Matt
1
El martes, al final de la tercera hora, Matt fue hacia su despacho, donde Ben Mears estaba esperándole.
—Hola —le saludó—. Has sido puntual.
Ben se levantó a estrecharle la mano.
—Creo que es la maldición de la familia. Oye, los chicos no me comerán, ¿verdad?
—Claro que no —respondió Matt—. Vamos.
Estaba un poco sorprendido. Ben se había puesto una chaqueta de deporte y unos gruesos pantalones grises. Zapatos buenos, que no parecían haber sido usados durante mucho tiempo. Matt había invitado a sus clases a otros tipos relacionados con la actividad literaria, y normalmente aparecían vestidos de manera descuidada, o incluso espeluznante. Un año atrás había preguntado a una poetisa bastante conocida, que acababa de dar una conferencia en la Universidad de Maine, en Portland, si al día siguiente querría dar una charla sobre poesía en una de sus clases. La mujer se presentó con un traje estrafalario y tacones altos, como si estuviera diciendo: «Miradme, he vencido al sistema en su propio juego. Soy libre como el viento».
En comparación, la admiración de Matt por Ben subió un grado. Tras más de treinta años de enseñanza, creía que nadie derrotaba verdaderamente al sistema ni ganaba la partida, y que solo los idiotas eran capaces de creer que la estaban ganando.
—Bonito edificio —dijo Ben, mirando alrededor mientras caminaban por el vestíbulo—. Muy diferente del instituto al que yo asistí. La mayoría de las ventanas parecían troneras.
—Tu primer error —señaló Matt— es llamarlo edificio. Es una «planta». Las pizarras son «ayudas visuales». Y los chicos son «un cuerpo homogéneo de adolescentes en una experiencia de coeducación».
—Qué suerte tienen.
—Ya lo creo. ¿Tú fuiste a la universidad, Ben?
—Lo intenté. Pero todo el mundo parecía estar corriendo en una carrera enloquecida… Y uno también puede ponerse una meta y alcanzarla, y hacerse conocer y amar. Por eso mandé a paseo la universidad. Cuando empezó a venderse La hija de Conway, yo cargaba cajas de Coca-Cola en los camiones de reparto.
—Cuéntaselo a los chicos, les interesará.
—¿A ti te gusta enseñar? —preguntó Ben.
—Claro que sí. Hace tiempo que habría reventado si no me gustara.
Sonó el último timbre, llenando de ecos los corredores, vacíos salvo por un estudiante retrasado que seguía lentamente la dirección de una flecha que anunciaba «Taller de carpintería».
—¿Hay problema de drogas aquí? —preguntó Ben.
—Como en todos los institutos de Estados Unidos. El nuestro es el alcohol, más que ninguna otra cosa.
—¿La marihuana no?
—Yo no considero que la hierba sea un problema, ni el director tampoco, cuando se habla extraoficialmente con él y lleva encima unas copas de más. Y casualmente sé que nuestro asesor psicológico, que es uno de los mejores en su especialidad, no tiene inconveniente en fumar un poco antes de ir al cine. Yo mismo la he probado. El efecto es fantástico, pero a mí me da acidez.
—¿Tú la has probado?
—Sshh, que el Gran Hermano escucha —dijo Matt—. Además, ya estamos en mi aula.
—Oh…
—No te pongas nervioso. —Matt le hizo pasar—. Buenos días, jóvenes —saludó a la veintena de estudiantes que clavaban los ojos en Ben—. Les presento al señor Ben Mears.
2
Al principio, Ben pensó que se había equivocado de casa.
Estaba seguro de que cuando Matt Burke le invitó a comer le había dicho que la casa era la pequeña y gris contigua a la de ladrillo rojo, pero de esa casa salía un torrente de rock and roll por las ventanas.
Llamó con el manchado llamador de bronce y, al no recibir respuesta, insistió.
Esa vez el volumen de la música disminuyó y la inconfundible voz de Matt vociferó:
—¡Adelante! ¡Está abierto!
Ben entró, mirando con curiosidad. Por la puerta principal se entraba directamente a una pequeña sala con muebles de estilo colonial americano de segunda mano, donde la nota dominante era un televisor Motorola increíblemente viejo. La música surgía de una cadena KLH con dos altavoces.
Matt salió de la cocina, ataviado con un delantal a cuadros rojos y blancos y seguido por el aroma de la salsa para espaguetis.
—Disculpa si es mucho ruido, pero como soy un poco sordo, lo subo.
—Buena música.
—Soy fanático del rock desde los tiempos de Buddy Holly. Me encanta. ¿Tienes hambre?
—Pues sí. Y te vuelvo a agradecer que me invitaras. Desde que he vuelto a Salem’s Lot, creo que he salido a comer más que en los últimos cinco años.
—Es un pueblo muy cordial. Espero que no tengas inconveniente en comer en la cocina. Hace un par de meses apareció un anticuario que me ofreció doscientos dólares por la mesa del comedor, y todavía no la he sustituido por otra.
—Claro que no me importa. En mi familia hay una larga tradición de comer en la cocina.
La cocina era de una pulcra austeridad. Sobre uno de los cuatro quemadores hervía una olla de salsa para fideos, mientras un colador lleno de espaguetis esperaba humeante. En una pequeña mesa plegable había dos platos que no tenían nada que ver entre sí, y los vasos tenían en los bordes una hilera de personajes de dibujos animados. Vasos de mermeladas, pensó Ben, divertido, y la última sensación de estar con un extraño se desvaneció. Empezó a sentirse en casa.
—En el armario que hay sobre el fregadero tengo dos clases de whisky, y también hay vodka —anunció Matt—. Y en la nevera algunas bebidas para mezclar. Nada excepcional, me temo.
—Para mí está bien whisky con agua del grifo.
—Pues sírvete. Yo voy a terminar con este desastre.
—Me gustaron tus muchachos —comentó Ben, mientras se preparaba la bebida—. Hicieron preguntas interesantes. Agresivas pero interesantes.
—¿Como de dónde sacabas las ideas, por ejemplo? —preguntó Matt, imitando el balbuceo infantil y sensual de Ruthie Crockett.
—Es un buen elemento.
—Ya lo creo. En la nevera, detrás de la lata de piña, hay una botella de Lancers. La conseguí especialmente.
—Oye, pero no debías…
—Oh, vamos, Ben. No todos los días tenemos autores de best sellers en El Solar.
—Me parece un poco exagerado.
Ben terminó su bebida, tomó el plato de espaguetis que le tendía Matt, le echó un cucharón de salsa y los enroscó en el tenedor, ayudándose con la cuchara.
—Fantástico —aprobó—. Mamma mia.
—Pues me alegro.
Ben miró su plato, que se había vaciado con una rapidez sorprendente, y se secó los labios, sintiéndose un poco culpable.
—¿Más?
—Medio plato, por favor. Están estupendos.
Matt le sirvió un plato lleno.
—Si no los terminamos, se los comerá el gato. Desdichado animal. Pesa diez kilos y se acerca a su tazón caminando como un pato.
—No lo he visto.
—Anda de excursión —sonrió Matt—. ¿Tu nuevo libro es una novela?
—Es algo así como ficción —respondió Ben—. Para serte sincero, estoy escribiéndolo por dinero. El arte es una gran cosa, pero por una vez quisiera conseguir varias ediciones de un libro.
—¿Y qué perspectivas tiene?
—Tristísimas.
—Vamos a la sala —sugirió Matt—. Los sillones son malos, pero más cómodos que estos horrores de la cocina. ¿Has comido lo suficiente?
—¿Cómo puedes dudarlo?
En el cuarto de estar, Matt apartó una pila de álbumes y se puso a encender una pipa enorme y nudosa. Cuando consideró que estaba bien encendida (sentado en la mitad de una nube de humo) levantó la mirada hacia Ben.
—No —dijo—. Desde aquí no puedes verla.
Bruscamente, Ben miró alrededor.
—¿Ver qué?
—La casa de los Marsten. Apuesto cinco centavos a que es eso lo que estabas buscando.
Ben rio, incómodo.
—No me gusta apostar.
—¿Tu libro se desarrolla en un pueblo como Salem’s Lot?
—El pueblo y la gente —asintió Ben—. Hay una serie de crímenes sexuales y mutilaciones. Voy a empezarlo con uno de ellos y describirlos progresivamente, del principio al fin, con todo detalle. Estaba trabajando en esa parte cuando desapareció Ralphie Glick y me… bueno, me cayó muy mal.
—¿Y para todo eso te basas en las desapariciones que sucedieron por los años treinta en el municipio?
Ben le miró.
—Veo que estás al tanto de eso, ¿eh?
—Oh, sí. Y muchos de los antiguos residentes también. Yo no estaba entonces en Salem’s Lot, pero sí Mabel Werts, Glynis Mayberry y Milt Crossen. Algunos de ellos ya han establecido la relación.
—¿Qué relación?
—Vamos, Ben. Es una relación bastante obvia, ¿no?
—Imagino que sí. La última vez que la casa estuvo ocupada, desaparecieron cuatro chiquillos en un período de diez años. Ahora, después de treinta y seis años, vuelve a estar habitada, y Ralphie Glick desaparece de la noche a la mañana.
—¿Crees que es una coincidencia?
—Supongo que sí —admitió Ben, en cuyos oídos resonaban las palabras de advertencia de Susan—. Pero es extraño. Estuve mirando los ejemplares del Ledger, desde 1939 a 1970, para hacer una comparación. Desaparecieron tres chicos. Uno se había escapado de casa y después lo encontraron trabajando en Boston; tenía dieciséis años, pero parecía mayor. A otro lo pescaron un mes después, ahogado en el Androscoggin. Y el tercero apareció enterrado cerca de la carretera 116, en Gates, víctima, al parecer, de un conductor que escapó. Pero todos los casos se aclararon.
—Tal vez la desaparición del chico de los Glick también se aclare.
—Es posible.
—Pero tú no lo crees. ¿Qué sabes de ese hombre, Straker?
—Absolutamente nada —declaró Ben—. Ni siquiera estoy seguro de querer conocerlo. En este momento estoy trabajando en un libro que es inseparable de cierto concepto de la casa de los Marsten y de quienes la habitan. Y si descubro que Straker es un hombre de negocios normal, como sin duda lo es, se romperá el esquema. De modo que…
—No creo que sea el caso. Sabes que hoy abrió su tienda. Susie Norton y su madre pasaron por allí… demonios, la mayoría de las mujeres del pueblo se dio una vuelta para espiar un poco. Según Dell Markey, que es una fuente de información fidedigna, hasta Mabel Werts se dejó caer. Parece que se trata de un hombre fascinante. Elegante, con mucha gracia, totalmente calvo. Y encantador. Me dijeron que vendió varias piezas.
—Vaya —sonrió Ben—. ¿Nadie ha visto la otra mitad del equipo?
—Se supone que está en viaje de negocios.
—¿Por qué dices «se supone»?
Matt se encogió de hombros con inquietud.
—No lo sé. Es probable que todo sea perfectamente normal, pero esa casa me pone nervioso. Es casi como si los dos la hubieran buscado. Como tú dijiste, parece un ídolo instalado en lo alto de la colina.
Ben asintió.
—Y por si esto fuera poco, tenemos la desaparición de otro chico. Y el hermano de Ralphie, Danny, muerto a los doce años. Causa de la muerte: anemia perniciosa.
—¿Y eso qué tiene de raro? Es lamentable, ciertamente…
—Mi médico es un tipo joven, se llama Jimmy Cody. Fue alumno mío en el instituto. Es un médico excelente, aunque entonces era un pequeño diablo. Sea como sea, todo esto no son más que comentarios. Habladurías.
—Ya.
—Yo fui a hacerme un examen, y casualmente comenté que era una pena lo del chico de los Glick, y qué tremendo para los padres después de la desaparición del otro. Jimmy me dijo que había consultado el caso con George Gorby. El chico estaba anémico, sí. Pero él me dijo que un recuento de glóbulos rojos en un muchacho de la edad de Danny ronda el noventa por ciento. El de Danny estaba en el cincuenta y cinco por ciento.
Ben dejó escapar un silbido de asombro.
—Estaban poniéndole inyecciones de vitamina B12 y dándole hígado de ternera, y parecía dar buen resultado. Iban a darle el alta al día siguiente. Y bum, cae muerto.
—Más vale que Mabel Werts no se entere de eso —comentó Ben—, porque empezará a ver indígenas con cerbatanas por el parque.
—No se lo he comentado a nadie más que a ti, ni pienso hacerlo. Y de paso, Ben, yo de ti no diría ni una palabra sobre el tema del libro. Si Loretta Starcher te pregunta sobre qué estás escribiendo, dile que es algo de arquitectura.
—Es un consejo que ya me han dado.
—Susan Norton, sin duda.
Ben consultó su reloj y se levantó.
—Hablando de Susan…
—El macho que despliega todo su plumaje para el cortejo —sonrió Matt—. Pues yo tengo que volver al instituto. Estamos ensayando el tercer acto de la comedia estudiantil, una obra de gran contenido social que se llama El problema de Charley.
—¿Y cuál es el problema?
—El acné —contestó Matt con una mueca.
Se dirigieron a la puerta y Matt se detuvo para ponerse una desteñida chaqueta. Ben pensó que parecía más bien un entrenador de deporte envejecido que un sedentario profesor de inglés, hasta que uno le miraba la cara, inteligente aunque soñolienta, y de alguna manera inocente.
—Escucha —dijo Matt mientras salían a la escalinata—, ¿qué piensas hacer el viernes por la noche?
—No lo sé —respondió Ben—. Había pensado en ir con Susan a ver una película. Es más o menos lo único que se puede hacer por aquí.
—A mí se me ocurre otra cosa —sugirió Matt—. Podríamos formar una comisión de tres y subir en el coche hasta la casa de los Marsten para saludar al nuevo propietario. En nombre del pueblo, claro.
—Buena idea —asintió Ben—. Un gesto de cortesía, ¿no?
—Una delegación de bienvenida.
—Se lo diré a Susan esta noche. Creo que aceptará.
—Muy bien.
Matt levantó la mano mientras el Citroën de Ben se alejaba, ronroneando. Ben respondió con un par de bocinazos, y luego las luces rojas del coche se perdieron sobre la colina.
Durante casi un minuto después que el ruido del Citroën se hubo extinguido, Matt permaneció en los escalones, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, vueltos los ojos hacia la casa de la colina.
3
Como el jueves por la noche no había ensayo, Matt acudió a la taberna de Dell a las nueve, a tomar un par de cervezas. Si el maldito charlatán de Jimmy Cody no le recetaba nada para el insomnio, se lo recetaría él mismo.
Las noches que no había orquesta, el bar no se llenaba mucho. Matt no vio más que a tres personas conocidas: Weasel Craig, que le hacía los honores a una cerveza, solo en un rincón; Floyd Tibbits, con el ceño tormentoso (esa semana había hablado tres veces con Susan, dos por teléfono y una personalmente, en la sala de los Norton, sin que ninguna de las conversaciones hubiera tenido resultado satisfactorio), y Mike Ryerson, que estaba sentado en uno de los pequeños reservados, contra la pared.
Matt fue hacia la barra, donde Dell Markey estaba secando vasos mientras miraba Ironside en un televisor portátil.
—Hola, Matt. ¿Qué tal?
—Bien. Noche floja.
Dell se encogió de hombros.
—Ajá. En el cine al aire libre de Gates dan un par de filmes de motos y no puedo competir con eso. ¿Vaso o botella?
—Botella.
Dell la sirvió, le quitó la espuma y le agregó unos centímetros más. Matt pagó y, después de titubear un momento, se dirigió al reservado donde estaba Mike. Mike había pasado por una de las clases de inglés de Matt, como casi toda la gente joven de El Solar, y Matt se había encariñado con él. Poseedor de una inteligencia media, había hecho un trabajo superior a la media, porque trabajaba con empeño y preguntaba una y otra vez las cosas que no entendía, hasta comprenderlas. Además, tenía un gran sentido del humor, y una agradable e individualista personalidad que lo convertía en uno de los favoritos de la clase.
—Hola, Mike —le saludó—. ¿No te molesta que me siente contigo?
Mike Ryerson levantó los ojos hacia él y Matt sintió un impacto como si hubiera tocado un cable. Drogas, fue lo primero que pensó. Y de las duras.
—Por favor, señor Burke. Siéntese. —Su voz sonó indiferente. Tenía el cutis pálido y profundas ojeras. Los ojos parecían desmesuradamente grandes y brillantes. En la semipenumbra del bar, sus manos se movían lentamente sobre la mesa, con aire espectral. Ante él, intacto, había un vaso de cerveza.
—¿Cómo va tu vida, Mike? —Matt se sirvió un vaso de cerveza dominando sus manos, que querían echarse a temblar.
Su vida había sido siempre tranquila y regular, como un gráfico con altibajos moderados (y hasta sus depresiones habían sido siempre leves desde la muerte de su madre, ocurrida hacía trece años), y una de las cosas que lo angustiaban era el desdichado final que les reservaba la suerte a algunos de sus alumnos. Billy Royko, muerto en Vietnam, en un accidente aéreo, dos meses antes del alto el fuego; Sally Greer, una de las alumnas más inteligentes y despiertas que había tenido, asesinada por su amigo borracho cuando le dijo que quería terminar con él; Gary Coleman, que se había quedado ciego debido a una misteriosa degeneración del nervio óptico; Doug, el hermano de Buddy Mayberry, el único chico valioso de una familia de semirretrasados, ahogado en la playa de Old Orchard; y las drogas, esa muerte en miniatura. No todos los que se aventuraban en las aguas del Leteo sentían la necesidad de sumergirse en ellas, pero había bastantes chicos que habían hecho de los sueños su pan de cada día.
—¿Quiere decir qué hago? —repitió lentamente Mike—. No sé, señor Burke. Nada importante.
—¿Qué mierda te has metido dentro, Mike? —preguntó suavemente Matt.
Mike le miró sin comprender.
—Qué droga —aclaró Matt—. ¿Benzedrina? ¿Ácido? ¿Coca? O es…
—No estoy drogado —negó Mike—. Creo que estoy enfermo.
—¿De verdad?
—Jamás en mi vida he tomado drogas duras —declaró Mike con un gran esfuerzo—. Nada más que grifa, y hace cuatro meses que no la pruebo. Me siento mal… me siento mal desde el lunes. Fíjese que el domingo por la noche me quedé dormido en Harmony Hill, y no me desperté hasta el lunes por la mañana. —Sacudió lentamente la cabeza—. Me sentía molido. Desde entonces me siento molido. Y peor cada día. —Suspiró, y fue como si el soplo de aire sacudiera su cuerpo como una hoja seca en los arces de noviembre.
Matt se acercó, preocupado.
—¿Eso te pasó después del funeral de Danny Glick?
—Sí. —Mike volvió a mirarle—. Volví para terminar el trabajo después de que se fueron todos, pero el imbécil… perdón, señor Burke… pero Royal Snow no apareció. Le esperé un rato, y debió de ser entonces cuando empecé a sentirme mal, porque después todo es… ay, cómo me duele la cabeza. Me cuesta pensar.
—¿Qué recuerdas, Mike?
—¿Qué recuerdo?
Mike miraba el vaso de cerveza, observando cómo se desprendían las burbujas y subían a la superficie.
—Recuerdo una canción —evocó—. La canción más dulce que he oído nunca. Y una sensación como… como de ahogarme. Solo que era agradable. Excepto los ojos. Los ojos.
Se aferró los codos con un estremecimiento.
—¿Los ojos de quién? —preguntó Matt.
—Eran rojos. Oh, qué ojos tan terribles.
—Pero ¿de quién?
—No lo recuerdo. No había ojos. Fue todo un sueño. —Mike lo apartó de su mente y Matt casi pudo ver cómo lo hacía—. No recuerdo nada más del domingo por la noche. El lunes por la mañana me desperté en el suelo, y al principio no podía levantarme, de cansado que estaba. Pero finalmente me levanté. El sol estaba subiendo y tuve miedo de que me quemara, así que me fui al bosque, junto al arroyo. Me encontraba agotado. Dios, qué agotado. Entonces seguí durmiendo. Dormí hasta… creo que hasta las cuatro o las cinco. —Soltó una risita—. Cuando desperté estaba cubierto de hojas, pero me sentía un poco mejor. Me levanté y volví al camión. —Se pasó la mano por la cara—. Sin embargo, el domingo por la noche debí de terminar el trabajo del niño de los Glick. Es raro. Ni siquiera me acuerdo.
—¿Terminarlo?
—Con Royal o sin él, la tumba estaba cubierta. La tierra alisada y todo. Un buen trabajo. No recuerdo haberlo hecho. Sin duda estaba realmente enfermo.
—¿Dónde pasaste la noche del lunes?
—En casa. ¿Dónde si no?
—¿Y cómo te sentías el martes por la mañana?
—El martes seguí durmiendo todo el día. No desperté hasta la noche.
—¿Cómo te sentías?
—Fatal. Las piernas parecían de goma. Cuando quise tomar un vaso de agua, casi me caí. Tuve que ir a la cocina apoyándome en los muebles. Débil como un gatito. —Frunció el entrecejo—. Tenía una lata de guisado para la cena… uno de esos de legumbres, sabe… pero no pude comer. Era como si con solo mirarlo se me revolviera el estómago. Como cuando uno tiene una resaca espantosa y le ofrecen comida.
—¿No comiste nada?
—Intenté hacerlo pero vomité. Sin embargo, me sentí un poco mejor. Salí y caminé un rato. Después me volví a acostar. —Sus dedos recorrían las viejas marcas que había sobre la mesa—. Tuve miedo antes de acostarme, como un chico que se asusta de la oscuridad. Recorrí toda la casa, asegurándome de que las ventanas estuvieran con el cerrojo corrido. Y me dormí con las luces encendidas.
—¿Y ayer por la mañana?
—¿Eh? No… no desperté hasta anoche a las nueve. —Rio—. Pensé que si seguía así me pasaría todo el día durmiendo. Y eso es lo que uno hace cuando está muerto.
Matt le observaba.
Floyd Tibbits se levantó, insertó una moneda de veinticinco centavos en el tocadiscos y empezó a seleccionar canciones. El bar se llenó de música pegajosa.
—Lo raro —siguió Mike— es que la ventana de mi dormitorio estaba abierta cuando me levanté. Tuve un sueño… alguien llamaba a la ventana y yo me levantaba… me levantaba para dejarle entrar. Como cuando uno se levanta para hacer pasar a un viejo amigo que tiene frío… o hambre.
—¿Quién era?
—No era más que un sueño, señor Burke.
—Pero en el sueño, ¿quién era?
—No lo sé. Otra vez intenté comer, pero la sola idea me hizo sentir mal.
—¿Qué hiciste?
—Vi la tele hasta que terminó Johnny Carson, y me sentí mejor. Después me acosté.
—¿Cerraste las ventanas?
—No.
—¿Y dormiste todo el día?
—Me desperté hacia la puesta de sol. —¿Débil?
—No se imagina. —Se pasó una mano por la cara—. Me siento decaído —gimió con voz quebrada—. Será la gripe o algo así, ¿no cree, señor Burke? No estaré enfermo, ¿verdad?
—No lo sé —respondió Matt.
—Pensé que unas cervezas me levantarían el ánimo, pero no puedo beber. Tomé un sorbo y casi me dio arcadas. La semana pasada… todo me parece una pesadilla. Y tengo miedo. Un miedo espantoso. —Se cubrió la cara con las delgadas manos, y Matt advirtió que estaba llorando.
—¿Mike?
No hubo respuesta.
—Mike. —Suavemente, le apartó las manos de la cara—. Quiero que vengas conmigo a casa esta noche. Dormirás en mi cuarto de huéspedes. ¿Lo harás?
—Está bien. Me da lo mismo. —Con lentitud, se frotó los ojos con la manga.
—Y mañana, vendrás conmigo a ver al doctor Cody.
—Está bien.
—Bueno, vamos.
Matt pensó en llamar a Ben Mears, pero no lo hizo.
4
—Adelante —respondió Mike Ryerson cuando Matt llamó a la puerta del dormitorio. Matt entró, llevando en la mano un pijama.
—Tal vez te quede un poco grande…
—No importa, señor Burke. Yo duermo en calzoncillos.
Ahora no tenía puesta otra prenda, y Matt vio que todo el cuerpo presentaba una palidez enfermiza. Las costillas sobresalían como rebordes circulares.
—Gira la cabeza hacia este lado, Mike.
Mike obedeció.
—Mike, ¿dónde te hiciste estas marcas?
Mike se llevó la mano a la garganta, bajo el ángulo del maxilar.
—No lo sé.
Matt hizo una pausa, inquieto. Después se dirigió a la ventana. El cerrojo estaba bien asegurado, pero Matt lo descorrió y volvió a correrlo con manos torpes. Del otro lado, la oscuridad se apoyaba pesadamente contra el cristal.
—Llámame si necesitas algo. Incluso si tienes una pesadilla. ¿Lo harás, Mike?
—Sí.
—Lo digo en serio. Estoy al otro lado del pasillo.
—De acuerdo.
Vacilante, con la sensación de que había otras cosas que debería hacer, Matt se retiró.
5
No durmió ni un instante, y lo único que lo disuadía de llamar a Ben Mears era la seguridad de que en la pensión de Eva todo el mundo estaría ya acostado. La mayoría de los huéspedes eran ancianos, y cuando el teléfono sonaba a altas horas de la noche quería decir que había muerto alguien.
Siguió tendido, inquieto, mirando cómo las manecillas luminosas del despertador pasaban de las once y media a las doce. En la casa reinaba un silencio extraño, tal vez porque sus oídos estaban agudizados para detectar el menor ruido. La casa era vieja y de construcción sólida. No se oía otro ruido que el del reloj y el débil susurro del viento en el exterior. Entre semana ningún coche pasaba por Taggart Stream Road a esas horas de la noche.
Lo que estás pensando es una locura, se dijo.
Pero, paso a paso, se había visto obligado a retroceder hacia esa certeza. Claro que, como literato, era lo primero que se le había ocurrido cuando Jimmy Cody le señaló el caso de Danny Glick. Él y Cody se habían reído del asunto. Tal vez ese fuera el castigo por reírse.
¿Arañazos? Esas marcas no eran arañazos. Eran pinchazos.
A uno le enseñaban que esas cosas no podían ser; que las cosas como la Cristabel de Coleridge o el siniestro cuento de hadas de Bram Stoker no eran más que la urdimbre y la trama de la fantasía. Claro que existían los monstruos; eran los hombres que en seis países apoyaban el dedo en los botones nucleares, los secuestradores, los genocidas, los violadores de niños. Pero esto no. Uno sabe que no es así. Que la marca del diablo que tiene una mujer en el pecho no es más que una verruga, que el hombre que regresó de entre los muertos y llamó a la puerta de su mujer envuelto en los atavíos del sepulcro padecía de ataxia locomotriz, que el monstruo que se acurruca en el rincón del dormitorio de un niño no es más que un montón de mantas. Algunos clérigos habían proclamado incluso que Dios, ese venerable brujo blanco, había muerto.
Se volvió pálido; casi blanco.
Ningún ruido se oía en el pasillo. Está durmiendo, pensó Matt. Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué había invitado a Mike a su casa, sino para que durmiera bien toda la noche, sin que lo interrumpieran los… los malos sueños? Se levantó de la cama, encendió la lámpara y fue hacia la ventana. Desde allí apenas se podía distinguir el tejado de la casa de los Marsten, bajo la luz helada de la luna. Tengo miedo, pensó. Mentalmente, evocó las antiquísimas protecciones contra una enfermedad innombrable: el ajo, la hostia y el agua bendita, el crucifijo, la rosa, el agua corriente. Él no tenía ninguna cosa sagrada. Era metodista no practicante, y en privado pensaba que John Groggins era el mayor imbécil del mundo occidental.
El único objeto religioso que había en la casa era…
En la casa silenciosa se oyó la voz clara y suave de Mike Ryerson hablando con el acento mortal del sueño.
«Sí. Adelante».
La respiración de Matt se detuvo y después exhaló un suspiro silencioso. Se sintió desmayar de espanto. Parecía que el vientre se le hubiera vuelto de plomo. Se le encogieron los testículos. ¿Qué, en nombre de Dios, había sido invitado a entrar en su casa?
Oyó el ruido que hacía el cerrojo de la ventana del cuarto de huéspedes al correrse. Y el chirrido de madera contra madera, al abrirse lentamente la ventana.
Podía bajar las escaleras y coger la Biblia en el aparador del comedor. Volver a subir corriendo, abrir la puerta de la habitación de huéspedes, sosteniendo en alto la Biblia: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, te conmino que te vayas…
Pero ¿quién estaba allá?
Llámame si necesitas algo.
Pero no puedo, Mike. Soy un viejo y tengo miedo.
La noche se adueñó de su cerebro en un desfile de imágenes terroríficas que aparecían y desaparecían en las sombras. Blancos rostros de payaso, ojos enormes, dientes agudos, formas que se deslizaban de la sombra con largas manos blancas tendidas para… para…
Mientras se cubría el rostro con las manos, emitió un gemido estremecedor.
No puedo. Tengo miedo.
No podría haberse levantado ni siquiera si el picaporte de bronce de su puerta hubiera empezado a girar. Estaba paralizado por el miedo y anheló locamente no haber ido esa noche a la taberna de Dell.
Tengo miedo.
Y en el espantoso silencio de la casa, mientras seguía sentado en la cama, impotente, con el rostro oculto entre las manos, oyó la risa aguda, dulce, maligna de un niño…
… y después, la succión.