Susan (II)
1
Susan llegó a Portland pasadas las tres de la tarde, y entró en la casa cargada con tres crujientes bolsas de papel marrón de unos grandes almacenes; había vendido dos cuadros por poco más de ochenta dólares y había decidido hacer algunas compras. Dos faldas nuevas y una chaqueta de punto. También habría podido…
—¿Suze? —llamó su madre—. ¿Eres tú?
—Sí. He traído…
—Ven aquí, Susan, quiero hablar contigo.
La muchacha reconoció instantáneamente el tono, aunque no lo hubiera oído con esa precisión desde la época del instituto, cuando las discusiones por el largo de los dobladillos y por los amigos se sucedían un día tras otro.
Dejó las bolsas y se dirigió a la sala. Su madre había ido mostrándose cada vez más fría respecto del tema de Ben Mears, y Susan imaginó que ahora iba a decir su última palabra.
La señora Norton estaba sentada en la mecedora, junto a la ventana, tejiendo. El televisor estaba apagado. La unión de ambas cosas configuraba un signo ominoso.
—Imagino que no te has enterado de la última noticia, con lo temprano que te fuiste esta mañana —dijo, mientras las agujas se movían tan rápidamente que se enredaron en la lana verde oscuro con que trabajaba en pulcras hileras. Alguna bufanda para el invierno.
—¿La última?
—Anoche, Mike Ryerson murió en casa de Mathew Burke, y quién iba a estar presente ante el lecho de muerte sino tu amigo el escritor.
—Mike… Ben… ¿Qué?
La señora Norton esbozó una sonrisa hosca.
—Mabel me llamó esta mañana y me lo contó. El señor Burke dice que anoche se encontró con Mike en la taberna de Delbert Markey (realmente, no me explico qué se le ha perdido a un profesor por los bares) y que se lo llevó consigo a casa porque Mike no se sentía bien. Murió durante la noche. ¡Y aparentemente nadie sabe qué hacía allí el señor Mears!
—Los dos se conocen —reflexionó Susan, ausente—. En realidad, Ben dice que se entendieron tan bien… ¿Qué ha pasado con Mike, mamá?
Pero la señora Norton no se iba a dejar apartar tan fácilmente del tema.
—Sea como fuere, hay quien piensa que ya hemos tenido demasiadas emociones en Salem’s Lot desde que apareció por aquí el señor Mears.
—¡Qué estupidez! —replicó Susan, exasperada—. Ahora, dime si Mike…
—Eso no se sabe todavía —dijo la señora Norton. Hizo girar el ovillo de lana y lo aflojó—. Hay quien piensa que pudo haberse contagiado una enfermedad del niño de los Glick.
—Entonces, ¿por qué no se contagió nadie más? ¿Los padres, por ejemplo?
—Hay jóvenes que creen saberlo todo —comentó la señora Norton, hablando a nadie en particular, mientras las agujas echaban chispas.
Susan se levantó.
—Iré a ver si…
—Vuelve a sentarte un momento —ordenó la señora Norton—. Todavía tengo algo más que decirte.
Susan se sentó de nuevo, tratando de mostrarse razonable.
—A veces los jóvenes no saben todo lo que hay que saber —señaló Ann Norton. En su voz se insinuaba un híbrido tono de consuelo que a Susan le pareció sospechoso.
—¿Como qué, mamá?
—Bueno, pues parece que ese Ben Mears tuvo un accidente hace unos años, después de la publicación de su segundo libro. Iba en motocicleta. Estaba bebido. Su mujer se mató.
Susan volvió a levantarse.
—No quiero oír nada más.
—Te lo estoy diciendo por tu bien —explicó la señora Norton.
—¿Quién te lo ha contado? —preguntó Susan. No sentía nada de la vieja cólera impotente, ni la necesidad de correr a su cuarto a llorar, lejos de esa voz tranquila que lo sabía todo. Se sentía simplemente fría y distante, como si flotara en el espacio—. Ha sido Mabel Werts, ¿no?
—Eso no tiene importancia. Es la verdad.
—Seguro que sí. Además, hemos ganado la guerra de Vietnam, y Jesucristo se pasea todos los días por el centro del pueblo.
—A Mabel le pareció una cara conocida —continuó Anna Norton— y se puso a examinar, caja por caja, sus recortes de periódico, y…
—¿Te refieres a su colección de escándalos? ¿De periódicos especializados en astrología y fotos de accidentes automovilísticos y tetas de aspirantes a estrellas? Pues vaya fuente de información. —Rio ásperamente.
—No hace falta que digas obscenidades. La historia estaba allí, en letras de molde. La mujer, supongamos que era su esposa, iba en el asiento de atrás y él derrapó sobre el asfalto y fueron a estrellarse contra el costado de un camión. El artículo decía que allí mismo le hicieron la prueba de alcoholemia. Allí mismo… —acentuó las palabras golpeando con una aguja el brazo de la mecedora.
—Entonces, ¿por qué no está en prisión?
—Estos personajes famosos siempre conocen gente —repuso su madre con tranquila certidumbre—. Si uno tiene dinero suficiente, puede salir de cualquier cosa. Y si no, mira de qué situaciones se han salvado los Kennedy.
—¿Fue procesado?
—Te he dicho que le hicieron un…
—Sí, lo has dicho, mamá. Pero ¿estaba ebrio?
—¡Te he dicho que estaba ebrio! —En sus mejillas habían empezado a aparecer manchas de color—. Si estás sobrio no te hacen la prueba de alcoholemia. ¡Y su mujer murió! ¡Es lo mismo que el asunto de Chappaquiddick! ¡Exactamente!
—Me iré a vivir al pueblo —anunció lentamente Susan—. Ya había pensado decírtelo. Es algo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo, mamá. Por ti y por mí. He estado hablando con Babs Griffen, y dice que en Sister’s Lane hay un sitio adecuado, con cuatro habitaciones…
—¡Ay, estás ofendida! Te he estropeado tu bonita imagen del importantísimo señor Ben Mears y estás tan furiosa que escupirías —comentó su madre con un tono que años atrás era infalible.
—Madre, ¿qué te pasa? —preguntó Susan—. No es propio de ti… llegar tan bajo.
Ann Norton levantó bruscamente la cabeza. La labor se le resbaló del regazo cuando se levantó para apoyar ambas manos en los hombros de Susan y sacudirla.
—¡Escúchame! No voy a tolerar que andes por ahí como una cualquiera con el primer afeminado que te llena la cabeza de fantasías. ¿Me oyes?
Susan le propinó una bofetada.
Los ojos de Ann Norton parpadearon y se abrieron de sorpresa y aturdimiento.
Durante un momento las dos se miraron, en silencio, espantadas.
En la garganta de Susan se formó un nudo.
—Me voy arriba —dijo—. El martes, como muy tarde, me marcharé.
—Hoy ha venido Floyd —dijo la señora Norton con el rostro aún rígido.
Los dedos de su hija le habían dejado unas marcas rojas, como signos de admiración.
—Estoy harta de Floyd —repuso Susan, impasible—. Es mejor que te hagas a la idea. Y puedes decírselo por teléfono a tu amiga Mabel, ¿por qué no? Tal vez así te parezca más real.
—Floyd te ama, Susan. Esto le está… haciendo daño. Se derrumbó y me lo contó todo. Me abrió su corazón. —Los ojos le brillaban al recordarlo—. Finalmente, se confió y lloró como un niño.
Susan pensó que eso no era propio de Floyd, y se preguntó si su madre estaría inventándolo. La miró fijamente; sus ojos le dijeron que no.
—¿Eso es lo que quieres para mí, madre? ¿Un niño llorón? ¿O simplemente te fascina la idea de tener nietos rubios? Imagino que es una preocupación para ti… que no puedes sentir que tu misión ha terminado mientras no me veas casada y sometida a un hombre bueno a quien tú puedas ponerle el pie encima. Con un tipo que me deje embarazada y me convierta en señora de su casa sin pérdida de tiempo. Esa es tu ilusión, ¿no? Bueno, ¿nunca has pensado en lo que pueda querer yo?
—Susan, tú ni siquiera sabes qué quieres.
Y lo decía con tan absoluta certidumbre que durante un momento Susan estuvo tentada de creerla. Tuvo una visión de ella y de su madre, para siempre en la misma situación, la madre junto a la mecedora, ella junto a la puerta; solo que estaban unidas por una madeja de lana verde, de un hilado deshilachado y débil a fuerza de tantos tirones. La imagen se transformó en la de su madre con gorro de pescador, con la cinta decorada con moscas, mientras trataba desesperadamente de recoger una gran trucha que llevaba una camisa amarilla estampada. Trataba de recogerla, por última vez, para echarla en la cesta de mimbre. Pero ¿con qué fin? ¿Para comérsela?
—Sí, lo sé, mamá. Sé exactamente lo que quiero. Quiero a Ben Mears.
Giró sobre sus talones y subió por las escaleras.
Su madre corrió tras ella, y la llamó con voz chillona:
—¡No puedes alquilar nada si no tienes dinero!
—Tengo cien dólares en efectivo y trescientos en el banco —respondió Susan—. Y creo que puedo conseguir trabajo en el bar de Spencer. El señor Labree me lo ha ofrecido varias veces.
—Lo único que le interesa es mirarte por debajo de las faldas —advirtió la señora Norton. Su voz había descendido una octava. Buena parte de su enojo se había esfumado, y ahora se sentía asustada.
—Pues déjalo. Me pondré los calzones de la abuela.
—Tesoro, no hagas locuras —subió un par de escalones—. Lo único que quiero es lo mejor para…
—Terminemos, mamá. Lamento haberte abofeteado. He hecho muy mal. Te quiero, pero me voy. Ya es hora, tienes que comprenderlo.
—Piénsalo mejor —insistió la señora Norton, ahora tan arrepentida como asustada—. Todavía no creo haber hablado de más. Yo sé lo que son los oportunistas como Ben Mears. Lo único que le interesa es…
—Basta ya.
Susan siguió subiendo. Su madre subió un escalón más y dijo:
—Cuando Floyd se fue de aquí estaba en un estado…
La puerta de la habitación de Susan, al cerrarse, la dejó con la palabra en la boca.
La muchacha se arrojó sobre su cama, que no hacía mucho tiempo había estado decorada con animales de peluche, entre ellos un perro de aguas con una radio de transistores en la barriga, y se quedó mirando la pared, tratando de no pensar. En la pared tenía varios posters del Club Sierra, pero no hacía mucho que se había visto rodeada de posters de los que venían en Rolling Stone y Creem y Crawdaddy, con imágenes de sus ídolos: Jim Morrison y John Lennon, Dave van Ronnk y Chuck Berry. Los fantasmas de esos días se agolparon en su recuerdo como mal expuestos negativos de la memoria.
Susan casi podía ver la noticia, destacándose entre el resto del material barato: ANDARIEGO JOVEN ESCRITOR Y SU ESPOSA AFECTADOS POR «POSIBLE» ACCIDENTE DE MOTO. Lo demás, insinuaciones cuidadosamente deslizadas. Tal vez una foto tomada en el lugar del accidente por un fotógrafo local, demasiado sangrienta, del gusto exacto de la gente como Mabel.
Y lo peor era que había quedado sembrada una semilla de duda. Estúpida. ¿Acaso pensabas que vivía en una nevera antes de que llegara aquí? ¿Que llegó envuelto en una bolsa de celofán esterilizada, como los vasos en los moteles? Estúpida. Pero la semilla estaba sembrada. Y por eso sentía hacia su madre algo más que resentimiento adolescente… sentía algo sombrío que rayaba con el odio.
Apartó esas ideas, se puso un brazo sobre la cara y se sumió en una inquieta modorra que fue interrumpida por el timbre del teléfono, abajo, y después en forma más definida por la voz de su madre:
—¡Susan, es para ti!
Susan bajó, fijándose en que eran poco más de las cinco y media. El sol se retiraba hacia poniente y la señora Norton estaba en la cocina, empezando a preparar la cena. Su padre no había llegado todavía.
—¿Sí?
—¿Susan? —La voz era familiar, pero ella no pudo reconocerla inmediatamente.
—Sí, ¿quién habla?
—Soy Eva Miller. Tengo que darte una mala noticia.
—¿Le ha pasado algo a Ben? —De pronto se quedó sin saliva y se llevó la mano a la garganta. La señora Norton había salido de la cocina y la miraba desde la puerta, con una espátula en la mano.
—Bueno, hubo una pelea. Esta tarde apareció por aquí Floyd Tibbits…
—¡Floyd!
Ante su tono de voz, la señora Norton dio un paso atrás.
—… y le dije que el señor Mears estaba durmiendo. Dijo que estaba bien, tan cortésmente como siempre, pero iba vestido de una manera rarísima. Le pregunté si se sentía bien. Llevaba un abrigo viejísimo y un sombrero extravagante, y no sacó las manos de los bolsillos. Ni me acordé de mencionárselo al señor Mears cuando se levantó. Ha habido tantas emociones…
—¿Qué sucedió? —preguntó Susan.
—Bueno, Floyd le golpeó —dijo Eva—. Ahí mismo, en mi aparcamiento. Sheldon Corson y Ed Craig salieron y los apartaron.
—¿Y Ben? ¿Está bien?
—Creo que no.
—¿Qué tiene? —Susan aferraba el auricular.
—Con el último golpe que le dio, Floyd arrojó al señor Mears contra un coche, y se golpeó en la cabeza. Carl Foreman lo llevó al hospital, y estaba inconsciente. Es lo único que sé. Si tú…
Susan colgó, corrió al armario y sacó su abrigo de la percha.
—Susan, ¿qué pasa?
—Ese encanto de Floyd Tibbits —respondió Susan, sin darse cuenta de que había empezado a llorar— ha mandado a Ben al hospital.
Sin esperar respuesta, salió corriendo.
2
Llegó al hospital a las seis y media y se sentó en una incómoda silla de plástico a hojear, sin verlo, un ejemplar de Good Housekeeping. Y soy la única, pensó. ¡Qué honor! Había pensado en ir a llamar a Matt Burke, pero la idea de que el médico viniera y no la encontrara la detuvo.
Los minutos se arrastraban en el reloj de la sala de espera, hasta que a las siete menos diez apareció un médico con un montón de papeles en la mano.
—¿La señorita Norton? —preguntó.
—Sí. ¿Cómo está Ben?
—No puedo responder a eso por el momento. Parece que bien —agregó al ver el espanto que se reflejó en su rostro—, pero estará en observación dos o tres días. Tiene una fractura en el nacimiento del pelo, contusiones múltiples y un ojo completamente negro.
—¿Puedo verle?
—No, esta noche no. Está bajo el efecto de sedantes.
—¿Y un minuto, por favor? Solo un minuto.
Él suspiró.
—De acuerdo. Es probable que esté dormido. Si él no le habla, no le diga nada.
La llevó hasta el tercer piso y después la condujo a una habitación situada al fondo de un pasillo que olía a desinfectante. El hombre que estaba en la otra cama, leyendo una revista, los miró inexpresivamente.
Ben estaba acostado con los ojos cerrados; una sábana le cubría hasta el mentón. Estaba tan pálido e inmóvil que durante un terrible momento Susan tuvo la seguridad de que estaba muerto, de que se les había ido mientras ella y el médico hablaban abajo. Después advirtió el movimiento lento y regular del pecho, y sintió un intenso alivio. Le miró el rostro, pero no veía las marcas y moraduras. Afeminado, había dicho su madre, y Susan veía de dónde había sacado la idea. Los rasgos eran acentuados pero delicados (ojalá hubiera una palabra mejor que «delicado», que era la que uno usaría para describir a la bibliotecaria, que en sus ratos de ocio escribía pomposos sonetos a los narcisos; pero Susan no encontraba otra). Lo único que parecía viril en el sentido tradicional era el pelo, negro y espeso, que parecía casi flotar sobre la cara. El vendaje blanco en el lado izquierdo, sobre la sien, se destacaba en un elocuente contraste.
Te amo, pensó Susan. Cúrate, Ben. Cúrate y termina tu libro para que podamos irnos de Salem’s Lot, si es que me quieres. El Solar se ha puesto en contra de nosotros.
—Creo que es mejor que ahora se vaya —indicó el médico—. Tal vez mañana…
Ben se movió y emitió un leve gruñido. Los párpados se abrieron lentamente, se cerraron, volvieron a abrirse. Tenía los ojos enturbiados por el sedante, pero en ellos se leyó que había advertido la presencia de Susan. Movió una mano hacia la de ella. Los ojos de Susan se llenaron de lágrimas; sonrió y le apretó la mano.
Ben movió los labios y ella se inclinó para oírlo.
—Son… tipos duros los de… este pueblo, ¿eh?
—Ben, ¡lo siento tanto!
—Creo que… le rompí un par de dientes antes de que… me aturdiera —susurró Ben—. No está mal para un escritor…
—Ben…
—Ya es suficiente, señor Mears —intervino el médico—. Demos tiempo a que el calmante haga su efecto.
Ben lo miró.
—Un minuto más… por favor.
El médico levantó los ojos al cielo.
—Lo mismo dijo ella.
Los párpados de Ben volvieron a bajarse, luego se abrieron con dificultad. Sus labios dijeron algo ininteligible.
Susan se le acercó más.
—¿Qué, mi vida?
—¿Es ya… de noche?
—Sí.
—¿Quieres ir a ver…?
—¿A Matt?
Un gesto de asentimiento.
—Dile… que yo he dicho que te lo contara todo. Pregúntale si… conoce al padre Callahan. Él entenderá.
—Está bien. Le daré el mensaje. Duérmete ahora, cariño.
—Gracias. Te… quiero.
Murmuró algo más, lo repitió y los ojos se le cerraron. Su respiración se hizo más profunda.
—¿Qué le ha dicho? —preguntó el médico.
Susan le miró con ceño.
—Algo como «echa el cerrojo a las ventanas» —dijo.
3
Eva Miller y Weasel Craig estaban en la sala de espera cuando Susan fue a recoger su abrigo. Eva llevaba una vieja chaqueta con un estropeado cuello de piel, obvio recuerdo de tiempos mejores, y Weasel flotaba dentro de un enorme anorak de motorista. Susan se sintió más animada al verlos.
—¿Cómo está? —preguntó Eva.
—Creo que no será nada.
Susan le contó el diagnóstico del médico y Eva se tranquilizó.
—Cuánto me alegro. El señor Mears me parece una excelente persona. En mi casa jamás sucedió algo así. Y Parkins Gillespie tuvo que encerrar a Floyd en la celda para borrachos… aunque no parecía borracho. Más bien como… dopado y confundido.
Susan sacudió la cabeza.
—Eso es muy raro en Floyd…
Se produjo un incómodo momento de silencio.
—Ben es un hombre estupendo —declaró Weasel, y palmeó la mano de Susan—. Se repondrá en un abrir y cerrar de ojos. Espera y verás.
—De eso estoy segura. —Susan le cogió la mano—. Eva, ¿el padre Callahan es el sacerdote de St. Andrew?
—Sí, ¿por qué?
—Oh… por curiosidad. Escuchad, os agradezco que hayáis venido. Si pudierais volver mañana…
—Seguro que sí —respondió Weasel—. ¿No es verdad, Eva? —le pasó un brazo por la cintura. El tramo era largo, pero finalmente lo completó.
—Sí que vendremos.
Susan los acompañó hasta el aparcamiento y después regresaron a Salem’s Lot.
4
Matt no respondió a la llamada ni vociferó «¡Adelante!» como era su costumbre.
—¿Quién es? —preguntó una voz muy contenida, que a Susan le costó reconocer.
—Susie Norton, señor Burke.
Cuando Matt abrió la puerta, para Susan fue una sorpresa ver cómo había cambiado su aspecto. Parecía viejo y ojeroso.
Un momento después advirtió que llevaba al cuello un pesado crucifijo de oro.
Había algo tan extraño y ridículo en ese ornamento que brillaba sobre la camisa de tela escocesa que Susan estuvo a punto de reír, pero se contuvo.
—Entra. ¿Dónde está Ben?
Cuando lo supo, el rostro de Matt se ensombreció.
—Así que a Floyd Tibbits no se le ha ocurrido más que hacerse el amante agraviado, ¿no? Bueno, pues no podría haber sucedido en un momento más inoportuno. Esta tarde a última hora trajeron a Mike Ryerson de Portland para que Foreman prepare el funeral. Imagino que nuestra visita a la casa de los Marsten quedará para otra ocasión…
—¿Qué visita? ¿Y qué es eso de Mike?
—¿Quieres café? —preguntó Matt con aire ausente.
—No. Quiero saber qué está ocurriendo. Ben me dijo que usted me lo explicaría.
—Pues vaya tarea que me encarga. A Ben puede resultarle fácil decir que te lo cuente todo. Hacerlo es más difícil, pero lo intentaré.
—¿Qué…?
Matt levantó una mano.
—Una pregunta antes, Susan. El otro día, tú y tu madre fuisteis a la nueva tienda.
—Sí. ¿Por qué?
—¿Puedes darme tu impresión del lugar, y más específicamente de su propietario?
—¿Del señor Straker?
—Sí.
—Bueno, como persona es encantador. Tiene modales de cortesano, si quiere una palabra para definirlo. Elogió a Glynis Mayberry su vestido, y ella se ruborizó como una colegiala. Y a la señora Boddin le preguntó por el vendaje que tenía en el brazo… se había salpicado con aceite caliente, ¿sabe? Entonces le dio una receta para cataplasma y se la escribió. Y cuando vino Mabel… —Susan rio al recordarlo.
—¿Sí?
—Le ofreció una silla. Pero no una silla, sino una especie de trono. Enorme, de caoba tallada. Él mismo se la trajo desde la trastienda, sin dejar de sonreír y de conversar con las demás señoras. Y debía pesar unos cincuenta kilos. La dejó caer en el suelo y acompañó a Mabel a que se sentara; hasta la tomó del brazo. Y ella lo dejó hacer, entre risitas. Si usted ha visto las risitas de Mabel, no le queda nada por ver. Y sirvió café, muy fuerte, pero bueno.
—¿A ti él te gustó? —preguntó Matt.
—Eso es parte de la cuestión, ¿no?
—Podría ser, sí.
—Bueno, entonces le explicaré mi reacción como mujer. Me gustó y no me gustó. Me resultó atractivo, creo que con un leve matiz sexual. Un hombre mayor, muy atento, encantador y cortés. Con mirarlo se sabe que puede pedir la comida en un restaurante francés y saber qué vino corresponde a cada plato, no solo si blanco o tinto, sino el año y hasta la bodega. Decididamente, no es de la clase de hombres que hay por aquí, pero de ninguna manera afeminado. Y además, siempre es atractivo un hombre que no se avergüenza de su calvicie. —Sonrió un poco a la defensiva, dándose cuenta de que se había ruborizado y se preguntó si no había dicho más de lo que pretendía.
—Pero no te gustó —concluyó Matt.
Susan se encogió de hombros.
—Eso es más difícil de decir. Creo… creo que percibí cierto desdén bajo la superficie. Cierto cinismo. Como si estuviera representando un papel, y representándolo bien, pero consciente de que no iba a necesitar de todos sus recursos para engañarnos. Con un toque de condescendencia. —Miró a Matt con incertidumbre—. Y me pareció que había cierta crueldad en él. No sé por qué.
—¿Alguien compró algo?
—No mucho, pero no parecía que eso le importara. Mamá le compró un pequeño estante yugoslavo para porcelanas, y la señora Petrie una mesita plegable que es un encanto, pero no vi que le compraran más. No parecía disgustado. Simplemente pidió a la gente que le dijera a sus amigos que la tienda estaba abierta, que fueran a visitarla. Tiene un encanto muy europeo.
—¿Y te parece que la gente se quedó encantada?
—En general, sí —respondió Susan, comparando mentalmente el entusiasmo de su madre por R. T. Straker con el disgusto inmediato que le había provocado Ben.
—¿No viste a su socio?
—¿Al señor Barlow? No, está en Nueva York en viaje de negocios.
—Me pregunto si es así —caviló Matt para sí mismo—. El esquivo señor Barlow.
—Señor Burke, ¿no es mejor que me cuente qué es todo este asunto?
Matt suspiró con desánimo.
—Supongo que tendré que hacerlo. Lo que acabas de decirme es inquietante. Muy inquietante. Todo concuerda…
—No lo entiendo…
—Empezaré por mi encuentro con Mike Ryerson en el bar de Dell, anoche… que me parece que ocurrió hace ya un siglo.
5
Cuando terminó el relato eran las ocho y veinte, y ambos se habían bebido dos tazas de café.
—Creo que eso es todo —concluyó Matt—. Ahora, ¿quieres que haga mi imitación de Napoleón? ¿O que te cuente mis conversaciones astrales con Toulouse-Lautrec?
—No se haga el tonto —respondió Susan—. Aunque esté sucediendo algo, no puede ser lo que usted piensa.
—No estoy seguro.
—Si nadie tiene nada contra usted, como sugirió Ben, entonces es posible que sea algo que hizo el propio Mike, en un delirio o algo así. —Aunque eso no sonaba convincente, Susan prosiguió—: O tal vez se durmió usted sin darse cuenta y lo soñó todo. Más de una vez yo me he quedado dormitando y me he perdido quince o veinte minutos.
Matt se encogió de hombros.
—¿Cómo defiende uno un testimonio que ninguna mente racional puede aceptar al pie de la letra? Oí lo que oí. Y no estaba dormido. Y hay algo que me tiene preocupado… muy preocupado. De acuerdo con las antiguas leyendas, un vampiro no puede entrar simplemente en una casa para chuparle a uno la sangre. No. Tiene que ser invitado. Pero anoche, Mike Ryerson invitó a entrar a Danny Glick. ¡Y yo mismo invité a Mike!
—¿Le habló Ben de su nuevo libro?
El jugueteó con la pipa, sin encenderla.
—Muy poco. Solo me dijo que está relacionado con la casa de los Marsten.
—¿No le contó que de niño tuvo una experiencia traumática en esa casa?
Matt la miró, sorprendido.
—¿Dentro de ella? No.
—Entró por un desafío. Quería formar parte de un club, y como prueba le impusieron que entrara en la casa de los Marsten y volviera a salir con algo. Lo hizo, en efecto… pero antes de salir subió hasta el dormitorio del piso alto, donde se ahorcó Hubie Marsten. Cuando abrió la puerta, vio a Hubie allí colgado, y abrió los ojos. Ben salió huyendo. Eso ha estado carcomiéndole desde hace veinticuatro años. Volvió a El Solar para ver si escribiéndolo podía liberarse de ello.
—Cristo —murmuró Matt.
—Él tiene… cierta teoría sobre la casa de los Marsten. En parte es fruto de su experiencia, y en parte de algunas investigaciones que ha hecho sobre Hubert Marsten…
—¿Y su tendencia a la adoración del demonio?
Susan dio un respingo.
—¿Cómo lo sabía usted?
Matt sonrió.
—No todas las habladurías en un pueblo pequeño son públicas. Las hay secretas. Y algunas de las habladurías secretas de Salem’s Lot se refieren a Hubie Marsten. Ahora son cosas compartidas entre una docena de las personas más ancianas, tal vez… y una de ellas es Mabel Werts. Fue hace mucho tiempo, Susan. Pero aun así hay algunas historias que nunca pasan de moda. Es raro, sabes. Ni siquiera Mabel habla de Hubie Marsten con nadie ajeno a su propio círculo. Hablan de su muerte, claro. Y del asesinato. Pero si les preguntas por los diez años que él y su mujer pasaron en esa casa, haciendo sabe Dios qué, se pone en funcionamiento una especie de regulador… una especie de tabú. Se ha rumoreado incluso que Hubert Marsten secuestraba y sacrificaba niños pequeños a sus dioses infernales. Me sorprende que Ben haya llegado a averiguar tanto. El secreto referente a ese aspecto de Hubie, su mujer y su casa, tiene un matiz casi tribal.
—No fue en El Solar donde lo supo.
—Eso lo explica, entonces. Sospecho que su teoría es una fábula bastante vieja en parapsicología: que los seres humanos producen el mal de la misma manera que producen mocos o excrementos o uñas. Que es algo que no desaparece. Más concretamente, que la casa de los Marsten puede haberse convertido en una especie de generador de perversidad, en una batería donde se recarga el mal.
—Sí. El lo expresó exactamente en esos términos. —Susan le miró con expresión interrogante.
Matt respondió con una risita.
—Hemos leído los mismos libros. ¿Qué piensas tú, Susan? ¿Cabe algo más que el cielo y la tierra en tu filosofía?
—No —respondió ella—. Las casas no son más que casas. El mal muere con la perpetración de actos malignos.
—¿Sugieres que la inestabilidad de Ben puede llevarme a conducirle por la senda de la insania que yo estoy ya recorriendo?
—No, claro que no. No es que lo considere insano. Pero, señor Burke, tiene usted que reconocer…
—Cállate.
Matt había inclinado la cabeza hacia delante. Susan dejó de hablar y escuchó. Nada… a no ser el crujido de una tabla. Le miró y él sacudió la cabeza.
—¿Decías?
—Únicamente, que por una coincidencia no llegó en buen momento para exorcizar los demonios de su juventud. Se han dicho muchas tonterías por el pueblo desde que se volvió a ocupar la casa de los Marsten y se abrió la tienda… incluso se ha hablado del propio Ben. Se sabe que a veces los ritos de exorcismo escapan de control y se vuelven contra el exorcista. Creo que Ben debe irse de este pueblo, y tal vez también a usted le sentara bien tomarse unas vacaciones.
Al hablar de exorcismo se acordó de que Ben le había pedido que mencionara a Matt el sacerdote católico. Siguiendo un impulso, decidió no hacerlo. La razón de que él se lo hubiera pedido aparecía ahora con toda claridad, pero hacerlo no sería más que agregar leña a un fuego que, en opinión de Susan, ardía ya con peligrosa fuerza. Cuando Ben se lo preguntara, si lo hacía alguna vez, le diría que se había olvidado.
—Yo sé hasta qué punto debe parecer una locura —dijo Matt—. Hasta para mí, que oí cómo se abría la ventana, y oí esa risa, y esta mañana vi la persiana junto a la entrada para coches. Pero si de alguna manera eso calma tus temores, te diré que la reacción de Ben fue muy sensata. Sugirió que partiéramos de que hay que demostrar o descartar una teoría, y que empezáramos por… —De nuevo se interrumpió.
Esa vez el silencio se devanó como una madeja, y cuando Matt volvió a hablar, a Susan le asustó la suave certidumbre de su voz.
—Hay alguien arriba.
La muchacha escuchó. Nada.
—Se imagina cosas.
—Conozco mi casa —afirmó Matt—. Hay alguien en la habitación de huéspedes… ¿lo oyes?
Y esta vez Susan lo oyó. El sonido de una tabla, que crujía como suelen hacerlo las tablas en las casas viejas, sin razón alguna.
Pero a Susan le pareció que en ese ruido había algo más… algo de una malignidad pavorosa.
—Voy a subir —anunció Matt.
—¡No!
La palabra le salió en un impulso impensado. ¿Quién está ahora sentado en el rincón de la chimenea, se preguntó, pensando que el viento en los aleros es un augurio de muerte?
—Anoche me asusté y no hice nada, y las cosas empeoraron. Ahora voy a subir.
—Señor Burke…
Los dos habían empezado a hablar en voz baja. Como si fuera un gusano, la tensión se les había infiltrado en las venas, entumeciéndoles los músculos. Tal vez había alguien arriba. Algún ladrón.
—Habla —dijo Matt—. Cuando yo haya salido, sigue hablando, de cualquier cosa.
Y antes de que ella pudiera replicar, se levantó y se dirigió al vestíbulo, avanzando con una agilidad pasmosa. Una vez miró hacia atrás, pero la muchacha no pudo leer su mirada. Matt empezó a subir por las escaleras.
Susan sintió que su mente se deslizaba en la realidad, con el rápido giro que habían tomado las cosas. No hacía dos minutos estaban hablando con tranquilidad del tema, bajo la luz racional de las bombillas eléctricas. Y ahora Susan tenía miedo. Pregunta: Si se pone a un psicólogo en una habitación junto con un hombre que piensa que es Napoleón, y se los deja allí durante un año (o diez o veinte), ¿encontraremos a dos psicólogos o a dos chalados con la mano metida en el chaleco? Respuesta: No hay datos suficientes para responder.
Empezó a hablar:
—El domingo, Ben y yo pensábamos tomar la carretera y llegar hasta Camden…, ya sabe, el pueblo donde filmaron La caldera del diablo, pero ahora, por supuesto, tendremos que esperar. Ahí hay una preciosa iglesia…
Descubrió que no le costaba nada seguir divagando, por más que tuviera las manos tensamente entrelazadas sobre el regazo. Su mente consciente estaba tranquila, ajena a toda impresión de historias de sanguijuelas y no-muertos. Era de la médula espinal, con su ancestral red de nervios y ganglios, de donde emanaba el terror en oscuras oleadas.
6
Subir por las escaleras fue lo más difícil que Matt Burke había hecho en su vida. Salvo una cosa, tal vez.
A los ocho años había estado en un grupo de boy scouts. La casa principal del campamento estaba a un kilómetro y medio por el camino. Ir hasta allí era muy grato; estupendo, porque uno iba por la tarde, con las últimas luces del día. Pero uno volvía cuando se había iniciado el crepúsculo y la sombras se cernían sobre el camino, largamente retorcidas. Pero si la reunión había sido especialmente entusiasta y se había hecho tarde, había que volver de noche, en plena oscuridad. Solo.
Solo. Sí, esa es la palabra clave, la palabra más tremenda. Asesino no le llega a los talones, e infierno no es más que un pálido sinónimo…
Por el camino había una iglesia en ruinas, antiguo centro de reuniones metodistas, que se erguía vacilante al final de una extensión de hierba irregular y quemada por las heladas. Cuando uno pasaba por delante de sus ventanas insensatas que lo miraban con fijeza, se le moría en los labios la canción que venía silbando y empezaba a pensar en lo que habría dentro… los candelabros caídos, los libros de himnos podridos por la humedad, el desmoronado altar donde ahora solo los ratones celebraban el ritual… y se preguntaba también qué más podía haber allí, aparte de los ratones; qué locuras, qué monstruos. Tal vez en ese momento estuvieran siguiéndolo a uno con sus amarillos ojos de víbora. Y tal vez una noche no se conformaran con espiar; tal vez alguna noche esa puerta astillada que apenas se sostenía en los goznes se abriría de pronto, y uno vería allí algo capaz de enloquecerlo.
Y eso no se les podía explicar a papá y mamá, que eran criaturas de la luz. Como tampoco se les podía explicar que cuando uno tenía tres años, la manta puesta a los pies de la cama se convertía en un montón de serpientes inmóviles que le miraban a uno con sus inexpresivos ojos sin párpados. Ningún niño vence jamás esos terrores, pensó Matt. Si a un miedo no se le puede dar forma, no se le puede vencer. Y los miedos que se agazapan en los pequeños cerebros son demasiado grandes para pasar por la boca. Tarde o temprano, uno encontraba alguien con quien pasar por delante de todas las casas abandonadas por las cuales tenía que pasar entre la infancia sonriente y la senilidad gruñona. Hasta esta noche. Hasta esta noche en que uno se encontraba con que ninguno de los antiguos miedos infantiles había sido superado; todos esperaban acurrucados en sus diminutos ataúdes de niño, con una rosa silvestre sobre la tapa.
No encendió la luz. Subió los escalones uno por uno, sin pisar el sexto, que crujía. Aferraba el crucifijo y sentía la palma de la mano sudada y pegajosa.
Llegó al piso de arriba y se dio la vuelta para mirar hacia el pasillo. La puerta del cuarto de huéspedes estaba entornada; él la había dejado cerrada. Del piso de abajo le llegaba el murmullo de la voz de Susan.
Caminando con cuidado para evitar los crujidos, se acercó a la puerta hasta detenerse frente a ella. La base de todos los miedos humanos, pensó. Una puerta entreabierta, apenas entornada.
La abrió. Mike Ryerson estaba tendido en la cama.
La luz de la luna entraba por las ventanas y teñía de plata el cuarto, convirtiéndolo en una laguna de ensueño. Matt sacudió la cabeza, como para despejarla. Le parecía haber retrocedido en el tiempo, que era la noche anterior. Ahora bajaría las escaleras para telefonear a Ben, porque Ben todavía no estaba en el hospital.
Mike abrió los ojos.
Por un momento, bajo la luz de la luna, destellaron como medallones de plata bordeados de rojo. Eran tan inexpresivos como una pizarra borrada. Ni un pensamiento, ni un sentimiento humano en ellos. «Los ojos son las ventanas del alma», había dicho Wordsworth. Si así era, esas ventanas se abrían sobre un cuarto vacío.
Mike se sentó y, al caérsele la sábana, Matt vio los burdos puntos con que el forense había reparado el trabajo de la autopsia, silbando tal vez mientras cosía.
Mike sonrió, y sus caninos e incisivos eran blancos y agudos. La sonrisa no era más que una contracción de los músculos que rodeaban la boca; no alcanzaba a los ojos, que conservaban su mortal inexpresividad.
—Mírame —dijo Mike con absoluta claridad.
Matt lo miró. Sí, los ojos eran un vacío total. Pero muy profundos. Uno casi podía ver una diminuta imagen de sí mismo en esos ojos, como un camafeo de plata, que se sumergía dulcemente, sin que el mundo pareciera importante, sin que los miedos parecieran importantes…
—¡No! ¡No! —gritó, mientras daba un paso atrás, y le presentó el crucifijo.
Aquello que había sido Mike Ryerson silbó como si le hubieran echado agua hirviendo en la cara. Sus brazos se levantaron como para defenderse de un golpe. Matt dio un paso hacia el interior de la habitación; Ryerson retrocedió un paso.
—¡Vete de aquí! —gritó Matt—. Retiro mi invitación.
Ryerson soltó un alarido, un largo grito ululante de dolor y odio. Dio cuatro pasos vacilantes hacia atrás, chocó con el borde de la ventana abierta y perdió el equilibrio.
—Te veré dormir entre los muertos, maestro.
Y cayó hacia la noche, hacia atrás con las manos por encima de la cabeza, como un nadador que se zambulle desde el trampolín.
El cuerpo pálido relucía como si fuera mármol, en un nítido contraste con los negros puntos que atravesaban el torso, dibujando una Y.
Matt dejó escapar un loco alarido de terror y corrió hacia la ventana, pero nada se veía aparte de la noche bañada por la luna… y suspendida en el aire, debajo de la ventana y por encima del haz de luz que salía de la sala, una nube danzarina de motas que podrían haber sido de polvo. Giraron en un torbellino, se consolidaron en una forma abominablemente humana y por fin se disolvieron en la nada.
Matt se dio la vuelta para huir y en ese momento sintió una punzada en el pecho que le hizo tambalear. Se llevó las manos al corazón y se inclinó. Parecía que el dolor le subiera por el brazo en lentas oleadas pulsátiles. El crucifijo se sacudía bajo sus ojos.
Salió de la habitación con los antebrazos cruzados ante el pecho, aferrando todavía con la mano derecha la cadena del crucifijo. La imagen de Mike Ryerson suspendido en el aire oscuro como un pálido nadador que se zambulle seguía ante sus ojos.
—¡Señor Burke!
—Mi médico es James Cody… —balbuceó Matt con labios helados—. Está en el listín telefónico. Creo que he sufrido… un ataque al corazón.
Y se desplomó de bruces en el pasillo.
7
Susan marcó el número escrito al lado de JIMMY CODY, MATASANOS. El texto estaba escrito en claras letras mayúsculas como las que tan bien recordaba de sus días de estudiante. Contestó una voz de mujer.
—¿Está el doctor? —preguntó Susan—. ¡Es urgente!
—Sí, le pongo con él —respondió la mujer.
—Habla el doctor Cody.
—Susan Norton, doctor. Estoy en casa del señor Burke. Ha sufrido un ataque al corazón.
—¿Quién? ¿Matt Burke?
—Sí. Está inconsciente. ¿Qué tengo que…?
—Llama a una ambulancia. En Cumberland, el teléfono es 841 4000. Quédate con él. Cúbrelo con una manta, pero no le muevas. ¿Entiendes?
—Sí.
—Dentro de veinte minutos estaré allí.
—¿Quiere usted…?
Pero la línea se cortó con un clic, y Susan se quedó sola.
Llamó a la ambulancia y volvió a quedarse sola, enfrentada a la necesidad de subir las escaleras, para ir hacia donde estaba él.
8
Se quedó mirando la escalera con una vacilación que a ella misma la dejaba atónita. Deseó que nada de eso hubiera sucedido, no tanto para que Matt estuviera bien como para que ella no tuviera que sentir ese miedo enfermizo. Su incredulidad había sido total; había visto todo lo que Matt percibió durante la noche anterior como algo que había que definir en función de las realidades que ella misma aceptaba, ni más ni menos.
Y ahora, esa firme incredulidad ya no la sostenía y Susan se sentía desfallecer.
Había oído la voz de Matt, y había oído un terrible conjuro sin inflexiones: Te veré dormir entre los muertos, maestro. La voz que había articulado esas palabras no tenía más cualidad humana que el ladrido de un perro.
Susan volvió a subir por las escaleras, obligándose a dar cada paso. Ni siquiera la luz del pasillo la tranquilizaba. Matt estaba tendido donde ella le había dejado, con el rostro vuelto hacia un lado, la mejilla derecha apoyada contra la gastada moqueta del pasillo; su aliento era áspero y entrecortado. Susan se inclinó para desprenderle los dos botones superiores de la camisa y le pareció que respiraba un poco mejor. Después fue al cuarto de huéspedes a buscar una manta.
La habitación estaba fría. La ventana seguía abierta. Habían deshecho la cama, dejando solo el colchón, pero había mantas en el estante alto del armario. En el momento en que volvía al pasillo, le llamó la atención algo que la luz de la luna hacía brillar sobre el suelo y se inclinó a recogerlo. Lo reconoció de inmediato. Era uno de los anillos que el instituto de Cumberland daba como recuerdo a sus alumnos. Las iniciales grabadas en su interior eran M. C. R.
Michael Corey Ryerson.
En ese momento, en la oscuridad, lo creyó todo. Un grito subió por su garganta y Susan lo sofocó, pero el anillo se le escurrió entre los dedos y quedó en el suelo, bajo la ventana, brillando bajo la luna que iluminaba la oscuridad otoñal.