II

Susan (I)

1

Estaba sentado en un banco del parque cuando advirtió que la chica le observaba. Era una muchacha muy bonita. Llevaba un pañuelo de seda que le cubría el cabello, de un rubio luminoso. En ese momento estaba leyendo un libro, pero junto a ella había un bloc de dibujo y algo que parecía un lápiz carbón. Era martes 16 de septiembre, el primer día de clase, y el parque se había vaciado mágicamente de los visitantes más bulliciosos. Solo quedaban algunas madres con sus bebés y otros tantos ancianos sentados junto al Monumento a los Caídos, además de la muchacha, inmóvil bajo la sombra protectora de un olmo viejo y retorcido.

Al levantar la vista le vio y en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa. Bajó la mirada hacia el libro; después volvió a mirar e hizo ademán de levantarse; pareció pensarlo dos veces; por fin se levantó, pero volvió a sentarse.

Ben se puso en pie y se dirigió hacia ella llevando en la mano su libro, una novela del Oeste en edición de bolsillo.

—Hola —la saludó cordialmente—. ¿Nos hemos visto antes?

—No —respondió la chica—. Es decir…, usted es Benjamin Mears, ¿no es cierto?

—Es cierto —confirmó Ben arqueando las cejas.

La muchacha dejó escapar una risa nerviosa mirándole, por un momento, a los ojos, como si quisiera leer sus intenciones. Sin duda no estaba acostumbrada a hablar con los extraños que se encontraba en el parque.

—Me pareció que veía un fantasma —explicó ella mientras le mostraba el libro que tenía en la falda.

Ben alcanzó a ver que entre las tapas había un sello: «Biblioteca Pública de Jerusalem’s Lot». El libro era Danza aérea, su segunda novela. La chica le mostró la fotografía que aparecía en la solapa de la contratapa, tomada hacía ya cuatro años. La cara de Ben tenía un aire juvenil y tremendamente serio; los ojos eran como diamantes negros.

—De tan triviales comienzos arrancan las dinastías —comentó Ben.

Aunque sus palabras eran una broma sin intención, quedaron extrañamente suspendidas en el aire como una profecía formulada al descuido. Tras ellos, varios chiquillos que apenas sabían andar chapoteaban alegremente en la pequeña piscina y una de las madres advertía a Roddy que no columpiara tan alto a su hermanita. Esta ascendía en su columpio como una flecha, gozosa, con la falda al viento como intentando alcanzar el cielo. Fue un momento que Ben recordaría a lo largo de los años, como si le hubieran cortado una porción especial de la tarta del tiempo. Si entre dos personas no se produce nada especial, un instante como ese se pierde en el naufragio general de la memoria.

En ese momento la muchacha rio y le ofreció el libro.

—¿Quiere dedicármelo?

—Pero es de la biblioteca.

—Lo compraré para reponerlo.

Ben sacó un lápiz del bolsillo, abrió el libro por la primera hoja y preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Susan Norton.

Sin pensar, Ben escribió rápidamente: «Para Susan Norton, la chica más bonita del parque, afectuosamente, Ben Mears». Bajo su firma anotó la fecha.

—Ahora no tendrá más remedio que robarlo —le dijo mientras se lo devolvía—. Lamentablemente Danza aérea está agotado.

—Haré que uno de esos expertos en conseguir libros agotados que hay en Nueva York me consiga un ejemplar. —Susan dudó un momento y esta vez sus ojos se detuvieron en los de Ben—. Es un libro extraordinario.

—Gracias. Cada vez que lo cojo y le echo un vistazo, no entiendo cómo pueden haberlo publicado.

—¿Y suele cogerlo a menudo?

—Sí, pero estoy tratando de no hacerlo más.

Ella le miró sonriendo. Los dos rieron y la situación les pareció más natural. Después él se sorprendería cada vez que pensara en la facilidad con que había sucedido todo. La idea le incomodaba. Le obligaba a pensar en un destino que no solo era ciego, sino que estaba provisto de una visión consciente y poderosísima empeñada en triturar a los indefensos mortales entre las grandes piedras del molino del universo para fabricar algún pan ignoto.

—Leí también La hija de Conway y me encantó. Supongo que es lo que le dicen continuamente.

—No. Muy pocas veces —respondió con sinceridad Ben.

A Miranda también le gustaba La hija de Conway, pero casi todos sus amigos se habían mostrado indiferentes y la mayor parte de los críticos se habían ensañado con el libro. Nadie podía confiar en la crítica actual. Las obras con argumento ya no se usaban; la moda era la masturbación.

—Pues a mí me gustó —insistió Susan.

—¿Ha leído la última?

¿Adelante, dijo Billy? Todavía no. La señorita Coogan, la del drugstore, dice que es bastante fuerte.

—Pero si es casi puritano —protestó Ben—. El lenguaje es áspero, pero cuando se describen muchachos de pueblo y sin mucha educación, no se puede… Oye, ¿puedo invitarte a tomar un helado o algo así? Yo estaba pensando en tomar uno.

Por tercera vez, Susan observó sus ojos. Después su sonrisa iluminó su rostro cálidamente.

—Sí, me encantaría. Los de la tienda de Spencer son fantásticos.

Así fue como empezó todo.

2

—¿Es esa la señorita Coogan?

Ben lo preguntó en voz baja sin dejar de mirar a la mujer alta y delgada que llevaba un delantal de nailon rojo sobre su uniforme blanco. El cabello, con algunos reflejos azules, estaba marcado en una sucesión de ondas que parecían escalones.

—La misma. Tiene una carretilla que lleva a la biblioteca todos los jueves por la noche. Hace reservas de libros a montones y vuelve loca a la señorita Starcher.

Estaban sentados en los taburetes tapizados de cuero rojo del bar. Ben sorbía un helado de chocolate con soda y Susan uno de fresa. El local de Spencer también hacía las funciones de estación local de autobuses y desde donde ellos estaban se veía, más allá de una decrépita y anticuada arcada, la sala de espera, en la que un muchacho con uniforme azul de las Fuerzas Aéreas esperaba de pie con aire sombrío y la maleta colocada entre los pies.

—No parece sentirse muy alegre, ¿verdad? —señaló Susan siguiendo la mirada de Ben.

—Supongo que se le acabó el permiso —conjeturó él. Ahora me preguntará si hice el servicio militar, pensó.

—Uno de estos días —dijo ella en cambio— tomaré el autobús de las diez y media y… adiós Salem’s Lot. Tal vez me marche con un aspecto tan triste como el de ese chico.

—¿Adonde irás?

—Supongo que a Nueva York. Quiero comprobar de una vez si puedo valerme sola.

—Y aquí, ¿qué es lo que va mal?

—¿En El Solar? Oh, esto me encanta. Pero tengo problemas con mis padres, ¿sabes? Es como si estuvieran siempre leyendo por encima de mi hombro. Un fastidio. En realidad, no es un pueblo muy adecuado para una chica que quiere llegar a algo. Se encogió de hombros e inclinó la cabeza para sorber su pajita. Tenía el cuello tostado con los músculos bellamente dibujados. Llevaba una camisa estampada, de colores, que dejaba adivinar una hermosa figura.

—¿Y qué clase de trabajo buscarías? —preguntó Ben.

La chica se encogió de hombros otra vez.

—Tengo una licenciatura en artes por la Universidad de Boston que, en realidad, tiene menos valor que el diploma que me dieron para certificar mi graduación. Apenas sirve para situarme en la categoría de los idiotas educados. Ni siquiera me prepararon para decorar una oficina. Algunas de las chicas que fueron conmigo al instituto ocupan ahora estupendos puestos de secretaria, pero yo nunca pasé del primer curso de mecanografía.

—¿Qué posibilidades tienes?

—Bueno… tal vez una editorial —respondió ella con vaguedad—. O alguna revista…, publicidad, no sé. Son lugares donde siempre puede haber algo para una persona que sabe dibujar. Y yo sé hacerlo; tengo una carpeta.

—¿Tienes alguna oferta? —preguntó suavemente Ben.

—No, eso no. Pero…

—A Nueva York no se puede ir sin tener ofertas. Créeme. No harías más que gastar zapatos…

—Supongo que sabes lo que dices —sonrió Susan con inquietud.

—¿Has vendido algo en esta zona?

De pronto, ella se rio.

—Oh, sí. La venta más importante que he hecho hasta hoy fue a la Cinex Corporation. Abrieron una sala cinematográfica nueva en Portland y me compraron doce cuadros para colgar en la entrada. Cobré setecientos dólares y con eso pagué la entrada de mi coche.

—Deberías pasar una semana en un hotel de Nueva York —le aconsejó Ben—, para visitar todas las revistas y editoriales posibles con tu carpeta. Pero procura concertar las entrevistas con seis meses de antelación para que los editores y los encargados de personal no tengan cubierta su agenda. Y por Dios, no vayas a una gran ciudad simplemente a probar suerte.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó Susan mientras dejaba la pajita para empezar a comer el helado con la cuchara—. ¿Qué estás haciendo en la próspera comunidad de Jerusalem’s Lot, Maine, población de 1300 habitantes?

—Trato de escribir una novela —respondió Ben encogiéndose de hombros.

Al instante, la emoción iluminó el rostro de Susan.

—¿Aquí, en El Solar? ¿Una novela sobre qué? ¿Por qué en este pueblo? ¿Estás…?

Ben la miró con seriedad y dijo:

—Se te está cayendo el helado.

—Disculpa. —Con una servilleta enjugó la base de su vaso—. No pretendía ser curiosa. En general, no soy entrometida.

—No es necesario que te disculpes —la tranquilizó Ben—. A todos los escritores les gusta hablar de sus libros. A veces, cuando estoy en la cama, imagino una entrevista con Playboy. Pero es una pérdida de tiempo. Solo entrevistan a los autores cuyos libros se venden muy bien.

El muchacho del uniforme de las Fuerzas Aéreas se levantó. Un autocar Greyhound se acercaba al apeadero haciendo resoplar los frenos de aire.

—De niño viví cuatro años en las afueras de Salem’s Lot, en Burns Road.

—¿Burns Road? Ahora ya no queda nada allí, salvo los pantanos y un pequeño cementerio, Harmony Hill.

—Vivía con mi tía Cindy. Cynthia Stowens. Mi padre murió y mi madre tuvo un…, bueno, una especie de descalabro nervioso, así que me mandó a casa de mi tía Cindy mientras ella se reponía. Tía Cindy me montó en un autobús para que volviera a Long Island junto a mi madre un mes después del gran incendio. —Ben se miró en el espejo que había detrás de la barra—. Y yo, que había venido llorando en el autobús al separarme de ella, volví llorando al alejarme de tía Cindy y de Jerusalem’s Lot.

—¡Qué casualidad! Yo nací el año del incendio —contestó Susan—. Fue lo más importante que ha sucedido jamás en este pueblo y yo no me enteré.

—Así pues eres unos siete años mayor de lo que pensé en el parque —calculó Ben riendo.

—¿De veras? —Susan parecía encantada—. Gracias. La casa de tu tía debió de quemarse.

—Sí —confirmó Ben—. La verdad es que lo que ocurrió esa noche es uno de los recuerdos más claros que conservo. Vinieron unos hombres con extintores a la espalda y nos dijeron que teníamos que irnos. Fue muy emocionante. La tía Cindy se afanaba en recoger cosas para cargarlas en su automóvil. ¡Qué noche, por Dios!

—¿Tenía seguro?

—No, pero la casa era alquilada y conseguimos cargar en el coche casi todas las cosas de valor, salvo el televisor. Lo intentamos, pero no pudimos levantarlo del suelo. Era un Video King con pantalla de siete pulgadas y un cristal de aumento sobre el tubo. Muy perjudicial para los ojos. De todas maneras no se veía más que un canal, con muchísimas canciones del oeste, información para granjeros y Kitty el payaso.

—Y has vuelto aquí para escribir un libro —se maravilló Susan.

Ben tardó unos segundos en contestar. La señorita Coogan estaba abriendo cartones de cigarrillos para llenar el exhibidor colocado junto a la caja registradora. El farmacéutico, el señor Labree, paseaba como un fantasma detrás de su mostrador. Por su parte, el muchacho con uniforme de las Fuerzas Aéreas, de pie junto a la puerta del autobús, esperaba a que el conductor volviera del cuarto de baño.

—Sí —respondió finalmente, y se volvió a mirarla a la cara por primera vez. Era muy bonita, con cándidos ojos azules y frente alta, despejada y tostada por el sol—. ¿Esta ciudad representa tu infancia? —le preguntó.

—Sí.

—En tal caso puedes entenderme. De niño estuve en Salem’s Lot y para mí es un pueblo lleno de fantasmas. Cuando regresaba, estuve a punto de pasar de largo por miedo de que fuera diferente.

—Aquí las cosas no cambian… —afirmó Susan—, no mucho.

—Yo solía jugar a la guerra con los chicos de Gardener en los pantanos. Y a los piratas junto al estanque. En el parque jugábamos a policías y ladrones y al escondite. Después de abandonar la casa de tía Cindy, mamá y yo lo pasamos bastante mal. Ella se suicidó cuando yo tenía catorce años, pero mucho antes se me había caído todo el polvo mágico. Lo que tuve de magia, lo tuve aquí y sigue estando aquí. El pueblo no ha cambiado tanto. Mirar por Jointner Avenue es como mirar a través de un delgado cristal de hielo, como el que se puede sacar de la cisterna del pueblo en noviembre. A través de él puedes mirar tu infancia, ondulante y brumosa. Hay lugares donde se pierde en la nada, pero la mayor parte sigue estando allí, intacta.

Se detuvo, atónito. Había hecho un discurso.

—Hablas como en tus libros —dijo Susan fascinada.

—Jamás en mi vida había dicho algo así en voz alta —sonrió Ben.

—¿Qué hiciste cuando tu madre… murió?

—Anduve por ahí —fue su breve respuesta—. Acaba el helado.

Susan obedeció.

—Algunas cosas han cambiado —comentó al cabo de un momento—. El señor Spencer murió. ¿Te acuerdas de él?

—Desde luego. Todos los jueves por la tarde, tía Cindy bajaba al pueblo para hacer la compra en el almacén de Crossen y me mandaba aquí para tomar una gaseosa de hierbas. Entonces no venían embotelladas, era verdadera gaseosa de Rochester. Mi tía me daba una moneda envuelta en un pañuelo.

—Cuando yo empecé a venir, ya no bastaba con una moneda. ¿Te acuerdas de lo que solía decir el señor Spencer?

Ben se encorvó hacia delante, retorció una mano como si la tuviera deformada por la artritis y esbozó una mueca con la boca simulando una especie de hemiplejía.

—La vejiga —susurró—. Esas gaseosas os echarán a perder la vejiga, chicos.

La risa de Susan se desgranó hacia el ventilador que giraba lentamente sobre sus cabezas. La señorita Coogan la miró con desconfianza.

—¡Perfecto! Solo que a nosotros nos decía chiquillas.

Los dos se miraron hechizados.

—Oye, ¿te gustaría ir al cine esta noche? —preguntó Ben.

—Me encantaría.

—¿Cuál es el cine más próximo?

Susan rio una vez más.

—Pues el Cinex de Portland. El que tiene la entrada decorada con los cuadros inmortales de Susan Norton.

—¿Hay algún otro? ¿Qué clase de películas te gustan?

—Algo emocionante, con persecuciones en automóvil.

—Estupendo. ¿Recuerdas el Nórdica? Ese estaba en el pueblo.

—Claro, pero lo cerraron en 1968. Yo solía ir con mis compañeras de la escuela secundaria. Cuando las películas eran malas, arrojábamos las cajas de caramelos a la pantalla. Y por lo general eran malas —agregó riendo.

—Solían poner esas viejas películas… —evocó Ben—. El hombre cohete. El regreso del hombre cohete. Crash Callahan y el dios vudú de la muerte.

—En mi época ya no las ponían.

—¿Qué pasó con el local?

—Ahora es la oficina de propiedades inmuebles de Larry Crockett —explicó Susan—. Supongo que no pudo competir con el cine al aire libre de Cumberland, ni con la televisión.

Durante un momento permanecieron en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. El reloj de la empresa de autocares señalaba las 10.45 de la mañana.

—Oye —prorrumpieron de pronto los dos al unísono—, ¿te acuerdas…?

Se miraron, y esta vez la señorita Coogan los miró a los dos al oír estallar las risas. Hasta el señor Labree los miró.

Estuvieron charlando quince minutos más, hasta que Susan le dijo que tenía algunas cosas que hacer, pero que lo esperaría a las siete y media. Al separarse, ambos estaban maravillados de la facilidad y naturalidad con que sus vidas se habían encontrado.

Ben regresó a pie por Jointner Avenue y se detuvo en la esquina de Brock Street a mirar distraídamente hacia la casa de los Marsten. Recordó que el gran incendio forestal de 1951 había llegado casi hasta el jardín de la casa antes de que cambiara la dirección del viento.

Tal vez debería haberse quemado. Tal vez eso hubiera sido lo mejor, pensó.

3

Nolly Gardener salió del edificio municipal y se sentó en los escalones junto a Parkins Gillespie en el preciso instante en que Ben y Susan entraban juntos en la tienda de Spencer. Parkins estaba fumando un Pall Mall mientras se limpiaba las uñas amarillentas con un cortaplumas.

—Ese tipo es el escritor, ¿no? —preguntó Nolly.

—Sí.

—Y la que estaba con él, Susie Norton.

—Así es.

—Pues qué interesante —comentó Nolly mientras se ajustaba el cinturón del uniforme.

La insignia de policía relucía de manera imponente sobre su pecho. Nolly había escrito a una revista policíaca para que se la enviaran; el pueblo no se ocupaba de proporcionar insignias a sus agentes de policía. Parkins también tenía una, pero la llevaba en la cartera; era algo que Nolly jamás había podido entender. Claro que en El Solar todo el mundo sabía que él era el agente, pero había que tener en cuenta la tradición, había que tener en cuenta la responsabilidad.

Cuando se estaba al servicio de la ley había que pensar en esas cosas. Nolly pensaba frecuentemente en ellas, aunque solo podía ser agente con dedicación parcial.

A Parkins se le resbaló el cortaplumas y le lastimó la cutícula del dedo pulgar.

—Mierda —masculló por lo bajo.

—¿Crees que es de veras escritor, Park?

—Claro que sí. Aquí en la biblioteca hay tres libros suyos.

—¿Históricos o de ficción?

—De ficción —suspiró Parkins mientras dejaba el cortaplumas.

—A Floyd Tibbits no le va a gustar que un tipo ande por ahí con su mujer.

—No están casados —señaló Parkins—, y ella tiene más de dieciocho años.

—Pero a Floyd no le gustará.

—Por mí, Floyd puede cagarse en el sombrero y ponérselo después —declaró Parkins.

Aplastó el cigarrillo en el escalón, sacó del bolsillo una cajita de pastillas, guardó dentro la colilla y volvió a meter la caja en el bolsillo.

—¿Dónde vive el escritor ese? —preguntó Nolly.

—En casa de Eva —le informó Parkins mientras observaba minuciosamente la cutícula herida—. El otro día estuvo mirando la casa de los Marsten. Tenía una extraña expresión en la cara.

—¿Extraña? ¿Qué quieres decir?

—Extraña, nada más. —Parkins volvió a sacar los cigarrillos. Sobre su cara, el sol era tibio y grato—. Después fue a ver a Larry Crockett. Quería alquilar la casa.

—¿La casa de los Marsten?

—Sí.

—Pero ¿está loco?

—Podría ser. —Parkins espantó una mosca de la pierna izquierda del pantalón y la observó mientras se alejaba zumbando en la mañana soleada—. El viejo Larry Crockett ha estado muy ocupado últimamente. Oí decir que vendió la tina del pueblo. En realidad, hace un tiempo que la vendió.

—¿Qué, la vieja lavandería? —Ajá.

—Pero ¿para qué puede quererla alguien?

—No sé.

—Bueno. —Nolly se levantó y volvió a ajustarse el cinturón—. Me parece que voy a dar una vuelta por el pueblo.

—De acuerdo —aprobó Parkins mientras encendía otro cigarrillo.

—¿Quieres venir?

—No, me quedaré un rato aquí sentado.

—Muy bien. Hasta luego.

Nolly bajó por los escalones mientras se preguntaba (no por primera vez) cuándo se decidiría Parkins a jubilarse para que él, Nolly, pudiera tener el trabajo con dedicación exclusiva. ¿Cómo demonios se podían investigar crímenes ahí sentado en los escalones del ayuntamiento?

Parkins le vio alejarse con una vaga sensación de alivio. Nolly era buen muchacho, pero tremendamente ansioso. Sacó el cortaplumas del bolsillo, lo abrió y empezó de nuevo a recortarse las uñas.

4

Jerusalem’s Lot se incorporó al territorio nacional en 1765 (doscientos años más tarde celebró el bicentenario con fuegos artificiales y una procesión por el parque, durante la cual una chispa incendió el vestido de princesa india de la pequeña Debbie Forester y Parkins Gillespie tuvo que poner a la sombra a seis tipos por emborracharse en la vía pública), es decir, cincuenta años antes de que Maine se convirtiera en uno de los estados de la Unión como resultado del compromiso de Missouri.

El pueblo debía su extraño nombre a un suceso bastante trivial. Uno de los primeros residentes en la zona era un granjero larguirucho y hosco llamado Charles Belknap Tanner, que criaba cerdos. Una de las marranas más grandes se llamaba Jerusalem. Un día, a la hora de alimentar a los animales, Jerusalem salió del corral, escapó hacia el bosque inmediato y allí se volvió salvaje y agresiva. Años más tarde, para ahuyentar a los chiquillos de su propiedad, Tanner seguía inclinándose sobre el portón y graznándoles con el ominoso tono de un cuervo: «¡No os metáis en el solar de Salem, si no queréis acabar destripados!». La advertencia pasó a la historia y el nombre también. El episodio no demuestra gran cosa, a no ser que en Estados Unidos de Norteamérica hasta los cerdos pueden aspirar a la inmortalidad.

La calle principal, llamada en un principio Portland Post Road, recibió en 1896 el nombre de Elias Jointner. Jointner, que había sido miembro de la Cámara de Representantes durante seis años (hasta su muerte, que fue causada por la sífilis cuando tenía cincuenta y ocho), era lo más semejante a un personaje de que podía vanagloriarse Salem’s Lot, excepción hecha de Jerusalem, la marrana, y de Pearl Ann Butts, que en 1907 escapó a la ciudad de Nueva York para convertirse en una de las Ziegfeld Girls.

Brock Street atravesaba Jointner Avenue por el centro mismo y en ángulo recto. El municipio como tal era casi circular (aunque un poco achatado hacia el este, donde el límite eran los meandros del río Royal). Vistas en un mapa, las dos calles principales daban al pueblo un aspecto muy semejante al de una mira telescópica.

El cuadrante noroeste de la mira correspondía a North Jerusalem, el sector más densamente forestado del pueblo. Eran las tierras altas, aunque no le habrían parecido muy altas a nadie, salvo quizá a alguien procedente del Medio Oeste. Las viejas y fatigadas colinas, surcadas de antiguos caminos para el transporte de madera, descendían suavemente hacia el pueblo y en la última de las pendientes se levantaba la casa de los Marsten.

Buena parte del cuadrante noreste era tierra abierta dedicada al cultivo de alfalfa y otras plantas forrajeras. Por ahí corría el río Royal, un viejo río que había erosionado profundamente sus riberas hasta casi el nivel del lecho. Pasaba bajo el puentecillo de madera de Brock Street y se alejaba hacia el norte en amplios arcos relucientes hasta penetrar en la zona próxima al límite norte del municipio, donde la delgada capa de tierra se extendía sobre cimientos de sólido granito. Allí, el río había tallado en la piedra acantilados de quince metros en un trabajo de millones de años. Los chiquillos llamaban al lugar el Salto del Borracho, porque algunos años atrás Tommy Rathbun, el hermano borracho de Virge Rathbun, se había caído por el borde mientras buscaba un lugar para hacer pis. El Royal desembocaba en el contaminado río Androscoggin, pero el Royal jamás había estado contaminado; la única industria de que hubiera podido jactarse Salem’s Lot era un aserradero, cerrado desde hacía muchos años. En los meses de verano, eran un espectáculo habitual los pescadores que lanzaban sus cañas de pescar desde el puente de Brock Street. El día en que no se podía sacar algo del Royal era un día excepcional.

El cuadrante sudeste era el más bonito. El suelo volvía a elevarse, pero allí no se veían los desagradables rastros del incendio ni la superficie de la tierra arrasada y agostada que era el legado del fuego. A ambos lados de Griffen Road, la tierra era propiedad de Charles Griffen, dueño de la granja lechera más importante al sur de Mechanic Falls, y desde Schoolyard Hill se alcanzaba a ver el enorme establo de Griffen con su tejado de aluminio que resplandecía al sol como un heliógrafo monstruoso. En la zona había otras granjas y muchas casas en las que vivían empleados administrativos y de oficinas que todos los días viajaban en tren a Portland o a Lewiston. A veces, en el otoño, uno podía detenerse en lo más alto de Schoolyard Hill para aspirar la aromática fragancia de los campos al quemarse y distinguir como un juguete el camión de los bomberos voluntarios de Salem’s Lot, pronto a intervenir si alguna de las fogatas amenazaba con descontrolarse. El pueblo había aprendido la lección de 1951.

La parte del sudoeste era la que habían empezado a ocupar los remolques y casas rodantes, formando algo parecido a un cinturón de asteroides extraurbano. Con ellos, habían aparecido también sus huellas características: montones de coches desechados, neumáticos colgados de cuerdas deshilachadas, latas de cerveza vacías que brillaban junto al camino, andrajos lavados y puestos a secar en cuerdas tendidas entre postes improvisados, el denso olor de cañerías conectadas con cuartos de baño instalados a la ligera. Las casas del Bend eran muy parecidas a chabolas, pero en casi todas ellas se elevaba una resplandeciente antena de televisión, la mayoría eran receptores en color comprados a crédito en Grant’s o en Sears. El patio de cada uno de los remolques estaba por lo general repleto de chiquillos, juguetes, trineos, patines y motocicletas. En algunos casos, las caravanas estaban bien cuidadas, pero en la mayoría parecía que sus dueños pensaran que la prolijidad fuera demasiada molestia. La maleza y el pasto crecían hasta la altura de la rodilla. Cerca del límite del pueblo, donde Brock Street empezaba a llamarse Brock Road, estaba el bar de Dell. Los viernes tocaba un conjunto de rock and roll y los sábados una banda de música country. Había ardido una vez en 1971 y luego fue reconstruido. Para la mayoría de los vaqueros de la localidad y sus chicas, era el lugar donde ir en busca de una cerveza o de una pelea.

La mayor parte de las líneas telefónicas eran compartidas entre dos, cuatro o seis abonados, de manera que la gente tenía siempre de qué hablar. En todos los pueblos pequeños los escándalos se cuecen siempre a fuego lento en el hornillo de atrás, como el cocido de la abuela. La mayor parte de los escándalos se originaban en el Bend, pero de vez en cuando alguien con una posición social más elevada aportaba algo a la olla común.

El pueblo se gobernaba por asamblea popular, y aunque desde 1965 se hablaba de elegir un concejo municipal que se reuniera dos veces al año para estudiar el presupuesto, la idea no había llegado a cuajar. El pueblo no crecía con la rapidez suficiente para que las costumbres ancestrales resultaran verdaderamente incómodas, aunque más de un recién llegado levantaba con exasperación los ojos al cielo ante esa indigesta democracia que alzaba las manos para votar. Había tres funcionarios electivos: el alguacil de la ciudad, que se ocupaba de los pobres, un empleado municipal (para sacar la matrícula del coche había que ir al extremo de Taggart Stream Road y desafiar a dos perros que andaban sueltos por el patio) y el encargado de asuntos escolares. El cuerpo de bomberos voluntarios recibía una paga simbólica de trescientos dólares anuales, pero en realidad era más bien un club social para ancianos jubilados, que durante la temporada de quema de rastrojos se divertían bastante y se dedicaban a charlar alrededor del camión durante el resto del año. No había departamento de obras públicas porque el agua corriente, el gas, las cloacas y la electricidad no eran servicios públicos. Las torres de alta tensión atravesaban el municipio en diagonal, de noroeste a sudeste, abriendo en el bosque una enorme brecha de cuarenta y cinco metros de ancho. Una de las torres se elevaba cerca de la casa de los Marsten recortándose sobre ella como un centinela.

La información que tenía Salem’s Lot acerca de guerras, incendios y crisis gubernamentales provenía principalmente de los noticieros de Walter Cronkite por televisión. Aunque claro, todo el mundo sabía que al muchacho de los Potter lo habían matado en Vietnam y que el hijo de Claude Bowie, después de pisar una mina, había vuelto con un pie de metal, pero le habían dado un trabajo como ayudante de Kenny Danles en la oficina de correos, de modo que eso estaba perfectamente arreglado. Los chicos llevaban el cabello más largo que sus padres y no se lo peinaban con tanto cuidado, pero ya nadie les prestaba atención. Cuando en la escuela secundaria abandonaron el uniforme, Aggie Corliss escribió una carta al Ledger de Cumberland, pero hacía años que Aggie escribía cartas a ese periódico todas las semanas, principalmente sobre los peligros del alcohol y sobre la maravilla de aceptar a Jesucristo en su corazón como salvador.

Algunos de los chicos tomaban drogas. En agosto, el juez Hooker impuso a Frank, el hijo de Horace Kilby, una multa de cincuenta dólares (aunque le permitió pagarla con lo que sacaba repartiendo periódicos a domicilio), pero el mayor problema era el alcohol. Desde que la edad para consumir bebidas alcohólicas se fijó en dieciocho años, eran muchos los chicos que pasaban las horas en el bar de Dell. Después volvían a sus casas conduciendo a toda velocidad, como si quisieran pavimentar el camino con goma, y de vez en cuando alguno se mataba. Como cuando Billy Smith se estrelló contra un árbol en Deep Cut Road a casi ciento cincuenta kilómetros por hora y se mató junto con su chica, LaVerne Dube.

De no haber sido por estas cosas, el conocimiento de los tormentos por los que atravesaba el país no habría sido más que académico en Salem’s Lot. Allí, el tiempo transcurría de forma diferente. En un pueblecito tan simpático no podía suceder nada demasiado malo.

5

Ann Norton estaba planchando cuando su hija irrumpió en la casa con una bolsa de comestibles, puso ante sus ojos un libro que tenía en la solapa la fotografía de un hombre de rostro delgado y empezó a hablar.

—Espera un momento —le dijo Ann—. Baja el volumen del televisor y cuéntame.

Susan estranguló la voz de Peter Marshall, que desparramaba miles de dólares desde su programa, y le contó a su madre que había conocido a Ben Mears. La señora Norton tuvo cuidado de hacer pausados gestos de asentimiento y simpatía a medida que se desarrollaba el relato, pese a las luces amarillas de advertencia que se encendían en su cabeza siempre que Susan hablaba de un muchacho nuevo o un hombre. En realidad, se le hacía difícil pensar que Susie ya tenía la edad suficiente para que fueran hombres. Pero las luces de hoy eran un poco más intensas.

—Parece interesante —comentó mientras ponía sobre la tabla de planchar otra de las camisas de su marido.

—Estuvo realmente simpático —afirmó Susan—. Muy natural.

—Ay…, mis pies —se quejó la señora Norton. Dejó la plancha en el portaplancha, donde silbó ominosamente, y se acomodó en la mecedora situada junto a la amplia ventana. Tomó un Parliament del paquete que estaba sobre la mesita de café y lo encendió—. ¿Estás segura de que es un muchacho serio, Susie?

Susan sonrió un poco a la defensiva.

—Claro que estoy segura. Tiene el aspecto… no sé, de un profesor universitario o algo así.

—Dicen que el Bombero Loco tenía aspecto de jardinero —evocó reflexivamente su madre.

—Bosta de ciervo —respondió alegremente Susan. Era una expresión que siempre irritaba a su madre.

—Déjame ver el libro. —Ann tendió una mano para cogerlo.

Mientras se lo daba, Susan recordó repentinamente la escena de la violación homosexual en la prisión.

—Danza aérea —dijo con aire meditabundo Ann Norton, y empezó a pasar distraídamente las páginas. Susan esperaba, resignada. Su madre lo encontraría. Como siempre.

Las ventanas estaban abiertas y una brisa ociosa rizaba las cortinas amarillas de la cocina, que su madre insistía en llamar despensa como si vivieran en medio de las comodidades de la clase alta. Era una hermosa casa, maciza, de ladrillo, un poco difícil de calentar en invierno pero fresca como una gruta durante el verano. Estaba situada en una ligera elevación al término de Brock Street y desde la ventana frente a la cual estaba sentada la señora Norton se podía ver todo el pueblo. El panorama no solo era agradable, sino incluso espectacular en invierno, con el paisaje amplio y brillante de la nieve inmaculada y de los edificios desdibujados por la distancia, que arrojaba a los campos nevados largas sombras amarillas.

—Me parece que leí un comentario sobre el libro en el periódico de Portland. No era muy bueno.

—Pues a mí me gusta —anunció Susan con firmeza—. Y me gusta él.

—Es posible que a Floyd también le guste —comentó la señora Norton—. Deberías presentarles.

Susan sintió una verdadera punzada de cólera que la consternó. Creía que ella y su madre habían dejado atrás las últimas tormentas de la adolescencia y sus secuelas, pero estaba equivocada. Las dos reanudaron la vieja discusión en la que la identidad de Susan debía luchar contra la experiencia y las creencias de su madre.

—Ya hemos hablado de Floyd, mamá, y tú sabes que eso no era nada serio.

—El periódico también decía que había unas escenas bastante espeluznantes en la prisión. Cosas entre muchachos…

—¡Mamá, por el amor de Dios! —Susan cogió uno de los cigarrillos de su madre.

—No tienes por qué usar el nombre de Dios en vano —señaló la señora Norton imperturbable.

Le devolvió el libro y tiró la ceniza del cigarrillo en un cenicero de cerámica que tenía la forma de un pez. Se lo había regalado una de sus amigas de la asociación de beneficencia y a Susan siempre le había irritado sin que pudiera saber exactamente el motivo. Tal vez porque había algo obsceno en eso de echar ceniza en la boca de una perca.

—Voy a guardar los comestibles —dijo Susan, y se levantó.

La señora Norton volvió a insistir en voz baja:

—Solo me refería a que si tú y Floyd Tibbits vais a casaros…

La irritación aumentó hasta convertirse en la antigua cólera punzante.

—Pero por Dios, ¿cómo se te ha ocurrido semejante idea? ¿Alguna vez te he dicho que pensaba casarme?

—Yo suponía…

—Pues suponías mal —interrumpió Susan con ardor y faltando un poco a la verdad. Hacía ya unas semanas que trataba de desanimar gradualmente a Floyd.

—Suponía que cuando una sale con el mismo muchacho durante un año y medio —prosiguió, suave e implacable su madre—, eso debe de significar que las cosas han llegado a un punto en que ya no se limitan a cogerse de las manos.

—Floyd y yo somos algo más que amigos —confirmó tranquilamente Susan para que su madre sacara la conclusión que quisiera.

Una charla no formulada quedó pendiente entre ellas:

¿Te has acostado con Floyd?

Eso a ti no te importa.

¿Qué significa para ti ese Ben Mears?

Eso a ti no te importa.

A ver si te entusiasmas con él y haces alguna tontería.

Eso a ti no te importa.

Te quiero, Susie. Papá y yo te queremos mucho.

Entonces no hubo respuesta. Y no hubo. Y no hubo. Por eso era urgente Nueva York o cualquier otra cosa. Finalmente, uno siempre terminaba por estrellarse contra las tácitas barricadas de ese amor, como si fueran las paredes acolchadas de una celda. La verdad del amor de sus padres hacía que fuera imposible mantener una discusión en la que pudieran plantear posiciones y despojaba de sentido a cuanto había sucedido antes de que comenzasen a no estar de acuerdo.

—Bueno —dijo suavemente la señora Norton. Apagó el cigarrillo en la boca de la perca y lo dejó en la barriga.

—Voy a mi habitación —dijo Susan.

—Está bien. ¿Podré leer el libro cuando lo termines?

—Si quieres…

—Me gustaría conocerle —expresó la señora Norton.

Susan separó las manos encogiéndose de hombros.

—¿Volverás tarde esta noche?

—No lo sé.

—¿Qué le digo a Floyd Tibbits si llama?

El enojo volvió a apoderarse de Susan.

—Dile lo que quieras —hizo una pausa—. Es lo que harás de todos modos.

—¡Susan!

La muchacha subió por las escaleras sin mirar hacia atrás.

La señora Norton permaneció donde estaba mirando por la ventana hacia el pueblo, pero sin verlo. En el piso de arriba se oyeron los pasos de Susan y después el chirrido del caballete al correrlo.

Se levantó y se puso otra vez a planchar. Cuando pensó que Susan estaría totalmente sumergida en su trabajo (aunque no fue más que una idea apenas consciente en un rincón de su mente) se dirigió al teléfono de la despensa y llamó a Mabel Werts. Durante la conversación comentó que Susan le había contado que un escritor famoso estaba en el pueblo. Mabel resopló y dijo «claro, te refieres al hombre que escribió La hija de Conway», y la señora Norton asintió. Mabel añadió que eso no era escribir sino pura y simplemente hacer libros pornográficos. La señora Norton le preguntó si el escritor estaba alojado en un motel o…

En realidad, se alojaba en el pueblo, en la casa de Eva, la dueña de la única pensión de la localidad. Se sintió profundamente aliviada. Eva Miller era una viuda decente que no se andaba con rodeos. Sus normas respecto a subir mujeres a las habitaciones eran simples y estrictas. «Si es su madre o su hermana, de acuerdo. Si no, se pueden sentar en la cocina». Y sobre eso no había discusiones.

Quince minutos más tarde, después de disimular sagazmente su principal objetivo hablando de otros chismorreos, la señora Norton cortó la comunicación.

Susan, pensaba mientras volvía a la tabla de planchar. Oh, Susan, lo único que quiero es lo mejor para ti. ¿No puedes comprenderlo?

6

No era demasiado tarde —apenas un poco más de las once— cuando volvían de Portland en el coche por la carretera 295. El límite de velocidad tras salir de los suburbios de Portland era de 100 kilómetros. Ben lo respetó. Los faros del Citroën perforaban limpiamente la oscuridad.

A los dos les había gustado la película, pero se mostraban cautos, como sucede con personas que están tanteando mutuamente sus límites. De pronto, a Susan se le ocurrió la misma pregunta que a su madre.

—¿Dónde te alojas? —inquirió—. ¿O has alquilado algo?

—Tengo una habitación pequeña en el tercer piso de la pensión de Eva, en Railroad Street.

—¡Pero es espantoso! ¡Allí arriba debe de hacer un calor horrible!

—A mí me gusta el calor —explicó Ben—. No me molesta para trabajar. Me quito la camisa, enciendo la radio y me bebo una buena dosis de cerveza. He estado escribiendo unas diez páginas por día. Además, hay algunos chiflados interesantes. Y cuando por fin uno sale al porche a respirar la brisa… es el paraíso.

—De todas formas… —protestó Susan no muy convencida.

—Pensé en alquilar la casa de los Marsten —comentó Ben con aire despreocupado—, y hasta fui a informarme, pero la habían vendido.

—¿La casa de los Marsten? —se asombró Susan—. Te equivocas de lugar.

—En absoluto. La que está en la primera colina, al noroeste del pueblo. En Brooks Road.

—¿La han vendido? Pero ¿quién demonios…?

—Lo mismo pensé yo. Más de una vez me han acusado de estar un poco loco y, sin embargo, yo solo pensaba en alquilarla. El agente de la inmobiliaria no quiso decir nada. Parecía guardar un tremendo secreto.

—Tal vez sea algún forastero que quiera convertirla en residencia de veraneo —conjeturó Susan—. Pero en cualquier caso, es una locura. Una cosa es restaurar un lugar, y a mí me encantaría intentarlo, pero eso no tiene restauración posible. Cuando yo era pequeña ya era una ruina. Ben, ¿por qué pensaste en vivir allí?

—¿Has entrado alguna vez, Susan?

—No, pero en cierta ocasión me atreví a mirar por la ventana. Y tú, ¿has entrado?

—Sí, una vez —respondió Ben.

—Es un lugar escalofriante, ¿verdad?

Los dos se quedaron en silencio pensando en la casa de los Marsten. Era una actividad nostálgica que no tenía el matiz romántico de las otras. El escándalo y la violencia relacionados con la casa se habían producido antes de que ellos nacieran, pero las ciudades pequeñas no olvidan fácilmente y transmiten sus horrores de generación en generación.

La historia de Hubert Marsten y su mujer, Birdie, era lo más parecido a un secreto turbio que se guardaba en los anales del pueblo. Hubie había sido presidente de una gran compañía de camiones de Nueva Inglaterra en la década de los veinte. Una compañía de la que muchos comentaban que obtenía sus más suculentos beneficios después de medianoche, introduciendo en Massachusetts whisky procedente de Canadá.

Tras hacer fortuna, él y su mujer se retiraron a Salem’s Lot en 1928 y perdieron buena parte de su dinero (nadie, ni siquiera Mabel Werts, sabía exactamente cuánto) en el crack bursátil de 1929.

Durante los diez años transcurridos entre la crisis y la ascensión de Hitler al poder, Marsten y su mujer vivieron en su casa como ermitaños. Solo se les veía los miércoles por la tarde, cuando iban al pueblo a hacer sus compras. Larry McLeod, que en aquellos años era el cartero, contaba que Marsten recibía diariamente dos periódicos, The Saturday Evening Post, The New Yorker, y una revista sensacionalista que se llamaba Amazing Stories. Una vez al mes recibía también un cheque de la compañía de camiones, que tenía su sede en Fall River, Massachusetts. Larry decía que él se daba cuenta de que era un cheque arqueando el sobre para espiar por la ventanilla de la dirección.

Fue Larry quien los encontró en el verano de 1939. Los periódicos y revistas de cinco días se habían amontonado en el buzón hasta el punto de que era imposible meter más. Larry los llevó a la casa con la intención de dejarlos entre la puerta de rejilla y la principal.

Corría el mes de agosto, era pleno verano y el césped en el jardín delantero de los Marsten estaba verde y lozano. Sobre el enrejado que se levantaba en el lado oeste de la casa enloquecían las madreselvas y las rechonchas abejas zumbaban indolentemente en torno de las aromáticas flores de un blanco cerúleo. En esa época, la casa todavía era agradable a la vista, aunque el césped estuviera demasiado crecido. Generalmente, todos coincidían en que Hubie había construido la casa más bonita de Salem’s Lot antes de volverse loco.

Cuando estaba a mitad de camino, según el relato que se repetía con expectante horror para cada nuevo miembro de la asociación de beneficencia, Larry había percibido un mal olor, como de carne en descomposición. Al golpear en la puerta principal no obtuvo respuesta. Miró hacia adentro y no pudo distinguir nada en la densa penumbra. En vez de entrar, rodeó la casa, y fue una suerte que lo hiciera. En la parte de atrás, el olor era aún peor. Larry intentó abrir la puerta del fondo y como estaba cerrada sin llave entró en la cocina. Birdie Marsten estaba tendida en un rincón, con las piernas abiertas y los pies desnudos. Le habían volado media cabeza de un disparo hecho a quemarropa.

«Y las moscas… —decía siempre en ese momento Audrey Hersey hablando con tranquila autoridad—. Larry dice que la cocina estaba llena de moscas. Zumbaban por todas partes, se posaban en… usted ya me entiende, y volvían a levantar el vuelo. Las moscas…».

Larry McLeod salió de allí y volvió directamente al pueblo. Buscó a Norris Varney, que en ese momento era el policía, y llamó a tres o cuatro de los parroquianos de la tienda de Crossen; en aquel entonces, el padre de Milt era todavía el que atendía el local. Entre los que acudieron estaba Jackson, el hermano mayor de Audrey. Volvieron a la casa en el Chevrolet de Norris y en la camioneta de correos de Larry.

En el pueblo, nadie había estado jamás en la casa y no terminaban de asombrarse. Cuando se extinguió el alboroto, el Telegram de Portland publicó un artículo de fondo sobre el asunto. La casa de Hubert Marsten era un atestado, caótico e increíble nido de ratas, donde la basura y la podredumbre se apilaban dejando estrechos y tortuosos senderos que se abrían paso entre montones de periódicos, revistas amarillentas y miles de libros que se caían a pedazos. La antecesora de Loretta Starcher en la biblioteca pública de Salem’s Lot se había hecho con las obras completas de Dickens, Scott y Mariait, que seguían allí sin desempaquetar.

Jackson Hersey levantó un ejemplar del Saturday Evening Post, empezó a hojearlo y se quedó perplejo: en cada página habían pegado pulcramente un billete de un dólar.

Fue Norris Varney quien descubrió que Larry había tenido mucha suerte al entrar por la puerta de la cocina. El arma asesina había sido atada a una silla, con el cañón en dirección a la puerta de delante, apuntado a la altura del pecho de un hombre. El fusil estaba amartillado y del gatillo salía una cuerda que corría por el piso del vestíbulo hasta el picaporte de la puerta.

«Y bien cargado que estaba —insistía Audrey al contarlo—. Un tironcito y Larry McLeod se hubiera encontrado directamente ante las puertas de la morada eterna».

También había otras trampas, aunque menos mortíferas. Sobre la puerta del comedor habían colocado un atado de veinte kilos de periódicos. Uno de los peldaños de la escalera que llevaba al piso de arriba estaba serrado y podría haber costado a cualquiera un tobillo roto. No tardó en evidenciarse que Hubie Marsten estaba algo más que mal de la cabeza; se había vuelto total y rematadamente loco.

Lo encontraron en el dormitorio que había al final del pasillo del piso de arriba colgado de una viga.

Susan y sus amiguitas se habían torturado deliciosamente con los relatos que habían oído de sus mayores; Amy Rawcliffe tenía en el patio del fondo de su casa una casita de juguete, donde las niñas solían encerrarse con llave y sentarse en la oscuridad para aterrarse unas a otras hablando de la casa de los Marsten, que se había ganado su siniestra reputación mucho antes de que Hitler invadiera Polonia, y para repetirse las historias que habían oído a sus padres con los aditamentos más espeluznantes que alcanzaban a imaginar. Todavía hoy, dieciocho años más tarde, Susan tenía la sensación de que solo el pensar en la casa de los Marsten actuaba sobre ella como el conjuro de un hechicero, evocando las imágenes, dolorosamente nítidas, de las niñas acurrucadas en la casa de juguete, tomadas de las manos mientras Amy relataba con voz escalofriante: «Y tenía toda la cara hinchada, la lengua negra y le colgaba fuera de la boca. Estaba cubierto de moscas. Mi mamá se lo contó a la señora Werts».

—… lante.

—¿Cómo? Discúlpame. —A Susan le costó casi un esfuerzo físico regresar al presente.

En ese momento, Ben salía de la autopista de peaje para tomar el desvío hacia Salem’s Lot. Repitió:

—Dije que realmente es un lugar horripilante.

—Háblame de cuando estuviste dentro.

Con una risa carente de alegría, Ben encendió las luces de carretera. Con sus dos carriles, la oscuridad del camino se extendía ante ellos, enmarcada en una doble hilera de pinos y abetos.

—Empezó como un juego de niños. Tal vez nunca haya sido más que eso. Recuerda que hablo del año cincuenta y uno y que a los pequeños tenía que ocurrírseles algo que los divirtiera porque en esa época aún no estaba de moda meterse por las narices la cola para armar los aviones de juguete. Yo solía jugar con los chicos del Bend, la mayoría de ellos ya no deben de estar aquí en estos momentos… ¿Todavía siguen llamando el Bend a la parte sur de Salem’s Lot?

—Sí.

—Pues yo jugaba con Davie Barclay, Charles James, a quien todos los chicos solían llamar Sonny, con Harold Rauberson, Floyd Tibbits…

—¿Con Floyd? —preguntó Susan sobresaltada.

—Sí. ¿Lo conoces?

—Durante un tiempo salí con él —respondió Susan, y temerosa de que su voz sonara extraña prosiguió presurosamente—. Sonny James también sigue aquí. Está a cargo de la gasolinera de Jointner Avenue. Harold Rauberson murió. De leucemia.

—Todos ellos tenían un par de años más que yo. Formaban una banda muy exclusiva. Solo podían ingresar en ella los Piratas Sanguinarios que cumplieran por lo menos tres requisitos. —Ben se había propuesto hacer un relato aséptico, pero en sus palabras subyacía un resabio de la antigua amargura—. No querían admitirme, y lo que más deseaba en el mundo era ser Pirata Sanguinario… ese verano, por lo menos. Seguí insistiendo hasta que finalmente cedieron. Dijeron que me aceptarían si pasaba una prueba, que Dave urdió en ese mismo momento. Teníamos que ir todos a la casa de los Marsten y yo tendría que entrar y salir con un botín. —Volvió a reírse, pero sintió que se le había secado la boca.

—¿Y qué sucedió?

—Entré por una ventana. La casa seguía llena de basura después de doce años. Durante la guerra se debieron de llevar los periódicos, pero lo demás lo dejaron allí. En el vestíbulo había una mesa y sobre ella uno de esos globos con nieve… ¿Sabes a qué me refiero? Dentro del globo hay una casita y, cuando lo agitas, la nieve cae encima. Lo guardé en el bolsillo, pero no salí. En realidad, quería probarme a mí mismo, de modo que subí las escaleras y me dirigí hacia la habitación donde se ahorcó.

—Oh, Dios mío —susurró Susan.

—Alcánzame un cigarrillo de la guantera, ¿quieres? Estoy tratando de dejar de fumar, pero en este momento lo necesito.

Susan se lo alcanzó y Ben oprimió el encendedor del tablero.

—La casa olía mal. No puedes imaginar cómo olía, a humedad y a tapizados podridos, y había una especie de olor ácido, como de mantequilla rancia. Pero había vida…, ratas, marmotas o sabe Dios qué bichos habían hecho cuevas en las paredes o hibernaban en el sótano. Había un olor húmedo y mezquino por toda la casa.

»Trepé por las escaleras. No era más que un niño de nueve años muerto de miedo. La casa crujía y parecía moverse. Yo oía el ruido de seres escabulléndose al otro lado de las paredes.

»Me parecía oír pasos que me seguían. Tenía miedo de girarme y ver que Hubie Marsten se me acercaba, tambaleándose, llevando una cuerda con un nudo corredizo en la mano y con la cara negra.

Sus manos agarraban con nerviosismo el volante y había desaparecido de su voz toda frivolidad. La intensidad de su recuerdo asustó un poco a Susan. El resplandor de las luces del tablero destacaba en el rostro de Ben la expresión de un hombre que viajaba por un país odiado del que no puede alejarse por completo.

—Al llegar a lo alto de la escalera reuní todo mi valor y corrí por el pasillo hasta llegar a esa habitación. Estaba decidido a entrar corriendo en ella, apoderarme de cualquier cosa que hubiera allí y bajar a toda prisa. Al final del pasillo, la puerta estaba cerrada y yo la veía cada vez más próxima. Veía que las bisagras habían cedido y que el borde inferior de la puerta se apoyaba en el umbral. Alcancé a ver el picaporte de plata, un poco empañado en el lugar donde se apoyaban las manos. Cuando lo empujé, la parte de abajo de la puerta chirrió como una mujer que sufre. Si hubiera estado en mis cabales, creo que me habría dado la vuelta y habría salido de allí como alma que lleva el diablo. Pero estaba lleno de adrenalina, y aferré el picaporte con ambas manos para empujar con todas mis fuerzas. La puerta se abrió y allí estaba Hubie, colgado de la viga, con la forma del cuerpo recortada contra la luz de la ventana.

—Oh, Ben, no es…

—Te aseguro que es la verdad —insistió él—. La verdad de lo que vio un niño de nueve años y de lo que veinticuatro años más tarde recuerda el hombre. Hubie estaba allí colgado y no tenía la cara negra, qué va. La tenía verde, con los ojos hinchados y cerrados. Las manos lívidas…, horrorosas. Y entonces abrió los ojos.

Ben aspiró el humo de su cigarrillo y lo arrojó por la ventanilla a las tinieblas.

—Dejé escapar un chillido que debió de oírse a tres kilómetros y salí corriendo. Caí por la escalera. Me levanté. Eché a correr de nuevo por la puerta principal. Seguí corriendo por el camino. Los chicos me esperaban a casi un kilómetro de distancia. Entonces me di cuenta de que todavía tenía en la mano el globo de cristal y… todavía lo conservo.

—Pero… tú no crees realmente que viste a Hubert Marsten, ¿verdad, Ben? —Muy a lo lejos, Susan alcanzaba a ver la luz amarilla y parpadeante que señalaba el centro del pueblo y se alegró de verla.

—No lo sé —respondió él, después de una larga pausa. Habló con dificultad y de mala gana, como si hubiera preferido negarlo y terminar con el tema—. Quizá estaba tan exaltado que no fue más que una alucinación. Por otra parte, es posible que haya cierta verdad en la idea de que las casas absorben las emociones que se generan en ellas, que tienen una especie de… magnetismo interior. Tal vez una personalidad adecuada, la de un chico imaginativo, por ejemplo, pueda actuar como catalizador sobre esa carga magnética y conseguir que produzca una manifestación activa de… de algo. No estoy hablando de fantasmas. Me refiero a una especie de televisión psíquica en tres dimensiones. Quizá haya algo vivo. No sé, un monstruo o algo así.

Susan tomó uno de los cigarrillos de Ben y lo encendió.

—De todas maneras, pasé semanas enteras durmiendo sin apagar la luz del dormitorio y durante toda mi vida he seguido soñando con que abría esa puerta. Siempre que estoy nervioso, sueño con eso.

—Es espantoso.

—No. No tanto. Todos tenemos nuestras pesadillas.

Con un gesto del dedo pulgar, Ben señaló las casas dormidas y silenciosas que bordeaban Jointner Avenue.

—A veces —continuó— me pregunto si hasta las tablas de esas casas gimen con las cosas horrorosas que suceden en los sueños. —Hizo una pausa—. Si quieres, podrías venir a la pensión de Eva y nos sentamos un rato en el porche. No puedo invitarte a entrar, por las reglas de la casa, pero tengo un par de Coca-Colas en la nevera y traeré el ron de mi habitación. Podemos echar un trago de despedida.

—Oh, me encantaría.

Ben dobló por Railroad Street, apagó las luces del coche y se dirigió al pequeño aparcamiento de tierra destinado a los huéspedes de Eva. El porche trasero estaba pintado de blanco con filetes rojos y las tres sillas de mimbre colocadas en él miraban hacia el río. El espectáculo era deslumbrante. La luna del final de verano, atrapada en los árboles de la ribera, pintaba a través del agua una senda de plata. En el silencio del pueblo, Susan oía el débil gorgoteo espumoso del agua al verterse por las esclusas del embalse.

—Siéntate, vuelvo enseguida.

Ben entró en la casa, cerrando suavemente tras de sí la puerta de rejilla, y Susan se sentó en una de las mecedoras.

A pesar de lo extraño que era, él le gustaba. Susan no creía en el amor a primera vista, pero creía que con frecuencia el deseo (disimulado con otros nombres más inocentes) se encendía instantáneamente. Y sin embargo, Ben no era un hombre que impulsara a escribir a medianoche en un diario íntimo; era demasiado delgado para su altura, un poco pálido. Su rostro resultaba introspectivo y demasiado intelectual, los ojos rara vez traicionaban sus pensamientos. Todo eso coronado por una densa mata de cabello negro que daba la impresión de peinar con los dedos en vez de cepillárselo.

Y esa historia…

Ni La hija de Conway ni Danza aérea traicionaban una disposición anímica tan morbosa. La primera novela narraba la historia de la hija de un pastor que se escapa, se une a la contracultura y hace un largo y azaroso viaje por todo el país en autostop. La segunda era la historia de Frank Buzzey, un convicto fugado que empieza una nueva vida como mecánico en otro estado, hasta que vuelven a detenerlo. Los dos libros eran enérgicos y llenos de vida, y no daban la impresión de que sobre ellos se balanceara la sombra de Hubie Marsten, reflejada en los ojos de un chiquillo de nueve años.

Como si sus propios pensamientos la obligaran a hacerlo, Susan apartó sus ojos del río y los dirigió casi involuntariamente hacia la izquierda del porche, donde la última colina que se alzaba ante el pueblo impedía ver las estrellas.

—Ya está —dijo Ben—. Espero que esto te guste…

—Mira la casa de los Marsten —dijo ella.

Ben miró, y vio que había una luz allá arriba.

7

Habían terminado el cubalibre pasada la medianoche; la luna casi había desaparecido. Tras un rato de conversación intrascendente, Susan dijo:

—Me gustas, Ben. Me gustas mucho.

—Tú también me gustas. Y me sorprende… No, no era eso lo que quería decir. ¿Recuerdas aquella tontería que dije en el parque? Todo esto parece demasiado fortuito.

—Yo quiero volver a verte, si tú estás de acuerdo.

—Claro que sí.

—Pero sin darnos prisa. Recuerda que no soy más que una muchacha de pueblo.

—Parece tan hollywoodiense… —Ben sonrió—. Me refiero a las buenas películas de Hollywood, claro. ¿Se supone que es ahora cuando tengo que besarte?

—Sí —asintió Susan—. Creo que es lo que corresponde.

Ben estaba sentado en la mecedora de al lado y, sin interrumpir su lento movimiento oscilatorio, se inclinó para besar la boca de Susan. No pretendía alcanzar la lengua de la muchacha ni tocarla. Sus labios eran firmes con la presión de los dientes y en su aliento había un débil eco de ron y de tabaco.

Susan también empezó a mecerse y el movimiento convirtió el beso en algo nuevo, que crecía y decrecía, se hacía leve y otra vez firme. Está saboreándome, pensó Susan. La idea movilizó en ella una limpia y secreta excitación, y la muchacha interrumpió el beso antes de que pudiera llevarla más lejos.

—¡Uf! —suspiró Ben.

—¿Te gustaría venir a cenar a casa conmigo? Estoy segura de que a mis padres les encantaría conocerte. —En la placentera serenidad de ese momento, Susan podía hablar así de su madre.

—¿Comida casera?

—Caserísima.

—Me encantaría. Desde que llegué me estoy alimentando de bocadillos.

—¿A las seis? En este pueblo se cena temprano.

—Espléndido. Y ya que hablamos de casa, será mejor que te lleve. Vamos.

Durante el trayecto no hablaron hasta que Susan volvió a ver la luz nocturna que parpadeaba en la cima de la colina, la que su madre dejaba siempre encendida cuando ella salía.

—¿Quién podrá estar despierto allí arriba? —caviló, mirando hacia la casa de los Marsten.

—El nuevo dueño, probablemente —respondió Ben sin comprometerse.

—Pero esa luz no parecía eléctrica —continuó ella—. Demasiado débil y amarillenta. Tal vez fuera una lámpara de queroseno.

—Es probable que todavía no tengan corriente.

—Tal vez. Pero cualquiera que fuera un poco previsor llamaría a la compañía de la luz antes de trasladarse.

Ben no contestó. Había llegado a la entrada de la casa de Susan.

—Ben —prorrumpió ella de pronto—, tu nuevo libro, ¿es sobre la casa de los Marsten?

Él rio y le besó la punta de la nariz.

—Es tarde.

—No pretendía ser curiosa —le sonrió Susan.

—Está bien. Ya hablaremos de eso… durante el día.

—Perfecto.

—Será mejor que entres, pequeña. ¿Mañana a las seis?

Susan miró su reloj.

—Hoy a las seis.

—Buenas noches, Susan.

—Buenas noches.

Bajó del coche y corrió por el sendero hasta la puerta lateral, para después volverse a saludarle con la mano mientras Ben se alejaba con el coche. Antes de entrar cogió la nota con el pedido para el lechero y agregó crema agria. Se servirá con patatas al horno, pensó. Le dará categoría a la cena.

Se demoró un minuto más antes de entrar, mirando hacia la casa de los Marsten.

8

Ya en su habitación, pequeña como una caja, Ben se desvistió con la luz apagada y se deslizó desnudo entre las sábanas. Susan era una chica bonita, la primera que le parecía bonita desde la muerte de Miranda. Pensó que ojalá no tratara de convertirla en una nueva Miranda; sería doloroso para él y horriblemente injusto para ella.

Se tendió en la cama y se relajó. Antes de que le venciera el sueño, se apoyó en un codo y miró por la ventana, más allá de la sombra rectangular de la máquina de escribir y por encima del delgado manojo de hojas manuscritas que estaba junto a ella. Después de examinar varias habitaciones, había pedido a Eva Miller que le diera específicamente esta, porque estaba orientada directamente hacia la casa de los Marsten.

Allá arriba, las luces seguían encendidas.

Esa noche, por primera vez desde que había vuelto a Salem’s Lot, tuvo la antigua pesadilla, que no se había presentado con tanta nitidez desde los días espantosos que habían seguido a la muerte de Miranda en el accidente. La carrera a lo largo del pasillo, el horrible chillido de la puerta mientras se abría, la figura pendiente que abría súbitamente los ojos abominablemente hinchados, él mismo que se volvía hacia la puerta en el pánico lento y pegajoso de los sueños…

Y la encontraba cerrada con llave.