VIII

Ben (III)

1

Debían de haber estado golpeando desde hacía largo rato, porque los ecos parecían venir desde muy lejos mientras él luchaba lentamente por despertarse. Fuera estaba oscuro, pero cuando se dio la vuelta para tomar el reloj y acercárselo a la cara, se le cayó al suelo. Se sentía desorientado y asustado.

—¿Quién es? —preguntó.

—Soy Eva, señor Mears. Hay una llamada para usted.

Se levantó, se puso los pantalones y abrió la puerta sin acabar de vestirse. Eva Miller llevaba una bata blanca, y en su cara se reflejaba la vulnerabilidad de una persona que todavía está medio dormida. Los dos se miraron, mientras Ben pensaba: ¿Quién estará enfermo? ¿Quién habrá muerto?

—¿Larga distancia?

—No; es Matthew Burke.

La respuesta no le alivió como habría debido.

—¿Qué hora es?

—Un poco más de las cuatro. El señor Burke parece muy alterado.

Ben fue al piso bajo y cogió el teléfono.

—Soy Ben, Matt.

Matt respiraba deprisa al otro lado del teléfono.

—¿Puedes venir, Ben? ¿Ahora mismo?

—Sí, desde luego. ¿Qué pasa? ¿Estás enfermo?

—Por teléfono no. Ven.

—Diez minutos.

—¿Ben?

—Sí.

—¿Tienes un crucifijo o una medalla de san Cristóbal? ¿Algo así?

—No, demonios. Yo soy… era baptista.

—Está bien. Ven enseguida.

Ben colgó y subió las escaleras. Eva le esperaba apoyada contra la barandilla, la indecisión y la inquietud dibujadas en su rostro; por un lado quería saber, por otro no quería mezclarse en los asuntos de su inquilino.

—¿Está enfermo el señor Burke?

—Dice que no. Me pidió que… dígame, ¿usted es católica?

—Mi marido lo era.

—¿No tiene un crucifijo o un rosario o una medalla de san Cristóbal?

—Bueno… en el dormitorio está el crucifijo de mi marido… Podría…

—Sí, por favor.

Eva subió, arrastrando las zapatillas por la alfombra desteñida. Ben entró en su habitación, se puso la camisa y se calzó un par de mocasines. Cuando volvió a salir, Eva estaba de pie junto a su puerta, con el crucifijo en la mano. Bajo la luz, despedía un tenue resplandor de plata.

—Gracias —le dijo él.

—¿Se lo pidió el señor Burke?

—Sí, así es.

Más despierta ya, Eva fruncía el entrecejo.

—Pero él no es católico. No creo que vaya a la iglesia.

—No me explicó nada.

—Claro. —Con un gesto de comprensión, la mujer le entregó el crucifijo—. Cuídelo, por favor, que tiene mucho valor para mí.

—Lo comprendo. No se preocupe.

—Espero que el señor Burke se encuentre bien. Es todo un caballero.

Ben bajó y salió al porche. Como no podía sostener el crucifijo y buscar las llaves del Citroën al mismo tiempo, en vez de pasárselo de la mano derecha a la izquierda, se lo colgó al cuello. La cruz de plata se deslizó suavemente sobre su camisa y, al subir al coche, Ben apenas si se dio cuenta de que se sentía consolado.

2

Todas las ventanas de la planta baja de la casa de Matt estaban iluminadas. Cuando los faros del coche barrieron la fachada al tomar el camino de entrada, Matt abrió la puerta y salió a esperarlo.

Ben se acercó, preparado casi para cualquier cosa, pero el rostro de Matt le impresionó. Estaba mortalmente pálido y le temblaba la boca. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, como si no pudiera parpadear.

—Vamos a la cocina —dijo.

Mientras Ben entraba, la luz del vestíbulo hizo refulgir la cruz que descansaba sobre su pecho.

—Has conseguido un crucifijo.

—Es de Eva Miller. ¿Qué sucede?

—A la cocina —repitió Matt.

Cuando pasaron frente a la escalera que conducía al piso superior, Matt miró hacia arriba y dio la impresión de que retrocedía al mismo tiempo.

La mesa de la cocina, donde habían comido horas antes, estaba vacía, salvo por tres objetos, dos de ellos sorprendentes: una taza de café, una antigua Biblia con cierre metálico y un revólver calibre 38.

—¿Qué pasa, Matt? Tienes muy mal aspecto.

—Es posible que lo haya soñado todo, pero agradezco a Dios que estés aquí. —Había cogido el revólver y lo hacía girar con inquietud entre sus manos.

—Cuéntame, y deja de jugar con eso. ¿Está cargado?

Matt volvió a dejar el arma y se mesó el pelo.

—Sí, está cargado. Aunque no sé si serviría de algo…, a menos que disparara contra mí mismo. —Soltó una risa enfermiza y entrecortada, como un cristal que se astilla.

—Deja de decir tonterías.

La aspereza de su voz quebró la extraña mirada fija de Matt, que sacudió la cabeza, no en un gesto negativo sino como se sacuden algunos animales al salir del agua.

—Arriba hay un hombre muerto —dijo.

—¿Quién?

—Mike Ryerson. Un jardinero del ayuntamiento.

—¿Estás seguro de que está muerto?

—Estoy en mis cabales, aunque no haya entrado a verle. No tuve valor. Porque, en otro sentido, es posible que no esté muerto.

—Matt, lo que dices no tiene sentido.

—¿Y crees que no lo sé? Estoy diciendo disparates y pensando locuras. Pero no tenía a quién llamar, salvo a ti. En todo Jerusalem’s Lot, tú eres la única persona que podría… podría… —Meneó la cabeza y volvió a empezar—. ¿Recuerdas que estuvimos hablando de Danny Glick?

—Sí.

—¿Y de que podría haber muerto de anemia perniciosa, de lo que nuestros abuelos habrían llamado consunción?

—Sí.

—Mike lo enterró. Y Mike encontró el perro de Win Purinton ensartado en un barrote del cementerio de Harmony Hill. Anoche me encontré con Mike Ryerson en el bar de Dell y…

3

—… y no pude entrar —concluyó—. No pude. Me quedé casi cuatro horas sentado en la cama. Después bajé las escaleras furtivamente, como un ladrón, para llamarte. ¿Qué piensas?

Ben se había quitado el crucifijo; con un dedo vacilante, jugueteó con el montoncito brillante que formaba la delgada cadena. Eran casi las cinco, y hacia el este la aurora coloreaba de rosa el cielo. El tubo fluorescente del techo había palidecido.

—Creo que lo mejor será que vayamos a tu cuarto de huéspedes. Creo que eso es todo, por el momento.

—Ahora, con la luz que entra por la ventana, todo parece la pesadilla de un loco. —Matt emitió una risa temblorosa—, y espero que lo sea. Espero que Mike esté durmiendo como un niño.

—Bueno, vamos a ver.

Matt dominó el temblor de los labios.

—De acuerdo. —Sus ojos se posaron en la mesa y después miraron interrogativamente a Ben.

—Por supuesto —dijo este, y le deslizó al cuello el crucifijo.

—Realmente me hace sentir mejor —sonrió Matt, avergonzado—. ¿Crees que me lo dejarán llevar puesto cuando me encierren en Augusta?

—¿No quieres el arma?

—No, creo que no. Se me engancharía en los pantalones y me volaría las pelotas.

Cuando subieron las escaleras, Ben abría la marcha. En el piso superior había un corto pasillo que se abría hacia ambos lados. En un extremo, la puerta del dormitorio de Matt seguía abierta, y por ella el pálido haz de luz de la lámpara se derramaba sobre el pasillo anaranjado.

—Hacia el otro lado —dijo Matt.

Ben recorrió el pasillo y se detuvo ante la puerta del cuarto de huéspedes. Aunque no creyera la monstruosidad implícita en el relato de Matt, se sintió sumergido por una oleada del terror más negro que hubiera sentido en su vida.

Ahora abres la puerta y estará colgado de la viga, con la cara hinchada, deformada y negra, y luego los ojos se abrirán y aunque estén saliéndose de las órbitas, son ojos que te verán y se alegrarán de que hayas venido…

El recuerdo le invadió con una realidad casi sensible, y en el momento en que se hizo más intenso le dejó paralizado. Hasta podía oler el yeso húmedo y el hedor salvaje de las alimañas. Le pareció que la simple puerta de madera barnizada de la habitación de huéspedes de Matt Burke se erguía entre él y todos los secretos del infierno.

Después hizo girar el picaporte y la abrió. A sus espaldas, Matt aferraba el crucifijo de Eva.

El cuarto de huéspedes daba hacia el este, y el arco del sol acababa de asomar por el horizonte. La diafanidad de los primeros rayos se volcaba por la ventana, y unas pocas motas doradas danzaban en el haz que iba a terminar sobre la sábana de hilo blanco que cubría a Mike Ryerson hasta el pecho.

Ben miró a Matt con gesto tranquilizador.

—Está perfectamente —susurró—. Durmiendo.

—La ventana está abierta —señaló Matt—. Estaba cerrada y con cerrojo. Lo comprobé yo mismo.

Los ojos de Ben se detuvieron en el dobladillo de la sábana que cubría a Mike. Allí se veía una minúscula gota de sangre, seca y ennegrecida.

—No creo que respire —dijo Matt.

Ben se adelantó dos pasos y se detuvo.

—¿Mike? Mike Ryerson. ¡Despierte, Mike!

No hubo respuesta. Tenía los ojos cerrados. Tenía el pelo revuelto sobre la frente, y Ben pensó que en esa pálida luz parecía más que un hombre apuesto; era tan bello como una estatua griega. Un leve color florecía en sus mejillas, y el cuerpo no tenía la mortal palidez que había mencionado Matt, sino el tono de una piel sana.

—Claro que respira —dijo con cierta impaciencia—. No está más que dormido. Mike. —Tendió la mano para sacudirle suavemente.

El brazo izquierdo de Mike, que descansaba sobre el pecho, cayó inerte por el lado de la cama y los nudillos golpearon contra el suelo, como los de alguien que llama para entrar.

Matt dio un paso adelante y levantó el brazo inmóvil, oprimiéndole la muñeca con el índice.

—No tiene pulso.

Empezó a soltarlo, recordó el ruido estremecedor que habían hecho los nudillos y volvió a dejar el brazo sobre el pecho de Ryerson. Cuando empezó a deslizarse, lo devolvió a su lugar con más firmeza, haciendo una mueca.

Ben no podía creerlo. Estaba dormido, tenía que estar dormido. El buen color, la relajación evidente de los músculos, los labios entreabiertos como para respirar… le asaltó una oleada de irrealidad. Apoyó la muñeca contra el hombro de Ryerson y comprobó que la piel estaba fría.

Se humedeció un dedo y lo puso frente a los labios entreabiertos. Nada. Ni un soplo de hálito.

Ben y Matt se miraron.

—¿Y las marcas en el cuello? —preguntó Matt.

Ben tomó con ambas manos la mandíbula de Ryerson y la hizo girar hasta apoyar la mejilla sobre la almohada. El movimiento desplazó el brazo izquierdo, y los nudillos volvieron a dar contra el suelo.

En el cuello de Mike Ryerson no había marca alguna.

4

Estaban otra vez sentados ante la mesa de la cocina. Eran las 5.35. Se oyeron los mugidos de las vacas de Griffen, a las que acababan de soltar para que bajaran al campo de pastoreo del este, al pie de la colina, del otro lado del cinturón de arbustos y malezas que ocultaba de la vista el arroyo de Taggart Stream.

—De acuerdo con la leyenda, las marcas desaparecen —dijo Matt—. Cuando la víctima muere, las marcas desaparecen.

—Sí, lo sé —asintió Ben, que lo recordaba por el Drácula de Stoker y por los filmes de la Hammer que hicieran famoso a Christopher Lee.

—Tenemos que clavarle una estaca de fresno en el corazón.

—Más vale que lo pienses dos veces —aconsejó Ben, y bebió un sorbo de café—. Me gustaría verte explicándoselo a un jurado. Irías a la cárcel por profanar un cadáver, en el mejor de los casos. Y más probablemente al manicomio.

—¿Piensas que estoy loco? —preguntó Matt.

—No —respondió Ben.

—¿Me crees lo de las marcas?

—No lo sé. Imagino que tengo que creerte. ¿Por qué habrías de mentirme? No veo que ganaras nada mintiendo. Supongo que mentirías si lo hubieras matado tú.

—Tal vez fue así, pues —aventuró Matt, observándolo.

—Hay tres argumentos en contra de eso. Primero, el móvil. Perdóname, Matt, pero eres demasiado viejo para que se pueda pensar en los móviles clásicos, como los celos y el dinero. Segundo, ¿cómo lo hiciste? Si lo envenenaste, debió tener una muerte muy fácil. Su aspecto no puede ser más sereno, y eso elimina la mayoría de los venenos comunes.

—¿Y el tercero?

—Ningún asesino en sus cabales inventaría una historia como la tuya para encubrir el asesinato. Sería una locura.

—Y volvemos a mi salud mental —suspiró Matt—. Como me lo esperaba.

—No creo que estés loco —declaró Ben acentuando ligeramente la primera palabra—. Me pareces bastante racional.

—Pero tú no eres médico, ¿no? Y a veces los locos pueden imitar increíblemente bien la cordura.

Ben asintió.

—Y eso, ¿adonde nos lleva?

—Al punto de partida.

—No. Ninguno de nosotros puede decir eso, porque arriba hay un muerto y pronto habrá que explicarlo. La policía querrá saber lo que sucedió, y el médico forense también, y lo mismo el sheriff del condado. Matt, ¿no tendría alguna enfermedad vírica y vino a morir en tu casa?

Por primera vez desde que habían vuelto abajo, Matt dio signos de agitación.

—Ben, ya te he contado lo que dijo. ¡Le vi las marcas en el cuello! ¡Y oí que invitaba a alguien a entrar en mi casa! Después oí… ¡Dios, oí esa risa! —Sus ojos habían vuelto a adquirir una peculiar mirada inexpresiva.

—Está bien.

Ben se levantó y fue hacia la ventana, procurando ordenar sus pensamientos. Nada concordaba. Como le había dicho a Susan, parecía que las cosas se las arreglaran para escaparse de las manos.

Estaban mirando hacia la casa de los Marsten.

—Matt, ¿sabes lo que te sucederá si insinúas lo que me has contado?

Matt no respondió.

—Cuando te encuentren por la calle, la gente se llevará un dedo a la sien. Los chiquillos se pondrán los colmillos postizos que usan el día de Todos los Santos cuando te vean venir, y empezarán a saltar y a burlarse de ti cuando pases por delante de su casa. Alguien inventará una cancioncita del tipo Un, dos y tres, te chupo la sangre otra vez. Y la oirás por los corredores del instituto. Tus colegas te mirarán de manera rara. Recibirás llamadas anónimas de gente que dirá ser Danny Glick o Mike Ryerson. Tu vida se convertirá en una pesadilla y en seis meses te ahuyentarán del pueblo.

—Ben, por favor. Me conocen.

Ben se volvió desde la ventana.

—¿A quién conocen? A un extraño anciano que vive solo en Taggart Stream Road. Es posible que, de todas maneras, el solo hecho de que no estés casado baste para hacerles pensar que tienes un tornillo flojo. Y yo, ¿en qué puedo respaldarte? Vi el cuerpo, pero nada más. Y aunque fuera de otro modo, dirían que yo no soy del pueblo. Hasta podrían llegar a afirmar que somos una pareja rara y excéntrica.

Matt lo miraba con horror creciente.

—Una sola palabra, Matt. Es todo lo que hace falta para liquidarte en Salem’s Lot.

—Entonces no hay nada que hacer.

—Sí hay. Tú tienes cierta teoría sobre quién o qué mató a Mike Ryerson. La teoría es relativamente simple de comprobar o desechar, creo. Yo estoy en un lío de mil demonios. No puedo creer que estés loco, y tampoco puedo creer que Danny Glick haya vuelto de entre los muertos para chuparle la sangre a Mike Ryerson durante una semana, antes de matarlo. Pero voy a poner a prueba la idea, y tú tienes que ayudarme.

—¿Cómo?

—Llama a tu médico… ¿Cody, se llama? Y después a Parkins Gillespie. Deja que ellos se hagan cargo. Cuenta las cosas como si no hubieras oído nada durante la noche. Fuiste al bar de Dell y te sentaste con Mike. Te contó que se había sentido enfermo desde el domingo pasado, y le invitaste a que fuera a tu casa. A eso de las tres y media de la madrugada, subiste para ver cómo estaba, no pudiste despertarlo y me llamaste.

—¿Y eso es todo?

—Todo. Cuando hables con Cody, no le digas siquiera que está muerto.

—Que no está…

—Mierda, ¿cómo podemos saber nosotros que lo está? —estalló Ben—. Tú le tomaste el pulso y no se lo encontraste; yo traté de sentirle el aliento y no lo conseguí. Si yo supiera que a mí me enterrarán sobre esa base, pondría el grito en el cielo. Y mucho más teniendo el aspecto de vida que él tiene.

—Eso te preocupa tanto como a mí, ¿verdad?

—Sí me preocupa —admitió Ben—. Parece una figura de cera.

—Bueno —suspiró Matt—. Lo que dices es sensato… lo más sensato que se puede ser en una situación como esta. Imagino que yo debía parecer un chiflado… Pero supongamos (como hipótesis, nada más) que mi sospecha inicial fuera correcta. ¿Aceptarías una remota posibilidad de que Mike pudiera… volver?

—Como te he dicho, esa teoría es fácil de probar o desechar. Y no es lo que más me preocupa.

—¿Qué es?

—Espera. Primero lo más importante. Probarla o desecharla no tiene por qué ser más que un ejercicio de lógica… una exclusión de posibilidades. Primera posibilidad: Mike murió de alguna enfermedad. ¿Cómo se confirma o se desecha eso?

Matt se encogió de hombros.

—Con un examen médico, imagino.

—Exactamente. Y del mismo modo se confirma o se descarta una jugada sucia. Si alguien lo envenenó o le disparó o le dio un postre envenenado…

—No sería la primera vez que un asesinato no se aclara.

—Seguro que no. Pero apuesto por el médico que lo examine.

—¿Y si el veredicto del médico es «causa desconocida»?

—Entonces —respondió lentamente Ben—, podemos ir a visitar su tumba después del funeral, para ver si se levanta. Si lo hace, lo que me resulta inconcebible, nos convenceremos. Si no, nos encontraremos frente al hecho que a mí me preocupa.

—Mi locura —articuló Matt—. Ben, te juro que esas marcas existían y que oí cómo se abría la ventana, y que…

—Te creo —le interrumpió Ben en voz baja.

Matt se detuvo. Su expresión era la de un hombre que se ha preparado para recibir un golpe, sin que este le llegue.

—¿De veras? —preguntó con incertidumbre.

—Digámoslo de otra manera. Me niego a creer que estés loco o que hayas tenido una alucinación. Una vez tuve una experiencia…, una experiencia relacionada con esa maldita casa de la colina… que me hace comprender a la gente que cuenta cosas que parecen imposibles a la luz de la razón. Algún día te la contaré.

—¿Por qué no ahora?

—No hay tiempo. Tienes que hacer esas llamadas. Y a mí aún me queda una pregunta: ¿Tienes enemigos?

—Ninguno que pudiera llegar a este extremo.

—¿Un ex alumno, tal vez? ¿Algún resentido?

Matt, que sabía exactamente hasta qué punto influía sobre la vida de sus alumnos, rio discretamente.

—Está bien, creo en tu palabra. —Ben sacudió la cabeza—. Esto no me gusta. Primero ese perro que aparece ensartado en las rejas del cementerio. Después Ralphie Glick desaparece, su hermano muere y Mike Ryerson también. Tal vez todo eso esté vinculado de algún modo. Pero… no puedo creerlo.

—Mejor será que llame a Cody —dijo Matt, mientras se ponía de pie—. Parkins debe de estar en su casa.

—También puedes avisar en el instituto de que estás enfermo.

—Es cierto. —Matt rio sin ganas—. Será la primera vez que diga algo así en tres años.

Fue a la sala y desde allí empezó a hacer las llamadas, esperando, al terminar de marcar cada número, que el sonido del teléfono despertara a los durmientes. Cody debía de estar de guardia, porque su mujer le dio otro número. Después de marcarlo, Matt preguntó por Cody, y cuando este se puso al aparato dio comienzo a su relato.

—Jimmy estará aquí dentro de una hora —anunció al colgar.

—Está bien —asintió Ben—. Yo voy arriba.

—No toques nada.

—Descuida.

Llegaba al descanso del piso inferior cuando oyó que Matt contestaba por teléfono las preguntas de Parkins Gillespie. Cuando Ben enfiló el pasillo, las palabras se convirtieron en un murmullo de fondo.

Esa sensación de terror a medias recordado, a medias imaginado, volvió a embargarle mientras contemplaba la puerta de la habitación de huéspedes. Mentalmente, podía verse avanzando para abrirla. A los ojos de un niño, la habitación parece más grande. El cuerpo está tendido tal como lo dejaron, con el brazo izquierdo colgando, rozando el suelo, la mejilla izquierda descansando sobre la almohada. De pronto los ojos se abren, inundados por un triunfo inexpresivo, animal. La puerta se cierra de un golpe. El brazo izquierdo se levanta, la mano convertida en una garra, y los labios esbozan una sonrisa lobuna que muestra los grandes incisivos…

Avanzó y abrió la puerta, con dedos tensos. Las bisagras chirriaron apenas.

El cuerpo yacía en la posición en que lo habían dejado, con el brazo izquierdo caído, la mejilla izquierda apoyada sobre la almohada…

—Parkins ya viene —anunció Matt desde el vestíbulo de abajo, y Ben estuvo a punto de gritar.

5

Ben pensaba en lo apropiada que había sido su frase: «Deja que ellos se hagan cargo». Era algo muy semejante a un mecanismo, a uno de esos elaborados juguetes alemanes en que un mecanismo de relojería y ruedas dentadas pone en movimiento dos figuras que se mueven en una danza complicada.

Parkins Gillespie fue el primero en llegar, con una corbata verde adornada con un alfiler con la insignia del Cuerpo de Veteranos.

En sus ojos quedaban aún vestigios de sueño. Anunció que había avisado al juez del condado.

—Aunque no venga personalmente él —dijo, mientras se metía un Pall Mall en la comisura de la boca—, mandará un delegado. ¿Han tocado el cadáver?

—Tiene un brazo fuera de la cama —explicó Ben—. Yo traté de levantárselo, pero volvió a caer.

Parkins lo miró de arriba abajo, pero no dijo nada. Ben pensó en el horrible ruido que habían hecho los nudillos sobre el suelo de madera, y sintió que su vientre se revolvía. Tragó saliva.

Matt los condujo arriba y Parkins rodeó al cuerpo.

—Oigan, ¿están seguros de que está muerto? —preguntó finalmente—. ¿Han tratado de despertarlo?

James Cody, doctor en medicina, fue el siguiente en llegar; acababa de atender un parto en Cumberland. Una vez hubieron terminado con las cortesías («Encantado de conocerle», dijo Parkins Gillespie mientras encendía otro cigarrillo), Matt volvió a guiarlos a todos arriba. Bastaría con que todos supiéramos tocar algún instrumento, pensó Ben, para ofrecerle una hermosa despedida al muchacho.

Y otra vez sintió que la risa le cosquilleaba en la garganta.

Cody apartó la sábana y miró el cuerpo. Ben se quedó atónito ante la calma con que Matt Burke dijo:

—Me hizo pensar en lo que dijiste del chico de los Glick, Jimmy.

—Eso fue un secreto, señor Burke —dijo suavemente Jimmy Cody—. Si la familia Glick descubriera que usted ha dicho eso, podrían procesarme.

—¿Y ganarían?

—No, probablemente no —dijo Jimmy, y suspiró.

—¿Qué es eso del chico de los Glick? —preguntó Parkins, frunciendo el entrecejo.

—Nada —respondió Jimmy—. No tiene importancia.

Escuchó con el estetoscopio, refunfuñó, levantó un párpado y envió un destello de luz sobre el ojo vidrioso.

Ben vio cómo la pupila se contraía y suspiró de asombro.

—Interesante reflejo, ¿no? —comentó Jimmy. Cuando soltó el párpado, este se deslizó hacia abajo con grotesca lentitud, como si el cadáver les hiciera un guiño—. En el hospital John Hopkins, David Prine observó contracción pupilar en algunos cadáveres hasta pasadas nueve horas.

—Ahora se ha vuelto un erudito —gruñó Matt—. Hay que ver las notas que solía sacar en composición.

—Es que a usted no le gustaba que escribiera sobre disecciones, viejo rezongón —contestó Jimmy con aire ausente, y sacó un martillito.

Está bien, pensó Ben. No abandona su comportamiento ante un enfermo en cama aunque el paciente sea, como diría Parkins, un cadáver. La risa volvió a agitarse en su interior.

—¿Muerto? —preguntó Parkins, mientras echaba la ceniza en un florero vacío. Matt dio un respingo.

—Vaya si lo está —respondió Jimmy.

Se levantó, retiró la sábana hasta los pies y golpeó la rodilla derecha. Los dedos permanecieron inmóviles. Ben notó que Mike Ryerson tenía callosidades amarillentas en la planta de los pies, en el talón y en el empeine, y recordó aquel poema de Wallace Stevens sobre la mujer muerta.

—Que esto sea el final de la apariencia —citó erróneamente—. El único emperador es el emperador de los helados.

Matt le miró sobresaltado, y por un momento su autocontrol pareció vacilar.

—¿Qué es eso? —preguntó Parkins.

—Un poema —explicó Matt—. Un fragmento de un poema sobre la muerte.

—A mí me suena más a chiste —declaró Parkins, y otra vez volvió a echar la ceniza en el florero.

—¿Nos conocemos? —preguntó Jimmy a Ben.

6

—Os han presentado, pero de pasada —explicó Matt—. Jimmy Cody, nuestro matasanos. Ben Mears, nuestro escriba.

—Siempre ha tenido ese tipo de humor —apuntó Jimmy—. Fue así como hizo todo su dinero.

Se estrecharon la mano por encima del cadáver.

—Ayúdeme a darle la vuelta, señor Mears.

Con cierta repugnancia, Ben colaboró en poner el cuerpo boca abajo. Aún no había adquirido el rigor mortis. Jimmy observó la espalda y después le bajó los calzoncillos en las nalgas.

—¿Para qué hace eso? —preguntó Parkins.

—Estoy tratando de establecer la hora de la muerte por la lividez de la piel —explicó Jimmy—. Cuando se interrumpe el bombeo, la sangre tiende a buscar el nivel más bajo, como cualquier otro fluido.

—Sí, como en ese anuncio de Drano. Esa es tarea del forense, ¿no?

—Usted sabe que mandarán a Norbert —respondió Jimmy—. Y a Brent Norbert jamás le ha molestado que sus amigos le ayuden un poco.

—Norbert sería incapaz de encontrar su propio culo usando las dos manos y una linterna —declaró Parkins, y arrojó la colilla del cigarrillo por la ventana abierta—. Esta ventana ha perdido la persiana, Matt; cuando llegué estaba abajo, caída en el césped.

—¿Ah sí? —preguntó Matt, controlando la voz.

—Así es.

Cody había sacado un termómetro de su maletín; se lo introdujo a Ryerson en el ano y dejó su reloj sobre la sábana almidonada, donde brilló al recibir la luz del sol. Eran las siete menos cuarto.

—Voy abajo —anunció Matt roncamente.

—Sí, podéis iros —asintió Jimmy—. Yo tardaré un poco más. ¿Podría preparar café, señor Burke?

—Ahora mismo.

Todos salieron y fue Ben el que cerró la puerta. Una última mirada le dejó grabada la escena: la luminosa habitación bañada por el sol, la sábana limpia, recogida, el reloj de pulsera que arrojaba brillantes destellos de luz sobre el empapelado, y el propio Cody, con su pelo rojo fuego, inmóvil junto al cadáver como si fuera un grabado.

Matt estaba preparando el café cuando apareció Brenton Norbert, el ayudante del forense, en un viejo Dodge gris. Entró acompañado de otro hombre que llevaba una cámara.

—¿Dónde está? —preguntó Norbert.

Con el pulgar, Parkins Gillespie indicó las escaleras.

—Jim Cody está arriba.

—Bien. Seguro que el tipo ya está bailando —repuso Norbert, y subió por las escaleras junto con el fotógrafo.

Parkins Gillespie se sirvió crema con el café hasta que se le volcó sobre el platillo, la probó con el pulgar, se lo limpió en los pantalones, encendió otro Pall Mall y preguntó:

—¿Cuál es su papel en esto, señor Mears?

De modo que Ben y Matt empezaron con su pequeño número preparado, sin decir ninguna mentira, pero evitando decir lo suficiente para quedar unidos por un tenue vínculo de conspiración, y lo suficiente para que Ben se preguntara con inquietud si estaría ocultando una inofensiva chifladura o algo más serio, algo oscuro. Recordó que Matt había dicho que le había llamado porque creía que era la única persona en Salem’s Lot que podía prestar oídos a semejante historia. Fueran cuales fuesen las flaquezas mentales de Matt Burke, pensó Ben, entre ellas no se contaba la incapacidad para discernir caracteres. Y eso también le puso nervioso.

7

A las 9.30 todo estaba concluido.

Carl Foreman había mandado su furgón para recoger el cuerpo de Mike Ryerson, y con él su muerte se hizo pública en el pueblo. Jimmy Cody había vuelto a su consulta; Norbert y el fotógrafo habían ido a Portland a hablar con el juez.

Parkins Gillespie se detuvo un momento en la escalinata, mirando cómo el furgón se alejaba lentamente por el camino. Un cigarrillo pendía de sus labios.

—Tantas veces como Mike estuvo al volante, apuesto a que jamás imaginó que pronto le llevarían a él detrás. —Se volvió hacia Ben—. Usted no se va todavía del pueblo, ¿verdad? Me gustaría que testificara ante el juez de instrucción, si le parece bien.

—No, no me voy.

—Hice que los federales y la policía estatal de Maine en Augusta investigaran sobre usted —le informó—. No tiene antecedentes delictivos.

—Siempre es bueno saberlo —dijo Ben.

—He oído decir que está saliendo con la hija de Bill Norton.

—Culpable —confesó Ben.

—Es una buena chica —comentó Parkins.

El furgón ya se había perdido de vista; hasta el ruido del motor se había debilitado en un zumbido que terminó por extinguirse.

—Me parece que últimamente no sale mucho con Floyd Tibbits.

—¿No tendrá usted que preparar su informe, Parkins? —le azuzó suavemente Matt.

Gillespie suspiró y arrojó la colilla al suelo.

—Desde luego que sí. Por triplicado, no doblar ni arrugar. Durante las dos últimas semanas, el trabajo me ha traído más líos que una ramera histérica. Esa casa de los Marsten debe de tener alguna maldición.

Ben y Matt siguieron con rostros imperturbables.

—Bueno, me voy. —Después de abrir la puerta del coche, se volvió hacia ellos—. No me estarán ocultando algo, ¿verdad?

—Parkins, no hay nada que ocultar —respondió Matt—. Está muerto.

Los ojos descoloridos les miraron un momento más, penetrantes y vivaces bajo las cejas en arco. Después, Parkins suspiró.

—Supongo —asintió—. Pero todo es muy raro. El perro, el chico de los Glick, el otro chico de los Glick, y ahora Mike… Para un pueblo de mala muerte como este, es un año maldito. Mi abuela solía decir que las calamidades vienen de tres en tres, no de cuatro en cuatro.

Subió al coche, puso en marcha el motor y dio marcha atrás por el camino de entrada. Poco después desaparecía del otro lado de la colina, con un bocinazo de despedida.

Matt dejó escapar un profundo suspiro.

—Asunto concluido.

—Sí —asintió Ben—. Estoy exhausto. ¿Y tú?

—También, pero me siento… colocado. ¿Conoces la palabra, en el sentido en que la usan los chicos?

—Sí.

—También usan otra: «ido». Como cuando vuelven tras un viaje con ácido o speed, cuando incluso lo normal parece una locura. Dios, debes de pensar que soy un lunático. —Se frotó la cara con la mano—. A la luz del día parece el delirio de un loco, ¿no?

—Sí y no —respondió Ben, y apoyó una mano tímida en el hombro de Matt—. Gillespie tiene razón, sabes. Está sucediendo algo raro. Y estoy convencido de que tiene relación con la casa de los Marsten. Aparte de mí, la gente de allí arriba son los únicos nuevos en el pueblo. Y sé que yo no he hecho nada. El proyecto de ir allí esta noche, ¿sigue en pie? ¿La expedición de bienvenida?

—Si quieres…

—Yo sí. Ve a dormir un rato, que yo iré a ver a Susan y esta tarde te pasaremos a buscar.

—De acuerdo. —Matt hizo una pausa—. Hay otra cosa que me preocupa desde que hablaste de la autopsia…

—¿Qué es?

—La risa que oí… o que me pareció oír, era una risa de niño. Horrible y despiadada, pero una risa de niño. En relación con lo que contó Mike, ¿no te hace pensar en Danny Glick?

—Sí, claro que sí.

—¿Sabes en qué consiste el procedimiento para embalsamar?

—No exactamente. Se le retira la sangre al cadáver y se sustituye con algún fluido. Solían usar formaldehído, pero ahora debe de haber métodos más modernos. Y se retiran las vísceras del cadáver.

—Me pregunto si todo eso se lo hicieron a Danny —repuso Matt, mirándole.

—¿Conoces lo suficiente a Carl Foreman para preguntárselo?

—Sí, creo que podría encontrar la forma.

—Pues no dejes de hacerlo.

—De acuerdo.

Los dos se miraron un momento más, y la mirada que intercambiaron, aunque amistosa, tenía algo indefinible; por parte de Matt, la inquietud obstinada del hombre racional que se ha visto obligado a hablar irracionalmente; por la de Ben, una especie de miedo impreciso ante fuerzas que no podía entender lo suficiente para definirlas.

8

Cuando Ben entró, Eva estaba planchando mientras seguía un concurso por televisión. En ese momento el premio llegaba a cuarenta y cinco dólares, y el animador estaba sacando números telefónicos de un gran recipiente de cristal.

—Ya me he enterado —comentó Eva mientras él abría la nevera para sacar una Coca-Cola—. Qué horror, pobre Mike.

—Espantoso. —Ben sacó del bolsillo de la camisa el crucifijo con su cadena.

—¿No saben qué…?

—Todavía no —respondió Ben—. Estoy muy cansado, señorita Miller. Creo que dormiré un rato.

—Bien. Ese cuarto de arriba es caluroso a mediodía, incluso en esta época del año. Si quiere, ocupe el de abajo. Las sábanas están limpias.

—No, gracias. En el mío conozco todos los ruidos.

—Sí, una persona se acostumbra a lo que es suyo —asintió ella—. ¿Para qué quería el señor Burke el crucifijo de Ralph?

Ben se detuvo antes de empezar a subir por las escaleras.

—Creo que Matt debió de pensar que Mike Ryerson era católico.

Eva colocó otra camisa en el extremo de la tabla de planchar.

—Pues tendría que saber que no lo era. Después de todo, Mike fue su alumno en la escuela, y en su familia todos eran luteranos.

Ben no supo qué responder. Subió las escaleras, se desvistió y se metió en la cama. Se durmió enseguida, pero no soñó nada.

9

Cuando despertó eran las cuatro y cuarto. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y se había destapado mientras dormía. De todas maneras, sentía la cabeza despejada. Los acontecimientos de la mañana parecían lejanos e inciertos, y las fantasías de Matt Burke no eran tan apremiantes. Lo que tenía que hacer esa noche era distraerle y hacer que se divirtiera, si eso era posible.

10

Decidió llamar a Susan desde el bar de Spencer para reunirse allí. Podían ir hasta el parque, y allí Ben le contaría toda la historia. Escucharía la opinión de ella mientras iban a ver a Matt, y una vez en casa de este, Susan podría escuchar su versión y completar su juicio. Después irían a la casa de los Marsten. La idea le provocó un escalofrío.

Tan perdido estaba en sus propios pensamientos que no advirtió que alguien estaba esperándole en su coche hasta que la puerta se abrió y la alta figura se apeó. Por un momento su mente estuvo demasiado aturdida para controlar su cuerpo, que retrocedió ante lo que a primera vista le pareció un espantapájaros animado. Los rayos oblicuos del sol destacaban la figura con un detalle nítido y cruel: el viejo sombrero de fieltro encajado hasta las orejas, las gafas de sol, el raído abrigo con el cuello levantado, las manos enfundadas en gruesos guantes de goma verde.

—¿Quién…? —fue lo único que Ben tuvo tiempo de articular.

La figura se le acercó. Los puños se cerraron. Ben sintió un olor amarillento y rancio en el que reconoció la naftalina. Oía también respirar trabajosamente.

—Tú eres el hijo de puta que me ha robado a mi chica —le acusó Floyd Tibbits con voz áspera y sin inflexiones—. Te voy a matar.

Y mientras Ben seguía tratando de comprender todo eso, Floyd Tibbits se le echó encima.