Leí Drácula por primera vez a los nueve o diez años, alrededor de 1957. No recuerdo qué me impulsó a leerlo, tal vez algo que me había comentado algún compañero de clase o quizá alguna película de vampiros programada en el Cine de terror de John Zacherley, pero en cualquier caso me apetecía leerlo, de modo que mi madre lo sacó prestado de la biblioteca pública de Stratford y me lo dio sin comentario alguno. Tanto mi hermano David como yo éramos lectores precoces, y nuestra madre alentaba nuestra pasión sin apenas prohibirnos lectura alguna. Con frecuencia nos daba un libro que uno de los dos había pedido y comentaba «Es una porquería», sabedora de que aquella observación no nos disuadiría, sino más bien al contrario. Además, mi madre sabía bien que incluso la porquería tiene su lugar en el mundo.
Para Nellie Ruth Pillsbury King, Semilla de maldad era una porquería. La escalera circular, de Mary Roberts Rinehart, era una porquería. The Amhoy Dukes, de Irving Shulman, era una porquería descomunal. Sin embargo, no nos prohibió leer ninguno de aquellos libros, aunque sí otros. Mi madre denominaba los libros prohibidos «porquería con mayúsculas», pero Drácula no se encontraba entre ellos. Los únicos tres libros prohibidos que recuerdo con claridad son Peyton Place, Kings Row y El amante de lady Chatterly. A los trece años ya los había leído todos, y los tres me habían gustado, pero ninguno podía compararse con la novela de Bram Stoker, en la que horrores ancestrales colisionaban con la tecnología y las técnicas de investigación más modernas de la época. Aquel libro era sencillamente único.
Recuerdo con toda claridad y profundo afecto aquel libro de la biblioteca de Stratford. Poseía aquel aire acogedor y gastado que siempre tienen los libros de biblioteca muy solicitados, con las esquinas de las hojas dobladas, una mancha de mostaza en la página 331, el leve olor a whisky derramado en la 468… Solo los libros de biblioteca hablan con tal elocuencia muda de la influencia que las buenas historias ejercen sobre nosotros, de la permanencia inalterable y silenciosa de las buenas historias frente a la naturaleza efímera de los pobres mortales.
—Puede que no te guste —me advirtió mi madre—. Me parece que no es más que un montón de cartas.
Drácula constituyó mi primer encuentro con la novela epistolar y una de mis primeras incursiones en la ficción adulta. Resultó que no constaba tan solo de cartas, sino también de fragmentos de diario, recortes de periódicos y el exótico «diario fonográfico» del doctor Seward, conservado en cilindros de cera. Una vez disipado el desconcierto inicial ante aquel rosario de géneros, lo cierto es que me encantó el formato. Poseía cierta cualidad de fisgoneo justificado que me resultaba tremendamente atractiva. También me encantó la trama. Había muchos pasajes aterradores, como cuando Jonathan Harker se da cuenta de que está encerrado en el castillo del Conde, la sangrienta escena en que clavan la estaca a Lucy Westenra en su tumba, el instante en que abrasan la frente de Mina Murray Harker con la hostia consagrada… Pero lo que me provocó una reacción más acusada (no olvidemos que por entonces contaba tan solo nueve o diez años), fue el grupo de aventureros intrépidos que se lanzaba en ciega y valiente persecución del conde Drácula, ahuyentándolo de Inglaterra, siguiéndolo por toda Europa hasta su Transilvania natal, donde la trama alcanza su desenlace en el crepúsculo. Diez años más tarde, al descubrir la trilogía de El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, pensé: «Joder, esto no es más que una versión algo menos tenebrosa del Drácula de Stoker, con Frodo en el papel de Jonathan Harker, Gandalf en el papel de Abraham Van Helsing y Sauron en el papel del Conde». Creo que Drácula fue la primera novela adulta realmente satisfactoria que leí en mi vida, y supongo que no es de extrañar que me marcara tan pronto y de forma tan indeleble.
Al cabo de uno o dos años (por aquel entonces mi madre, mi hermano y yo ya habíamos abandonado Connecticut para regresar a nuestro Maine natal), descubrí una colección de cómics (con las cubiertas arrancadas) en una tienda llamada The Kennebec Fruit Company. Iban a cinco centavos el ejemplar. Algunos eran Clásicos Ilustrados (malos), había unos cuantos del Pato Donald (buenos) y muchos eran obras de E. C., tales como Cuentos desde la cripta y Cuentos de terror (los mejores de todos). En aquellos cómics descubrí una nueva raza de vampiros, mucho más brutales y físicamente monstruosos que el Conde de Stoker. Eran pesadillas pálidas y paranoides, de colmillos gigantescos y carnosos labios rojos. No succionaban con delicadeza como el conde Drácula succionaba las venas cada vez más maltrechas de Lucy Westenra. Los vampiros de E. C. creados por Al Feldstein y materializados de forma más repugnante aún por la pluma de Graham «Espeluznante» Ingels tendían a desgarrar, arrancar y hacer pedazos. En uno de los relatos, unos vampiros que regentaban un restaurante llegaban a instalar grifos en el cuello de sus víctimas moribundas, las suspendían boca abajo y bebían regueros rojos de plasma caliente como los niños beben de la manguera en el jardín. Y las víctimas no se limitaban a suspirar o gemir, como Lucy en su lecho virginal, sino que solían proferir gritos sobrecogedores que el autor plasmaba en largas ristras de es, ges e íes griegas, produciendo sonidos como «Eeeeeeeeeeeeeeeh», «Arrrrrggggghhh» y «Eyyyyyyyyyggggh», que más que sonidos parecían expectoraciones agonizantes. Aquellos vampiros no me asustaban, sino que me aterrorizaban por completo, poblando mis sueños con la boca muy abierta para mostrarme sus monstruosos dientes de caníbal.
Mi madre no aprobaba los cómics de E. C., pero tampoco me los prohibía. Eran una porquería, cosa que repetía a menudo, pero por lo visto no eran una «porquería con mayúsculas». Al cabo de un tiempo, yo mismo prescindí de ellos, tal como sin duda mi madre preveía, al igual que sabía que cuanto menos me diera la vara, antes lo haría, pero pese a ello no desterré de mi mente a aquellos vampiros, a su manera tan vividos y vitales como el Conde de Stoker. Tal vez incluso más vividos y vitales, porque a diferencia del conde Drácula, eran vampiros americanos. Algunos de ellos iban en coche…, tenían citas… Luego estaban los que regentaban los restaurantes de vampiros (donde, lo recuerdo bien, una de las especialidades eran las costras fritas). Madre mía, si ser propietario de un maldito restaurante no era símbolo del espíritu emprendedor americano de toda la vida…, ¿qué lo era?
Me reencontré con Drácula en 1971, cuando daba clases en un instituto, impartiendo una asignatura llamada «Fantasía y ciencia ficción». Releí el libro con cierto nerviosismo, sabedor de que un libro leído (y no solo leído, sino además estudiado y enseñado, aun cuando solo fuera en la escuela secundaria) a los veinticuatro años es muy distinto de un libro leído a los nueve o diez. Por lo general queda empequeñecido, pero los realmente geniales se engrandecen y proyectan sombras más largas. Y a pesar de ser obra de un hombre que no escribió muchas más obras notables (algunos relatos, tales como La casa del juez, todavía encierran cierta actualidad), Drácula es uno de los realmente geniales. A mis alumnos les gustó mucho, y yo diría que a mí me gustó aún más que a ellos.
Cierta noche, mientras revivía por segunda vez las aventuras del sanguinario Conde (solo di clases en secundaria durante dos años), pregunté a mi esposa qué habría ocurrido si Drácula no hubiera aparecido en el Londres de principios del siglo veinte, sino en la América de los años setenta.
—Probablemente habría aterrizado en Nueva York y habría acabado atropellado por un taxi, como Margaret Mitchell en Atlanta —me respondí a mí mismo con una carcajada.
Mi esposa, responsable de mis mayores éxitos, no coreó mis risas.
—¿Y si apareciera aquí, en Maine? —me replicó—. ¿Y si apareciera en la América rural? Al fin y al cabo, ¿su castillo no estaba en la campiña de Transilvania?
No me hizo falta más. Mi mente se llenó de posibilidades, algunas hilarantes, otras espantosas. Imaginé a un hombre, a una criatura de esas características, llevando a cabo sus mortíferas actividades en un pueblo. Los lugareños se parecerían mucho a los campesinos a los que gobernaba en su patria, y con ayuda de un par de tipos codiciosos como el agente de la propiedad inmobiliaria Larry Crockett, no tardaría en convertirse en lo que siempre había sido, el boyar, el dueño y señor.
Visualicé más cosas. El vampiro aristocrático de Stoker podía combinarse con las rollizas sanguijuelas de los cómics de E. C. para dar lugar a un híbrido popular a caballo entre el noble y el desgraciado sediento de sangre, como los zombis en La noche de los muertos vivientes de George Romero. Y en la América posvietnam que habitaba y aún amaba (con frecuencia muy a mi pesar), percibía una metáfora que simbolizaba todo lo que andaba mal en nuestra sociedad, donde los ricos se hacían cada vez más ricos y los pobres dependían de la beneficencia…, en el mejor de los casos.
También quería contar una historia que invirtiera la trama de Drácula. En la novela de Stoker, el optimismo de la Inglaterra victoriana lo ilumina todo como la luz eléctrica a la sazón recién inventada. Un mal ancestral llega a la ciudad y es vencido (no sin cierta dificultad, es cierto) por cazadores de vampiros de última generación, que recurren a transfusiones de sangre, taquigrafía y máquinas de escribir. Tal vez mi novela podía mirar por el otro extremo del telescopio, hacia un mundo en el que la luz eléctrica y demás inventos modernos ayudaran al maléfico ser a tornar casi imposible el hecho de creer en él. Ni siquiera el padre Callahan, ministro del Señor, alcanza a creer del todo en el señor Barlow, ni aun cuando se le presentan las pruebas delante de las narices…, y por ello Callahan es enviado al país de Nod, al este del Edén (en Salem’s Lot, Detroit representa el país de Nod). Me dije que en mi historia, lo más probable era que los vampiros vencieran, qué afortunados. A conducir esos coches, chicos. A regentar restaurantes… Bienvenidos a JERUSALEM’S LOT, ESPECIALIDAD EN MORCILLA FRESCA.
La historia no resultó exactamente así, como verán por ustedes mismos, porque algunos de mis personajes humanos acabaron siendo más fuertes de lo que había esperado. Requirió cierto valor permitir que se acercaran unos a otros tal como deseaban, pero hallé ese valor en mi interior. Si alguna vez he ganado alguna batalla como novelista, con toda probabilidad fue esa. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial (y sobre todo en los años transcurridos desde la guerra de Vietnam), a los escritores les resulta mucho más fácil imaginar calamidades, mucho más fácil crear personajes que se arrugan ante los reveses en lugar de crecerse. Descubrí que Ben Mears quería ser grande, que quería convertirse en un héroe, de hecho, y se lo permití. Nunca he lamentado mi decisión.
El misterio de Salem’s Lot se publicó originalmente en Doubleday en 1975. La novela ha quedado obsoleta en muchos aspectos (siempre he sido un escritor de cualidades más efímeras de lo que habría deseado), pero todavía me gusta lo suficiente para contarla entre mis predilectas. Me gusta la descripción que hace de un pueblo de Nueva Inglaterra. Me gusta la sensación de amenaza creciente que transmite. Me gustan sus reminiscencias intensas e intencionadas a Drácula y los cómics de E. C., donde los vampiros desgarraban y destrozaban en lugar de sorber delicadamente como aficionados arrogantes en una cata de vinos. Y lo que más me gusta es el momento en que despega como un pájaro enorme hacia un mundo donde se cuestionan todas las normas y todo es posible. En comparación, Carrie, el libro que escribí antes de este, casi se antoja patético. En El misterio de Salem’s Lot se percibe más seguridad, más voluntad de hacer gracia («El mundo se desmorona a nuestro alrededor, y tú obsesionado por un puñado de vampiros», se queja uno de los personajes), más ganas de buscar los límites. En cierto modo, esta novela fue mi puesta de largo.
La mujer que me trajo Drácula de la biblioteca pública de Stratford no llegó a leer El misterio de Salem’s Lot. Para cuando terminé el primer borrador estaba demasiado enferma para leer, ella, una mujer que había leído con tanta pasión a lo largo de toda su vida, y para cuando salió publicada la novela, había muerto. Si la hubiera leído, quiero pensar que habría acabado las últimas cien páginas en una de sus sesiones maratonianas de lectura, fumando un cigarrillo tras otro, para luego cerrarlo, echarse a reír, dejarlo a un lado (no sin cierto cariño) y calificarlo de porquería.
Pero quizá no de porquería con mayúsculas.
Longboat Key, Florida
24 de febrero de 1999