Ben (I)
1
Tras sobrepasar Portland mientras se dirigía al norte por la autopista de peaje, Ben Mears había empezado a sentir en el vientre un cosquilleo de agitación nada desagradable. Era el 5 de septiembre de 1975 y el verano se complacía en una última y magnífica exuberancia. El verde estallaba en los árboles, el cielo era de un azul lejano y suave y más allá de la línea ferroviaria de Falmouth Ben distinguía a dos muchachos que andaban por un camino paralelo a la autopista con las cañas de pescar al hombro como si fueran carabinas.
Pasó al carril de la derecha, disminuyó la velocidad al mínimo permitido en la autopista y empezó a buscar algo que activara su memoria.
Al principio no encontró nada e intentó prevenirse contra una decepción casi segura. Entonces tenías nueve años. Hace veinticinco que corre el agua bajo los puentes. Los lugares cambian y la gente también, pensó.
En aquella época la autopista 295 y sus cuatro carriles no existían. Si uno quería ir a Portland desde El Solar, tomaba la carretera 12 hasta Falmouth y desde allí la número 1. El tiempo no se había detenido.
Basta de imbecilidades, se dijo.
Pero era difícil pararse. Era difícil decir basta cuando…
Una gran BSA con el manillar levantado le adelantó súbitamente con un rugido por el carril de la izquierda. Iba conducida por un muchacho en camiseta de deporte mientras una chica vestida con una chaqueta de tela roja y enormes gafas de sol ocupaba el asiento trasero. La aparición fue inesperada y la reacción de Ben, excesiva: pisó el pedal del freno a fondo y apoyó ambas manos en el claxon. La motocicleta aceleró arrojando un eructo de humo azul por el tubo de escape, y la chica se giró para apuntarle con un dedo.
Mientras volvía a aumentar la velocidad, Ben deseó fumar un cigarrillo. Le temblaban un poco las manos. La motocicleta, que avanzaba como un rayo, ya casi se había perdido de vista. Los muchachos…, condenados muchachos. Los recuerdos recientes se agolpaban en él y Ben los apartó. Hacía dos años que no había montado en una motocicleta y no pensaba volver a hacerlo jamás.
Un destello rojo le hizo mirar hacia la derecha y al volver la vista sintió una oleada de placer y gratitud. A lo lejos, sobre una colina que se elevaba más allá de un campo de plantas forrajeras, se levantaba un enorme granero rojo con el techo pintado de blanco; incluso desde esa distancia se podía distinguir cómo resplandecía el sol en la veleta colocada sobre el techo. Estaba allí en aquel entonces y allí seguía exactamente con el mismo aspecto. Tal vez, después de todo, las cosas mejorarían. Los árboles volvieron a ocultar el granero.
A medida que la carretera se acercaba a Cumberland el entorno se hacía cada vez más familiar. Atravesó el río Royal, donde de niños solían ir a pescar. Divisó al pasar un fugaz panorama de Cumberland por entre los árboles. Se veía la torre de elevación de aguas de Cumberland con su enorme letrero pintado en un costado: «Conservad el verdor de Maine». Tía Cindy había dicho siempre que alguien debería escribir debajo: «Y traed dinero».
Su inicial sensación de exaltación se intensificó y Ben empezó a acelerar esperando distinguir el cartel indicador. Unos ocho kilómetros después apareció ante sus ojos. Estaba pintado de un verde luminoso que destellaba a la distancia:
RUTA I2 JERUSALEM’S LOT
CUMBERLAND CUMBERLAND CTR
Una súbita oscuridad se abatió sobre él amortiguando su euforia como cuando se echa arena sobre el fuego. Estos episodios se habían hecho frecuentes desde la época gris de su vida (su mente quería pronunciar el nombre de Miranda, pero Ben no se lo permitió).
Estaba acostumbrado a mantener a raya sus malos pensamientos, sin embargo esta vez no pudo hacer nada contra la sensación que se apoderó de él con una fuerza tan salvaje que lo atemorizó.
¿Qué pretendía volviendo a un pueblo donde había vivido cuatro años, cuando era niño, con el deseo de recuperar algo ya irrevocablemente perdido? ¿Qué magia esperaba encontrar deambulando por unas calles que había recorrido antaño y que probablemente estarían asfaltadas, niveladas, señalizadas y atestadas de latas de conserva desechadas por los turistas? La magia habría desaparecido, tanto la negra como la blanca. Todo se había ido por el vertedero de basura esa noche, cuando él perdió el control de la motocicleta y después apareció el camión amarillo, cada vez más y más grande, y el alarido de su mujer, Miranda, que de pronto se cortó irrevocablemente cuando…
A la derecha vio la salida y durante un momento Ben pensó en pasar de largo, en seguir hacia Chamberlain o Lewiston, detenerse allí para comer y después dar la vuelta para regresar. Pero ¿regresar adonde? ¿A casa? No pudo reprimir una sonrisa. Si alguna vez se había sentido en casa, había sido aquí. Aunque no hubieran sido más de cuatro años, sin duda era aquí.
Puso el intermitente, disminuyó la velocidad del Citroën y subió por la rampa. A punto de llegar a la cima, a la parte donde la rampa de la autopista se unía a la carretera 12 (que al acercarse más a la ciudad se llamaba Jointner Avenue), levantó la vista hacia el horizonte. Lo que allí vio le obligó a frenar violentamente. El Citroën se detuvo con un estremecimiento.
Los árboles, pinos y abetos en su mayoría, se elevaban en una suave pendiente hacia el este y daban la impresión de amontonarse en el cielo hasta donde alcanzaba la vista. Desde su posición no se distinguía el pueblo; nada más que los árboles y, en la distancia, el ángulo agudo del techo a dos aguas de la casa de los Marsten.
Ben se quedó mirándola fascinado. Con rapidez calidoscópica, encontradas emociones asomaron a su rostro.
—Sigue aquí —murmuró en voz alta—. ¡Por Dios!
Al mirarse los brazos comprobó que se le había puesto carne de gallina.
2
Evitó pasar deliberadamente por el pueblo; atravesó Cumberland para después volver a Salem’s Lot desde el oeste por Burns Road. Se quedó atónito al ver lo poco que habían cambiado las cosas. Había algunas casas nuevas que Ben no recordaba, una posada —el bar de Dell— en el límite del pueblo y un par de canteras de grava nuevas. Habían talado buena parte del bosque, pero la vieja señal de hojalata que indicaba el camino hacia el vertedero de basuras del pueblo seguía en su lugar. En cuanto al piso, estaba aún sin asfaltar, lleno de baches e irregularidades. Por la abertura que quedaba entre los árboles, allí donde las torres de los cables de alta tensión de la Central Eléctrica de Maine corrían de noroeste a sudeste, Ben alcanzó a ver Schoolyard Hill. La granja de los Griffen seguía existiendo; además, habían ampliado el granero. Ben se preguntó si seguirían embotellando y vendiendo la leche que producían. El eslogan que usaba era una vaca que sonreía bajo la marca de fábrica: «Leche Rayo de Sol. ¡De las granjas Griffen!». Sonrió al pensar en la cantidad de leche Rayo de Sol en que había bañado sus copos de cereales cuando vivía en casa de la tía Cindy.
Giró a la izquierda para tomar Brooks Road, pasó junto a los portones de hierro forjado y la pared de piedra que rodeaba el cementerio de Harmony Hill y tras descender la abrupta pendiente empezó a subir la del otro lado, lo que se conocía en el pueblo como Marsten’s Hill.
En la cima, los árboles se marchitaban a ambos lados de la carretera. A la derecha, la vista alcanzaba directamente hasta el pueblo; fue la primera visión que Ben tuvo de él. A la izquierda quedaba la casa de los Marsten. Se armó de valor y salió del automóvil.
Todo seguía igual, sin diferencia alguna en lo más mínimo. Era como si lo hubiera visto ayer por última vez.
El césped de las brujas crecía, libre y alto, en el jardín de delante, ocultando las viejas losas desniveladas por las heladas que conducían al porche. Allí cantaban, chirriantes, los grillos, y los saltamontes se elevaban en erráticas parábolas.
La casa miraba hacia el pueblo. Era enorme y parecía desdibujada y vencida. Las ventanas descuidadamente cerradas le daban ese aspecto siniestro de todas las casas viejas que han pasado mucho tiempo vacías. La pintura se había descascarillado a la intemperie y toda la casa tenía un aspecto uniformemente gris. Los temporales de viento habían arrancado muchas tejas y una densa nevada había hundido el ángulo oeste del techo principal, que quedó torcido. A la derecha, un destartalado cartel clavado sobre un poste advertía: PROHIBIDA LA ENTRADA.
Ben sintió el impulso irresistible de adentrarse por ese camino lleno de malezas acosado por los grillos y saltamontes que se levantarían entre sus pies hasta subir al porche y, entre los postigos mal cerrados, espiar el vestíbulo o el salón. Quizá incluso tantearía la puerta principal y, si no estaba cerrada con llave, entraría.
Tragó saliva y se quedó mirando la casa casi hipnotizado. Con estúpida indiferencia, el edificio le devolvía la mirada.
Al recorrer el vestíbulo sentiría el olor del yeso húmedo y del empapelado podrido y vería escabullirse los ratones por las paredes. Todavía encontraría algunos objetos, tal vez un pisapapeles que guardaría en el bolsillo. Al final del vestíbulo, en vez de seguir hacia la cocina, podría doblar a la izquierda y subir por las escaleras sintiendo crujir bajo los pies el polvo de yeso que durante años había ido cayendo del techo. Había exactamente catorce escalones, pero el último era más pequeño que los anteriores, como si lo hubieran agregado para evitar el número fatídico. Al terminar de subir por la escalera uno se encuentra en el descansillo y el pasillo da a una puerta cerrada. Y si avanza hacia ella, mirándola con suma atención, se aprecia el empañado picaporte de plata…
Se alejó para no seguir viendo la casa mientras dejaba escapar el aire por la boca con un silbido. Todavía no… Más adelante tal vez, pero todavía no. Por ahora le bastaba con saber que todo seguía allí esperándole. Apoyó las manos en el capó del coche y se quedó mirando el pueblo. Allí podría averiguar quién administraba la casa de los Marsten y alquilarla. La cocina sería un lugar adecuado para escribir y podría poner un diván en el saloncito de delante. Pero no se dejaría llevar por el impulso de subir por las escaleras.
No, a menos que fuera necesario.
Subió al automóvil, lo puso en marcha y descendió la colina en dirección a Jerusalem’s Lot.