2 de octubre de 1850
QUERIDO BONES:
Qué alegría me llevé al entrar en el frío y húmedo vestíbulo de Chapelwaite, con todos los huesos doloridos por el viaje en aquel abominable carruaje, ansioso por aliviar mi repleta vejiga… y hallar una carta dirigida a mí y garabateada en tu caligrafía inconfundible sobre la espantosa mesilla de cerezo junto a la puerta. Quede constancia de que procedí a descifrarla inmediatamente después de aplacar mis necesidades fisiológicas (en un gélido y ornamentado baño de la planta baja, donde el aliento me brotaba de los labios en vaharadas).
Me llena de alegría saber que te has recuperado del miasma que te ha atenazado los pulmones durante tanto tiempo, si bien te aseguro que comprendo el dilema moral que te ha planteado el remedio. Un abolicionista enfermo sanado gracias al clima soleado de la esclavista Florida… A pesar de ello, Bones, como amigo que también se ha adentrado en el valle de las sombras, te ruego que te cuides y no regreses a Massachusetts hasta que tu cuerpo se haya recobrado por completo. Tu mente privilegiada y tu incisiva pluma de nada nos sirven si no sigues entre nosotros, y si las tierras del Sur poseen propiedades sanadoras, ¿acaso no encierra este hecho cierta justicia poética?
Sí, la casa es tan hermosa como me habían dado a entender los albaceas de mi primo, pero también bastante más siniestra. Se halla situada en lo alto de una inmensa lengua de tierra a unos cinco kilómetros al norte de Falmouth y unos trece kilómetros al norte de Portland. Tras ella se extienden unos cuatro acres de tierra ahora abandonados hasta extremos inimaginables. Hay enebros, campánulas silvestres, arbustos y diversas clases de plantas trepadoras que se encaraman salvajes a los pintorescos muros de piedra que separan la finca del pueblo. Horripilantes imitaciones de estatuas griegas asoman ciegas por entre la maleza en lo alto de diversos promontorios, en su mayoría con aspecto de estar a punto de abalanzarse sobre cualquiera que se aventure a pasar por allí. Por lo visto, los gustos de mi primo Stephen abarcaban desde lo inaceptable a lo sencillamente espantoso. Hay una extraña casita de verano casi sepultada bajo el zumaque y un grotesco reloj de sol instalado en el centro de lo que antaño debía de ser un huerto. Dicho reloj confiere el último toque de demencia.
No obstante, las vistas que se disfrutan desde el salón contrarrestan con creces los defectos. Desde ahí se divisa una panorámica espectacular de las rocas acumuladas al pie de Chapelwaite Head y del propio Atlántico. Todo ello puede contemplarse a través de un inmenso ventanal curvo junto al que hay un enorme secreter con forma de sapo. Dicho mueble me servirá para empezar la novela de la que llevo hablando tanto tiempo (y sin duda para hastío de todos).
Hoy ha sido un día gris puntuado por chubascos. El paisaje que contemplo parece un estudio en tonos pizarra: las rocas antiguas y gastadas como el Tiempo; el cielo; y, por supuesto, el mar que choca contra los colmillos pétreos con un sonido que más que sonido es una vibración… Siento el azote de las olas en los pies mientras escribo, y la sensación no resulta del todo desagradable.
Sé que desapruebas mis hábitos solitarios, querido Bones, pero te aseguro que estoy bien y soy feliz. Me acompaña Calvin, tan práctico, silencioso y digno de confianza como siempre, y estoy convencido de que a mediados de semana ya nos habremos instalado y dado los pasos necesarios para el envío de provisiones desde el pueblo…, además he encontrado a una cuadrilla de mujeres para que empiecen a limpiar el polvo de este lugar.
Ahora te dejo. Quedan tantas cosas por ver, tantas habitaciones por explorar… y sin duda alguna mil muebles execrables por contemplar con estos mis ojos de niño. Una vez más te doy las gracias por el calor familiar que me ha aportado tu misiva y por tu constante apoyo.
Recibe un saludo y transmíteselo también a tu esposa.
CHARLES
6 de octubre de 1850
QUERIDO BONES:
¡Menudo lugar!
Sigue asombrándome, al igual que las reacciones de los habitantes del pueblo más próximo ante mi presencia. El pueblo es un lugar extraño que recibe el pintoresco nombre de Preacher’s Corners.[7] Es allí donde Calvin ha encargado el envío semanal de provisiones. Asimismo, hemos concertado el suministro de leña suficiente para pasar el invierno. Sin embargo, Calvin regresó a casa con el semblante sombrío.
—¡Creen que está usted loco, señor Boone! —me repuso con expresión lúgubre cuando le pregunté qué le sucedía.
Me eché a reír y repliqué que quizá habían oído hablar de las fiebres cerebrales que padecí tras la muerte de mi Sarah… Sin duda alguna dije muchas locuras en aquellos momentos, como tú bien puedes atestiguar.
Pero Cal aseguró que nadie sabía nada de mí salvo a través de mi primo Stephen, que contrató los mismos servicios que yo ahora.
—Lo que se comenta, señor, es que cualquier persona que viva en Chapelwaite debe de haber perdido el juicio o bien corre el riesgo de perderlo.
Aquellas palabras me dejaron estupefacto, como puedes imaginar, y le pregunté quién le había dicho algo tan asombroso. Me contestó que lo habían enviado a ver a un huraño y más bien chiflado leñador llamado Thompson, dueño de cuatrocientos acres de pinos, abedules y piceas, que explota con ayuda de sus cinco hijos para vender la madera a las serrerías de Portland y los propietarios de las inmediaciones.
Cuando Cal, ajeno a tan extraños prejuicios, le indicó la dirección en la que debía entregar la leña, el tal Thompson se lo quedó mirando con la boca abierta de par en par antes de responder que enviaría a sus hijos con la leña a plena luz del día y por el camino de la costa.
Calvin, que por lo visto malinterpretó mi extrañeza como inquietud, se apresuró a añadir que el hombre apestaba a whisky barato y que en un momento dado había empezado a contar sandeces acerca de un pueblo abandonado y los parientes del primo Stephen…, ¡y gusanos! Calvin cerró el trato con uno de los hijos de Thompson, que por lo visto era bastante mohíno y tampoco iba muy sobrio ni olía demasiado bien. Al parecer se produjo una reacción similar en Preacher’s Corners, en el almacén al que Cal acudió para hablar con el tendero, si bien este se manifestó en términos más sutiles y cercanos a la habladuría.
Nada de todo esto me altera; todos sabemos que a los campesinos les apasiona enriquecer sus vidas con escándalos y mitos, y supongo que el pobre Stephen y su parte de la familia constituían un blanco fácil. Tal como le dije a Cal, un hombre que halla la muerte al caer como quien dice desde el porche tiene muchas probabilidades de suscitar chismes.
Por su parte, la casa continúa siendo una fuente constante de sorpresas. ¡Hay veintitrés habitaciones, Bones! Los revestimientos de madera de las plantas superiores y de la galería de los retratos está algo enmohecida, aunque sigue resistente. De pie en el dormitorio de mi difunto primo oí las ratas corretear tras ellos, y debían de ser enormes a juzgar por el estruendo que armaban, casi como si tras las paredes caminaran personas. No me haría ninguna gracia tropezarme con una de esas ratas de noche…, ni tampoco de día, a decir verdad. Sin embargo, no he visto agujeros ni excrementos por ninguna parte. Resulta extraño.
La galería superior está atestada de retratos pésimos en marcos que deben de valer una fortuna. Algunos guardan cierto parecido con Stephen tal como lo recuerdo. Creo que he identificado a mi tío Henry Boone y a su esposa, Judith, pero los demás me resultan desconocidos. Supongo que uno de ellos podría ser Robert, mi notorio abuelo. Pero lo cierto es que apenas conozco a la familia de Stephen, algo que lamento profundamente. En estos retratos, a pesar de su escasa calidad, brilla el mismo buen humor que se translucía en las cartas que Stephen nos enviaba a mi esposa y a mí, el mismo intelecto agudo. ¡Las familias se separan por las razones más estúpidas! Una disputa en torno a un escritorio, unas palabras amargas cruzadas por hermanos muertos hace tres generaciones, y todos los descendientes inocentes se ven innecesariamente afectados. No puedo por menos de pensar en la fortuna de que tú y John Perry lograrais localizar a Stephen cuando parecía que estaba a punto de seguir a mi Sarah al otro mundo… y en el infortunio de que la casualidad nos impidiera reunimos en persona. ¡Cómo me habría gustado oírlo defender las estatuas y los muebles ancestrales!
Pero no querría denigrar la casa en exceso. Es cierto que los gustos de Stephen no coinciden con los míos, pero bajo la capa de sus adquisiciones hay piezas (algunas de ellas protegidas por sábanas en las estancias de las plantas superiores) que sin lugar a dudas son obras maestras. Hay camas, mesas y pesadas y oscuras cómodas de teca y caoba. Asimismo, muchos de los dormitorios, recibidores, el estudio de arriba y el saloncito poseen una suerte de sombrío encanto. Los pavimentos son de una excelente tarima de pino que reluce con una enigmática luz interior. Es un lugar lleno de dignidad, dignidad y el peso de los años. Aún no puedo afirmar que me guste, pero lo respeto. Ansió verlo cambiar a medida que atravesemos las metamorfosis de este clima septentrional.
Dios mío, no te entretengo más. Escribe pronto, Bones. Háblame de tus progresos y dame noticias de Petty y los demás. Y te lo ruego, no cometas el error de intentar convencer con excesiva vehemencia a tus nuevas amistades sureñas de tus opiniones. Tengo entendido que no todos se conforman con responder de palabra, como nuestro prolijo «amigo» el señor Calhoun.
Tu amigo,
CHARLES
16 de octubre de 1850
QUERIDO CHARLES:
Hola, ¿cómo estás? He pensado en ti con frecuencia desde que me instalé en Chapelwaite y esperaba tener noticias tuyas, pero acabo de recibir una carta de Bones en la que me indica que olvidé dejar mi dirección en el club. No te quepa duda de que habría acabado escribiéndote, pues en ocasiones tengo la impresión de que mis verdaderos y leales amigos son lo único cierto y completamente normal que me queda en el mundo. ¡Cómo nos hemos dispersado, Dios mío! Tú en Boston, escribiendo fielmente para The Liberator (adonde por cierto también he enviado mis señas), Hanson en Inglaterra, inmerso en otra de sus malditas expediciones, y el pobre Bones en la boca del lobo, recuperándose de su afección pulmonar.
Por aquí todo va tan bien como cabe esperar, Dick, y te prometo que te haré llegar un relato exhaustivo cuando no ande tan ajetreado con ciertos asuntos. Creo que tu mente de inclinaciones jurídicas se sentiría intrigada por ciertos sucesos que tienen lugar en Chapelwaite y alrededores.
Pero entretanto tengo que pedirte un favor, si no es molestia. ¿Recuerdas al historiador al que me presentaste en la cena que el señor Clary organizó a fin de recaudar fondos para la causa? Si no recuerdo mal, se llama Bigelow. En cualquier caso, mencionó que había adquirido la afición de coleccionar fragmentos de sabiduría histórica acerca de la zona en la que ahora resido. El favor que te pido es el siguiente: ¿Podrías ponerte en contacto con él y preguntarle qué hechos, relatos populares o incluso habladurías conoce acerca de un pequeño pueblo desierto llamado Jerusalem’s Lot, si es que sabe algo al respecto? Se halla cerca de un pueblo llamado Preacher’s Corners, a orillas del río Royal, un afluente del Androscoggin que desemboca en este río unos quince kilómetros antes de su desembocadura, situada en las inmediaciones de Chapelwaite. Me complacería mucho y, lo que es más importante, cabe la posibilidad de que se trate de un asunto de cierta relevancia.
Al releer esta misiva compruebo que tal vez he sido un poco escueto contigo, Dick, lo cual lamento profundamente. Te prometo que te lo explicaré todo en breve y hasta entonces te envío mis más cordiales saludos y te ruego los transmitas también a tu esposa y a tus dos magníficos hijos.
Tu amigo,
CHARLES
16 de octubre de 1850
QUERIDO BONES:
Tengo que contarte una historia que tanto a mí como a Cal nos parece algo extraña (e incluso inquietante) para que me des tu opinión. Cuando menos es posible que sirva para entretenerte mientras batallas con los mosquitos.
Dos días después de que te enviara mi última carta, llegó a Chapelwaite un grupo de cuatro mujeres jóvenes procedentes de Preacher’s Corners bajo la supervisión de una dama de cierta edad y semblante formidable llamada señora Cloris, a fin de poner orden en la casa y eliminar parte del polvo que me hace estornudar a cada paso. Todas ellas parecían nerviosas mientras trabajaban, y de hecho una atolondrada jovencita profirió un chillido cuando entré en el salón de la planta superior donde ella estaba limpiando.
Interrogué a la señora Cloris al respecto (estaba limpiando el vestíbulo principal con una determinación implacable que te habría impresionado, el cabello recogido en un viejo pañuelo desvaído) y ella se volvió hacia mí.
—No les gusta la casa ni a mí tampoco, señor, porque siempre ha sido una casa mala —me espetó con aire resuelto y sombrío.
Me quedé boquiabierto ante aquella declaración.
—No quiero decir que Stephen Boone no fuera un buen hombre —prosiguió en tono algo más amable—, porque lo era. Yo venía a limpiar cada dos jueves durante todo el tiempo que pasó aquí, al igual que limpiaba para su padre, el señor Randolph Boone, hasta que él y su esposa desaparecieron en 1816. El señor Stephen era un hombre bondadoso y amable, y usted también lo parece… Disculpe que le hable con tanta franqueza, pero no sé expresarme de otra manera…; pero la casa es mala y siempre lo ha sido, y ningún Boone ha sido feliz aquí desde que su abuelo Robert y su hermano Philip se pelearon por una serie de objetos robados (en este punto se detuvo un instante con expresión casi culpable) en 1789.
¡Menuda memoria tiene esta gente, Bones!
—La casa se construyó sobre cimientos de desdicha, sus ocupantes han vivido en ella desdichados, se ha derramado sangre sobre sus suelos (no sé si lo sabes o no, Bones, pero mi tío Randolph estuvo implicado en un accidente acaecido en la escalera del sótano que segó la vida de su hija Marcella y que a su vez lo impulsó a él al suicidio. Stephen me refirió el accidente en una de sus cartas con ocasión del cumpleaños de su difunta hermana), ha habido desapariciones y accidentes. He trabajado aquí muchos años, señor Boone, y no soy ni ciega ni sorda. He oído sonidos horripilantes en las paredes, señor, horripilantes. Golpes de toda clase y en una ocasión un extraño alarido que casi parecía una carcajada y que me heló la sangre en las venas. Es un lugar siniestro.
Y dicho aquello enmudeció, tal vez temerosa de haberse ido de la lengua.
En cuanto a mí, no sabía si ofenderme, echarme a reír, sentir curiosidad o reaccionar con total ecuanimidad. Me temo que la risa ganó la partida.
—¿Y qué sospecha usted, señora Cloris? ¿Que hay fantasmas con cadenas por toda la casa?
Pero la señora Cloris se limitó a clavarme una mirada extraña.
—Es posible que haya fantasmas en la casa, pero no son fantasmas lo que acecha detrás de las paredes. No son fantasmas los que gimen y aúllan como almas en pena, los que corren dando tumbos en la oscuridad. Son…
—Vamos, señora Cloris —la insté—. Ahora ya no puede echarse atrás. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?
En su rostro se pintó una extraña mezcla de terror, desafío y juraría que… fervor religioso.
—Algunos no mueren —susurró—. Algunos viven en las sombras del crepúsculo entre ambos mundos para servirle a Él.
Y no añadió nada más. Intenté tirarle de la lengua unos minutos más, pero lo único que hizo fue obstinarse cada vez más y negarse a hablar. Terminé por desistir, temeroso de que decidiera recoger sus cosas y marcharse.
Este es el fin de un episodio, pero el segundo tuvo lugar la noche siguiente. Calvin había encendido el fuego en la planta baja, y yo estaba sentado en el salón, dormitando ante un ejemplar del Intelligencer y escuchando a medias el golpeteo de la lluvia contra el ventanal panorámico. Me sentía tan cómodo como solo podemos sentirnos en noches como aquella, cuando fuera todo es inhóspito y dentro todo es cálido y acogedor. Pero al cabo de unos instantes, Calvin apareció en el umbral con aspecto entre emocionado e inquieto.
—¿Está usted despierto, señor? —me preguntó.
—Apenas —repuse—. ¿Qué ocurre?
—He encontrado algo arriba que debería usted ver —explicó con el mismo aire de emoción contenida.
Me levanté y lo seguí.
—Estaba leyendo un libro en el estudio de arriba, un libro bastante extraño, por cierto, cuando oí un ruido en la pared —explicó mientras subíamos por la amplia escalera.
—Ratas —comenté—. ¿Eso es todo?
Calvin se detuvo en el rellano y me lanzó una mirada solemne. La lámpara proyectaba extrañas y amenazadoras sombras sobre los cortinajes oscuros y los retratos apenas vislumbrados que ahora parecían más lascivos que sonrientes. Fuera, el viento emitió un breve aullido antes de amainar a regañadientes.
—No eran ratas —afirmó Cal—. Oí una especie de golpe detrás de la librería, y luego un gorgoteo horrible…, horrible de verdad, señor. Y unos arañazos, como si algo intentara liberarse… ¡para atacarme!
Ya puedes figurarte mi asombro, Bones. Calvin no es persona proclive a los ataques de histeria ni a la imaginación desbocada. Empezaba a parecer que este lugar encierra un misterio a fin de cuentas, y tal vez un misterio desagradable.
—¿Y? —le pregunté.
Para entonces caminábamos por el pasillo, y vi la luz procedente del estudio derramarse sobre el suelo de la galería. La contemplé con cierto nerviosismo; la noche ya no se me antojaba cálida y acogedora.
—Los arañazos se detuvieron. Al cabo de unos instantes volví a oír unos golpes, esta vez alejándose de mí. Pararon un momento, y le juro que oí una risa extraña, casi inaudible. Me acerqué a la librería y empecé a tirar y empujar, creyendo que tal vez había alguna división o una puerta secreta.
—¿Y encontraste una?
Cal se detuvo ante la puerta del estudio.
—No, pero… encontré esto.
Al entrar vi una abertura cuadrada negra en la librería izquierda. En ese punto, los libros no eran más que lomos falsos, y lo que Cal había encontrado era un pequeño escondrijo. Lo alumbré con la lámpara y no vi más que un montón de polvo que sin duda llevaba décadas allí.
—Solo había esto —musitó Cal al tiempo que me alargaba un folio amarillento.
Era un mapa ejecutado con trazos finísimos de tinta negra, el mapa de un pueblo. Mostraba unos siete edificios, y uno de ellos, marcado claramente con un campanario, portaba una leyenda: El Gusano que Corrompe.
En el rincón superior izquierdo, una flecha señalaba lo que debía de ser el extremo noroccidental del pueblo, y debajo se veía la inscripción CHAPELWAITE.
—Alguien del pueblo mencionó subrepticiamente un pueblo desierto llamado Jerusalem’s Lot, un lugar al que nadie se acerca.
—Pero ¿y esto? —inquirí al tiempo que señalaba la extraña leyenda bajo el campanario.
—No lo sé.
En aquel instante me acudió a la memoria un comentario resuelto aunque temeroso de la señora Cloris.
—El Gusano… —murmuré.
—¿Sabe usted algo, señor Boone?
—Tal vez… Sería divertido buscar ese pueblo mañana, ¿no te parece, Cal?
Cal asintió con ojos relucientes. Después de aquello pasamos casi una hora buscando alguna abertura en la pared tras el compartimento que había encontrado Cal, pero sin éxito. Tampoco se repitieron los sonidos que me había descrito.
Nos retiramos sin que acaeciera ningún otro episodio extraordinario.
A la mañana siguiente, Cal y yo nos adentramos en el bosque. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía encapotado y amenazador. Advertí que Cal me miraba con cierto escepticismo, por lo que me apresuré a asegurarle que si me fatigaba o si el trayecto resultaba ser demasiado largo, no vacilaría en interrumpir la empresa. Llevábamos con nosotros el almuerzo, una excelente brújula Buckwhite y, por supuesto, el viejo y extraño mapa de Jerusalem’s Lot.
Hacía un día peculiar, sombrío. No oímos el trino de ningún pájaro ni vimos animal alguno mientras atravesábamos el espeso bosque de pinos inmensos y oscuros en dirección sudeste. Los únicos sonidos que escuchábamos eran nuestras pisadas y el choque rítmico del Atlántico contra las rocas. El olor a mar, casi sobrenaturalmente intenso, nos acompañó en todo momento.
Apenas habíamos recorrido tres kilómetros cuando topamos con uno de esos senderos cubiertos de maleza que, si la memoria no me falla, antaño recibían el nombre de «sendero de pana». El camino discurría más o menos en la dirección que nos interesaba, de modo que lo enfilamos a buen paso. Apenas hablábamos; la cualidad quieta y ominosa del día nos había bajado el ánimo.
Alrededor de las once oímos el borboteo de un río. Al poco, el sendero describió un recodo cerrado hacia la izquierda, y en la orilla opuesta de un riachuelo rápido de aguas oscuras, como una aparición, se alzaba Jerusalem’s Lot.
El riachuelo tenía unos tres metros de anchura, y lo atravesaba un puente cubierto de musgo. Al otro lado, Bones, vimos el pueblecito más perfecto que cabe imaginar. Estaba deteriorado, como es natural, pero al mismo tiempo increíblemente bien conservado. Cerca de la empinada ribera se erigían varias casas edificadas en el estilo austero pero magnífico que tan justamente famosos hizo a los puritanos. Más allá, a lo largo de una vía principal cubierta de maleza, había tres o cuatro construcciones que quizá antaño fueran comercios, y tras ellos se alzaba la aguja del campanario marcado en el mapa, una punta que se recortaba contra el cielo gris, indescriptiblemente sombría con su pintura desconchada y su cruz deslustrada y ladeada.
—El nombre le viene como anillo al dedo —musitó Cal junto a mí.
Cruzamos el puente y empezamos a explorarlo… Y aquí es donde el relato se torna algo estrafalario, Bones, de modo que prepárate.
Mientras caminábamos entre los edificios nos dio la impresión de que el aire se hacía pesado, plúmbeo. Las estructuras se hallaban en mal estado, con postigos arrancados, tejados hundidos bajo el peso de nevadas pasadas, ventanas polvorientas y rotas. Las sombras proyectadas por los recovecos y los ángulos distorsionados parecían agruparse en charcos siniestros.
Decidimos entrar primero en una vieja y destartalada taberna, porque de algún modo no nos parecía apropiado invadir ninguna de las casas en las que la gente se refugiaba para gozar de intimidad. Sobre la puerta astillada, un rótulo ancestral y desvaído por la intemperie anunciaba que aquello había sido LA POSADA Y TABERNA DE BOAR. La puerta chirrió de un modo sobrecogedor sobre la única bisagra que le quedaba, y nos adentramos en el establecimiento envuelto en sombras. El hedor del moho y la podredumbre resultaba casi insoportable, y bajo él parecía acechar un olor más profundo, viscoso y pestilente, un olor a antigüedad, a descomposición, que podía asociarse al hedor que despediría un sepulcro profanado. Me llevé el pañuelo a la nariz, y Cal siguió mi ejemplo. Acto seguido paseamos la mirada por la taberna.
—Dios mío, señor… —masculló Cal con voz débil.
—Nadie lo ha tocado —terminé la frase por él.
Y así era. Las mesas y sillas seguían en sus puestos como centinelas espectrales, polvorientas y retorcidas a causa de los cambios extremos de temperatura tan propios de Nueva Inglaterra, pero por lo demás estaban en perfecto estado, como si hubieran esperado durante largas y silenciosas décadas a que los que se habían ido volvieran a entrar para pedir una pinta o una copita, para jugar a cartas y encender sus pipas de arcilla. Junto a la hoja de normas del establecimiento colgaba un pequeño espejo… intacto. ¿Comprendes la importancia de este hecho, Bones? Los niños siempre exploran y cometen actos de vandalismo; no existe una sola casa «encantada» que conserve una ventana intacta, por aterradores que fueran sus sobrenaturales moradores según las habladurías; no existe un solo cementerio tenebroso en el que los chiquillos traviesos no hayan arrancado al menos una lápida. Sin lugar a dudas debe de haber un número considerable de chiquillos traviesos en Preacher’s Corners, a apenas tres kilómetros de Jerusalem’s Lot. Sin embargo, el espejo del posadero (que sin duda debía de haberle costado su buen dinero) seguía intacto, al igual que los demás objetos frágiles que encontramos durante nuestra exploración. Los únicos daños visibles en Jerusalem’s Lot eran obra de la naturaleza, siempre impersonal. La implicación es evidente: Jerusalem’s Lot es un pueblo al que nadie se acerca. Pero ¿por qué? Me he forjado alguna idea al respecto, pero antes de osar revelarla, debo pasar a narrarte el inquietante desenlace de nuestra visita.
Subimos a las habitaciones y encontramos camas hechas, con jarras de peltre pulcramente colocadas junto a ellas. La cocina se conservaba igual de intacta salvo por el polvo de los años y ese espantoso olor a descomposición. La taberna sería el paraíso de cualquier anticuario. Sin duda alguna, el antiguo y estrambótico fogón se vendería por un precio considerable en una subasta de Boston.
—¿Qué te parece, Cal? —inquirí cuando salimos de nuevo a la precaria luz del día.
—Me da mala espina, señor Boone —repuso con su habitual actitud lastimera—, y creo que debemos ver más para averiguar más.
Apenas si prestamos atención a los demás comercios. Había una suerte de hostal con artículos de cuero enmohecidos aún colgados de clavos oxidados, un colmado, un almacén en cuyo interior aún había pilas de madera de roble y de pino, una herrería…
Entramos en dos casas de camino a la iglesia situada en el centro del pueblo. Ambas eran de impecable estilo puritano, ambas estaban atestadas de objetos por los que un coleccionista habría dado un brazo, y ambas estaban desiertas e impregnadas del mismo hedor a podredumbre.
En aquel lugar no parecía vivir ni moverse nada salvo nosotros. No vimos insectos, pájaros ni tan siquiera telas de araña en las ventanas. Tan solo polvo.
Por fin llegamos a la iglesia. Se cernía sobre nosotros, sombría, formidable, gélida. Las ventanas aparecían negras por la penumbra que anidaba tras ellas, y toda santidad la había abandonado años antes, de eso estoy convencido. Subimos la escalinata, y apoyé la mano sobre el gran llamador de hierro. Cal y yo cambiamos una mirada también sombría. Por fin abrí la puerta. ¿Cuánto tiempo llevaría cerrada? Me atrevería a afirmar sin temor a equivocarme que mi mano era la primera que la tocaba en los últimos cincuenta años, tal vez más. Las bisagras oxidadas chirriaron. El olor a podredumbre y descomposición nos azotó de un modo casi palpable. Cal sufrió una arcada y volvió involuntariamente la cabeza para aspirar una bocanada de aire algo más puro.
—Señor —farfulló—, ¿está seguro de que…?
—Estoy bien —lo atajé con calma.
Pero en realidad no me sentía calmado, Bones, ni ahora tampoco. Creo, al igual que Moisés, que Jeroboam, que el clérigo Increase Mather y que nuestro propio Hanson (cuando se halla en un estado de ánimo filosófico), que existen lugares espiritualmente contaminados, edificios donde la leche del cosmos se ha agriado. Esa iglesia es uno de esos lugares, estaría dispuesto a jurarlo.
Entramos en un vestíbulo alargado en el que había un polvoriento perchero y una estantería para misales. El vestíbulo carecía de ventanas. Aquí y allá se veían hornacinas con quinqués. Me pareció una estancia anodina hasta que oí la exclamación ahogada de Cal y vi lo que él acababa de ver.
Era una obscenidad.
Solo oso describir aquel cuadro insertado en un intrincado marco de la siguiente forma: estaba pintado en el estilo carnoso de Rubens, mostraba una aberración grotesca de las figuras de la Virgen y el Niño, y una serie de criaturas extrañas reptaban entre las sombras del fondo.
—Dios mío —musité.
—Dios no está aquí —replicó Calvin, y sus palabras quedaron suspendidas en el aire.
Abrí la puerta que conducía a la propia iglesia, y el hedor se convirtió en un miasma casi intolerable.
En la semipenumbra de aquella tarde, los bancos se extendían como fantasmas hasta el altar, junto al que se alzaba un alto púlpito de roble y un nártex en el que relucía un objeto de oro.
Con una suerte de sollozo, Calvin, ferviente protestante donde los haya, se santiguó, y yo seguí su ejemplo… Porque el objeto de oro era una enorme y hermosa cruz…, pero colgada del revés, el símbolo de la Misa Satánica.
—Debemos mantener la calma —me oí decir—. Debemos mantener la calma, Calvin. Debemos mantener la calma.
Pero una sombra se había apoderado de mi corazón y me asusté como nunca me había asustado. He caminado bajo el paraguas de la muerte y creía que no existía nada más tenebroso. Pero sí existe. Existe.
Recorrimos el pasillo central. Nuestras pisadas reverberaban sobre nuestras cabezas y a nuestro alrededor mientras dejábamos huellas en el polvo. En el altar había más objetos artísticos, pero no quiero, no puedo pensar en ellos.
Empecé a subir la escalera del púlpito.
—¡No, señor Boone! —exclamó Cal de repente—. Tengo miedo…
Pero para entonces ya había llegado a lo alto de la escalera. En el atril yacía abierto un enorme libro escrito en latín y en runas muy apretadas que a mis ojos de profano se antojaron escritura druida o precelta. Te adjunto una tarjeta en la que he trazado de memoria algunos de aquellos símbolos.
Cerré el libro y leí las palabras estampadas en la cubierta de cuero. De Vermis Mysteriis. Tengo el latín bastante oxidado, pero guardo en la memoria conocimientos suficientes para traducir el título: Los Misterios del Gusano.
En cuanto lo toqué, la iglesia maldita y el rostro blanco de Calvin parecieron ondular ante mí. Asimismo me pareció oír el canto grave de muchas voces llenas de un temor sobrecogedor y ansioso a un tiempo. Y bajo aquel sonido escuché otro que saturaba las entrañas de la tierra. No me cabe duda de que se trataba de una alucinación, pero en aquel instante, la iglesia se llenó de un sonido muy real que tan solo alcanzo a describir como una suerte de rotación inmensa bajo mis pies. El púlpito tembló bajo mis dedos, al igual que la cruz profanada en la pared.
Cal y yo salimos juntos, dejando atrás aquella guarida de tinieblas, y ninguno de los dos osó mirar atrás hasta después de cruzar los toscos tablones del puente. No diré que mancillamos los mil novecientos años que el hombre ha necesitado para convertirse de un salvaje encorvado y supersticioso en el ser civilizado que es hoy echándonos a correr, pero por otro lado mentiría si dijera que regresamos dando un paseo.
He aquí mi relato. No entorpezcas tu recuperación temiendo por la posibilidad de que la fiebre haya vuelto a apoderarse de mí; Cal es testigo de cuanto he escrito en estas páginas hasta el instante en que oímos aquel horripilante sonido.
Terminaré esta carta diciendo que desearía poder verte (sabedor de que buena parte de mi desconcierto se desvanecería al instante) y que siempre seré tu fiel amigo y admirador.
CHARLES
19 de octubre de 1850
APRECIADOS CABALLEROS:
En la edición más reciente de su catálogo de artículos para el hogar (a saber, la edición de verano de 1850), he reparado en un preparado llamado El Terror de las Ratas. Estoy interesado en la compra de una (1) lata de 2 kilos de dicho preparado al precio indicado de treinta centavos (0,30 $). Adjunto el franqueo correspondiente y les ruego envíen el producto a las siguientes señas: Calvin McCann, Chapelwaite, Preacher’s Corners, condado de Cumberland, Maine.
Les agradezco de antemano su atención y los saludo atentamente,
CALVIN McCANN
19 de octubre de 1850
QUERIDO BONES:
Sucesos de naturaleza inquietante.
Los ruidos de la casa se han intensificado, y cada vez me acerco más a la conclusión de que no solo son ratas lo que se mueve dentro de las paredes. Calvin y yo realizamos otra exploración infructuosa en busca de ranuras o pasadizos ocultos, sin hallar nada en absoluto. ¡No encajaríamos en las novelas románticas de la señora Radcliffe! No obstante, Cal afirma que gran parte de los sonidos proceden del sótano, el cual tenemos intención de examinar mañana. No me tranquiliza el hecho de saber que la hermana del primo Stephen halló allí su intempestiva muerte.
Por cierto, su retrato se encuentra en la galería de arriba. Marcella Boone era una joven de belleza triste, si el artista la captó con pincel certero, y me consta que no llegó a contraer matrimonio. En ocasiones pienso que la señora Cloris estaba en lo cierto al afirmar que esta casa es mala. Desde luego no ha proporcionado más que desdicha a sus ocupantes pasados.
Tengo más cosas que contarte acerca de la temible señora Cloris, pues hoy he sostenido una segunda conversación con ella. Por ser la persona más sensata que he conocido hasta la fecha en Preacher’s Corners, decidí recurrir a ella tras un desagradable episodio que ahora te referiré.
La leña que habíamos encargado debería haber llegado esta mañana, y al ver que el mediodía llegaba y pasaba sin que la madera hiciera su aparición, decidí dirigir mi paseo diario al pueblo con el objetivo de visitar a Thompson, el hombre a quien Cal había encomendado el pedido.
Ha hecho un día precioso, de radiante y fresco aire otoñal, y al llegar a la finca de Thompson (Cal, que se había quedado en casa para seguir hurgando en la biblioteca del primo Stephen, me había dado indicaciones precisas), me encontraba de mejor humor que en los días anteriores, dispuesto a perdonar el retraso de Thompson.
El lugar era un amasijo en malas hierbas y edificios deteriorados y necesitados de una mano de pintura. A la izquierda del granero, una enorme cerda, preparada para la matanza de noviembre, gruñía y se revolcaba en una pocilga embarrada, y en el patio salpicado de desperdicios que mediaba entre la casa y los edificios anexos, una mujer ataviada con un raído vestido de guinga alimentaba a las gallinas con el grano acumulado en su delantal. Cuando la saludé, la mujer volvió su rostro pálido y vacuo hacia mí.
Resultó impresionante presenciar el cambio repentino que se produjo en su expresión, de un vacío absoluto, propio de una débil mental, al más frenético de los terrores. Tan solo me cabe suponer que me tomó por el propio Stephen, pues alzó la mano y me dedicó la señal del diablo al tiempo que profería un grito. El pienso de las gallinas se desparramó por todas partes, y las aves se dispersaron entre cloqueos histéricos.
Antes de que yo pudiera emitir sonido alguno, un hombre de gran corpulencia, ataviado tan solo con unos calzoncillos largos, salió de la casa con un rifle en una mano y una jarra en la otra. A juzgar por sus ojos enrojecidos y su andar inseguro, deduje que se trataba de Thompson el Leñador.
—¡Un Boone! —vociferó—. ¡Maldita sea su estampa!
Dejó caer la jarra e imitó la señal de su esposa.
—He venido —empecé con toda la ecuanimidad que logré reunir dadas las circunstancias—, porque la leña no ha llegado a mi casa. Según el trato que cerró con mi ayudante…
—¡Maldito sea su ayudante! —me interrumpió.
Y por primera vez advertí que bajo su brusquedad de gallito anidaba auténtico miedo, y empecé a temer en serio que disparara contra mí impulsado por el nerviosismo.
—Como gesto de cortesía, podría usted… —insistí.
—¡Maldita sea su cortesía!
—Muy bien —espeté con toda la dignidad de que fui capaz—. En tal caso le deseo buenos días y me despido hasta que se haya dominado.
Dicho aquello giré sobre mis talones y enfilé el camino de regreso al centro del pueblo.
—¡No vuelva por aquí! —me gritó—. ¡Quédese con sus monstruos ahí arriba! ¡Maldito, maldito, maldito!
En aquel momento me arrojó una piedra que me golpeó en el hombro. No le di la satisfacción de intentar esquivarla.
Decidí visitar a la señora Cloris, resuelto a dilucidar el misterio de la hostilidad de Thompson. La señora Cloris es viuda (no se te ocurra venirme con tus malditas argucias de casamentero, Bones, porque me lleva al menos quince años, y ya sabes que yo paso de la cuarentena) y vive sola en una agradable casita al borde del océano. Encontré a la señora tendiendo la colada, y dio la impresión de alegrarse sinceramente de verme. Su reacción me alivió un tanto, pues resulta mortificante en extremo convertirse en un paria sin razón comprensible alguna.
—Señor Boone —me saludó al tiempo que hacía una leve reverencia—. Si ha venido para encargarme la colada, le diré que no acepto ropa a partir de septiembre. El reuma me atormenta tanto que bastante tengo ya con la mía.
—Ojalá fuera la colada el motivo de mi visita. No, he venido a pedirle ayuda, señora Cloris. Necesito que me cuente cuanto sepa acerca de Chapelwaite y Jerusalem’s Lot, así como por qué los lugareños me tratan con tanto temor y suspicacia.
—¡Jerusalem’s Lot! Entonces, sabe de su existencia.
—Sí —asentí—, y lo visité con mi asistente hace una semana.
—¡Dios mío!
La señora Cloris palideció sobremanera y se tambaleó. Alargué una mano para sostenerla, y su expresión era tal que por un instante estuve convencido de que perdería el conocimiento.
—Señora Cloris, lo lamento si he dicho algo que…
—Entre —me interrumpió—. Debe saberlo. ¡Por los clavos de Jesucristo, los días maléficos han vuelto!
No reveló nada más hasta haber preparado una tetera bien cargada en su soleada cocina. Después de servirlo, contempló el océano con aire pensativo durante un rato. Como era inevitable, nuestras miradas se desviaron hacia el saliente rocoso de Chapelwaite Head, desde donde la casa dominaba el mar. El gran ventanal panorámico centelleaba al sol de la tarde como un diamante. Era una vista hermosa, pero al mismo tiempo inquietante. De pronto, la señora Cloris se volvió hacia mí.
—¡Señor Boone, debe abandonar Chapelwaite de inmediato! —declaró con vehemencia.
Me quedé estupefacto.
—Algo maléfico se respira en el aire desde que se instaló usted allí. Durante la última semana, desde que entró en ese lugar maldito, se han producido señales y portentos. Un velo lechoso sobre la faz de la luna, bandadas de chotacabras anidados en los cementerios, un nacimiento antinatural. ¡Tiene que irse!
Cuando recobré el habla respondí con toda la delicadeza posible.
—Señora Cloris, esos fenómenos no son más que sueños, sin duda lo sabe.
—¿Acaso es un sueño que Barbara Brown haya dado a luz un niño sin ojos? ¿O que Clifton Brockett encontrara un sendero aplanado de metro y medio de anchura en el bosque detrás de Chapelwaite, totalmente marchito y blanco? ¿Y puede usted, que ha visitado Jerusalem’s Lot, afirmar con total certeza que ya no vive nada allí?
No pude responder, pues la escena acaecida en aquella horripilante iglesia no abandonaba mi mente.
La señora Cloris entrelazó las nudosas manos en un intento de serenarse.
—Solo sé esas cosas por mi madre y la madre de mi madre. ¿Conoce usted la historia de su familia en relación con Chapelwaite?
—Vagamente —repuse—. La casa ha sido el hogar del linaje de Philip Boone desde la década de 1780; su hermano Robert, mi abuelo, se estableció en Massachusetts tras una disputa por unos documentos robados. Sé poco de los descendientes de Philip, salvo que sobre ellos se cernió una sombra de desdicha que se extendió de padre a hijo y nietos. Marcella murió en un trágico accidente, y Stephen falleció a causa de una caída. Era su deseo que Chapelwaite se convirtiera en mi hogar y el de los míos, para así cerrar la brecha abierta en la familia.
—Jamás podrá cerrarse —susurró ella—. ¿No sabe usted nada acerca de la disputa?
—Sorprendieron a Robert Boone husmeando en el escritorio de su hermano.
—Philip Boone estaba loco —declaró la señora Cloris—. Era un hombre que traficaba con lo impío. El objeto que Robert Boone intentó llevarse era una Biblia profana escrita en las lenguas antiguas. Latín, druida y otras. Un libro infernal.
—De Vermis Mysteriis.
La señora Cloris retrocedió como si la hubieran golpeado.
—¿Conoce su existencia?
—Lo he visto… y lo he tocado. —Por un instante, la señora Cloris pareció hallarse de nuevo al borde del desmayo, y se llevó una mano a la boca como si quisiera sofocar un grito—. Sí, en Jerusalem’s Lot, en el púlpito de una iglesia corrupta y profanada.
—Sigue allí… Entonces, sigue allí —musitó ella mientras se balanceaba en la silla—. Esperaba que Dios en Su sabiduría hubiera arrojado el libro a lo más profundo del infierno.
—¿Qué relación guardaba Philip Boone con Jerusalem’s Lot?
—De sangre —espetó ella con expresión sombría—. Portaba la Marca de la Bestia, si bien se presentaba disfrazado de Cordero. Y la noche del 31 de octubre de 1789, Philip Boone desapareció… y con él todos los habitantes de ese maldito pueblo.
La señora Cloris no añadió gran cosa; de hecho, no parecía saber mucho más. Tan solo reiteró su ruego de que me marchara de allí, alegando algo relacionado con el hecho de que «la sangre llama a la sangre» y mencionando entre dientes a «los que vigilan y los que custodian». A medida que avanzaba el crepúsculo se fue alterando cada vez más, hasta el extremo de que para apaciguarla le prometí que consideraría su petición con todo detenimiento.
Regresé a casa entre sombras alargadas y lúgubres, con el buen humor disipado y la cabeza convertida en un torbellino de preguntas que aún me atormentan. Cal me recibió con la noticia de que los sonidos de las paredes se habían intensificado aún más, como puedo atestiguar en este mismo instante. Intento convencerme a mí mismo de que tan solo son ratas, pero acto seguido recuerdo el rostro serio y aterrado de la señora Cloris.
La luna se ha elevado sobre el mar, hinchada, llena, del color de la sangre, tiñendo el agua de un desagradable color. Mis pensamientos vagan de nuevo hacia aquella iglesia y
(una línea tachada)
Pero no quiero que lo veas, Bones; es una locura. Creo que es hora de que me acueste. Mis pensamientos están contigo.
Con afecto,
CHARLES
(El siguiente fragmento procede del diario de Calvin McCann).
20 de octubre de 1850
Esta mañana me he tomado la libertad de forzar la cerradura que asegura el libro; lo he hecho antes de que el señor Boone despertara. De nada me ha servido, pues está escrito en código. Me parece que no es complicado. Tal vez pueda descifrarlo tan fácilmente como he forzado la cerradura. Es un diario, estoy seguro, y la caligrafía se parece mucho a la del propio señor Boone. ¿A quién pertenecerá este libro guardado en el rincón más alejado de esta biblioteca y cerrado por añadidura? Parece antiguo, pero ¿cómo averiguarlo con seguridad? El aire enrarecido apenas si ha contaminado sus páginas. Seguiré escribiendo más tarde si tengo tiempo. El señor Boone está decidido a explorar el sótano. Temo que los terribles episodios de los últimos días sean demasiado para su precario estado de salud. Debo intentar convencerlo de que…
Ahí viene.
20 de octubre de 1850
BONES:
No puedo escribir No puedo [sic] escribir sobre esto aún.
(Del diario de Calvin McCann)
20 de octubre de 1850
Tal como temía, su salud ha empeorado…
¡Padre Nuestro que estás en los Cielos!
No soporto pensar en ello, pero los horrores del sótano están grabados en mi mente a hierro candente…
Ahora estoy a solas; son las ocho y media; la casa está en silencio pero lo encontré sin sentido ante el escritorio; aún duerme; pero durante aquellos instantes, con qué entereza se comportó mientras yo me quedaba paralizado, destrozado…
Tiene la tez cerúlea. No son las fiebres, gracias a Dios. No me atrevo a moverlo ni a dejarlo para ir al pueblo. Y aun cuando fuera, ¿quién regresaría conmigo para ayudarlo? ¿Quién se avendría a entrar en esta casa maldita?
Oh, el sótano. Las cosas del sótano que pueblan nuestras paredes…
22 de octubre de 1850
QUERIDO BONES:
Vuelvo a ser el mismo, aunque debilitado, tras pasar treinta y seis horas inconsciente. El mismo… ¡qué broma tan cruel! Nunca volveré a ser el mismo, nunca, pues me he encarado con una locura y un horror que rebasan todos los límites de la imaginación. Y todavía no ha terminado.
De no ser por Cal, creo que me quitaría la vida ahora mismo. Cal es mi único oasis de cordura en medio de un desierto de locura.
Ahora lo sabrás todo.
Las velas con que nos habíamos equipado para la exploración del sótano proyectaban una luz potente que resultaba bastante adecuada…, endiabladamente adecuada, a decir verdad. Calvin intentó disuadirme a tenor de mi reciente enfermedad, alegando que lo más probable es que tan solo encontráramos unas cuantas ratas sanas que envenenar.
Sin embargo, no di mi brazo a torcer.
—Como quiera, señor Boone —accedió por fin con un suspiro.
Al sótano se accede por una trampilla situada en el suelo de la cocina (que Cal me afirma haber asegurado con tablones), y tan solo conseguimos abrirla con un esfuerzo ímprobo.
De las tinieblas del sótano surgió un hedor fétido y nauseabundo que se asemejaba al que impregnaba el pueblo desierto al otro lado del río Royal. La vela que sostenía en la mano alumbró una escalera muy empinada que se perdía en la oscuridad. La escalera se hallaba en un estado lamentable; en un punto faltaba un peldaño entero, que había dado paso a un agujero negro, y no costaba imaginar que la malograda Marcella hallara allí la muerte.
—¡Con cuidado, señor Boone! —advirtió Cal.
Le respondí que esa era mi intención, y juntos iniciamos el descenso.
El suelo del sótano era de tierra, mientras que las paredes eran de sólido granito y apenas si estaban húmedas. El lugar no parecía en modo alguno un paraíso para las ratas, pues no contenía ninguna de las cosas en que tanto les gusta instalar sus nidos, como cajas viejas, muebles desechados, pilas de papel y objetos por el estilo. Sostuvimos las velas en alto hasta obtener un pequeño círculo de luz, pero aun así veíamos poco. El sótano se ladeaba de forma gradual y parecía discurrir bajo el salón principal y el comedor, es decir, hacia el oeste. Hacia allí encaminamos nuestros pasos. Reinaba el más absoluto silencio. El hedor se intensificaba por momentos, y teníamos la impresión de que la negrura nos oprimía como una manta de lana, como si estuviera celosa de la luz que la desalojaba temporalmente después de tantos años de tiranía indiscutida.
En el extremo más alejado, las paredes de granito daban paso a una superficie de madera pulida que parecía del todo negra y carente de propiedades reflectantes. Allí acababa el sótano, en una alcoba situada junto a la nave principal a un ángulo tal que no podía inspeccionarse sin doblar la esquina.
Cal y yo doblamos la esquina.
Fue como si un espectro descompuesto del siniestro pasado de aquella morada se alzara ante nosotros. En aquella alcoba había una única silla, y sobre ella, atados a un gancho clavado en una de las robustas vigas del techo, se veían los restos podridos de una soga.
—Entonces fue aquí donde se ahorcó —musitó Cal—. ¡Dios mío!
—Sí…, con el cadáver de su hija tendido tras él al pie de la escalera.
Cal se dispuso a añadir algo más, pero de repente advertí que desviaba la mirada con brusquedad hacia un punto situado a mi espalda, y al instante profirió un grito.
¿Cómo podría describirte la visión que apareció ante nosotros, Bones? ¿Cómo podría hablarte de los espeluznantes habitantes de nuestras paredes?
La pared más alejada retrocedió, y de la negrura surgió un rostro monstruoso de ojos negros como el mismísimo río Estigio. Su boca se abría en una sonrisa desdentada y agónica mientras una mano amarillenta y podrida se tendía hacia nosotros. La criatura emitió una suerte de maullido sobrecogedor y avanzó un paso tambaleante. La luz de mi vela lo alumbró…
¡Y vi la abrasión lívida de la soga alrededor de su cuello!
Detrás de la criatura se movió algo más, algo con lo que soñaré hasta el día en que deje de soñar, una niña de rostro pálido y descompuesto en el que se abría una sonrisa de cadáver, una niña cuya cabeza oscilaba en un ángulo demente.
Sé que nos querían con ellos. Y sé que nos habrían arrastrado hacia aquellas tinieblas para hacernos suyos de no ser porque en aquel momento arrojé la vela a la cosa antes de agarrar la silla colocada bajo los restos de la soga y arrojársela también.
A partir de aquel momento no hay más que confusión y negrura. Mi mente ha bajado el telón. Como ya te he dicho, desperté en mi habitación con Cal junto a mí.
Si pudiera marcharme, huiría de esta casa de los horrores con el camisón revoloteando a mi alrededor. Pero no puedo, pues me he convertido en un peón en un drama más profundo, más tenebroso. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. La señora Cloris estaba en lo cierto al decir que la sangre llama a la sangre, y también al hablar de los que vigilan y los que custodian. Me temo que he despertado una Fuerza que ha permanecido dormida en el espeluznante pueblo de Jerusalem’s Lot durante medio siglo, una Fuerza que segó la vida de mis antepasados para apresarlos en el cautiverio impío como Nosferatu, el no-muerto. Y albergo temores aún más grandes que estos, Bones, pero aún no discierno más que una parte. Si lo supiera… ¡Si lo supiera todo…!
CHARLES
Posdata: Y por supuesto escribo esto solo para mí mismo. Vivimos aislados de Preacher’s Corners. No oso llevar allí mi mancilla para enviarte esta misiva, y Calvin se niega a apartarse de mi lado. Tal vez, si Dios es bondadoso, mis palabras te lleguen de algún modo.
C.
(Del diario de Calvin McCann)
23 de octubre de 1850
Hoy se encuentra algo repuesto. Hablamos brevemente de las «apariciones» del sótano y convenimos en que no fueron ni alucinaciones ni fenómenos de origen ectoplásmico, sino reales. ¿Sospechará el señor Boone, como yo, que se han marchado? Tal vez; los ruidos han cesado. No obstante, aún se respira una atmósfera ominosa envuelta en un manto siniestro. Da la impresión de que aguardamos en el engañoso Ojo de la Tormenta…
He encontrado un fajo de papeles en un dormitorio de arriba, en el fondo del cajón inferior de un escritorio antiguo. Hay correspondencia y algunas facturas que me inducen a creer que el dormitorio pertenecía a Robert Boone. Sin embargo, el documento más interesante es una anotación garabateada al dorso de un anuncio de gorros de piel de castor para caballeros. En el margen superior hay escrito lo siguiente:
«Bienaventurados los mansos».
Debajo estaba escrito el siguiente galimatías:
brepasektnrudbszovmtncol
sivnpvjnfugatoxlmshaesis
Creo que esta era la clave del libro guardado y codificado de la biblioteca. Ciertamente era una clave muy rudimentaria usada durante la guerra de la Independencia, conocida como «valla-baranda». Cuando se quitaban las letras «nulas» alternas, se obtenía lo siguiente:
beaetrdsomno
invnuaolsass
Que leído de arriba abajo y de izquierda a derecha daba la cita de las bienaventuranzas.
Antes de atreverme a mostrárselo al señor Boone, quería estar seguro de lo que ponía en el libro…
24 de octubre de 1850
QUERIDO BONES:
Un suceso increíble. Cal, siempre callado hasta estar por completo seguro de sí mismo (un rasgo humano infrecuente y admirable), ha encontrado el diario de mi abuelo Robert. El documento estaba escrito en un código que el propio Cal ha descifrado. Declara con gran modestia que logró dilucidarlo por casualidad, pero sospecho que fueron su perseverancia y su arduo trabajo los que le permitieron descifrarlo.
En cualquier caso, el diario arroja una luz harto sombría sobre nuestros misterios.
La primera entrada data del 1 de junio de 1789, mientras que la última es del 27 de octubre del mismo año, cuatro días antes de la cataclísmica desaparición de la que me habló la señora Cloris. Narra la historia de una obsesión creciente, no…, de una locura, y deja sobrecogedoramente clara la relación entre el tío abuelo Philip, el pueblo de Jerusalem’s Lot y el libro guardado en la iglesia profanada.
Según Robert Boone, el pueblo es más antiguo que Chapelwaite, que fue construida en 1782, y que Preacher’s Corners (conocido a la sazón como Preacher’s Rest y fundado en 1741). Jerusalem’s Lot fue fundado en 1710 por un grupo escindido de la fe puritana, una secta encabezada por un adusto fanático religioso llamado James Boon. ¡No imaginas el sobresalto que me causó el nombre! En mi opinión, no cabe duda de que el tal Boon guarda relación con mi familia. La señora Cloris dio en el clavo al afirmar que el parentesco de sangre reviste una importancia crucial en este asunto, y recuerdo con terror su respuesta a mi pregunta acerca de Philip y la relación de este con Jerusalem’s Lot. «De sangre», dijo, y me temo que así es.
El pueblo se convirtió en una comunidad establecida en torno a la iglesia en la que Boon predicaba…, o mejor dicho reinaba. Mi abuelo insinúa que asimismo tenía relaciones con diversas señoras del pueblo, asegurándoles que era la voluntad de Dios. Como consecuencia de ello, el pueblo se convirtió en una anomalía que solo podía existir en aquellos tiempos aislados y extraños cuando la fe en las brujas y en la Virgen María iban de la mano. A saber, se convirtió en una comunidad religiosa endogámica y degenerada bajo el yugo de un predicador medio loco cuyos dos evangelios eran la Biblia y el siniestro Demon Dwellings de De Goudge, una comunidad en la que se celebraban exorcismos con regularidad, una comunidad de incesto azotada por la demencia y los defectos físicos que tan a menudo acompañan dicho pecado. Sospecho (y creo que lo mismo le ocurría a Robert Boone) que uno de los hijos bastardos de Boon debió de marcharse (o ser expulsado) de Jerusalem’s Lot para ir a hacer fortuna en el sur, donde fundó nuestro actual linaje. Por boca de mi familia sé que nuestro clan tuvo su origen en esa parte de Massachusetts que hace tan poco devino el Estado Soberano de Maine. Mi bisabuelo, Kenneth Boone, se convirtió en un hombre rico gracias al entonces floreciente comercio de pieles. Fue su dinero, incrementado a través del tiempo y las inversiones juiciosas, el que hizo posible la edificación de este hogar ancestral mucho después de su muerte en 1763. Sus hijos, Philip y Robert, construyeron Chapelwaite. La sangre llama a la sangre, dijo la señora Cloris. ¿Es posible que Kenneth fuera hijo de James Boon, huyera de la locura de su padre y del pueblo de este, y que sus hijos, ajenos a la verdad, acabaran construyendo el hogar de los Boone a apenas tres kilómetros de la comunidad fundada por su antepasado? De ser cierto, ¿acaso no da la impresión de que nos guía una Mano inmensa e invisible?
Según el diario de Robert, James Boon era muy anciano en 1789; sin duda debía de serlo. Suponiendo que contara veinticinco años cuando fundó el pueblo, en 1789 habría alcanzado los ciento cuatro, una edad prodigiosa. He aquí una cita textual del diario de Robert Boone:
4 de agosto de 1789
Hoy he conocido al Hombre que ejerce una atracción tan poderosa y enfermiza sobre mi Hermano. Debo reconocer que ese tal Boon posee un extraño Magnetismo que me perturba Sobremanera. Es un Anciano de barba blanca y viste una sotana negra que me resulta algo obscena. Más me perturba aún el Hecho de que llegara rodeado de Mujeres, como un Sultán rodeado por su Harén, y P. asegura que continúa activo, aunque sin duda rebasa los ochenta años cuando menos…
Solo había visitado el Pueblo en una ocasión y no volveré a visitarlo. Las calles estaban sumidas en el silencio e impregnadas del Temor que el Anciano infunde desde su Púlpito. Me temo también que allí se practica la Cópula incestuosa, ya que muchos rostros se asemejan. Tenía la impresión de ver el semblante del Anciano dondequiera que mirara… Todos aquellos rostros tan macilentos, como despojados de toda Vitalidad… Vi a Niños sin Ojos y sin Nariz, Mujeres que lloraban y parloteaban y señalaban al Cielo sin Motivo alguno, mezclando palabras de las Escrituras con iteraciones demoníacas…
P. quería que me quedara a los Oficios, pero la idea de aquel Anciano siniestro en su Púlpito ante un Público compuesto por los Habitantes endogámicos de este Pueblo me repugnaba, de modo que me excusé…
Las entradas anteriores y posteriores dan fe de la creciente fascinación que James Boon ejercía sobre Philip. El 1 de septiembre de 1789, Philip fue bautizado en la iglesia de Boon. Su hermano dice: «Me sobrecogen el Asombro y el Horror. Mi Hermano ha cambiado ante mis Ojos; incluso ha empezado a parecerse al siniestro Personaje».
La primera mención al libro se produce el 23 de julio. El diario de Robert da cuenta de ello de forma muy escueta: «Esta noche, P. ha regresado del Pueblo con expresión enloquecida, a mi juicio. No ha articulado palabra hasta la hora de acostarse, momento en que ha dicho que Boon le había preguntado acerca de un libro titulado Los Misterios del Gusano. A fin de complacer a P., le he prometido escribir a Johns & Goodfellow para consultárselo. P. se ha mostrado casi aduladoramente agradecido».
El 12 de agosto se lee la siguiente entrada: «He recibido dos Cartas con el Correo de hoy…, una de Johns & Goodfellow, de Boston. Tienen conocimiento del Volumen por el que P. ha mostrado Interés. Tan solo existen cinco Ejemplares en este País. La Misiva es bastante escueta, lo cual es sin duda extraño. Hace años que conozco a Henry Goodfellow».
13 de agosto
P. está absurdamente emocionado por la carta de Goodfellow, aunque se niega a decir por qué. Tan solo ha revelado que Boon arde en deseos de obtener un Ejemplar. No se me ocurre cuál puede ser la razón, ya que por el Título parece tratarse de un inofensivo Tratado de jardinería…
Estoy preocupado por Philip, pues cada Día se comporta de un modo más extraño. Ahora desearía no haber regresado a Chapelwaite. El Verano es caluroso, tórrido, opresivo y plagado de Señales…
El diario tan solo menciona en otras dos ocasiones el infame libro; por lo visto, no alcanzó a comprender su verdadera importancia, ni siquiera al final. He aquí un fragmento de la entrada correspondiente al 4 de septiembre:
He pedido a Goodfellow que actúe como agente en la Compra, si bien mi buen juicio me lo desaconseja encarecidamente. Pero ¿de qué serviría objetar? ¿Acaso no dispone él de su propio Dinero si yo llego a oponerme? Y a cambio le he arrancado la Promesa de abjurar de ese repugnante bautismo… No obstante, se muestra tan Frenético, casi Febril, que no confío en él. Siento una terrible Impotencia en este Asunto…
Por último, el 16 de septiembre:
El Libro ha llegado hoy acompañado de una nota de Goodfellow, en la que anuncia que no quiere seguir haciendo Negocios conmigo… P. se ha emocionado hasta extremos poco naturales y me ha arrebatado el Libro de las Manos. Está escrito en latín bastardo y unos símbolos rúnicos que no alcanzo a descifrar. Esa Cosa casi parece caliente al tacto, como si vibrara entre mis dedos, como si encerrara un inmenso Poder… He recordado a P. su promesa de Abjurar del bautismo, pero se ha limitado a lanzar una Carcajada enloquecida y agitar el Libro ante mi rostro, gritando una y otra vez: «¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos! ¡El Gusano! ¡El Secreto del Gusano!».
Y ha salido despavorido, supongo que en busca de su Benefactor demente, y no he vuelto a verlo en todo el Día…
No hay ninguna otra mención al libro, pero he hecho una serie de deducciones que cuando menos parecen probables. En primer lugar, que el libro, tal como afirma la señora Cloris, fue la causa de la disputa entre Robert y Philip; en segundo lugar, que es un volumen de cánticos profanos, quizá de origen druida (los conquistadores romanos de Bretaña conservaron impresos muchos de los rituales de sangre de los druidas en nombre de la ciencia, y muchos de aquellos recetarios infernales forman parte de la literatura prohibida del mundo); en tercer lugar, que Boon y Philip pretendían utilizar el libro para sus propios fines. Quizá pretendieran hacer el bien de un modo retorcido, pero no lo creo. Lo que creo es que mucho tiempo antes ya se habían entregado a cualesquiera que sean los poderes sin rostro que existen más allá del Universo, poderes que quizá existan más allá del propio tejido del Tiempo. Las últimas entradas del diario de Robert Boone arrojan cierta luz mortecina sobre tales especulaciones, y permitiré que hablen por sí mismas:
26 de octubre de 1789
Hoy se ha producido una terrible algarabía en Preacher’s Corners. Frawley, el Herrero, me asió del brazo y exigió saber «qué traman vuestro Hermano y ese Anticristo chiflado allí arriba». Goody Randall afirma que se han visto Señales de una Catástrofe inminente en el Cielo. Ha nacido una Ternera con dos Cabezas.
En cuanto a Mí, no sé qué se avecina; tal vez la Locura de mi Hermano. El Cabello se le ha quedado gris casi de la Noche a la Mañana; sus Ojos se han convertido en dos Círculos inyectados en sangre de los que parece haber desaparecido toda luz amable de Cordura. Sonríe y susurra, y por alguna Razón Misteriosa, ha empezado a deambular por el sótano cuando no está en Jerusalem’s Lot.
Las Chotacabras se congregan alrededor de la Casa y sobre la Hierba; su Canto colectivo desde las profundidades de la Niebla se mezcla con el Mar en un Chillido sobrenatural que descarta toda posibilidad de conciliar el Sueño.
27 de octubre de 1789
Esta tarde he seguido a R cuando ha partido rumbo a Jerusalem’s Lot, manteniéndome a una Distancia prudencial para evitar que me Sorprendiera. Las malditas Chotacabras vuelan en bandadas por el Bosque, impregnando el aire con su Canto psicopompo y mortífero. No osé cruzar el Puente. El Pueblo está sumido en las tinieblas salvo por la Iglesia, envuelta en un terrorífico Fulgor rojo que parecía transformar las altas y espigadas Ventanas en los Ojos del Infierno. Numerosas Voces se elevaban en una Letanía del Diablo, a veces puntuadas por carcajadas, a veces por sollozos. La Tierra parecía henchirse y gruñir bajo mis pies, como si acarreara un Peso terrible, y huí despavorido, aturdido y presa del Terror, con los Gritos infernales de las Chotacabras resonando en mis oídos mientras atravesaba a la carrera los Bosques en sombras.
Todo avanza hacia un Climax aún imposible de prever. No oso dormir por temor a los Sueños, ni tampoco permanecer despierto por miedo a los Terrores que puedan asolarme. La noche se llena de Sonidos espeluznantes, y temo…
Pese a todo, siento el impulso de volver, de observar, de ver, como si me llamara el propio Philip, y el Anciano también.
Los Pájaros malditos
malditos malditos
Aquí termina el diario de Robert Boone.
Habrás reparado, Bones, en que hacia el final afirma que el propio Philip parece llamarlo. Mis conclusiones se basan en estas líneas, en las afirmaciones de la señora Cloris y los demás, pero ante todo en las aterradoras figuras del sótano, esas criaturas muertas pero vivas. Nuestro linaje sigue siendo desafortunado, Bones. Sobre nosotros pesa una maldición que se resiste a desaparecer; lleva una espeluznante vida en sombras en esta casa y en el pueblo. Y se avecina la culminación del círculo. Soy el último representante del linaje Boone. Temo que algo lo sabe y que soy el nexo de una empresa maléfica que escapa a toda comprensión cuerda. El aniversario se cumple la víspera de Todos los Santos, dentro de una semana exactamente.
¿Cómo debo proceder? Si al menos estuvieras aquí para aconsejarme, para ayudarme. ¡Si estuvieras aquí!
Debo saberlo todo; debo regresar al pueblo maldito. ¡Que Dios me ampare!
CHARLES
(Del diario de Calvin McCann)
25 de octubre de 1850
El señor Boone ha dormido casi todo el día. Su rostro aparece pálido y mucho más delgado. Temo que el retorno de las fiebres sea inevitable.
Mientras rellenaba su garrafa de agua reparé en dos cartas sin enviar y dirigidas al señor Granson, en Florida. El señor Boone tiene intención de regresar a Jerusalem’s Lot; pero será su fin si no se lo impido. ¿Osaré escabullirme para ir a Preacher’s Corners y alquilar un coche? Debo hacerlo, pero… ¿y si despierta? ¿Y si a mi regreso se ha marchado?
Los ruidos de las paredes se han reanudado. Gracias a Dios que el señor Boone aún duerme. Me estremezco al pensar en la importancia de este asunto.
Más tarde
Le he llevado la cena en una bandeja. Tiene intención de levantarse dentro de un rato, y a pesar de sus evasivas, sé bien lo que trama, pero voy a ir a Preacher’s Corners. Varios de los polvos somníferos que le prescribieron durante su enfermedad quedaron entre mis cosas; le he puesto un poco en el té sin que él lo supiera, y ahora duerme de nuevo.
Dejarlo con las Cosas que acechan tras nuestras paredes me aterra; dejarle continuar aunque tan solo sea un día más entre ellas me aterra aún más. Lo he encerrado.
Quiera Dios que siga allí, sano y salvo, cuando regrese en el coche.
Aún más tarde
¡Me han apedreado! ¡Me han apedreado como a un perro salvaje! ¡Monstruos y demonios! ¡Esas bestias que se llaman a sí mismos hombres! Somos prisioneros…
Los pájaros, las chotacabras, han empezado a congregarse.
26 de octubre de 1850
QUERIDO BONES:
Está a punto de anochecer, y acabo de despertar tras dormir casi veinticuatro horas seguidas. Si bien Cal no me ha dicho nada, sospecho que me ha drogado el té con polvos somníferos al deducir mis intenciones. Es un buen amigo, un amigo fiel que tan solo desea lo mejor para mí, por lo que no le diré nada.
Sin embargo, he tomado una determinación. Mañana será el día. Estoy sereno, decidido, pero también me parece percibir el sutil retorno de la fiebre. En tal caso, tiene que ser mañana. Quizá sería aún mejor esta misma noche, pero ni los fuegos del mismísimo Infierno podrían inducirme a pisar aquel pueblo de noche.
Si no vuelvo a escribir, que Dios te bendiga y te guarde, Bones.
CHARLES
Posdata: Los pájaros entonan su canto, y los espantosos ruidos han comenzado de nuevo. Cal cree que no los oigo, pero sí los oigo.
C.
(Del diario de Calvin McCann)
27 de octubre de 1850
Imposible disuadirlo. Muy bien. En tal caso, iré con él.
4 de noviembre de 1850
QUERIDO BONES:
Estoy débil, pero lúcido. No estoy seguro acerca de la fecha, pero el almanaque me asegura por medio de la marea y la puesta de sol que debe de ser correcta. Estoy sentado a mi mesa, donde me senté la primera vez que te escribí desde Chapelwaite, y contemplo el mar oscuro del que se desvanecen los últimos vestigios de luz diurna. Será la última vez que lo vea. Esta noche es mi noche; la abandonaré para entregarme a las sombras desconocidas.
¡Con qué fuerza choca contra las rocas este mar! Arroja nubes de espuma hacia el cielo oscuro, haciendo que el suelo tiemble bajo mis pies. Veo mi reflejo en el cristal de la ventana, pálido como el de cualquier vampiro. No me alimento desde el veintisiete de octubre, y también habría pasado sin agua de no ser porque Calvin me dejó la garrafa junto al lecho ese día.
¡Oh, Cal! Ya no está aquí, Bones. Se ha ido en mi lugar, en lugar de este infeliz de brazos escuálidos y rostro cadavérico que veo reflejado en el cristal oscuro. Aunque tal vez él sea el más afortunado de los dos, pues los sueños ya no lo atormentan como me han atormentado a mí estos últimos días, sombras retorcidas que acechan en los pasadizos sobrecogedores del delirio. Me tiemblan las manos; he manchado de tinta el papel.
Calvin se encaró conmigo aquella mañana, cuando estaba a punto de escabullirme, congratulándome por haber sido tan astuto. Le había comunicado mi decisión de que debíamos abandonar la casa y pedido que fuera a Tandrell, población situada a unos quince kilómetros de distancia y donde no éramos tan conocidos, para alquilar un coche. Accedió a ir, y lo seguí con la mirada mientras se alejaba por el camino de la costa. En cuanto se perdió de vista, me preparé a toda prisa, poniéndome el abrigo y una bufanda, pues el tiempo se había tornado gélido, y la brisa matinal portaba los primeros cuchillos del frío invernal. Por un instante deseé tener un arma, pero me burlé de mí mismo. ¿De qué sirven las armas en semejantes lides?
Salí por la puerta de la despensa y me detuve a echar un último vistazo al mar y el cielo, a aspirar una postrera bocanada de aire fresco antes de sucumbir a la podredumbre que sin duda olería al poco, a contemplar por última vez la caza de una gaviota planeando bajo las nubes.
Al volverme me vi frente a Calvin McCann.
—No debería ir solo —declaró con la expresión más severa que le había visto jamás.
—Pero Calvin… —empecé.
—Ni una palabra. Iremos juntos y haremos lo que tenga que hacerse, o bien lo arrastraré de vuelta a la casa. No está usted bien y no voy a permitir que vaya solo.
Resulta imposible describir las emociones contradictorias que me embargaron en aquel instante… Confusión, irritación, gratitud…, pero por encima de todas ellas, amor.
Pasamos en silencio ante la casa de verano y el reloj de sol, y recorrimos el sendero cubierto de maleza hasta adentrarnos en el bosque. Reinaba un silencio sepulcral; no se oía ni el trino de un pájaro, ni el susurro de un grillo. El viento parecía contenido en una burbuja de silencio. Tan solo se percibía el omnipresente olor a sal, y de bastante más lejos, un acre aroma de humo de leña. Los bosques eran un estallido blasonado de colores, pero a mis ojos parecía predominar el rojo.
La fragancia de la sal dio paso a otro olor más siniestro, la podredumbre que ya he mencionado. Cuando llegamos al puente inclinado que atravesaba el Royal, esperé que Cal intentara disuadirme de nuevo, pero no lo hizo. Se detuvo un momento, clavó la mirada en la sombría aguja que parecía burlarse del cielo azul contra el que se recortaba y luego se volvió hacia mí. Seguimos adelante.
Nos acercamos con andar resuelto pero temeroso a la iglesia de James Boon. La puerta seguía entornada desde nuestra última visita, y la oscuridad del interior parecía observarnos con una suerte de codicia. Mientras subíamos la escalinata, tuve la impresión de que una pesada losa se abatía sobre mi corazón; advertí que la mano me temblaba cuando la alargué hacia el pomo y tiré de él. El hedor del interior era más intenso y repulsivo que nunca.
Entramos en la penumbrosa antecámara y sin detenernos en ella pasamos a la nave principal.
Estaba destrozada.
Algo enorme la había asolado por completo. Los bancos estaban volcados y amontonados como cerillas. La cruz profanada estaba apoyada contra la pared oriental, y un agujero de contornos irregulares abierto sobre ella daba fe de la fuerza con que la habían arrojado. Las lámparas de aceite estaban arrancadas de sus altos apliques, y el olor a aceite de ballena se mezclaba con el terrible hedor que impregnaba el pueblo entero. Y a lo largo del pasillo central, como un espeluznante paseo nupcial, se veía un rastro de licor negro mezclado con siniestros hilillos de sangre. Seguimos el rastro con la mirada hasta el púlpito, el único objeto intacto a la vista. Sobre él, con los ojos vidriosos clavados en nosotros por encima del Libro blasfemo, yacía el cuerpo sacrificado de un cordero.
—Dios —susurró Calvin.
Nos acercamos, procurando esquivar la sustancia viscosa que cubría el pasillo. El eco nos devolvía las pisadas y al mismo tiempo parecía trocarlas en una suerte de carcajada gigantesca.
Subimos juntos al nártex. El cordero no había sido despedazado ni comido, sino que más bien daba la impresión de que lo habían estrujado hasta reventarle los vasos sanguíneos. La sangre se acumulaba en densos y repugnantes charcos sobre el atril y en torno a la base de este…, pero sobre el libro se veía transparente, de modo que a través de ella podían leerse las runas apretujadas como si de un cristal coloreado se tratara.
—¿Debemos tocarlo? —preguntó Calvin sin arredrarse.
—Sí, tengo que llevármelo.
—¿Y qué hará con él?
—Lo que debería haberse hecho hace sesenta años, destruirlo.
Apartamos del libro el cadáver del cordero, que fue a estrellarse contra el suelo con un sobrecogedor golpe sordo. Las páginas ensangrentadas parecían despedir un fulgor escarlata.
Empezaron a zumbarme los oídos; de las paredes parecía manar una suerte de cántico profundo. Por la mueca de Cal tuve la certeza de que él oía lo mismo. El suelo temblaba bajo nuestros pies, como si lo que poblaba la iglesia se acercara a nosotros para proteger lo que le pertenecía. El tejido del espacio y el tiempo cuerdos pareció retorcerse y rasgarse; la iglesia dio la impresión de llenarse de espectros y quedar bañada en el destello infernal del fuego eterno. Se me antojó que veía a James Boon, deformado y horripilante, danzando alrededor del cuerpo supino de una mujer, y a mi tío abuelo Philip a su espalda, un acólito vestido con una sotana negra encapuchada, que sostenía un cuchillo y un cuenco.
—Deum vobiscum magna vermis…
Las palabras se estremecieron y retorcieron en la página ante mis ojos, empapadas en la sangre sacrificial, el premio de una criatura que acecha más allá de las estrellas…
Una congregación endogámica y ciega balanceándose en una alabanza vacua y demoníaca; rostros deformados pletóricos de ansias sin nombre…
El latín dio paso a una lengua más antigua, antigua ya cuando Egipto era joven y las pirámides aún no existían, antigua cuando la Tierra aún pendía en un firmamento informe e hirviente de gas vacío.
—Gyyagin vardar Yogsoggoth! Verminis! Gyyagin! Gyyagin! Gyyagin!
El púlpito empezó a desgarrarse empujado hacia arriba…
Calvin profirió un grito y alzó un brazo para protegerse el rostro. El nártex tembló presa de un inmenso y tenebroso movimiento, como un barco azotado por la galerna. Así el libro y lo sostuve lejos de mí; parecía encerrar todo el calor del sol y sentí que me inmolaría con él tras quedar cegado.
—¡Corra! —gritó Calvin—. ¡Corra!
Pero me quedé paralizado hasta que la presencia desconocida me llenó como si fuera el recipiente que llevaba años… generaciones esperando.
—¡Gyyagin vardar! —exclamé—. ¡Siervo de Yogsoggoth, el Sin Nombre! ¡El Gusano más allá del Espacio! ¡Devorador de Estrellas! ¡Cegador del Tiempo! ¡Verminis! ¡Ha llegado la Hora del Llenado, el Momento de la Fisura! ¡Verminis! ¡Alyah! ¡Alyah! ¡Gyyagin!
Calvin me propinó un empujón, di un traspié, la iglesia giró vertiginosa ante mis ojos y entonces caí al suelo. Choqué de cabeza contra el canto de un banco volcado, y un fuego abrasador me llenó la cabeza, aunque al mismo tiempo me la despejó.
Alargué la mano hacia las cerillas de azufre que había llevado conmigo.
Una suerte de trueno subterráneo envolvía el lugar. El yeso empezó a desprenderse de las paredes. La campana oxidada desgranó un diabólico carillón ahogado en señal de solidaridad.
Encendí una cerilla y toqué con ella el libro en el instante en que el púlpito estallaba en un remolino ascendente de madera. Bajo él quedó al descubierto un enorme agujero negro; Cal se tambaleó al borde del abismo con las manos extendidas y el rostro distorsionado en un grito silencioso que oiré hasta el fin de mis días.
Y de repente apareció un relámpago de carne gris y vibrante. El olor se convirtió en una pesadilla, y del suelo surgió una enorme forma de gelatina viscosa y pestilente, una silueta terrible que parecía impulsada desde las entrañas de la tierra. Pero de repente, en un relámpago de comprensión horripilante que ningún hombre puede haber conocido, supe que aquello no era más que un eslabón, ¡un segmento de un gusano monstruoso que había existido a ciegas durante años en la negrura confinada bajo la iglesia profanada!
El libro empezó a arder en mis manos, y de repente la Cosa emitió una suerte de grito silencioso sobre mi cabeza. Calvin recibió un golpe terrible que lo arrojó a lo largo de toda la iglesia como si se tratara de un muñeco con el cuello roto.
La Cosa remitió, dejando un enorme agujero desgarrado y de bordes viscosos, así como un ensordecedor gemido que fue apagándose hasta desaparecer por completo.
Bajé la mirada. El libro había quedado reducido a cenizas.
Me eché a reír, luego a dar alaridos como una bestia herida.
Toda cordura me abandonó, y me senté en el suelo con la sangre manándome de la sien, gritando y farfullando en aquella penumbra profanada mientras Calvin yacía en el otro extremo de la iglesia, mirándome con ojos vidriosos y llenos de horror.
No sé cuánto tiempo permanecí en aquel estado, me resulta imposible averiguarlo. Pero cuando volví en mí, las sombras se habían alargado a mi alrededor, y me envolvía la luz del crepúsculo. Acababa de captar un movimiento con el rabillo del ojo, un movimiento procedente del agujero abierto en el suelo del nártex.
De repente, una mano surgió por entre los destrozados tablones del suelo.
Mis carcajadas enloquecidas enmudecieron de repente, y la histeria quedó reducida a un estado de impotencia aturdida.
Con una lentitud terrible, vengativa, una figura espantosamente descompuesta surgió de la oscuridad, y media calavera se me quedó mirando. Sobre la frente descarnada se arrastraban numerosos escarabajos. De las clavículas torcidas y enmohecidas pendían los restos de una sotana. Tan solo los ojos seguían vivos, cuencas rojas y dementes que me miraban con algo que iba más allá de la locura; me miraban con la vida vacía del desierto sin caminos que se extiende más allá de los confines del Universo.
Había venido para llevarme consigo a las tinieblas.
Fue entonces cuando salí huyendo, dejando el cadáver de mi viejo amigo abandonado en aquel antro de horror. Corrí hasta tener la impresión de que el aire me estallaría cual magma en los pulmones y el cerebro. Corrí hasta llegar a esta casa corrupta, poseída, hasta entrar en mi dormitorio, donde me dejé caer sobre la cama y allí sigo desde entonces. Corrí porque aun en mi estado enloquecido, pese a la descomposición de aquella Cosa muerta pero animada, había reconocido el parecido familiar. Pero no se trataba de Philip ni de Robert, cuyos retratos están colgados arriba. Aquel semblante podrido pertenecía a James Boon, Guardián del Gusano.
Aún vive en los pasadizos retorcidos y tenebrosos que discurren bajo Jerusalem’s Lot y Chapelwaite, y esa Cosa también. Quemar el libro debilitó a la Cosa, pero existen otros ejemplares.
Pero yo me hallo a las puertas y soy el último del linaje Boone. Por el bien de la humanidad entera debo morir… y romper para siempre esta cadena.
Ahora me adentraré en el mar, Bones. Mi viaje, al igual que mi historia, toca a su fin. Que Dios te ampare y te dé paz.
CHARLES
Estos extraños documentos terminaron por llegar a manos del señor Everett Granson, a quien iban dirigidos. Se supone que la repetición de la desafortunada fiebre cerebral que padeció tras la muerte de su esposa en 1848 fue la causa de que Charles Boone perdiera el juicio y asesinara a su compañero el señor Calvin McCann.
Las entradas del diario del señor McCann son un ejercicio fascinante de falsificación, sin duda obra de Charles Boone en un intento de reafirmar su delirio paranoide.
Sin embargo, se ha demostrado que Charles Boone estaba equivocado en dos cosas. En primer lugar, cuando el pueblo de Jerusalem’s Lot fue «redescubierto» (empleo el término de forma histórica, por supuesto), el suelo del nártex, aunque podrido, no mostraba indicios de explosión alguna. Si bien los viejos bancos estaban volcados y había varias ventanas destrozadas, sin duda ello puede atribuirse a los vándalos venidos de poblaciones vecinas a lo largo de los años. Entre los habitantes más ancianos de Preacher’s Corners y Tandrell aún circulan algunos rumores acerca de Jerusalem’s Lot (quizá en su día fuera la clase de leyenda popular capaz de desviar la mente de Charles Boone hacia su fatídico rumbo), pero no parece un dato relevante.
En segundo lugar, Charles Boone no era el último representante de su linaje. Su abuelo, Robert Boone, engendró al menos dos bastardos. Uno de ellos murió al poco de nacer, mientras que el otro adoptó el apellido de Boone y se estableció en la localidad de Central Falls, Rhode Island. Yo soy el último descendiente de esta rama de la familia Boone; primo segundo de Charles Boone en tercera generación. Estos papeles obran en mi poder desde hace diez años. Ahora los ofrezco para su publicación con motivo de mi traslado al hogar ancestral de los Boone, Chapelwaite, en la esperanza de que el lector sienta compasión por la pobre y desencaminada alma de Charles Boone. Que yo sepa, solo tenía razón en una cosa: este lugar necesita con urgencia los servicios de un exterminador.
A juzgar por el ruido, tras las paredes viven unas ratas enormes.
Firmado,
JAMES ROBERT BOONE
2 de octubre de 1971