III

El Solar (I)

1

El pueblo no tarda en despertar; el trabajo no espera. Cuando el sol todavía no ha despuntado en el horizonte y la oscuridad reina en la comarca, la actividad ya ha empezado.

2

4:00 h.

Los muchachos de Griffen —Hal, de dieciocho años, y Jack, de catorce— y los dos peones habían empezado a ordeñar. El establo era una maravilla de limpieza, encalado y reluciente. Por el centro, entre las sendas inmaculadas que pasaban frente a las dos hileras de establos, había un bebedero de cemento. Hal hizo correr el agua accionando un interruptor al tiempo que abría una válvula. La bomba de motor eléctrico que sacaba el agua de uno de los dos pozos artesianos que alimentaban el lugar se puso en movimiento con un zumbido continuo. Hal era un muchacho hosco, nada brillante, y ese día estaba especialmente irritable. La noche anterior había tenido una discusión con su padre. Hal no quería seguir yendo a la escuela. Odiaba la escuela. No soportaba ese aburrimiento, esa insistencia en que permaneciera inmóvil durante períodos de cincuenta minutos y estaba harto de todas las materias, con excepción del taller de carpintería y el de artes gráficas. El inglés era desesperante; la historia, idiota; las matemáticas, incomprensibles. Y lo peor de todo era que nada de eso servía para nada. A las vacas no les importaba cómo se hablaba o que se conjugaran mal los verbos, ni quién fue el comandante en jefe del maldito ejército del Potomac durante la maldita Guerra Civil, y en cuanto a las matemáticas, su padre era incapaz de sumar dos quintos y un medio aunque se lo mandaran frente a un pelotón de fusilamiento. Por eso tenía un contable. ¡Menudo tipo! Tenía un título universitario y trabajaba para un idiota como su viejo. Este le había dicho muchas veces que el secreto de llevar bien un negocio (y una granja lechera era un negocio como cualquier otro) no se aprendía en los libros; todo radicaba en conocer a la gente. Su padre era especial para venirle a uno con toda esa estupidez sobre las maravillas de la educación —él, que había llegado a sexto grado y nunca leía otra cosa que el Reader’s Digest—, pero la granja daba un beneficio de dieciséis mil dólares anuales. Conocer a la gente… Saber dar la mano y preguntar por la mujer sin olvidar el nombre de ella. Bueno, Hal conocía a la gente. Hay dos clases de personas: las que uno se puede llevar por delante y las que no. Las primeras excedían a las segundas en la proporción de diez a uno.

Lamentablemente, su padre pertenecía al grupo menos numeroso.

Hal miró por encima del hombro a Jack que, lento y soñoliento, iba poniendo en los cuatro primeros establos el heno que sacaba con la horquilla de un fardo roto. Ese era el tragalibros, el mimado de papá. También era un miserable, un infeliz.

—¡Vamos! —le gritó—. ¡Date prisa con ese heno!

Abrió los armarios para sacar la primera de las cuatro ordeñadoras y la arrastró por el pasillo. Su gesto era hosco por encima del resplandeciente artefacto de acero inoxidable.

La escuela… ¡A la mierda con la maldita escuela!

Los nueve meses siguientes se extendían ante él como una tumba interminable.

3

4:30 h.

La leche extraída el último día ya había sido procesada y de nuevo estaba camino de Salem’s Lot, pero ya no en tarros de acero galvanizado sino en cartones que llevaban la colorida etiqueta de la granja lechera de Slewfoot Hill. El padre de Charles Griffen comercializaba la leche que él mismo producía, pero eso ya no resultaba práctico. Las cooperativas habían absorbido a los últimos productores independientes.

El lechero representante de Slewfoot Hill en el oeste de Salem era Irwin Purinton, que empezaba su recorrido por Brock Street (conocida en la comarca como Brock Road, o El Semillero de Baches), para después recorrer el centro del pueblo hasta salir de él por Brooks Road.

Win había cumplido los sesenta y un años en agosto, y por primera vez en su vida, la jubilación inminente le parecía real y posible. Su mujer, una vieja aborrecible llamada Elsie, había muerto en el otoño de 1973 (precederlo a la tumba fue la única consideración que había demostrado hacia él en veintisiete años de matrimonio), y cuando finalmente le llegara la jubilación, Win se instalaría con su perro, Doc, un mestizo con mezcla de cocker, en Pemaquid Point. Sus proyectos radicaban básicamente en dormir todos los días hasta las nueve de la mañana y no ver nunca más un amanecer.

Se detuvo frente a la casa de los Norton y el pedido llenó su cesta: zumo de naranja, dos litros de leche y una docena de huevos. Al bajar del carro sintió una debilísima punzada en la rodilla derecha. El tiempo sería bueno.

Escrito con la letra redonda y clara de Susan, había agregado al pedido habitual de la señora Norton: «Por favor, Win, deje una botella pequeña de crema agria. Gracias».

Purinton volvió a buscarla pensando que le esperaba uno de esos días en que todo el mundo hacía pedidos especiales. ¡Crema agria! Una vez que la había probado, había sentido náuseas.

El cielo empezaba a aclararse en el este, y en los campos que se extendían hasta el pueblo, el rocío destellaba como miles de diamantes destinados a pagar el rescate de un rey.

4

5:15 h.

Hacía veinte minutos que Eva Miller estaba levantada. Vestía una bata harapienta y un par de deformadas chinelas color salmón, y estaba preparándose el desayuno: huevos revueltos, lonchas de tocino y una fuentecilla de frituras caseras. El refrigerio se completaba con dos tostadas con mermelada, un vaso de zumo de naranja y una taza de café. Era una mujer corpulenta, pero no exactamente gorda; le preocupaba demasiado la pulcritud de su casa como para que alguna vez pudiera llegar a ser gorda. Las curvas de su cuerpo eran heroicas, rabelaisianas. Contemplar sus movimientos frente a los ocho quemadores de su cocina eléctrica era como ver el incesante movimiento de la marea o las vicisitudes migratorias de las dunas.

A Eva le gustaba hacer la primera comida del día en esa soledad total, mientras planeaba el trabajo que le esperaba para la jornada. Y vaya si tendría trabajo: el miércoles era el día que cambiaba la ropa de cama. En ese momento tenía nueve huéspedes, entre ellos el señor Mears. La casa tenía tres pisos y veintisiete habitaciones, y también había que lavar los suelos, fregar las escaleras, encerar el pasamanos y darle la vuelta a la alfombra de la sala de estar. Pensó que le pediría a Weasel Craig que la ayudara en algo, salvo que estuviera durmiendo la mona.

La puerta de atrás se abrió en el momento en que Eva se sentaba a la mesa.

—Hola, Win. ¿Cómo le va?

—Más o menos. Me duele un poco la rodilla.

—Oh, lo siento. ¿Quiere dejarme un litro más de leche y una botella de esa limonada?

—Desde luego —dijo con resignación—. Ya sabía que iba a tener un día así.

Eva se dedicó a los huevos, pasando por alto el comentario. Win Purinton siempre encontraba algo de qué quejarse, aunque bien sabía Dios que debería haber sido el hombre más feliz del mundo desde que la arpía con que se había enganchado se cayó por la escalera del sótano y se rompió el cuello.

A las seis menos cuarto, en el momento en que Eva terminaba su segunda taza de café y estaba encendiendo un Chesterfield, el Press-Herald golpeó contra un lado de la casa y cayó entre los rosales. La tercera vez en la semana; el chico de los Kilby se estaba pasando de la raya. Tal vez estuviera harto de repartir periódicos. Pues que se quedara ahí un rato. Los primeros rayos del sol, un oro tenue y precioso, entraban oblicuamente por las ventanas del este. Para Eva era el mejor momento del día, y no tenía la intención de dejar que nada perturbara su paz.

Sus huéspedes tenían derecho a usar la cocina y la nevera, lo cual, como el cambio semanal de ropa de cama, estaba incluido en el precio, y la paz no tardaría en romperse cuando Grover Verrill y Mickey Sylvester bajaran a prepararse sus cereales antes de salir para la tejeduría de Gates Falls donde trabajaban.

Como si con este pensamiento hubiera acelerado su aparición, se oyó correr el agua en el baño del segundo piso y en las escaleras empezaron a retumbar las pesadas botas de trabajo de Sylvester.

Eva se levantó de su asiento para ir en busca del periódico.

5

6:05 h.

Los tenues gemidos del bebé perforaron el liviano sueño mañanero de Sandy McDougall, que se levantó para atender al niño con los ojos todavía hinchados. Se golpeó en la pierna contra la mesita de noche y soltó una maldición.

Al oírla, el bebé chilló con más fuerza.

—¡Cállate, que ya voy! —le gritó Sandy.

Por el estrecho pasillo de la caravana fue hasta la cocina. Era una muchacha delgada en quien ya quedaba muy poco de la belleza que en algún momento podía haberla agraciado. Sacó de la nevera el biberón de Randy y pensó en calentárselo, pero después decidió que solo tenía ganas de mandar al diablo todo. Si tanta hambre tienes, mocoso, te lo puedes tomar frío, se dijo.

Fue hasta el dormitorio del niño y lo miró fríamente. Tenía diez meses, pero era enfermizo y llorón. Todavía no hacía un mes que había empezado a gatear. Tal vez tuviera polio o sabe Dios qué. Ahora tenía algo en las manos. Sandy se acercó más, pensando qué demonios había encontrado.

Sandy tenía diecisiete años, y en julio ella y su marido habían celebrado el primer aniversario de boda. En el momento de casarse con Royce McDougall, embarazada de seis meses y sin posibilidad de disimular su estado, el matrimonio le había parecido la bendición que el padre Callahan decía que era: una bendita escotilla de escape. Ahora creía que no era más que un montón de mierda. Exactamente, advirtió consternada, lo que Randy tenía en las manos y con lo que había ensuciado su pelo y las paredes.

Se quedó mirándolo sombríamente, con el biberón frío en la mano.

¿Para eso, reflexionó, había dejado la escuela secundaria, sus amigos, sus esperanzas de llegar a ser modelo? Por ese piojoso remolque aparcado en el Bend, donde ya la formica se desprendía de los muebles, por un marido que trabajaba todo el día en la tejeduría y por las noches se iba a beber o a jugar al póquer con los inútiles de sus amigos de la gasolinera. Por un mocoso que era el retrato del inútil de su padre y que lo embadurnaba todo de caca.

Y que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Cállate! —vociferó a su vez Sandy.

Arrojó contra el niño el biberón de plástico, que le golpeó en la frente y le hizo caer de espaldas en la cuna, llorando y agitando los brazos. Bajo el nacimiento del pelo le había quedado una marca roja, y Sandy sintió una horrible oleada de satisfacción, pena y odio que le anudó la garganta. Levantó al niño de la cuna como si fuera un trapo.

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!

Antes de poder dominarse, ya le había dado dos puñetazos, y el esfuerzo de Randy por gritar era tal que dejó de emitir ningún sonido. Con el rostro purpúreo, se quedó tendido en la cuna, jadeante.

—Perdóname —murmuró Sandy—. Oh, perdóname. ¿Te he hecho daño, Randy? Espera un minuto que mami te va a limpiar.

Cuando Sandy volvió con un trapo mojado, Randy tenía los ojos hinchados y se le estaban amoratando, pero se tomó el biberón, y cuando empezó a limpiarle la cara con el trapo mojado, le sonrió con su sonrisa sin dientes.

Le diré a Roy que se me cayó mientras le cambiaba, pensó Sandy. Se lo creerá. Oh, Dios, que se lo crea, por favor.

6

6:45 h.

La mayor parte de la población obrera de Salem’s Lot iba camino de su trabajo. Mike Ryerson era uno de los pocos que trabajaban en el pueblo. En el registro anual del mismo aparecía consignado como jardinero, pero en realidad era el encargado del mantenimiento de los tres cementerios de la pequeña ciudad. En verano el trabajo le exigía casi dedicación exclusiva, pero en invierno tampoco era de chiste como parecían pensar algunos, como ese remilgado de George Middler, el de la ferretería. Mike trabajaba algunas horas con Carl Foreman, el empresario de Pompas Fúnebres de Salem’s Lot, y parecía que la mayoría de los viejos estiraba la pata en invierno.

En ese momento Mike iba camino de Burns Road en su camioneta, cargada de podaderas, una tijera para recortar los setos, una caja de estacas, una palanca para enderezar cualquier lápida que pudiera haberse caído, una lata de diez litros de gasolina y dos cortadoras de césped Briggs & Stratton.

Por la mañana cortaría el césped en Harmony Hill, y realizaría cualquier arreglo que fuera necesario en las losas y la pared de piedra, y por la tarde iría al otro lado del pueblo, hasta el cementerio de Schoolyard Hill, donde solían sepultar sus muertos los miembros de una secta religiosa ya extinguida en el pueblo. Pero el que más le gustaba a Mike era Harmony Hill. No era tan antiguo como el osario de Schoolyard Hill, pero era un lugar agradable y sombreado. Mike esperaba que con el tiempo a él también lo enterrarían allí… dentro de un siglo o más.

Tenía veintisiete años y había cursado tres años de enseñanza superior de una carrera bastante azarosa. Abrigaba la esperanza de poder terminarla algún día. Era buen mozo, de maneras sencillas y agradables, y no le resultaba difícil vincularse con las jóvenes solteras que los sábados por la noche iban al bar de Dell o a Portland. A algunas de ellas, el trabajo de Mike les provocaba aprensión, cosa que a él se le hacía difícil de entender. Era un trabajo agradable, sin un patrón que anduviera siempre vigilándolo a uno por encima del hombro, y se hacía al aire libre. Si tenía que cavar algunas tumbas o, de vez en cuando, conducir el furgón mortuorio de Carl Foreman, ¿qué problema había? Alguien tenía que hacerlo. Para su modo de pensar, solo había una cosa más natural que la muerte, y era el sexo.

Tarareaba una canción cuando dobló por Burns Road y puso segunda para subir la colina. El polvo seco del camino se elevaba tras él. A través de las densas frondas del verano, a ambos lados del camino, alcanzaba a ver los troncos desnudos de los árboles que se habían quemado en el gran incendio de 1951, esqueléticos como viejos huesos que se desintegran. Mike sabía que por allí había árboles caídos contra los que uno se podía romper una pierna si no andaba con cuidado. Pese a que ya habían transcurrido veinticinco años, aún perduraban las cicatrices del incendio. Así eran las cosas. En mitad de la vida, estamos en la muerte.

El cementerio estaba situado en lo alto de la colina y Mike disminuyó la marcha, preparándose para abrir el portón, pero de pronto frenó en seco con un estremecimiento.

Del portón de hierro forjado pendía, cabeza abajo, el cadáver de un perro, y el suelo estaba empapado en sangre.

Mike bajó de la camioneta y se acercó. Se puso los guantes de trabajo que llevaba en el bolsillo de atrás y levantó con una mano la cabeza del perro, que cedió con una horrible facilidad, y se encontró con los ojos vidriosos y vacíos de Doc, el cocker mestizo de Win Purinton. Al perro lo habían ensartado en uno de los espigones del portón como a una res en un gancho de carnicería, y las moscas, atontadas por el frío de la mañana, se amontonaban ya pegajosamente sobre el cuerpo.

Mike forcejeó para sacarlo, sintiendo que se le revolvía el estómago. El vandalismo de los cementerios no era novedad para él, especialmente hacia Todos los Santos, pero para esa fecha faltaba todavía un mes y medio, y además nunca había visto una cosa así. Por lo general, se conformaban con derribar algunas lápidas, garrapatear obscenidades o colgar del portón un esqueleto de papel. Pero si esa barbaridad era obra de chiquillos, eran unos verdaderos bastardos. A Win se le destrozaría el corazón.

Mike pensó en llevar el perro directamente al pueblo para mostrárselo a Parkins Gillespie, pero luego reflexionó que con eso no se ganaría nada. Podía llevar al pobre Doc al pueblo cuando volviera a comer… aunque ese día no iba a tener mucho apetito.

Corrió el cerrojo del portón y se miró los guantes, que estaban manchados de sangre. Habría que fregar los barrotes de hierro del portón; Mike tuvo la impresión de que, después de todo, esa tarde no llegaría a Schoolyard Hill. Entró en el cementerio, aparcó, pero ya había dejado de canturrear. La magia del día había desaparecido.

7

8:00 h.

Los pesados autobuses amarillos del transporte de escolares habían empezado su recorrido habitual e iban recogiendo a los niños que esperaban junto a sus buzones, jugando, con la cestita del almuerzo en la mano. Charlie Rhodes conducía uno de los autobuses, y su ruta abarcaba Taggart Stream Road, que quedaba al este del pueblo, y la segunda mitad de Jointner Avenue.

Los chicos que viajaban en el autobús de Charlie eran los que mejor se portaban en la ciudad, y en todo el distrito escolar, en definitiva. En el autobús número 6 no había gritos ni juegos de manos ni empujones. Si no se quedaban bien sentados y quietos, o se olvidaban de los buenos modales, se verían obligados a hacer a pie los casi cinco kilómetros que los separaban de la escuela elemental de Stanley Street, y explicar el motivo en la oficina del director.

Charlie sabía lo que pensaban de él y las cosas que se decían a sus espaldas. Pero le daba lo mismo. Él no estaba dispuesto a aceptar idioteces ni alborotos en su autobús. Para eso ya estaban los pusilánimes de los maestros.

El director de Stanley Street había tenido el coraje de preguntarle si no habría actuado impulsivamente cuando al chico de los Durham le suspendió el transporte por tres días por haber hablado en voz un poco alta. La reacción de Charlie fue simplemente sostenerle la mirada hasta que finalmente el director, un tonto que hacía apenas cuatro años que había terminado la universidad, apartó la vista. El encargado de la empresa de transporte automotor SAD 21, Dave Felsen, era un viejo amigo de Charlie; habían estado juntos en Corea, y se comprendían. Y entendían lo que estaba sucediendo en el país. Entendían que el chico que en 1958 no hacía más que «hablar en voz un poco demasiado alta en el autobús» era el mismo que en 1968 se había orinado sobre la bandera.

Al echar un vistazo al gran espejo colocado por encima de su cabeza vio que Mary Kate Griegson le pasaba una nota a su amiguito Brent Tenney. Su amiguito, sí, claro. Los chicos de hoy empezaban a divertirse con el sexo desde la escuela primaria.

Disminuyó la marcha mientras encendía las luces intermitentes. Mary Kate y Brent le miraron consternados.

—¿Tenéis mucho que deciros? —les preguntó Charlie por el espejo—. Bueno, pues será mejor que os vayáis andando.

Abrió las puertas plegables y esperó que los dos se bajaran aterrorizados del autobús.

8

9:00 h.

Weasel Craig se cayó de la cama. El sol entraba, cegador, por la ventana del segundo piso. La cabeza le latía horriblemente, y arriba aquel tipejo, el escritor, ya estaba dándole a la máquina. Un hombre tenía que estar como una cabra para pasarse el tiempo así, tap-tap-tap, día tras día.

Se levantó y, en calzoncillos, fue a comprobar en el calendario si ese era el día que cobraba su pensión por desempleo. No. Era el miércoles.

La resaca de hoy no era tan grave como otras veces. Se había quedado en el bar de Dell hasta la hora del cierre, a la una, pero no tenía más que dos dólares y no había podido conseguir que le invitaran a muchas cervezas cuando se le acabó el dinero. Estoy perdiendo el crédito, pensó mientras se frotaba la cara con una mano.

Se puso la camiseta que usaba en invierno y verano, se enfundó en los pantalones verdes de trabajo y después abrió el armario para buscar su desayuno: una botella de cerveza para beberse allí mismo y una caja de copos de avena, de las que repartía la beneficencia, que prepararía abajo. Craig no soportaba los copos de avena, pero le había prometido a la viuda que le ayudaría a darle la vuelta a la alfombra, y era probable que también tuviera que hacerle otras tareas.

No es que le importara mucho, en realidad, pero se había venido abajo desde la época en que compartía el lecho de Eva Miller. El marido de ella había muerto en un accidente en el aserradero, en 1959, y la cosa había sido graciosa, si es que se podía aplicar tal calificativo a un accidente tan horrible. Por aquel entonces el aserradero empleaba sesenta o setenta hombres, y Ralph Miller era candidato para la dirección de la empresa.

Lo que le había pasado era gracioso, en cierto modo, porque Ralph Miller no tocaba una máquina desde hacía siete años, en 1952, cuando lo habían ascendido de capataz a empleado de oficina. En eso consistía la gratitud de los ejecutivos hacia uno, y Weasel suponía que Ralph se la había ganado. Cuando el gran incendio arrasó los pantanos para extenderse por Jointner Avenue, avivado por un viento del este de cincuenta kilómetros por hora, todo el mundo pensó que eso era el fin del aserradero. Los bomberos de seis municipios vecinos tenían bastante trabajo con tratar de salvar el pueblo como para destinar hombres a una operación tan descabellada como el aserradero de Jerusalem’s Lot. Ralph Miller había organizado a todos los obreros del segundo turno en una brigada para combatir el fuego, y bajo su dirección los hombres mojaron el tejado e hicieron lo que los bomberos no habían sido capaces de hacer al oeste de Jointner Avenue: levantar una barrera que contuvo las llamas y las desvió hacia el sur, donde quedó totalmente controlado.

Siete años más tarde se había caído en una máquina de hacer pulpa de madera mientras hablaba con unos visitantes de una empresa de Massachusetts, a quienes había estado enseñándoles la planta, con la esperanza de convencerlos de que la compraran. Resbaló en un charco de agua y cayó dentro de la máquina en las narices mismas de los visitantes. Desde luego la posibilidad de cerrar el trato desapareció junto con Ralph Miller. El aserradero que él mismo había salvado en 1951 se cerró para siempre en febrero de 1960.

Weasel se miró en el espejo, salpicado de agua, mientras se peinaba el pelo blanco, aún abundante y espeso a sus sesenta y siete años. Era la única parte de su persona a la que, al parecer, le sentaba bien el alcohol. Después se puso la camisa de trabajo de color caqui y, con su caja de copos de avena en la mano, bajó por las escaleras.

Y allí estaba él, casi dieciséis años después de que todo aquello hubiera pasado, haciendo de ama de llaves para una mujer con quien antaño había mantenido relaciones sexuales, y que todavía seguía pareciéndole condenadamente atractiva.

En cuanto le vio entrar en la soleada cocina, la viuda se abalanzó sobre él como un buitre.

—Oye, ¿podrías encerarme el pasamanos del frente una vez hayas tomado el desayuno, Weasel? ¿Tienes tiempo?

Ambos mantenían la ficción de que él hacía esos trabajos como favores, no en pago de los catorce dólares semanales que costaba su habitación.

—Cómo no, Eva.

—Y la alfombra del salón de enfrente…

—… habría que darle la vuelta. Sí, lo recuerdo.

—¿Te duele la cabeza esta mañana?

Eva formuló la pregunta sin dejar que en su voz asomara compasión alguna, pero Weasel la sentía vibrar por debajo de la epidermis.

—En absoluto —contestó mientras ponía a calentar el agua para la avena.

—Es que viniste tarde, por eso te lo preguntaba.

—No dejas de vigilarme, ¿eh?

Weasel la miró, enarcando una ceja, satisfecho de ver que ella todavía podía ruborizarse como una colegiala, aunque ya hacía casi nueve años que habían dejado de lado toda diversión.

—Vamos, Ed…

Eva era la única que seguía llamándolo así. Para todos los demás habitantes de El Solar, él no era más que Weasel.[3] Pues muy bien. Que le llamaran como quisieran. El oso había atrapado a la comadreja.

—No importa —concluyó él ásperamente—. Hoy me he levantado con el pie izquierdo.

—Yo diría que te has caído de la cama.

Eva habló con más vivacidad de lo que se había propuesto, pero Weasel se limitó a gruñir. Cocinó su repugnante avena y se la comió; después cogió la cera para muebles y unos trapos y salió sin mirar atrás.

Arriba, el tap-tap-tap de la máquina de escribir seguía con intermitencias. Vinnie Upshaw, que ocupaba el cuarto enfrente al de él, decía que empezaba todas las mañanas a las nueve, seguía hasta mediodía, volvía a empezar a las tres para seguir hasta las seis, empezaba de nuevo a las nueve y seguía sin parar hasta medianoche. Weasel no comprendía que alguien pudiera tener tantas palabras en la cabeza.

Así y todo, parecía bastante buen tipo, y no estaría mal tomarse unas cervezas con él alguna noche en el bar de Dell. Weasel había oído comentar que la mayoría de los escritores bebían como cosacos.

Empezó a lustrar metódicamente el pasamanos, y de nuevo se encontró pensando en la viuda. Con el dinero del seguro de su marido, Eva había convertido la casa en una pensión y se las arreglaba muy bien. No tenía por qué ser de otro modo. Trabajaba como una mula. Pero con su marido debía de haber estado acostumbrada a follar con regularidad, y una vez se extinguió su pena, su necesidad aún perduraba. ¡Dios, y cómo le había gustado hacérselo con él!

Por aquellos días, a principios de los sesenta, la gente todavía le llamaba Ed y no Weasel, y él aún se sentía dueño de la botella en vez de ser lo contrario. Tenía un buen trabajo, y las cosas habían empezado una noche de enero de 1962.

Interrumpió el rítmico movimiento del encerado y miró pensativamente por la estrecha ventana que había en el descanso del segundo piso, llena de esa última luz brillante y dorada del verano, una luz que se reía del otoño frío y bullicioso y del invierno, más frío aún, que habría de seguirle.

Aquella noche fue cosa de los dos, y después de haberlo hecho, cuando yacían juntos en la oscuridad del dormitorio de Eva, ella empezó a llorar y a decirle que lo que habían hecho estaba mal. Él le dijo que había estado bien, aunque no sabía si estaba bien o mal ni le importaba. Y mientras el viento norte silbaba y gemía en los aleros, la habitación de Eva era tibia y segura, y por fin se quedaron dormidos, pegados como cucharas en el cajón de los cubiertos.

Ah, Dios bendito, el tiempo era como un río, y Weasel se preguntó si eso lo sabría aquel escritorzuelo.

Reanudó el lustrado con largos movimientos rítmicos.

9

10:00 h.

En el colegio de Stanley Street había llegado la hora del recreo. Era el edificio escolar más nuevo y ostentoso de El Solar, tanto que el distrito no había terminado de pagarlo. Se trataba de un edificio bajo, con cuatro grandes aulas de cristal, tan moderno y luminoso como viejo y oscuro era el colegio de Brock Street.

Richie Boddin, que era el matón de la escuela y se enorgullecía de serlo, salió al patio de recreo, buscando con los ojos al chico nuevo tan listo que se sabía todos los temas de matemáticas. No iba a permitir que llegara a su escuela ningún chico nuevo sin enterarse de quién era el jefe, y mucho menos un cuatroojos marica y preferido del maestro.

Richie tenía once años y pesaba setenta kilos. Desde siempre, la madre se había dedicado a mostrar a la gente cuán enorme era su hijo, de modo que Richie sabía que era grande. A veces se imaginaba que al andar oía temblar el suelo bajo sus pies. Y cuando fuera mayor fumaría Camel, lo mismo que su padre.

Los chicos de los cursos adelantados le tenían terror, y a los más pequeños Richie les parecía el tótem de la escuela. Cuando empezaran el instituto en Brock Street School, echarían en falta una deidad en su panteón. A Richie todo eso le encantaba.

Y ahí estaba ese chico, Petrie, esperando que le llamaran para el partido de fútbol durante el recreo.

—¡Eh! —vociferó Richie.

Todo el mundo se volvió, salvo Petrie. Todos los ojos parecieron aliviados cuando vieron que los de Richie miraban hacia otra parte.

—¡Eh, tú, cuatroojos!

Mark Petrie se volvió hacia Richie. Sus gafas con montura de acero brillaron bajo el sol de la mañana. Era tan alto como Richie, es decir, más que la mayoría de sus compañeros, pero era más delgado y su rostro tenía algo de indefenso y reservado.

—¿Me hablas a mí?

—¿Me hablas a mí? —lo imitó Richie con voz de falsete—. ¿Sabes que hablas como un maricón, cuatroojos?

—No, no lo sabía —respondió Mark.

Richie dio un paso adelante.

—Apuesto a que lo eres. Un gran maricón al que le gusta chuparse el dedo.

—¿De veras? —Le sacaba a uno de quicio con ese tono cortés.

—Sí, eso me han dicho. Y que no son solo dedos lo que chupas.

Los chicos empezaron a arremolinarse para ver cómo Richie le cascaba al nuevo. La señorita Holcomb, que esa semana estaba a cargo del recreo, se había ido al patio de delante a vigilar a los más pequeños en los columpios y balancines.

—¿Cuál es tu banda? —preguntó Mark, que miraba a Richie como si acabara de encontrar un bicho nuevo e interesante.

—¿Cuál es tu banda? —volvió a mofarse Richie, en falsete—. Yo no tengo ninguna banda. Pero me han dicho que tú eres un gordo maricón.

—¿De veras? —preguntó Mark, siempre cortés—. Pues a mí me han asegurado que tú eres una bestia estúpida, ¿sabes?

Silencio. Los demás muchachos se quedaron boquiabiertos (pero al mismo tiempo interesados; jamás se había visto que nadie firmara su propia sentencia de muerte). Richie, tomado de sorpresa, se quedó tan boquiabierto como los demás.

Mark se quitó las gafas y se las entregó al muchacho que estaba junto a él.

—¿Quieres guardármelas?

El otro las cogió, mientras miraba silenciosamente a Mark con ojos desorbitados.

Richie atacó. Fue una carga lenta y torpe, sin asomo de gracia ni finura. El suelo temblaba bajo sus pies mientras avanzaba, lleno de confianza. Su derecha preparaba el puñetazo que iba a asestar en plena boca al marica cuatroojos, y que le haría saltar los dientes como las teclas de un piano. Prepárate para el dentista, maricón, que te la doy.

Mark Petrie se inclinó hacia un lado y el puño le pasó por encima de la cabeza. Richie se vio arrastrado por su propio impulso, y Mark no tuvo más que poner el pie. Richie Boddin cayó pesadamente al suelo, con un gruñido. Una exclamación de asombro se elevó del grupo de niños que observaban.

Mark sabía perfectamente que si el torpe muchacho que yacía en el suelo recuperaba la ventaja, le daría una buena paliza. Mark era ágil, pero con la agilidad no se resistía mucho en una pelea en el patio del colegio. Si el escenario hubiera sido la calle, ese habría sido el momento de correr para distanciarse de su perseguidor, y después darse la vuelta para aplastarle la nariz. Pero no estaban en la calle, y Mark sabía que si no vencía inmediatamente a aquel grandullón, jamás volvería a tener paz.

Todo eso lo pensó en una fracción de segundo, y saltó sobre la espalda de Richie Boddin.

Richie gruñó, y todos volvieron a exclamar. Mark cogió a Richie del brazo y se lo retorció a la espalda. Richie chilló de dolor.

—Di me rindo o te rompo el brazo, lo juro por Dios —dijo Mark.

La respuesta de Richie fue digna de un marine veterano.

Mark le subió el brazo hasta los omóplatos, y Richie volvió a gritar lleno de indignación, miedo y perplejidad. Nunca le había ocurrido nada parecido y no podía ser que le estuviera ocurriendo ahora. ¡Tenía sentado sobre la espalda a un cuatroojos maricón que le retorcía el brazo y le hacía gritar ante sus súbditos!

—Di me rindo —repitió Mark.

Richie consiguió ponerse de rodillas; Mark le hincó a su vez las suyas en los costados, como si montara un caballo, y se afirmó. Los dos estaban cubiertos de polvo, pero la situación de Richie era peor. Tenía la cara roja y tensa, los ojos se le salían de las órbitas, y un rasguño le cruzaba la mejilla.

Intentó sacudirse de los hombros a Mark, pero este volvió a doblarle el brazo hacia arriba. Esta vez lo de Richie no fue un grito sino un aullido.

—Di me rindo, o por Dios que te lo rompo.

A Richie se le había salido la camisa de los pantalones y sentía ardor en la barriga. Empezó a sollozar y a retorcer los hombros, pero el maldito maricón seguía encima de él. Sentía el antebrazo como de hielo, y un intenso fuego en el hombro.

—¡Bájate de ahí, hijo de puta! ¡Así no se pelea!

—Di me rindo.

—¡No! —Perdió el equilibrio y cayó boca abajo en el polvo. El dolor le paralizaba el brazo y tenía tierra en la boca y los ojos. Agitó las piernas, indefenso. Había olvidado que era enorme. Había olvidado cómo temblaba el suelo bajo sus pies cuando caminaba. Había olvidado que cuando fuera mayor fumaría Camel, como su padre—. ¡Me rindo! ¡Me rindo! —gritó con la sensación de ser capaz de seguir gritando horas, con tal que le soltaran el brazo.

—Di soy un mierda.

—¡Soy un mierda! —masculló Richie tragando polvo.

—Está bien.

Mark le soltó y se puso fuera de su alcance mientras Richie se levantaba. Le dolían los muslos y esperaba que a Richie ya no le quedaran ganas de pelea.

Richie se levantó y miró alrededor. Nadie le devolvió la mirada. Todos se dieron la vuelta hacia Mark. Y aquel apestoso de Glick estaba junto al maricón y le miraba como si fuera una especie de Dios.

Richie se quedó solo; apenas podía creer con qué rapidez la ruina se había abatido sobre él. Tenía la cara sucia, salvo donde se la habían limpiado sus propias lágrimas de furia y humillación. Pensó en arrojarse de nuevo sobre Mark Petrie, pero la vergüenza y el miedo, sensaciones nuevas, resplandecientes y enormes, no se lo permitieron. Sucio bastardo, pensó, si alguna vez consigo sorprenderte y derribarte…

Pero ese día no. Dio media vuelta y se alejó, y el suelo no tembló ni siquiera un poco. Miraba al suelo para no tener que mirar a nadie a la cara.

Una de las chicas rio con un timbre alto y burlón que se elevó con cruel claridad en el aire de la mañana.

Richie Boddin no levantó los ojos para ver quién se atrevía a reírse de él.

10

11:15 h.

El vertedero de basuras del municipio de Jerusalem’s Lot había sido antes un pozo de grava, hasta que en 1945 el yacimiento se agotó y las excavaciones tocaron arcilla. Estaba situado al final de una elevación que desde Burns Road se extendía unos tres kilómetros hasta pasar el cementerio de Harmony Hill.

Dud Rogers oía débilmente, por el camino, las explosiones y toses de la cortadora de césped de Mike Ryerson. Pero ese ruido no tardaría en ser borrado por el chisporroteo de las llamas.

Dud era el encargado del vertedero desde 1956, y todos los años era rutinariamente reelegido por unanimidad en la reunión del municipio. Vivía en el vertedero, en un pulcro cobertizo que tenía en la puerta un cartel con la inscripción: ENCARGADO DEL VERTEDERO. Tres años atrás había conseguido que esos avaros de la junta municipal le compraran un aparato de calefacción y había abandonado definitivamente su vivienda del pueblo.

Era un jorobado con la cabeza curiosamente torcida, que le hacía parecer como si Dios le hubiera dado un último y caprichoso tirón antes de permitirle salir al mundo. Sus brazos, que pendían como los de un mono, casi hasta las rodillas, tenían una fuerza sorprendente. Habían hecho falta cuatro hombres para cargar en el camión los artículos de la vieja quincallería y traerlos al vertedero, cuando la tienda cambió de ramo, y la suspensión del camión se había aplastado visiblemente con la carga. Pero de descargar se había ocupado Dud Rogers, solo, y en el esfuerzo, los tendones se le marcaban en el cuello, las venas se le hinchaban en la frente y los antebrazos y bíceps eran como cables de acero. Él solo había echado todo por el borde del vertedero.

A Dud le gustaba el vertedero. Le gustaba ahuyentar a los chiquillos que iban a romper botellas, y le gustaba dirigir el tráfico hacia los lugares donde había que efectuar cada día los vertidos. Le gustaba hurgar en la basura, que era su privilegio como encargado, y se imaginaba que se burlaban de él al verle caminar a través de las montañas de basura con sus botas hasta las caderas y sus guantes de cuero, con la pistola al cinto, un gran saco sobre el hombro y la navaja en la mano. Pues que se burlaran. Había cables de cobre, y a veces motores enteros, y en Portland el cobre se pagaba a buen precio. Había escritorios, sillas y sofás de desecho, cosas que se podían arreglar y vendérselas a los anticuarios de la carretera 1. Dud estafaba a los anticuarios y estos hacían lo propio con los turistas. Dos años antes Dud había encontrado una astillada cama victoriana con el marco partido, y se la había vendido por doscientos dólares a un afeminado de Wells, que había caído en éxtasis ante la autenticidad del estilo Nueva Inglaterra de ese mueble, y que jamás supo con qué cuidado Dud había lijado hasta hacer desaparecer la inscripción que rezaba Made in Grand Rapids sobre la cabecera de la cama.

En la parte más alejada del vertedero estaban los coches usados, Buick y Ford y Chevy y lo que uno pidiera, incluso con los repuestos que la gente dejaba en los automóviles cuando se hartaba de ellos. Lo mejor eran los radiadores, pero un buen carburador podía venderse por siete dólares después de haberlo bañado en gasolina. Y otro tanto sucedía con las correas del ventilador, luces de cola, parabrisas, volantes y alfombrillas para el suelo.

Sí, el vertedero era increíble. Era a la vez Disneylandia y Shan-gri-La. Pero ni siquiera el dinero acumulado en la caja negra que guardaba bajo la mecedora era lo mejor.

Lo mejor eran los fuegos… y las ratas.

Los miércoles y domingos por la mañana, y los lunes y viernes por la noche, Dud pegaba fuego a parte de la basura. Las fogatas nocturnas eran las más bonitas. A Dud le encantaba el sombrío resplandor en que florecían las bolsas de plástico verde llenas de basura, los periódicos y las cajas. Pero los fuegos de la mañana eran mejores por las ratas.

Ahora, sentado en su sillón mientras observaba cómo el fuego prendía y empezaba a echar al aire su grasiento humo negro, que ahuyentaba a las gaviotas, Dud sostuvo en la mano su pistola calibre 22 y esperó a que salieran las ratas.

Cuando salían, lo hacían en batallones. Eran grandes, de un gris sucio y ojos rosados. En su piel saltaban las pulgas y las gruesas colas se arrastraban tras ellas. A Dud le encantaba disparar contra las ratas.

—Te has comprado una buena carga de cartuchos, Dud —solía decirle con voz pastosa George Middler, en la ferretería, mientras colocaba las cajas sobre el mostrador—. ¿Los paga el municipio?

Era un antiguo chiste. Años atrás, Dud había presentado una orden de compra de dos mil cartuchos Remington 22, de punta hueca, y Bill Norton le había mandado hoscamente a paseo.

—Bueno, tú sabes que esto no es más que un servicio público, George —contestaba Dud.

Esa. Esa rata grande y gorda que arrastraba una pata trasera era George Middler. En la boca tenía algo que parecía un trozo de hígado de pollo.

—Esta es para ti, George —dijo Dud, y apretó el gatillo.

El estruendo de la 22 no era nada estrepitoso, pero la rata dio un par de tumbos y quedó tendida, estremeciéndose. La punta hueca era el secreto. Algún día se compraría un calibre grande, una 45 o una Magnum 357, para ver qué les pasaba a las muy malditas.

Y la que seguía era esa pequeña puta de Ruthie Crockett, la que iba a la escuela sin sostén y le gustaba provocar a los chicos y se reía por lo bajo cuando se encontraba con Dud por la calle. Bang. Adiós, Ruthie.

Las ratas huían enloquecidas hacia el otro lado del vertedero, pero antes de que consiguieran ponerse a salvo, Dud ya había matado seis. Buena cosecha para la mañana. Y si se acercaba a mirarlas, vería que las pulgas se escapaban de los cuerpos que iban enfriándose, como… como… bueno, como ratas que huyen de un barco que se hunde.

El chiste le pareció apropiadamente divertido, y echó atrás la cabeza, se recostó sobre su giba y rio con largas carcajadas mientras el fuego deslizaba por entre la basura sus largos dedos anaranjados.

La vida era estupenda, vaya.

11

12:00 h.

El silbato del ayuntamiento sonó durante doce segundos, anunciando la hora de la comida en los tres colegios, al tiempo que saludaba la llegada de la tarde. Lawrence Crockett, el segundo funcionario electivo de El Solar, a la vez que propietario de la Compañía de Seguros y Bienes Raíces Crockett, de Southern Maine, apartó el libro que estaba leyendo, El sexo y los esclavos de Satán, y puso en hora su reloj, guiándose por el silbato. Fue hasta la puerta y colgó del postigo el cartel de «Vuelvo a la una». Su rutina era invariable. Iría a pie hasta el Café Excellent, comería dos hamburguesas con queso y guarnición, tomaría una taza de café y se quedaría mirando las piernas de Pauline mientras se fumaba un William Penn.

Comprobó el picaporte para asegurarse de que la cerradura no cedía y echó a andar por Jointner Avenue. En la esquina se detuvo a mirar la casa de los Marsten. En el camino de entrada había un coche. Apenas resultaba visible, un brillo titilante. Le provocó una leve inquietud. Hacía algo más de un año que Larry Crockett había vendido la casa de los Marsten y la difunta lavandería del pueblo. Había sido la operación más extraña de su vida… y vaya si había hecho cosas extrañas en su vida. El dueño de aquel coche sería, probablemente, un hombre de apellido Straker. R. T. Straker. Y esa misma mañana Larry había recibido por correo algo de ese Straker.

El tipo en cuestión había llegado a la oficina de Crockett una soleada tarde de julio, hacía poco más de un año. Se bajó del coche y tras una breve vacilación en la acera se decidió a entrar; era un hombre alto, vestido con un sobrio traje con chaleco, pese al calor sofocante. Era tan calvo como una bola de billar, y sudaba tan poco como una de ellas. Las cejas eran una línea negra y recta, bajo la cual las órbitas de sus ojos parecían oscuros agujeros practicados con un taladro en la angulosa superficie de la cara. En una mano llevaba un maletín negro. Larry estaba solo en su oficina cuando entró Straker. Su secretaria de la mañana, una muchacha de Falmouth con los senos más deliciosos que jamás había visto, trabajaba por las tardes con un abogado de Gates Falls.

El hombre calvo se sentó en un asiento, puso la cartera sobre sus rodillas y miró fijamente a Larry Crockett. Era imposible leer la expresión de sus ojos, cosa que preocupó a Larry. A él le gustaba leer en los ojos lo que quería un hombre antes de que pudiera abrir la boca. Ese hombre no se había detenido a mirar las fotografías de casas y fincas que se ofrecían en el tablero, no le había tendido la mano ni se había presentado; ni siquiera había dicho «hola».

—¿En qué puedo serle útil? —preguntó Larry.

—Me han encargado la compra de una casa y un local comercial en su bonita ciudad —dijo el hombre calvo con un tono llano y sin inflexiones que hizo recordar a Larry la grabación que escuchabas cuando marcabas el número de información meteorológica.

—Ah, excelente —respondió Larry—. Tenemos algunas que podrían…

—No es necesario —declaró el hombre con un gesto de mano. Larry observó que sus dedos eran extraordinariamente largos; el medio parecía tener cerca de quince centímetros—. El local que me interesa está en la manzana contigua al ayuntamiento, frente al parque.

—Sí, respecto a ese local podemos llegar a un acuerdo. Antes era una lavandería, pero hace un año quebró. Es un lugar muy bueno si usted…

—La casa que quiero —el hombre calvo no escuchó sus palabras— es la que se conoce como casa de los Marsten.

Hacía demasiado tiempo que Larry estaba en el negocio como para permitir que el azoramiento se reflejara en su rostro.

—Ah, ¿esa?

—Sí. Mi nombre es Straker. Richard Throckett Straker. Todos los documentos estarán a mi nombre.

—Muy bien —asintió Larry. El hombre quería ir al grano, eso estaba claro—. El precio de esa casa es de catorce mil dólares, aunque pienso que podríamos conseguirla por algo menos. En cuanto a la vieja lavandería…

—Así no hay acuerdo. Estoy autorizado para pagar un dólar.

—¿Un…? —Larry inclinó la cabeza como si no hubiera oído bien.

—Sí. Un momento, por favor.

Los largos dedos de Straker desprendieron los cierres del maletín y sacaron unos documentos en una carpeta azul transparente.

Larry Crockett lo miraba con ceño.

—Lea, por favor; eso nos ahorrará tiempo.

Larry echó un vistazo a la primera hoja con el aire de un hombre que le sigue la corriente a un loco. Por un momento sus ojos se movieron al azar sobre la página, hasta que se quedaron clavados en algo.

Straker sonreía levemente. Buscó en el interior de su americana, sacó una pitillera de oro y extrajo un cigarrillo. Después de darle unos golpecitos, lo encendió con una cerilla. El áspero aroma de una mezcla de tabaco turco llenó el despacho y se dispersó por efecto del ventilador.

Durante los diez minutos siguientes reinó en la oficina un silencio solo interrumpido por el zumbido del ventilador y el ruido amortiguado del tráfico en la calle. Straker se fumó el cigarrillo, aplastó la colilla y encendió otro.

Larry levantó la vista, con el rostro pálido y alterado.

—Esto es una broma. ¿Quién se la encargó? ¿John Kelly?

—No conozco a ningún John Kelly, y esto no es una broma.

—Estos papeles… desestimación de demanda…, investigación de títulos de la tierra… por Dios, hombre, ¿no sabe que ese terreno vale un millón y medio de dólares?

—Se queda corto —dijo fríamente Straker—. Vale cuatro millones, y pronto valdrá más, cuando se construya el centro comercial.

—¿Qué quiere? —preguntó Larry con voz ronca.

—Ya le dije qué quiero. Mi socio y yo pensamos abrir una empresa en este pueblo, y vivir en la casa de los Marsten.

—¿Qué clase de empresa, Homicidios, S.A.?

Straker sonrió fríamente.

—Se tratará de una tienda de muebles completamente legal, con una sección especial de antigüedades, para coleccionistas. Mi socio es experto en ese campo.

—Mierda —repuso Larry—. La casa de los Marsten pueden conseguirla por ocho mil pavos, y la tienda por dieciséis. Su socio debe saberlo. Y ambos deben saber que en este pueblo no hay mercado para una tienda de muebles y antigüedades.

—Mi socio está bien informado sobre todos los temas que le interesan —declaró Straker—, y sabe que por este pueblo pasa una carretera frecuentada por turistas y residentes de verano. Esa es la gente que nos interesa para nuestro negocio. De todas maneras, eso no es problema suyo. ¿Le parece que los papeles están en orden?

Larry dio unos golpecitos sobre el escritorio con la carpeta azul.

—Parece que sí. Pero no pienso dejarme estafar.

—No, naturalmente que no. —En la voz de Straker se insinuaba un cortés desprecio—. Creo que usted tiene un abogado en Boston. Un tal Francis Walsh.

—¿Cómo lo sabe? —ladró Larry.

—Eso no importa. Llévele los papeles, y él le confirmará que son válidos. El terreno donde se edificará el centro comercial será de usted, si se cumplen tres condiciones.

—Ah —exclamó Larry, aliviado—. Condiciones. —Se inclinó hacia atrás para sacar un William Penn de la pitillera de cerámica colocada sobre su escritorio, frotó una cerilla en la suela de su zapato y lo encendió—. Adelante.

—Primera. Usted me venderá la casa de los Marsten y el local comercial por un dólar. Su cliente en cuanto a la casa es una cooperativa de Bangor. El local comercial pertenece ahora a un banco de Portland. Estoy seguro de que ambos se mostrarán de acuerdo si usted compensa la diferencia, con el precio más bajo que sea aceptable. Menos la comisión de usted, claro.

—¿De dónde saca usted su información?

—No es cosa que deba preocuparle, señor Crockett. Segunda condición. Usted no dirá nada de la transacción que hemos hecho hoy aquí. Nada. Si alguna vez le preguntan, lo único que usted sabe es lo que yo le dije… que somos dos socios y tenemos intención de abrir una tienda para turistas y visitantes veraniegos. Esto es muy importante.

—No soy un charlatán.

—De todas maneras, ha de entender que esta condición es fundamental. Puede llegar el momento, señor Crockett, en que usted quiera contarle a alguien la espléndida operación que ha hecho hoy. Si lo hace, me enteraré y le arruinaré. ¿Me entiende?

—Habla usted como un espía de película barata —dijo Larry.

Su voz sonaba tranquila, pero en su interior sentía el estremecimiento del miedo. Las palabras «le arruinaré» habían sido articuladas con el mismo tono que «encantado de conocerle», y eso daba a la afirmación un inquietante acento de verdad. ¿Y cómo diablos se había enterado ese payaso de la existencia de Frank Walsh? Ni siquiera la mujer de Larry sabía nada de Frank Walsh.

—¿Me entiende, señor Crockett?

—Sí —respondió Larry—. Estoy acostumbrado a jugar sin mostrar las cartas.

Straker volvió a dedicarle una tenue sonrisa.

—Seguro. Por eso estoy haciendo negocios con usted.

—¿La tercera condición?

—La casa necesitará algunas reformas.

—Es una manera de hablar —asintió secamente Larry.

—Mi socio piensa ocuparse personalmente de ello, pero usted será su agente. De vez en cuando se pedirá algo. Algunas veces necesitaré los servicios de los obreros que usted emplee para traer ciertas cosas, ya sea a la casa o a la tienda. Usted no hablará de esos servicios. ¿Entendido?

—Sí, entendido. Ustedes no son de por aquí, ¿no?

—¿Tiene importancia? —Straker enarcó las cejas.

—Pues claro. Esto no es Boston ni Nueva York. No se reduce todo a que yo cierre la boca. La gente hablará. En Railroad Street hay una gallina vieja que se llama Mabel Werts y se pasa todo el día frente a su ventana con unos prismáticos…

—La gente del pueblo no me interesa, ni le interesa a mi socio. La gente del pueblo siempre habla. No son muy diferentes de las urracas en los cables de teléfono. Pronto nos aceptarán.

Larry se encogió de hombros.

—De acuerdo.

—Usted pagará todos los servicios y guardará las facturas y las cuentas, que se le reembolsarán. ¿Está de acuerdo?

Tal como le había dicho a Straker, Larry estaba acostumbrado a jugar sin mostrar las cartas, y era uno de los mejores jugadores de póquer del condado de Cumberland. Y por más que exteriormente hubiera mantenido la calma, estaba ardiendo por dentro. El trato que aquel chiflado le ofrecía era de esas cosas que se presentan una sola vez, o nunca. Tal vez el jefe de ese tipo fuera uno de esos reclusos millonarios que…

—¿Señor Crockett? Estoy esperando.

—Yo también tengo mis condiciones.

—¿Ah? —Straker se mostró cortésmente interesado.

Larry sacudió la carpeta azul.

—Primero, haré que revisen estos papeles.

—Naturalmente.

—Segundo, si lo que usted pretende hacer es ilegal, yo no sé nada. Con eso quiero decir…

Straker echó atrás la cabeza y soltó una risa extrañamente fría y falta de emoción.

—¿He dicho algo gracioso? —preguntó Larry.

—Oh… claro que no, señor Crockett. Perdone mi exabrupto. Su observación me ha resultado divertida por razones particulares. ¿Qué iba usted a decir?

—Respecto a las reformas. No estoy dispuesto a colaborar en conseguirles nada que me deje a mí con el trasero al aire. Si su proyecto es fabricar whisky clandestino, LSD o explosivos para algún grupo hippie extremista, es cosa de ustedes.

—De acuerdo —asintió Straker. La sonrisa había desaparecido de su cara—. ¿Cerramos el trato?

Entonces, con una extraña sensación de renuencia, Larry respondió:

—Si los papeles están en orden, supongo que sí. Aunque me parece que el trato lo cierra usted y la ganancia me la llevo yo.

—Hoy es lunes —dijo Straker—. ¿Le parece bien que pase el jueves por la tarde?

—Mejor el viernes.

—Está bien. —Se puso de pie—. Adiós, señor Crockett.

Los papeles estaban en orden. El abogado bostoniano de Larry dijo que la parcela donde se edificaría el centro comercial de Portland había sido comprada por un equipo de la empresa Continental, de tierras y bienes raíces, una compañía ficticia con sede en el Chemical Bank Building de Nueva York. En las oficinas de la Continental no había más que unos pocos armarios vacíos y un montón de polvo.

Straker regresó el viernes y Larry firmó los papeles necesarios; mientras lo hacía sentía en el fondo del paladar un acre sabor de duda. Por primera vez había pasado por alto su propia máxima personal: no cagar donde se come. Y por más que el atractivo fuera importante, se dio cuenta, mientras Straker se guardaba en la cartera los títulos de propiedad de la casa de los Marsten y la antigua lavandería, de que se había puesto a merced de ese hombre y de su socio, el ausente señor Barlow.

Finalmente, pasó el mes de agosto, y a medida que el verano se deslizaba hacia el otoño para caer después en el invierno, Larry empezó a experimentar un alivio indefinible. Para la primavera casi había conseguido olvidar el trato que había cerrado para conseguir los papeles que ahora ocupaban su caja de seguridad en Portland.

Entonces empezaron a suceder cosas.

Ese escritor, Mears, había venido una semana y media atrás a preguntar si la casa de los Marsten estaba disponible para alquilar, y había mirado a Larry de una manera muy especial cuando este le dijo que estaba vendida.

Ayer había encontrado en el buzón un largo tubo, junto con una carta de Straker. Una nota, en realidad, muy breve: «Tenga la bondad de hacer colocar el cartel que le adjuntamos en la vidriera de la tienda. R. T. Straker». El cartel era bastante común, y de colores menos chillones que otros. Decía únicamente: «Abrimos dentro de una semana. Barlow y Straker. Muebles de Calidad. Antigüedades selectas. Bienvenidos los curiosos». Larry había llamado a Royal Snow para que lo colocaran.

Y ahora había un coche, allá en casa de los Marsten. Todavía estaba mirándolo cuando alguien dijo junto a él:

—¿Te estás durmiendo, Larry?

Sobresaltado, miró a Parkins Gillespie, que estaba de pie en la esquina, próximo a él, encendiendo un Pall Mall.

—No —contestó con una risa nerviosa—. Pensaba, nada más.

Parkins levantó la vista hacia la casa de los Marsten, donde el sol destellaba sobre el cromo y el metal en la entrada para coches, y después miró la vieja lavandería, con su nuevo cartel en la vidriera.

—Y no eres el único, me imagino. Siempre viene bien que haya gente nueva en la ciudad. Tú los conoces, ¿no?

—Conocí a uno de ellos, el año pasado.

—¿A Barlow o a Straker?

—A Straker.

—Parece bastante simpático, ¿no?

—Es difícil de decir —contestó Larry, con la sensación de que necesitaba humedecerse los labios, pero no lo hizo—. No hablamos más que de negocios. Me pareció bien.

—Bueno. Vamos. Te acompañaré andando hasta el Excellent.

Mientras cruzaban la calle, Lawrence Crockett iba pensando en pactos con el diablo.

12

13:00 h.

Susan Norton entró en el salón de belleza, saludó con una sonrisa a Babs Griffen (la hermana mayor de Hal y de Jack) y dijo:

—Me alegra que hayas podido darme hora con tan poco tiempo.

—A mitad de semana no es problema —respondió Babs mientras encendía el ventilador—. Uf, qué bochorno. Esta tarde tendremos tormenta.

Susan miró el cielo, de un azul inmaculado.

—¿Tú crees?

—Sí. ¿Cómo lo quieres?

—Natural —indicó Susan, pensando en Ben Mears—. Como si no hubiera pasado por aquí.

—Princesa —Babs se acercó con un suspiro—, eso es lo que piden todas.

El suspiro difundió el aroma a fruta de la goma de mascar, mientras Babs le preguntaba a Susan si sabía que unos forasteros iban a abrir una tienda de muebles en la vieja lavandería del pueblo. Por el aspecto, parecían cosas caras, pero ¿no sería bueno si tuvieran una lamparita que hiciera juego con la que ella tenía en su apartamento? ¿Y acaso irse de casa para vivir en el pueblo no era lo mejor que jamás se le hubiera ocurrido? ¿Y no había sido bueno el verano? Era realmente una pena que tuviera que acabarse.

13

15:00 h.

Bonnie Sawyer estaba tendida en la gran cama de matrimonio, en su casa de Deep Cut Road. Era una casa sólida, no una miserable caravana, y tenía cimientos y sótanos. El marido de Bonnie, Reg, se ganaba sus buenos dólares como mecánico en la agencia Pontiac que Jim Smith regentaba en Buxton.

Bonnie estaba desnuda, a no ser por un par de ligeras bragas azules, y miró con impaciencia el reloj que estaba sobre la mesita de noche: las 15.02. ¿Dónde estaría?

Casi como si el pensamiento lo hubiera convocado, la puerta del dormitorio se entreabrió y Corey Bryant espió hacia el interior.

—¿Todo bien? —susurró.

Corey tenía solo veintidós años, y hacía dos que trabajaba en la compañía telefónica. Esta relación con una mujer casada —y aún más con una tan espectacular como Bonnie Sawyer, que en 1973 había sido Miss del condado— le tenía debilitado, nervioso y excitado.

Bonnie le sonrió, mostrando sus hermosos dientes.

—Si todo no estuviera bien, cariño —contestó—, ya tendrías en el cuerpo un agujero tan grande como para mirar la televisión a través de él.

Corey entró de puntillas, mientras los implementos del cinturón de seguridad le tintineaban alrededor de la cintura.

Con una risita ahogada, Bonnie le tendió los brazos.

—Me gustas de veras, Corey. Eres muy guapo.

Los ojos de Corey se posaron sobre la sombra oscura que dejaba traslucir el tenso nailon azul, y empezó a sentirse más excitado que nervioso. Se olvidó de andar de puntillas, y mientras ambos se unían, una cigarra empezó a vibrar en algún lugar del bosque.

14

16:00 h.

Ben Mears se apartó del escritorio, terminado su trabajo de la tarde. Ese día no había dado su paseo por el parque, para poder ir a cenar a casa de los Norton con la conciencia tranquila, y había escrito durante casi todo el día sin interrupción.

Se levantó y se desperezó, sintiendo cómo le crujían las vértebras. Tenía el torso húmedo de sudor. Se dirigió hacia el armario colocado a la cabecera de la cama, sacó una toalla limpia y fue al cuarto de baño, para ducharse antes de que los demás huéspedes volvieran del trabajo.

Se echó la toalla al hombro y, dando la espalda a la puerta, se acercó a la ventana; algo le había llamado la atención. No era nada que sucediera en el pueblo, que dormitaba bajo el peculiar cielo azul profundo de Nueva Inglaterra en los días del fin del verano.

Al mirar hacia los edificios de dos pisos de Jointner Avenue podía ver los tejados planos, recubiertos de asfalto, y alcanzaba a distinguir todo el parque donde a esa hora los chicos, que ya habían salido de la escuela, andaban en bicicleta, holgazaneaban o reñían, y también el sector noroeste del pueblo, donde Brock Street desaparecía tras la primera colina boscosa. Sus ojos vagaron hacia la brecha en los bosques donde la intersección de Burns Road y Brooks Road formaba una T, y siguieron su recorrido hasta donde se erguía, dominante, sobre el pueblo, la casa de los Marsten.

Vista desde allí era una perfecta miniatura, del tamaño de una casa de muñecas. Y a Ben le gustaba que lo fuera. Vista desde allí, la casa de los Marsten tenía un tamaño que le permitía a uno hacerle frente. Bastaba con levantar la mano para hacerla desaparecer con la palma.

Había un coche en el camino de entrada.

Ben se quedó inmóvil con su toalla al hombro, mirando la casa, y sintió en el vientre una oleada de terror que no trató de analizar. Dos de los postigos caídos habían sido reemplazados, y le daban a la casa un aspecto ciego y furtivo que no había tenido antes.

Sus labios se movieron como si formaran palabras que nadie, ni el propio Ben, pudiera comprender.

15

17:00 h.

Matthew Burke salió del instituto y atravesó el aparcamiento vacío en busca de su viejo Chevy Biscayne, todavía con las cubiertas para la nieve del año anterior.

Contaba sesenta y tres años y le faltaban dos para la jubilación obligatoria; todavía se dedicaba plenamente a sus clases de inglés y actividades extraescolares. La actividad del otoño era la representación teatral del instituto, y Burke acababa de dar término a las lecturas de una farsa en tres actos, El problema de Charley. Había conseguido la pléyade habitual de nulidades, tal vez una docena de catetos que por lo menos podrían memorizar sus líneas (y que las dirían después con temblorosa monotonía) y tres chicos que tenían condiciones. El viernes organizaría el reparto y empezaría a ensayar en la próxima semana. De ahí al 30 de octubre, fecha del estreno, el elenco tendría tiempo para prepararse lo mejor posible. Matt sustentaba la teoría de que una representación en el instituto debía ser como un bote de sopa de letras Campbell: insípida pero relativamente inofensiva. Asistirían los familiares, y se quedarían encantados. También asistiría el crítico teatral del Ledger, de Cumberland, y caería en un éxtasis polisilábico, el que se esperaba de él frente a cualquier producción local. La Miss elegida (que probablemente ese año fuera Ruthie Crockett) se enamoraría de algún miembro del reparto, y lo más probable era que perdiera la virginidad después de la fiesta de los actores. Y luego, Matt tomaría las riendas en el Club de Debate.

A los sesenta y tres años, la enseñanza seguía siendo un placer para él. En cuanto a la disciplina era lamentable, con lo que había anulado cualquier posibilidad de llegar a la administración (sus ojos eran demasiado soñadores para poder ejercer con eficacia el puesto de ayudante de dirección), pero la falta de disciplina jamás había sido obstáculo para él. Matt había leído los sonetos de Shakespeare en aulas de clase heladas, donde las cañerías se quejaban y volaban aviones y bolitas de papel humedecido con saliva; se había sentado sobre tachuelas y las había puesto a un lado con aire distraído mientras decía a la clase que abrieran la Gramática por la página 467; se había encontrado con grillos, sapos y hasta con una culebra al abrir los cajones para sacar el papel en que sus alumnos tenían que escribir sus redacciones.

Había recorrido la lengua inglesa a lo largo y a lo ancho, como un solitario Viejo Marinero extrañamente complaciente: Steinbeck en la primera hora, Chaucer en la segunda, la oración en la tercera, y la función del gerundio antes del almuerzo. Tenía los dedos permanentemente teñidos de amarillo, más que por la acción de la nicotina por el polvo de tiza, sustancia que para algunas personas es, también, algo a lo que se aficionan, hasta convertirse en adictos.

Los chicos no le veneraban ni le querían; no era un Mr. Chips que languideciera en un rústico rincón de Estados Unidos a la espera de que llegara Ross Hunter a descubrirlo, pero muchos de sus alumnos le respetaban, y algunos aprendían de él que la dedicación, por excéntrica o humilde que sea, es una cosa digna. A Matt le gustaba su trabajo.

Subió a su automóvil, apretó demasiado el acelerador y el motor se ahogó. Esperó un momento antes de empezar de nuevo. Sintonizó en la radio una emisora que transmitía rock and roll desde Portland y elevó el volumen casi hasta distorsionar el sonido. El rock and roll le parecía una música estupenda. Marcha atrás, salió del aparcamiento, se le caló el motor y volvió a ponerlo en marcha.

Tenía una casita en las afueras, sobre Taggart Stream Road, y recibía muy pocas visitas. No se había casado y casi no tenía familia, solo un hermano en Texas que trabajaba para una compañía petrolífera y no le escribía nunca. En realidad, Matt no echaba de menos su falta de vínculos. Era un solitario, pero la soledad no le había afectado en ningún sentido.

Se detuvo ante el semáforo de Jointner Avenue y Brock Street, y después tomó el camino de su casa. Las sombras ya se habían alargado, y la luz del día había alcanzado una belleza extrañamente cálida, tersa y dorada, como un cuadro impresionista francés. Matt miró hacia la izquierda, vio la casa de los Marsten, y se fijó con más atención.

—Los postigos —dijo por encima del ritmo desenfrenado de la radio—. Han vuelto a colocar los postigos.

Echó un vistazo al retrovisor y vio que en la entrada para coches estaba aparcado un vehículo. Matt ejercía la docencia en Salem’s Lot desde 1952 y jamás había visto un coche aparcado en esa entrada.

—¿Es que vive alguien allí? —se preguntó, y siguió conduciendo.

16

18:00 h.

Bill Norton, padre de Susan y principal funcionario electivo de El Solar, se sorprendió al descubrir que Ben Mears le gustaba muchísimo. Bill era un hombre alto y fuerte, de pelo negro, con complexión de camionero, y que a pesar de haber pasado los cincuenta seguía manteniéndose en buena forma física. Próximo a terminar el instituto, lo había abandonado, con autorización de su padre, para ingresar en el ejército, y a partir de entonces había ascendido trabajosamente hasta alcanzar su diploma a los veinticuatro años, mediante un examen de reválida al que decidió presentarse en el último momento. No era un antiintelectual, como suele suceder con algunos obreros cuando, ya sea por obra del destino o de su propia actitud, se ven privados del nivel de aprendizaje que habrían sido capaces de asimilar, pero no podía soportar a esos «abortos del arte», como llamaba a algunos de los muchachos de pelo largo y ojos de gacela que Susan solía llevar a casa. No era que le importara cómo llevaban el pelo o se vestían. Lo que le fastidiaba era que ninguno daba impresión de seriedad. Bill no compartía la inclinación de su mujer por Floyd Tibbits, el muchacho con quien Susan había salido más a menudo desde que terminara sus estudios, pero tampoco le disgustaba. Floyd tenía un trabajo bastante bueno en Falmouth Grant’s, como ejecutivo, y Bill Norton le consideraba un hombre relativamente serio. Además, era del pueblo, pero también, en cierto modo, lo era el tal Mears.

—Hazme el favor de dejarle tranquilo con esa manía de los abortos del arte —dijo Susan, mientras se levantaba al oír sonar el timbre de la puerta. Se había puesto un ligero vestido verde de verano y llevaba el pelo peinado con sencillez, recogido hacia atrás.

Bill rio.

—Tengo que decir las cosas como las veo, querida Susie. Pero no te molestaré… nunca lo hago. ¿O sí?

Con una sonrisa nerviosa, Susan fue a abrir la puerta.

El hombre que entró era delgado y de aspecto ágil, bellos rasgos y una espesa, casi grasienta, mata de pelo negro que, pese a su natural aspecto grasiento, parecía recién lavado. Su manera de vestir impresionó favorablemente a Bill: vaqueros azules impecables y una camisa blanca arremangada hasta los codos.

—Ben, te presento a mis padres, Bill y Ann Norton. Ma, papá, Ben Mears.

—Hola. Encantado de conocerles.

Sonrió con cierta reserva a la señora Norton, y ella le saludó:

—Hola, señor Mears. Es la primera vez que vemos de cerca a un verdadero escritor. Susan estaba muy emocionada.

—No se preocupe; yo no cito mis propias obras. —Ben volvió a sonreír.

—Hola —dijo Bill.

Se levantó de su silla. No en vano había llegado desde los muelles de Portland al cargo sindical que ocupaba; su apretón de manos era fuerte y recio. Pero la mano de Mears no se retrajo ni se convirtió en gelatina como la de esos abortos del arte, y Bill se sintió satisfecho. Decidió hacerle pasar la segunda prueba y preguntó:

—¿Le apetece una cerveza? Tengo varias en hielo. —Hizo un gesto hacia el patio trasero, que había construido él mismo.

Los abortos del arte rehusaban invariablemente; la mayoría de ellos le daba a la marihuana, y no querían dañar su valiosa conciencia bebiendo.

—Hombre, me encantaría. —La sonrisa de Ben se hizo más amplia—. Y dos o tres también.

La risa de Bill retumbó como un trueno.

—Estupendo. Nos entenderemos. Vamos allá.

El sonido de su risa marcó una extraña forma de comunicación entre los dos hombres, que tenían muchos rasgos en común. El ceño de Ann Norton se nubló, mientras el de Susan se despejaba, como si una carga de inquietud se hubiera desplazado por telepatía a través de la habitación.

Ben siguió a Bill a la galería. En un rincón había una cubitera repleta de latas de Pabst encima de un taburete. Bill sacó una de encima del hielo y se la arrojó a Ben, que la atrapó con una mano, sin agitarla para evitar que hiciera demasiada espuma.

—Se está bien aquí fuera —comentó Ben, mirando hacia la barbacoa que había en el patio del fondo, una construcción de ladrillo, baja y práctica.

—Lo construí yo —explicó Bill—. Me alegro de que le guste.

Ben bebió un largo trago y después eructó: un punto más a su favor.

—Susie piensa que usted es un gran tipo —comentó Norton.

—Y ella es un encanto de chica.

—Y sensata, también —agregó Norton y eructó a su vez—. Dice que ha publicado usted tres libros.

—Así es.

—¿Se venden bien?

—El primero se vendió —contestó Ben, y no agregó nada más.

Bill Norton hizo un leve gesto de asentimiento; le gustaba que un hombre tuviera la suficiente discreción para mantener reserva sobre sus asuntos de dinero.

—¿Quiere echarme una mano con las hamburguesas y salchichas?

—Desde luego —respondió Bill.

—Las salchichas hay que cortarlas para que no estallen, ¿lo sabía?

—Ajá —asintió Ben, mientras con el índice derecho hacía tajos en diagonal en el aire, sin dejar de sonreír. En los frankfurts, esos pequeños cortes impedían que se formaran ampollas.

—Se ve que usted es un hombre de experiencia —aprobó Bill Norton—. Eso se descubre enseguida. Traiga esa bolsa de carbón que hay allí, que yo buscaré la carne. Y coja su cerveza.

—Jamás me separaría de ella.

En el momento de irse, Bill vaciló y le miró, arqueando una ceja.

—¿Usted es un tipo serio? —le preguntó.

Ben le sonrió.

—Vaya si lo soy.

—Muy bien —asintió Bill, y entró en la casa.

La previsión de lluvia de Babs Griffen erró por kilómetros, y la comida en el patio del fondo fue sobre ruedas. Se levantó una suave brisa que, unida a las bocanadas de humo de nogal que subían de la barbacoa, consiguió mantener alejados a los mosquitos. Las mujeres llevaron los platos de cartón y los condimentos, y volvieron a beberse una cerveza cada una, riendo mientras Bill, hábil en vencer las jugarretas del viento, le ganaba a Ben al bádminton por 21-6. Ben agradeció la oferta de jugar la revancha, señalando con desgana su reloj.

—Estoy escribiendo otro libro —explicó— y me faltan seis páginas para cumplir con la cuota fijada para hoy. Si sigo bebiendo, mañana por la mañana no podré releer lo que llevo escrito.

Susan le acompañó hasta la puerta; Ben había venido a pie desde el pueblo. Bill asentía para sus adentros mientras apagaba el fuego. Ben había dicho que era un tipo serio, y él le tomaba la palabra. No se había esforzado por impresionar a nadie, pero un hombre que trabajaba después de la cena no podía menos que dejar recuerdo de su nombre, y probablemente en mayúsculas.

Ann Norton, sin embargo, no se sentía tranquila del todo.

17

19:00 h.

Floyd Tibbts entró en el aparcamiento de Dell’s diez minutos después que Delbert Markey, propietario y barman, hubiera encendido el nuevo cartel del frente. El cartel proclamaba DELL’S en letras de casi un metro de alto, y el apostrofe era un vaso de whisky.

Fuera, el resplandor del sol había sido sustituido en el cielo por el púrpura creciente del crepúsculo, y en las depresiones del terreno no tardaría en empezar a acumularse la niebla. En una hora empezarían a aparecer los habituales clientes nocturnos.

—Hola, Floyd —saludó Dell mientras sacaba una Michelob de la nevera—. ¿Qué tal el día?

—Bien —respondió Floyd—. Parece una buena cerveza.

Era un hombre alto que lucía una bien recortada barba de color arena y vestía pantalones de deporte de punto y una americana informal. Era el subdirector de créditos, y su trabajo le gustaba de esa manera ausente que en cualquier momento puede convertirse en aburrimiento. Floyd se sentía a la deriva, pero la sensación no era desagradable. Y estaba Suze, una chica excelente. No tardaría en llegar por allí, y Floyd pensó que entonces tendría que hacerse valer.

Dejó sobre el mostrador un billete de un dólar, se sirvió la cerveza, se la bebió ávidamente y volvió a servirse. En ese momento no había otros parroquianos que un hombre joven con el mono azul de la compañía telefónica: el chico de Bryant, pensó Floyd. Estaba bebiendo cerveza en una mesa, mientras escuchaba la melancólica canción de amor que sonaba en el tocadiscos.

—¿Y qué hay de nuevo en el pueblo? —preguntó Floyd, aunque ya sabía la respuesta.

Nada nuevo, en realidad. Tal vez alguien hubiera aparecido borracho en el instituto, pero no se le ocurría nada más.

—Bueno, alguien mató al perro de tu tío. Esa es la novedad.

El vaso de Floyd se detuvo antes de llegar a la boca.

—¿Qué? ¿A Doc, el perro del tío Win?

—Exactamente.

—¿Lo atropello un coche?

—Parece que no. Mike Ryerson lo encontró, cuando iba a Harmony Hill a cortar el césped. Doc estaba colgado de las alcayatas que hay en lo alto del portón del cementerio, totalmente desgarrado.

—¡Menuda canallada! —exclamó Floyd, atónito.

Dell asintió con gravedad, satisfecho de la impresión que había causado. Sabía algo más que esa tarde tenía en vilo a todo el pueblo: que a la chica de Floyd la habían visto con el escritor que se alojaba en la pensión de Eva. Pero era mejor que Floyd lo descubriera por sí mismo.

—Ryerson le trajo el cadáver a Parkins Gillespie —continuó—. Él piensa que posiblemente el perro ya estaba muerto y algunos granujas lo colgaron por divertirse.

—Gillespie no es capaz de distinguir su culo de un agujero en el suelo.

—Tal vez no. Te diré lo que pienso. —Dell se inclinó hacia delante, afirmándose en sus antebrazos—. Pienso que han sido los chicos, demonios, eso es seguro. Pero puede ser algo más grave que una broma. Oye, mira esto. —Buscó debajo de la barra, sacó un periódico y lo extendió sobre el mostrador, abierto por una página del medio.

Floyd lo levantó. El encabezamiento rezaba: ADORADORES DE SATÁN PROFANAN IGLESIA. Leyó rápidamente la noticia. Un grupo de muchachos se había metido en una iglesia católica de Clewiston, Florida, poco después de medianoche, para practicar allí algún tipo de ritos profanos. El altar había sido profanado, había palabras obscenas escritas en los bancos, los confesionarios y la pila de agua bendita, y en los escalones que conducían a la nave se habían encontrado manchas de sangre. Los análisis habían confirmado que, aunque parte de la sangre era de algún animal (se pensaba en un chivo), la mayor parte era humana. El jefe de policía de Clewiston admitía que, de momento, no tenían pista alguna.

Floyd dejó el periódico.

—¿Adoradores de Satán en El Solar? Vamos, Dell. Debes de estar chiflado.

—Son los chicos los que se están volviendo locos —insistió Dell—. Ya verás como es cierto. La próxima novedad será que están haciendo sacrificios humanos en el prado de los Griffen. ¿Quieres otro vaso?

—No, gracias. —Floyd se bajó del taburete—. Creo que será mejor que vaya a ver al tío Win. Adoraba a su perro.

—Dale mis saludos —pidió Dell mientras volvía a guardar el periódico, que esa noche se convertiría en principal artículo de exhibición—. Dile que lamento lo sucedido.

Mientras se dirigía hacia la puerta, Floyd se detuvo para comentar:

—¿Así que lo colgaron de las alcayatas? Mierda, me gustaría echar el guante a los gamberros que lo hicieron.

—Adoradores del diablo —volvió a decir Dell—. A mí no me sorprendería. No sé qué le pasa a la gente hoy en día.

Floyd se fue. El chico de Bryant insertó otra moneda en el jukebox y Dick Curless empezó a cantar Enterradme con la botella.

18

19:30 h.

—Volved temprano a casa —dijo Marjorie Glick a su hijo mayor, Danny—. Mañana hay que ir a la escuela, y quiero que tu hermano esté acostado a las nueve y cuarto.

—En realidad no veo por qué tengo que llevarlo —protestó Danny mientras restregaba los pies contra el suelo.

—No tienes que llevarlo —precisó Marjorie con peligrosa afabilidad—. Siempre puedes quedarte en casa.

Se volvió hacia la mesa de la cocina, donde estaba limpiando pescado, y Ralphie le sacó la lengua. Danny le amenazó con el puño cerrado, pero el torpe de su hermano se limitó a sonreír.

—Volveremos —prometió, y se dirigió a la puerta de la cocina seguido de Ralphie.

—A las nueve.

—Sí… está bien.

En la sala, Tony Glick estaba sentado frente al televisor, mirando un partido de béisbol.

—¿Adonde vais, chicos?

—A casa de Mark Petrie, el chico nuevo —contestó Danny.

—Sí —se le unió Ralphie—. Vamos a ver los… trenes eléctricos que tiene.

Danny lanzó a su hermano una mirada furibunda, pero su padre no advirtió ni la pausa ni el énfasis. Tony Glick había dejado de escuchar lo que decían.

—Volved temprano —les dijo con aire ausente.

Fuera, aunque el sol ya se había puesto, una tenue luz seguía todavía en el cielo.

—Te mereces que te rompa la crisma, idiota —dijo Danny mientras cruzaban el patio del fondo.

—Pues se lo diré —insistió afectadamente Ralphie—. Le diré por qué quieres ir.

—Mamón —murmuró Danny, sin esperanzas.

Desde el fondo del patio, un camino desigual bajaba por la pendiente en dirección al bosque. La casa de los Glick estaba en Brock Street, la de Mark Petrie al sur de Jointner Avenue. El camino era un atajo que ahorraba bastante tiempo para chicos de nueve y doce años dispuestos a atravesar el arroyo saltando sobre las piedras. Las ramas crujían bajo sus pies. En algún rincón del bosque grajeaba un chotacabras, mientras ellos caminaban rodeados por el chirrido de los grillos.

Danny había cometido el error de contar a su hermano que Mark Petrie tenía la serie completa de monstruos de plástico Aurora: el Hombre Lobo, la Momia, Drácula, el Médico Loco, y hasta la Cámara de los Horrores. La madre de los chicos pensaba que todo eso era malo, que les afectaba el cerebro o algo por el estilo, y el hermano de Danny se había convertido inmediatamente en chantajista.

—Apestas, ¿lo sabías? —dijo Danny.

—Muy bien —asintió Ralphie—. ¿Qué es apestar?

—Es cuando te pones verde y pegajoso, repugnante.

—Déjame en paz —se desentendió Ralphie.

Iban descendiendo por las márgenes del Crocket Brook, que gorgoteaba plácidamente sobre su lecho de guijarros, mientras en la superficie se dibujaba un leve resplandor perlado. Unos tres kilómetros hacia el este se unía a Taggart Stream, que a su vez terminaba por verterse en el río Royal.

Danny empezó a atravesarlo saltando sobre las piedras, mirando para ver dónde pisaba, en la creciente oscuridad.

—¡Te voy a empujar! —gritó Ralphie a sus espaldas alegremente—. ¡Cuidado, Danny, que te voy a empujar!

—Si me empujas yo te arrastraré a ti a las arenas movedizas, idiota.

Llegaban a la otra orilla.

—Por aquí no hay arenas movedizas —se mofó Ralphie, pero se acercó más a su hermano.

—¿Ah, no? —preguntó Danny—. Hace unos años, un chico se hundió en las arenas movedizas. Se lo oí comentar a los viejos que se reúnen en la tienda.

—¿De veras? —preguntó Ralphie, con los ojos muy abiertos.

—Sí —masculló Danny—. Se hundió chillando y pataleando, y la boca se le llenó de arena y se acabó.

—¿Qué dices? —repuso Ralphie, inquieto. La oscuridad ya era casi completa y el bosque parecía lleno de sombras fugitivas—. Salgamos de aquí.

Empezaron a trepar por la ribera opuesta, aunque las agujas de pino les hacían resbalar. El chico de quien Danny había oído hablar era un muchacho de diez años llamado Jerry Kingfield. Tal vez se hubiera hundido en las arenas movedizas, chillando y pataleando, pero si había ocurrido así, nadie lo oyó. Simplemente, seis años antes había desaparecido en los pantanos mientras pescaba. Algunos hablaron de arenas movedizas, otros dijeron que lo había matado un pervertido sexual. Gente así había en todas partes.

—Dicen que su fantasma sigue rondando por estos bosques —anunció Danny, sin informar a su hermano que los pantanos quedaban casi cinco kilómetros hacia el sur.

—No sigas, Danny —pidió Ralphie, nervioso—. En… en la oscuridad no.

Los árboles crujían en torno a ellos. El grajeo del chotacabras se había acallado. Casi furtivamente, una rama restalló en alguna parte a sus espaldas. La luz del día había desaparecido casi del todo.

—Y a veces —continuó Danny con voz espeluznante—, cuando algún pequeño idiota sale por la noche, aparece aleteando entre los árboles, con la cara podrida y cubierta de arenas movedizas…

—Danny, por favor.

En la voz de su hermanito había una súplica, y Danny se detuvo. Hasta él mismo había terminado por asustarse. Alrededor, los árboles eran oscuras presencias abultadas que oscilaban lentamente impulsadas por el viento nocturno, frotándose unos contra otros, crujiendo en las articulaciones.

A la izquierda, otra rama se quebró.

De pronto, Danny deseó haber ido por el camino.

Otro crujido.

—Danny, tengo miedo —susurró Ralphie.

—No seas estúpido —le espetó su hermano—. Vamos.

De nuevo echaron a andar, haciendo crujir las agujas de pino. Danny se dijo que no había oído ninguna rama que se quebrara. No se oía nada, a no ser sus propios pasos. La sangre le latía en las sienes y sentía las manos heladas. Cuenta los pasos, se dijo. Doscientos pasos más y estaremos en Jointner Avenue. Y a la vuelta tomaremos el camino, para que este idiota no tenga miedo. Dentro de un minuto veremos las luces de la calle y me sentiré un estúpido, pero qué bueno será sentirse un estúpido, así que… cuenta los pasos… Uno… dos… tres…

Ralphie soltó un grito:

—¡Lo veo! ¡Estoy viendo al fantasma! ¡Lo veo!

El terror se incrustó en el pecho de Danny como un hierro al rojo. Parecía que la electricidad le subía por las piernas. Se habría vuelto para correr, pero Ralphie estaba aferrado a él.

—¿Dónde? —susurró, olvidándose de que él mismo había inventado el fantasma—. ¿Dónde? —Y atisbo entre los árboles, temeroso de lo que pudiera ver y sin distinguir otra cosa que la oscuridad.

—Ahora ha desaparecido… pero lo he visto… Los ojos. Le he visto los ojos. Oh, Danny… —balbuceaba.

—No hay fantasmas, tonto. Vamos.

Danny tomó de la mano a su hermano y reemprendieron la marcha. Las rodillas le temblaban. Ralphie se apretaba contra él hasta el punto de que casi le hacía salir del sendero.

—Nos está vigilando —murmuró Ralphie.

—Escucha, no voy a…

—No, Danny, en serio. ¿Es que no lo sientes?

Danny se detuvo. Adelante, en el camino, sintió efectivamente algo y se dio cuenta de que ya no estaban solos. Una gran quietud había descendido sobre el bosque, una quietud maligna. Movidas por el viento, las sombras se retorcían lánguidamente.

Y Danny olfateaba algo salvaje, pero no con la nariz.

No había fantasmas, pero había pervertidos. Venían en un automóvil negro a ofrecerles caramelos a los chicos, o los esperaban en las esquinas, o… o les seguían al interior de los bosques…

Y entonces…

Oh, y entonces ellos…

—Corre —dijo roncamente.

Pero Ralphie temblaba junto a él, paralizado por el terror. Su mano aferraba el brazo de Danny. Sus ojos, que miraban hacia el bosque, empezaron a abrirse cada vez más.

—¿Danny?

Una rama se quebró.

Al darse la vuelta, Danny vio qué era lo que miraba su hermano.

La oscuridad los envolvió.

19

21:00 h.

Mabel Werts era muy gorda, había llegado a los setenta y cuatro en su último cumpleaños y cada vez confiaba menos en sus piernas. Era una enciclopedia de la historia y las habladurías del pueblo, y su memoria abarcaba más de cinco decenios de necrología, adulterios, robos e insania. Aunque chismosa, no era deliberadamente cruel (por más que en esa apreciación no estuvieran de acuerdo aquellos cuya historia se había difundido gracias a ella); simplemente, vivía en el pueblo y para el pueblo. En cierto modo, Mabel era el pueblo. Viuda y obesa, en la actualidad salía muy poco y pasaba la mayor parte del tiempo sentada junto a la ventana, vestida con una camisola de seda que la hacía parecer una tienda de campaña, con el pelo de un amarillento color marfil recogido en una corona de gruesas trenzas, el teléfono en la mano derecha y el par de prismáticos japoneses en la izquierda. La combinación de ambos recursos —amén del tiempo para usarlos— la convertían en una benévola araña situada en el centro de una red de comunicaciones que se extendía desde el Bend hasta el este de Salem.

A falta de algo mejor que hacer, Mabel se había dedicado a vigilar la casa de los Marsten cuando se abrieron los postigos situados a la izquierda del porche, dejando ver un rectángulo de luz dorada que no era el terco resplandor de la electricidad. Apenas si había tenido una fugaz visión de lo que podría haber sido la cabeza y los hombros de un hombre, recortados a contraluz. Sintió un escalofrío.

En la casa no se había visto más movimiento.

¿Qué clase de gente hay que ser, pensó Mabel Werts, para abrir las ventanas únicamente cuando uno ya apenas si puede verlos?

Dejó los prismáticos sobre una mesita y levantó el teléfono. Dos voces —que Mabel no tardó en identificar como de Harriet Durham y Glynis Mayberry— comentaban que ese muchacho, Ryerson, había encontrado muerto al perro de Irwin Purinton.

Mabel se quedó inmóvil, respirando por la boca, para que no fuese advertida su presencia en la línea.

20

23:59 h.

El día temblaba al borde de la extinción. Las casas dormían en la oscuridad. En el centro del pueblo, las luces de la ferretería, de las Pompas Fúnebres y del Café Excellent arrojaban sobre el pavimento un débil resplandor eléctrico. Había quien seguía despierto, como George Boyer, que acababa de llegar a casa después de cumplir el turno de la tarde en el aserradero, o Win Purinton, que hacía solitarios, incapaz de dormir al pensar en su perro, cuya muerte lo había afectado más profundamente que la de su mujer; pero, en general, todo el mundo dormía el sueño de los justos y los trabajadores.

En el cementerio de Harmony Hill, una sombría figura se mantenía inmóvil y meditativa junto al portón, a la espera de que acabara el día. Cuando habló, la voz era suave y cultivada:

—Oh, padre mío, favoréceme ahora. Señor de las Moscas, favoréceme ahora. Te traigo carne podrida y ahumada. Para ganar tu favor he sacrificado, y con la mano izquierda te traigo el sacrificio. Sobre este terreno, consagrado en tu nombre, haz un signo para mí. Un signo espero para comenzar tu obra.

La voz se fue extinguiendo. Se levantó un viento suave, que traía consigo el suspiro y el susurro de hojas y ramas, y una bocanada de olor a carroña, desde el vertedero junto al camino.

No se oían más ruidos que los que transportaba la brisa. La figura se mantuvo silenciosa y pensativa. Después se inclinó y volvió a erguirse. En sus brazos tenía el cuerpo de un niño.

—Esto te he traído.

Fue algo inexplicable.