V

Ben (II)

1

El 25 de septiembre Ben volvió a cenar con los Norton. Era jueves, y la comida fue la habitual: judías con salchichas. Bill Norton asó las salchichas en la parrilla de fuera, y Ann había tenido las judías hirviendo en melaza desde la mañana. Comieron en la mesa del jardín y después los cuatro se quedaron fumando, charlando de lo mal que estaban las cosas en Boston.

El aire había cambiado sutilmente; la temperatura seguía siendo bastante agradable, incluso en mangas de camisa, pero el aire tenía ya un resplandor helado. El otoño, casi visible, esperaba entre bambalinas. El enorme viejo arce que se erguía frente a la pensión de Eva Miller había empezado a ponerse rojo.

Nada se había modificado en la relación de Ben con los Norton. Susan se sentía atraída por él, de un modo claro y natural. Y ella también le gustaba a él. Percibía en Bill una creciente simpatía, contenida por el tabú subconsciente que afecta a todos los padres cuando se hallan frente a hombres cuyo interés se dirige a sus hijas. Si a uno le cae bien otro hombre, dialoga libremente con él, discute de política y habla de mujeres mientras ambos beben cerveza. Pero por más intensa que sea la simpatía, es imposible abrirse totalmente a un hombre entre cuyas piernas pende la desfloración potencial de una hija. Ben se preguntaba si después del matrimonio, cuando la posibilidad se hubiera concretado, se podría llegar a ser amigo del que noche tras noche se acostaba con la hija de uno. Tal vez en todo eso hubiera una enseñanza, pero Ben no lo creía.

La frialdad de Ann Norton se mantenía. La noche anterior, Susan había contado a Ben algo respecto a su relación con Floyd Tibbits y de cómo su madre suponía que el problema de conseguir un futuro yerno aceptable había quedado resuelto en forma definitiva y satisfactoria. Floyd era una cantidad conocida, un dato seguro. Ben Mears, por el contrario, había aparecido de la nada, y allí podía volver a desaparecer con la misma rapidez, y posiblemente llevándose en el bolsillo el corazón de su hija. Con un instintivo disgusto pueblerino (que Edward Arlington Robertson o Sherwood Anderson habrían reconocido sin demora), Ann desconfiaba del varón creativo, y Ben sospechaba que en lo profundo de su ser imperaba una máxima: esas personas son maricones o maníacos sexuales; pueden ser homicidas, suicidas o psicópatas, y suelen hacer cosas como enviar a las jóvenes paquetitos en los que han envuelto su oreja izquierda. Aparentemente, la participación de Ben en la búsqueda de Ralphie Glick no había hecho más que intensificar sus sospechas, y nuestro amigo preveía que le iba a resultar imposible ganársela. No sabía si Ann estaría al tanto de la visita que le había hecho Parkins Gillespie.

Mientras él rumiaba estos pensamientos, se elevó la voz de Ann:

—Qué terrible, lo del chico Glick.

—¿Ralphie? Sí.

—No, el mayor. Ha muerto.

Ben dio un respingo.

—¿Quién? ¿Danny?

—Murió ayer a primera hora de la mañana. —Pareció sorprendida de que los hombres no lo supieran. Todo el mundo hablaba de eso.

—Lo oí comentar en la tienda de Milt —dijo Susan. Su mano encontró la de Ben por debajo de la mesa, y él se la apretó cálidamente—. ¿Cómo han reaccionado los Glick?

—Como lo hubiera hecho yo —respondió Ann—. Están medio enloquecidos.

Y no es para menos, pensó Ben. Diez días atrás su vida se ajustaba al ordenado ciclo habitual; ahora la unidad de la familia estaba hecha pedazos. La idea le produjo un escalofrío.

—¿Piensa usted que el otro niño aparecerá vivo? —preguntó Bill dirigiéndose a Ben.

—No —respondió este—. Creo que él también ha muerto.

—Como lo sucedido en Houston hace dos años —recordó Susan—. Si es que está muerto, casi es mejor esperar que no lo encuentren. Cómo puede alguien hacerle semejante cosa a un chiquillo indefenso…

—Creo que la policía está investigando —comentó Ben—. Detienen a los delincuentes sexuales conocidos para interrogarlos.

—Cuando encuentren al tipo tendrían que colgarlo de los pulgares —opinó Bill—. ¿Bádminton, Ben?

Ben se puso de pie.

—No, gracias. Tengo la sensación de que usted me ofrece jugar solitarios para entretenerme. Les agradezco la excelente comida, pero esta noche tengo trabajo.

Ann Norton enarcó una ceja. Bill se levantó.

—¿Qué tal va ese nuevo libro?

—Bien —respondió Ben—. ¿Te gustaría bajar conmigo la colina para beber un refresco en el bar de Spencer, Susan?

—Oh, no sé —terció Ann—. Después de Ralphie Glick y todo eso, estaré más tranquila si…

—Ma, ya no soy una niña —protestó Susan—. Y Brock Hill es una calle iluminada.

—Yo la acompañaré de vuelta, por supuesto —dijo Ben, casi formalmente.

Cuando salió de la pensión la tarde estaba tan hermosa que había dejado su coche para ir a pie.

—Me parece bien —dijo Bill—. Te preocupas demasiado.

—Sí, supongo que sí. Los jóvenes saben lo que hacen, ¿no es eso? —Sonrió.

—Voy a ponerme un abrigo —murmuró Susan a Ben, y entró en la casa por la puerta trasera.

Llevaba una falda plisada roja, bastante corta, y cuando subió por los escalones de la entrada dejó ver una buena porción de muslo. Ben la miró, consciente de que a su vez Ann le miraba a él. Su marido estaba echando agua sobre el carbón, para apagarlo.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse en El Solar, Ben? —preguntó Ann.

—Por lo menos hasta que haya acabado el libro. Después de eso, no sé. Las mañanas son hermosísimas, y el aire muy puro. —Sonrió al mirarla a los ojos—. Tal vez me quede más tiempo.

Ann también le sonrió.

—Los inviernos son fríos, Ben. Muy fríos.

Y ahí estaba Susan, bajando por los escalones con una chaqueta sobre los hombros.

—¿Vamos? Me tomaré un chocolate. Peor para el cutis.

—Tu cutis lo aguantará —sonrió Ben y se volvió hacia el matrimonio Norton—. Gracias de nuevo.

—Hasta pronto —respondió Bill—. Si quiere venga mañana por la noche, con una caja de seis cervezas. Nos divertiremos con ese condenado de Yastrzemski.

—Muy bien —asintió Ben—, pero ¿qué beberemos cuando empiece el segundo tiempo?

La risa de Bill, profunda y sonora, los siguió mientras daban la vuelta a la casa.

2

—En realidad no quiero ir al bar de Spencer —declaró Susan mientras descendían por la colina—. Vamos al parque.

—¿Y qué hay de los gamberros, nena? —preguntó Ben, en una deliberada exhibición de argot.

—En El Solar todos los gamberros tienen que estar en casa a las siete. Ordenanza municipal. Y ahora son las ocho y tres.

Mientras descendían por la colina, la oscuridad se cerró sobre ellos, y al andar veían cómo crecían y se achicaban sus sombras bajo las luces de la calle.

—Unos gamberros muy gentiles. ¿No va nadie al parque cuando ha anochecido?

—A veces los chicos del pueblo se van con algún ligue, si no tienen dinero para ir al cine al aire libre —explicó Susan, guiñando un ojo—. De manera que si ves que algo se mueve en los matorrales, mira para otro lado.

Entraron por el lado oeste, el que daba hacia el edificio municipal. El parque estaba en penumbra y tenía un aspecto onírico, con sus sendas que se alejaban en amplias curvas bajo el follaje, y el estanque que reflejaba las luces de la calle. Si había alguien allí, Ben no lo advirtió.

Caminando, rodearon el Monumento a los Caídos, con sus largas listas de muertos, los primeros, de la guerra de la Independencia, los últimos, de la de Vietnam, grabadas bajo los de la guerra de 1812. Había seis nombres del pueblo que habían participado en el último conflicto, y el tallado relucía en el bronce como una herida nueva. Eligieron mal el nombre de este pueblo, pensó Ben. Debería llamarse Tiempo. Y, como si la acción fuera una consecuencia natural de la idea, miró por encima del hombro hacia la casa de los Marsten, pero el ayuntamiento le impedía la visión.

Susan advirtió la mirada y frunció el entrecejo. Mientras tendían sus abrigos sobre el césped para sentarse, la muchacha habló:

—Mamá me dijo que Parkins Gillespie había estado interrogándote. El chico nuevo del instituto debe de haber robado el dinero de la leche, o algo así.

—Es todo un personaje —sonrió Ben.

—Mamá ya te tenía prácticamente juzgado y condenado. —Aunque lo dijo con despreocupación, su voz no pudo ocultar su seriedad.

—No le gusto mucho a tu madre, ¿verdad?

—No —reconoció Susan, tomándole de la mano—. Es un caso de desamor a primera vista. Lo siento.

—No importa —la tranquilizó Ben—. De todas maneras, hoy me he anotado cien puntos.

—¿Con papá? —sonrió Susan—. Oh, él sabe distinguir lo que es bueno. —La sonrisa se esfumó—. Ben, ¿sobre qué es el libro nuevo?

—Es difícil de explicar. —Ben se quitó los mocasines para hundir los dedos de los pies en la hierba húmeda.

—No cambies de tema.

—No, si no tengo inconveniente en decírtelo.

Sorprendido, él mismo descubrió que era verdad. Siempre había pensado que una obra a medio hacer era como un niño, un niño débil a quien había que cuidar y proteger. Demasiado manoseo puede causar su muerte. Aunque a Miranda la había consumido la curiosidad por La hija de Conway y Danza aérea, Ben se había negado a decirle una sola palabra sobre ambos libros. Pero Susan era diferente. Miranda siempre había intentado una especie de indagación directa, y a Ben sus preguntas le sonaban a interrogatorios.

—Déjame pensar cómo hilvanarlo —pidió.

—¿No puedes besarme mientras piensas? —sugirió Susan, tendida de espaldas en la hierba. Ben no pudo dejar de advertir qué corta era su falda, y cuánto se le había levantado.

—Creo que eso puede interrumpir el proceso de pensamiento —dijo con suavidad—, pero intentémoslo.

Se inclinó para besarla, apoyándole suavemente una mano en la cintura. Susan recibió sus labios y cerró las manos sobre las de Ben. Un momento después Ben sintió por primera vez la lengua de ella, y la recibió con la suya. La chica se movió para responder mejor al beso, y el suave susurro de la falda de algodón pareció ensordecedor.

Ben deslizó la mano hacia arriba, y Susan se arqueó para llenarla con un pecho suave y cálido. Por segunda vez desde que la conocía, Ben se sintió adolescente, un adolescente ante quien todo se abría con la amplitud de una autopista de seis carriles, sin tráfico pesado a la vista.

—¿Ben? —¿Sí?

—Hagamos el amor, ¿quieres?

—Sí, quiero.

—Aquí sobre la hierba —pidió Susan.

—De acuerdo, cariño.

Muy abiertos los ojos en la oscuridad, ella le miraba.

—Hazlo con ternura.

—Procuraré.

—Despacio. Así…

No eran más que sombras en la oscuridad.

—Sí —musitó Ben—. Oh, Susan.

3

Estuvieron paseando, primero sin rumbo por el parque, después en dirección a Brock Street.

—¿No lo lamentas? —preguntó Ben.

—No. Me alegro.

Ella levantó los ojos y sonrió.

—Bueno.

Sin hablar, siguieron andando de la mano.

—¿Y el libro? —preguntó Susan—. Ibas a hablarme de eso antes de esa deliciosa interrupción.

—El libro es sobre la casa de los Marsten —empezó lentamente Ben—. Tal vez la idea original no fuera esa. Quería escribir sobre el pueblo, pero es posible que esté engañándome. ¿Sabes que estuve investigando sobre Hubie Marsten? Era un gángster. La compañía de camiones no era más que una fachada.

Susan le miró asombrada.

—¿Cómo lo descubriste?

—En parte por la policía de Boston, y por una mujer que se llama Minella Corey, la hermana de Birdie Marsten. Ahora tiene setenta y nueve, y es incapaz de recordar qué ha tomado por la mañana para desayunar, pero jamás se olvida de nada que haya sucedido antes de 1940.

—Y ella te contó…

—Todo lo que sabía. Está en un asilo de ancianos de New Hampshire, y supongo que hace años que nadie se toma la molestia de escucharla. Le pregunté si Hubert Marsten había sido realmente un asesino a sueldo en Boston, que es lo que piensa la policía, y me respondió con un gesto de asentimiento. Le pregunté cuántos, y me respondió levantando los dedos a la altura de los ojos y moviéndolos de atrás hacia delante. «¿Cuántas veces pudo usted contarlo?», me preguntó.

—Dios mío.

—La organización de Boston empezó a inquietarse por Hubert Marsten en 1927 —prosiguió Ben—. En dos ocasiones le interrogaron, una vez la policía municipal y otra la de Maiden. Cuando lo detuvieron en Boston fue a causa de un ajuste de cuentas entre dos bandas rivales, y en dos horas estuvo de nuevo en la calle. Lo de Maiden no fue por nada profesional. Era el asesinato de un niño de once años que apareció destripado.

—Ben —rogó Susan con voz alterada.

—Los jefes de Marsten le sacaron del aprieto… imagino que él debía saber dónde estaban enterrados unos cuantos cadáveres… pero ya no siguió en Boston. Se trasladó sin llamar la atención a Salem’s Lot, en su condición de camionero jubilado que una vez por mes recibía su cheque. Y casi no salía… que se sepa, por lo menos.

—¿Qué quieres decir?

—Pasé largas horas en la biblioteca, examinando ejemplares viejos del Ledger, de 1928 a 1939. En ese período desaparecieron cuatro niños. No es que sea raro, en una zona rural. Los chicos se pierden, y a veces mueren a la intemperie. A veces quedan sepultados por alguna avalancha. Es una cosa terrible, pero sucede.

—¿Pero tú no crees que es eso lo que sucedió?

—No lo sé. Lo único que sé es que ninguno de esos cuatro niños pudo ser encontrado. No hubo ningún cazador que tropezara con un esqueleto en 1945, ni un contratista de obras que lo desenterrara al recoger una carga de grava. Hubert y Birdie vivieron durante once años en esa casa, y los niños desaparecieron; es lo único que se sabe. Pero yo sigo pensando en el chiquillo de Maiden; siempre pienso en él. ¿Conoces The Haunting of Hill House, de Shirley Jackson?

—Sí.

—«Y cualquier cosa que por allí apareciera, aparecía sola» —citó Ben en voz baja—. Tú me has preguntado de qué trataba mi libro. Esencialmente es sobre la capacidad de recurrencia del mal.

Susan apoyó ambas manos en el brazo de él.

—No pensarás que a Ralphie Glick…

—¿Se lo tragó el espíritu vengativo de Hubert Marsten, que resucita cada tres años cuando hay luna llena?

—Algo así.

—Si lo que quieres es que te tranquilicen, te has equivocado de persona. No te olvides de que soy el niño que abrió la puerta de ese dormitorio y vio a Hubie colgado de una viga.

—Eso no es una respuesta.

—No, claro que no. Permíteme que te cuente otra cosa antes de decirte exactamente lo que pienso. Fue algo que dijo Minella Corey. Dijo que en el mundo hay hombres malos, verdaderamente malignos. A veces sabemos algo de ellos, pero suelen actuar en el secreto más absoluto. Dijo que ella había sufrido la maldición de conocer a dos hombres así en su vida. Uno era Adolf Hitler; el otro, su cuñado, Hubert Marsten. —Ben hizo una pausa—. Dijo que el día que Hubie disparó sobre su hermana, ella estaba en Cape Cod, a casi quinientos kilómetros de distancia. Ese verano estaba trabajando como ama de llaves para una familia rica, y en aquel momento estaba preparando una ensalada en un tazón de madera. Eran las dos y cuarto de la tarde, cuando un dolor súbito e intenso, «como un relámpago», le atravesó la cabeza, y oyó el estampido de un disparo. Minella afirma que se cayó al suelo y que cuando se recuperó (estaba sola en la casa) habían pasado veinte minutos. Miró dentro de la ensaladera y dio un grito: estaba llena de sangre.

—Dios —murmuró Susan.

—Un momento después todo había vuelto a la normalidad. La cabeza no le dolía, en la ensaladera no había más que ensalada. Pero ella dice que supo… supo… que su hermana había muerto asesinada de un balazo.

—¿Esa es la historia que ella cuenta?

—Es una historia, sí. Pero ella no es una embustera; es una pobre vieja a quien ya no le quedan sesos para mentir. Sin embargo, no es eso lo que me preocupa, o no tanto, por lo menos. Ya hay datos suficientes sobre percepción extrasensorial como para que, si uno quiere reírse de ella, lo haga por su cuenta y riesgo. La idea de que Birdie transmitiera la noticia de su propia muerte a casi quinientos kilómetros de distancia en una especie de telegrafía psíquica no me resulta, ni mucho menos, tan increíble como el rostro del mal, ese rostro monstruoso que a veces me parece ver que se dibuja en la estructura de esa casa.

»Me has preguntado qué pienso, y te lo voy a decir. Creo que es relativamente fácil que la gente acepte cosas como la telepatía o las premoniciones o el teleplasma, porque la disposición a creerlas no les cuesta nada; no les quita el sueño por las noches. Pero la idea de que el mal que hacen los hombres pueda sobrevivirles es más inquietante.

Miró hacia la casa de los Marsten y siguió hablando lentamente.

—Creo que esa casa podría ser el monumento de Hubert Marsten al mal, una especie de caja de resonancia psíquica. Un faro de lo sobrenatural, si quieres. Inmóvil allí durante todos estos años, conservando tal vez la esencia de la maldad de Hubie en sus viejas entrañas que se desmoronan.

—Y ahora ha vuelto a ser habitada.

—Y se ha producido otra desaparición. —Ben se volvió hacia Susan y le tomó la cara entre las manos—. Eso es algo con lo que jamás contaba cuando regresé aquí. Pensé que tal vez hubieran demolido la casa, pero ni en mis fantasías más disparatadas se me ocurrió que la hubieran vendido. Yo pensaba alquilarla y… bueno, no sé. Tal vez, hacer frente a mis propios terrores y maldades. Jugar al exorcismo… ¡Por favor, aléjate, Hubie! O quizá la idea fuera simplemente sumergirme en la atmósfera del lugar y poder escribir un libro tan aterrador que me hiciera ganar un millón de dólares. Pero sea como fuere, tenía la sensación de que yo controlaba la situación, y que eso haría que las cosas fueran diferentes. Yo ya no era un niño de nueve años, dispuesto a escapar gritando ante la proyección de una imagen de la linterna mágica, que tal vez brotara simplemente de mi cabeza. Pero ahora…

—¿Ahora qué, Ben?

—¡Ahora está habitada! —estalló él mientras se golpeaba una palma con el puño—. Yo no controlo la situación. Un niño ha desaparecido, y no sé qué pensar. Podría ser que no tuviera nada que ver con la casa, pero… no lo creo. —Las tres últimas palabras salieron de sus labios con cavilosa lentitud.

—¿Fantasmas? ¿Espíritus?

—No necesariamente. Tal vez apenas algún buen tipo que de pequeño admiraba la casa y se la compró y ahora está… poseído.

—¿Es que sabes algo sobre…? —empezó Susan, alarmada.

—¿El nuevo propietario? No. No son más que conjeturas. Pero si es la casa, prefiero pensar en posesión y no en otra cosa.

—¿Qué otra cosa?

—Tal vez haya atraído a otro ser maligno —respondió Ben.

4

Ann Norton los vio venir desde la ventana. Antes había llamado al bar. «No —le había dicho la señorita Coogan con una especie de júbilo—. Aquí no han estado».

¿Dónde has estado, Susan? Oh, ¿dónde habéis estado?

La boca se le retorció en una fea mueca de angustia.

Vete, Ben Mears. Vete y déjala en paz.

5

—Haz algo importante por mí, Ben —pidió Susan al desprenderse de sus brazos.

—Todo lo que pueda.

—No hables de estas cosas con nadie en el pueblo. Con nadie.

Ben sonrió sin alegría.

—No te preocupes. No estoy ansioso por conseguir que la gente me considere un chiflado.

—¿Cierras con llave tu cuarto en la pensión de Eva?

—No.

—Pues yo empezaría a hacerlo. —Susan le miró—. Tienes que pensar que eres sospechoso.

—¿Para ti también?

—Lo serías, si no te amara.

Y se alejó, andando con pasos rápidos por la senda mientras Ben la seguía, vigilante, con la vista, aturdido por todo lo que él mismo había dicho y más aturdido aún por las últimas palabras de Susan.

6

Cuando llegó a su habitación se encontró con que no podía escribir ni dormir; estaba demasiado excitado para hacer cualquiera de las dos cosas. Entonces decidió calentar el motor del Citroën y, después de un momento de vacilación, se dirigió al bar de Dell.

El local estaba atestado de gente, ruidoso y lleno de humo. La banda, un grupo que tocaba música country, que se hacía llamar los Rangers, estaba interpretando Jamás habías ido tan lejos y compensaban con el volumen todos sus fallos de calidad. Unas cuarenta parejas, casi todas vestidas con tejanos azules, giraban sobre la pista.

Los taburetes instalados frente a la barra estaban ocupados por obreros de la construcción y del aserradero. Todos bebían jarras de cerveza, y todos usaban idénticas botas de trabajo con suelas de crepé, atadas con tiras de piel.

Dos o tres camareras con complicados peinados y el nombre bordado con hilo dorado sobre la blusa blanca (Jackie, Toni, Shirley) atendían las mesas y los reservados. Desde su posición, Dell llenaba las jarras de cerveza y, en el otro extremo, un hombre con cara de halcón y el pelo grasiento peinado hacia atrás mezclaba los cócteles. Su rostro se mantenía inalterable mientras medía los licores con los vasos pequeños, los vertía en la coctelera de plata y agregaba los demás ingredientes.

Ben empezó a rodear la pista de baile para dirigirse a la barra cuando alguien lo llamó:

—¡Eh, Ben, oye! ¿Cómo estás, muchacho?

Al mirar vio a Weasel Craig sentado ante una mesa próxima a la barra, frente a una jarra de cerveza a medio vaciar.

—Hola, Weasel —le saludó Ben, y se sentó. Se alegraba de ver una cara conocida, y Weasel le gustaba.

—¿Has decidido hacer un poco de vida nocturna, muchacho? —le sonrió Weasel mientras le palmeaba el hombro.

Ben pensó que debía de haber recibido su cheque; con su aliento podría haber hecho propaganda de todas las destilerías de Milwaukee.

—Eso es —asintió Ben.

Sacó un dólar y lo puso sobre la mesa, cubierta por los fantasmas circulares de las múltiples jarras de cerveza que por ella habían pasado. Preguntó:

—¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Qué te parece el nuevo grupo? ¿No son fantásticos?

—Sí. Son muy buenos. Termínate eso antes de que pierda fuerza, que yo invito.

—Toda la noche he estado esperando oír alguien que dijera eso. ¡Jackie! —bramó Weasel—. Tráele una cerveza a mi amigo. ¡Budweiser!

Jackie llevó la botella en una bandeja llena de monedas empapadas de cerveza y la dejó sobre la mesa, alargando el brazo, musculoso como el de un boxeador. Miró el dólar como si fuera una cucaracha de especie desconocida.

—Faltan cuarenta centavos —anunció.

Ben puso otro billete sobre la mesa y ella los recogió, pescó sesenta centavos de los charcos de su bandeja, los arrojó sobre la mesa y dijo:

—Weasel Craig, cuando chillas así pareces un ganso al que le retuercen el pescuezo.

—Eres un tesoro, bonita —le agradeció Weasel—. Te presento a Ben Mears, que escribe libros.

—Encantada —murmuró Jackie, y se alejó en la penumbra.

Ben se sirvió un vaso de cerveza y Weasel hizo lo mismo, llenándolo hasta arriba con habilidad profesional. La espuma estuvo a punto de desbordarse.

—Adelante, muchacho.

Ben levantó su vaso y bebió.

—¿Y cómo va ese libro?

—Bastante bien, Weasel.

—Te vi por ahí con la hija de los Norton. Es muy guapa, vaya. No podías haber elegido mejor.

—Sí, es…

—¡Matt! —vociferó Weasel, sobresaltando a Ben.

Por Dios, pensó, realmente parece un ganso despidiéndose de este mundo.

—¡Matt Burke! —Weasel saludó convulsivamente con la mano, y un hombre de pelo blanco le devolvió el saludo y avanzó hacia ellos por entre la multitud—. A este tipo tienes que conocerle —dijo Weasel a Ben—. Matt Burke es un avispado hijo de mala madre.

El hombre que venía hacia ellos aparentaba unos sesenta años. Era alto, llevaba una pulcra camisa de franela y el pelo, tan blanco como el de Weasel, muy corto.

—Hola, Weasel.

—¿Cómo estás, viejo? —preguntó Weasel—. Te presento a un amigo que se aloja en casa de Eva. Ben Mears, escritor de libros, figúrate. Un gran tipo. —Miró a Ben—. Matt y yo nos criamos juntos, pero él tiene educación y yo me quedé en la primaria.

Ben se levantó para estrechar la mano de Matt Burke.

—¿Cómo está?

—Muy bien, gracias. He leído uno de sus libros, señor Mears. Danza aérea.

—Llámeme Ben, por favor. Espero que le haya gustado.

—Al parecer me gustó más que a los críticos —declaró Matt mientras se sentaba—, y creo que será más apreciado conforme pase el tiempo. ¿Cómo te va a ti, Weasel?

—Bien —afirmó Weasel—. Tan bien como siempre. ¡Jackie! —chilló—. ¡Tráele una cerveza a Matt!

—¡Espera un minuto, viejo gritón! —le gritó a su vez Jackie, provocando risas en las mesas vecinas.

—Un encanto de chica —comentó Weasel—. Hija de Maureen Talbot.

—Sí —aprobó Matt—. Yo tuve a Jackie en el instituto en el setenta y uno. La madre era de la promoción del cincuenta y uno.

—Matt enseña inglés en el instituto —explicó Weasel—. Me parece que vais a tener de qué hablar.

—Yo recuerdo a una chica, Maureen Talbot —dijo Ben—. Venía a buscar la ropa de mi tía para lavarla, y se la devolvía muy bien doblada en una cesta de mimbre que solo tenía un asa.

—¿Eres del pueblo, Ben? —preguntó Matt.

—De pequeño pasé un tiempo aquí, con mi tía Cynthia.

—¿Cindy Stowens?

—Sí.

Jackie se acercó con una botella y Matt se sirvió cerveza.

—Pues realmente es un mundo pequeño. Tu tía estaba en una de las clases adelantadas que tuve el primer año que pasé en Salem’s Lot. ¿Cómo está?

—Murió en 1972.

—Oh, lo siento.

—Tuvo un final muy fácil —le aseguró Ben, y volvió a llenar su vaso.

El grupo había terminado de tocar y los músicos se dirigían a la barra. El nivel de las voces descendió un poco.

—¿Has vuelto a Jerusalem’s Lot para escribir un libro sobre nosotros? —preguntó Matt.

Un timbre de alarma sonó en el cerebro de Ben.

—En cierto modo, sí —admitió.

—Este pueblo sería mucho peor para un biógrafo. Danza aérea era un hermoso libro. Creo que este pueblo podría dar para otro hermoso libro. En un tiempo pensé que yo podría escribirlo.

—¿Por qué no lo has hecho?

Matt sonrió con naturalidad, sin rastro de amargura, cinismo o malicia.

—Me faltaba un ingrediente vital. El talento.

—No lo creas —advirtió Weasel mientras volvía a llenar su vaso con lo que quedaba en la botella—. El viejo Matt tiene muchísimo talento. Enseñar es un trabajo estupendo. Nadie aprecia a los maestros, pero son… —Se meció un poco en su silla, buscando la palabra. Ya estaba muy borracho—… la sal de la tierra —terminó, bebió un trago de cerveza, hizo una mueca y se levantó—. Excusadme mientras voy a mear.

Se alejó, chocando con los parroquianos y saludándolos por su nombre. Todos le dejaban pasar con impaciencia o buen humor, y verlo dirigirse hacia el aseo para hombres era como mirar una pelota de ping-pong que salta y rebota hasta desaparecer bajo la mesa de juego.

—Eso es lo que queda de un tipo estupendo —reflexionó Matt, y levantó un dedo.

Inmediatamente se acercó una camarera, que se dirigió a él llamándolo señor Burke. Parecía un poco escandalizada de que su viejo profesor de literatura clásica inglesa pudiera estar ahí emborrachándose con los amigos de Weasel Craig. Cuando se alejó para traerles otra botella, Ben pensó que Matt parecía un poco azorado.

—Me gusta Weasel —comentó Ben—, y me da la sensación de que en sus buenos tiempos debió de tener muchas cosas dentro. ¿Qué le sucedió?

—Oh, no hay tema para un cuento en eso —respondió Matt—. La botella le ganó. Año tras año le ganaba un poco más, y ahora se ha adueñado completamente de él. En la Segunda Guerra Mundial consiguió una Estrella de Plata, en Anzio. Un cínico podría pensar tal vez que su vida habría tenido más sentido si se hubiera muerto entonces.

—Yo no soy cínico —declaró Ben—, y este hombre me gusta. Pero creo que lo mejor será que esta noche le lleve a casa en el coche.

—Estaría muy bien que lo hicieras. Pues yo vengo aquí de vez en cuando a escuchar música. Me gusta la música fuerte, y más ahora que ha empezado a fallarme el oído. He sabido que estás interesado en la casa de los Marsten. ¿Tu libro se refiere a ella?

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Ben, con un sobresalto.

Matt sonrió.

—¿Cómo es eso que se dice en esa vieja canción de Marvin Gaye? Me lo contó un pajarito. Sabrosa expresión, gráfica, aunque si uno lo piensa la imagen es un poco oscura. Uno se imagina un hombre con el oído alerta a lo que dice un gorrión o una golondrina… Pero estoy divagando. Divago mucho últimamente, y ya ni siquiera trato de disimularlo. Pues lo he sabido por lo que la gente de la prensa llamaría fuente autorizada… es decir, de Loretta Starcher, la bibliotecaria de nuestra ciudadela literaria local. Tú has estado allí varias veces para leer los artículos referentes al viejo escándalo en el Ledger, de Cumberland, y ella te buscó también dos libros que son recopilaciones de artículos sobre crímenes, y en ellos se hacía referencia a él. De paso, el artículo de Lubert es bueno…, en 1946 vino personalmente a El Solar a investigar; pero el de Snow es puro invento.

—Ya lo sé —asintió Ben automáticamente.

La camarera depositó otra jarra de cerveza sobre la mesa y Ben tuvo de repente una visión poco confortable: aquí tienes a un pez nadando cómoda y (piensa él) discretamente, coleteando de aquí para allá entre el kelp y el plancton. Aléjate para aumentar el plano y ahí está el problema: es una pecera.

Matt pagó a la camarera y comentó:

—Fue espantoso lo que sucedió allá arriba. Y aún sigue pesando en la conciencia del pueblo. Claro que las historias de crueldad y asesinato siempre se transmiten con deleite morboso de generación en generación; en cambio, los estudiantes gruñen y se quejan cuando se les sitúa frente a un George Washington o un Jonas Salk. Pero creo que hay algo más que eso. Tal vez se deba a un capricho geográfico.

—Sí —dijo Ben, interesado a su pesar. El profesor acababa de expresar una idea que desde el día que había regresado al pueblo, desde antes tal vez, acechaba su conciencia—. Está sobre esa colina que domina la aldea como… oh, como una especie de ídolo sombrío.

Dejó escapar una risita para que el comentario sonara trivial, pues de pronto le pareció que había dicho algo que sentía con tal profundidad que era como abrirle a un extraño una ventana sobre su alma. La atención con que le escudriñó Matt Burke no le ayudó precisamente a sentirse mejor.

—Eso es talento —declaró Burke.

—¿Cómo dices?

—Que lo has expresado exactamente. La casa de los Marsten nos vigila a todos desde hace casi cincuenta años, sabe todos nuestros pecadillos, pecados y mentiras. Como un ídolo.

—Tal vez sea lo bueno, al mismo tiempo.

—No es mucho el bien que puede haber en un pueblo pequeño y sedentario. Como mucho, indiferencia condimentada con algún mal cometido sin querer o, lo que es más grave, con algún mal hecho conscientemente. Creo que Thomas Wolfe escribió varios kilos de papel para explicarlo.

—No me habías parecido un cínico.

—Eres tú quien lo dice, no yo. —Sonrió y bebió un sorbo de cerveza.

El grupo de músicos se apartaba de la barra en ese momento. Resplandecían con sus camisas rojas brillantes, sus chalecos y pañuelos. El solista tomó la guitarra y empezó a afinarla.

—Sea como fuere, no has respondido a mi pregunta. ¿Tu nuevo libro se refiere a la casa de los Marsten?

—En cierto modo, supongo que sí.

—Te estoy sonsacando. Perdona.

—No tiene importancia —le aseguró Ben, pensando en Susan, y sintiéndose incómodo—. No me explico qué le pasa a Weasel. Hace mucho rato que se fue.

—¿Puedo pedirte un favor muy grande? Si me lo niegas, lo entenderé perfectamente.

—Por supuesto, adelante —le animó Ben.

—Tengo una clase de literatura creativa. Son chicos inteligentes, la mayoría de los grados superiores, y me gustaría presentarles a alguien que se gana la vida con las palabras. Alguien que… ¿cómo diríamos… que ha tomado el verbo y lo ha hecho carne?

—Pues a mí también me encantaría —respondió Ben, halagado—. ¿Cuánto duran tus clases?

—Cincuenta minutos.

—Bueno, creo que en ese tiempo no llegaré a aburrirles demasiado.

—Oh, para mí es fantástico que solo sean cincuenta minutos, pero estoy seguro de que tú no les aburrirías en absoluto. ¿La semana próxima?

—Cómo no. ¿Qué día y a qué hora?

—¿El martes en la cuarta hora? Es de once a doce menos diez. No te recibirán con aplausos, pero sospecho que oirás ruidos en muchos estómagos.

—Me llevaré algodón para los oídos.

Matt rio.

—Me alegro mucho. Te esperaré en el despacho, si te parece.

—Espléndido. ¿Crees…?

—¿Señor Burke? —Era Jackie, la de los bíceps robustos—. Weasel se ha desmayado en el aseo de hombres. ¿Cree usted…?

—¿Cómo? Por Dios, sí. Vamos, Ben.

—Claro.

Los dos se levantaron y cruzaron el salón. El grupo había empezado a tocar de nuevo, algo sobre cómo los chicos de Muskogee todavía respetaban al rector de la universidad.

El baño olía a orina rancia y a cloro. Weasel estaba recostado contra la pared entre dos sanitarios, y un tipo con uniforme del ejército hacía pis a unos cinco centímetros de su oído derecho.

Weasel tenía la boca abierta, y a Ben le impresionó lo viejo que parecía, viejo y devorado por fuerzas impersonales que nada sabían de ternura. No por primera vez, pero sí en forma angustiosamente inesperada, le sacudió la realidad de su propia disolución, que avanzaba día a día. La compasión que le subió a la garganta como las transparentes y oscuras aguas de un pozo era tanto piedad de Weasel como de sí mismo.

—Oye —dijo Matt—, ¿puedes sostenerle con un brazo cuando este caballero termine?

—Sí —asintió Ben, y miró al hombre uniformado que se sacudía sin prisa alguna—. ¡Venga, muchacho!

—¿Por qué? A él nadie le persigue.

Sin embargo, se subió la cremallera y se apartó para dejarles pasar.

Ben pasó un brazo por detrás de la espalda de Weasel, le tomó por la axila y lo levantó. Durante un momento, mientras sus nalgas hacían presión contra la pared de azulejos, sintió las vibraciones de los instrumentos musicales. Weasel se elevó con la floja pesadez de una saca de correos, en la inconsciencia más total. Matt situó la cabeza bajo el otro brazo de Weasel, le rodeó la cintura con el brazo, y entre los dos le sacaron del aseo.

—Ahí va Weasel —comentó alguien, y se oyeron risas.

—Dell tendría que limitarle la bebida —comentó Matt, sin aliento—. Ya sabe en qué termina siempre esto.

Atravesaron el salón hasta llegar a los escalones de madera que conducían al aparcamiento.

—Cuidado —gruñó Ben—. No le dejes caer.

Mientras bajaban por las escaleras, los pies inertes de Weasel chocaban con los peldaños.

—El Citroën… el que está en la última hilera.

Entre los dos lo llevaron hasta allí. La frescura del aire se había vuelto cortante; por la mañana, las hojas de los árboles estarían teñidas de sangre. Weasel había empezado a emitir un profundo ronquido, y la cabeza se le sacudía débilmente.

—¿Puedes acostarlo cuando lleguéis a casa de Eva? —preguntó Matt.

—Sí, creo que sí.

—Perfecto. Mira, apenas si se ve el tejado de la casa de los Marsten por encima de los árboles.

Ben miró. Matt tenía razón; apenas si asomaba por encima del oscuro horizonte de pinos, y borraba las estrellas situadas al borde del mundo visible.

Ben abrió la portezuela del lado del pasajero.

—A ver, déjamelo.

Cargó con todo el peso de Weasel, lo sentó en el asiento del pasajero y cerró la portezuela. La cabeza de Weasel golpeó contra la ventanilla.

—¿El martes a las once?

—No faltaré.

—Gracias. Y gracias por ayudar a Weasel. —Matt le tendió la mano y Ben se la estrechó.

Subió al Citroën, lo puso en marcha y volvió hacia el pueblo. Una vez la luz de neón del bar hubo desaparecido detrás de los árboles, la carretera quedó negra y desierta. Ahora, pensó Ben, estos caminos también tienen sus fantasmas.

A su lado, Weasel roncó y gruñó. Ben se sobresaltó y por un momento el Citroën perdió la dirección.

Pero ¿por qué se me ocurrió eso?, se preguntó.

No hubo respuesta.

7

Ben abrió la ventanilla para que Weasel recibiera el aire frío mientras regresaba a casa. Cuando llegó a la entrada de la pensión de Eva Miller, Weasel había alcanzado una semiconsciencia.

A tropezones, Ben le hizo subir los escalones del porche del fondo hasta llegar a la cocina, débilmente iluminada por un fluorescente. Weasel gimió y después masculló roncamente:

—Un encanto de chica, Jack, y las mujeres casadas saben… saben…

Una sombra apareció entre las sombras del porche; era Eva, imponente con una vieja bata acolchada, con el pelo envuelto en rulos y sujeto por un delgado pañuelo de red. La crema de noche daba a su rostro un tono pálido y espectral.

—Ed —murmuró—. Oh, Ed… sigues igual, ¿verdad?

El sonido de su voz hizo que los ojos de Weasel se entreabrieran, y una sonrisa vagó por sus facciones.

—Sigo y sigo y sigo —graznó—. ¿No eres tú quien mejor puede saberlo?

—¿Puede subirlo hasta su habitación? —preguntó Eva a Ben.

—Sí, no se preocupe.

Aferró con más fuerza a Weasel y lo hizo subir las escaleras y llegar hasta su cuarto. La puerta no estaba cerrada con llave, y Ben le introdujo en el interior. En el momento en que le depositó sobre la cama, Weasel se sumió en un profundo sueño.

Ben se detuvo un momento a mirar alrededor. El cuarto estaba limpio y todo dispuesto con pulcritud. Mientras empezaba a quitarle los zapatos al durmiente, la voz de Eva Miller sonó a sus espaldas.

—No se preocupe por eso, señor Mears. Déjelo, si quiere.

—Pero habría que…

—Yo lo desvestiré. —Su rostro, grave, reflejaba una tristeza digna y mesurada—. Lo desvestiré y le daré una friega con alcohol para que mañana no tenga tanta resaca. Ya lo he hecho antes. Muchas veces.

—Está bien —asintió Ben, y subió a su cuarto.

Se desvistió lentamente, pensando en darse una ducha, pero cambió de idea. Se metió en la cama y se quedó mirando el techo. Durante largo rato permaneció despierto.