VI

El Solar (II)

1

El otoño y la primavera llegaban a Jerusalem’s Lot de manera tan súbita como el sol se levanta o se pone en los trópicos. La línea de demarcación podía no ser más que un día. Pero la primavera no es la mejor estación en Nueva Inglaterra: demasiado breve, incierta y susceptible de desbordarse repentinamente. Aun así, hay días de abril que permanecen en el recuerdo mucho después que uno ha olvidado las caricias de la esposa, o el contacto de la boca del bebé en el pezón. Pero a mediados de mayo, el sol se eleva entre la bruma matinal con potencia, y al salir a los escalones del porche a las siete de la mañana, con la fiambrera en la mano, uno sabe que para las ocho ya habrá desaparecido el rocío de la hierba, y que el polvo de los caminos secundarios quedará inmóvil, suspendido en el aire, durante cinco minutos después que haya pasado un coche; y que a la una de la tarde habrá treinta y cinco grados en el tercer piso del aserradero, y el sudor le correrá a uno por los brazos como si fuera aceite y la camisa se le pegará cada vez más a la espalda, como si estuviéramos en pleno julio.

El otoño, cuando llega desalojando al pérfido verano, lo hace algún día de mediados de septiembre, se queda un tiempo, como un viejo amigo a quien uno ha echado de menos. Se instala, como un viejo amigo se instalaría en nuestra silla favorita, para sacar la pipa y encenderla y después colmar la tarde de relatos de los lugares donde ha estado y de las cosas que ha hecho desde la última vez que nos vimos.

Se queda durante todo octubre, y algunos años parte de noviembre. Día tras día, el cielo es de un azul duro y transparente, y las nubes que lo atraviesan, siempre de oeste a este, son calmos navíos blancos con las quillas grises. El viento empieza a soplar durante el día y no se aquieta. Lo obliga a uno a apresurarse cuando anda por las calles, haciendo crujir las hojas caídas que forman una alfombra abigarrada. El viento hace que a uno le duela algo más hondo que los huesos. Tal vez sea que toca algo muy antiguo del alma humana, una cuerda de la memoria de la especie, que tañe: «Emigrar o morir… Emigrar o morir». Aunque uno esté en su casa, el viento azota la madera y el cristal, golpea con descarnada angustia los aleros y, tarde o temprano, uno tiene que dejar lo que estaba haciendo para ir fuera a mirar. Y uno puede quedarse en la escalinata o en la puerta, mediada la tarde, a mirar cómo las sombras de las nubes corren a través del campo de Griffen y suben por Schoolyard Hill, oscuras y claras, como si los dioses estuvieran abriendo y cerrando los postigos. Y se puede ver cómo las flores salvajes amarillas, las representantes más tenaces y bellas de toda la flora de Nueva Inglaterra, se inclinan al impulso del viento como una enorme congregación de fieles silenciosos. Y si no hay coches ni aviones, ni ningún tipo que ande por los bosques que hay al oeste del pueblo, disparando a los faisanes y las codornices, si lo único que se oye es el lento latido del propio corazón, entonces uno escucha también otra cosa: el sonido de la vida que se devana hasta llegar al término de su ciclo, en espera de que las primeras nieves celebren los últimos ritos.

2

Ese año, el primer día del otoño (del otoño real, no el del calendario) fue el 28 de septiembre, el día que enterraron a Danny Glick en el cementerio de Harmony Hill.

Las ceremonias en la iglesia fueron privadas, pero las que habían de celebrar junto a la tumba eran para todo el pueblo, y buena parte del pueblo se hizo presente: los compañeros del colegio, los curiosos, y la gente de edad que va cada vez más compulsivamente a los funerales a medida que la vejez va envolviéndolos en la mortaja.

Acudieron por Burns Road en una larga hilera que serpenteaba hasta desaparecer detrás de la siguiente colina. Pese a la luminosidad del día, todos los coches tenían las luces encendidas. Primero iba el coche fúnebre de Carl Foreman, con las ventanillas traseras llenas de flores, seguido por el Mercury 1965 de Tony Glick, cuyo deteriorado tubo de escape prorrumpía en gemidos y explosiones. Tras ellos, en los cuatro coches siguientes, iban los parientes de ambos lados de la familia; hasta había quien venía de tan lejos como Tulsa, Oklahoma. Entre los demás que integraban el largo desfile con las luces encendidas estaban Mark Petrie (el muchacho a quien Ralphie y Danny iban a visitar la noche que desapareció Ralphie), con su madre y su padre; Richie Boddin y su familia; Mabel Werts, en un coche en el que también se acomodaban William Norton y su esposa que, sentada en el asiento de atrás con el bastón entre sus piernas hinchadas, hablaba con inagotable constancia de otros funerales a los que había asistido desde 1930; Lester Durham y su mujer, Harriet; Paul Mayberry y su esposa Glynis; Pat Middler, Joe Crane, Vinnie Upshaw y Clyde Corliss, en un coche conducido por Milt Crossen (Milt había abierto la pequeña nevera donde guardaba las cervezas antes de que salieran y todos habían compartido solemnemente una botella frente a la cocina); Eva Miller, en un coche en el que también viajaban sus amigas Loretta Starcher y Rhoda Curless, solteronas ambas; Parkins Gillespie y su agente, Nolly Gardener, iban en el coche policial de Salem’s Lot (el Ford de Parkins con una insignia pegada en el tablero); Lawrence Crockett y su cetrina mujer; Charles Rhodes, el mordaz conductor de autobuses, que por principio acudía a todos los funerales; la familia de Charles Griffen, con su mujer y dos de sus hijos, Hal y Jack, los únicos de su progenie que seguían viviendo en la casa.

Esa mañana temprano, Mike Ryerson y Royal Snow habían cavado la tumba, disponiendo el césped artificial sobre la tierra extraída. Mike había encendido la Llama del Recuerdo, tal como habían pedido los Glick. Mike recordaba que esa mañana había pensado que Royal no parecía el mismo. Generalmente, Royal era todo bromas y tonadas referentes al trabajo que hacían («Te envuelven en una gran sábana blanca y te entierran para oír crecer las plantas», solía cantar con desafinada voz de tenor), pero esa mañana se había mostrado excepcionalmente callado, sombrío casi. Resaca, tal vez, pensó Mike. Snow y su corpulento amigo, Peters, habían estado bebiendo en el bar de Dell la noche anterior.

Hacía apenas cinco minutos que, al ver el coche fúnebre que se acercaba por la colina, todavía a un kilómetro y medio de distancia, Mike había abierto los portones de hierro, no sin echar una mirada a las alcayatas, como lo hacía siempre desde el día que encontrara a Doc colgado de ellas. Una vez abiertos los portones, volvió hacia la tumba recién abierta, donde esperaba el padre Donald Callahan, el sacerdote de la parroquia de Jerusalem’s Lot. Llevaba una estola sobre los hombros, y en la mano sostenía un libro abierto por la página del servicio funerario para niños. Estaban en lo que se llamaba la tercera estación, recordó Mike. La primera era la casa del difunto; la segunda, la pequeña iglesia católica de St. Andrew. La última, Harmony Hill. Todo el mundo fuera.

Un escalofrío le estremeció, y Mike bajó la vista hacia el reluciente césped artificial, preguntándose por qué eso tenía que ser parte de todos los funerales. Parecía exactamente lo que era: una barata imitación de la vida, que enmascaraba discretamente los pesados terrones oscuros de la tierra final.

Callahan era un hombre alto, de penetrantes ojos azules y cutis rubicundo, con el pelo gris acerado. A Ryerson, que no había vuelto a ir a la iglesia desde los dieciséis años, le parecía el mejor de los médicos brujos de la zona. John Groggins, el ministro metodista, era un vejestorio hipócrita, y Patterson, de la Iglesia de los Santos y Seguidores de la Cruz del Ultimo Día, estaba como un cencerro. En el funeral celebrado por uno de los diáconos de la iglesia, hacía dos o tres años, Patterson había llegado al extremo de revolcarse por el suelo. En cambio, Callahan parecía bastante buena persona, para ser católico; sus funerales eran serenos y consoladores, e invariablemente cortos. Ryerson dudaba que las venitas rojas que le cubrían la nariz y las mejillas fueran resultado de la oración, pero si Callahan bebía algún que otro trago, eso no era motivo para condenarle. Tal como estaba el mundo, lo asombroso era que todos esos sacerdotes no terminaran en un manicomio.

—Gracias, Mike —dijo el padre Callahan, y miró hacia el cielo luminoso—. Este va a ser difícil.

—Me imagino. ¿Cuánto durará?

—No más de diez minutos. No quiero prolongar la agonía de los padres. Ya tienen bastante con lo que les espera.

—Ya lo creo —asintió Mike.

Se encaminó hacia el fondo del cementerio, pensando en saltar el muro de piedra, internarse en el bosque y comerse su bocadillo. Sabía, por larga experiencia, que lo último que los sufrientes deudos y amigos quieren ver durante la tercera estación es al sepulturero, con su mono sucio de tierra: era como dejar caer una mancha en la luminosa imagen de inmortalidad y celestiales puertas que se abren que les presentaba el sacerdote.

Cerca del fondo se detuvo y se inclinó a examinar una lápida caída. Al enderezarla, volvió a sentir un escalofrío mientras sacudía la tierra de la inscripción:

HUBERT BARCLAY MARSTEN

6 de octubre de 1889

12 de agosto de 1939

El ángel de la Muerte

que sostiene la lámpara broncínea

que hay más allá de la puerta de oro

te sumergió en Aguas oscuras

Y debajo, casi borrado por treinta y seis estaciones de heladas y deshielos:

Dios quiera que descanses en paz

Todavía vagamente inquieto, y aún sin saber por qué, Mike Ryerson se dirigió al bosque y se sentó junto al arroyo a comer.

3

En su primera época en el seminario, un amigo del padre Callahan le había dado una blasfema estampa que en ese momento le había provocado risas horrorizadas, pero que a medida que pasaban los años le parecía más verdad y menos blasfema: «Que Dios me dé la SERENIDAD de aceptar lo que no puedo cambiar, la TENACIDAD de cambiar lo que puedo, y la BUENA SUERTE de no confundirlos demasiado a menudo». Todo en letra gótica, con un sol naciente en el fondo.

Ahora, de pie ante los deudos de Danny Glick, el antiguo credo volvía a aflorar.

El féretro, llevado por dos tíos y dos primos del muchacho fallecido, había quedado en el suelo. Marjorie Glick, vestida con un abrigo y sombrero negros con velo, el rostro pálido como un requesón tras la malla de la red, se tambaleaba sostenida por el brazo protector de su madre, aferrada a su bolso negro como si fuera un salvavidas. Tony Glick estaba a cierta distancia de ella, con expresión aturdida y ausente. Varias veces durante el servicio religioso había mirado alrededor, como para asegurarse de que estaba entre esas personas. Su rostro era el de un hombre convencido de que todo es un sueño.

La Iglesia no puede detener ese sueño, pensaba Callahan. Ni toda la serenidad, tenacidad o buena suerte del mundo. La confusión ya había empezado.

Roció con agua bendita el ataúd y la tumba, santificándolos para toda la eternidad.

—Oremos —empezó, y las palabras surgieron melodiosamente de su garganta, como siempre, en el resplandor y la sombra, en la embriaguez o la sobriedad. Los deudos inclinaron la cabeza—. Señor Dios, por tu misericordia los que han vivido en la fe encuentran la paz eterna. Bendice esta tumba y envía a tu ángel a vigilarla. Recibe en tu presencia el cuerpo de Danny Glick que estamos sepultando y deja que con tus santos se regocije en ti para siempre. Te lo pedimos por Cristo Nuestro Señor. Amén.

—Amén —murmuró la congregación.

Tony Glick miraba alrededor con ojos muy abiertos, alucinados. Su mujer se llevó a la boca un pañuelo de papel.

—Con fe en Jesucristo, traemos reverentemente el cuerpo de este niño para enterrarlo en su humana imperfección. Oremos confiados en Dios, que da vida a todas las cosas, para que Él eleve este cuerpo mortal a la perfección y la compañía de sus santos.

Volvió las páginas del misal. Una mujer de la tercera fila de la herradura en torno de la tumba empezó a sollozar roncamente. En algún rincón del bosque gorjeaba un pájaro.

—Oremos a Nuestro Señor Jesucristo por nuestro hermano Daniel Glick —prosiguió el padre Callahan—. Él nos dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente». Señor, Tú que lloraste a la muerte de Lázaro, tu amigo, consuélanos en nuestro dolor. En nuestra fe te lo pedimos.

—Señor, escucha nuestra súplica —respondieron los católicos.

—Tú que volviste al muerto a la vida, da a nuestro hermano Daniel la vida eterna. En nuestra fe te lo pedimos.

—Señor, escucha nuestra súplica —respondieron las voces.

En los ojos de Tony Glick empezaba a expresarse algo; una revelación, tal vez.

—Nuestro hermano Daniel fue lavado por las aguas del bautismo; dale la compañía de todos tus santos. En nuestra fe te lo pedimos.

—Señor, escucha nuestra súplica.

—Él, que fue alimentado con tu cuerpo y con tu sangre, concédele un lugar en la mesa en tu reino celestial. En nuestra fe te lo pedimos.

—Señor, escucha nuestra súplica.

Marjorie Glick había empezado a mecerse atrás y adelante, gimiendo.

—Consuélanos en nuestro dolor por la muerte de nuestro hermano; que nuestra fe sea nuestro consuelo y la vida eterna nuestra esperanza. En nuestra fe te lo pedimos.

—Señor, escucha nuestra súplica.

El padre Callahan cerró el misal.

—Oremos como nos enseñó Nuestro Señor —dijo en voz baja—. Padre nuestro que estás en el cielo…

—¡No! —vociferó Tony Glick, y se precipitó hacia delante—. ¡No vais a echarle tierra a mi hijo!

Las manos que intentaron detenerlo llegaron tarde. Durante un momento, Tony se tambaleó al borde del sepulcro; después el césped artificial se deslizó y cedió, y el hombre cayó en la fosa y chocó contra el féretro de su hijo, con un golpe sordo.

—Danny, ¡sal de ahí! —se desgañitó el padre.

—Oh, Dios —susurró Mabel Werts.

Mientras se apretaba contra los labios un pañuelo de seda negra, sus ojos, brillantes y ávidos, recogieron la escena como una ardilla recoge nueces para el invierno.

—¡Maldita sea, Danny, acaba con esta tontería!

El padre Callahan hizo un gesto a dos de los que habían llevado a pulso el ataúd; los hombres se adelantaron, pero hicieron falta tres más, entre ellos Parkins Gillespie y Nolly Gardener, para poder sacar de la fosa a Tony Glick, que pateaba, aullaba y vociferaba.

—¡Danny, termina de una vez, que estás asustando a mamá! ¡Te voy a dar de azotes por lo que haces! ¡Soltadme! ¡Soltadme… quiero ver a mi hijo! ¡Soltadme, malditos… oh, Dios!

—Padre nuestro que estás en los cielos —volvió a empezar Callahan, y otras voces se le unieron, elevando las palabras hacia el escudo indiferente del cielo.

—… santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad…

—Danny, ven aquí, ¿me oyes? ¿Me oyes?

—… así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy, y perdónanos…

—Daaannyy…

—… nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…

—No está muerto, no está muerto, ¡soltadme, hijos de puta!

—… y no nos dejes caer en la tentación. Mas líbranos del mal. Amén.

—No está muerto —sollozaba Tony Glick—. No puede ser. Si no tiene más de doce años. —Y empezó a llorar copiosamente, echándose hacia delante a pesar de los hombres que lo sostenían, con la cara demudada y sucia de lágrimas. Cayó de rodillas a los pies de Callahan y le aferró los pantalones con las manos llenas de tierra—. Por favor, devuélvame a mi hijo. Por favor, no siga burlándose de mí.

Callahan le apoyó ambas manos en la cabeza.

—Oremos —repitió, mientras sentía vibrar contra las piernas los sollozos desgarradores de Glick.

—Señor, consuela en su dolor a este hombre y a su esposa. Tú lavaste a este niño en las aguas del bautismo y le diste nueva vida. Que podamos un día unirnos con él para gozar para siempre de los goces del cielo. Te lo pedimos en el nombre de Jesús, amén.

Al levantar la cabeza, vio que Marjorie Glick se había desmayado.

4

Cuando todos se fueron, Mike Ryerson volvió y se sentó al borde de la tumba a comerse su último bocadillo mientras esperaba a que regresara Royal Snow.

El funeral había sido a las cuatro, y ahora eran casi las cinco. Las sombras se habían alargado y el sol se inclinaba tras los altos robles. Ese estúpido de Royal había prometido estar de vuelta a las cinco menos cuarto a más tardar; ¿dónde demonios estaría?

El bocadillo era de salami y queso, su favorito. Todos los bocadillos que se preparaba eran sus favoritos; esa era una de las ventajas de estar soltero. Lo terminó y se sacudió las manos; algunas migas de pan cayeron sobre el ataúd.

Alguien lo estaba observando.

Lo sintió súbitamente, con total certeza. Recorrió el cementerio con ojos muy abiertos.

—Royal, ¿estás ahí, Royal?

Nadie respondió. El viento suspiraba entre los árboles, haciéndoles emitir susurros misteriosos. A la sombra oscilante de los olmos que se alzaban del otro lado del muro, podía ver la lápida de Hubert Marsten, y de pronto se acordó del perro de Win, ensartado en los barrotes del portón de hierro.

Ojos. Fijos e impasibles. Que observaban.

Oscuridad, no me alcances aquí.

Se puso en pie de un brinco, como si alguien hubiera hablado en voz alta.

—Maldito seas, Royal —masculló.

Ya no pensaba que Royal pudiera andar por allí, ni siquiera que volvería. Tendría que hacer el trabajo solo, y le llevaría muchísimo tiempo. Hasta que anocheciera, tal vez.

Se puso a trabajar, sin tratar de comprender el terror que se había adueñado de él, sin preguntarse por qué ese trabajo que jamás le había intranquilizado le parecía ahora tan inquietante.

Con gestos rápidos y precisos sacó las franjas de césped artificial del montón de tierra y las dobló cuidadosamente. Se las colgó del brazo y las llevó a su camión, aparcado del otro lado del portón; una vez fuera del cementerio, la horrenda sensación de ser vigilado se desvaneció.

Puso el césped en la parte de atrás del camión y buscó una pala. Echó a andar, pero vaciló. Cuando miró hacia la tumba abierta, tuvo la sensación de que se burlaba de él.

Se dio cuenta de que la sensación de estar vigilado había desaparecido tan pronto como dejó de ver el féretro que descansaba en el fondo de la fosa. De pronto tuvo la imagen de Danny Glick tendido sobre la almohadita de satén, con los ojos abiertos. No… qué estupidez. Si les cerraban los ojos. Muchas veces se lo había visto hacer a Carl Foreman. «Claro que se los pegamos —le había dicho una vez Cari—. No querrás que el cadáver haga guiños a la gente, ¿no?».

Arrojó una palada de tierra a la fosa, donde cayó con un ruido sordo sobre el cajón de caoba lustrada; Mike dio un respingo. Se enderezó y miró alrededor las ofrendas de flores. Qué desperdicio. Mañana los pétalos estarían todos marchitos. Mike no entendía por qué la gente hacía eso. Si estaban dispuestos a gastar dinero, ¿por qué no enviárselo a la Liga Contra el Cáncer o a la Sociedad de Beneficencia? Así por lo menos serviría de algo.

Echó otra palada a la fosa y volvió a descansar.

Ese ataúd, otro desperdicio. Un hermoso féretro de caoba, de mil dólares por lo menos, y ahí estaba él cubriéndolo de tierra. Los Glick no tenían más dinero que cualquier otro del pueblo, y ¿quién saca un seguro de vida para un chico? Probablemente se habrían endeudado hasta el cuello, y todo por un cajón que iba a la tierra.

Se inclinó a recoger otra palada y volvió a arrojarla de mala gana. Otra vez ese golpe horrible, definitivo. La tapa del ataúd ya estaba semicubierta de tierra, pero seguía distinguiendo el brillo de la caoba, casi como un reproche.

Deja de mirarme.

Recogió una palada más, no muy grande, y la echó en la fosa.

Las sombras eran ya muy largas. Se detuvo y levantó la vista. Allá estaba la casa de los Marsten, con los postigos cerrados, impasible. El lado este de la casa, el que primero daba los buenos días al sol, miraba directamente hacia el portón de hierro del cementerio, donde Doc…

Se obligó a coger otra palada de tierra y arrojarla en el hoyo. Bump.

Un poco de tierra se deslizó por los lados, amontonándose en las bisagras de bronce. Ahora, si alguien lo abriera, haría un ruido áspero y chirriante como cuando se abre la puerta de una tumba.

Deja de mirarme, mierda.

Volvió a inclinarse, pero la sola idea de tener que levantar la pala lo agotó, y descansó durante un minuto. Una vez había leído —en el National Enquirer, tal vez— algo sobre un hacendado de Texas que había especificado en su testamento que quería que lo enterraran en un Cadillac. Y lo hicieron, desde luego. Cavaron la fosa con una excavadora y levantaron el coche con una grúa. Por todo el país hay gente que anda por ahí en coches viejos pegados con saliva y atados con alambre de embalar, y uno de esos cerdos ricos se hace enterrar sentado al volante de un coche de diez mil dólares con todos los accesorios…

De pronto se estremeció y dio un paso atrás, sacudiendo la cabeza. Había estado a punto de… bueno, de caer en un trance, o algo parecido. La sensación de estar vigilado era ahora más intensa. Miró el cielo y se alarmó al ver cómo había huido la luz. Solamente el piso alto de la casa de los Marsten brillaba ahora a la luz del sol. Su reloj marcaba las seis y diez. Cristo, ¡había pasado una hora y no había echado más de media docena de paladas de tierra!

Mike se dedicó a hacer su trabajo tratando de no pensar. Bump, bump, bump, ahora el ruido de la tierra al caer sobre la madera se había amortiguado; la tapa del ataúd estaba cubierta, y la tierra se desmoronaba y llegaba casi a la cerradura y el pasador.

Echó dos paladas más y se detuvo.

¿Cerradura y pasador?

Pero ¿por qué, en nombre de Dios, se le ocurría a alguien poner una cerradura a un ataúd? ¿Acaso pensaban que alguien iba a tratar de entrar? Eso tenía que ser. No podían pensar que alguien tratara de salir…

—Deja de mirarme —dijo en voz alta, y sintió que el corazón se había alojado en su garganta.

Sintió un súbito impulso de huir de ese lugar, de salir corriendo por el camino hasta llegar al pueblo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlarse. No era más que sus nervios de punta, nada más. Trabajando en un cementerio, ¿a quién no le pasaba de cuando en cuando? Era como una maldita película de terror, eso de tener que cubrir a ese chico, de doce años, nada más, y con los ojos tan abiertos…

—Por favor, ¡basta! —gritó Mike.

Miró con desesperación hacia la casa de los Marsten. Ahora, solo el techo recibía la luz del sol. Eran las seis y cuarto.

Después empezó a trabajar de nuevo con más rapidez, inclinándose, levantando las paladas e intentando mantener la mente en blanco. Pero la sensación de estar vigilado parecía intensificarse, y cada palada de tierra le resultaba más pesada que la anterior. La tapa de la caja ya estaba cubierta, pero se seguía distinguiendo la forma, amortajada por la tierra.

Empezó a rondarle por la cabeza la plegaria católica por los muertos, sin motivo alguno. Se la había oído recitar a Callahan mientras estaba comiendo, junto al arroyo. También había oído gritos desesperados del padre.

«Oremos por nuestro hermano Daniel Glick a Nuestro Señor Jesucristo, que nos dijo…

»(Oh, padre mío, favoréceme)».

Se detuvo a mirar inexpresivamente dentro de la tumba. Era muy honda. Las sombras del anochecer inminente se habían derramado ya en su interior, como algo pegajoso y viviente. Todavía era profunda. Mike no podría llenarla antes de que cayera la noche. Imposible.

«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá…

»(Señor de las Moscas, favoréceme)».

Sí, los ojos estaban abiertos. Por eso se sentía observado, vigilado. Carl no les había puesto suficiente goma y los párpados se habían levantado como los visillos de una ventana, y el chico de los Glick estaba mirándole. Sí, eso era. Tenía que hacer algo.

«… y todo aquel que vive y cree en Mí, no morirá eternamente…

»(Aquí te traigo carne descompuesta y carroña hedionda)».

Sacar la tierra con la pala. Eso era. Sacar la tierra, romper la cerradura con la pala y abrir el ataúd para cerrar esos ojos espantosamente fijos. Mike no tenía la goma que usaban para eso, pero en el bolsillo llevaba dos monedas de veinticinco centavos. Eso serviría. Plata. Sí, plata era lo que necesitaba el niño.

El sol ya pasaba sobre el techo de la casa de los Marsten, y apenas si rozaba los abetos más altos y más viejos, al oeste del pueblo. Hasta con los postigos cerrados, parecía que la casa estuviera mirándole.

«Tú que devolviste el muerto a la vida, da a nuestro hermano Daniel la vida eterna.

»(Por conseguir tu favor ofrecí el sacrificio. Con la mano izquierda te lo traigo)».

De pronto, Mike Ryerson saltó dentro de la tumba y empezó a excavar furiosamente, arrojando la tierra fuera en sombrías explosiones. Finalmente la pala chocó con la madera, y Mike empezó a apartar los últimos restos de tierra y pronto se encontró de rodillas sobre el ataúd, golpeando y volviendo a golpear el reborde de bronce de la cerradura.

Por el arroyo, las ranas habían empezado a croar, un chotacabras cantaba en las sombras y más cerca se elevaba la aguda llamada de un grupo de chovas.

Las siete menos diez.

¿Qué estoy haciendo?, se preguntó. En el nombre de Dios, ¿qué estoy haciendo?

Arrodillado sobre la tapa del féretro, trató de pensar… pero algo en el fondo de su mente le instaba a darse prisa, a darse prisa porque el sol se iba…

Oscuridad, no me alcances aquí.

Alzó la pala y una vez más la dejó caer sobre la cerradura. Se oyó un chasquido; ya estaba rota.

Levantó la vista, en un último destello de cordura, con la cara sucia y surcada de sudor y tierra, los ojos convertidos en desorbitados globos blancos.

Venus resplandecía en el escote del cielo.

Jadeante, salió de la tumba, se tendió cuan largo era y buscó las manijas de la tapa del ataúd. Las encontró y tiró. La tapa giró sobre sus goznes, con un chirrido como Mike lo había previsto, y al levantarse dejó ver primero el satén blanco, luego un brazo cubierto con una manga oscura (a Danny Glick le habían enterrado con su traje de primera comunión) y después… la cara.

A Mike se le congeló el aliento.

Los ojos estaban abiertos. Tal como él los había visto en su mente. Bien abiertos, y nada vidriosos. A la última luz moribunda del día parecían resplandecer con una vida horrorosa. Y esa cara no tenía la palidez de la muerte; las mejillas parecían rebosar vitalidad.

Trató de apartar los ojos del destello escalofriante de aquella mirada de hielo, y no pudo.

—Jesús… —murmuró.

El arco decreciente del sol se sumergió en el horizonte.

5

Mark Petrie estaba trabajando en la construcción de un monstruo —un Frankenstein— en su habitación, mientras escuchaba la conversación de sus padres abajo, en la sala. Su cuarto estaba en el piso alto de la casa que habían comprado en el sur de Jointner Avenue, y aunque ahora la casa se calentaba con una moderna caldera de petróleo, las viejas bocas de calefacción del primer piso se conservaban. Antes, cuando la calefacción de la casa consistía en una vieja cocina, las tuberías que llevaban el aire caliente habían servido para impedir que el primer piso se enfriara demasiado, pese a lo cual la mujer que desde 1873 a 1896 había vivido allí se llevaba siempre a la cama un ladrillo caliente envuelto en franela. Ahora, las tuberías servían para otros fines. Eran excelentes conductores del sonido.

Aunque sus padres estuvieran en la sala, lo mismo podrían haber estado hablando de él al otro lado de la puerta.

Una vez en que su padre le había sorprendido escuchando a la puerta en su anterior casa, cuando Mark solo tenía seis años, le espetó un viejo proverbio: Ir por lana y volver trasquilado. Eso quería decir, le había explicado el padre, que uno puede oír que dicen de él algo que tal vez no sea precisamente de su agrado.

Claro que había otro proverbio, también: Hombre prevenido vale por dos.

A sus doce años, Mark Petrie era más menudo que lo habitual para su edad, y de aspecto un tanto delicado. Sin embargo, se movía con una gracia y una ligereza poco comunes en los muchachos de esa edad, que suelen parecer todo codos, rodillas y cardenales. De cutis blanco, casi lechoso, sus rasgos, que cuando fuera mayor serían considerados aquilinos, parecían ahora levemente femeninos, cosa que ya le había traído algunos inconvenientes antes del incidente con Richie Boddin en el colegio, de manera que había decidido encararlo a su manera. Empezó por un análisis del problema. Decidió que la mayoría de los matones eran grandes, feos y torpes. Asustaban a la gente porque podían hacerle daño. Y para eso, en la pelea eran sucios. De manera que si uno no tenía miedo de que le hicieran daño, y si estaba dispuesto a pelear sucio, podía ganarle a un matón. Richard Boddin había sido la primera confirmación cabal de su teoría. En la pelea del colegio, él y el matón habían empatado (lo que en cierto modo había sido una victoria; el matón, magullado pero no sometido, había proclamado a toda la comunidad escolar que él y Mark Petrie eran aliados. Mark, que pensaba que aquel bravucón era un idiota, no le contradijo. Él sabía ser discreto). Hablar con los bravucones no servía de nada. Al parecer, el único idioma que entendían los Richie Boddin de este mundo eran los golpes, y Mark suponía que por eso el mundo había ido siempre tan mal. Ese día le habían mandado a su casa, y su padre se había enojado, hasta que Mark, resignado a recibir los rituales azotes con un periódico doblado, le dijo que, en el fondo, Hitler no había sido más que un Richie Boddin. Eso había hecho que su padre riera hasta desternillarse, y hasta su madre esbozó una risita. Y había evitado los azotes.

—¿Tú crees que le ha afectado, Henry? —preguntaba en ese momento June Petrie.

—Es… difícil decirlo. —Por la pausa, Mark supo que su padre estaba encendiendo la pipa—. Hay que ver la cara inexpresiva que tiene.

—Sin embargo, las aguas quietas son profundas.

Su madre siempre andaba diciendo cosas como las aguas quietas son profundas, o es el largo camino del que no se vuelve. Mark les quería mucho a los dos, pero a veces le parecían tan pesados como algunos libros de la biblioteca… e igualmente polvorientos.

—Piensa que venían a ver a Mark —continuó ella—. A jugar con su tren eléctrico… y ahora, ¡uno muerto y el otro desaparecido! No te engañes, Henry. El chico debe sentirse afectado.

—Tiene los pies muy bien puestos en la tierra —insistió el señor Petrie—. Y estoy seguro de que, sienta lo que sienta, mantiene el dominio de sí.

Mark encoló el brazo izquierdo del Frankenstein en el hueco del hombro. Era un modelo Aurora, con un tratamiento especial que le daba un resplandor verde en la oscuridad, como el Jesús de plástico que había ganado por aprenderse de memoria todo el Salmo 119 en la escuela dominical.

—A veces pienso que deberíamos haber tenido otro —decía en ese momento su padre—. Entre otras cosas, habría sido bueno para Mark.

—No será porque no lo hayamos intentado, cariño —repuso su madre con tono picaresco.

Un gruñido de su padre.

Se produjo una larga pausa en la conversación. Mark sabía que su padre estaría hojeando el Wall Street Journal, y su madre una novela de Jane Austen, o tal vez de Henry James. Las leía una y otra vez, y maldito si Mark le veía algún sentido a leer más de una vez un libro.

—¿No te parece peligroso dejarlo jugar en el bosque detrás de la casa? —preguntaba ahora su madre—. Dicen que por algún lado hay arenas movedizas.

—A varios kilómetros de aquí.

Mark se relajó un poco y pegó el otro brazo del monstruo. Tenía una gran mesa cubierta de monstruos terroríficos Aurora, formando una escena que su propietario alteraba cada vez que agregaba un elemento nuevo al conjunto. Era una colección muy buena. En realidad, era eso lo que iban a ver Danny y Ralphie la noche que… lo que fuera.

—No creo que haya inconveniente —declaró su padre—. Mientras sea de día, claro.

—Bueno, pues espero que ese funeral espantoso no le provoque pesadillas.

Mark casi podía ver el encogimiento de hombros de su padre.

—Tony Glick… pobre hombre. Pero el dolor y la muerte son parte de la vida. Ya debería estar acostumbrado a la idea.

—Tal vez.

Otra pausa.

Mark se preguntó qué seguiría ahora. El niño es el padre del hombre, tal vez. O es el arbolito joven al que hay que enderezar. Mark encoló el monstruo sobre su base, un túmulo con una lápida torcida en el fondo.

—En medio de la vida, estamos en la muerte. Lo que es yo, podría tener pesadillas.

—¿Sí?

—Ese señor Foreman debe de ser un verdadero artista, por espantoso que suene. Si realmente parecía dormido, como si en cualquier momento fuera a abrir los ojos y bostezar y… No sé por qué la gente insiste en torturarse con esos servicios con el ataúd abierto. Es tan pagano…

—En fin, ya pasó.

—Sí, claro. Es un buen chico, ¿no te parece, Henry?

—¿Mark? Mejor no lo hay.

Mark sonrió.

—¿Habrá algo interesante en la televisión?

—Veámoslo.

Mark prescindió de lo demás; lo importante había terminado. Puso el modelo sobre el alféizar de la ventana, para que se secara y endureciera. Dentro de quince minutos, su madre le llamaría para decirle que tenía que acostarse. Sacó su pijama del cajón superior de la cómoda y empezó a desvestirse.

En realidad, su madre se preocupaba sin necesidad por su equilibrio psíquico, en modo alguno frágil. Tampoco había motivos especiales para que lo fuera; en casi todos los aspectos, y pese a su constitución menuda y graciosa, Mark era un muchacho típico. Su familia era de clase media alta y aún seguía ascendiendo; el matrimonio de sus padres era sólido. Los dos se amaban con firmeza, aunque en forma un tanto insípida. En la vida de Mark jamás había habido ningún trauma importante. Las pocas peleas que había tenido en la escuela no le habían dejado cicatrices. Se llevaba bien con sus compañeros, y en general tenía las mismas aficiones que ellos.

Si algo hacía de él un ser aparte, era su reserva, un calmo autodominio que nadie le había inculcado; aparentemente, Mark había nacido así. Cuando su perrito Chopper fue atropellado por un coche, Mark insistió en ir con su madre al veterinario. Cuando este le dijo: «Tendremos que dormir a tu perro, hijo mío. ¿Comprendes por qué?», Mark contestó: «No le van a hacer dormir. Lo van a matar con gas, ¿no es eso?». El veterinario asintió. Mark le dijo que estaba bien, que lo hiciera, pero primero besó a Chopper. Le había dolido, pero no había llorado, ni las lágrimas habían aflorado. Su madre sí había llorado, pero tres días después, Chopper era para ella parte de un nebuloso pasado, cosa que nunca sería para Mark. Ese era el valor de no llorar. Llorar era como desparramarlo todo por el suelo.

A Mark le había conmovido la desaparición de Ralphie Glick, y también la muerte de Danny, pero no se había sentido asustado.

Había oído decir a un hombre en la tienda que tal vez Ralphie hubiera sido atacado por un maníaco sexual. Mark sabía lo que era eso. Eran tipos que le hacían a uno algo terrible, y después lo estrangulaban (en las historietas, el tipo a quien estrangulaban siempre decía «Aarrjjj») y lo enterraban en un pozo de escombros o debajo de las tablas de algún cobertizo abandonado. Si alguna vez un maníaco sexual le ofrecía caramelos, Mark le daría una patada en los huevos y escaparía por piernas.

—¿Mark? —se oyó la voz de su madre, por la escalera.

—Soy yo —respondió, y volvió a sonreír.

—Cuando te laves, no te olvides de las orejas.

—Descuida.

Bajó a la sala para darles el beso de buenas noches, con sus movimientos leves y graciosos, no sin echar un último vistazo a la mesa donde se desplegaban sus monstruos: Drácula, con la boca abierta, mostrando los colmillos, amenazaba a una muchacha tendida en el suelo, mientras el Médico Loco torturaba a una mujer en el potro y Mr. Hyde se acercaba furtivamente a un anciano que regresaba a su casa.

¿Que si entendía la muerte? Desde luego. Era cuando los monstruos se adueñaban de uno.

6

Roy McDougall arrimó el coche a su remolque a las ocho y media y detuvo el motor del viejo Ford. El tubo de escape estaba casi desprendido, las luces intermitentes no funcionaban y el seguro le vencía el mes próximo. Vaya coche. Vaya vida. Dentro de la casa, el crío lloraba y Sandy le gritaba. Estupendo, el matrimonio.

Bajó del coche y tropezó con una de las losas que desde el último verano estaba pensando en usar para hacer un camino desde los escalones del remolque a la entrada.

—A la mierda —masculló, echando una mirada furibunda a las losas mientras se frotaba la espinilla.

Estaba muy borracho. Desde que saliera del trabajo, a las tres, había estado bebiendo en el bar de Dell, con Hank Peters y Buddy Mayberry. A Hank le habían despedido hacía pocos días, y parecía decidido a beberse toda la indemnización. Roy sabía lo que Sandy pensaba de sus amigos. Bueno, pues que se fuera a la mierda. Reprocharle a un hombre que se tomara unas cervezas el sábado y el domingo después de haberse deslomado toda la semana en la maldita tejeduría… y las horas extra del fin de semana, además. ¿Quién era ella para hacerse la santa? Si se pasaba todo el día sentada en la casa sin nada que hacer, a no ser charlar con el cartero y vigilar que el crío no se metiera gateando dentro del horno. Y de todas maneras, ni siquiera le había vigilado muy bien últimamente. El maldito mocoso se había caído de la mesa mientras lo mudaba.

¿Y tú dónde estabas?

Yo le estaba sosteniendo, Roy. Pero es que se mueve tanto.

Se mueve. Sí.

Todavía echando chispas, se acercó a la puerta. Le dolía la pierna que se había golpeado. Y no era de ella de quien podía esperar compasión. Vaya, ¿qué hacía ella mientras él sudaba la gota gorda con ese maldito capataz? Leer revistas del corazón y comer bombones de fruta, o ver la televisión y comer bombones, o charlar por teléfono con sus amigas y comer bombones. Le estaban saliendo granos en el culo y en la cara. Muy pronto no sería capaz de distinguir una cosa de otra.

De un empujón, abrió la puerta y entró.

La escena le golpeó como un mazazo, atravesando la bruma de la cerveza: el bebé, desnudo y vociferante, sangraba por la nariz; Sandy lo tenía en brazos, y su blusa sin mangas estaba manchada de sangre, mientras miraba a Roy por encima del hombro de la criatura, contraído el rostro por la sorpresa y el miedo; el pañal estaba en el suelo.

Randy, con los ojos rodeados de círculos oscuros, levantó las manos en un gesto de súplica.

—¿Qué coño pasa aquí? —preguntó lentamente Roy.

—Nada, Roy. Es que…

—Le has pegado —la acusó él con una voz sin inflexión—. Como no se estaba quieto mientras lo cambiabas, le has pegado.

—No —respondió ella—. Se volvió de repente y se golpeó la nariz, nada más.

—Tendría que matarte a golpes —siseó Roy.

—Roy, es solo que se golpeó la nariz…

Él se relajó de pronto.

—¿Qué hay para comer?

—Hamburguesas, pero se me han quemado —respondió Sandy.

Se sacó el faldón de la blusa de los tejanos para secarle la nariz a Randy. Roy vio el michelín que se le estaba formando. No había adelgazado después de tener el bebé. No le importaba.

—Hazlo callar.

—Pero no…

—¡Hazlo callar! —vociferó Roy, y Randy, que para entonces ya comenzaba a callarse, volvió a estallar en llanto.

—Le daré un biberón —dijo Sandy, y se levantó.

—Y prepárame la cena. —Roy empezó a quitarse la chaqueta—. Dios, qué asco de casa. ¿Qué coño haces durante todo el día, te masturbas?

—¡Roy! —protestó Sandy, escandalizada.

Después dejó escapar una risita. Su frenético estallido de furia con el bebé que no se estaba quieto mientras ella le cambiaba los pañales empezaba a parecerle lejano, como algo sucedido en alguna de las series de la tarde, en Centro Médico.

—Prepárame la comida y después limpia un poco esta pocilga.

—Está bien. Sí, enseguida. —Sandy sacó un biberón de la nevera, puso a Randy en el parque y se lo dio. El niño empezó a chupar apáticamente, mientras sus ojos iban en pequeños círculos prisioneros del padre a la madre.

—Roy.

—¿Eh? ¿Qué hay?

—Se acabó.

—¿El qué?

—Ya sabes. ¿Quieres? ¿Esta noche?

—Sí, claro —respondió él—. Desde luego.

Qué vida. Vaya vida de mierda, volvió a pensar.

7

Nolly Gardener estaba escuchando rock por la WLOB y haciendo chascar los dedos, cuando sonó el teléfono. Parkins dejó la revista de crucigramas.

—Baja un poco eso, ¿quieres? —pidió.

—Sí, Park. —Nolly bajó el volumen de la radio y siguió chascando los dedos.

—¿Diga? —atendió Parkins.

—¿Agente Gillespie?

—Sí.

—Habla Tom Hanrahan, señor. Tengo la información que usted necesitaba.

—Vaya, me alegro.

—Sin embargo, no es mucho lo que tenemos para usted.

—Lo que sea estará bien —respondió Parkins—. ¿Qué han averiguado?

—Ben Mears fue interrogado a raíz de un fatal accidente de tráfico ocurrido en el estado de Nueva York, en mayo de 1973. No se formularon cargos. Fue un choque en motocicleta, y su esposa Miranda se mató. Los testigos declararon que él conducía despacio y las pruebas de alcoholemia dieron negativo. Parece que resbaló en un sitio húmedo. En política, es de izquierdas. Participó en una marcha por la paz en Princeton, en 1966. Habló en una manifestación antibelicista en Brooklyn, en 1967. En marchas sobre Washington en 1968 y 1970. Arrestado durante una marcha de la paz en San Francisco, en noviembre de 1971. Es todo lo que tenemos sobre él.

—¿Qué más?

—Kurt Barlow. Kurt con K. Es inglés nacionalizado, no de nacimiento. Nació en Alemania y marchó a Inglaterra en 1938, al parecer huyendo de la Gestapo. Sus datos no los tenemos, pero es probable que ande por los setenta. Su apellido real es Breichen. Desde 1945 está en Londres, en el negocio de importación-exportación, pero es un tipo escurridizo. Straker es su socio desde entonces, y parece que es el que se encarga de tratar con el público.

—¿Ah, sí?

—Straker es inglés de nacimiento. Cincuenta y ocho años. El padre era ebanista en Manchester. Parece que le dejó bastante dinero, y que a Straker le ha ido bien. Hace dieciocho meses, los dos solicitaron visados para pasar una larga temporada en Estados Unidos. Es lo único que sabemos, aparte de que es posible que haya entre ellos una relación homosexual.

—Ajá —asintió Parkins, y suspiró—. Más o menos lo que me imaginaba.

—Si necesita algo más, podemos preguntar a la CID y a Scotland Yard.

—No, es suficiente.

—Otra cosa, no existe relación entre Mears y los otros dos, salvo que la mantengan en secreto.

—Perfecto. Gracias.

—Cuando necesite algo, llame.

—Así lo haré, gracias.

Volvió a poner el receptor en la horquilla y se quedó mirándolo pensativamente.

—¿Quién era, Park? —preguntó Nolly, mientras volvía a subir la radio.

—Del Café Excellent. No tienen sándwiches de jamón con pan de centeno. Únicamente de queso y ensalada.

—Si quieres, tengo frambuesas en mi escritorio.

—No, gracias —declinó Parkins, y volvió a suspirar.

8

El vertedero aún seguía humeando.

Dud Rogers caminaba por el borde, olfateando la fragancia de la basura quemada. Bajo sus pies, pequeñas botellas se hacían pedazos, y a cada paso se elevaban negras bocanadas de polvo ceniciento. En el lugar destinado a quemar la basura, un amplio lecho de carbones intensificaba o disminuía su resplandor según los caprichos del viento, recordando a un enorme ojo carmesí que se abriera y se cerrara, el ojo de un gigante. De vez en cuando se oía alguna pequeña explosión ahogada, el estallido de algún aerosol o de una bombilla. Esa mañana, al encender el fuego, habían salido muchísimas ratas del vertedero, más de las que Dud había visto nunca. Había matado a tiros unas tres docenas, y la pistola estaba caliente cuando volvió a enfundarla. Y eran enormes: algunas medían sesenta centímetros, desde la cabeza a la punta de la cola. Era extraño cómo aumentaba o disminuía su número según los años. Tal vez tuviera algo que ver con el tiempo. Si seguían aumentando, tendría que empezar a ponerles cebos envenenados, cosa que no había hecho desde 1964.

Ahí iba una ahora. Dud sacó la pistola, le quitó el seguro, apuntó y disparó. El proyectil levantó la tierra frente a la rata, hasta salpicarla. Pero en vez de escapar, el animal se sentó sobre las patas traseras y le miró, mientras las cuencas rojizas de sus ojillos brillaban al resplandor del fuego. ¡Vaya si eran atrevidas esas ratas!

—Adiós, señora rata —murmuró Dud y volvió a disparar.

La rata se desplomó, estremeciéndose.

Dud fue hasta ella y la volvió con su bota de trabajo. La rata mordió débilmente el cuero, mientras sus costados se movían apenas.

—Hija de puta —masculló Dud, y le aplastó la cabeza.

Se puso en cuclillas para mirarla y se encontró pensando en Ruthie Crockett, que no usaba sostén. Cuando se ponía uno de esos suéteres que se adherían al cuerpo, se le traslucían con claridad los pezoncillos, endurecidos por el roce contra la lana, y si un hombre pudiera adueñarse de ellos y frotárselos un poco, un poco nada más, una perra como esa estaría inmediatamente dispuesta a irse a la cama con ese hombre…

Levantó la rata por la cola y la hizo oscilar como un péndulo.

—¿Qué te parecería encontrarte a doña rata en tu caja de lápices, Ruthie?

Aquello le hizo gracia, y Dud dejó escapar una risita aguda. Luego arrojó la rata hacia el centro del vertedero. Al hacerlo, se dio la vuelta y divisó una figura, una silueta alta y delgada, unos cincuenta pasos hacia la derecha.

Dud se restregó las manos contra sus pantalones verdes, y echó a andar hacia allí.

—El vertedero está cerrado, señor.

El hombre se volvió hacia él. El rostro que apareció al rojo resplandor del fuego moribundo era taciturno y de pómulos salientes. El pelo blanco estaba veteado de mechones grises. El tipo se lo había apartado de la frente alta y cerúlea con un gesto de concertista maricón. Los ojos reflejaban el resplandor carmesí de los tizones, que los hacía parecer inyectados en sangre.

—¿Ah, sí? —preguntó el hombre cortésmente. Había un ligero acento en su voz, aunque pronunció las palabras perfectamente. El tipo bien podría ser franchute, o tal vez de origen centroeuropeo—. He venido para mirar el fuego. Es muy hermoso.

—Sí —coincidió Dud—. ¿Vive usted aquí?

—Hace poco que resido en su hermoso pueblo, sí. ¿Mata muchas ratas?

—Algunas, sí. Últimamente hay millones de estas hijas de puta. ¿No es usted el tipo que compró la casa de los Marsten?

—Depredadores —reflexionó el hombre mientras entrelazaba las manos a la espalda. Dud observó con sorpresa que llevaba un traje, con chaleco y todo—. Adoro a los depredadores de la noche. Las ratas… los búhos… los lobos. ¿No hay lobos en esta zona?

—No —le informó Dud—. Hace un par de años, un tipo de Durham atrapó un coyote. Y hay una manada de perros salvajes que atacan a los ciervos…

—Perros —repitió el extranjero, con un gesto de desprecio—. Miserables animales que tiemblan y aúllan al sonido de un paso extraño. No sirven más que para aullar y arrastrarse. Hay que matarlos, es lo que siempre digo. ¡A todos!

—Bueno, yo no pienso de esa manera —objetó Dud, dando un paso hacia atrás—. Siempre es agradable tener alguien que salga a recibirlo a uno, sabe… demonios, los domingos el vertedero se cierra a las seis y ya son las nueve y media y…

—Muy bien.

Pero el extranjero no hizo ademán alguno de moverse. Dud pensó que había sacado ventaja al resto del pueblo. Todo el mundo conjeturaba cómo sería ese tipo, Straker, y él era el primero en enterarse… aparte de Larry Crockett, tal vez, que se las traía. La próxima vez que bajara al pueblo a comprarle cartuchos al remilgado de George Middler, le dejaría caer como quien no quiere la cosa: «Hace unos días vi por la noche a ese tipo nuevo». «¿Cómo, quién?». «Ya sabes, el que compró la casa de los Marsten. Bastante simpático. Tenía un acento centroeuropeo».

—¿No hay fantasmas en esa casa? —preguntó, cuando el otro no dio muestras de largarse.

—¡Fantasmas! —sonrió el viejo, y había algo inquietante en su sonrisa. Un tiburón podría sonreír así—. No; fantasmas no. —Al repetirla, enfatizó débilmente la palabra, como si en la casa pudiera haber algo mucho peor.

—Bueno… se está haciendo tarde y… en realidad, es hora de que se vaya, ¿señor…?

—Es agradable hablar con usted —objetó el visitante y por primera vez volvió la cara hacia Dud y lo miró a los ojos. Ojos muy apartados, enrojecidos todavía por el sombrío resplandor del fuego. Aunque fuera mala educación, no había manera de apartar la vista de ellos—. ¿No tiene inconveniente en que conversemos un poco más, no?

—No, claro que no —respondió Dud, y su voz le sonó muy lejana.

Aquellos ojos parecían expandirse, crecer, como oscuros pozos cercados de fuego, pozos donde uno podía caerse y ahogarse.

—Gracias. Dígame… esa joroba que tiene en la espalda, ¿no le resulta molesta para su trabajo?

—No —contestó Dud, que seguía sintiéndose muy lejano. Que me cuelguen si no me está hipnotizando, pensó. Como aquel tipo de la feria de Topsham… ¿cómo se llamaba? El señor Mefisto. Le dormía a uno y le hacía hacer toda clase de cosas graciosas, portarse como un pollo, o dar vueltas corriendo como un perro, o contar lo que pasó en la fiesta que celebraron cuando cumplió los seis años. Por Dios si reímos cuando hipnotizó al viejo Reggie Sawyer…

—¿Tampoco le causa molestias en otros aspectos?

—No… bueno… —Fascinado, seguía mirando aquellos ojos.

—Vamos, dígalo —le instó suavemente—. ¿No somos amigos, acaso? Cuéntemelo.

—Bueno… las chicas… las chicas, ya sabe.

—Naturalmente. —La voz era comprensiva—. Las chicas se ríen de usted, ¿no es eso? No tienen idea de su virilidad. Ni de su fuerza.

—Exactamente —susurró Dud—. Se ríen. Ella se ríe.

—¿Quién es ella?

—Ruthie Crockett. Es… es… —La idea se le fue, pero no importaba. Nada importaba, salvo esa paz. Esa paz completa que sentía.

—¿Es ella quien hace los chistes? ¿Y oculta las risitas con la mano? ¿Y da con el codo a sus amigas cuando usted pasa?

—Sí…

—Pero usted la desea —insistió la voz—. ¿No es eso?

—Oh, sí…

—Pues la conseguirá. Estoy seguro.

Había algo placentero en todo aquello. A lo lejos, le parecía oír voces dulces que entonaban palabras obscenas. Campanas de plata… rostros blancos… la voz de Ruthie Crockett. Casi podía verla, sosteniéndose los pechos con las manos, dos maduras semiesferas blancas mientras la voz susurraba: Bésamelos, Dud… muérdemelos… chúpamelos…

Era como ahogarse. Ahogarse en los ojos del viejo.

Mientras el hombre se le acercaba, Dud lo comprendió todo y lo aceptó, y cuando sintió el dolor, era dulce como la plata y verde como las aguas tranquilas de las oscuras profundidades.

9

La mano le temblaba, y en vez de aferrar la botella, los dedos la hicieron saltar del escritorio y caer con un golpe sordo sobre la alfombra, donde se quedó gorgoteando whisky.

—¡Mierda! —masculló el padre Callahan mientras se inclinaba a levantarla antes de que se perdiera todo.

En realidad no había mucho que perder. Volvió a ponerla sobre el escritorio (lejos del borde) y fue a la cocina en busca de un trapo y una botella de líquido limpiador. Cualquier cosa con tal que la señora Curless no encontrara una mancha de whisky junto a la pata de su escritorio. Ya era bastante difícil aceptar sus bondadosas miradas de compasión en las largas mañanas en que se sentía un poco deprimido…

Con resaca, querrás decir.

Sí, con resaca, está bien. Es hora de enfrentar la verdad, indudablemente. Saber la verdad te hará libre. Espadachín de la verdad.

Encontró una botella de algo que se llamaba E-Vap, un nombre bastante parecido al ruido de un vómito («¡E-Vap!», graznaba el viejo borrachín mientras lanzaba el almuerzo) y se la llevó al estudio, sin hacer eses. «Fíjate, Ossifer, voy a andar derecho por la línea blanca hasta el semáforo».

A sus cincuenta y tres años, Callahan era imponente. El pelo de plata, los ojos de un azul límpido (ahora un poco estriados de rojo) rodeados por las patas de gallo de su risa irlandesa, la boca firme, y más firme aún el mentón ligeramente hendido. Algunas mañanas, al mirarse en el espejo, pensaba que cuando cumpliera los sesenta abandonaría el sacerdocio para irse a Hollywood, donde conseguiría trabajo haciendo de Spencer Tracy.

—Padre Flanagan, ¿dónde está usted cuando lo necesitamos? —masculló mientras se agachaba junto a la mancha.

Con los ojos entrecerrados, leyó las instrucciones en la etiqueta del frasco y echó sobre la mancha un chorro de E-Vap. La mancha se puso blanca y empezó a burbujear. Un poco alarmado, Callahan volvió a consultar la etiqueta.

—Para manchas muy rebeldes —leyó en voz alta, con la riqueza de inflexiones que tanto prestigio le había ganado en la parroquia después de los largos sermones punteados por chasquidos de la dentadura postiza del pobre y anciano padre Hume—, déjese actuar de siete a diez minutos.

Se dirigió a la ventana del estudio, que daba a Elm Street y, del lado más alejado, a St. Andrew.

Bueno, bueno, pensó. Heme aquí, el domingo por la noche, otra vez borracho.

Bendígame, padre, porque he pecado.

Si te lo tomabas con calma y seguías trabajando (durante sus largas veladas solitarias, el padre Callahan trabajaba en sus Notas. Hacía casi siete años que había empezado a escribirlas, supuestamente para un libro sobre la Iglesia católica en Nueva Inglaterra, aunque de vez en cuando sospechaba que el libro jamás terminaría de escribirse. En realidad, las Notas y su problema de alcoholismo habían empezado al mismo tiempo. Génesis, I, 1: «En el principio era el whisky, y el padre Callahan dijo: "Háganse las Notas"»), apenas te dabas cuenta del lento avance de la borrachera. Podías educar tu mano para que no reparara en la pérdida de peso de la botella.

Ha pasado por lo menos un día desde mi última confesión.

Eran las once y media, y al mirar por la ventana vio una oscuridad uniforme, rota solamente por el círculo que formaba la farola de la calle instalada frente a la iglesia. En cualquier momento, en esa mancha podía aparecer Fred Astaire, bailando con su sombrero de copa, frac, polainas y zapatos blancos, haciendo girar su bastón. Ginger Rogers lo estaría esperando y ambos evolucionarían al compás de Siento otra vez la tristeza cósmica de E-Vap.

Apoyó la frente contra el cristal, dejando que el hermoso rostro que en alguna medida había sido su maldición se relajara en las líneas de un distraído cansancio.

Padre, soy un borracho y un mal sacerdote.

Con los ojos cerrados podía ver la penumbra del confesionario, podía sentir cómo sus dedos corrían la ventanilla y levantaban el telón sobre todos los secretos del corazón humano, podía oler el barniz y el añejo terciopelo de los bancos, y el sudor de los viejos; podía saborear el rastro de álcali en su saliva.

Bendígame, padre,

(Rompí el coche de mi hermano, azoté a mi mujer, espié por la ventana a la señora Sawyer mientras se desvestía, mentí, estafé, tuve pensamientos lujuriosos, siempre yo, yo, yo).

porque he pecado.

Abrió los ojos, pero Fred Astaire todavía no había aparecido. Al dar la medianoche, tal vez. Su pueblo dormía. Salvo…

Levantó los ojos. Sí, allá arriba las luces estaban encendidas.

Pensó en la chica de Bowie —no, McDougall, ahora se llamaba señora McDougall—, que con una vocecita quebrada le había dicho que había pegado al bebé, y cuando le preguntó cuántas veces, pudo percibir cómo giraban las ruedas en su mente, calculando sesenta veces, o ciento veinte. Triste excusa para un ser humano. El padre Callahan había bautizado al bebé. Randall Fratus McDougall. Concebido en el asiento trasero del coche de Royce McDougall, probablemente durante la segunda película de un programa doble en el cine al aire libre. Una criatura minúscula y chillona. Se preguntó si Sandy sabía o sospechaba que él sentía deseos de sacar ambas manos por la ventanuca y aferrar el alma que aleteaba y se retorcía del otro lado, y estrujarla hasta que gritara. Tu penitencia son seis golpes en la cabeza y una buena patada en el culo. Vete y no peques más.

—Sórdido —dijo en voz alta.

Pero había algo más que sordidez en el confesionario; no era solo eso lo que le enervaba, lo que lo había empujado hacia ese club cada vez más numeroso, la Asociación de Sacerdotes Católicos de la Botella y la Orden del Cutty Shark. Era el mecanismo constante, ciego, mortal de la Iglesia, aplastando todos los pecadillos en su interminable movimiento de lanzadera hacia el cielo. Era el reconocimiento ritual del mal por una Iglesia que ahora se preocupaba más por los males sociales; la expiación recitada en cuentas de rosario por ancianas cuyos padres habían hablado lenguas europeas. Era la presencia real del mal en el confesionario, tan real como el olor del terciopelo viejo. Pero un mal impremeditado y estúpido frente al cual no cabía misericordia ni represalia. El puño que se estrellaba contra el rostro del bebé, el neumático destripado con una navaja, la pelea en el bar, la inserción de hojitas de afeitar en las manzanas de caramelo, todos los constantes e insípidos calificativos que es capaz de vomitar la mente humana en sus laberínticos giros y retorcimientos. «Caballeros, esto se cura con mejores prisiones. Mejor Policía. Mejores organismos de servicios sociales. Mejor control de la natalidad. Mejores técnicas de esterilización, mejores abortos. Caballeros, si arrancamos este feto del útero convertido en una masa sanguinolenta de brazos y piernas informes, jamás llegará a matar a martillazos a una anciana. Señoras, si atamos a este hombre a una silla y lo freímos como una chuleta de cerdo, no volverá a torturar y matar más niños. Compatriotas, si aprobamos esta ley de eugenesia, puedo garantizaros que nunca más…».

Mierda.

Hacía ya unos tres años tal vez que veía con claridad lo que le sucedía. La imagen había ganado en definición, como una película desenfocada que se va ajustando hasta que cada línea aparece nítida. El padre Callahan estaba ávido de un desafío. Los sacerdotes nuevos lo tenían: era la discriminación racial, el movimiento de liberación femenina, incluso el movimiento de liberación de los homosexuales; la pobreza, la insania, la ilegalidad. A él le hacían sentir incómodo. Los únicos sacerdotes con conciencia social con quienes se sentía cómodo eran los que se habían opuesto en actitud militante a la guerra de Vietnam. Ahora que su causa había pasado de moda, se sentaban a hablar de marchas y manifestaciones como los viejos matrimonios que evocan su luna de miel o sus primeros viajes en tren. Pero Callahan no pertenecía ni a los sacerdotes nuevos ni a los viejos; se encontraba preso en el papel de un tradicionalista que ya no puede creer en sus postulados básicos. Quería mandar una división del ejército de… ¿quién? Dios, el bien, el derecho, no eran más que nombres para la misma cosa…, la batalla contra el mal. Él quería problemas y batallas, nada de quedarse en la puerta de los supermercados repartiendo octavillas sobre el boicot a las lechugas o la huelga de las uvas. Quería ver el mal despojado del manto con que seducía a la gente, quería verlo inequívoco y conocer cada rasgo de su faz. Quería enfrentarse mano a mano con el mal, como Mohamed Ali con Joe Frazier, los Celtics con los Knicks, Jacob con el ángel. Quería que su lucha fuera pura, que no estuviera contaminada por la política que cabalgaba a lomos de todos los problemas sociales como un deforme gemelo siamés. Era lo que había deseado desde que pensó en ser sacerdote; era una llamada que había oído cuando tenía catorce años, cuando se sintió exaltado por la historia de san Esteban, el primer mártir cristiano, que había muerto lapidado y había visto a Cristo en el momento de morir. El cielo ofrecía un pálido atractivo comparado con el de luchar —de perecer tal vez— al servicio del Señor.

Pero no había batallas. Apenas pequeñas escaramuzas de resultado indefinido. Y el mal no tenía solamente un rostro sino muchos, y todos esos rostros eran vanos y casi todos tenían el mentón pegajoso de baba. En realidad estaba llegando a la forzosa conclusión de que en el mundo no había nada que fuera el Mal, sino apenas el mal… En momentos así sospechaba que Hitler no había sido más que un burócrata acorralado, y que el propio Satán era un retrasado mental con un sentido del humor rudimentario, como el de los que encuentran divertidísimo darles a las gaviotas un petardo oculto en un trozo de pan.

Las grandes batallas sociales, morales y espirituales de la época habían quedado reducidas a Sandy McDougall, que le aplastaba la nariz a su bebé, y cuando el chico creciera le daría de bofetadas a su propio hijo. «Oh mundo interminable, aleluya, viva la mantequilla de cacahuete. Santa María, llena eres de gracia, ayúdame a ganar esta carrera en la que se conoce el nombre del ganador incluso antes de correr».

Era más que sórdido. Era escalofriante, en sus consecuencias para cualquier definición coherente de la vida, y quizá hasta del cielo.

¿Qué era el cielo? ¿Una eternidad de loterías de parroquia, juegos en parques de atracciones, carreras por el centro de una ciudad en calles sin semáforos?

Dirigió la mirada al reloj de la pared. Seis minutos después de la medianoche, y todavía ni rastro de Fred Astaire ni de Ginger Rogers. Ni de Mickey Rooney siquiera. Pero el E-Vap había tenido tiempo de actuar. Ahora pasaría la aspiradora y al día siguiente la señora Curless no lo miraría con esa expresión compasiva, y la vida seguiría adelante. Amén.