En Susan (I), después de que Ben y Susan se separen antes de su cita nocturna el manuscrito original dice:
Y sin embargo, el horror estaba en camino ya entonces, y no demasiado lejos, por cierto. De hecho, el horror estaba amarrado en el Puerto de Portland, a tan solo treinta kilómetros de distancia. Ninguno de los dos había mencionado la casa de los Marsten, que se cernía sobre el extremo norte del pueblo como los hombros encorvados de una solterona gótica; sin embargo, cualquiera de los dos podría haberla mencionado, pues llevaba años deshabitada, más de veinte. El gran incendio forestal de 1951 había llegado casi hasta su jardín antes de que el viento cambiara de dirección, dejando la mansión al borde de aquel desierto carbonizado.
La casa había continuado así durante años y años. El rótulo de EN VENTA había sido sustituido en tres ocasiones, y la última vez había palidecido al sol hasta tornarse ilegible. En otoño de 1960, un huracán lo había arrancado por completo, dejando tan solo las señales de PROHIBIDO EL PASO del sheriff, reemplazadas con mecánica regularidad cada primavera y cada otoño.
Un año antes habían clavado un rótulo nuevo sobre los maltratados tablones junto al porche desvencijado, y dicho rótulo decía: VENDIDA.
En El Solar (I), después de que Ben Mears contemple la casa de los Marsten a las cuatro de la tarde, el texto original de King contiene el siguiente pasaje:
Se colgó la toalla sobre el hombro, se volvió hacia la puerta… y de repente se quedó paralizado mirando por la ventana. Algo había cambiado allí fuera respecto al día anterior.
No en el pueblo, desde luego, que dormitaba al atardecer bajo un cielo de ese color azul oscuro e intenso que bendice Nueva Inglaterra los días más hermosos de finales de septiembre.
Alcanzaba a ver por encima de los edificios de dos plantas situados en Momson Avenue; veía sus tejados planos y asfaltados, el parque donde los niños haraganeaban, montaban en bicicleta o se peleaban al salir de la escuela, y también divisaba la sección noroccidental de la población, donde Brock Street desaparecía tras la cresta de aquella primera colina cubierta de árboles. Su mirada se desvió con toda naturalidad hacia el claro que atravesaba Burns Road y la casa de los Marsten, que se cernía sobre el pueblo.
Los postigos estaban cerrados.
Al regresar a Momson [Salem’s Lot], uno de los factores que lo había inducido a quedarse y escribir el libro que poblaba cada vez más sus pensamientos fue la estrecha correspondencia entre su recuerdo de la casa de los Marsten y el aspecto real de la mansión aun veinticuatro años más tarde. Seguía sin pintar, algo inclinada, ominosa y al parecer plagada de cosas terribles (entre las cuales el asesinato y posterior suicidio de Hubie Marsten tal vez fuera la menos importante) que acontecían entre sus paredes. Las ventanas de las plantas superiores aún parecían ojos vacuos mirando por debajo de los ángulos escarpados de las cejas de los alerones, ojos velados por desvaídas persianas verdes a modo de cataratas. Las piedras arrojadas por niños pequeños habían roto los vidrios de aquellas ventanas largo tiempo atrás, por supuesto, pero aquella circunstancia acentuaba, en lugar de mitigar, la impresión general de demencia maligna.
Los postigos siempre habían pendido ladeados junto a las ventanas, doblados en acordeón y sujetos con ganchos oxidados a las argollas de la pared. Ben tenía la sensación de que eran verdes y estaban desvaídos en 1951, época en que la casa ya se veía de un color blanquecino desconchado y ruinoso, pero ahora todo el color había desaparecido de ellos, y al igual que el resto de la casa, se habían teñido de un gris uniforme y castigado por los elementos.
Pero estaban cerrados.
Ben se quedó con la toalla echada al hombro y la mirada clavada en la casa, inmóvil, experimentando un hormigueo de temor en el vientre que no intentó siquiera analizar. Había creído que el hecho de que la casa estuviera habitada solo podía destruir la frágil unión existente entre los recuerdos de su infancia y la realidad de la edad adulta que tanta importancia revestía para el libro que estaba escribiendo, a menos que fuera él mismo quien ocupara la casa, idea que aún lo asustaba tanto que le producía náuseas. El nuevo propietario podía reparar el tejado, cortar el césped, arrancar la hiedra vieja o pintar; pero el cierre de los postigos durante el día había añadido un elemento inesperado, algo que, desde luego, no le hacía ni pizca de gracia.
En El Solar (I), sección 20 (23.59 h) cuando Straker sacrifica el cuerpo de Ralphie Glick, el texto original de King dice así:
En el cementerio de Burns Road, una figura oscura esperaba con aire pensativo junto a la verja, a la espera de que llegara el momento, aquel instante a medianoche cuando Dios oculta Su semblante.
—Oh, padre mío —musitó la figura con voz suave y culta, teñida de un acento levísimo e indefinible—, ayúdame ahora, Señor de las Moscas, Príncipe de las Tinieblas, ayúdame ahora. Aquí te traigo carne descompuesta, carne hedionda. Te traigo sangre, el agua de la vida. Te la traigo con la mano izquierda. Déjame una señal en esta tierra consagrada en tu nombre. Espero una señal para empezar tu obra.
La voz enmudeció. Se levantó una brisa suave que traía consigo el suspiro y el susurro de ramas frondosas y briznas de hierba, así como el hedor a podredumbre desde el vertedero situado al final del camino.
En el extremo más alejado del cementerio nació una luz azulada que fue intensificándose. A su fulgor se desveló el rostro de la figura. Era un anciano de ojos hundidos, labios extrañamente carnosos, casi como los de un negro, y el cabello muy blanco apartado de la frente.
El brillo azul siguió intensificándose hasta tornarse casi cegador. Al poco cobró forma, convirtiéndose en una silueta agazapada que empezó a erguirse por encima de las copas de los árboles hasta el mismísimo cielo.
—¿Qué me has traído? —preguntó una Voz.
—Esto.
La figura se inclinó y un instante más tarde volvió a incorporarse con un niño dormido entre los brazos.
—Bien.
La figura hizo una reverencia.
—Consuma tu acto y crece con fuerza.
Lo demás, indescriptible.
El capítulo Danny Glick y otros (que King había titulado en un principio Straker) plasma la escena en la que Royal Snow y Hank Peters bajan la caja con el ataúd de Barlow al sótano de la casa de los Marsten. En el primer borrador, la tienda de antigüedades de Barlow y Straker no existe, y solo se entrega una caja. Al dejar los candados, Hank ve una rata sobre la mesa. En el pasaje original hay muchas más ratas. Las escenas espeluznantes con ratas son infrecuentes en la novela publicada:
El haz de la linterna se estabilizó. Hank contuvo el aliento y sintió que la estancia se tornaba borrosa a su alrededor.
Ratas.
Cientos de ratas, quizá miles, todas ellas alineadas en filas y pelotones en el recodo. Mirándole fijamente, con el labio superior en forma de uve, retirados para dejar al descubierto sus incisivos afilados, y con los ojos encendidos de ira.
Presa del pánico, arrojó las llaves sobre la mesa, giró sobre sus talones y echó a correr dando tumbos. De nuevo percibió aquel extraño olor a putrefacción, un olor a viejo, a mojado, a carne descompuesta. Tenía que alejarse de él.
El haz de la linterna alumbró la caja, y Hank habría gritado si le hubieran quedado fuerzas. Eso era lo que producía aquel peculiar golpe sordo de madera. La caja se balanceaba, y la madera parecía tensarse por momentos, abombarse. Mientras la observaba, una de las bandas de aluminio se rompió y salió disparada hacia arriba, proyectando sobre la pared una sombra que recordaba una mano curvada en forma de garra…
Siguió corriendo.
En Danny Glick y otros, al final del capítulo, cuando la enfermera halla muerto a Danny, existe otro pasaje en que el médico lo examina, de modo que la condición vampírica de Danny queda desvelada mucho antes:
—Muerto —dictaminó el médico al tiempo que se disponía a cubrir con la sábana el rostro sobrecogedoramente sereno.
La mano de la enfermera lo detuvo.
—Doctor…
—¿Sí? —preguntó él con expresión afable.
Era un residente delgado y de aspecto nervioso que se llamaba Burke y se estaba quedando calvo a pasos agigantados.
—Los arañazos del cuello han desaparecido.
El médico echó un vistazo.
—Cierto —constató con indiferencia mientras cubría el semblante de Danny Glick—. Probablemente han cicatrizado.
—Creía que estaba vivo —observó ella al mismo tiempo que se aferraba los codos para contener un escalofrío demasiado impropio de una enfermera—. Creía que se había levantado, abierto la ventana y perdido el conocimiento. Parece una…, una figura de cera.
—¿En serio? —murmuró él sin interés alguno antes de darle la espalda—. Es un estado que a veces precede el rigor mortis, conocido en la jerga como tez de embalsamador.
—Dios mío —masculló ella.
Ambos salieron.
Bajo la sábana, Danny Glick abrió los ojos vacuos de obsidiana y esbozó una sonrisa que dejó al descubierto una dentadura muy blanca y sobrecogedoramente afilada.
Después de que Ben y Susan hagan el amor en el parque, en Ben (II), mantienen una conversación distinta, más larga, acerca de la naturaleza de la casa de los Marsten y el mal.
—El libro… —comentó ella—. Ibas a hablarme del libro antes de esta deliciosa interrupción…
—El libro trata de lo que me ocurrió en la casa de los Marsten —explicó él despacio—. La veo desde mi ventana, y el pisapapeles que utilizo para sujetar mi manuscrito es la bola de cristal con nieve que tenía en la mano cuando salí corriendo de la casa.
—Ben, eso suena enfermizo, pero que muy enfermizo.
Susan había adoptado una expresión muy seria, y la luz mortecina de las farolas confería a su rostro bronceado un matiz mucho más pálido.
—Lo es —corroboró él—. Pero ¿no recuerdas que te dije que escribir era un acto de exorcismo? Estoy escribiendo este libro sobre la base de mis pesadillas, y te aseguro que no me importaría agotar las existencias. Mis otros tres libros son bastante alegres, sobre todo La hija de Conway. Todos tienen un final feliz. ¿Sabes lo que dijo Brewster, del New York Times, sobre el final de Danza aérea? «Ben Mears recuerda a un artista callejero mentalmente regresivo bailando claqué en el patíbulo del sistema penitenciario estadounidense».
—Pues a mí me encantó —exclamó ella, indignada—. Solo porque no vas por el mundo en plan siniestro como Camus, Salinger o John Updike…
—¿Recuerdas cuando aquellos encapuchados mataron a John Stennis en Washington? —preguntó él.
—Claro —asintió Susan, perpleja por el brusco cambio de tema.
—Lo atracaron delante de su casa y después de que les entregara la cartera y el reloj, uno de ellos va y le suelta: «Vamos a matarte de todas formas». Y lo hicieron. Eso es algo que siempre me ha atormentado. O el libro de Capote, A sangre fría. Lo leí cuando tenía diecinueve años y tengo la imagen de Perry Smith volándoles la cabeza a los Clutter grabada en la memoria con tanta claridad como entonces. ¿Te imaginas la sensación que debe producir estar tendido en el suelo con las manos atadas a la espalda y ver a un hombre acercarse a ti con una escopeta y saber qué te va a hacer?
—Ben, me estás dando escalofríos.
—Lo siento —se disculpó él—. No es el lugar ni el momento adecuado, ¿verdad? —añadió mientras señalaba la oscuridad que los envolvía.
—Sigue —lo instó Susan—. Es muy importante para mí.
—¿Por qué?
—Porque lo es para ti.
Ben miró hacia la derecha, en dirección a la casa de los Marsten. Los postigos estaban abiertos (permanecían cerrados el día entero todos los días), y la luz surgía de las ventanas de la planta baja en rectángulos.
—Son lámparas de queroseno, ¿verdad? —comentó.
—Creo que sí.
—¿Alguna vez te preguntas quién hay ahí arriba?
—Todo el pueblo se lo pregunta.
—Ya me lo imagino —exclamó Ben con una carcajada—. Me pregunto si Mabel Werts ya tiene esa información.
Susan lanzó una risita ronca.
—En ese caso, mi madre también la tendría. Pero apuesto lo que sea a que Mabel no escatima esfuerzos.
—El libro está ambientado en un pueblo parecido a Momson —explicó Ben—, y la gente se parece a los habitantes de Momson. Hay una serie de asesinatos sexuales y mutilaciones. Voy a describir uno de los crímenes de principio a fin, con todo lujo de detalles. Voy a restregarlo en las narices del lector. Estaba escribiendo un borrador de esa parte cuando desapareció Ralphie Glick. Por eso…, bueno, por eso me entró una vena macabra.
—Lo entiendo. Pero Ben, ¿es necesario ser tan… clínico al describir la violencia?
—No lo sé —repuso él con sinceridad—. Para mí sí, al menos en este libro.
—¿Y si eso induce a alguien a cometer un crimen similar?
—¿Como el niño que vio Psicosis y luego mató a su abuela?
—Algo así.
—Prefiero creer que la habría matado de todos modos —observó Ben—. Supongo que es un comentario muy duro. Lo que quiero decir es que preferiría que no la hubiera matado en ningún caso, pero puesto que la mató, lo único que espero es que Hitchcock no fuera cómplice del asesinato. ¿Sabes? Antes la gente siempre decía que la pornografía de quiosco inducía a cometer delitos sexuales. Pero el gobierno hizo un estudio y concluyó que eso era una chorrada. Casi todos los delincuentes sexuales son tipos en plan boy scout con problemas graves de represión, como los inquisidores que tumbaban a adolescentes rubias en el potro y las manoseaban de arriba abajo en busca de pechos de bruja y marcas del diablo antes de abrasarles la vagina con atizadores al rojo vivo. El chaval que se masturba en el baño con una revista porno no siente el impulso de salir a la calle, violar a una niña de seis años y luego abrirla en canal. En cambio, un empleado de banco tímido y de cierta edad sin ningún desahogo sexual y que se pasa las noches cavilando en su habitación tiene bastantes números de hacerlo.
—En otras palabras, que si un hombre está destinado a hacerlo, lo hará en cualquier circunstancia.
—No me gustan demasiado las generalizaciones —objetó él—. Si La criatura de la noche se publica y al cabo de seis meses se produce una serie de crímenes con el mismo sello, te aseguro que perderé el sueño. Un escritor que no asume responsabilidades morales puede ser un buen escritor, pero como ser humano no vale una mierda en mi opinión. Y considero que algunos escritores toman decisiones equivocadas. En Aeropuerto, Arthur Hailey explica cómo fabricar una maleta bomba. En Texas Whirlwind, de Norman Sullivan, sale una explicación detallada de cómo hacer el puente a un coche. Y hay otros ejemplos.
Habían llegado a casa de Susan y estaban junto al buzón. Las luces de la planta baja estaban encendidas e iluminaban el césped. A través del ventanal delantero, Ben veía a Ann Norton meciéndose y tejiendo.
—¿Y el resto? —inquirió Susan.
—Bueno, la casa. El tipo que la habita vive recluido en ella durante años. La gente empieza a sospechar que es el asesino. Al ir allí descubren que se ha ahorcado en el dormitorio de arriba. Encuentran una nota. Lo siento, dice la nota, que Dios me perdone por lo que he hecho.
»Los asesinatos cesan… durante un tiempo, y de repente vuelven a empezar. El sheriff empieza a pensar que el verdadero asesino mató al viejo y dejó la nota para despistar. Obtiene una orden judicial y manda exhumar el cadáver, pero el cadáver ha desaparecido.
—Es horrible, en efecto —constató Susan.
—La gente empieza a sospechar algo sobrenatural… Ni siquiera el sheriff consigue desterrar la idea de su mente. El protagonista del libro es un chaval llamado Jamie Atwood. Sube a la casa porque quiere entrar en el club de los chicos mayores…
—El protagonista es Ben Mears —lo interrumpió Susan.
Ben hizo una reverencia.
—Todos los escritores aparecen como artistas invitados en todos sus libros, Susan. Toma ya, tres generalizaciones sobre los escritores, y el primer día te dije que solo haría una. He roto mi promesa.
—Da igual. ¿Qué sucede luego?
—El viejo está ahí arriba, descompuesto, un auténtico horror, la soga aún al cuello. Al final resulta que el verdadero asesino, el bibliotecario del pueblo, mató al viejo tal como creía el sheriff y después dio un paso más. Desenterró el cadáver, lo decapitó y…
—Ya —lo atajó de nuevo Susan—. Ben, me resultas desconocido, ¿lo sabes? Me das miedo.
—Todos tendríamos miedo si supiéramos lo que queda bajo la alfombra de la mente de los demás —sentenció él—. ¿Sabes qué convertía a Poe en un genio? ¿Ya Machen y Lovecraft? Pues que tenían línea directa con el inconsciente, con los temores y las necesidades retorcidas que pululan ahí dentro como peces fosforescentes. Eso es lo que busco y lo estoy consiguiendo.
—¿Jamie sale con vida? —quiso saber Susan.
—No —musitó Ben—. Se convierte en la última víctima del bibliotecario.
—Me parece espantoso —masculló ella, alterada—. ¿Dónde está el elemento de redención social?
—No lo sé —reconoció Ben—. ¿Cuál es el elemento de redención social de Psicosis?
—Pero no estamos hablando de Psicosis —espetó ella.
—Cierto —admitió él—. La verdad es que lo de la redención social siempre me ha parecido una chorrada. La moralidad es el único medio para juzgar el arte. El arte basado en lo socialmente aceptable no es más que arte banal, y ¿quién quiere pasarse la vida pintando latas de sopa, aun cuando pueda venderlas por miles de dólares? Creo que La criatura de la noche será un libro extremadamente moral, al menos en lo que a mi código moral respecta. El retrato del asesino está dibujado en sangre. Es el ser humano más deleznable que puedas imaginarte… Incluso me produce náuseas escribir sobre él. Pero el valor del libro no reside en eso. No es eso sobre lo que escribo.
—Entonces, ¿sobre qué escribes?
—Sobre el pueblo —repuso Ben con ojos relucientes—. Sobre el pueblo y la locura que se cierne sobre él para envenenarlo. Escribo sobre el mal irracional, el peor de todos, porque no hay escapatoria posible. Escribo sobre esos encapuchados que dicen que te van a matar de todas formas. Sobre Perry Smith yendo de habitación en habitación cargándose a seres humanos como si de pollos se tratara. Sobre Charles Starkwether, Charles Manson y Charles Witman. Escribo sobre la violencia absurda que pretende hacer pedazos nuestras vidas. ¿Has visto a Lon Chaney en El fantasma de la ópera?
—Sí, en la universidad. Me produjo pesadillas.
—Entonces conocerás la escena en que la chica se le acerca sigilosamente por detrás mientras él toca el órgano, le arranca la máscara y descubre que es un monstruo… Eso es lo que quiero hacer. Quiero arrancar la máscara y mostrar a la gente que el Grand Guiginol vive a la vuelta de la esquina… y en sus propias casas.
Al final de El Solar (II), después de que conozcamos a Donald Callahan y antes del capítulo sobre Matt, King escribe esta sección sobre el pueblo, eliminada por completo de la novela publicada:
El pueblo dormía.
Las ciudades duermen inquietas, como los paranoicos que se pasan el día entero presa del temor y las noches exhaustas huyendo de las sombras encorvadas hasta llegar a esa última habitación de hotel, donde, como dice Auden, el temor lleva esperándolos desde el principio a la luz de una bombilla desnuda. El sueño de las ciudades se ve perturbado por el ulular creciente de las sirenas de los coches patrulla, por el neón sin fin, por los taxis que deambulan sin descanso como lobos amarillos. Es un sueño sudoroso, atemorizado, pero al mismo tiempo vital.
Pero en cambio, el pueblo duerme como un tronco, como un muerto.
Las tiendas permanecen cerradas y oscuras, y solo dos luces montan guardia. El rótulo luminoso que dice POLICÍA y el círculo iluminado que rodea el reloj Bulova en la pequeña ventana de la funeraria de Carl Foreman. Las manecillas del reloj señalan la una menos cuarto.
Ben Mears dormía, al igual que los Norton y Hal Griffen, tendido de espaldas con la boca abierta, y con los libros de texto sobre la mesa, cerrados durante todo el fin de semana que acababa de dar paso al lunes. Win Purinton dormía, y su flamante cachorro, que le habían regalado los chicos de la vaquería, dormía en la despensa, en la vieja cesta de Doc, con un despertador de dos dólares junto a él para paliar la soledad que afecta incluso a los perros. Eva Miller dormía en su lecho de viuda, retorciéndose lenta e inconscientemente en una danza de amor; y sobre ella, Weasel Craig dormía el sueño parsimonioso y pesado del alcohol.
Cuando llegas al pueblo desde la ciudad, al principio sufres insomnio a causa de la ausencia de ruido. Esperas que algo quiebre la quietud. El tintineo de vidrios rotos, el chirrido de unos neumáticos sobre el asfalto, tal vez un grito… Pero no se oye nada salvo el zumbido sobrenatural de los cables telefónicos, de modo que esperas y esperas hasta caer finalmente en un sueño precario. Pero cuando por fin el pueblo se apodera de ti, duermes igual que él, y el pueblo duerme en una hibernación profunda, como los osos.
Sin embargo, el pueblo no dormía con tanta profundidad como antes, porque en lo alto de la colina que se alzaba sobre él brillaban las luces de la casa de los Marsten, como si el ojo de las tinieblas se hubiera abierto para dejar al descubierto una horripilante pupila amarilla.
Cuando Ben va a cenar a casa de Matthew Burke, justo después de prepararse un bourbon con agua y antes de comerse los espaguetis, comenta con Matt su situación económica.
… al sentarse en la silla con patas de acero con la copa en la mano, Ben se encontró hablándole a Matt Burke de su situación económica, que distaba mucho de ser boyante.
—Sí —dijo—, La hija de Conway tuvo éxito, al menos para alguien. Me pagaron tres mil dólares como anticipo de derechos, y luego tres mil más en concepto de derechos. La editorial y yo nos dividimos al cincuenta por ciento los beneficios de la edición de bolsillo y la opción de la película, que se quedó Columbia…, aunque luego se retractó porque no consiguieron a Robert Mitchum para el papel de Conway.
—No es habitual dividirse los beneficios al cincuenta por ciento, ¿verdad? —comentó Matt mientras se sentaba.
—No, pero tampoco está mal para una primera novela, que de todos modos suele estrellarse en la primera curva, y sobre todo considerando que no tenía agente. Me pareció que había salido bastante bien parado. Cobré unos dieciocho mil dólares en total e invertí la mitad en fondos, que ahora estoy vendiendo pedacito a pedacito.
—Pero los otros libros…
—Bueno, me pagaron un buen anticipo por Danza aérea, y las primeras ventas fueron bien. El contrato era mucho más ventajoso que el primero, pero los críticos me hicieron pedazos, y a partir de entonces dejó de venderse bien. Y justo después de eso alguien a quien… apreciaba muchísimo murió, y durante un tiempo dejó de preocuparme adonde iba a parar el dinero. Acabé en Las Vegas, apostando el último dinero que me quedaba del anticipo al número 16, y luego alquilé una cabaña en el valle más recóndito del oeste de California que puedas imaginarte y me pasé semanas sin ver a nadie. Escribí Adelante, dijo Billy en dos meses. Holt House, que me había publicado las dos primeras novelas, lo rechazó.
Ben apuró el whisky, aceptó el plato de espaguetis que le alargaba Matt y le dio las gracias. Vertió salsa sobre la pasta y enroscó unos cuantos fideos con ayuda de una cuchara.
—Fantástico —suspiró—. Mamma mia.
—Por descontado —replicó Matt—. ¿Y qué pasó luego?
Ben se encogió de hombros.
—Cuando por fin me llegó el guión, estaba en México, viviendo a todo tren. Y de repente me di cuenta de que no podía permitirme el lujo de vivir a todo tren. Cambié el Pontiac CT que me había comprado después de la venta de la edición de bolsillo de Danza aérea por el Citroën que llevo ahora y volví a cruzar la frontera. Eso fue lo que pasó por fuera; por dentro estaba en estado de shock. Toda la vida había querido ser escritor…, no autor, sino escritor, y cuando por fin lo había conseguido tenía la sensación de que todo se me escapaba de las manos. Estaba en estado de shock. Mientras cruzaba Texas por una de esas rectas interminables, puse el coche a ciento cuarenta y empecé a arrojar las páginas de Billy por la ventanilla. Me entró la neura de dejar un rastro de palabras desde la puta frontera hasta Nueva York, donde tiraría al idiota de mi editor por la ventana de su despacho. De repente, después de tirar unas setenta y cinco páginas, recuperé la cordura y pisé el freno con los dos pies… Dejé marcas de neumáticos de unos cuatrocientos metros y estuve a punto de matarme. Luego paré en el arcén y me pasé el resto del día volviendo sobre mis pasos y recogiendo las páginas. Me quemé de lo lindo, pero conseguí recuperarlas todas salvo seis, que reescribí en un hotel de El Paso y que están incluidas en el libro… Mejor escritas de hecho, creo yo.
—No lo he leído —comentó Matt—. ¿Todavía está…?
—Con lista de espera en la biblioteca —lo atajó Ben con una sonrisa—, me lo ha dicho la señora Starcher. Susan no ha tenido ocasión de leerlo y está de los nervios. Por lo visto está muy solicitado desde que llegué a Momson. Aquí, pero en ningún otro sitio —aclaró con una carcajada que más bien parecía un ladrido.
—Al menos te lo publicaron.
—Sí, y los críticos fueron un poco más benévolos, aunque por lo visto encontraron motivos de sobra para machacarme. Después de que Holt, Doubleday y Lippincott lo rechazaran y Putnam lo aceptara, no sé exactamente cuánto se gastaron en promoción, aunque estoy seguro de que como mucho lo justo para comprar un racimo de plátanos.
—¿Se fue al garete?
—No enseguida, a pesar de todo. Se vendieron bastantes ejemplares, pero el contrato de la edición de bolsillo es una porquería. Lo están promocionando como secuela de La hija de Conway a pesar de que los dos libros no tienen absolutamente nada que ver.
En el mismo capítulo sobre Matt hay una escena eliminada en la que Matt acude a una revisión médica en la consulta del doctor Cody, con quien comenta el caso Glick, y es aquí donde Matt menciona Drácula. Esta escena no aparece en la novela publicada, pero se hace referencia a ella en diversas ocasiones.
El médico de Matt era James Cody, un chaval al que había tenido en clase de inglés hacía unos diez años. A la sazón era un poco más esmirriado, pero por lo visto había madurado considerablemente en la Facultad de Medicina; incluso su acné había desaparecido.
Matt se sentó en la camilla de Jimmy y permitió que este lo palpara y oprimiera mientras le preguntaba cómo iban las cosas por la vieja cárcel. Matt le dijo que todo iba bien, que los hierros de marcar estaban bien calientes y los grilletes, engrasados a la perfección.
Jimmy se echó a reír.
—Ya puede ponerse la camisa, señor Burke. Vivirá otros cuarenta años sin necesidad de ningún cambio de aceite.
—Eso es lo que dicen todos —refunfuñó Matt.
Acababa de confesar a Jimmy que sufría algunos problemas de insomnio, pero el médico, sin abandonar en ningún momento el tratamiento de «señor», se había limitado a sonreír sin recetarle nada. Espera y verás, pensó con aire sombrío mientras se abrochaba la camisa. Cuando tengas sesenta años, compañero, tu punto álgido del día será cagar bien por primera vez en una semana.
—Es una lástima lo de Danny Glick —comentó en voz alta.
—Es curioso que lo mencione —observó Jimmy—. Yo estaba en el hospital la noche que murió. De hecho, me llamaron para pedirme opinión, porque era el médico de la familia Glick. —Meneó la cabeza—. Estoy pensando en escribir un artículo sobre el caso. Es extrañísimo.
—Supongo que no puedes hablar de ello.
—Usted es digno de confianza —declaró Jimmy—. Lo único que le pido es que se mantenga alejado de Mabel Werts y Ann Norton. No paran de ver indígenas con cerbatanas en el parque.
Matt lanzó una carcajada.
—Encontraron al chico junto a la ventana de su habitación. La enfermera dijo que debía de haberse levantado y abierto la ventana antes de desplomarse. Llamó a un médico, el doctor Berry, y Berry certificó su muerte. Comentó un fenómeno que recibe el nombre algo injusto de «tez de embalsamador» y que no es infrecuente, pero… yo había examinado a Danny Glick el día anterior. Sufría una anemia bastante grave.
Jimmy sacudió de nuevo la cabeza mientras manoseaba el estetoscopio con aire ausente.
—Estaba tan mal que había encargado una serie de pruebas para averiguar si tenía cáncer.
—¿Leucemia? —preguntó Matt.
—Sí, era lo único que encajaba. Pero nunca he oído hablar de un caso de tez de embalsamador en conjunción con la anemia. Además, el rigor mortis era muy tardío y extremadamente superficial, lo cual suele suceder en personas proclives a la hipertensión.
—¿Tenía antecedentes de anemia? —inquirió Matt.
—¡Qué va! Yo mismo le hice una revisión cuando empezó a jugar en la liga infantil de béisbol. Eso también me hace pensar que debía de estar desarrollando leucemia. Las pruebas que se le efectuaron cuando ingresó dieron negativo, pero eran pruebas diagnósticas generales, poco concluyentes. Si hubiera vivido un solo día más… —Hizo una pausa—. En fin, estoy en contacto con tres profesionales eminentes de la zona. Si la tez de embalsamador se ha observado en otros pacientes de leucemia después de la muerte, puede que el enigma quede resuelto. Pero creo que de todos modos escribiré ese artículo.
Sacudió la cabeza.
—Sus padres se pusieron histéricos cuando lo vieron, y no me extraña. En aquel momento, el niño no parecía más muerto que usted. De hecho, parecía a punto de levantarse y dar brincos.
—Su padre lo dejó muy claro en el funeral —señaló Matt—. ¿Por casualidad no encontraste unas marcas de aspecto inofensivo en el cuello de Danny?
Jimmy Cody dejó de ordenar las muestras de medicamentos en la vitrina y se volvió con brusquedad.
—Pues ahora que lo menciona, sí que tenía un par de arañazos pequeños justo encima de la carótida. ¿Cómo lo sabía?
Matt sonrió, aunque en su fuero interno experimentó una inquietud supersticiosa y un escalofrío: en algún lugar, alguien estaba caminando sobre su tumba. No obstante, no tenía intención de exteriorizar sus sensaciones ante Jimmy Cody.
—Me parece que te queda bastante bibliografía técnica por leer, Jimmy. Te recomiendo la biblioteca pública. Un hombre llamado Bram Stoker describió todos los síntomas de Danny Glick hace casi setenta y cinco años.
—¿Está de guasa?
—Eso espero —replicó Matt—. El libro se titula Drácula.
En el capítulo 8 (Ben [III]) hay varias escenas que no aparecen en la novela publicada. He aquí algunas de ellas:
Despertó alrededor de las cuatro y cuarto. Tenía el cuerpo empapado en sudor y había apartado la sábana a puntapiés. Sin embargo, volvía a sentir la cabeza despejada. Los sucesos de la mañana se le antojaban lejanos y vagos, y las fantasías de Matt Burke no le parecían más que una extravagancia inofensiva y obsoleta.
Pero Mike Bush [Ryerson] había muerto, de eso no cabía la menor duda.
Recorrió el pasillo en dirección a la ducha con una toalla colgada al hombro, y Weasel asomó la cabeza por la puerta de su habitación. Tenía los ojos cargados de sueño y sujetaba una garrafa de cuatro litros de vino tinto por el cuello.
—Ben… ¿Cómo estás, colega?
—Bien, Weasel.
—Entra a tomar una copa. Es terrible lo de Mike Bush. Conocía bien a su madre; era una mujer encantadora.
—Puede que más tarde, Weasel. Quiero ducharme.
—Vale, colega. Oye…
Ben, que había llegado a la puerta del baño, miró por encima del hombro.
—Al ir a la tienda he oído a Mabel Werts cotorrear con Joe Crane, y decía que puede que Mike y el pobre Danny Glick tuvieran una enfermedad muy rara…
—Eso es una chorrada, Weasel.
—Ya, bueno…, pero de todos modos lávate bien. Nunca se sabe qué gérmenes pueden tener los muertos.
Ben entró en el baño y cerró la puerta. Mientras se desvestía pensó que el teléfono era el medio de comunicación más primitivo en un pueblo. El comentario que Matt Burke había hecho a Jimmy Cody había desencadenado una auténtica avalancha. Como aquel juego al que jugaban de pequeños cuando llovía, el Teléfono. Alguien empezaba diciendo «Frankie Winchell tiene granos», y al llegar a la otra punta de la habitación la frase se había convertido en «Francis Waylon está embarazada». Parkins Gillespie susurra algo a su mujer, que a su vez susurra algo a Ann Norton, que a su vez susurra algo a Mabel Werts, quien a su vez lo esparce por las calles cual reguero de pólvora.
Ben abrió el grifo de la ducha.
—Matt Burke ha llamado hace una hora y quiere que le llames, aunque dice que no hay prisa —anunció Eva cuando Ben bajó.
—Vale.
Algunos de los carcamales que se alojaban en casa de Eva estaban cenando alubias con sardinas y le pidieron que se sentara y les contara lo de Mike. Ben obedeció, no porque quisiera contar de nuevo su historia, sino porque sentía curiosidad por averiguar qué proporciones habían adquirido los rumores.
—Dicen que quizá nos pongan en cuarentena —comentó Grover Verrill mientras sujetaba una sardina por la cola durante un momento antes de embutírsela en la boca desdentada.
—¿Dónde ha oído eso? —quiso saber Ben.
—Joe Crane lo estaba diciendo en el Crossen —repuso Grover antes de volverse hacia Vinnie Upshaw—. ¿Tú no has estado allí hoy?
—No, tengo la pierna más tiesa que un garrote. Puede que baje por la noche.
—¿Por qué iban a ponernos en cuarentena? —terció Mabe Mullican.
—Creen que quizá Mike tenía una de esas enfermedades raras —explicó Grover—. El sarampión japonés o las paperas de Hong Kong o algo así —añadió con aire sabio.
—Creen que se lo pudo contagiar el chico de los Glick, ¿no? —preguntó Mabe.
—Bueno, según lo que decía Joe…
Ben se escabulló para ir al teléfono del vestíbulo y llamar a Matt, que contestó al primer timbrazo.
—¿Diga? ¿Ben?
—Sí.
—He hablado con Carl Foreman.
—¿Y qué ha dicho?
—A Daniel Glick lo maquillaron, pero no lo embalsamaron; el padre no lo permitió.
—Lo que significa que…
De repente, Ben comprendió que podían oírlo desde la cocina.
Matt confundió su reticencia con la delicadeza que ambos habían mostrado al abordar el asunto.
—Significa que Danny Glick podría ser un no-muerto. Podría haberle chupado la sangre a Mike Bush. —Su voz se tornó más estridente—. Estamos hablando de vampiros, Ben. Y todas las leyendas dicen que solo se les puede detener con tres cosas: la luz del sol, ciertos objetos sagrados o una estaca clavada en el corazón. Los demás no sé, puede que la Torá sea capaz de acabar con un vampiro judío, pero sospecho que la evisceración sería un buen sustituto de la estaca. Pero Danny Glick no fue eviscerado. No fue embalsamado. Podría ser…
—Cálmate —lo instó Ben.
—Sí —suspiró Matt—. Sí, lo siento. ¿Tienes gente cerca que pueda oírte?
—Sí.
—¿Vendrás esta noche?
—Sí.
—Bien. Bien —dijo Matt con alivio casi palpable—. ¿Entiendes la importancia de que a Mike Bush se le haga… todo?
—Sí.
—Hay otro asunto, algo que se me acaba de ocurrir.
—¿Qué?
—Por teléfono no. ¿Llegarás… antes de que anochezca?
—De acuerdo.
Ben titubeó un instante antes de expresar en voz alta lo que le rondaba por la cabeza.
—Puede que me traiga a Susan.
—¿Te refieres a que vas a contárselo?
—¿No te parece buena idea?
—No lo sé… La verdad es que puede que sí sea buena idea. Si a ti te parece bien, adelante.
—Vale. A lo mejor la traigo y así entre los tres podemos… comentar el tema.
—De acuerdo, Ben. Siento haberme puesto histérico.
—No te has puesto histérico. Hasta luego, Matt.
—Hasta luego.
—Adiós.
Ben colgó con aire pensativo. De repente sus temores ya no le parecían tan lejanos ni obsoletos. Habían pronunciado la palabra que ambos habían evitado incluso la noche anterior.
Vampiro.
Del vocablo alemán Wampyre, que significa diablo. Criatura de la noche, pálida como la luna. Héroe seriocómico de mil películas de serie B de pésima fotografía, destinado a una vida extinta durante la noche a lo largo y ancho de Estados Unidos. Personaje omnipresente en los cómics de los 50, cuando Ben era niño, y ahora también de los 70, momento en que había regresado a su pueblo natal.
Vampiro.
Morador de gélidos sepulcros de mármol y criptas de tierra y piedra. Perpetuador de su propia leyenda, aun frente a la ciencia fría, prosperando incluso en la era de la carrera espacial, los ordenadores y los análisis de ADN. Colándose en diez mil dormitorios imaginarios, donde voluptuosas adolescentes yacen atenazadas por las pesadillas con los camisones retorcidos en torno a los muslos de alabastro.
Vampiro.
Los ancianos y Eva lo miraban con fijeza, pero Ben apenas si advirtió que salían. La palabra resonaba en su mente como el eco de una campanada funeraria.
En el final original de Susan (II), el conde Barlow (cuyo nombre es Sarlinov en el manuscrito original) y Straker se encuentran a las afueras del pueblo para comentar las vicisitudes de los protagonistas de la novela.
Deep Cut Road rodea los pantanos situados al sudoeste del centro del pueblo antes de serpentear por entre una serie de promontorios y barrancos repentinos y profundos. La orografía era tan agreste que ni siquiera admitía la presencia de las omnipresentes caravanas. Era allí donde el incendio de 1951 había ardido con mayor ferocidad, y la vegetación había renacido en marañas de pesadilla que plagaban los profundos precipicios en patrones demenciales como el andar tambaleante de un borracho. Aquel paisaje solo se extendía a lo largo de unos ocho kilómetros, pero son los ocho kilómetros más salvajes de la región. En aquel momento, con gran parte del follaje caído de los árboles y los troncos inclinados teñidos por la luna, el bosque parecía un laberinto tridimensional diseñado por un loco.
Casi al punto de la medianoche del viernes, un Packard negro del 39 o del 40 estaba aparcado en algún lugar de aquel tramo de carretera, con el motor encendido pero en punto muerto. El gas de escape formaba una columna serpenteante en la oscuridad. Una sombra alta, perteneciente a Straker, estaba de pie con un pie apoyado sobre el estribo del conductor, fumando uno de sus cigarrillos turcos.
Algo se agitó en el aire, algo más oscuro aún que los pinos que formaban el telón de fondo de aquel paisaje. Un cuervo grande, o quizá un murciélago. Su forma pareció alargarse y cambiar. Por un instante se antojó sobrecogedoramente insustancial, como si estuviera a punto de esfumarse, pero de repente apareció una segunda sombra junto a la primera.
—Nuestro padre ha sido benévolo —comentó Straker.
—Que así sea por siempre —repuso el otro, cuyo cabello era ahora negro y vigoroso, con apenas unos toques de plata en las sienes—. ¿El señor Ben Mears?
—En el hospital.
—¿Y el señor Tibbits?
—En el calabozo. El señor Bush se encargará de él más tarde.
—¿Burke ya no será un estorbo?
—No. No ha muerto, pero también está en el hospital. Ha tenido un infarto.
—Con eso basta. Era el que más sabía y posee cierta… capacidad reflexiva.
—Pero no es un fanático.
—No —suspiró la figura del cabello negro con una leve carcajada; no se parecía en absoluto a Bela Lugosi ni a Christopher Lee—. Nada de fanatismos.
—¿El señorito Glick…?
—El señorito Glick se está ocupando de sus asuntos, sin lugar a dudas —lo interrumpió el hombre oscuro con otra carcajada.
—¿Ha llegado mi hora? —inquirió Straker con humildad.
—Casi, buen siervo, casi.
—Nuestro padre es benévolo —repitió Straker con un levísimo tono de resignación.
—Que así sea por siempre.
Y en la oscuridad parecieron fundirse en una sola sombra.
En El Solar (III), tenemos la escena en la que Dud Rogers visita a Ruthie Crockett y aquella en la que el bebé McDougall visita a su madre.
El camisón corto de Ruthie Crockett se había encaramado muslos arriba, dejando entrever en el punto de unión una zona oscura que llevaba menos de dos años allí. Sus perfectos senos adolescentes subían y bajaban mientras dormía profundamente.
Los golpecitos en la ventana tardaron largo rato en despertarla, aunque de hecho no llegó a despabilarse del todo. Fue en sueños cuando vio la cabeza extrañamente ladeada y tras ella la espalda encorvada de Dud Rogers.
Sintió sus ojos relucientes recorrer su cuerpo, llenándose de la realidad nocturna de su vitalidad letárgica, tan honda que ni aun en el sueño más profundo podía alcanzarla atisbo alguno de la gélida muerte. Los pechos de Ruthie se apretaban uno contra otro en curvas lechosas en el corpiño del camisón.
—Ruthie… Ruthie, por favor, déjame entrar un momento. Déjame entrar.
Y ella, soñando todavía con el chico que la noche anterior había aparcado el coche y recorrido su cuerpo con las manos hasta que se sintió a punto de gritar presa de placer y dolor, tuvo la impresión de ver su rostro limpio y su espalda erguida en lugar del rostro y la espalda de Dud. Y cuando abrió la ventana y le tendió los brazos dormidos, la llama se apoderó de ella cual aceite vertido en un fuego abierto, y los brazos de él la rodearon, y toda negativa se disipó, convertida en imposible. Los labios de Dud hallaron la suave columna de su cuello, y por un instante fugaz y tenebrosamente mágico, Ruthie oyó el chasqueo ávido de su lengua contra la piel, lavándola, despejándola para una penetración desconocida e inesperada.
Los dientes de Dud le rozaron el cuello y se detuvieron un instante… para clavarse con fuerza en su carne.
La sacudió un orgasmo fiero, ignoto, intenso más allá de todo lo imaginable. Y luego otro. Y otro. Y así sucesivamente, a lo largo de pasadizos oscuros, hasta que toda consciencia de su carne quedó ahogada en un dulce cántico verde que ascendía y ascendía, arrastrándola hacia las tinieblas, insoportable en su dulce repulsión.
En el sueño, su hijo volvía a ella.
Yacía de nuevo en su propia cama, porque Roy la había llevado a casa. La había llevado a casa muy sedada, sentada en el rincón más alejado del asiento delantero del coche, con las manos sobre el regazo. Roy le preguntó si le apetecía comer algo. Ella respondió que no, gracias. Su mirada opaca recorrió sin ánimo el rincón comedor de la caravana y la zona de estar que se abría detrás. Comprobó que todo rastro del bebé había desaparecido. El parque, la cesta de los juguetes, la muñeca de trapo, la oruga de peluche, la trona donde había intentado darle de comer para devolverlo a la vida.
No, gracias, había repetido. Quiero dormir.
Y en el sueño, Randy arañaba la ventana, y ella corría a abrírsela para dejarlo entrar porque era de noche, hacía frío y su bebé estaba desnudo.
Abrió la ventana, y el bebé se refugió en sus brazos… Daba igual cómo había conseguido llegar hasta aquella ventana tan alta, porque esas cosas carecen de importancia en los sueños. El bebé le mordisqueó el cuello como un cachorrillo.
Y estaba frío, tan frío…, pero vivo, no como aquella mañana. Tenía los ojos abiertos, y eran tan hermosos que apenas podías apartar la vista de ellos, y además le habían salido dientes nuevos.
Ven a la cama, pequeño, ven a que mami te dé calor.
Cuando los arropó a ambos, una pesada dulzura de plenitud se adueñó de ella, y de repente todo volvía a ir bien, porque aquello era real y lo demás había sido un sueño.
Pero estás tan frío, dijo mientras abrazaba a Randy, y el calor de su cuerpo no parecía transmitirle vitalidad alguna.
Sus dientes rozándole el cuello.
¿Tiene hambre mi niño? ¿Quieres que mami te dé de comer?
Pero resultaba demasiado difícil levantarse. Y era evidente que su obligación era alimentarlo para que creciera sano y fuerte. A partir de ahora sería una buena madre. ¡Menudo susto se había llevado!
Se reclinó contra la almohada, adormilada, y ofreció el pecho a su hijo. En un último instante de miedo tardío, de casi realidad, su mirada se topó con el espejo situado sobre el tocador, y a la luz tenue vio su propio rostro extasiado, los ojos relucientes de un amor tenebroso, rayano en el fanatismo, y sus brazos sosteniendo… nada.
Lo buscó con la mirada en la curva de su brazo, y allí lo encontró, el cuerpo diminuto de su hijo tumbado sobre el promontorio de sus senos, la boca oprimida contra su cuello.
Nunca volveré a pegarte, Randy, se prometió a sí misma antes de dormirse.
Nunca.
En el capítulo 12 (Mark), Mark y Susan exploran la casa de los Marsten y traman matar a Barlow. Sin embargo, en la novela publicada, la casa sigue en un estado lamentable cuando Susan mira por la ventana. En el manuscrito original ya se han efectuado algunas reformas, que se detallan a continuación:
Susan aplicó el ojo a una rendija del postigo.
—Vaya —murmuró.
—¿Qué pasa? —inquirió él en tono ansioso, pues ni de puntillas era lo bastante alto para alcanzar a mirar.
Susan intentó explicarse. Por supuesto, ninguno de los dos sabía que Parker [Larry] Crockett, sintiéndose cada vez más a merced del poder del diablo, había actuado en función de las órdenes de Straker, órdenes que especificaban efectuar las entregas y recogidas al caer la noche. Las facturas y los albaranes siempre eran correctos hasta la última coma, y los pagos se realizaban en efectivo; Straker lo calculaba todo con precisión diabólica, incluyendo propinas para los conductores y repartidores. Asimismo, resultaba difícil encontrar conductores. Crockett se encontró con la agobiante tarea de tener que buscar repartidores cada vez más lejos, y ninguno de ellos se avenía a hacer el trabajo más de una vez. Royal Snow se le había reído en la cara.
—No volvería a esa casa del infierno ni por un millón de pavos —aseguró—. Ni aunque me trajeras el millón a casa en una camioneta. Búscate a otro.
Incluso el triunfo de ser dueño de la valiosa propiedad en el sur del estado se había tornado algo amargo. Contemplar los documentos guardados en su caja fuerte no compensaba la expresión de los trabajadores cuando iban a su oficina a recoger el dinero de Straker. Parker sabía que algunos de los artículos entregados eran cuadros, ya que incluso dentro de sus cajas y envueltos en papel de embalar marrón, las formas resultaban inconfundibles. Sospechaba que las otras cajas, algunas de ellas recogidas en los muelles de Portland, algunas en el depósito ferroviario de Gates Falls, contenían muebles.
El viernes por la tarde, los dos hombres a los que Parker había contratado en Harlow no habían regresado. Fue Straker quien se presentó conduciendo el furgón de mudanzas.
—¿Dónde están esos dos tipos? —inquirió Parker—. Tengo su dinero…
Señaló los sobres blancos sellados con un dedo algo tembloroso. Straker siempre surtía aquel efecto en él, maldita sea. Por primera vez en su larga y no siempre diáfana carrera profesional, Parker Crockett se sentía manipulado, y no le gustaba un pelo.
—Demasiado curiosos —replicó Straker con su sempiterna sonrisa predadora—. Como la esposa de Barbazul.
—¿Dónde están? —insistió Parker, consciente de que temía que Straker le dijera la verdad.
—Les he pagado —aseguró Straker—. No se preocupe. Puede quedarse esto, si quiere —añadió con indiferencia.
Cada sobre contenía doscientos dólares.
—Si la policía estatal o Homer McCaslin se presentan aquí —declaró Parker—, quiero que sepa que no pienso ocultar nada. Ha rebasado usted los límites de nuestro acuerdo.
Straker echó la cabeza hacia atrás y lanzó una de sus carcajadas sombrías y carentes de humor.
—Es usted un hombre valioso, señor Crockett, muy valioso. No debe preocuparse por las autoridades. —El humor fingido se esfumó de su rostro como un sueño—. Si de algo tiene que preocuparse es de su propia curiosidad. No se comporte como esos dos desgraciados…, ni como la esposa de Barbazul. En nuestro país existe un dicho… El que sabe poco es un gorrión, y los gorriones obedecen.
Y Parker Crockett dejó de hacer preguntas. Su hija yacía enferma en la cama, y tampoco hizo ninguna pregunta al respecto.
Mirar entre las tablillas polvorientas y rotas de los postigos era como mirar por un objetivo de ciencia ficción y ver una suntuosa mansión victoriana después de que la familia se haya ido a Brighton a pasar el verano. Las paredes aparecían tapizadas de papel de seda grueso color vino. Se veían varios sillones de orejas y un mullido sofá de terciopelo verde. En la alcoba situada junto al salón principal vio un enorme escritorio de caoba. Sobre él, en un intrincado marco, había una reproducción del cuadro Estudioso meditando, de Rembrandt… Porque sin duda se trataba de una reproducción, ¿no? Unas puertas correderas medio abiertas daban al vestíbulo del que partía la escalera y más allá, a la cocina en la que la esposa de Hubert Marsten había hallado la muerte. En las profundidades marrones del pasillo, Susan atisbo el tenue centelleo de una araña de cristal.
Susan se apartó de la ventana y contuvo el impulso de restregarse los ojos. Aquella casa era tan distinta de la casa de los Marsten que centraba todos los rumores del pueblo o las historias que circulaban de boca horrorizada en boca horrorizada alrededor de las hogueras de los excursionistas que casi resultaba obsceno. Y por lo visto, todos los cambios se habían realizado de forma invisible.
—¿Qué pasa? —susurró Mark—. ¿Es él?
—No —repuso ella—. La casa está… La han reformado —farfulló.
—Claro —espetó él, comprendiéndolo a la perfección—. A ellos les gusta tener todas sus cosas. ¿Por qué no? Tienen montones de dinero y de oro.
Se impulsó hacia arriba con una flexión muscular grácil y de repente recordó a Ben hablándole de los encapuchados que habían atacado a John Stennis. Te vamos a matar de todas formas.
Se dejó caer sigilosa sobre la moqueta espesa y mullida. En el otro extremo de la estancia, un reloj de péndulo con sus magníficas filigranas encerradas en una vitrina oblonga marcaba el avance de los minutos. El bruñido péndulo proyectaba destellos de sol contra la pared opuesta. Junto a una de las butacas de orejas se veía una caja de cigarros abierta, y a su lado, un libro de aspecto antiguo encuadernado en piel de ternero y con un punto de libro de satén negro colocado a una cuarta parte del final. La lámpara de techo era un artefacto de factura muy intrincada, compuesto de centenares de prismas oblicuos.
En la estancia no había espejos.
—Eh —susurró Mark, agitando las manos por encima del alféizar—. Ayúdame a subir.
Susan asomó el cuerpo a la ventana, lo asió por las axilas y tiró de él hasta que logró aferrarse a la repisa. Mark pasó las piernas sin dificultad y aterrizó sobre la moqueta con un golpe sordo, tras lo cual la casa volvió a quedar sumida en el silencio.
Durante unos instantes se dedicaron a escuchar el silencio, fascinados por su cualidad. Ni siquiera percibían el leve y agudo zumbido que suele oírse cuando el silencio es absoluto, el sonido de las sinapsis en punto muerto. Tan solo percibían una ausencia total de sonido. Y eso no podía ser porque…
Susan volvió la cabeza con brusquedad.
El reloj se había detenido. El péndulo pendía inmóvil.
La puerta del sótano estaba entornada.
—Ahí es donde tenemos que ir —señaló Mark.
—Oh —balbució Susan—. Oh.
La puerta estaba abierta apenas una rendija, de modo que no dejaba pasar luz alguna. La lengua de oscuridad daba la impresión de lamer la cocina con avidez, a la espera de que llegara la noche para poder engullirla entera. Aquella angosta rendija de oscuridad era espeluznante, sobrecogedora en sus mil posibilidades. Susan permanecía inmóvil e impotente junto a Mark.
Finalmente, Mark se adelantó y abrió la puerta. Susan lo siguió sin apenas darse cuenta.
Los dedos de Mark hallaron un interruptor. Lo accionó varias veces.
—No funciona —masculló—. Qué sorpresa.
Mark se llevó la mano al bolsillo trasero y sacó una vela combada, grasienta y algo aplastada por el trayecto. Se volvió hacia ella.
—Mira, quizá sería mejor que te quedaras aquí arriba y vigilaras por si llega Straker —se obligó a ofrecerle.
—No, te acompaño —aseguró ella.
A ninguno de los dos se les ocurrió que había llegado el momento de volver, de ir en busca de Ben y quizá incluso de Jimmy Cody para regresar con ellos a la casa armados con linternas potentes y rifles. Habían rebasado la frontera de la realidad; habían doblado aquel recodo del que tanta gente habla con ligereza en las fiestas, cuando las luces están encendidas y las sombras se mantienen prudentemente guardadas bajo las mesas y dentro de los armarios.
Mark encendió la vela, y ambos cruzaron el umbral.
El hueco de la escalera era de piedra, mientras que los peldaños eran viejos y polvorientos. La llama de la vela danzaba y tiritaba a causa del fétido aire que ascendía desde las profundidades del sótano.
De repente, Susan oyó algo, el leve arañazo de muchas patitas diminutas. Apretó los labios con más fuerza para sofocar el sonido que pugnaba por abrirse paso entre ellos y que tal vez fuera un grito.
—Ratas —constató Mark—. ¿Te dan miedo las ratas?
—No —mintió ella.
Bajaron la escalera. Susan contó los peldaños…, trece en total. ¿No decían que los antiguos cadalsos ingleses tenían trece escalones? Claro que esos eran de subida, no de bajada.
(Ben había mencionado Psicosis. ¿Cómo era aquella frase del libro, no de la película? Te has cavado tu propia tumba y ahora debes yacer en ella. Solo que no era una tumba, sino una cama. O Poe: Dios mío, ¡había emparedado al monstruo en la tumba! O unos malhechores sin nombre en una calle de Washington: Te vamos a matar de todas formas).
Caminaron sobre la tierra apisonada, y Mark sostuvo la vela en alto. El techo era tan bajo que la cabeza de Susan casi rozaba las vigas envueltas en telarañas. A la luz de la vela distinguían sombras que se movían en la oscuridad, y de vez en cuando el centelleo rubí de un ojo. Había una mesa vieja cubierta por un mantel de hule, y junto a ella se veía una caja abierta con los flejes de aluminio rotos. El olor a podredumbre era penetrante, casi insoportable.
—Saca el crucifijo —ordenó Mark.
Susan deslizó la mano en el interior de la blusa y asió el crucifijo con fuerza. Encerrado en su puño, parecía la única fuente de calor en aquel mundo gélido. Comenzó a sentirse algo mejor, algo más tranquila. Bajó la mirada hacia el puño cerrado y distinguió un leve fulgor que se filtraba por entre sus dedos.
—Brilla —musitó.
—Sí. No hay que preocuparse por las ratas. Vamos, por aquí.
Empezaron a avanzar en fila india hacia la alargada zona sur del sótano. Susan advirtió que ante ellos formaba un recodo en forma de L y supo que lo que andaban buscando hallaría su culminación a la vuelta de aquella esquina. Desvió la mirada y sintió que la sangre se le helaba en las venas.
Había ratas por todas partes, millones de ellas, en dos o tres capas, retorciéndose unas sobre otras con avidez. Algunas eran tan grandes como gatos. Sus ojos relucientes los miraban con fría insolencia. Las alimañas les habían dejado un sendero para pasar, de unos sesenta centímetros de anchura, que cerraban tras ellos como el mar Rojo se había cerrado a espaldas de Moisés.
Una de ellas se apartó del pelotón y mordisqueó el pie de Mark. Sin detenerse a pensar, Susan le mostró el crucifijo con una exclamación ahogada. La rata emitió una suerte de chirrido y huyó hacia la oscuridad con una hebra del elástico marrón del calcetín de Mark colgándole de la mandíbula.
Se detuvieron en el recodo.
—Recuerda —advirtió Mark—. No le mires a los ojos, pase lo que pase.
—De acuerdo.
Mark volvió a asirle la mano.
—Tengo miedo —confesó—. No podría volver a hacer esto jamás.
—Es demasiado tarde para echarse atrás, ¿verdad?
—Sí, creo que sí.
—Entonces adelante, Mark. Haremos lo que tengamos que hacer —declaró Susan, asombrada por la serenidad de su voz.
Doblaron la esquina, y de repente una ráfaga de aire impregnado de olor a carroña extinguió la vela, sumiéndolos en la más absoluta negrura. Susan no pudo contener un grito. El frufrú y los chirridos de las ratas le resonaban en los oídos, cada vez más cerca en su avidez.
—¡Sostén el crucifijo en alto! —exclamó Mark.
Susan obedeció.
El crucifijo irradió un fulgor sobrenatural y mucho más intenso que el de la vela, que ahora yacía a los pies de Mark. Alumbraba las paredes de ladrillo desmoronadizo con una luminiscencia helada que resultaba reconfortante en extremo. Las ratas intensificaron sus chillidos y se dispersaron.
Mark miraba en derredor con su propio crucifijo en alto.
—¡Por los clavos de Cristo! —masculló.
Sin lugar a dudas, Hubert Marsten debía de ser contrabandista, se dijo Susan. Se hallaban junto a la entrada de lo que sin duda antaño había sido una bodega (De nuevo Poe: Por el amor de Dios, Montressor…), abarrotada de toneles cubiertos de polvo y telarañas, con soportes para botellas en forma de colmena a lo largo de las paredes. En algunos de ellos aún descansaban botellas mágnum. De varias habían saltado los corchos, y donde antes el borgoña aguardaba la llegada de algún paladar exquisito, ahora moraban las arañas. Otras botellas se habrían convertido en puro vinagre, mientras que otras continuarían en excelente estado, esperando…, esperando…
Susan alzó la mirada. La bodega se abría a una suerte de tarima subterránea alfombrada a base de círculos de terciopelo. Por todas partes se veían velas negras apagadas. De la pared más alejada pendía, boca abajo, un crucifijo con los brazos rotos. Estatuas obscenas flanqueaban el podio principal…, sobre el que yacía un enorme ataúd de roble reforzado, en cuya tapa se veía un escudo de armas con un lobo en pleno galope y una sola palabra: SARLINOV.
Ahí lo tenían, pues. Cierto…, todo cierto. Las palabras resonaban consternadas en las profundidades de su mente, transmitidas por entre una densa bruma. Percibió que se adueñaba de ella una debilidad abrumadora, y el crucifijo le tembló en la mano. Se sintió presa de la indecisión, incapaz de moverse. Habría sido tanto más sencillo, tan liberador, quedarse ahí esperando…, esperar hasta que el mundo se transformara en su esfera nocturna.
—¡Ahora! —gritó Mark—. ¡Ahora!
—No —musitó ella con un hilo de voz—. No puedo. Déjame en paz.
El mundo danzaba ante sus ojos, como si lo viera por entre una niebla de calor intenso. Las estatuas que flanqueaban el ataúd, estatuas que recordaban vagamente a la Sagrada Familia en posturas impensables, parecían retorcerse ante ella.
—Padre Nuestro, que estás en los Cielos… —empezó a recitar Mark.
—No…, no…
Mark alargó el brazo, y la cabeza de Susan cayó hacia atrás mientras uno de sus ojos lagrimeaba, presa de espasmos.
Esta sección pertenece al capítulo sobre el padre Callahan, cuando conversa con Matt Burke. Esta escena quedó eliminada de la versión definitiva pero posee cierto interés periférico.
—No voy a negarlo, ahora no —declaró Callahan—. Pero quiero que entienda mi postura. Le presentaré tres argumentos y luego le preguntaré si ha cambiado de opinión, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Muy bien. Primero: Durante la peste negra que asoló Europa en la Edad Media, la histeria colectiva en torno a los vampiros era equiparable a la histeria colectiva en torno a los platillos volantes de hace unos años en este país. En muchos casos, la gente observaba a los muertos inquietos dando tumbos en los carros que recorrían las calles, recogiendo a las víctimas de la peste, y en muchas ocasiones, algún viajero que pasaba por un cementerio veía una mano surgir de la tierra, seguida de un rostro cubierto de barro y de mirada enloquecida, que el «hombre de a pie» de la época, ignorante y temeroso, tomaba con cierta razón por un no-muerto. En los países del este de Europa, los campesinos recién convertidos al catolicismo atosigaban a sus sacerdotes y les suplicaban que hicieran algo respecto a los vampiros que deambulaban por el campo. En su mayoría, los sacerdotes nunca habían oído hablar de semejante fenómeno, pero se resistían a reconocerlo. Por tanto, muchos de ellos empezaron a bendecir el rito de la aniquilación de vampiros. ¿Me sigue?
—Sí.
—Bien. Ahora imagínese que es Joe Smithov, un típico campesino rumano. Ha caído víctima de la peste negra y lleva dos semanas sumido en un delirio febril. Por fin la fiebre empieza a bajar y se sumerge en un estado de inconsciencia reparadora. En ese momento, un medicucho de pueblo analfabeto lo declara muerto tras sostener un espejo delante de su boca durante cuatro segundos y buscarle el pulso aplicándole el oído al estómago. Aún inconsciente, sus aterrados familiares lo meten en un tosco ataúd y lo llevan al cementerio del pueblo, donde lo entierran en un hoyo poco profundo. Más tarde, usted despierta al mayor de todos los horrores… Lo han enterrado vivo. Quizá se pone a gritar. Quizá sea capaz de arrancar uno de los tablones del ataúd y sacar un brazo por la tierra aún suelta para agitarlo como un poseso. Y entonces… ¡acuden en su ayuda! Oye las palas y vuelve a ver la luz del día. En lugar de aire enrarecido, aspira la brisa dulce y fresca del Señor. Y de repente…, ¿qué es esto? Un grupo de hombres armados con una estaca de fresno alrededor de la cual han anudado lazos ceremoniales rojos. Dos hombres lo inmovilizan mientras usted chilla y suplica. Un tercero le apoya la estaca contra el pecho. Un cuarto sostiene un mazo, listo para enviar su alma sanguinaria de vuelta junto al Padre Satanás. Y tras el grupo de hombres, ¿a quién ven sus ojos moribundos? Ni más ni menos que al cura del pueblo, que recita el ritual del exorcismo mientras lo rocía todo con agua bendita… Fundido. No es una escena demasiado halagüeña, ¿verdad?
—No.
—La Iglesia se avergüenza profundamente de todo el asunto, y lo ponen como ejemplo cada vez que uno de sus miembros muestra indicios de sacar conclusiones precipitadas, de estar a punto de proceder sobre la base de doscientos años de estudios en lugar de quinientos.
En la escena en la que Ben, Mark, Cody y Callahan bajan al sótano de la casa de los Marsten, los recibe una grabación de la voz de Barlow en lugar de la nota manuscrita que aparece en la versión definitiva de la novela.
Cuando el sacerdote abrió la puerta, Mark sintió que el olor a rancio y a podredumbre volvía a asaltarle las fosas nasales…, pero de un modo distinto, no tan intenso, menos… maléfico.
El sacerdote empezó a bajar la escalera; su crucifijo no brillaba tanto como lo habían hecho los suyos el día anterior. Pese a ello, tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para seguirlos al sótano de los horrores.
Jimmy había sacado una linterna de la bolsa y la encendió. El haz alumbró de nuevo la vieja mesa, la monolítica y polvorienta estufa de carbón con sus numerosos tubos que se antojaban tentáculos, la caja volcada… Sin embargo, no había rastro de marea temblorosa de ratas, no se percibía la sensación de acercarse a una fuerza tenebrosa de poder ilimitado y odio feroz. Y por alguna razón, aquella sensación lo asustó más que cualquier otra cosa, aunque habría sido incapaz de explicar por qué.
—A la vuelta de la esquina —anunció con una voz que sonaba muerta en el espacio cerrado.
Callahan avanzó con el crucifijo en alto. Por fin, el artefacto empezó a brillar.
—En el nombre del Padre… —vociferó al doblar el recodo.
De repente enmudeció, y una risita ensordecedora y monstruosa les hizo dar un respingo.
—¡Es él, es él! —gritó Mark.
—¡Es una grabación! —replicó Callahan—. ¡Una cinta o algo parecido! He notado un cable contra el pecho…
—¡Hola, jóvenes amigos! —tronó una voz suave y burlona—. Cuánto me alegro de que hayan decidido hacerme una visita.
Ben se adelantó como una exhalación, haciendo caso omiso del escalofrío que le producía aquella voz de reptil. Agitó las manos en el aire hasta topar con algo que parecía una cuerda de piano y la resiguió en línea diagonal a partir de la esquina.
—Siempre me gusta tener compañía…, siempre ha sido uno de mis placeres predilectos —prosiguió la voz, resonando hueca en las paredes del oscuro y nauseabundo sótano—. Si hubieran venido de noche, los habría recibido en persona…, pero como sospechaba que acudirían de día, me ha parecido más conveniente no estar presente.
De nuevo la risita retumbante que helaba la sangre en las venas. Su sonido resultó familiar a Jimmy Cody, que archivó el dato. De niño, agazapado delante de una voluminosa radio Zenith en casa de su padre, había oído una carcajada muy parecida brotar de las cuerdas vocales de la Sombra.
Ben encontró la grabadora sobre un estante alto a la izquierda de la entrada a la bodega. Era una Wollensak moderna, y la cuerda de piano estaba sujeta con firmeza al botón de reproducción.
—Les he dejado una muestra de mi gratitud —continuó la voz, ahora en tono dulce, acariciador—. Alguien muy cercano y querido para ustedes se encuentra en el lugar que yo ocupaba hasta ayer… Está usted aquí, ¿verdad, señor Mears?
Ben dio un respingo y se quedó mirando la grabadora como si fuera una serpiente que acabara de morderlo.
—No la necesito —espetó la voz con indiferencia sobrecogedora—. La he dejado allí para que… ¿cómo es la expresión? Ah, sí, para que vayan calentando motores para el acontecimiento estrella. Para abrir boca, por así decirlo. A ver si les gusta el entrante que precede al plato principal…
—¡Apágalo! —gritó Jimmy.
—No —replicó Ben—. Puede que diga algo sobre…
—… tengo algo especial que decir a uno de ustedes —siguió la voz, que ahora había adquirido un matiz amenazador—. Al joven Petrie.
Mark se puso nervioso.
—Joven Petrie, de algún modo desconocido para mí, me ha despojado usted del más fiel e ingenioso de los siervos que he conocido en toda mi existencia…, una existencia muy, muy larga, se lo aseguro. ¿Cómo ha osado? —espetó la voz, ahora furiosa—. ¿Se le acercó sigiloso por la espalda y lo empujó? Maldito mequetrefe cobarde… ¿Cómo se ha atrevido?
Sin darse cuenta, Mark dejó los dientes al descubierto en una mueca enfurecida y apretó los puños.
—Disfrutaré ocupándome de usted —prosiguió la voz en tono cada vez más alto—. Primero sus padres, me parece. Esta noche…, o mañana por la noche…, o pasado mañana por la noche. Pero usted ingresará en mi iglesia como monaguillo castratum. No obtendré la sangre de su cuello, sino de su virilidad, de sus testículos. Lo enviaré a las tinieblas más recónditas de mi oficio descalzo, ¿eh? ¿Eh?
La voz se quebró en una carcajada, pero aun a los oídos del padre Callahan, paralizado de estupefacción y terror, la risa sonaba falsa, metálica… e insegura. ¡Menudo sobresalto se habría llevado el domingo por la noche al despertar y ver que le habían arrancado el brazo derecho!
—¿Padre Callahan? —preguntó la voz en tono burlón, y el sacerdote dio un respingo como Ben apenas unos minutos antes—. ¿Está usted ahí? Pardonez-moi, no le veo. ¿Le han convencido para que los acompañe? Es posible. Lo he estado observando con detenimiento desde mi llegada a Momson…, como un buen jugador de ajedrez observa la estrategia de su oponente… La Iglesia católica no es la más antigua de mis adversarios, no. Yo era anciano cuando su Iglesia aún era joven, esa agrupación que usted y sus compañeros veneran por su antigüedad, ese club de necios devoradores de pan y bebedores de vino que adoran al salvador de las ovejas. Pero jamás se me ocurriría subestimarlos. Conozco en profundidad los caminos del bien y del mal. No me he cansado todavía; aún ahora me gusta tanto el juego como la recompensa, de modo que jamás subestimo. Así pues, ¿cómo le veo? Tal vez mejor de lo que usted se ve a sí mismo. Más valiente. ¿Cuál es la palabra que emplean? Coraje. No. En español se dice «machismo», mucho-hombre.[8] Es más que coraje. Raciocinio. Sangre fría. En combinación con la magia blanca, es algo muy poderoso. Los demás…, bah, los desprecio. Cuando esté preparado, iré a por cada uno de ellos y los quebraré. Solo le temo a usted en conjunción con su Iglesia. ¿Cómo es posible que sienta miedo? Eso también es machismo. Usted también siente miedo, a pesar de que solo escucha mi voz encerrada en una caja, ¿verdad?
Sí, pensó Callahan. Sí, sí. Conozco el miedo. Hasta el punto de que se me antoja el primer miedo que siento en mi vida.
—Es de sabios temer al adversario —lo consoló la voz incorpórea—. Así es como vivimos en el mundo.
»Pero aun así os venceré —añadió la voz casi como quien no quiere la cosa—. Cómo, se preguntará. ¿Acaso no llevo el símbolo del Blanco? ¿Acaso no puedo desenvolverme de día tanto como de noche? ¿Acaso no existen amuletos y pócimas, tanto cristianas como paganas, de las que me ha informado mi buen amigo Matthew Burke? Sí, sí y sí. Pero he vivido más tiempo que usted y soy astuto. No soy la serpiente, sino el padre de todas las serpientes. Sin embargo, afirma que con eso no basta. Y es cierto. En última instancia, es su maldita fe la que acabará con usted. Es débil, blanda…, está podrida. Ya no constituye una defensa contra los males de su mundo, si es que alguna vez lo fue. Usted, acólito y guardián de la llama, duda del valor de la llama que custodia. Predica el amor, pero el amor no existe. ¡Escupo sobre el amor! —gritó las últimas palabras en un paroxismo repentino fraguado de locura—. ¡El amor, el talismán del Blanco! ¿Qué es? ¡Palabras y roce de carne y copulación clandestina! ¡Lo demás es mera presunción! ¡Ha fracasado!
Y aquella voz, potente como un órgano de catedral, adquirió un matiz triunfal que resultaba imposible discernir como verdadero o fingido.
—Siempre asume que el bien es más poderoso que el mal, pero no es así. El bien, querido padre Callahan, requiere un acto de fe, mientras que el mal tan solo requiere espera y paciencia. Campa por sus respetos, omnipresente como el viento. Usted lo sabe, pero desconoce el bien. Y cuando llegue el momento, será jaque al rey…, ¡y el negro vencerá!
La voz se elevó en un grito que los sobresaltó a todos, y acto seguido enmudeció. La cinta siguió girando vacía durante unos instantes, al cabo de los cuales sonó otra voz, la de Susan. Su acento claro y limpio era el mismo, inclusive el leve deje de Maine en las erres algo arrastradas, pero aun así era una parodia, una mera cáscara vacía, la imitación precaria de una muñeca que hablara con la voz de Susan.
—Ven a mí, Ben. Deja que te folie. Espera hasta que anochezca y te follaré. Follar follar follar. Al padre Callahan también. ¿Quiere que lo folie, padre? Deje que le meta la mano bajo la sotana negra y empiece a…
Ben arrancó el aparato del estante, apenas consciente de que estaba gritando. En el interior de la grabadora, algo emitió un chasquido, y la voz descendió hasta convertirse en un bajo grotesco, pero Ben no se detuvo, no podía detenerse. Le propinó un puntapié, y una de las bobinas salió disparada, soltando cinta. Ben la persiguió, le dio otra patada, volvió a perseguirla, le dio una tercera patada…
Unas manos se apoyaron en sus hombros y lo zarandearon.
—¡Basta, Ben! ¡Basta! ¡Basta!
Al alzar la mirada vio el rostro de Jimmy a escasa distancia del suyo. Estaba contraído en una mueca. ¿Lloraba?
—Lo siento —musitó con una voz opaca que se le antojó muy lejana—. Lo siento.
Miró a su alrededor. Mark, con los puños aún cerrados y la boca apretada en un ángulo extraño, como si acabara de morder algo podrido; Jimmy, con el rostro aniñado, bañado en sudor y lágrimas; el padre Donald Callahan, con el semblante pálido y contraído en un rictus atormentado. Y todos ellos lo miraban con fijeza.
Más tarde, cuando Barlow acorrala a Callahan en la cocina de los Petrie, la novela publicada da un giro distinto, mientras que el original dice lo siguiente:
El fulgor del crucifijo se apagaba.
Se lo quedó mirando con los ojos cada vez más abiertos. El terror le atenazó el estómago como un amasijo de hierros candentes. Irguió la cabeza con ademán brusco y miró a Sarlinov, que avanzaba hacia él con una sonrisa radiante, casi voluptuosa.
—No se acerque —masculló Callahan con voz ronca al tiempo que retrocedía un paso—. Se lo ordeno en el nombre de Dios.
Sarlinov lanzó una carcajada burlona.
El brillo del crucifijo había quedado reducido a una lucecilla tenue en forma de cruz. Las sombras se habían adueñado una vez más del semblante del vampiro, distorsionando sus facciones en extrañas líneas y triángulos bajo los pómulos prominentes.
Callahan retrocedió otro paso, y sus nalgas chocaron contra la mesa de la cocina, colocada contra la pared.
—No tiene adonde ir —musitó Sarlinov en tono compungido, si bien en sus ojos oscuros se reflejaba un regocijo infernal—. Es triste ver flaquear la fe de un hombre. En fin…
El crucifijo tembló en su mano, y su luz se extinguió por completo. Ahora no era más que un trozo de yeso que su madre había comprado en una tienda de recuerdos de Dublin, con toda probabilidad a un precio astronómico. El poder que había conferido a su brazo, suficiente por lo visto para derribar paredes y quebrar piedras, se había disipado. Los músculos recordaban la vibración de aquella fuerza, pero eran incapaces de reproducirla.
La voz de Sarlinov surgió de la oscuridad. Callahan desvió la mirada con frenesí baldío en un intento de determinar su posición, pero no lo logró. Sarlinov estaba jugando con él al gato y al ratón.
¿Oirá el latido de mi corazón?, se preguntó Callahan. ¿Como un conejo atrapado en una trampa? Ruego a Dios que no.
—Es el mal de los americanos —comentó la voz de Sarlinov desde otro lugar—. Creen en el dentífrico, en aerosoles para las axilas, en píldoras milagrosas, pero no creen en los Poderes. Son ricos en oscuridad, como un cerdo cebado a base de basura. Gordo, hinchado, listo para el sangrado.
Dios, pensó Callahan, Te ruego, Te imploro que me saques de esta. No por mí, sino por…, por…
Pero sus pensamientos carecían de intensidad, de aquel poder de transmisión que percibía de joven, incapaces de traspasar las paredes de su cráneo.
Algo chocó contra el suelo.
El crucifijo.
—Ah, lo ha dejado caer —constató Sarlinov, ahora desde un lugar situado mucho más a la derecha de lo que Callahan esperaba, casi a su espalda, de hecho—. Pero no importa; ha olvidado la doctrina de su Iglesia, ¿no es así? El crucifijo…, o la bandera…, o el pan y el vino…, y otras cosas…, tan solo símbolos. Sin fe, la cruz no es más que un pedazo de madera; la bandera, un simple trapo; el pan, trigo horneado; el vino, uva agria. ¿No es verdad? Si lo hubiera dejado caer antes, creo que me habría vencido una noche más. De hecho, sospecho que así habría sido. Lo esperaba. Hacía tiempo que no me topaba con un adversario digno.
Otro silencio horripilante. Callahan no percibía sonido ni movimiento alguno. El vampiro era más sigiloso que un gato al acecho de su presa.
De repente empezó a deslizar las manos a tientas sobre la superficie de la mesa, intentando recordar dónde estaba el cuchillo que la señora Petrie había utilizado para cortar los bocadillos.
Recordó las palabras de Matt: «Hay cosas peores que la muerte».
Las yemas de sus dedos leyeron las migas de pan como si se tratara de braille, se deslizaron sobre un plato, rozaron el borde de una taza de café. ¿Dónde estaba? Por el amor de Dios…
Y justo cuando lo encontró y sus dedos se cerraron en torno al mango de madera, Sarlinov habló de nuevo, esta vez muy cerca de él.
—Pero ya basta de palabrería —dijo con auténtica tristeza—. Basta de…
—¡Por Dios! —vociferó Callahan al tiempo que blandía el cuchillo en un amplio arco.
Una luz cegadora manó de la hoja del cuchillo. Las palabras de Sarlinov se trocaron en un grito entrecortado, y por un instante, Callahan vio la refulgente hoja del cuchillo reflejada en sus ojos tenebrosos.
El cuchillo le rozó la frente, y de la herida empezó a brotar un reguero de sangre.
—¡Es demasiado tarde, chamán! —siseó Sarlinov—. Pagarás mil veces por tu fe mancillada y por atreverte a atacarme…
Y sin detenerse a pensar (él, que era un hombre de pensamiento), Callahan se clavó el cuchillo en el pecho, sin sentir el corte, consciente de la furia impotente que se pintaba en la mirada de la criatura…, que no osó acercarse a él.
Sacó la hoja y se la hundió una vez más en la carne con las escasas fuerzas que le quedaban. Cuando la consciencia empezaba a abandonarlo, comprendió que su fe, al menos parte de ella, había regresado, y que tal vez se había privado del triunfo en ese intento instintivo por salvar su alma del infierno de los no-muertos, y que quizá ese acto constituía la negación más grave posible de la fe.
Entonces todo pensamiento se apagó, Callahan cayó sobre el mango del cuchillo, cerró los ojos y se dejó marchar en busca de los dioses.
Esta escena tiene lugar cuando Jimmy y Ben regresan a Momson.
A medida que se acercaban a Momson, una nube casi palpable se formó sobre sus cabezas, como las que se formaban sobre las cabezas de Juanito, Jorgito y Jaimito en los viejos libros del Pato Donald cuando se enfadaban. Cuando Jimmy tomó la salida junto a la enorme señal verde reflectante que indicaba CARRETERA I 2 MOMSON CUMBERLAND CONDADO DE CUMBERLAND, Ben recordó que él y Susan habían tomado el mismo camino al regresar a casa después de su primera cita. Susan había querido ir a ver una película con persecuciones de coches, y Ben le había hablado de la experiencia infantil que había dado origen al libro, un libro que ahora se le antojaba muy lejano.
—Ha empeorado —observó Jimmy, con el rostro pálido, asustado y furioso a un tiempo—. Joder, si casi se huele.
Y era cierto, aunque era un olor mental más que físico, una suerte de vaharada extrasensorial de cementerio.
La carretera 12 aparecía casi desierta. A las afueras del pueblo se cruzaron con el camión de la leche de Win Purinton, que los saludó con expresión perpleja, aturdida. También se cruzaron con algunos coches que iban a toda velocidad en sentido contrario, sin lugar a dudas gentes de paso. Las casas del primer tramo de Momson Avenue ofrecían un aspecto cerrado y abandonado.
—Mira allí —señaló Jimmy con alivio casi absurdo cuando se adentraron en el pueblo—. El Crossen está abierto.
Y así era. Ante el establecimiento, Milt llenaba el depósito de un coche con matrícula de New Hampshire, y junto a él estaba Grover Verril, enfundado en un chubasquero amarillo de langostero.
—Pero no veo al resto —añadió Jimmy.
Milt alzó la mirada hacia ellos y les saludó con la mano; a Ben le pareció distinguir arrugas de tensión en los semblantes de ambos ancianos. En la puerta de la Funeraria Foreman aún se veía el rótulo de CERRADO. La ferretería también estaba cerrada, pero en cambio, el restaurante estaba abierto, y cuando pasaron por delante, Ben divisó a Pauline Dickens sirviendo café. Por lo demás, el lugar parecía desierto.
El coche de la policía local estaba aparcado delante del ayuntamiento, y Parkins Gillespie, también ataviado con chubasquero, estaba de pie junto a él. No los saludó, sino que se los quedó mirando con ojos entornados.
Las calles del centro estaban vacías, lo cual no era inusual en sí mismo; a fin de cuentas, era un pueblo pequeño, y llovía, pero muchas persianas estaban bajadas, lo que confería a Momson un aspecto sombrío y enigmático.
—Han hecho de las suyas, sin lugar a dudas —comentó Ben.
Más tarde entran en casa de los Petrie y encuentran los restos de Callahan.
—Dios mío de mi vida —susurró Jimmy con los brazos convertidos en gelatina.
Los murciélagos sobrevolaban el suelo como ratas hinchadas.
Ben se limitó a contemplar la escena, paralizado.
Los cadáveres del señor y la señora Petrie yacían donde habían caído y permanecían intactos. Sarlinov había descargado toda su ira en Callahan, que lo había marcado y engañado en el preciso instante de la victoria.
Su cuerpo decapitado estaba clavado a la puerta del comedor en una parodia espeluznante de la crucifixión.
Ben cerró los ojos e intentó tragar saliva, pero no encontró nada que tragar. Sentía la boca como cristal. Imagínate que es un pedazo de carne en la carnicería, se obligó a pensar, presa de las náuseas. Imagínate que es…
Dejó caer los brazos y corrió hacia el fregadero. Al poco oyó la voz ahogada de Jimmy como si estuviera muy lejos.
—¿Qué clase de hombre es?
Ben apoyó los brazos temblorosos en el fregadero para incorporarse y abrió el grifo.
—No es un hombre —se oyó decir como si su voz procediera de otra galaxia.
La verdad de aquellas palabras los azotó por fin con un peso inmenso, inabarcable, como el de una puerta gigantesca al cerrarse.
Cuando Jimmy y Mark empiezan a ocuparse de los vampiros, no se limitan a arrastrar a Roy McDougall a la luz del sol, tal como muestra esta sección:
El coche de Roy McDougall estaba aparcado en la parcela de la caravana instalada en Bend Road, y verlo allí un día entre semana indujo a Jimmy a temerse lo peor.
El y Mark se expusieron a la lluvia sin mediar palabra. Jimmy cogió su maletín negro, y Mark sacó del maletero varias estacas recién afiladas y un martillo con una cabeza de un kilo. Jimmy subió la destartalada escalinata y llamó al timbre. No funcionaba, de modo que llamó a la puerta con los nudillos. Los golpes no obtuvieron respuesta, ni en la caravana de los McDougall ni en la vecina, situada a unos veinte metros de distancia, pese a que ante ella también se veía un coche aparcado.
Jimmy intentó abrir la puerta externa, pero estaba cerrada con llave.
—Dame el martillo —ordenó a Mark.
Mark se lo alargó, y Jimmy rompió el vidrio a la derecha del picaporte en dos golpes contundentes. Introdujo la mano y descorrió el cerrojo. La puerta interior no estaba cerrada con llave. Entraron.
Reconocieron el olor al instante; no cabía la menor duda. Jimmy sintió que las fosas nasales se le contraían en un intento de mantenerlo alejado, pero fue en balde. El hedor no era tan intenso como en el sótano de la casa de los Marsten, pero, en esencia, resultaba igual de ofensivo. Olor a podredumbre, a muerte. Un olor húmedo, nauseabundo. De repente, Jimmy recordó la época en que, de pequeños, él y sus amigos salían en bici durante las vacaciones de Pascua para recoger las botellas de cerveza y refrescos retornables que el deshielo había desenterrado. En una de ellas (una botella de naranjada) vio un diminuto ratón de campo descompuesto que, tal vez atraído por la dulzura de la bebida, había entrado en la botella para luego no poder salir y quedar atrapado. Al percibir su olor, Jimmy giró en redondo y vomitó. El olor que percibía ahora se parecía mucho a aquel, un hedor entre dulce, agrio y fermentado. Sintió que le subía una arcada.
—Están aquí —constató Mark.
Registraron el lugar metódicamente. La cocina, el rincón comedor, el salón, los dormitorios… Fueron abriendo todos los armarios, y a Jimmy le pareció haber dado con algo en el armario del dormitorio principal, pero no era más que un montón de ropa sucia.
—¿No hay sótano? —inquirió Mark.
—No…, pero puede que haya algún tipo de trastero.
Rodearon la caravana y encontraron la trampilla que se abría hacia los rudimentarios cimientos. Estaba asegurada con un candado que Jimmy destrozó con cinco martillazos. Al abrir la puerta, el hedor lo azotó con fuerza casi física.
—Están aquí —repitió Mark.
Jimmy escudriñó la penumbra y distinguió tres pares de pies, como cadáveres alineados en un campo de batalla. Uno de ellos llevaba botas, otro peúcos, y el tercero…, un par de pies diminutos…, nada.
Escena familiar, pensó Mark, al borde del abismo. ¿Dónde estás, Norman Rockwell? Lo embargó una oleada de irrealidad. El bebé, se dijo. ¿Cómo voy a hacerle esto a un bebé? Matt lo haría. Pero yo no soy Matt. Soy médico. Mi misión es curar, no… Asilos curarás. Les devolverás sus almas para que puedan abandonar el espeluznante lugar en que se encuentran.
—Yo soy más menudo —dijo Mark—. Entraré yo.
Se puso de rodillas y se coló con dificultad por la trampilla.
—Primero el… pequeño —se oyó decir Jimmy—. Acabemos primero con eso.
Mark asió a Randy McDougall por los tobillos y tiró de él.
Estaba desnudo y sucio, con el cuerpo diminuto surcado de arañazos y las rodillas laceradas hasta lo indecible. A saber por dónde lo habría inducido a gatear la fiebre que se había adueñado de su ser. En cuanto la luz solar lo tocó, abrió los ojos y empezó a retorcerse.
Mark tiró de él con fuerza para sacarlo del todo y luego se apartó con el rostro convertido en una máscara de repugnancia y resolución vengativa.
El bebé se retorció sobre las hojas caídas, como un pez enganchado en el anzuelo y sacado a la orilla. De su garganta brotaba una suerte de maullidos a medida que el sol quemaba su cuerpo. En el interior del hueco, su madre se movió y emitió un gemido inarticulado. Sus pies y manos se agitaban convulsos como si una corriente eléctrica los sacudiera.
Randy profirió un grito, dejando al descubierto unos dientes de leche que de repente se habían transformado en colmillos de cachorro lo bastante afilados para arrancar la piel.
—Sujétalo —ordenó Jimmy a Mark.
Mark titubeó un instante. La idea de tocar la cosa que acababan de sacar de las tinieblas le infundía un horror que se reflejaba a las claras en su rostro. Por fin cayó de rodillas y le inmovilizó los brazos.
Jimmy llevaba el estetoscopio, que ahora se ajustó a los oídos para aplicarlo al pecho agitado. La cabecita de Randy se sacudía de un lado a otro, cortando el aire. Sus párpados temblaban, dejando al descubierto el blanco de los ojos.
No había latido.
—En el nombre de Dios —recitó Jimmy antes de bajar la estaca en una curva contundente y certera.
Todo fue muy rápido.
El cuerpo se arqueó, los ojos se abrieron del todo, y acto seguido todo él se relajó entero y quedó inmóvil. Ante ellos tan solo quedaba un bebé muerto…, un bebé que llevaba muerto y sin embalsamar una semana. El cadáver empezó a hincharse ante sus ojos, y de pronto brotó de su boca un eructo nauseabundo que los impulsó a apartarse. Al poco, las mejillas se hundieron, al igual que los ojos.
Mark profirió una exclamación horrorizada y se alejó, pero Jimmy se sentía reconfortado. No era la primera vez que presenciaba aquello; era el proceso normal (aunque en este caso acelerado) de la descomposición, la naturaleza reclamando sus componentes, el cierre del círculo. En su fuero interno, algo se relajó y fue capaz de creer que, aun cuando no estuvieran haciendo la obra de Dios, sí estaban haciendo la de la naturaleza.
—¿Estás bien? —preguntó a Mark—. ¿Puedes seguir?
—Sí —asintió Mark al tiempo que se volvía hacia Jimmy con expresión horrorizada—. No es como en las películas, ¿verdad?
—No.
Bajó la mirada hacia el diminuto cadáver. El proceso se había completado. La sangre que había brotado alrededor de la estaca se había coagulado antes de quedar reducida a polvo. La herida de entrada aparecía fruncida y vieja. Cuando tocó la estaca advirtió que se movía con facilidad, carente de la resistencia que habría encontrado en el mango de un cuchillo clavado en un cadáver reciente. Los tejidos se habían relajado como elásticos viejos.
—Pobre niño —suspiró mientras se volvía hacia Mark—. No es un espectáculo agradable, pero así es como debe estar. Así es como debe ser.
Mark asintió.
—Lo sé… Solo es que cuesta asumirlo de entrada.
Se volvió hacia los otros dos seres tumbados en su patética tumba de pacotilla.
—¿Cómo nos las apañaremos con ellos? Si se resisten, no podré sujetarlos.
—Yo sí, si tú te encargas de la estaca. ¿Te ves capaz?
—Sí.
Jimmy entró en el agujero, conteniendo el aliento para combatir el hedor, y sacó a Sandy McDougall. Mark empleó el martillo con ademán certero y misericordioso. Roy McDougall le planteó más dificultades. En vida había sido un hombre fuerte, en la flor de la vida, y forcejeaba y se debatía como un caballo enloquecido. Los amagos predadores de sus dientes resultaban aterradores, pues un solo mordisco en la muñeca podía arrancar la mano de cuajo. Mark hizo dos tentativas vanas, rozándole una vez el hombro y otra vez la caja torácica sin llegar a clavar la estaca. Ambos cortes provocaron hemorragia, y los gritos de Roy adquirieron una sobrecogedora cualidad de sirena antiniebla que a punto estuvo de acabar con Jimmy.
Presa del pánico y la desesperación, Jimmy se arrojó sobre el vientre y los muslos de Roy McDougall.
—¡Ahora, deprisa! —vociferó.
Mark bajó la estaca y la clavó en la carne de un solo martillazo contundente. Por un instante, el forcejeo de McDougall se intensificó hasta el punto de que Jimmy salió despedido como una muñeca de trapo, luego tembló de pies a cabeza y por fin quedó inmóvil. Una de sus manos se cerró con fuerza en torno a un puñado de hojas, y ambos hombres la observaron fascinados hasta que se relajó.
—Bajémoslos otra vez al hoyo —propuso Jimmy.
—¿No deberíamos llevarlos al río…?
—Les dejaremos las estacas clavadas. Creo que con eso bastará. No son más que no-muertos, y les hemos destruido el corazón. Si nos entretenemos mucho, no acabaremos nunca.
Así pues, los arrastraron de nuevo al hueco, y Jimmy deslizó una rama por el aro del cerrojo roto para mantenerlo cerrado.
Se quedaron un instante bajo la lluvia, empapados y ensangrentados.
—En algún momento tendremos que deshacernos de los cadáveres —comentó Jimmy—. No tengo intención de acabar en la cárcel por esto si puedo evitarlo.
—¿La caravana vecina? —preguntó Mark.
—Sí, sería el primer sitio que atacarían los McDougall.
Cruzaron la explanada, y esta vez percibieron el hedor inconfundible mucho antes de llegar a la caravana. Ni siquiera la lluvia implacable de otoño lograba ocultarlo.
El nombre escrito bajo el timbre era Evans. Jimmy asintió. Sí, el marido se llamaba David Evans y trabajaba en el departamento de accesorios para automóvil del Grant’s de Gates Falls. Lo había tratado un par de años antes por un quiste o algo parecido.
Ahí sí funcionaba el timbre, pero no obtuvieron respuesta. Encontraron a la señora Evans en la cama, pálida y quieta, y acabaron con ella. Las sábanas blancas quedaron empapadas. Los dos hijos estaban juntos en un dormitorio, ambos en pijama. Jimmy les aplicó el estetoscopio y no encontró pulso en ninguno de los dos. Las estacas hicieron su trabajo, y a esas alturas ya se le antojaba casi igual que utilizar un bisturí o una sierra de hueso. Incluso el horror tenía sus límites.
Mark encontró a David Evans en el almacén inacabado que había sobre el pequeño garaje. Llevaba un pulcro mono de mecánico, y de las comisuras de la boca le bajaban sendos regueros de sangre seca. Tal vez sangre de sus hijos.
—Subámoslos a todos aquí —sugirió Jimmy.
Tras comprobar que no pasaban coches por la carretera, transportaron cada uno de los cadáveres envueltos en sábanas hasta el almacén. Cuando el ayuntamiento hizo sonar el silbato que marcaba el mediodía, ambos dieron un respingo y se miraron algo avergonzados.
Acto seguido, Mark bajó la vista hacia sus manos ensangrentadas.
—¿Podemos ducharnos? —preguntó a Jimmy, asqueado—. Me siento…, ya sabes…
—Sí —asintió Jimmy—. De todos modos, quiero llamar a Ben. Nos… —De pronto chasqueó los dedos—. El teléfono de tu casa no funciona. Dios mío, ¿por qué no pensé en eso? En cuanto nos hayamos aseado, tenemos que volver.
Entraron en la caravana. Jimmy se sentó en una de las sillas del salón y cerró los ojos. Al poco oyó que Mark abría el grifo de la ducha.
Con los ojos cerrados visualizó a Randy McDougall retorciéndose sobre las hojas mojadas, vio el arco de la estaca, vio su abdomen hincharse por los gases…
Abrió los ojos.
Aquella caravana se hallaba en mejor estado que la de los McDougall, más limpia y ordenada. No había llegado a conocer a la señora Evans, pero por lo visto cuidaba de su hogar con orgullo. Había una pila ordenada de juguetes de los niños muertos en una suerte de cubículo, una estancia que a buen seguro recibía el nombre de «lavadero» en el folleto original de la caravana. Pobres niños, esperaba que hubieran disfrutado de sus juguetes cuando los días aún eran radiantes y soleados, antes de llegar a su última morada, el espacio diminuto de un almacén sin acabar. Había un triciclo, varios camiones voluminosos, una gasolinera de juguete, uno de esos vehículos oruga con ruedas (sin duda se habrían peleado a gusto por él), un billar en miniatura…
Tiza azul.
Tres lámparas con pantalla en línea.
Hombres caminando en torno a la mesa verde bajo las luces casi cegadoras, jugando por turnos, limpiándose los restos de tiza azul de las yemas de los dedos…
—¡Eso es! —gritó de repente, irguiéndose en la silla.
Mark acudió corriendo, a medio desvestir, para ver qué sucedía.
En esta sección, Jimmy entra en el sótano de Eva para confirmar que Barlow se oculta allí. En la novela, abre la puerta del sótano y baja, momento en que, como dice la novela publicada, «empezaron los gritos». En el manuscrito original, esta parte es idéntica, pero la razón por la que empiezan los gritos es distinta por completo:
Jimmy se dijo que solo llegaría hasta el pie de la escalera; podía utilizar el encendedor y comprobar si la mesa de billar seguía allí. Bajó despacio, aferrado a la barandilla y respirando por la boca para combatir el hedor. Una vez abajo encendió el Zippo, y a la luz de su llama vio la mesa de billar.
Y vio las ratas.
El sótano era un hervidero de ratas. Cada centímetro del suelo y las estanterías aparecía atestado de ellas. Habían tirado al suelo hileras enteras de las conservas que Eva había preparado con tanto cariño, y los frascos se habían hecho añicos, desparramando comida por todas partes. Las ratas no estaban comiendo; lo esperaban a él… o a alguien. Los guardianes diurnos de Sarlinov. Y a la luz del encendedor lo atacaron, oleada tras oleada.
Jimmy gritó para avisar a Mark y se dio la vuelta para volver a subir la escalera. Media docena de enormes ratas de alcantarilla que acechaban en el estante de herramientas situado sobre la escalera se abalanzaron sobre su rostro, mordiendo e intentando clavarle las garras. Jimmy dejó caer el encendedor y profirió otro grito, aunque esta vez no de advertencia, sino de miedo y dolor.
Las ratas se arrastraban sobre sus zapatos y le subían por las piernas en dirección a la cintura, clavándole las pezuñas y los dientes afilados a través de la tela de los pantalones.
Jimmy logró subir dos peldaños mientras daba manotazos para librarse de ellas. Una de las alimañas se le coló por el cabello y se asomó a su frente para mirarlo a los ojos. Agitó la nariz, y sus dientes de roedor centellearon cuando le atacó los ojos.
Jimmy experimentó una oleada punzante de dolor. Golpeó a la rata, y en ese instante su pie derecho resbaló por el hueco entre dos de los peldaños abiertos. Cayó hacia delante, firmando así su sentencia de muerte. Otra espada de dolor cuando su pie se torció y acto seguido se rompió.
Se acabó, pensó. Pero morir así… ¡Dios mío!
—¡Corre, Mark! —chilló—. ¡Ve a buscar a Ben! Ve a…
Una rata se le metió en la boca, las patas traseras arañándole el mentón. Jimmy la mordió con fuerza, y la rata emitió un chillido mientras se retorcía. El sabor fétido del animal le llenó la boca. Jimmy se deshizo de ella, se libró de unas cuantas más a mordiscos y empezó a subir la escalera a rastras.
Al acercarse a la puerta, Mark vio algo subiendo la escalera a gatas. Era una cosa marrón llena de patas, ojos y colas. De repente vio algo que le pareció un pedazo de la camisa de Jimmy.
Bajó dos escalones y alargó la mano. Al instante, una rata saltó sobre ella y le subió por el brazo como una exhalación, con los ojillos negros centelleantes de furia. Mark la apartó de un manotazo.
La cosa marrón se incorporó a duras penas. Mark lanzó un grito y se llevó las manos a las sienes. El rostro de James Cody se desintegraba delante de sus narices. Una de sus cuencas oculares aparecía negra y carente de luz, y tenía una rata despatarrada sobre la mejilla izquierda, mordisqueándole la oreja. Las alimañas le entraban y salían de la camisa, y dos ríos pardos ascendían por la escalera hacia Mark. No tardarían nada en llegar hasta él.
—¡Ve a por Ben! —gritó la cosa marrón que había sido el doctor Jimmy Cody—. ¡Corre! ¡Corre! ¡Ve…!
La cosa se tambaleó, extendió los brazos y cayó hacia atrás con un último grito de desesperación.
Las ratas que se disponían a atacar a Mark se detuvieron, se giraron y miraron hacia abajo sentadas sobre las patas traseras, como si aplaudieran la escena.
Mark titubeó un instante, incapaz de desviar la mirada.
La cosa que había caído escalera abajo se retorció, gritó, intentó incorporarse una vez más, cayó de nuevo y por fin enmudeció.
Mark oyó el sonido de la tela al desgarrarse.
Las ratas reanudaron el ascenso hacia él, innumerables cuerpos rollizos y sobrecogedoramente bien alimentados. Ya no eran ratas de alcantarilla, sino ratas de cementerio.
Cuando la primera llegó junto a él, Mark le propinó un puntapié en la cabeza que la hizo salir despedida. Acto seguido se volvió, subió los dos escalones que había bajado desde la cocina y cerró la puerta con firmeza.
En esta escena, Ben y Mark tienen que ahuyentar a las ratas antes de ir en pos de Barlow; para ello recurren a rociadores y viales de agua bendita.
Caminaron despacio bajo la lluvia siseante hasta el porche. La escalinata era una alfombra de ratas que chillaban y correteaban sobre los tablones de madera. Una hilera de ellas se había pertrechado sobre la barandilla roja cual espectadores de una carrera.
—Marchaos en el nombre de Dios —dijo Ben en tono normal al tiempo que accionaba el rociador.
Una ráfaga finísima, apenas visible a causa de la lluvia, flotó hacia las ratas agolpadas en la escalinata. El efecto fue inmediato y escalofriante. Las ratas chillaron con más fuerza, se retorcieron y emprendieron la huida hacia arriba, algunas de ellas mordiéndose los flancos como si hubieran sufrido el ataque repentino de un ejército de pulgas.
—Funciona —constató Ben—. Ve a buscar una estaca y el martillo.
Mark volvió corriendo al coche. Ben empezó a subir la escalinata del porche. Accionó el rociador dos veces más, y todas las ratas rompieron filas y huyeron despavoridas. Algunas saltaron por encima de la barandilla y desaparecieron, pero la mayoría entraron de nuevo en la casa.
Mark subió a la carrera hasta llegar junto a Ben. Se había desabrochado la camisa para guardarse la estaca y el martillo contra la piel. Estaba muy pálido, pero en sus mejillas se veían sendas manchas rojas de nerviosismo.
La cocina era un hervidero de ratas. Correteaban sobre el pulcro hule a cuadros rojos y blancos de Eva Miller, las colas extendidas tras ellas, se sentaban sobre los estantes entre chillidos, cubrían los quemadores de la gran cocina eléctrica, llenaban el fregadero en una masa que no cesaba de agitarse…
—Están… —empezó Ben.
De repente, una rata le saltó sobre la cabeza y empezó a morderlo. Ben se tambaleó, y todas las ratas comenzaron a avanzar con avidez hacia ellos.
Mark profirió un grito y apuntó el rociador a la cabeza de Ben.
Las gotas casi vaporizadas de agua fueron como un bálsamo. La rata cayó al suelo sin dejar de retorcerse y huyó entre chillidos.
—Tengo mucho miedo —balbuceó Mark con un estremecimiento.
—Más te vale. ¿Dónde está la linterna?
—Al…, al pie de la escalera del sótano. La dejé caer cuando Jimmy…
—Vale.
Se hallaban ante la entrada del sótano. De la oscuridad surgía un susurro incesante puntuado por chillidos que recordaban a la más tenebrosa de las catacumbas.
—¿Tenemos que hacerlo, Ben? —gimió el muchacho.
—¿Tenía Jesucristo que caminar hasta el Calvario? —replicó Ben.
Juntos iniciaron el descenso.
Voy derecho hacia la muerte, pensó Ben. El pensamiento acudió a su mente de forma fácil y natural, sin pena asociada a él. Todas las emociones refinadas, tales como la pena, quedaban sepultadas bajo un inmenso glaciar de miedo. Había experimentado aquella sensación una sola vez en la vida, al compartir una pastilla de ácido con un amigo. En aquella ocasión se adentró en una extraña jungla para descubrir de repente que no quería estar en ella. Era una selva poblada de bestias exóticas, y durante un buen rato perdió todo autocontrol. En aquel lugar se formaban colores, sonidos e imágenes de forma totalmente ajena a su voluntad. Poseído por una presencia extraña, se sintió aupado por las alas del terror, cada vez más alto, dando vueltas y vueltas, sin saber en qué momento se le plantearía la cuestión definitiva de la locura.
No perturbes el final de la apariencia. El único emperador es el emperador de los helados. ¿Quién había dicho eso? ¿Matt? ¿Cuándo? Matt había muerto. Wallace Stevens había muerto. Susan había muerto. Miranda había muerto. Yo en su lugar no miraría. Eso era lo que había dicho el conductor del camión que había reducido la cabeza de Miranda a pulpa de calabaza. Tal vez él también había muerto. Y quizá él mismo moriría en breve. Y lo cierto era que ese «quizá» se le antojaba muy débil. Y una vez más pensó: Voy derecho hacia la muerte.
Llegaron al pie de la escalera, y las ratas los rodearon, cada vez más cerca. Espalda contra espalda, Ben y Mark las rociaron con agua bendita. Las ratas retrocedieron y al poco se dispersaron. Ben vio la linterna y la recogió. El vidrio protector se había resquebrajado, pero la bombilla seguía intacta. La encendió y alumbró el sótano. Lo primero que alcanzó el haz fue la mesa de billar envuelta en plástico, y a continuación una figura acurrucada en el suelo de hormigón en medio de un charco de una sustancia que tal vez fuera aceite.
—Quédate aquí —ordenó a Mark antes de avanzar con cautela para alumbrar lo que quedaba de Jimmy Cody tras el ataque de un millar de ratas.
Yo en su lugar no miraría.
—Oh, Jimmy —intentó articular, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
En un rincón vio una pulcra pila de cortinas dobladas sobre un estante. Cogió una y cubrió el cuerpo de Jimmy. Sobre la tela no tardaron en aparecer flores oscuras.
Las ratas avanzaban de nuevo. Ben corrió hacia ellas y las roció como un poseso. Las alimañas huyeron entre chillidos.
—¡No hagas eso! —exclamó Mark, asustado—. ¡Ya hemos gastado la mitad!
Ben se detuvo, temblando como una hoja. Apuntó la linterna a su alrededor; nada. Alumbró debajo de la mesa de billar; nada. No había espacio detrás de la estufa.
—¿Dónde está? —masculló.
Estantes, frascos de conserva hechos añicos en el suelo, una cómoda galesa apoyada contra la pared opuesta…
Ben la iluminó de nuevo.
Las ratas se concentraban en torno a la cómoda, correteando sobre ella y a su alrededor en gran número, los ojillos rojizos reflejando la luz de la linterna.
—Esa cómoda no estaba aquí antes —declaró Ben—. Movámosla.
Avanzaron hacia ella sin dejar de rociar a las ratas, que se dispersaron en dos formaciones. No se alejaron mucho, aunque algunas de ellas se retorcían entre espasmos a causa del agua que las había alcanzado. La escalera que subía hasta la cocina estaba bloqueada por las ratas, según comprobó Ben con un estremecimiento de horror. Si se les acababa el contenido de los rociadores…
No podían empujar la cómoda sin soltar los rociadores.
—A la mierda —espetó Ben—. Volquémosla.
Ambos aferraron la parte trasera con una mano.
—Ahora —indicó Ben, y los dos empujaron con el hombro.
La cómoda se volcó con un fuerte estruendo cuando la vajilla de boda de Eva Miller se hizo añicos en su interior. Las ratas avanzaron de nuevo hacia ellos entre chillidos, de modo que volvieron a rociarlas.
Tras la cómoda vieron una puerta que les llegaba a la altura del pecho. Estaba cerrada con un candado Yale nuevo.
—Dame el martillo —ordenó Ben.
Mark se lo alargó sin dejar de mover los ojos en un intento por seguir el avance implacable de las ratas.
Tras dos martillazos al candado se convenció de que no conseguiría romperlo.
—Por el amor de Dios —musitó.
Experimentó una oleada amarga de frustración. Comprobó el contenido de su rociador. Apenas le quedaba una cuarta parte. Había dos latas casi llenas de agua bendita en el coche de Jimmy Cody, pero lo mismo habría dado que estuvieran a un millón de kilómetros. Enfrentarse al fracaso cuando estaban tan cerca…
No. Atravesaría la puerta a mordiscos si hacía falta.
Alumbró el sótano con la linterna, y al poco divisó un tablón de herramientas a la derecha de la escalera. Había un hacha sujeta por dos clavos y con una funda protectora de plástico sobre la hoja.
Se dirigió hacia el tablón, y las ratas se acercaron de inmediato.
—¡Por el amor de Dios! —les gritó.
Le pareció que las ratas se estremecían. Consiguió llegar junto al tablón, descolgó el hacha y se volvió. Las ratas se habían agrupado a su espalda en un muro cerrado. Mark tenía la espalda apoyada contra la puerta de la despensa de tubérculos y se aferraba al rociador con ambas manos.
Ben hizo acopio de valor e inició el camino de regreso, propinando puntapiés a las ratas para ahuyentarlas y rociándolas cuando no le quedaba otra alternativa. Las ratas se agitaban, chillaban y mordían. Una de ellas se le coló por la pernera del pantalón y le mordió el tobillo a través del calcetín. Ben le propinó un violento puntapié, y el animal salió despedido por los aires sin dejar de retorcerse y morder, ahora en vano.
—Mantenías alejadas de mí —pidió a Mark mientras retiraba la funda protectora de la hoja del hacha. El metal centelleaba con fuerza aun a la luz mortecina del sótano. Sin detenerse a pensar, Ben elevó el hacha a la altura de la frente, como si la ofreciera a algo que no alcanzaba a ver.
—Conviértete en mi fuerza —suplicó.
Pronunció aquellas palabras sin asomo de sentimentalismo, tan solo como una orden, y a Mark se le antojó que las ratas se acobardaban, horrorizadas.
La hoja del hacha relucía con aquella luz sobrenatural que Ben ya viera en la Funeraria Green y en el sótano de la casa de los Marsten. En el mismo instante percibió que una fuerza recorría el mango de madera hasta sus manos. Se quedó mirando la hoja por un instante, y de repente se adueñó de él una certeza peculiar, la sensación de un hombre que acaba de apostar por el luchador que tiene a su adversario medio desplomado en el tercer asalto. Por primera vez en dos semanas ya no tenía la impresión de ir por la vida dando palos de ciego, a caballo entre la realidad y la fantasía, luchando contra un enemigo cuyo cuerpo era demasiado insustancial para recibir golpes.
La fuerza vibraba por sus brazos como una corriente de alto voltaje.
El brillo de la hoja se intensificó.
—Hazlo —lo instó Mark—. ¡Date prisa, por favor!
Dejó caer el rociador al suelo, y el depósito de vidrio se hizo añicos contra el hormigón. Cogió el rociador de Ben y atacó de nuevo a las ratas.
Ben Mears separó las piernas, blandió el hacha y la bajó en un arco cegador que le dejó un rastro de luz en los ojos, como el flash de una cámara. La hoja se estrelló contra la madera con un estruendo portentoso y se hundió hasta el mango. Numerosas astillas salieron despedidas por todas partes.
El resto de esta sección es casi idéntico al que aparece en la novela publicada.
En esta sección, la última de las escenas eliminadas de la versión publicada, clavan la estaca a Barlow. En el manuscrito original, sacan el ataúd de Sarlinov al exterior para que la luz del sol se encargue de él:
Lo soltaron a la vez, y el ataúd de Sarlinov se posó sobre la tierra otoñal. Intercambiaron una mirada.
—¿Ahora? —preguntó Mark.
Dicho aquello rodeó el ataúd para situarse junto a Ben ante los sellos y candados que lo aseguraban.
—Sí —asintió Ben.
Se inclinaron juntos, y los cerrojos se abrieron en cuanto los tocaron, produciendo leves chasquidos. Levantaron la tapa.
Sarlinov se había convertido en un hombre joven, de cabellera negra, brillante, lustrosa y extendida sobre el cojín cabecero de satén que coronaba su angosta morada. Su piel relucía, pletórica de vida, y las mejillas se veían sonrosadas como el vino. Los dientes se curvaban sobre los labios carnosos, muy blancos, aunque surcados de trazos amarillos como el marfil.
—Está… —empezó Mark, pero no alcanzó a terminar la frase.
En aquel momento lo alcanzó la luz del sol.
Sarlinov abrió los ojos como persianas asustadas. Hinchó el pecho y aspiró una tremenda bocanada de aire que se convirtió en una suerte de grito. La boca se abrió, dejando al descubierto todos los dientes y la lengua agitándose entre ellos como un animal rojo atrapado en una jaula de serpientes.
El chillido que brotó del interior de la criatura cuando exhaló fue terrible, penetrante, ensordecedor, inolvidable, un sonido que se adhería al cerebro cual marca diabólica. El cuerpo comenzó a agitarse como un pez enganchado al anzuelo. Los dientes se cerraron sobre los labios, las manos se movieron a ciegas en un intento de bloquear la luz, clavándose en la piel y haciéndola jirones.
Y luego la disolución.
En el espacio de apenas dos segundos, demasiado poco para creerlo del todo desde la perspectiva de años venideros, pero lo suficiente para aparecer una y otra vez en miles de pesadillas, recurrente en su enloquecedora lentitud.
La piel se tiñó de amarillo, se tornó rugosa, se cubrió de ampollas y comenzó a resquebrajarse como un lienzo ancestral. Los ojos perdieron todo brillo, se volvieron opacos y se hundieron. El cabello emblanqueció y se desprendió del cráneo como una nube de plumas.
La boca se ensanchó cuando los labios retrocedieron hasta la nariz, dejando tras de sí un anillo de dientes prominentes. Las uñas se ennegrecieron y cayeron. Al poco solo quedaban los huesos de las manos, adornados aún con anillos que entrechocaban como castañuelas. Por entre las fibras de la camisa de hilo se filtraba el polvo. La cabeza calva y arrugada quedó reducida a una mera calavera; los pantalones, ahora vacíos, se convirtieron en palos de escoba. Por un instante, un espantapájaros de aspecto espeluznante se retorció ante ellos. El cráneo descarnado se agitaba de un lado a otro, la mandíbula desnuda abierta en un grito silencioso por la ausencia de cuerdas vocales. Los dedos esqueléticos ejecutaban una danza enloquecida de repulsión.
El hedor les azotó las fosas nasales por un breve instante antes de desvanecerse. Gas, podredumbre, moho de biblioteca, polvo… y luego nada. Los huesos de las manos se desencajaron y cayeron como lápices. Las cuencas oculares vacías se abrieron en una expresión descarnada de sorpresa y horror hasta convertirse en una sola y desaparecer. El cráneo se hundió como un jarrón de la dinastía Ming hecho añicos. La ropa se aplanó hasta adquirir el aspecto neutro de la colada.
Y sin embargo, la criatura seguía aferrándose con tenacidad al mundo. El polvo a que había quedado reducida se agitaba y arremolinaba en el interior del ataúd. Y de repente percibieron que algo pasaba entre ellos como una fuerte ráfaga de viento, algo que los hizo tambalearse a ambos. Las ramas del olmo se agitaron de repente por la fuerza de un viento salido de ninguna parte, un viento que amainó con la misma rapidez con la que había aparecido. Y lo único que quedó fue la ropa oscura y un anillo de dientes carcomidos.