IV

Danny y Glick y otros

1

Danny y Ralphie Glick habían salido para ir a casa de Mark Petrie con órdenes de estar de vuelta a las nueve. Cuando pasaron las diez sin que sus hijos hubieran regresado, Marjorie Glick llamó a casa de los Petrie. No, le dijo la señora Petrie, los muchachos no estaban allí. Ni habían estado. Tal vez sería mejor que su marido hablara con Henry. La señora Glick le pasó el teléfono a su esposo, mientras sentía en el vientre el cosquilleo del miedo.

Los dos hombres comentaron el asunto. Sí, los chicos habían ido por la senda de los bosques. No, el arroyo no tenía profundidad en esta época del año, y menos con buen tiempo. Apenas si llegaría al tobillo. Henry sugirió que él podía empezar desde su extremo del sendero, con una linterna, mientras el señor Glick avanzaba desde su lado. Tal vez los chicos hubieran encontrado una madriguera de conejos o estuvieran fumándose un cigarrillo, o algo así. Tony se mostró de acuerdo y agradeció al señor Petrie por tomarse esa molestia. El señor Petrie dijo que no era molestia. Tony colgó el auricular y tranquilizó un poco a su mujer, que estaba asustada. Mentalmente, el padre ya había decidido que ninguno de los dos chicos se iba a poder sentar durante una semana, cuando los encontrara.

Pero antes de que hubiera salido siquiera del patio, Danny apareció a tropezones de entre los árboles y se desplomó junto a la barbacoa del fondo. Estaba aturdido y hablaba con lentitud, respondiendo trabajosamente y no siempre con sensatez a lo que se le preguntaba. Tenía hierba en las manos, y algunas hojas otoñales en el pelo.

Le contó a su padre que él y Ralphie habían ido por la senda del bosque, habían atravesado el arroyo saltando por las piedras y habían llegado sin dificultad al otro lado. Después Ralphie empezó a decir que había un fantasma en los bosques (Danny tuvo cuidado en no mencionar que él le había metido esa idea en la cabeza a su hermano). Ralphie decía que veía una cara, y Danny empezó a asustarse. El no creía en fantasmas ni espantajos, pero le parecía haber oído algo en la oscuridad.

¿Qué habían hecho entonces?

Danny creía que habían echado a andar de nuevo, tomados de la mano, pero no estaba seguro. Ralphie iba lloriqueando por el fantasma. Danny le dijo que no llorara, porque pronto verían las luces de Jointner Avenue. No les faltaban más que doscientos pasos, menos tal vez. Entonces había sucedido algo malo.

¿Qué? ¿Qué había sucedido?

Danny no sabía.

Discutieron con él, se irritaron, lo reconvinieron. Danny no hacía más que menear la cabeza, lentamente y sin comprender. Sí, sabía que tendría que recordarlo, pero no podía. En serio, no podía. No, no recordaba haberse caído, en absoluto. Solo… solo que todo estaba oscuro. Muy oscuro. Y después recordaba que él estaba tendido en la senda, solo. Ralphie había desaparecido.

Parkins Gillespie dijo que no tenía sentido organizar una búsqueda en los bosques esa noche. Demasiadas trampas para caza. Probablemente el chico se hubiera salido del camino, y nada más. Acompañado por Nolly Gardener, Tony Glick y Henry Petrie, Gillespie recorrió de punta a punta la senda y después los alrededores de Jointner Avenue y Brock Street, llamando al chico con un megáfono.

A primera hora de la mañana siguiente, la policía de Cumberland, junto con la estatal, inició una búsqueda coordinada en la zona boscosa; al no encontrar nada, se amplió el área del rastreo. Durante cuatro días revisaron la espesura, y los esposos Glick recorrieron bosques y campos, escudriñando los árboles caídos que quedaban del antiguo incendio, gritando el nombre de su hijo con terca y desgarradora esperanza.

Nada se encontró y entonces se hizo un dragado de Taggart Stream y del río Royal, sin resultado.

A las cuatro de la madrugada del quinto día, aterrorizada e histérica, Marjorie Glick despertó a su marido. Danny se había desmayado en el vestíbulo del piso alto, aparentemente mientras iba al cuarto de baño. Una ambulancia lo transportó al Hospital General de Central Maine. El diagnóstico preliminar fue conmoción emocional retardada.

El médico a cargo del caso, de apellido Gorby, llevó aparte al señor Glick.

—¿Su hijo ha sufrido alguna vez ataques de asma?

El señor Glick pestañeó mientras sacudía la cabeza. En menos de una semana había envejecido diez años.

—¿Antecedentes de fiebre reumática?

—¿Danny? No… Danny no.

—Durante este último año, ¿le han hecho alguna reacción de Mantoux?

—¿Por la tuberculosis? ¿Es que está enfermo?

—Señor Glick, simplemente queremos descubrir…

—¡Marge! Margie, ven aquí.

Marjorie Glick se levantó y se acercó por el corredor. Tenía el semblante pálido, el pelo descuidado, todo el aspecto de una mujer presa de una jaqueca torturante.

—¿A Danny le han hecho la reacción de Mantoux este año?

—Sí —contestó sombríamente—. A principio de año, en el colegio. No tuvo reacción.

—¿Tose por las noches? —siguió preguntando Gorby.

—No.

—¿Se queja de dolores en el pecho o en las articulaciones?

—No.

—¿De molestias al orinar?

—No.

—¿No hay pérdidas de sangre anormales? ¿Por la nariz, en las deposiciones…, o bien un número excepcional de heridas y cardenales?

—No.

Gorby sonrió e hizo un gesto de asentimiento.

—Quisiéramos que se quedara para hacerle unos análisis.

—Desde luego —respondió Tony—. Estoy asociado a la Cruz Azul.

—Sus reacciones son muy lentas —explicó el médico—, y vamos a examinarle con rayos X, hacer un estudio de la médula, un recuento de leuco…

—¿Tiene Danny leucemia? —preguntó en un susurro Marjorie Glick, cuyos ojos habían ido agrandándose lentamente.

—Señora Glick, esto es muy… —empezó a explicar el médico, pero la madre se había desmayado.

2

Ben Mears fue uno de los voluntarios de Salem’s Lot que colaboraron en la búsqueda de Ralphie Glick, sin conseguir otra cosa que ensuciarse los pantalones con la maleza y un violento acceso de fiebre del heno provocado por la pelusa de los plátanos.

Durante el tercer día de búsqueda, Ben entró en la cocina de Eva dispuesto a comerse un plato de raviolis y dormir una breve siesta antes de ponerse a escribir. Encontró a Susan Norton atareada en la cocina, preparando un guisado con hamburguesas. Los hombres que acababan de volver del trabajo, sentados en torno de la mesa, simulaban conversar mientras la devoraban con los ojos; Susan llevaba una desteñida camisa a cuadros atada a la cintura y unos pantalones cortos de pana. Eva Miller estaba planchando en un rincón de la cocina.

—Hola, ¿qué estás haciendo aquí? —saludó Ben.

—Cocinándote algo decente antes de que te conviertas en una sombra —respondió Susie, y Eva rio desde su rincón.

Ben sintió que le ardían las orejas.

—Guisa bien, de veras —dictaminó Weasel—. Puedo asegurarlo; la he estado observando.

—Si llegas a mirarla un poco más se te salen los ojos de las órbitas —comentó Grover Verrill con una risita.

Susan tapó la cazuela, la puso en el horno y ambos salieron al porche del fondo a esperar que estuviera lista. El sol descendía, rojo e inflamado.

—¿Algo nuevo?

—No. Nada. —Ben sacó del bolsillo de la camisa un arrugado paquete de cigarrillos y encendió uno.

—Hueles como si fueras un leñador —comentó Susan.

—Vaya día hemos tenido. —Ben extendió el brazo para mostrarle las picaduras de insectos y los raspones a medio cicatrizar—. Entre los condenados mosquitos y los malditos arbustos espinosos me han destrozado los brazos.

—¿Qué crees que puede haberle pasado, Ben?

—Sabe Dios. —Ben exhaló una bocanada de humo—. Tal vez alguien se acercó sigilosamente por detrás al hermano mayor, le golpeó en la cabeza con un calcetín lleno de arena o algo parecido y secuestró al pequeño.

—¿Tú crees que está muerto?

Ben la miró para ver si Susan esperaba una respuesta sincera, o simplemente una que dejara esperanzas. Le tomó la mano y entrelazó los dedos con los de ella.

—Sí —dijo—, creo que el niño está muerto. Todavía no hay pruebas concluyentes, pero es lo que creo.

Ella sacudió la cabeza.

—Ojalá te equivoques. Mamá y otras señoras estuvieron haciendo compañía a la señora Glick. Está como si hubiera perdido el juicio, y el marido también. Y el otro chico, que no hace más que andar por ahí como un fantasma.

—Humm —gruñó Ben, mientras miraba hacia la casa de los Marsten, sin escuchar en realidad.

Los postigos estaban cerrados; más tarde se abrirían. Al anochecer. Los postigos se abrirían por la noche. Ben sintió un mórbido escalofrío ante la idea.

—… noche?

—¿Cómo? Perdona. —Se volvió a mirar a Susan.

—Te decía que a papá le gustaría que fueras mañana por la noche. ¿Podrás?

—¿Estarás tú?

—Claro que sí —afirmó Susan.

—De acuerdo. Sí.

Ben quería mirarla, encantadora como estaba a la luz crepuscular, pero sentía que la casa de los Marsten atraía sus ojos como un imán.

—Te atrae, ¿verdad? —preguntó Susan, y el hecho de que le hubiera leído el pensamiento, e incluso la metáfora, era casi pavoroso.

—Sí.

—Ben, ¿sobre qué es tu nuevo libro?

—Todavía no —pidió él—. Dame tiempo. Te lo diré tan pronto pueda. Es… tiene que ir resolviéndose solo.

En ese momento Susan quiso decirle «te amo», decírselo con la soltura y la falta de aprensión con que la idea había aflorado a su conciencia, pero se mordió el labio para no dejar salir las palabras. No quería decírselo mientras él estuviera mirando… mirando hacia allá.

Se levantó.

—Voy a vigilar el guisado.

Cuando Susan se alejó, Ben seguía fumando y mirando hacia la casa de los Marsten.

3

En la mañana del día 22, Lawrence Crockett estaba sentado en su oficina, aparentando leer su correspondencia de los lunes mientras espiaba con el rabillo del ojo a su secretaria, cuando sonó el teléfono. Larry había estado pensando en su carrera comercial en Salem’s Lot, en ese pequeño coche reluciente aparcado en la entrada de la casa de los Marsten, y en pactos con el diablo.

Ya antes de que su pacto con Straker quedara consumado (vaya palabra, pensó Larry, mientras sus ojos recorrían el frente de la blusa de su secretaria), Lawrence Crockett era, indudablemente, el hombre más rico de Salem’s Lot y uno de los más ricos del condado de Cumberland, aunque no hubiera signo externo en su oficina ni en su persona que así lo indicara. El despacho era viejo, polvoriento y apenas iluminado por dos bombillas manchadas por las moscas. El antiguo escritorio de tapa enrollable estaba atestado de papeles, lápices y correspondencia. En un extremo se veía un frasco de goma de pegar, y en el otro un pisapapeles de cristal, cuadrado, que lucía en sus diferentes caras fotos de la familia de Larry. En precario equilibrio sobre una pila de libros de contabilidad había una pecera de cristal llena de cerillas, con un cartel que anunciaba: «Coja lo que quiera». Salvo tres armarios para archivo, a prueba de incendios, y el escritorio de la secretaria en su pequeño recinto, la oficina estaba vacía.

Sin embargo, estaba decorada.

Había instantáneas y fotografías por todas partes, pinchadas o pegadas sobre cualquier superficie disponible. Algunas eran copias Polaroid recientes, otras instantáneas de color tomadas algunos años atrás, pero la mayoría eran fotos en blanco y negro, arqueadas y amarillentas, que en algunos casos tenían hasta quince años. Debajo de cada una se leía un anuncio escrito a máquina: «¡Hermosa vivienda campestre, seis habitaciones!». O: «En lo alto de la colina, Taggart Stream Road, $32000. ¡Baratísima!». O: «Para familia numerosa, granja con casa de diez habitaciones, Burns Road». Todo tenía el aspecto de una triste operación clandestina, y lo había sido hasta 1957, cuando Larry Crockett, a quien en Jerusalem’s Lot consideraban apenas algo más que un inútil, decidió que el negocio del futuro eran los remolques. En esos días, perdidos ya en la bruma del tiempo, la mayoría de la gente pensaba en las caravanas, esas pintorescas cosas plateadas que uno enganchaba a la parte posterior del coche cuando quería ir hasta el Parque Nacional de Yellowstone a sacarles fotos a la mujer y los niños, de pie junto a Old Faithful, boquiabiertos ante el chorro intermitente del géiser. En esos días, perdidos ya en la bruma del tiempo, casi nadie —ni siquiera los propios fabricantes de caravanas— pudo prever que un día las pintorescas cosas plateadas se convertirían en caravanas que se enganchaban directamente a la camioneta Chevy, ni que podían venir completas y motorizadas independientemente.

Larry, sin embargo, no tuvo necesidad de saber estas cosas. Su intuición le llevó al ayuntamiento —por ese entonces aún no lo habían elegido como funcionario municipal; nadie habría votado por él ni siquiera para que se hiciera cargo de la perrera— con el objeto de estudiar las leyes de urbanización de Jerusalem’s Lot. Eran muy satisfactorias. Mientras leía entre líneas, imaginaba miles de dólares. La ley decía que no se podía mantener un vertedero, ni tener más de tres coches viejos aparcados en un cercado sin permiso municipal, ni tener un inodoro químico —eufemismo no demasiado exacto por letrina— si no estaba aprobado por la Oficina Sanitaria Municipal. Y eso era todo.

Larry se hipotecó hasta el cuello, pidió además un préstamo y consiguió comprar tres remolques. Nada de pintorescas cositas plateadas: largos monstruos hipertrofiados, tapizados, revestidos en paneles de madera plástica y con los cuartos de baño de formica. Para cada uno compró una parcela de cuarenta metros cuadrados en el Bend, donde el terreno era barato, los instaló sobre precarios cimientos y se puso a la tarea de venderlos. En tres meses lo había conseguido, tras superar cierta resistencia inicial de la gente (que dudaba en vivir en una casa que se parecía a un coche Pullman) y sus ganancias rondaban los diez mil dólares. El futuro había llegado a Salem’s Lot, y Larry Crockett estaba allí, listo para capitalizarlo.

El día que R. T. Straker apareció en su despacho, Crockett se cotizaba en casi dos millones de dólares, como resultado de sus especulaciones inmobiliarias en pueblos vecinos, pero no en El Solar (no se caga donde se come, era el lema de Lawrence Crockett), basadas en la convicción de que la industria de los hogares móviles crecería como los hongos. Así fue, y el dinero comenzó a entrar a paladas.

En 1965, Larry Crockett se asoció silenciosamente con un contratista llamado Romeo Poulin, que estaba construyendo un supermercado en Auburn. Poulin se las sabía todas, y con su veteranía y el don para los números que tenía Larry, sacaron 750000 dólares por cabeza, de lo cual no tuvieron que declarar más que un tercio a los recaudadores de impuestos del Tío Sam. Todo andaba a las mil maravillas, y si el techo del supermercado salió con unas cuantas goteras, bueno, qué se le iba a hacer.

Entre 1966 y 1968, Larry compró acciones suficientes para controlar tres empresas de remolques de Maine, e hizo toda clase de piruetas para mantener alejada a la gente de los impuestos. A Romeo Poulin le describió el proceso como entrar en el túnel del amor con la chica A, acostarse con la chica B que iba en el coche de atrás y terminar cogido de la mano con la chica A al otro lado. Larry terminó comprándose casas rodantes a sí mismo, y esas transacciones incestuosas resultaron tan beneficiosas que casi daban miedo.

Tratos con el diablo, vaya, pensaba Larry mientras recorría sus papeles. Cuando uno hace tratos con él, los pagarés huelen a azufre.

La gente que compraba caravanas eran obreros o empleados de clase media baja, gente que no tenía posibilidad de pagar una entrada por una casa más convencional, o jubilados que buscaban cómo sacar el máximo partido a la Seguridad Social. La idea de una flamante vivienda de seis habitaciones era muy importante para esa gente y, para los más ancianos, había otra ventaja que algunos vendedores olvidaban destacar pero que Larry, siempre astuto, subrayaba: las caravanas no tenían más que una planta, y no había que subir ninguna escalera.

La financiación también era fácil. Por lo general, con una entrada de 500 dólares la operación quedaba cerrada, y si incluso en esos días de la década de los sesenta en los que el dinero aún tenía valor, los 9500 restantes se gravaban con un interés del 24 por ciento, eso rara vez le parecía una trampa a esa gente ansiosa de tener su casa.

¡Y el dinero entraba a espuertas!

El propio Crockett había cambiado muy poco, incluso después de haber sellado el pacto con el inquietante señor Straker. Ningún decorador afeminado fue a redecorarle el despacho. Seguía conformándose con el ventilador eléctrico en vez de poner aire acondicionado. Usaba los mismos trajes relucientes o sus eternos y brillantes conjuntos de deporte. Siguió fumando los mismos cigarros baratos y acudiendo a la taberna de Dell los sábados por la noche para beberse algunas cervezas y jugar a los naipes con los muchachos. No había abandonado los negocios inmobiliarios en el municipio, lo que le suponía dos importantes ventajas: primero, le había valido ser elegido como funcionario, y segundo, le permitía manejar hábilmente su declaración de impuestos, porque las operaciones visibles quedaban todos los años un escalón por debajo del mínimo no imponible. Aparte de la casa de los Marsten, era y había sido el agente de ventas de unas tres docenas de mansiones decrépitas de la zona. Claro que hubo algunos tratos buenos, pero Larry no presionó. Después de todo, el dinero entraba a espuertas.

Demasiado dinero, tal vez. Era posible pasarse de listo, pensó. Entrar en el túnel del amor con la chica A, acostarse con la chica B, salir de la mano con la chica A, para que al final las dos le dieran a uno calabazas. Straker había dicho que se mantendría en contacto con él, y de eso hacía catorce meses. Y si resultaba ahora que…

En ese momento sonó el teléfono.

4

—Señor Crockett —dijo la conocida voz sin acento.

—Straker, ¿verdad?

—El mismo.

—Justamente pensaba en usted. Parece telepatía.

—Qué coincidencia, señor Crockett. Necesito un servicio, por favor.

—Lo imaginé.

—Consígame un camión, por favor. Grande. Alquílelo para que esté en los muelles de Portland esta tarde a las siete en punto. En la aduana. Creo que con dos mozos será suficiente.

—Perfecto.

Larry sacó una libreta y garabateó: «H. Peters, R. Snow. Henry’s U-Haul. 6 a más tardar». No se detuvo a pensar lo servilmente que parecía cumplir las órdenes de Straker.

—Hay una docena de cajas para retirar. Todas, salvo una, van a la tienda. La otra es un aparador valiosísimo… un Hepplewhite. Los mozos lo distinguirán por el tamaño, y hay que llevarlo a la casa. ¿Comprende?

—Sí.

—Indique que lo bajen al sótano. Los hombres pueden entrar por el acceso que hay bajo las ventanas de la cocina. ¿Entendido?

—Sí. Ahora, ese aparador…

—Una cosa más, por favor. Consiga cinco candados Yale. ¿Conoce la marca Yale?

—Todo el mundo la conoce. ¿Qué…?

—Cuando se vayan, los mozos cerrarán la puerta de atrás de la tienda. Dejarán las llaves de los cinco candados en la mesa del sótano. Cuando salgan de la casa, pondrán candados en la puerta de acceso al sótano, en la puerta principal y la del fondo, y en la del cobertizo. ¿Comprende?

—Sí.

—Gracias, señor Crockett. Siga exactamente todas las indicaciones. Adiós.

—Espere un momento…

Se cortó la comunicación.

5

Faltaban dos minutos para las siete cuando el gran camión anaranjado y blanco con su distintivo de Henry’s U-Haul se detuvo ante la barraca al fondo de la aduana, en los muelles de Portland. La marea estaba cambiando, y eso inquietaba a las gaviotas, que planeaban y graznaban contra el cielo carmesí del poniente.

—Aquí no hay nadie —comentó Royal Snow mientras se terminaba su Pepsi, y dejó caer la lata vacía al suelo de la cabina—. Nos arrestarán por merodeadores.

—Hay alguien —señaló Hank Peters—. De la poli.

No era precisamente de la poli, sino un vigilante nocturno, que los enfocó con su linterna.

—¿Alguno de ustedes es Lawrence Crockett?

—Somos empleados suyos —aclaró Royal—. Venimos a buscar unos cajones.

—Bueno —dijo el hombre—. Entrad en la oficina, que tengo que haceros firmar la factura. —Le hizo un gesto a Peters, que iba al volante—. Da marcha atrás hasta esa doble puerta que está un poco quemada, ¿la ves?

—Ajá. —Peters dio marcha atrás al camión.

Royal Snow siguió al vigilante hasta la oficina, donde burbujeaba una cafetera. El reloj que había sobre el calendario señalaba las 19:04. El hombre rebuscó entre los papeles que había sobre el escritorio y le tendió un formulario.

—Firma aquí.

Royal lo hizo.

—Id con cuidado al entrar. Encended las luces. Hay ratas.

—Jamás he visto una rata que no huya ante esto —declaró Royal, mientras balanceaba el pie calzado con una pesada bota de trabajo.

—Estas son ratas de puerto —señaló secamente el otro—, y se han enfrentado a hombres más fuertes que tú.

Royal volvió a salir y se dirigió hacia la puerta del almacén. El vigilante se quedó en la puerta de la barraca, siguiéndolo con la vista.

—Cuidado —le indicó Royal a Peters—. El viejo dijo que había ratas.

—Bueno. Si a él le asustan… —se burló Hank.

Royal encontró el conmutador de la luz al lado de la puerta. En la atmosfera, pesada con los olores mezclados de la sal, la madera podrida y la humedad, había algo que quitaba las ganas de reírse. Eso, y la idea de las ratas.

Los cajones estaban apilados en medio del suelo del amplio almacén. Aparte de ellos, el lugar estaba vacío y, por contraste, la colección parecía enorme. El aparador estaba en el centro; era más alto que los demás cajones, y el único que no llevaba la indicación «Barlow y Straker, 27 Jointner Avenue, Jer. Lot, Maine».

—Bueno, pues no parece tan mal —comentó Royal. Consultó su copia del albarán y después contó los cajones—. Sí, están todos.

—Y hay ratas —señaló Hank—. ¿Las oyes?

—Sí, malditos bichos. Me enferman.

Durante un momento, los dos se quedaron en silencio, escuchando los chillidos y correteos que se oían en las sombras.

—Bueno, a trabajar —dijo Royal—. Subamos primero ese grande para que no nos estorbe cuando lleguemos a la tienda. Vamos.

—Sí, vamos.

Se acercaron al cajón y Royal sacó un cortaplumas del bolsillo y abrió el sobre adherido al cajón.

—Eh —objetó Hank—, ¿te parece que debemos…?

—Tenemos que asegurarnos de que es lo que nos encargaron, ¿no? Si metemos la pata, Larry nos corta el pescuezo. —Sacó el albarán del sobre para mirarlo.

—¿Qué dice? —preguntó Hank.

—Heroína —le informó seriamente Royal—. Cien kilos de heroína, dos mil libros pornográficos de Suecia, trescientos mil vibradores franceses…

—Dame eso. —Hank le arrebató el albarán—. Aparador —leyó—. Exactamente lo que nos dijo Larry. De Londres, Inglaterra, a Portland, Maine, expedido por correo. Vibradores franceses un cuerno. Pon esto en su lugar.

—Hay algo raro en este asunto —comentó Royal, mientras hacía lo que le habían indicado.

—Lo único raro eres tú.

—No, no es broma. Este cacharro no tiene sellos de aduana. Ni en el cajón, ni en el sobre del albarán. Ni un solo sello.

—Tal vez se los pongan con esa tinta especial que solo se ve con luz negra.

—No es lo que se hacía cuando yo trabajaba en el puerto. Hasta el más insignificante cargamento quedaba lleno de sellos. No podías levantar un cajón sin llenarte de tinta azul hasta los codos.

—Bueno, me alegro. Pero date prisa porque mi mujer suele acostarse muy temprano y quiero llegar a tiempo para…

—Tal vez si le echáramos un vistazo…

—No hay tiempo. Vamos, levantémoslo.

Royal se encogió de hombros. Cuando inclinaron el cajón, algo pesado se movió dentro. Era un cajón muy desagradable de levantar. Posiblemente fuera una de esas cómodas de cajones. Era bastante pesado.

Entre gruñidos, lo llevaron trabajosamente hasta el camión y lo colocaron en el elevador hidráulico con suspiros de alivio. Royal se quedó a la espera mientras Hank hacía funcionar el elevador. Cuando estuvo al nivel del suelo del camión, los dos subieron para empujarlo hacia el interior.

En el cajón había algo que no le gustaba, y era algo más que la falta de sellos de aduanas. Una cosa indefinible. Royal siguió mirando el cajón hasta que Hank bajó la puerta rampa de atrás.

—Vamos —dijo—. Subamos los otros.

Los demás cajones tenían los sellos normales de aduana, salvo los tres que habían sido despachados desde el interior de Estados Unidos. Mientras iban cargándolos en el camión, Royal cotejaba cada cajón con lo especificado en el albarán, y lo firmaba con sus iniciales. Todos los cajones que iban a la tienda quedaron colocados cerca de la puerta trasera del camión, separados del armario.

—Pero ¿quién demonios va a comprar estas cosas? —preguntó Royal una vez terminaron—. Una mecedora polaca, un reloj alemán, una rueca irlandesa… Dios, imagino que todo esto vale una fortuna.

—Los turistas lo comprarán —explicó Hank—. Los turistas compran cualquier cosa. Algunos de esos que vienen de Boston y Nueva York… se comprarían una bolsa de bosta de vaca, si la bolsa fuera vieja.

—No me gusta nada ese cajón grande —insistió Royal—. Ningún sello de aduanas, eso es rarísimo.

—Bueno, llevémoslo a donde nos dijeron.

Sin hablar, volvieron a Salem’s Lot. Hank no quitó el pie del acelerador; quería terminar con ese encargo. Había algo que le disgustaba. Como decía Royal, era muy raro.

Se detuvo en la puerta del fondo de la nueva tienda y comprobó que no estaba cerrada con llave, como le había dicho Larry. Royal accionó el conmutador, pero la luz no se encendió.

—Estupendo —gruñó Royal—. Tener que descargar estas porquerías en completa oscuridad… Oye, ¿no sientes un olor raro aquí?

Hank olfateó. Sí, había un tufo, un olor desagradable, pero no podría haber dicho con exactitud qué era. Seco y acre, como el hedor de algo que hubiera estado pudriéndose durante largo tiempo.

—Es que ha estado demasiado tiempo cerrado —concluyó mientras pasaba el haz de su linterna por la larga habitación vacía—. Necesita ventilación.

—Pues yo lo quemaría —declaró Royal. No le gustaba aquello—. Vamos, y tratemos de no rompernos una pierna.

Descargaron los cajones con la mayor rapidez posible, dejando cada uno cuidadosamente en el suelo. Una hora y media más tarde, Royal cerraba con un suspiro de alivio la puerta del fondo, sin olvidarse de colocarle uno de los nuevos candados.

—La primera parte está hecha —comentó.

—La parte más fácil —le recordó Hank, mirando hacia la casa de los Marsten, que se veía oscura y con los postigos cerrados—. No me gusta tener que ir allá, y no me da vergüenza decirlo. Si alguna vez ha habido una casa embrujada, es esa. Esos tipos deben de estar locos si piensan vivir ahí. En todo caso, son bichos raros.

—Igual que todos los decoradores —completó Royal—. Probablemente quieren prepararla como lugar de exposición. Bueno, para una tienda.

—En fin, si tenemos que hacerlo, adelante.

Echaron una última mirada al aparador encerrado en su embalaje y después Hank cerró de un golpe la puerta trasera. Se sentó al volante y tomó por Jointner Avenue hasta Brooks Road. Un minuto después, sombría y crepitante, se erguía ante ellos la casa de los Marsten, y Royal sintió el primer retortijón de miedo en el vientre.

—Dios, qué lugar tan escalofriante —murmuró Hank—. ¿Quién puede querer vivir allí?

—No lo sé. ¿Ves alguna luz detrás de los postigos?

—No.

Parecía que la casa se inclinara hacia ellos, como si esperara su llegada. Hank condujo el camión por el camino de entrada y dio la vuelta hacia el fondo. Ninguno de los dos miró demasiado lo que las inciertas luces delanteras podían revelar entre la exuberante hierba del patio del fondo. Hank sentía que su corazón se encogía por un sentimiento de pánico que no había experimentado siquiera en Vietnam, aunque allí había vivido casi todo el tiempo asustado. Pero aquel era un miedo racional. Miedo de pisar alguna planta venenosa que le hinchara a uno el pie hasta convertírselo en un mefítico globo verde, miedo de que algún muchachito de uniforme negro cuyo nombre jamás uno habría podido pronunciar le volara la cabeza con un fusil ruso, miedo de que a uno le tocara un oficial chiflado que le ordenara ametrallar a todo el mundo en una aldea donde una semana antes habían estado los vietcong. Pero este de ahora era un miedo infantil, onírico. Un miedo sin puntos de referencia. Una casa era una casa: tablas, bisagras, clavos, tejas. No había razón para sentir que cada rendija astillada exhalaba el polvoriento aroma del mal. Eso no eran más que ideas estúpidas. ¿Fantasmas? Hank no creía en fantasmas. Imposible creer en ellos después de Vietnam.

Tuvo que hacer dos intentos antes de poder meter la marcha atrás y retroceder hasta detener el camión ante la entrada del sótano. Las herrumbradas puertas estaban abiertas y, bajo el rojo resplandor de las luces traseras del camión, parecía que los escalones de piedra descendieran hacia el infierno.

—Amigo, esto no me gusta nada —declaró Hank. Intentó sonreír, pero solo le salió una mueca.

—A mí tampoco.

Los dos se miraron a la débil luz del salpicadero, abrumados por el miedo. Pero la infancia había quedado atrás, y no podían marcharse sin hacer el trabajo por un miedo irracional. ¿Cómo lo explicarían a la luz del día sin que se burlaran de ellos? El trabajo había que hacerlo.

Hank apagó el motor, bajaron y se dirigieron hacia la trasera del camión. Royal trepó, soltó el seguro de la puerta y bajó la rampa sobre sus rieles.

El cajón seguía allí, todavía con rastros de serrín, inmóvil y silencioso.

—¡Dios, no quiero tener que bajarlo! —exclamó Hank Peters, con una voz que era casi un sollozo.

—Vamos —le animó Royal—. Deshagámonos de él.

Arrastraron el cajón sobre el elevador y lo hicieron bajar. Cuando estuvo al nivel de la cintura, Hank detuvo el elevador y volvieron el cajón.

—Tranquilo —gruñó Royal mientras retrocedía hacia los escalones—. Tranquilo…

Bajo la luz roja de las luces traseras, su rostro aparecía tenso como si hubiera sufrido un ataque al corazón.

Bajó de espaldas los peldaños, uno por uno, con el cajón apoyado contra el pecho. Era un peso tremendo, como si llevara encima una lápida de piedra. Era pesado, pensaría después, pero no tanto. Él y Hank habían llevado cargas más pesadas para Larry Crockett, subiendo y bajando escaleras, pero en la atmósfera de ese lugar había algo que le encogía a uno el corazón, algo que no era bueno.

Los escalones estaban húmedos y resbaladizos, y en dos ocasiones Royal se tambaleó, a punto de perder el equilibrio, gritando:

—¡Eh! ¡Cuidado!

Finalmente, llegaron abajo. El techo les oprimía con su poca altura, y avanzaron encorvados como brujas bajo el peso del aparador.

—¡Déjalo aquí, no puedo más! —jadeó Hank.

Lo dejaron caer con un golpe y ambos se apartaron. Al mirarse a los ojos advirtieron que alguna secreta alquimia había cambiado el miedo en terror. El sótano parecía de pronto lleno de secretos ruidos susurrantes. Ratas, tal vez, o quizá algo imposible de pensar.

De pronto, Hank primero y Royal Snow tras él, dieron un salto y subieron a la carrera los escalones. Royal cerró de un golpe las puertas del sótano.

Treparon apresuradamente a la cabina del camión; Hank lo puso en marcha y se dispuso a partir. Royal lo aferró del brazo; en la oscuridad su rostro parecía todo ojos, enormes y fijos.

—Hank, no hemos puesto los candados.

Los dos se quedaron mirando el haz de candados nuevos que pendían del tablero, sostenidos por un trozo de alambre de embalar. Hank buscó en el bolsillo de su americana y sacó un llavero con cinco llaves Yale nuevas: una era para el candado que habían dejado en la puerta de la tienda, en el pueblo, las otras cuatro para la casa. Cada una tenía su etiqueta.

—Oh, por Dios —masculló—. Oye, ¿y si volvemos mañana por la mañana temprano…?

Royal tomó la linterna de la guantera.

—Eso no puede ser, y tú lo sabes —respondió.

Volvieron a bajar de la cabina, sintiendo cómo la fresca brisa nocturna les enfriaba el sudor en la frente.

—Ve tú a la puerta de atrás —dijo Royal—. Yo me ocuparé de la de delante y de la del cobertizo.

Se separaron, y Hank se dirigió hacia la puerta del fondo, sintiendo cómo el corazón le palpitaba en el pecho. Tuvo que intentarlo dos veces antes de poder colocar el candado en el cerrojo. A tan poca distancia de la casa, el olor a vejez y madera podrida era intenso. Todas las historias sobre Hubie Marsten de las que se habían reído de niños volvieron a acosarle, lo mismo que la canción con que asustaban a las niñas: «¡Cuidado, cuidado, cuidado! Hubie te agarrará si no tienes cui…da…do».

—¿Hank?

Respiró profundamente, y un candado se le cayó de las manos. Lo recogió.

—¿No se te ocurre nada mejor que acercarte así a una persona? ¿Ya…?

—Sí. Hank, ¿quién va a bajar de nuevo a ese sótano para dejar el llavero sobre la mesa?

—No sé —dijo Hank Peters.

—¿Te parece que lo echemos a suertes?

—Sí, creo que es lo mejor.

Royal sacó una moneda de veinticinco centavos.

—Elige mientras está en el aire —dijo, y la arrojó.

—Cara.

Royal atrapó la moneda, la aplastó contra el antebrazo y la descubrió. El águila resplandeció sombríamente ante sus ojos.

—Jesús —suspiró Hank, pero tomó el llavero y la linterna y volvió a abrir las puertas del sótano.

Se obligó a bajar los escalones, y cuando hubo pasado la pendiente del tejado encendió la luz para alumbrar la parte visible del sótano, que unos nueve metros más adelante hacía una curva en L y se perdía Dios sabría dónde. El haz de la linterna se posó sobre la mesa, cubierta de un polvoriento mantel a cuadros. Sobre ella había una rata enorme que no se movió al recibir el rayo de luz; se sentó sobre su gordo trasero, y casi daba la impresión de sonreír burlonamente.

Hank pasó junto al cajón, dirigiéndose a la mesa.

—¡Psst! ¡Rata!

El animal saltó al suelo y huyó hacia la oscuridad. Ahora a Hank le temblaba la mano, y el haz de la linterna se paseó espasmódicamente de un lugar a otro, revelando un barril cubierto de polvo, un viejo escritorio, una pila de periódicos…

Bruscamente, volvió el rayo de luz otra vez hacia los periódicos y contuvo el aliento mientras la linterna iluminaba algo que había junto a ellos, a la izquierda.

Una camisa… ¿no era una camisa? Amontonada como un trapo viejo. Y algo que había más atrás podría ser un par de tejanos. Y eso otro parecía…

Algo crujió a sus espaldas.

Presa del pánico, Hank arrojó las llaves sobre la mesa y echó a correr torpemente hacia fuera. Cuando pasó junto al cajón, vio qué había hecho el ruido. Una de las bandas de aluminio se había soltado y ahora apuntaba hacia el techo, como si fuera un dedo.

Subió a tropezones las escaleras, cerró de golpe las puertas a sus espaldas (aunque no se dio cuenta hasta más tarde, se le había puesto la carne de gallina en todo el cuerpo), trabó el candado en el cerrojo y corrió a la cabina del camión. Su respiración era entrecortada y sibilante como la de un perro herido. Vagamente oyó que Royal le preguntaba qué había sucedido, qué pasaba allí abajo, y entonces puso en marcha el camión y partió a toda velocidad, haciendo rugir el motor al rodear la casa, hundiéndose en la tierra blanda. No disminuyó la velocidad hasta que el camión volvió a entrar en Brooks Road, rumbo a la oficina de Lawrence Crokett. Entonces empezó a temblar incontroladamente.

—¿Qué había allá abajo? —preguntó Royal—. ¿Qué viste?

—Nada —respondió Hank Peters, y la palabra salió entrecortada por el castañetear de sus dientes—. No vi nada ni quiero volver a verlo jamás.

6

Larry Crockett estaba preparándose para cerrar la tienda y marcharse a casa cuando Hank Peters volvió a entrar. Todavía parecía asustado.

—¿Olvidaste algo, Hank? —preguntó Larry.

Cuando los dos habían vuelto de la casa de los Marsten, con el aspecto de que alguien les hubiera dado un golpe en la cabeza, Larry les dio diez dólares extra a cada uno, y dos botellas de Etiqueta Negra, al mismo tiempo que les daba a entender que tal vez sería mejor que no hablaran demasiado del trabajo de esa noche.

—Tengo que decírselo —dijo Hank—. No puedo más, Larry. Tengo que decírselo.

—Adelante —le animó Larry. Abrió el cajón de debajo del escritorio para sacar una botella de Johnnie Walker y sirvió una medida para cada uno en un par de vasos—. ¿Qué le preocupa?

Hank bebió un sorbo e hizo una mueca.

—Cuando llevé esas llaves para dejarlas en la mesa de abajo, vi algo. Ropa, parecía. Una camisa y tal vez unos pantalones. Y una zapatilla. Creo que era una zapatilla, Larry.

Larry se encogió de hombros y sonrió.

—¿Y? —Sentía un bloque de hielo sobre el pecho.

—El niño de los Glick llevaba pantalones tejanos. Fue lo que dijeron en el Ledger. Tejanos, una camisa roja y zapatillas. Larry, ¿y si…?

Larry siguió sonriendo, pero la sonrisa se le había congelado.

Hank tragó saliva.

—¿Y si esos tipos que compraron la casa de los Marsten y la tienda hubieran secuestrado al chico de los Glick?

Bueno. Ya lo había dicho. Bebió el resto del líquido ardiente que tenía en el vaso.

—¿No habrás visto también un cadáver? —preguntó Larry, sonriendo.

—No… no. Pero…

—Eso sería un asunto para la policía —reflexionó Larry Crockett. Volvió a llenar el vaso de Hank sin que le temblara la mano. La sentía tan fría y rígida como una roca—. Y yo mismo te llevaría en mi coche a ver a Parkins. Pero algo así… —Sacudió la cabeza—. Pueden salir a la luz cosas muy feas. Como ese asunto tuyo con esa camarera de Dell… Jackie se llama, ¿no?

—¿De qué demonios habla usted? —El rostro de Hank estaba mortalmente pálido.

—Y seguramente se sabría lo de ese despido… Pero tú sabes cuál es tu deber, Hank. Haz lo que te parezca.

—No vi ningún cadáver —susurró Hank.

—Perfecto —sonrió Larry—. Y tal vez no hayas visto ropa tampoco. Tal vez no eran más que… trapos.

—Trapos —repitió Hank Peters con voz hueca.

—Tú sabes lo que pasa en esos sitios viejos. Siempre llenos de basura. Tal vez viste alguna camisa vieja, algo que rompieron para usar como trapo de limpieza.

—Claro —asintió Hank, y volvió a vaciar su vaso—. Tiene usted una buena manera de ver las cosas, Larry.

Crockett sacó la billetera del bolsillo del pantalón, la abrió y contó sobre el escritorio cinco billetes de diez dólares.

—¿Para qué es eso?

—El mes pasado me olvidé de pagarte el trabajo que hiciste para Brennan. Tienes que recordarme esas cosas, Hank. Sabes que siempre me olvido de las cosas.

—Pero si usted me…

—Fíjate —le interrumpió Larry, sonriendo— que bien podrías estar ahora aquí contándome algo, y mañana por la mañana soy capaz de no acordarme de nada. ¿No es terrible?

—Sí —murmuró Hank.

Su mano se extendió, temblorosa, cogió los billetes y se los metió en el bolsillo de su chaqueta tejana como si se sintiera ansioso por dejar de tocarlos. Se levantó con un estremecimiento, tan deprisa que estuvo a punto de derribar la silla.

—Escuche, Larry, tengo que irme… Yo… yo no… Tengo que irme.

—Llévate la botella —sugirió Larry, pero Hank se dirigía ya hacia la puerta, y no se detuvo.

Larry volvió a sentarse. Se sirvió otro trago, sin que la mano le temblara todavía. No se dirigió a cerrar la tienda, sino que volvió a servirse whisky, una y otra vez. Pensaba en pactos con el diablo. Por último sonó el teléfono. Larry lo cogió.

—Ya está arreglado —dijo.

Escuchó, colgó y se sirvió otra copa.

7

Hank Peters despertó a las primeras horas de la mañana siguiente, tras haber soñado con enormes ratas que salían arrastrándose de una tumba abierta, una tumba que guardaba el cuerpo verde y putrefacto de Hubie Marsten, con un viejo trozo de cuerda de cáñamo alrededor del cuello. Peters se quedó apoyado en los codos, respirando con dificultad, con el torso desnudo bañado en sudor, y cuando su mujer le tocó el brazo lanzó un grito.

8

El almacén de Milt Crossen ocupaba la esquina de Jointner Avenue y Railroad Street, y la mayoría de los viejos chiflados del pueblo acudían allí cuando llovía y el parque resultaba impracticable. Durante los largos inviernos, no faltaban nunca.

Cuando Straker llegó en su Packard de 1939 —¿o era de 1940?— no había más que un poco de niebla, y Milt y Pat Middler mantenían en ese momento una conversación sobre si Judy, la novia de Freddy Overlock, se había escapado en 1957 o en 1958. Los dos estaban de acuerdo en que se había largado con aquel viajante de comercio que llegó a Yarmouth, y también coincidían en que él no valía un comino, ni ella tampoco, pero fuera de eso no podían ponerse de acuerdo.

La conversación cesó en el momento en que entró Straker.

El recién llegado miró a la concurrencia —Milt y Pat Middler, Joe Crane, Vinnie Upshaw y Clyde Corliss— y sonrió sin humor.

—Buenas tardes, caballeros —saludó.

Milt Crossen se levantó, envolviéndose casi púdicamente en su delantal.

—¿Puedo servirle en algo?

—Sí —respondió Straker—. Necesito carne, por favor.

Compró un trozo de rosbif, un kilo de chuletas, un poco de carne picada y medio kilo de hígado de ternera. A eso se sumaron otros productos —harina, azúcar, judías— y varias hogazas de pan.

Hizo toda la compra en el más absoluto silencio. Los parroquianos de la tienda siguieron alrededor de la gran estufa Pearl Kineo que el padre de Milt había modificado para que funcionara con petróleo. Mientras fumaban, miraban prudentemente al cielo y observaban al extraño con el rabillo del ojo.

Cuando Milt terminó de colocar los artículos en una gran caja de cartón, Straker pagó en efectivo, con un billete de veinte y otro de diez. Recogió la caja, se la puso bajo el brazo y les volvió a dedicar su sonrisa dura, rápida y sin humor.

—Adiós, caballeros —dijo, y se fue.

Joan Crane llenó de tabaco su pipa, hecha con una mazorca de maíz. Clyde Corliss se echó hacia atrás y escupió junto a la estufa. Vinnie Upshaw sacó del bolsillo del chaleco papel para liar y le echó unas hebras de tabaco con sus dedos artríticos.

Todos observaron cómo el forastero cargaba la caja en el maletero del coche. Eran conscientes de que la caja debía de pesar unos quince kilos, y todos le habían visto ponérsela debajo del brazo al salir, como si fuera una almohada de pluma. Dio la vuelta hacia el lado del conductor, se sentó al volante y partió por Jointner Avenue. El coche ascendió por la colina, dobló a la derecha para tomar Brooks Road, desapareció y volvió a aparecer detrás de los árboles un rato después, reducido ahora por la distancia al tamaño de un juguete. Tomó por la entrada para coches de la casa de los Marsten y se perdió de vista.

—Un tipo raro —señaló Vinnie.

Se puso el cigarrillo en la boca, le quitó unas hebras que asomaban por el extremo y sacó del bolsillo del chaleco una cerilla.

—Debe de ser uno de los que compraron esa tienda —aventuró Joe Crane.

—Y la casa de los Marsten —añadió Vinnie.

Clyde Corliss soltó una ventosidad.

Pat Middler se hurgaba con gran concentración un callo en la palma de la mano izquierda.

Pasaron cinco minutos.

—¿Creéis que tendrán éxito? —preguntó Clyde.

—Quizá —respondió Vinnie—. Es posible que en el verano les vaya bien. Tal como están las cosas hoy día, es difícil decirlo.

Un murmullo general, casi un suspiro de asentimiento.

—Es un tipo fuerte —comentó Joe.

—Ajá —coincidió Vinnie—. Y tenía un Packard del treinta y nueve, sin una simple mancha de herrumbre siquiera.

—Del cuarenta —objetó Clyde.

—El del cuarenta no tenía estribos —se defendió Vinnie—. Era del treinta y nueve.

—Estás equivocado —declaró Clyde.

Pasaron cinco minutos. Después vieron que Milt examinaba el billete de veinte dólares con que había pagado Straker.

—¿Es raro ese dinero, Milt? —preguntó Pat—. ¿Te pagó con dinero sospechoso?

—No, pero mira. —Milt se lo pasó por encima del mostrador y todos lo observaron. Era mucho más grande que un billete común.

Pat lo miró a contraluz, lo examinó, y luego le dio la vuelta.

—Es una serie E veinte, ¿verdad, Milt?

—Sí —confirmó Milt—. Hace cuarenta o cuarenta y cinco años que dejaron de hacerlos. Imagino que valdrá bastante dinero en la feria de moneda de Portland.

Pat hizo circular el billete y todos lo examinaron, de más cerca o de más lejos, dependiendo de cómo les resultara más fácil de ver. Joe Crane lo devolvió, y Milt lo colocó debajo del cajón donde guardaba el dinero en efectivo, junto con los cheques y los cupones.

—Seguro que es un tipo raro —reflexionó Clyde.

—No hay duda —coincidió Vinnie, e hizo una pausa—. Era del treinta y nueve, sin embargo. Mi medio hermano, Vie, tuvo uno. El primer coche que tuvo en su vida. Lo compró de segunda mano, en 1944. Se olvidó de ponerle aceite una mañana y se cargó los malditos pistones.

—Creo que era del cuarenta —afirmó Clyde—; recuerdo que un tipo que solía venir a la tienda de Alfred a arreglar sillas fue directamente a tu casa y dijo…

Y así se inició la discusión, que se intensificaba en el silencio más que en el discurso, como una partida de ajedrez jugada por correo. Y el día pareció inmovilizarse y dilatarse hasta la eternidad, y Vinnie Upshaw empezó a liar otro cigarrillo con lentos gestos de artrítico.

9

Ben estaba escribiendo cuando oyó llamar a la puerta, colocó una señal para recordar la última palabra escrita y se levantó a abrir. Eran poco más de las tres de la tarde del miércoles 24 de septiembre. La lluvia había puesto término a todos los proyectos de seguir con la búsqueda de Ralphie Glick, y el consenso general era que la batida había acabado. El chico de los Glick había desaparecido, y no había ya nada que se pudiera hacer.

Abrió la puerta y se encontró con Parkins Gillespie, que llevaba un cigarrillo en los labios. Tenía en la mano un libro de bolsillo, y a Ben le hizo gracia advertir que se trataba de la edición Bantam de La hija de Conway.

—Adelante, agente —le invitó—. Hay mucha humedad ahí fuera.

—Un poco, sí —asintió Parkins, mientras entraba—. Septiembre es la época de la gripe. Yo uso siempre botas. Hay quien se ríe, pero no he tenido gripe desde 1944 en Saint-Lô, Francia.

—Deje su chaqueta sobre la cama. Lamento no poder ofrecerle café.

—No quisiera mojarle nada —dijo Parkins, mientras sacudía la ceniza en el cesto de los papeles—. Y acabo de tomar una taza de café en el Excellent.

—¿Puedo serle útil?

—Bueno, mi mujer leyó esto… —Levantó el libro—. Y oyó decir que usted estaba en la ciudad, pero ella es tímida. Se le ocurrió que tal vez usted podría dedicarle el libro o algo así.

Ben tomó el libro.

—Por lo que dice Weasel Craig, hace catorce o quince años que su mujer murió.

—¿Eso dice? —Parkins no dio la menor señal de sorpresa—. Cómo le gusta hablar al tal Weasel. Algún día abrirá tanto la boca que caerá adentro.

Ben no dijo nada.

—¿No le parece que me lo podría firmar a mí, entonces?

—Encantado.

Ben tomó una pluma del escritorio, abrió el libro por la solapa («¡Un palpitante trozo de vida!», Cleveland Plain Dealer), y escribió: «Con los mejores deseos para el agente Gillespie, de Ben Mears; 24/9/75». Luego se lo devolvió.

—Se lo agradezco mucho —dijo Parkins, sin mirar qué había escrito Ben. Se inclinó para apagar el cigarrillo en el costado de la papelera—. Es el único libro firmado que tengo.

—¿Ha venido para interrogarme? —preguntó Ben, sonriente.

—Es bastante despierto, usted —comentó Parkins—. Ahora que lo dice, sí, quería hacerle una o dos preguntas. Esperé a que Nolly tuviera algo más que hacer. Es buen muchacho, pero a él también le gusta hablar. Dios, la de chismes que corren.

—¿Qué quiere saber?

—Principalmente, dónde estuvo el miércoles pasado por la noche.

—¿La noche en que desapareció Ralphie Glick?

—Exacto.

—¿Soy sospechoso?

—No, señor. Yo no tengo sospechosos. Un asunto de este tipo queda fuera de mi alcance, digamos. Lo mío es parar a los que van a demasiada velocidad al salir del bar de Dell, o ahuyentar a los muchachos del parque antes de que se pongan pesados. No hago más que husmear un poco.

—Supongamos que yo no quisiera decírselo.

Parkins se encogió de hombros y buscó los cigarrillos.

—Eso es asunto suyo, hijo.

—Estuve cenando en casa de Susan Norton. Y jugué al bádminton con su padre.

—Y él le ganó, seguro. Siempre le gana a Nolly. Nolly delira con lo que le gustaría ganar alguna vez a Bill Norton. ¿A qué hora se fue?

Ben rio con una risa no muy divertida.

—Cuando usted corta, corta hasta el hueso, ¿no?

—Fíjese —señaló Parkins— que si yo fuera uno de esos detectives neoyorquinos como los de la televisión, podría pensar que usted tiene algo que ocultar, por la forma en que esquiva mis preguntas.

—Nada que ocultar —le aseguró Ben—. Simplemente estoy cansado de ser el forastero del pueblo, de que me señalen por la calle y se den codazos cuando entro en la biblioteca. Y ahora me viene usted con esta historia del sospechoso, tratando de averiguar si guardo en el ropero el cuero cabelludo de Ralphie Glick.

—Pues no, eso no lo creo. —Parkins lo miró por encima de su cigarrillo; su mirada se había endurecido—. Lo que procuro es excluirlo. Si pensara que usted tiene algo que ver con eso, ya lo tendría a la sombra.

—Bueno —consintió Ben—. Me fui de casa de los Norton a eso de las siete y cuarto. Caminé un poco hacia Schoolyard Hill. Cuando ya era de noche vine aquí, escribí durante un par de horas y me acosté.

—¿A qué hora volvió aquí?

—Creo que a las ocho y cuarto.

—Bueno, pues eso no lo deja a usted tan bien como yo quisiera. ¿No vio a nadie?

—No, a nadie —respondió Ben.

Parkins gruñó y fue hacia la máquina de escribir.

—¿Qué está escribiendo?

—Nada que a usted le importe —contestó Ben con voz fría—. Le agradeceré que mantenga los ojos y las manos lejos de mi trabajo. Salvo que tenga una orden de registro.

—Es usted quisquilloso. ¿Acaso no quiere que sus libros se lean?

—Cuando el libro haya pasado por tres borradores, corrección de estilo, pruebas de galeradas y de compaginadas y esté impreso, yo mismo le entregaré cuatro ejemplares dedicados. Pero, por el momento, esto pertenece a mis papeles privados.

Con una sonrisa, Parkins se apartó de la máquina de escribir.

—Perfecto. De todas maneras, no creo que sea una confesión firmada.

Ben le devolvió la sonrisa.

—Decía Mark Twain que una novela es un documento en el que un hombre que jamás hizo nada lo confiesa todo.

Parkins exhaló una bocanada de humo y se dirigió a la puerta.

—No quiero seguir mojando su alfombra, señor Mears. Le agradezco que me haya atendido, y, para su información, le diré que no creo que usted haya visto jamás al chico de los Glick. Pero mi trabajo es averiguar esas cosas.

—Ya. —Ben hizo un gesto de asentimiento.

—Y es mejor que sepa cómo son las cosas en lugares como Salem’s Lot o Milbridge o Guliford o cualquier pueblecito de estos. Hasta que no haya pasado aquí veinte años, usted seguirá siendo el forastero del pueblo.

—Lo sé. Lamento haberme enfadado con usted. Después de una semana de buscarlo sin encontrar nada… —Ben sacudió la cabeza.

—Sí —asintió Parkins—. Malo para la madre. Malísimo. Cuídese.

—Lo haré.

—¿No está resentido?

—No. —Ben hizo una pausa—. ¿Quiere decirme una cosa?

—Si puedo, sí.

—¿Dónde consiguió el libro?

Parkins Gillespie volvió a sonreír.

—Bueno, en Cumberland hay un tipo que tiene una tienda de muebles usados. Es medio raro, la verdad. Se llama Gendron. Vende libros de bolsillo a diez centavos el ejemplar, y de estos tenía cinco.

Ben se echó a reír. Parkins Gillespie se fue, sonriendo y fumando. Ben se acercó a la ventana y se quedó mirando cómo el agente salía y cruzaba la calle, esquivando los charcos con sus botas negras.

10

Parkins se detuvo a mirar por la vidriera de la nueva tienda antes de llamar a la puerta. Cuando aquello era la lavandería del pueblo, uno podía mirar dentro y ver un grupo de mujeres gordas con rulos que agregaban lejía o buscaban cambio en la máquina adosada a la pared; la mayoría de ellas mascaba chicle como vacas rumiando hierba. Pero la tarde anterior había visto aparcado el camión de un decorador de interiores de Portland, y el aspecto del local era ahora muy diferente.

Detrás de la vidriera habían colocado una plataforma cubierta con una gruesa alfombra de color verde. Habían instalado dos reflectores que arrojaban una suave luz sobre los tres objetos dispuestos en el escaparate: un reloj, una rueca y un antiguo armario de madera de guindo. Frente a cada una de las piezas había un pequeño atril que exhibía discretamente una etiqueta con el precio. Se necesitaba haber perdido la cabeza para pagar 600 dólares por una rueca cuando en el Monte de Piedad se podía conseguir una Singer por menos de cincuenta dólares.

Con un suspiro, Parkins fue hacia la puerta y llamó.

Apenas si tardó un segundo en abrirse, como si el forastero hubiera estado al acecho detrás de ella, esperando a que él llamara.

—¡Inspector! —le saludó Straker con una sonrisa—. ¡Qué estupendo que haya venido!

—Agente nada más, me temo —aclaró Parkins mientras encendía un Pall Mall, y entró—. Parkins Gillespie. Encantado de conocerle. —Se presentó y le ofreció la mano, que el otro estrechó suavemente con una mano que le pareció enormemente fuerte y muy seca.

—Richard Throckett Straker —anunció el hombre calvo.

—Me figuré que era usted —comentó Parkins mientras miraba alrededor.

La tienda estaba alfombrada, pero todavía no habían acabado de pintarla. El olor a pintura fresca era grato, pero por debajo parecía haber otro olor, este desagradable. Parkins no consiguió identificarlo, y decidió prestar atención a Straker.

—¿En qué puedo servirle en este hermoso día? —preguntó Straker.

La tranquila mirada de Parkins se dirigió a la ventana, para comprobar que seguía lloviendo a cántaros.

—En realidad, en nada. Simplemente he venido a saludarlo. Digamos que quería darle la bienvenida al pueblo y desearle buena suerte.

—Muy amable. ¿Puedo ofrecerle un café? ¿Una copa? En la trastienda tengo ambas cosas.

—No, gracias, no tengo tiempo. ¿Y el señor Barlow?

—Está en Nueva York, en viaje de compras. No creo que llegue hasta el diez de octubre, por lo menos.

—Tendrá que abrir sin él, entonces —dijo Parkins, mientras pensaba que, si los precios que había visto en el escaparate eran la tónica general, Straker no se iba a ver precisamente acosado por los clientes—. Por cierto, ¿cuál es el nombre de pila del señor Barlow?

La sonrisa de Straker volvió a aparecer, dura como el acero.

—¿Lo pregunta usted oficialmente?

—Por curiosidad, nada más.

—El nombre completo de mi socio es Kurt Barlow —explicó Straker—. Hemos trabajado juntos en Londres y Hamburgo. Esto —señaló alrededor— es nuestro retiro. Modesto, pero de buen gusto. Lo único que esperamos es ganarnos la vida, pero como a los dos nos gustan las cosas antiguas, las cosas hermosas, esperamos conseguir una reputación en la zona… tal vez incluso en toda esta bellísima región de Nueva Inglaterra. ¿Piensa usted que eso sería posible, agente Gillespie?

—Todo es posible, imagino —respondió Parkins mientras buscaba con la vista un cenicero. Al no encontrar ninguno, se echó la ceniza del cigarrillo en un bolsillo de la chaqueta—. En todo caso, espero que tengan mucha suerte, y cuando vea al señor Barlow, dígale que trataré de encontrarme con él.

—Así lo haré —respondió Straker—. Le gusta conocer gente.

—Bien. —Gillespie fue hacia la puerta, se detuvo y miró hacia atrás. Straker le miraba con insistencia—. Por cierto, ¿qué tal la vieja casa?

—Necesita reformas —explicó Straker—, pero tenemos tiempo.

—Claro —asintió Parkins—. Supongo que no han andado los críos rondando por ahí.

—¿Críos? —Straker frunció el entrecejo.

—Chiquillos —explicó Parkins—. Usted sabe que a veces disfrutan molestando a los recién llegados. Tirarles piedras, o tocar el timbre y salir corriendo… esas cosas.

—No, no hemos visto niños.

—Pues lo cierto es que se nos ha perdido uno.

—¿De veras?

—Sí, así es. Y tememos no encontrarlo. Vivo, al menos.

—Es terrible —comentó Straker, distante.

—Sí, lo es. Si viera usted algo…

—No dude que se lo comunicaría inmediatamente. —Volvió a sonreír con su sonrisa helada.

—Gracias. —Parkins abrió la puerta y miró con resignación el diluvio—. Dígale al señor Barlow que vendré a verle.

—Sin duda, agente Gillespie. Ciao.

Parkins se dio vuelta, sorprendido.

—¿Chao?

La sonrisa de Straker se ensanchó.

—Adiós, agente Gillespie. Es la expresión familiar italiana para decir adiós.

—¿Sí? Bueno, todos los días se aprende algo nuevo. Adiós.

Parkins salió a la lluvia y cerró tras de sí la puerta de la tienda.

—A mí no me resulta familiar —masculló.

El cigarrillo ya estaba empapado. Lo tiró. Straker lo miró alejarse a través del escaparate. Ya no sonreía.

11

—¿Nolly? —llamó Parkins al llegar a su despacho en el ayuntamiento—. ¿Estás aquí, Nolly?

No hubo respuesta. Parkins hizo un gesto de satisfacción. Nolly era un buen muchacho, pero un poco corto de entendederas. Se quitó la chaqueta y las botas. Luego se sentó ante su escritorio, buscó un número en la guía telefónica de Portland y marcó. Del otro lado respondieron inmediatamente.

—FBI, Portland. Agente Hanrahan.

—Habla Parkins Gillespie, agente de la policía local de Jerusalem’s Lot. Ha desaparecido un niño por aquí.

—Lo sabemos —dijo Hanrahan—. Ralph Glick, nueve años, un metro treinta, pelo negro, ojos azules. ¿Quiere hacer la denuncia de secuestro?

—No, no. Quisiera pedirle que investigue a algunos tipos.

Hanrahan se mostró de acuerdo.

—El primero es Benjamin Mears. Escritor. Es autor de un libro que se llama La hija de Conway. Los otros dos están medio asociados. Kurt Barlow. El otro tipo…

—Kurt. ¿Se escribe con «c» o con «k»?

—No sé.

—No importa. Siga.

Parkins siguió. Estaba transpirando. Hablar con la autoridad siempre le hacía sentirse estúpido.

—El otro tipo es Richard Throckett Straker. Con dos tes al final de Throckett, y Straker como suena. Ese tipo y Barlow están en el negocio de muebles y antigüedades; acaban de abrir una pequeña tienda aquí en el pueblo. Straker dice que Barlow está en Nueva York haciendo compras. Y afirma que los dos han trabajado juntos en Londres y Hamburgo. Estos son los únicos datos que puedo dar.

—¿Sospecha que puedan tener que ver con el caso Glick?

—Por el momento, todavía no sé si es un caso. Pero todos aparecieron por el pueblo más o menos al mismo tiempo.

—¿Y cree usted que puede haber alguna conexión entre ese Mears y los otros dos?

Parkins se recostó; con un ojo, espió por la ventana.

—Eso es una de las cosas que me gustaría saber —respondió.

12

En los días claros y frescos, los hilos del teléfono hacen un extraño zumbido, como si los chismes que circulan por su interior los hicieran vibrar, y es un sonido que no se parece a ningún otro, el sonido solitario de las voces que vuelan a través del espacio. Los postes del teléfono están grises y astillados, y las heladas y los deshielos del invierno los han inclinado en caprichosos ángulos. No son imponentes, como los postes telefónicos asentados en el cemento. Tienen la base negra de alquitrán si están junto a una carretera asfaltada, y cubierta de polvo si flanquean un camino de tierra. Ostentan viejas abrazaderas herrumbradas por donde los obreros han trepado a hacer arreglos en 1946 o 1952 o 1969. Las aves —cuervos, gorriones, petirrojos, estorninos— duermen en los hilos susurrantes, acurrucadas en silencio, y tal vez escuchen los extraños sonidos de la voz humana. En todo caso, sus ojos no lo revelan. El pueblo tiene un sentido, no de la historia sino del tiempo, y parece que los postes telefónicos lo supieran. Si se apoya la mano sobre ellos, se siente en lo hondo de la madera la vibración de los hilos, como si palpitaran, prisioneras, almas que pugnan por liberarse.

—… y le pagó con un billete de veinte de los viejos, Mabel, uno de esos grandes. Clyde decía que no había visto uno de esos desde la Depresión en 1930. Está…

—… sí, ya lo creo que es un hombre raro, Ewie. Le he visto andar con una carretilla por detrás de la casa. No entiendo si es que está allí solo o…

—… tal vez Crockett lo sepa, pero no lo dirá. No suelta prenda sobre eso. Siempre ha sido un…

—… escritor que está en casa de Eva. Me pregunto si Floyd Tibbits sabe que ella estuvo…

—… pasa muchísimo tiempo en la biblioteca. Loretta Starcher dice que nunca ha visto a nadie que conociera tantos…

—… dijo que él se llamaba…

—… sí, es Straker. El señor R. T. Straker. La madre de Kenny Danles dice que pasó por esa tienda nueva del pueblo y que en el escaparate había un armario De Biers auténtico, y que el precio que estaba marcado era de ochocientos dólares. ¿Te imaginas? Así que yo le dije…

—… raro, que él venga y el pequeño de los Glick…

—… ¿no te parece que…?

—… no, pero es raro. Otra cosa, ¿tienes todavía aquella receta de…?

Los hilos zumban. Y zumban. Y zumban.

13

23/9/75

NOMBRE: Glick, Daniel Francis.

DIRECCIÓN: RFD1, Brock Road, Jerusalem’s Lot, Maine 04270.

EDAD: 12.

SEXO: masculino.

RAZA: caucásica.

INGRESO: 22/9/75.

PERSONA QUE LO TRAJO: Anthony H. Glick (padre).

SÍNTOMAS: Conmoción, pérdida de memoria (parcial), náuseas, inapetencia, estreñimiento, apatía general.

ANÁLISIS (véase hoja adjunta):

1. Reacción de Mantoux: Neg.

2. Investigación de tuberculosis en esputo y orina: Neg.

3. Diabetes: Neg.

4. Recuento glóbulos blancos: Neg.

5. Recuento glóbulos rojos: 45% hemo.

6. Muestra de médula: Neg.

7. Radiografía de tórax: Neg.

DIAGNÓSTICO POSIBLE: Anemia perniciosa, primaria o secundaria; examen previo muestra 86% hemoglobina. Anemia secundaria improbable; no hay historia de úlceras, hemorroides, ni similares. Recuento diferencial de glóbulos neg. Probable anemia primaria combinada con shock mental. Recomendado enema de bario y radiografía para descartar probable hemorragia interna, aunque el padre no menciona accidentes recientes. Recomendado también dosis diarias de vitaminas B12 (véase hoja adjunta). En espera de nuevo análisis, se le da de alta.

G.M. CORBY

médico de cabecera

14

A la una de la madrugada del 24 de septiembre, la enfermera entró en la habitación que ocupaba Danny Glick en el hospital para darle la medicación. Pero la cama estaba vacía.

Sus ojos se fijaron en el bulto blanco extrañamente desvalido que yacía en el suelo.

—¿Danny? —llamó.

Se acercó a él, pensando que habría querido ir al cuarto de baño y que el esfuerzo le habría resultado excesivo.

Suavemente, le dio la vuelta, y lo primero que pensó antes de darse cuenta de que estaba muerto fue que la B12 le había hecho bien; nunca había tenido tan buen aspecto desde que había entrado en el hospital.

Pero entonces sintió el frío en la muñeca y la falta de movimiento en el leve enrejado azul que formaban las venas bajo sus dedos, y corrió a la sala de enfermeras para comunicar que se había producido una muerte en el pabellón.