.

—No has respondido a mi pregunta, Ben.

—¿Sobre qué pienso de la historia de Matt?

—Sí.

—Te contestaré diciéndote lo que tú piensas. Tú crees que la casa de los Marsten me ha trastornado hasta el punto de que veo murciélagos hasta en la sopa, por decirlo así. ¿Me equivoco?

—Sí, así es. Pero jamás lo pensé en términos tan… tan rudos.

—Ya lo sé, Susan. Intentaré describirte la secuencia de mis pensamientos. A mí mismo me puede hacer bien ponerlos en claro. Por tu cara, puedo decir que sucedió algo que hizo vacilar un tanto tu convicción, ¿no es verdad?

—Sí…, pero no creo, no puedo…

—Un momento. Con el «no puedo» bloqueamos cualquier cosa. Ahí fue donde yo me atasqué. En ese maldito imperativo absoluto. No puedo. Yo no creí a Matt, Susan, porque esas cosas no pueden ser verdad. Pero por más vueltas que le di, no pude encontrar una sola fisura en su historia. La conclusión más obvia era que en algún momento se le había aflojado un tornillo, ¿no?

—Sí.

—¿A ti te pareció chiflado?

—No, pero…

—Espera. —Ben levantó la mano—. Ya estás pensando en términos de «no se puede».

—Sí, creo que sí —admitió Susan.

—A mí tampoco me pareció irracional ni chiflado. Y tú y yo sabemos que las fantasías paranoides o los complejos persecutorios no aparecen de la noche a la mañana. Van creciendo a lo largo del tiempo. Y necesitan riego, cuidado y abonos. ¿Alguna vez has oído decir en el pueblo que Matt tuviera un tornillo flojo? ¿O le oíste decir a Matt que alguien le perseguía con un cuchillo? ¿Ha estado alguna vez involucrado en alguna causa de dudosa reputación, del tipo de la fluorización que produce cáncer, o con los Hijos de los Patriotas Americanos; o la NLF? ¿Expresó alguna vez un interés particular en cosas como sesiones de espiritismo o proyección astral o reencarnación? ¿Ha estado detenido alguna vez, que tú sepas?

—No —respondió Susan—. Pero, Ben… me duele decir esto de Matt, y hasta insinuarlo, pero hay gente que pierde la razón sin que se note. Enloquece por dentro.

—No lo creo —repuso Ben—. Siempre hay indicios. A veces uno no los advierte antes, pero después los entiende. Si fueras parte de un jurado, ¿admitirías el testimonio de Matt sobre un accidente de automóvil? —Sí…

—¿Y le creerías si hubiera dicho que vio cómo alguien mataba a Mike Ryerson?

—Sí, imagino que sí.

—Pero en esto no le crees.

—Ben, es que no puedo…

—Ya está; lo has dicho otra vez. —Se dio cuenta de que ella iba a protestar y levantó una mano para impedírselo—. No estoy defendiendo su causa, Susan. Lo único que hago es explicarte mi propio proceso mental. ¿De acuerdo?

—Está bien. Sigue.

—Lo segundo que se me ocurrió fue que alguien le estaba usando. Alguien que le guarda rencor, o le odia.

—Sí, eso también lo pensé yo.

—Matt dice que no tiene enemigos, y le creo.

—Todo el mundo tiene enemigos.

—Pero es una cuestión de grado. No te olvides de lo más importante… que en todo ese asunto hay un muerto. Si alguien se proponía liquidar a Matt, entonces tuvo que asesinar a Mike Ryerson intencionadamente.

—¿Por qué?

—Porque ni el guión ni la música tienen sentido si no hay cadáver. Sin embargo, según cuenta Matt, su encuentro con Mike fue casual. Nadie le llevó el jueves pasado a la taberna de Dell. No hubo una llamada anónima, ni una nota ni nada. El encuentro es tan casual que basta para excluir cualquier arreglo.

—Y eso, ¿qué posible explicación racional nos deja?

—Que Matt soñó que oía el ruido de la ventana al abrirse, la risa y el ruido de succión. Que Mike murió debido a alguna causa natural, aunque desconocida.

—Pero tú no crees eso.

—No creo que soñara cómo se abría la ventana, porque estaba abierta. Y la persiana exterior estaba caída en el césped. Yo lo advertí, y también Parkins Gillespie. Y advertí algo más. En la casa de Matt, esas persianas exteriores son de las que se cierran con cerrojo por fuera, no desde dentro. Desde el interior no se puede abrir a menos que se use un destornillador, y aun así costaría trabajo, y dejaría marcas. Yo no vi ninguna marca. Y hay otra cosa: debajo de esa ventana, el suelo era relativamente blando. Si alguien quería retirar una persiana del piso alto, tendría que haber usado una escalera, y eso también deja huellas. Tampoco había huellas. Eso es lo que más me preocupa. Que hayan quitado una persiana del segundo piso, desde fuera, sin que abajo queden rastros de una escalera.

Los dos se miraron sombríamente.

—Esta mañana he estado pensando en todo eso —continuó Ben—. Y cuanto más lo pensaba, más coherente me parecía el relato de Matt. De modo que decidí correr el riesgo y me olvidé del «no es posible». Ahora, cuéntame lo que sucedió anoche en casa de Matt. Si sirve para desechar todo esto, nadie se alegrará más que yo.

—Ojalá —suspiró tristemente Susan—. Al contrario, lo empeora. Matt acababa de contarme la historia de Mike Ryerson cuando dijo que había alguien arriba. Tenía miedo, pero subió. —Susan cruzó las manos sobre la falda, aferrándoselas con fuerza, como para evitar que se le escaparan—. Durante un rato, no sucedió nada más… y Matt habló en voz alta, como si retirara su invitación. Después… bueno, realmente no sé cómo…

—No te atormentes pensándolo y sigue.

—Creo que alguien… alguien más… hizo una especie de ruido sibilante. Se oyó un golpe, como si algo se hubiera caído. —Susan le miraba con desamparo—. Entonces oí una voz que decía: Te veré dormir entre los muertos, maestro. Y más tarde, cuando entré en la habitación a buscar una manta para Matt, encontré esto.

Susan sacó del bolsillo de la blusa el anillo y lo dejó caer en la mano de Ben.

Ben lo inclinó hacia la ventana para que la luz le permitiera leer las iniciales.

—M. C. R. ¿Mike Ryerson?

—Mike Corey Ryerson. Lo levanté, lo tiré y me obligué a recogerlo de nuevo… pensé que tal vez tú o Matt desearíais verlo. Guárdalo tú, yo no quiero tenerlo.

—¿Te hace sentir…?

—Mal. Muy mal. —Susan levantó la cabeza, desafiante—. Pero no hay teoría racional que admita esto. Estaría más dispuesta a creer que de algún modo Matt asesinó a Mike Ryerson e inventó esa disparatada historia de los vampiros por sabe Dios qué razones. Que aflojó la persiana para que se cayera. Que mientras yo estaba abajo hizo un número de ventriloquia en el cuarto de huéspedes, que dejó intencionadamente el anillo de Mike…

—Y se provocó un ataque cardíaco para dar mayor realismo a esa historia —terminó secamente Ben—. Susan, yo no he abandonado la esperanza de encontrar explicaciones racionales. Estoy buscando una, rogando por una. En el cine los monstruos son divertidos, pero la idea de que en la realidad puedan andar merodeando en la noche no es nada divertida. Puedo aceptar incluso que se podría haber aflojado la ventana. Vayamos más lejos. Matt es una persona culta. Imagino que debe de haber venenos, y tal vez venenos imposibles de descubrir, que pueden causar los síntomas que presentaba Mike. Claro que la idea del veneno es un poco difícil de creer si se piensa en lo poco que comía Mike…

—Esa información depende solo de la palabra de Matt —señaló Susan.

—Pero él no mentiría porque sabría que en una autopsia es importante el examen del estómago de la víctima. Y una inyección deja huellas. Pero, para los fines de nuestra teoría, digamos que fuera posible hacerlo. Y un hombre como Matt podría, seguramente, tomar algo que diera la apariencia de un ataque cardíaco. Pero ¿por qué?

Susan sacudió la cabeza con desaliento.

—Y aun si suponemos un motivo que desconocemos, ¿por qué habría de caer en semejante bizantinismo o inventar una historia tan disparatada? Ellery Queen encontraría alguna explicación, pero la vida no es una trama de Ellery Queen.

—Pero esto… esto otro es una locura, Ben.

—Sí, como Hiroshima.

—¡Quieres terminar con eso! —exclamó súbitamente Susan—. ¡No sigas haciéndote el intelectual cínico que no te va nada bien! De lo que estamos hablando es de historias de viejas, pesadillas, psicosis o como quieras llamarlo…

—Oh, mierda —masculló Ben—. Míralo de otro modo. El mundo se está viniendo abajo y tú te escandalizas por unos pocos vampiros.

—Salem’s Lot es mi pueblo —se obstinó Susan—, y si algo sucede aquí, es real, no son delirios.

—No me lo digas a mí. —Con un dedo, Ben señaló el vendaje que tenía en la cabeza—. Y a tu ex parece que le dio fuerte.

—Oh, lo siento. Es un aspecto de Floyd que no conocía. Y no lo entiendo.

—¿Dónde está él ahora?

—En la celda de los borrachos. Parkins Gillespie le contó a mamá que tendría que entregarlo al condado… es decir, al sheriff McCaslin, pero que prefería esperar a ver si tú pensabas presentar una denuncia.

—¿Qué sientes tú hacia él?

—Nada —respondió Susan con firmeza—. Ha dejado de ser parte de mi vida.

—No voy a denunciarlo. —Las cejas de Susan se arquearon—. Pero quiero hablar con él.

—¿De nosotros?

—Del motivo por el que se me echó encima con abrigo, sombrero, gafas de sol… y guantes de goma.

—¿Qué?

—Bueno —señaló Ben, mirándola—, el sol ya estaba alto. Y daba sobre él. Y tuve la impresión de que no le gustaba.

Los dos se miraron sin decir palabra. No parecía que hubiera más que decir sobre el tema.

5

Cuando Nolly le llevó a Floyd su desayuno traído del Café Excellent, Floyd dormía profundamente, y a Nolly le pareció una tontería despertarlo para que se comiera un par de huevos fritos recocidos y unas rodajas de tocino grasiento que había preparado Pauline Dickens, de modo que el propio Nolly dio cuenta de todo eso en la oficina, y se bebió el café también. El café sí era bueno; eso había que reconocérselo a Pauline. Pero cuando le llevó la comida y Floyd seguía durmiendo sin haber cambiado de posición, Nolly empezó a asustarse y dejó la bandeja en el suelo para golpear la reja con una cuchara.

—¡Eh, Floyd! Despierta que te traigo la comida.

Floyd no se despertó y Nolly sacó el llavero del bolsillo para abrir la puerta de la celda. Antes de meter la llave en la cerradura, se detuvo. La historieta de Gunsmoke de la semana pasada era sobre un tipo que se fingía enfermo para abalanzarse sobre el carcelero. Nelly jamás había considerado a Floyd Tibbits un tipo especialmente fuerte, pero había dejado K.O. a ese Mears, y no precisamente con una nana.

Se quedó indeciso, con la cuchara en una mano y el llavero en la otra; era un hombre robusto que al mediodía, cuando hacía calor, tenía siempre manchas de sudor en las axilas de sus camisas. Era un buen jugador de bolos y, durante los fines de semana, asiduo cliente de los bares; en su billetero, tras el calendario de fiestas de la Iglesia luterana, llevaba una lista de los bares y moteles de más dudosa reputación de Portland. De carácter amistoso, cabeza de turco por naturaleza, era hombre de reacciones lentas y lento también para la cólera. A cambio de estas nada despreciables cualidades, no destacaba por su agilidad mental, y durante varios minutos se quedó pensando cómo debería proceder, mientras golpeaba los barrotes con la cuchara, llamando a Floyd y deseando que este se moviera, roncara o hiciera cualquier cosa. En el momento en que decidió que lo mejor sería llamar a Parkins por radio para pedirle instrucciones, el propio Parkins le preguntó desde la puerta del despacho:

—¿Qué demonios estás haciendo, Nolly? ¿Llamando a los cerdos?

Nolly se ruborizó.

—Floyd no se mueve, Park. Me temo que está… enfermo, ¿sabes?

—Bueno, ¿y te parece que golpeando los barrotes con esa maldita cuchara se va a curar? —Parkins se acercó y abrió la celda.

—¿Floyd? —le sacudió por el hombro—. ¿Te sientes b…?

Floyd rodó de la litera adosada a la pared y cayó al suelo.

—Maldición, está muerto… —masculló Nolly.

Parkins no dio señales de oírlo. Miraba con fijeza el rostro pavorosamente tranquilo de Floyd. Nolly vio que Parkins tenía el aspecto de un hombre mortalmente asustado.

—¿Qué pasa, Park?

—Nada —respondió Parkins—. Es que… salgamos de aquí. —Y, casi como para sí mismo, agregó—: Cristo, ojalá no le hubiera tocado.

Nolly miraba con creciente horror el cuerpo de Floyd.

—No te quedes ahí pasmado —le dijo Parkins—, tenemos que traer al médico.

6

Mediaba la tarde cuando Franklin Boddin y Virgil Rathbun llegaron al portón de madera situado al final de la bifurcación de Burns Road, unos tres kilómetros más allá del cementerio de Harmony Hill. Iban en la camioneta Chevrolet 1957 de Franklin, un vehículo que allá por el primer año del segundo mandato presidencial de Ike Eisenhower había sido de color marfil, pero que ahora era una mezcla de marrón y rojo. Más o menos una vez al mes, él y Virgil llevaban al vertedero un cargamento de botellas vacías, latas de cerveza vacías, barrilillos vacíos, botellas de vino vacías y botellas vacías de vodka Popov.

—Cerrado —anunció Franklin Boddin, mientras intentaba leer el cartel clavado al portón—. Vaya, que me cuelguen.

Se bebió un trago de la botella que llevaba entre las piernas, y se enjugó la boca con el brazo.

—Hoy es sábado, ¿no?

—Pues sí —le confirmó Virgil Rothbun, que no tenía la más remota idea de si era sábado o martes. Estaba tan borracho que ni siquiera sabía con seguridad el mes en que vivía.

—El vertedero está abierto los sábados, ¿no? —siguió preguntando Franklin.

Aunque no hubiera más que un cartel, él veía tres. Volvió a entrecerrar los ojos. En los tres ponía: CERRADO. La pintura era roja, y había salido indudablemente de la lata que Dud Rogers, el encargado, guardaba dentro de su cabaña, junto a la puerta.

—Jamás ha estado cerrado los sábados —afirmó Virgil. Se llevó la botella de cerveza a la boca, pero no acertó y se echó un chorro en el hombro izquierdo—. Dios, esto es el colmo.

—Cerrado —repitió Franklin con creciente indignación—. Ese hijo de puta se ha ido de parranda, eso es lo que pasa. Ya le voy a dar yo cerrado. —Encendió el motor y puso la primera.

Con la sacudida la cerveza se derramó, espumeante, de la botella que llevaba entre las piernas, y empezó a correrle por los pantalones.

—¡Adelante, Franklin! —gritó Virgil, mientras dejaba escapar un sonoro eructo.

Franklin puso la segunda y aceleró por el camino irregular y cubierto de baches. La camioneta saltaba sobre sus gastados amortiguadores, mientras las botellas que caían de la parte de atrás se estrellaban contra el suelo. Las gaviotas se elevaron en vastos círculos vociferantes.

A unos cuatrocientos metros del portón, la bifurcación de Burns Road (lo que ahora llamaban el camino del vertedero) terminaba en un amplio descampado destinado a la basura. Arces y alisos se abrían para dejar libre una gran superficie plana de tierra removida y surcada por la vieja excavadora que Dud usaba y que ahora estaba aparcada junto a su cabaña. Más allá estaba el pozo donde iba a parar el material combustible. Basuras y desperdicios, adornados por el brillo de botellas y latas de aluminio, se elevaban en dunas gigantescas.

—¡Maldito jorobado inservible! Parece que en toda la semana no ha enterrado ni quemado nada —masculló Franklin, y pisó el freno, que se hundió hasta el suelo con un chillido mecánico. Al cabo de un momento el vehículo se detuvo—. Estará durmiendo la mona, eso es lo que pasa.

—Nunca he oído que Dud bebiera mucho —comentó Virgil mientras arrojaba por la ventanilla la botella vacía y sacaba otra de la bolsa marrón que descansaba en el suelo. La abrió contra el picaporte de la puerta y la cerveza, enloquecida por los saltos, se le derramó burbujeando sobre la mano.

—Todos los jorobados beben —sentenció sabiamente Franklin. Después de escupir por la ventana, se dio cuenta de que estaba cerrada y frotó con la manga de la camisa el vidrio rayado y opaco—. Vamos a verle. Tal vez le pase algo.

Dio marcha atrás a la camioneta, describiendo un amplio círculo impreciso, hasta detenerla con la parte trasera contra la última acumulación de desperdicios de El Solar. Cuando apagó el motor, el silencio dejó sentir repentinamente su peso sobre ellos. A no ser por los graznidos inquietos de las gaviotas, no se oía ruido alguno.

—Vaya quietud —murmuró Virgil.

Bajaron del vehículo para dirigirse hacia la parte de atrás. Franklin retiró las trabas que sostenían la puerta abatible y la dejó caer con estrépito. Las gaviotas que habían estado comiendo hacia el fondo del vertedero se elevaron en una nube, entre aletazos y graznidos.

Sin decir palabra, los dos hombres subieron a la caja de la camioneta y empezaron a descargarla. Las bolsas de plástico verde caían rodando y se abrían al aplastarse contra el suelo. Era tarea conocida para ambos. Los dos eran una parte del pueblo que pocos turistas veían, primero porque el pueblo mismo los ignoraba en virtud de un acuerdo tácito, y segundo porque Franklin y Virgil se habían recubierto de una coloración protectora. Si uno se cruzaba con la camioneta por el camino, se olvidaba de ella en el mismo momento en que desaparecía del espejo retrovisor. Si por casualidad se veía la choza en que vivían, y desde la cual una chimenea de lata enviaba al pálido cielo de noviembre una línea delgada de humo, no se le prestaba atención. Si alguien tropezaba con Virgil cuando este salía de la cooperativa de Cumberland con una botella de vodka barata en una bolsa de papel marrón, le saludaba con un «hola» sin que después pudiera recordar con quién se había encontrado: la cara le parecía familiar, pero el nombre se le escapaba. El hermano de Franklin era Derek Boddin, el padre de Richie (el recientemente derrocado rey del colegio de Stanley Street), y Derek casi se había olvidado de que su hermano aún vivía y estaba en el pueblo. Franklin había superado la condición de oveja negra: era completamente gris.

Una vez vacía la camioneta, Franklin le dio un puntapié a la última lata y se volvió a ajustar en la cintura los pantalones verdes de trabajo.

—Vamos a ver a Dud —propuso.

Virgil se pisó el cordón de un zapato y cayó sentado de culo.

—¡Joder!, qué mal que hacen los zapatos últimamente —masculló.

Mientras se acercaban a la cabaña de Dud vieron que la puerta estaba cerrada.

—¡Dud! —vociferó Franklin—. ¡Eh, Dud Rogers!

Dio un golpe a la puerta y la cabaña entera se estremeció. El gancho que cerraba la puerta por dentro se soltó, y esta se abrió, vacilante. La cabaña estaba vacía, pero se percibía un olor dulzón y enfermizo que hizo que los dos hombres se miraran poniendo mala cara, a pesar de estar acostumbrados a toda clase de hedores. A Franklin le recordó fugazmente los encurtidos que han pasado muchos años en un recipiente, a oscuras, hasta que el líquido en que están sumergidos se pone blancuzco.

—Huele peor que la gangrena —masculló Virgil.

Sin embargo, la cabaña estaba impecablemente limpia. La camisa de Dud pendía de un gancho encima de la cama, la astillada silla de cocina estaba junto a la mesa, y el jergón estaba tendido como si fuera un catre de campaña. La lata de pintura roja, con churretones aún frescos en los costados, estaba situada sobre un periódico doblado, detrás de la puerta.

—Si no salimos de aquí acabaré vomitando —anunció Virgil, cuyo rostro había adquirido un tono blanco verdoso.

Franklin, que no se sentía mejor, retrocedió y cerró la puerta.

Ambos se quedaron mirando el vertedero, tan desierto y estéril como la luna.

—Por aquí no está —concluyó Franklin—. Andará por el bosque.

—¿Frank?

—¿Qué?

—La puerta tenía el seguro puesto por dentro. Si Dud no está ahí, ¿cómo salió?

Sobresaltado, Franklin se dio la vuelta para mirar la cabaña. Por la ventana, pensó en decir, pero no lo dijo. La ventana no era más que un rectángulo recortado y cubierto con un plástico transparente. Y no era bastante grande para que Dud, con su giba, pudiera pasar por allí.

—Qué importa —gruñó hoscamente—. Si Dud no quiere darnos nuestra parte, que se muera. Vámonos de aquí.

Volvieron hacia la camioneta, mientras Franklin sentía que algo se infiltraba a través de la membrana protectora de la ebriedad; algo pavoroso. Era como si el vertedero tuviera una palpitación propia, un latido lento, pero lleno de una terrible vitalidad. De pronto sintió la necesidad de huir de allí.

—No se ve ninguna rata —comentó Virgil.

Y no se veía ninguna; gaviotas, únicamente. Franklin trató de recordar alguna vez que hubiera llevado su cargamento al vertedero y no hubiera visto ratas. Nunca. Y eso tampoco le gustaba.

—Debe de haber puesto cebos envenenados, ¿eh, Frank?

—Ven, vamos —fue la única respuesta—. Larguémonos de aquí cuanto antes.

7

Después de la cena, autorizaron a Ben para que subiera a ver a Matt Burke. La visita fue breve; Matt estaba durmiendo. Sin embargo, le habían retirado ya la tienda de oxígeno, y la jefa de enfermeras le dijo que seguramente a la mañana siguiente Matt estaría despierto y podría recibir alguna visita breve.

Ben observó que el rostro de su amigo estaba tenso y avejentado; por primera vez era el rostro de un viejo. Ahí tendido, inmóvil, parecía vulnerable e indefenso. Si todo esto es verdad, pensó Ben, esta gente no te está haciendo favor alguno, Matt. Si esto es verdad, entonces estamos en la ciudadela de la incredulidad, donde las pesadillas se disipan con desinfectantes, escalpelos y quimioterapia, no con estacas de fresno y Biblias y tomillo silvestre. Aquí son felices con los pulmones de acero, las agujas hipodérmicas y los irrigadores llenos de soluciones de bario. Si la columna de la verdad tiene un agujero, ni se enteran ni les importa.

Fue hacia la cabecera de la cama y suavemente tomó la cabeza de Matt para volverla. En la piel del cuello no había marcas.

Tras un momento de vacilación, se dirigió al armario y lo abrió. Allí estaba la ropa de Matt, y del picaporte interior de la puerta pendía el crucifijo que llevaba Matt cuando Susan fue a visitarle. Colgaba de una cadena con filigranas que brillaba suavemente con la tenue luz de la habitación.

Ben volvió a acercarse a la cama y se lo colocó de nuevo alrededor del cuello.

—Oiga, ¿qué está haciendo? —preguntó una enfermera que acababa de entrar con una jarra de agua y una toalla.

—Estoy poniéndole su cruz en el cuello —respondió Ben.

—¿Es católico?

—Ahora sí —dijo con un suspiro.

8

Era ya de noche cuando se oyó un golpecito en la puerta de la cocina de la casa de los Sawyer en Deep Cut Road. Bonnie Sawyer fue a abrir. Llevaba un corto delantal atado a la cintura, tacones altos, y nada más.

Cuando la puerta se abrió, los ojos de Corey Briant se agrandaron y su boca se abrió.

—Oh… —articuló—. ¿Bonnie?

—¿Qué pasa, Corey?

Deliberadamente apoyó una mano en el marco de la puerta, para mostrar sus pechos desnudos. Al mismo tiempo cruzó los pies para llamar la atención sobre las piernas.

—Dios, Bonnie, ¿y si hubiera sido…?

—¿El empleado de la telefónica? —preguntó ella con una risita. Le tomó una mano y se la apoyó en el pecho—. ¿Quiere leer el contador?

Con un gruñido en el que había una nota de desesperación (la del hombre que se ahoga y al hundirse por tercera vez encuentra una sirena en vez de una tabla), él la abrazó. Sus manos se cerraron sobre las nalgas, y el delantal almidonado crujió ásperamente.

—Ay, por favor. —Bonnie se retorció contra él—. ¿Es que va a probar si funciona el receptor, señor de la telefónica? Durante todo el día he estado esperando una llamada importante…

Corey la levantó y cerró la puerta de un puntapié. Bonnie no tuvo que decirle dónde estaba el dormitorio: él ya lo sabía.

—¿Estás segura de que no vendrá? —preguntó.

Los ojos de Bonnie brillaban en la oscuridad.

—No sé a quién se refiere, señor de la telefónica. Si es a mi marido… está en Burlington, Vermont.

Él la tendió sobre la cama, con las piernas colgando hacia un lado.

—Enciende la luz —pidió Bonnie, con voz súbitamente lenta y ronca—, que quiero ver lo que haces.

Corey encendió el foco que había al lado de la cama y la miró. El delantal estaba corrido hacia un costado. Los ojos de Bonnie, entrecerrados y ardientes, tenían las pupilas brillantes y dilatadas.

—Quítate eso —indicó él con un gesto.

—Quítemelo usted, que puede deshacer los nudos, señor de la telefónica.

Corey se inclinó obedientemente. Bonnie siempre le hacía sentir como un chiquillo inexperto que prueba por primera vez el plato, y a él siempre le temblaban las manos cuando estaba cerca de ella, como si su cuerpo transmitiera una corriente eléctrica. Ya no había momento en que no la tuviera presente. Bonnie se le había metido en la cabeza como una de esas pequeñas llagas dentro de la boca que uno no deja de tocarse con la lengua. Hasta se le aparecía juguetonamente en sueños, con su piel dorada y excitante. Su imaginación no conocía límites.

—No; de rodillas —le dijo—. Ponte de rodillas.

Él se hincó torpemente y se arrastró hacia Bonnie, tendiendo la mano hacia las cintas del delantal, mientras ella le apoyaba los pies en los hombros. Corey se inclinó a besarle el interior del muslo, sintiendo la carne firme y cálida.

—Así, Corey, así, sigue subiendo, sigue…

—Una escena muy interesante.

Bonnie Sawyer dio un grito de espanto.

Corey Briant levantó los ojos, parpadeando confundido.

Reggie Sawyer estaba apoyado contra la puerta del dormitorio. Apoyado en el antebrazo en forma descuidada y con los cañones hacia el piso, tenía una escopeta.

—Así que es verdad —se admiró Reggie, y dio un paso hacia el interior de la habitación, sonriendo—. ¿Qué os parece? Le debo una caja de cerveza a ese borrachín de Mickey Sylvester, maldita sea.

Bonnie fue la primera en recuperar la voz.

—Reggie, escúchame. No es lo que crees. Se metió en la casa, parecía enloquecido, estaba…

—Cállate, puta. —Reggie seguía sonriendo.

Era un hombre enorme. Llevaba el mismo traje de color acerado que vestía dos horas antes, cuando Bonnie le había dado el beso de despedida.

—Escuche —dijo débilmente Corey, que sentía la boca llena de saliva—, por favor. Por favor, no me mate, aunque me lo merezca. Usted no querrá ir a la cárcel. No vale la pena por esto. Pégueme, sé que eso es inevitable, pero por favor no…

—No sigas de rodillas, Perry Mason —dijo Reggie Sawyer sin que la sonrisa se borrara de sus labios—. Tienes abierta la cremallera de la bragueta.

—Escuche, señor Sawyer…

—Oh, llámame Reggie —continuó él, siempre sonriente—. Si somos poco menos que compinches. Hasta he estado aprovechando tus roñosas sobras, ¿no es así?

—Reggie, no es lo que tú piensas, me violó…

Su esposo la miró con su sonrisa dulce y bondadosa.

—Si dices una palabra más, te meteré esto por el coño y te haré un agujero de ventilación especial.

Bonnie empezó a lloriquear. La cara se le había puesto mortalmente pálida.

—Señor Sawyer… Reggie…

—Tu apellido es Bryant, ¿verdad? ¿Tu padre es Pete Bryant?

La cabeza de Corey asintió desesperadamente.

—Sí, eso es. Escuche…

—Cuando yo trabajaba para Jim Webber solía venderle gasolina —evocó Reggie con una sonrisa—. Fue unos cuatro o cinco años antes de que conociera a esta perra. ¿Sabe tu padre que estás aquí?

—No, señor, y se le partiría el corazón. Pégueme, me lo merezco, pero si me mata mi padre lo sabrá todo y le matará, y será usted responsable de dos…

—No, apuesto a que él no lo sabe. Ven un momento a la sala, que tenemos que hablar de este asunto. Ven. —Le sonrió para hacerle ver que no tenía mala intención, y después sus ojos se detuvieron en Bonnie, que le miraba aterrada—. Tú quédate aquí, preciosa. Vamos, Bryant. —Le hizo un gesto con la escopeta.

Tambaleante, Corey pasó a la sala seguido por Reggie. Sentía las piernas como de goma. De repente, la espalda empezó a picarle desesperadamente. Ahí me va a apuntar, pensó, exactamente entre los omóplatos. Se preguntó si viviría lo suficiente para ver sus entrañas estrellándose contra la pared…

—Date la vuelta —dijo Reggie.

Corey, que empezaba a gimotear, giró sobre los talones. Aunque no quería lloriquear, no podía evitarlo. Supuso que no importaba si lloriqueaba o no. Ya se había orinado encima.

La escopeta ya no pendía indolentemente del antebrazo de Reggie; el doble cañón apuntaba a la cara de Bryant. Le pareció que los orificios gemelos se agrandaban hasta convertirse en pozos insondables.

—¿Sabes lo que has estado haciendo? —preguntó Reggie. La sonrisa había desaparecido y la expresión de su rostro era muy seria.

Corey no contestó. Era una pregunta estúpida. Pero siguió lloriqueando.

—Te has acostado con la mujer del prójimo, Corey. ¿Así te llamas?

Corey asintió en silencio, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.

—¿Sabes qué les pasa a los que hacen eso cuando los atrapan?

Corey volvió a asentir.

—Coge el cañón de esta escopeta, Corey. Es muy fácil. Para disparar el gatillo se necesita una fuerza determinada, digamos que yo ya estoy aplicando la mitad de esa fuerza. Haz como si estuvieras acariciando a mi mujer.

La mano temblorosa de Corey se dirigió hacia el cañón de la escopeta.

Sintió el frío del metal contra la palma sudorosa. De su garganta brotó un largo gemido de agonía. No había nada que hacer. Las súplicas eran inútiles.

—Póntela en la boca, Corey. Los dos cañones. Sí, eso es… Así está bien. Sí, tu boca es lo bastante grande. Métetela hasta la garganta. Lo sabes todo en lo que a meter se refiere, ¿verdad?

Las mandíbulas de Corey estaban abiertas hasta el límite. Los cañones de la escopeta se le apoyaban casi en el paladar, y las arcadas le sacudían el estómago. Sentía el acero aceitoso contra los dientes.

—Cierra los ojos, Corey.

Corey se quedó mirándolo, los ojos llenos de lágrimas y tan grandes como platos.

Reggie volvió a sonreír cordialmente.

—Cierra tus ojitos azules de bebé.

Corey lo hizo.

Apenas si tuvo conciencia de que los esfínteres se le aflojaban.

Reggie apretó los dos gatillos, y los percutores cayeron con un doble clic sobre las cámaras vacías.

Corey se desplomó en el suelo, desmayado.

Sin dejar de sonreír, Reggie le miró un momento y después dio vuelta a la escopeta y la cogió por los cañones.

—Ahora voy, Bonnie —anunció, volviéndose hacia el dormitorio.

Bonnie Sawyer empezó a chillar.

9

Corey Bryant se encaminó tambaleándose por Deep Cut Road hacia el lugar donde había dejado aparcada la furgoneta de la telefónica. Su cuerpo hedía, y tenía los ojos vidriosos e inyectados en sangre. En la parte posterior de la cabeza, donde se había golpeado contra el suelo al desmayarse, tenía un gran chichón. Sus botas hacían un ruido extraño al arrastrarse sobre la tierra blanda. Corey trataba de no pensar en la ruina total en que se había convertido su vida. Eran las ocho y cuarto.

Cuando le había despedido en la puerta de la cocina, Reggie Sawyer seguía sonriéndole bondadosamente. Desde el dormitorio, como un contrapunto a sus palabras, llegaban los sollozos desgarradores de Bonnie.

—Ahora te vas como un buen chico. Te metes en tu furgoneta y te vuelves al pueblo. A las diez menos cuarto pasa el autobús que va de Lewiston a Boston. En Boston puedes tomar otro a cualquier lugar del país. La parada está en el bar de Spencer. Márchate, porque si te vuelvo a ver te mataré. Con ella no pasará nada; ya está domada. Durante un par de semanas tendrá que usar pantalones, y blusas de manga larga, pero en la cara no le quedará marca alguna. Lo mejor que puedes hacer es irte de Salem’s Lot sin cambiarte de ropa siquiera, antes de que vuelvas a pensar que eres un hombre.

Y ahí iba Corey, caminando y dispuesto a hacer exactamente lo que le había dicho Reggie Sawyer. Desde Boston podría ir hacia el Sur… a cualquier parte. En el banco tenía una cuenta con algo más de mil dólares. Su madre siempre había dicho que era un muchacho muy ahorrativo. Podía telegrafiar para que le enviaran el dinero, y vivir de eso hasta que consiguiera trabajo y empezara con la larga y ardua tarea de olvidarse de esa noche, del sabor del cañón de la escopeta, del olor de sus excrementos aplastados contra los pantalones.

—Hola, señor Bryant.

Corey soltó un grito ahogado y miró a la oscuridad, sin ver nada al principio. El viento se movía en los árboles y hacía que las sombras danzaran a través del camino. De pronto sus ojos distinguieron una sombra más sólida, de pie junto al muro de piedra que corría entre el camino y el campo de Carl Smith. La sombra tenía forma humana, pero había algo… algo…

—¿Quién es usted?

—Un amigo que ve mucho, señor Bryant.

La forma salió de las sombras. A la débil luz, Corey vio un hombre de mediana edad con bigote negro y brillantes ojos hundidos.

—Le han tratado a usted mal, señor Bryant.

—¿Qué sabe usted de mis cosas?

—Es mucho lo que sé. Saber es mi oficio. ¿Fuma?

—Sí. —Corey aceptó con agradecimiento el cigarrillo que le ofrecían.

El extraño encendió una cerilla, y a la luz de la llama pudo ver que el hombre tenía pómulos salientes, eslavos, la frente pálida y huesuda, y que su pelo negro estaba peinado hacia atrás. Después la cerilla se apagó y el humo penetró, áspero, en sus pulmones. Era un cigarrillo barato, pero era mejor que nada. Empezó a sosegarse.

—¿Quién es usted? —volvió a preguntar.

El extraño soltó una risa sorprendentemente gutural que se disipó en la leve brisa lo mismo que el humo del cigarrillo de Corey.

—¡Nombres! —exclamó su interlocutor—. ¡Oh, los norteamericanos y su insistencia en los nombres! ¡Permítame que le venda un coche, soy Bill Smith! ¡Cómase esto! ¡Vea aquello por televisión! Mi nombre es Barlow, por si eso le tranquiliza. —Y volvió a soltar la risa, mientras sus ojos brillantes pestañeaban.

Corey sintió que una sonrisa se deslizaba también hasta sus labios, y apenas si pudo creerlo. Sus problemas parecían distantes, sin importancia, en comparación con el desdeñoso buen humor de aquellos ojos oscuros.

—Es extranjero, ¿verdad? —le preguntó.

—Soy de muchas tierras; pero para mí este país… este pueblo… es como si estuviera lleno de extranjeros. ¿Comprende usted? ¿Eh? —Otra vez estalló en aquella risa gutural.

Y esta vez Corey se encontró riendo también. La risa se le escapó de la garganta como un croar disonante.

—Extranjeros, sí —continuó el otro—, pero hermosos extranjeros, de sangre caliente, emprendedores y llenos de vida. ¿Sabe usted qué hermosa es la gente de su país y de su pueblo, señor Bryant?

Corey apenas pudo emitir una risita, pero no apartó los ojos de la cara del extraño, que le había fascinado.

—El pueblo de este país jamás ha sabido lo que es hambre o necesidad. Han pasado dos generaciones desde que conocieron algo que se le pareciera, e incluso entonces fue breve y circunstancial. Creen haber conocido la tristeza, pero su tristeza es la de un niño a quien en una fiesta de cumpleaños se le cae al suelo el helado. No hay… ¿cómo se dice en su idioma…?, flaqueza en ellos. Derraman vigorosamente la sangre de su prójimo. ¿No lo cree usted? ¿No lo ve?

—Sí —asintió Corey.

Al mirar los ojos del extraño pudo ver muchas cosas, todas admirables.

—Este país es una sorprendente paradoja. En otros países, cuando un hombre come sin restricciones día tras día, se vuelve gordo… dormilón…, se pone hecho un cerdo. Pero aquí… parece que cuanto más tenéis, más agresivos os volvéis. Como el señor Sawyer. Con todo lo que tiene, te regatea unas pocas migajas de su mesa. Él también es como un niño en una fiesta de cumpleaños, que aparta de un empujón a otro bebé, aunque él ya no pueda comer más, ¿no es así?

—Sí —balbuceó Corey.

Los ojos de Barlow eran tan grandes y tan comprensivos… No era más que cuestión de…

—Todo es cuestión de perspectiva, ¿no es verdad?

—¡Sí! —exclamó Corey.

El hombre había pronunciado la palabra justa, exacta, perfecta. El cigarrillo se le escurrió de los dedos y cayó al suelo.

—Yo podría haber pasado por alto una comunidad rústica como esta —reflexionó el extraño—. Podría haber ido a una de vuestras grandes ciudades bulliciosas. ¡Bah! —Se enderezó súbitamente, mientras sus ojos centelleaban—. ¿Qué sé yo de las ciudades? ¡Allí me atropellaría el primer cabriolé que pasara por la calle! ¡Me ahogaría en ese aire infecto! Entraría en contacto con hombres untuosos y estúpidos, cuyas preocupaciones son para mí… ¿cómo decís, hostiles…?, sí, hostiles. ¿Cómo podría enfrentarse un pobre campesino como yo con el huero refinamiento de una gran ciudad… aunque sea de una ciudad norteamericana? ¡No! ¡Yo repudio vuestras ciudades!

—¡Oh, sí! —susurró Corey.

—Por eso he venido aquí, a un lugar del cual me habló por primera vez un hombre brillante, que fue vecino de este pueblo y ahora lamentablemente ha muerto. Aquí las gentes siguen siendo ricas y sanguíneas, gente rebosante de la agresión y la oscuridad que tan necesarias son para… no hay palabra para eso en vuestro idioma. Pokol; vurderlak; eyalik. ¿Sabes a qué me refiero?

—Sí —balbuceó Corey.

—La gente no se ha separado de la vitalidad que fluye de la madre tierra, cubriéndola con un caparazón de cemento. Sus manos se hunden en la savia de la vida. ¡Han arrancado la vida de la tierra, entera y palpitante! ¿No es verdad?

—¡Sí!

Con una risita bondadosa, el extraño apoyó una mano en el hombro de Corey.

—Eres un buen muchacho. Un hermoso muchacho, fuerte. No creo que quieras irte de un pueblo tan perfecto, ¿no?

—No… —murmuró Corey, pero de pronto dudó.

El miedo regresaba. Pero seguramente no tenía importancia. Ese hombre no permitiría que le sucediera nada malo.

—Pues no te irás. Nunca.

Corey se quedó inmóvil y tembloroso, como si hubiera echado raíces, mientras la cabeza de Barlow se inclinaba hacia él.

—Y lograrás vengarte de los que se llenan mientras otros padecen necesidad.

Corey Bryant se hundía en el gran río del olvido, y ese río era el tiempo, y sus aguas eran rojas.

10

Eran las nueve, y por el televisor del hospital, empotrado en la pared, estaba a punto de empezar la película del sábado por la noche cuando sonó el teléfono que había junto a la cama de Ben. Era Susan, que apenas si podía mantener el control de su voz.

—Ben, Floyd Tibbits ha muerto. Murió en la celda, en algún momento de la noche. El doctor Cody dice que por anemia aguda… ¡pero yo conocía a Floyd! Sufría de hipertensión y por eso no le aceptaron en el ejército.

—Tranquilízate —aconsejó Ben, mientras se sentaba en la cama.

—Hay más. Una familia de apellido McDougall, que vive en el Bend. Se les murió un bebé de diez meses. A la señora McDougall la han detenido.

—¿Sabes cómo murió el bebé?

—Mi madre dijo que la señora Evans fue a ver por qué gritaba Sandra McDougall, y fue ella quien llamó al anciano doctor Plowman. Plowman no dijo nada, pero la señora Evans le comentó a mi madre que al bebé no parecía pasarle nada…, salvo que estaba muerto.

—Y tanto Matt como yo, los estrafalarios, estamos casualmente fuera del pueblo y fuera de combate —reflexionó Ben, más para sí que para Susan—. Casi como si fuera planeado.

—Hay más.

—¿Más?

—Carl Foreman ha desaparecido, y el cuerpo de Mike Ryerson también.

—Creo que es eso —se oyó decir Ben—. Tiene que ser eso. Voy a salir de aquí mañana.

—¿Te darán de alta tan pronto?

—No tendrán nada que decir al respecto. —Ben articuló las palabras sin pensar en ellas; su mente estaba en otra cosa—. ¿Tienes un crucifijo?

—Un… —Su voz sonó sorprendida, y un poco divertida—. Vaya, pues no.

—No bromeo, Susan. Jamás he hablado más en serio. ¿Hay algún lugar donde puedas conseguir uno a esta hora?

—Bueno, está Marie Boddin. Podría ir hasta…

—No. No salgas a la calle. Quédate en casa. Haz uno tú misma, aunque sea encolando dos trozos de madera. Y déjalo junto a tu cama.

—Ben, todavía no puedo creerlo. Tal vez es un maníaco, alguien que cree ser un vampiro, pero…

—Tú cree lo que quieras, pero haz esa cruz.

—Pero…

—¿La harás aunque no sea más que para darme gusto?

La respuesta llegó de mala gana:

—Sí, Ben.

—¿Puedes venir al hospital mañana a las nueve?

—Sí.

—Muy bien. Subiremos los dos a informar a Matt. Después tú y yo iremos a hablar con el doctor Cody.

—Pensará que estás loco, Ben. ¿Es que no lo sabes?

—Imagino que así es. Pero todo parece más real cuando se hace de noche, ¿o no?

—Sí —admitió en voz baja Susan—. Por Dios, sí.

Sin razón alguna, Ben pensó en la muerte de Miranda: la motocicleta que derrapaba sobre el asfalto mojado, perdido el control, el grito de ella, el sordo pánico de él, el flanco del camión que crecía y crecía mientras se aproximaban hacia él oblicuamente.

—¿Susan?

—Sí.

—Cuídate, por favor.

Después, Ben se quedó mirando la televisión, casi sin ver la comedia de Doris Day y Rock Hudson. Se sentía desnudo, desprotegido. Él mismo no tenía cruz. Sus ojos vagaron inciertamente hacia las ventanas, que no le mostraron más que la oscuridad. El viejo terror infantil de las tinieblas empezó a crecer, y al mirar la película, donde Doris Day le daba un baño de espuma a un perro peludo, sintió miedo.

11

En Portland, el depósito de cadáveres del condado es un salón frío y aséptico, revestido de azulejos verdes. Los suelos y las paredes son de un verde uniforme, y el techo un poco más claro.

En las paredes se abren puertas cuadradas que parecen las taquillas de una terminal de autobuses. Los largos tubos fluorescentes, paralelos, arrojan una luz neutra y fría sobre el conjunto. No es un decorado muy agradable, pero jamás se ha sabido de ningún cliente que se quejara.

A las diez menos cuarto de ese sábado por la noche, dos ayudantes entraron la camilla donde venía, cubierto por una sábana, el cuerpo de un joven homosexual a quien habían disparado en un bar. Era el primer cadáver que recibían esa noche; las víctimas de la carretera solían llegar entre la una y las tres de la madrugada.

Buddy Bascomb estaba contando un chiste verde sobre desodorantes vaginales, cuando se interrumpió en mitad de una frase y se quedó mirando la línea de puertas de la M a la Z. Dos de ellas estaban abiertas.

Buddy y Bob Greenberg dejaron al recién llegado y se dirigieron hacia allí. Buddy miró la etiqueta colocada en la puerta a que llegó primero, mientras Bob seguía hacia la otra.

TIBBITS FLOYD MARTIN

Sexo: M

Ingreso: 4.10.75

Autopsia fijada para: 5.10.75

Firmado: J. M. Cody, médico.

Bob tiró de la puerta y la plataforma se deslizó silenciosamente hacia fuera sobre sus ruedecillas.

Vacía.

—¡Eh! —vociferó Greenberg—. ¡Este maldito agujero está vacío! ¿Quién diablos…?

—Yo estuve todo el tiempo en el escritorio —dijo Buddy—, y nadie pasó por allí. Puedo jurarlo. Debió ocurrir durante la guardia de Carty. ¿Qué nombre hay en ese otro?

—McDougall, Randall Fratus. ¿Qué quiere decir la abreviatura I?

—Infante —explicó sombríamente Buddy—. Por Cristo, creo que hay algún problema.

12

Algo le había despertado.

Se quedó inmóvil en la oscuridad palpitante, mirando el techo.

Un ruido. Se oía un ruido. Pero la casa estaba en silencio.

Otra vez. Como si rascaran.

Mark Petrie se dio la vuelta en la cama y miró por la ventana, y ahí estaba Danny Glick con los ojos fijos en él a través del cristal, con la cara de una palidez sepulcral, los ojos desencajados y enrojecidos. Tenía los labios y el mentón embadurnados con alguna sustancia oscura, y cuando vio que Mark le miraba le sonrió, mostrando unos dientes horriblemente largos y agudos.

—Déjame entrar —susurró.

Mark no estaba seguro de si las palabras habían atravesado el aire oscuro o sonaban solo dentro de su cabeza.

Se dio cuenta de que estaba asustado, y de que su cuerpo lo había sabido antes que su mente. Jamás había estado tan asustado, ni siquiera cuando se cansó de nadar al volver de la boya de Popham Beach y creyó que se ahogaría. Su mente, que en cierto modo seguía siendo la de un niño, hizo en pocos segundos un balance de su situación. El peligro que corría era más que peligro de muerte.

—Déjame entrar, Mark. Quiero jugar contigo.

No había nada donde pudiera sostenerse ese ente abominable que estaba del otro lado de la ventana; la habitación de Mark estaba en el piso de arriba, y la ventana no tenía alféizar. Sin embargo, de alguna manera se mantenía suspendido en el vacío, o tal vez estaba aferrado a los ladrillos como un oscuro insecto.

—Mark… por fin he podido venir. Por favor…

Claro. Uno tiene que invitarles a entrar, pensó Mark.

Mark lo sabía por sus revistas de monstruos, las que su madre temía que pudieran trastornarlo de alguna manera.

Al levantarse de la cama, casi se cayó. Solo entonces se dio cuenta de que miedo era una palabra demasiado débil para eso. Ni siquiera terror servía para expresar lo que sentía. El pálido rostro que lo miraba desde fuera procuraba sonreír, pero llevaba demasiado tiempo en las tinieblas para recordar cómo se hacía. Lo que Mark veía era una mueca crispada, una sangrienta máscara de tragedia.

Sin embargo, si uno le miraba a los ojos, no era tan terrible. Si uno le miraba a los ojos, ya no tenía tanto miedo y comprendía que todo lo que tenía que hacer era abrir la ventana y decir «Entra, Danny», y que entonces ya no tendría más miedo porque sería lo mismo que Danny y que todos ellos, y lo mismo que él. Sería…

¡No! ¡Así es como te atrapan!

Apartó los ojos, y para hacerlo necesitó de toda su fuerza de voluntad.

—¡Mark, déjame entrar! ¡Te lo ordeno! ¡Él lo ordena!

Mark empezó otra vez a caminar hacia la ventana. Era imposible de evitar. No había manera de negar esa voz. A medida que se aproximaba al cristal, el maligno rostro infantil empezó a convulsionarse y a hacer horribles muecas, ansiosamente. Las uñas, negras de tierra, rascaban el cristal de la ventana.

Piensa en algo. ¡Rápido!, se ordenó Mark.

—Castiga exhausto el poste tosco y recto e insiste infausto que ha visto a los espectros —susurró con voz ronca.

Danny Glick, con la mirada fija en él, emitía un sonido sibilante.

—¡Mark! ¡Abre la ventana!

—En un plato de patatas…

—La ventana, Mark, ¡él lo manda!

—… tres tristes tigres comen trigo.

Se sentía debilitar. Esa voz susurrante estaba atravesando sus defensas, y la orden era imperativa. Los ojos de Mark se fijaron en su escritorio, atestado de monstruos de juguete que ahora parecían tan ingenuos y estúpidos… Y al reparar de pronto en una de las figuras, se hicieron más grandes.

El vampiro de plástico se paseaba por un camposanto de plástico, y uno de los monumentos tenía forma de cruz.

Sin detenerse a pensarlo ni considerarlo (cosas ambas que se le habrían ocurrido a un adulto, a su padre, por ejemplo, y que para él habrían sido la perdición), Mark arrancó la cruz, la empuñó con firmeza y dijo:

—Pues entra, entonces.

El rostro esbozó una astuta expresión de triunfo. La ventana se abrió y Danny entró en la habitación y dio dos pasos. La exhalación de la boca abierta era fétida; el hedor de un osario. Las manos blancas, frías como peces, se apoyaron en los hombros de Mark. Su cabeza se inclinó como la de un perro mientras el labio superior se elevaba sobre los colmillos resplandecientes.

Con un gesto decidido, Mark levantó la cruz de plástico y la apoyó contra la mejilla de Danny Glick.

El alarido fue horrible, sobrenatural… y silencioso. Solo despertó ecos en los corredores de su cerebro y en las cámaras de su alma. En aquello que era el rostro de la Cosa-Glick, la sonrisa de triunfo se transformó en una desesperada mueca de agonía. De la carne pálida empezó a brotar humo y durante un momento, antes de que la criatura se retorciera, a medias arrojándose, a medias cayendo por la ventana, Mark sintió que la carne cedía como si fuera humo.

De pronto todo terminó, como si jamás hubiera sucedido.

Pero por un momento la cruz resplandeció con una luz incandescente, como si la iluminara un fuego interior.

Mark oyó el clic inconfundible de la lámpara al encenderse en el dormitorio de sus padres, y la voz de su padre:

—¿Qué demonios ha sido eso?

13

Dos minutos después se abrió la puerta de su dormitorio, pero él ya había tenido tiempo de ponerlo todo en orden.

—Hijo, ¿estás despierto? —preguntó Henry Petrie.

—Creo que sí —respondió Mark con voz soñolienta.

—¿Has tenido una pesadilla?

—Creo que sí… No me acuerdo.

—Es que gritaste en sueños.

—Disculpa.

—No importa. —Después de cierta vacilación, el padre recordó aquellos lejanos días de cuando Mark era un bebé, fuente de más problemas pero infinitamente más manejable—. ¿No quieres un poco de agua?

—No, gracias, papá.

Henry Petrie examinó rápidamente la habitación, sin poder entender la estremecedora sensación de miedo que le había despertado, y que todavía persistía, una sensación de desastre al que había escapado por un pelo. Sí, todo parecía en orden. La ventana estaba cerrada. Todo estaba en su lugar.

—Mark, ¿pasa algo?

—No, papá.

—Bueno… buenas noches, entonces.

—Buenas noches.

La puerta se cerró suavemente, y los pies de su padre, calzados con pantuflas, descendieron por las escaleras. Mark se relajó. En ese momento, un adulto podría haber cedido a la histeria, lo mismo que un niño un poco mayor o más pequeño. Pero Mark sintió que el terror se desvanecía poco a poco en él y la sensación le recordaba a aquella que le invadía cuando dejaba que el viento le secara tras nadar en un día fresco. Y a medida que el terror se alejaba, la somnolencia empezó a ocupar su lugar.

Antes de abandonarse por completo, Mark se dio cuenta de que estaba pensando, y no por primera vez, lo extraño que eran los adultos. Tomaban laxantes, alcohol o píldoras para dormir, para ahuyentar sus terrores y conseguir conciliar el sueño, y sus temores eran tan mansos, tan domésticos: el trabajo, el dinero, lo que pensará la maestra si Jennie no va a la escuela mejor vestida, si me amará mi mujer, quiénes serán mis amigos. Pálidos miedos comparados con los que experimentan todos los niños en la oscuridad de sus lechos, sin poder confesárselos a nadie en la esperanza de ser comprendido, a no ser a otro niño. No hay terapia de grupo ni psiquiatría ni servicios sociales de la comunidad para el niño que debe hacer frente a eso que todas las noches está en el sótano o debajo de la cama, a eso que acecha, se mueve y amenaza detrás del punto donde la visión se acaba. Y noche tras noche hay que librar la misma batalla solitaria, y la única cura es que al final las facultades imaginativas terminan por anquilosarse, y a eso se le llama ser adulto.

En una especie de taquigrafía mental, más breve y más simple, esas ideas le pasaron por la cabeza. La noche anterior, Matt Burke había hecho frente a un terror semejante y le había abatido un infarto provocado por el miedo; esta noche Mark Petrie lo había superado, y diez minutos más tarde descansaba en la falda del sueño, con la cruz de plástico todavía en la mano derecha, como un bebé sostiene el sonajero. Tal es la diferencia entre el hombre y el niño.