APÉNDICE HISTÓRICO

La cantidad de bibliografía publicada sobre las Guerras Médicas puede crear la ilusión de que se sabe mucho sobre este período. Pero son más las lagunas y dudas que las certezas. He tratado de aprovechar lo que los novelistas llamamos «los huecos de la historia» a la vez que seguía un relato histórico coherente. Esto último no siempre es posible. En unos casos no hay forma de encajar las diversas fuentes, que ofrecen relatos contradictorios. En otros, la tradición que nos ha llegado no parece verosímil.

Las Guerras Médicas aparecen mencionadas en un sinfín de textos clásicos. Comentaré a continuación las principales fuentes.

Las Historias de Heródoto (Aunque he utilizado los textos originales para mis traducciones, debo recomendar la versión española de Carlos Schrader para la editorial Gredos. La traducción es magnífica. El número de notas puede apabullar al lector, pero son muy útiles y amenas, y en ellas se encuentra abundante bibliografía.). El llamado «padre de la Historia» centra toda su obra en este conflicto de proporciones épicas entre griegos y persas, y es la fuente básica y la más rica en datos. Pero no carece de defectos. Su conocimiento del mundo persa muchas veces parece de oídas o de segunda mano. No posee la formación militar de otros historiadores como Tucídides o Polibio, por lo que sus batallas están narradas de una forma caótica, y se centra más en lo personal, anecdótico o prodigioso que en la visión de conjunto. Los estudiosos que, como Burn, Hignett, Green, Hammond o Strauss (sus obras aparecen citadas en la bibliografía) tratan de extraer de las Historias un desarrollo táctico y estratégico coherente se encuentran con grandes dificultades.

Cuando Heródoto redacta su obra ya han pasado cincuenta años de los hechos. La mayoría de sus fuentes son orales, testimonios de veteranos de aquel conflicto que, como suele suceder en todas las guerras, se enteran más de los rumores difundidos por la famosa «radio macuto» que de las operaciones reales. Las escenas de consejos de guerra son una recreación de lo que Heródoto cree que debió ocurrir o de lo que le parece lógico que se dijera. Sin embargo, hay fragmentos dialogados en su obra con tal fuerza dramática que no he resistido la tentación de utilizarlos. Así ocurre, por ejemplo, cuando Temístocles amenaza al resto de los aliados griegos con llevarse sus naves a Italia, o en los consejos que Mardonio y Artemisia dan a Jerjes antes y después de la batalla de Salamina.

En cuanto a Los persas de Esquilo, se trata de una tragedia, no de una obra histórica. Pero la descripción que hace de la batalla de Salamina es interesante porque la escribe tan sólo ocho años después de los hechos, y porque además participó en ella —del mismo modo que había participado en la de Maratón—, o al menos la presenció.

Del siglo I antes de Cristo tenemos la Biblioteca histórica de Diodoro Sículo. Su fuente principal para esta época es Éforo, otro historiador del siglo IV a. C. cuyas obras se han perdido. Los estudiosos suelen considerar a Diodoro un autor de segunda fila en comparación con Heródoto, y lo cierto es que incurre en errores cronológicos de bulto, tal vez debidos a dificultades a la hora de organizar el material.

También son imprescindibles las Vidas paralelas de Plutarco; sobre todo la de Temístocles, y también las de Arístides y Cimón. Plutarco escribe en el siglo II después de Cristo. Aunque tiene acceso a fuentes que se han perdido, también es cierto que recoge tradiciones posteriores sobre las Guerras Médicas que se han acumulado a modo de sedimento y que en muchos casos son apócrifas y hay que tamizar. Plutarco no es un historiador, sino un moralista, y se resiste incluso menos que Heródoto a la tentación de lo anecdótico. De este mismo autor nos ha llegado un opúsculo titulado Sobre la malicia de Heródoto que critica al historiador en muchos aspectos. En él se basa mi interpretación de la campaña de Eretria y del papel de Adimanto y la flota corintia en la batalla de Salamina.

Debo citar también la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides. En el libro I hay referencias muy interesantes a este conflicto y, en particular, a Temístocles. El elogio que Mnesífilo hace de Temístocles y su capacidad de previsión mientras habla con Apolonia es una paráfrasis de las alabanzas del propio Tucídides.

En cuanto al Imperio Persa, por más defectos que tenga Heródoto, ya querríamos que existiera un Heródoto persa. Siempre me ha llamado la atención que Gore Vidal critique tanto al historiador en su novela Creación. (Supongo, o quiero pensar, que esto se debe al punto de vista narrativo que adopta.) Pero luego, a la hora de describirnos costumbres persas o lugares como la imposible ciudad de Ecbatana, no duda a la hora de recurrir al historiador griego.

En realidad apenas queda otro remedio. Las inscripciones en piedra de los soberanos Aqueménidas son escasas y, en su afán por glorificar a los reyes, apenas nos ofrecen datos históricos. Hay crónicas babilonias de la época, como la de Nabonides, o el texto conocido como el Sello de Ciro, pero la cantidad de información que se puede obtener es escasa. Incluso una obra monumental como la de Pierre Bryant, con más de mil páginas, depende mucho de Heródoto y otros historiadores posteriores, algo que reconoce el autor.

Bryant empieza su libro con dos citas sobre la dificultad de conocer la verdad histórica que no me resisto a traducir. La primera es de Léo Ferré: «Aunque no sea verdadera, hay que creer en la historia antigua». La segunda es de Umberto Eco: «Es difícil saber si una interpretación concreta es correcta. Las malas son mucho más fáciles de identificar».

Lo que Bryant aplica a la historia de Persia puede ampliarse también a toda la historia de la Antigüedad, y en particular a las Guerras Médicas. Sabemos que ocurrieron, sí, pero ¿conocemos de verdad lo que sucedió en ellas? Mientras no haya nuevos descubrimientos arqueológicos o aparezcan textos desconocidos, seguiremos moviéndonos en el terreno de las conjeturas.

La mayoría de los personajes de la novela son históricos. Con esto quiero decir que aparecen mencionados en los textos: muchas veces son poco más que un nombre que he recubierto en la novela con carne, huesos y piel. De los que desempeñan un papel más importante, tan sólo Apolonia y Euforión el Nervios son ficticios.

En su biografía de Temístocles, Plutarco transmite informaciones que a veces se contradicen. He elegido aquellas que me ofrecían la posibilidad de construir mi propio personaje. Por poner un ejemplo, Plutarco dice que según algunos autores la madre de Temístocles se llamaba Abrótono y era tracia, y que según otros se llamaba Euterpe y era una mujer caria de Halicarnaso. Esta segunda opción me ofrecía la posibilidad de emparentar a Temístocles con Artemisia, por lo que la elegí. Así he procedido en general. Por otra parte, los lectores familiarizados con Plutarco echarán de menos algunas anécdotas concretas. Como ya decía antes, la mayoría no deben ser ni siquiera históricas, así que las he expurgado sin el menor reparo cuando no contribuían al perfil de mi protagonista.

Artemisia también es un personaje real. De ella se sabe poco: que participó en la batalla de Salamina, que hundió uno de los barcos de su propia flota para poder escapar y que, al menos según Heródoto, Jerjes tenía en gran estima sus consejos. No consta, desde luego, que participara en Maratón, pero tampoco se afirma en ningún lugar lo contrario, de modo que aprovecho otra vez los huecos de la historia.

La presencia de Jerjes en Maratón es otra fabulación mía, seguramente menos verosímil que la de Artemisia, pero que me resultaba útil desde el punto de vista argumental. Sin embargo la historia del «soplo» previo a la batalla bien pudo ser cierta. Hay una curiosa explicación en la Suda, una monumental enciclopedia bizantina del siglo X con cerca de 30.000 artículos. En ella se menciona la expresión khoris hippeis, «la caballería está lejos». La explicación que da la Suda es ésta: «Cuando Datis invadió el Atica, dicen que los jonios, al retirarse aquél, subiéndose a los árboles les hicieron señales a los atenienses para informarles de que la caballería se había marchado. Al saberlo, Milcíades cargó y consiguió la victoria».

Sobre si Datis dividió sus fuerzas o no, y sobre si hubo caballería o no, han corrido ríos de tinta. Heródoto no menciona la caballería. Sí lo hace el romano Nepote, que no es una fuente demasiado fiable, y según ciertas interpretaciones en los frescos de la Stoa Poikile de Atenas, pintados no mucho después de los hechos, aparecían jinetes persas. Los artículos de Schrimpton y Hammond que cito en la bibliografía defienden la presencia de la caballería, aunque o bien no se presenta a tiempo para desempeñar un papel decisivo (Hammond) o bien se retira ante la carga ateniense (Schrimpton). En mi versión de la batalla, con la intervención de los jinetes de Patikara, he llegado a una especie de solución de compromiso.

Heródoto habla de una carga de cerca de kilómetro y medio a la carrera que, aparte de ser físicamente imposible con tanto peso, no tendría mucho sentido, ya que los proyectiles enemigos no llegaban a esa distancia. Por eso la he reducido. En cuanto a la táctica de adelgazar el centro para igualar la longitud del frente griego, ya la menciona Heródoto. En su relato ese centro es derrotado y retrocede bastante; en el mío no llega a romperse del todo porque no me queda claro que en ese caso no se hubiera producido una desbandada general. Según nuestro historiador, tan sólo murieron 192 griegos, mientras que los persas perdieron más de seis mil hombres. Aunque suena desproporcionado, lo cierto es que se calcula que la mayoría de las bajas en las batallas antiguas se producían al final, cuando uno de los dos ejércitos se desordenaba presa del pánico y huía.

También se discute el papel del polemarca en esta época. A partir del año 487 los arcontes empezaron a elegirse por sorteo y perdieron mucho poder. Tal vez en Maratón el polemarca era el auténtico jefe del ejército ateniense, o quizá desempeñaba un papel más ritual. Siempre se señala a Milcíades como el héroe de Maratón. Pero, como decía antes, hay que tener en cuenta que las fuentes de Heródoto son sobre todo orales. Y en este caso, dado el enorme prestigio que consiguió su hijo Cimón, no sería extraño que Heródoto hubiera aceptado su versión de los hechos un tanto propagandística o tendenciosa.

En la vida de Arístides de Plutarco se habla de Arístides y Temístocles combatiendo en el centro de la formación griega. Puede tratarse de un recurso literario para subrayar la rivalidad entre ambos, pero no dejaba de ser interesante. En mi novela he convertido a Temístocles en taxiarca. Este cargo podría ser posterior a las Guerras Médicas, cuando los diez generales empezaron a actuar más como jefes de todo el ejército que de los contingentes tribales, que por tanto quedaron bajo la dirección de los taxiarcas. Como en tantas otras cosas de esta época, no se sabe con seguridad.

El corredor de Maratón aparece en los textos con los dos nombres, Filípides y Fidípides. La relación entre ambos y la historia de la carrera con el jinete es invención mía. Según una versión, cuando terminó la batalla corrió los 42 kilómetros hasta Atenas, anunció la victoria y murió. Sin embargo, esta tradición no se menciona en Heródoto, y no la he utilizado. Como curiosidad, diré que desde 1983 se celebra en Grecia la carrera de la Spartathlon entre Atenas y Esparta para conmemorar la proeza de Fidípides. El hombre que más veces la ha ganado, el mítico Yiannis Kouros, tiene la plusmarca de esa prueba con 20 horas y 25 minutos para casi 250 kilómetros de recorrido. Como señala la propia página oficial de la Spartathlon, cuando los corredores llegan a Esparta muchos sufren alucinaciones. Lo cual explicaría la historia de la visión de Fidípides.

Obviamente, en los sueños y visiones de los griegos se les aparecían sus dioses, como en otros tiempos se han aparecido santos, vírgenes o extraterrestres. Una visión como la que recibe Apolonia al principio de la novela debía de resultar algo muy frecuente, y que se solía tomar muy en serio. En Heródoto hay multitud de ejemplos.

Hablando de Apolonia, debo decir que se suele dejar de lado el papel de Eretria en esta primera campaña de Maratón. Yo decidí hacer hincapié en él gracias a los comentarios de Burn y de Plutarco en Sobre la malicia de Heródoto. Eso me llevó a descubrir Archaic Eretria, de K. G. Walker, una monografía que me resultó de gran utilidad.

Heródoto habla del asedio de Eretria, aunque no menciona máquinas de guerra. Las que describo, arietes y torres, aparecen ya en relieves asirios. Considerando que los asirios pertenecían al Imperio Persa, me parece verosímil incluir estos artefactos en mi novela. Además, ayudarían a explicar por qué antes de Salamina a los atenienses ni se les pasó por la cabeza defender sus murallas en vez de evacuar la ciudad. No incluyo catapultas ni otras armas de torsión, ya que son posteriores, o al menos no han quedado testimonios de su uso.

Supongo que a los lectores les llamará la atención el catalejo que utiliza Temístocles y del que luego se apropia Jerjes. Parece claro que los griegos conocían lentes de aumento, y desde luego usaban cristales para prender fuego, como se menciona en Las nubes de Aristófanes, concretamente entre los versos 765 y 772. Ya es más dudoso que, como sugiere Robert Temple en El sol de cristal, embutieran dos de esas lentes en una caña hueca para ver de lejos. Sin embargo, ayudaría a interpretar un pasaje de Polibio que me intrigó cuando lo leí mientras escribía Alejandro Magno y las águilas de Roma. Hablando de señales luminosas con antorchas, el historiador dice: «Cuando los dos grupos se separen es preciso que cada uno en su puesto disponga de un anteojo con dos pínulas, de manera que el receptor de la señal de fuego pueda distinguir con una el lado derecho y con la otra el izquierdo».

El traductor de Gredos, Manuel Balasch, explica en una nota a pie de página: «O en lenguaje más moderno: “un telescopio con dos tubos”. Naturalmente, no se trata de aumentar la visión, sino únicamente de fijarla en un punto determinado». La misma opinión tiene Walbank en su A Historical Commentary on Polybius cuando dice sobre este pasaje que ese artefacto concentraba la visión «sin, por supuesto, magnificar». Lo que le llama la atención a Temple es ese énfasis en «por supuesto» y «naturalmente», como si nos advirtieran: ¡Esto no puede ser de ninguna manera! Pero no dejan de descubrirse pruebas del grado de sofisticación que podía alcanzar la tecnología antigua. Pensemos en el mecanismo de Anticitera o en las naves del lago de Nemi. ¿Habría sido imposible con la tecnología de la época fabricar un telescopio un tanto tosco, con imágenes invertidas y aberración cromática? Honradamente, creo que no.

Cuando ya había escrito toda la parte de Maratón y el uso de la dioptra, releyendo La batalla de Salamina, de Barry Strauss, reparé en un comentario fascinante que la primera vez se me había pasado por alto. Se encuentra en la página 308. Cuando Artemisia embiste a Damasitimo, Jerjes quiere saber si es verdad que se trata de ella. Según Strauss: «La pregunta de Jerjes demuestra que resultaba difícil discernir los detalles desde el lugar donde estaba sentado. No es extraño que un escritor, ya en la época romana, narrase una fantástica historia acerca de una serpiente con agudeza visual suficiente para distinguir detalles a más de tres kilómetros de distancia».

En la nota de Strauss se puede ver que ese autor es un tal Ptolomeo Hefestión (o tal vez Queno), cuya obra Nueva historia aparece resumida en la Biblioteca del patriarca bizantino Focio. No he conseguido el texto original, tan sólo acceder a una traducción online al inglés. Pero no me resisto a traducirla a su vez: «Eupompo de Samos crió, maravilla increíble, una serpiente salvaje. Según se cuenta, era su hija. Se llamaba Dracón, tenía una vista muy aguda y podía ver fácilmente a veinte estadios. Él [Eupompo] la puso al servicio de Jerjes por mil talentos y, sentada con él bajo un plátano dorado le describía lo que veía del combate naval entre los griegos y los bárbaros y las proezas de Artemisia».

La forma de un catalejo podría haber recordado a una serpiente estirada, sin duda. ¿Una historia fantástica sin más, o una tradición malinterpretada por ignorancia y por el paso del tiempo?

He mencionado antes las murallas de Atenas. Hasta después de las Guerras Médicas no se construyeron los muros que unían la ciudad con el Pireo. ¿Qué había antes? Me resulta extraño que en el año 490 tan sólo estuviera fortificada la Acrópolis, por lo que menciono una muralla más tosca y en mal estado que rodea algunos de los distritos de la ciudad, dejando fuera Melite, el barrio donde vive Temístocles. No debía ser muy sólida, en cualquier caso, ya que en Maratón los atenienses prefirieron enfrentarse a los invasores lejos de la ciudad y diez años más tarde simplemente la evacuaron.

Para la topografía de la Atenas de esa época, muy distinta a la de tiempos de Pericles, me he basado sobre todo en la obra de Goette que cito en la bibliografía y en The Ancient City, de Peter Connolly. (Como todas las obras de Connolly, es una delicia, está bien documentada y aporta algo que los escritores buscamos ansiosamente: imágenes).

En la época de las Guerras Médicas, como ocurría también años más tarde según Tucídides, la mayor parte de la población del Ática vivía en el campo, dispersa en los numerosos demos. Eso significa que el asty, la ciudad, no podía tener tantos habitantes como se le suponen en muchas versiones noveladas de las Guerras Médicas. Por ejemplo, hay una novela juvenil sobre Maratón publicada por Penguin en 2004 —no añadiré más— en la que se habla de doscientos cincuenta mil habitantes sólo en la ciudad. Resulta llamativo que luego no consigan reclutar ni siquiera diez mil soldados para enfrentarse a Datis.

Hablando de cifras, parece que esos cerca de diez mil hombres eran insuficientes para enfrentarse a las tropas persas y por eso los atenienses tardaron tanto en decidirse a batallar. Bien distinto habría sido si hubiesen contado con la ayuda de los espartanos. ¿Por qué no acudieron a tiempo? En Heródoto no se habla en concreto de las fiestas Carneas, sino tan sólo de la luna llena. Pero las Carneas sí aparecen mencionadas más adelante al hablar de las Termópilas. En mi novela, Esparta nunca muestra demasiado interés en socorrer a los atenienses, ni en la campaña de Datis ni durante la invasión de Jerjes. Sé que a muchos admiradores de los espartanos les molestará mi versión de los hechos. Pero lo cierto es que mandaron una fuerza muy reducida a las Termópilas y, aunque algunos historiadores, como Hignett o Burn, sostengan que era adecuada para esa misión, yo no acabo de verlo así.

El entreacto en Babilonia es la parte más novelesca de Salamina, pero quería mostrar algo del Imperio Persa desde su interior. En él critico algunas de las historias fantásticas que propaló Heródoto, como la de que todas las mujeres babilonias tenían que prostituirse una vez en su vida. Parece que hubo una revuelta en Babilonia al principio del reinado de Jerjes, acaudillada por un tal Belshimanni. Los hechos no están demasiado claros, así como tampoco las represalias del Gran Rey. La destrucción total de Etemenanki de la que se habla en algunos textos me parece exagerada. Por eso en mi novela la modero.

Una vez que Jerjes llegó al trono, emprendió enseguida los preparativos para la gran invasión. Sin duda fue una expedición grandiosa para la época. Un ejemplo lo tenemos en la excavación del canal que cruzaba la península del Atos, hazaña de los ingenieros y los zapadores que ha sido confirmada por excavaciones arqueológicas.

Las cifras que da Heródoto para la fuerza invasora son inverosímiles. Sumando efectivos navales y terrestres le salen 2.641.610 hombres (Historias, VII, 185). Cifra que dobla al sumarle los asistentes, para subir hasta los 5.283.220. Los historiadores han tratado de corregir estos números. Muchos los dividen por diez; otros los reducen de forma aún más drástica. A principios del siglo XX Hans Delbrück fue el primero en señalar las terribles dificultades logísticas que supondría alimentar y organizar un ejército de tal magnitud, cuya retaguardia aún estaría en Susa cuando la vanguardia llegara a Atenas. Según él, el ejército de Jerjes habría tenido a lo sumo 75.000 hombres. Cawkwell se acerca a su postura en The Greek Wars. The Failure of Persia.

Sin aceptar cifras fantásticas, en Salamina casi duplico las de Delbrück y de Cawkwell. Por un lado, si los atenienses abandonaron su ciudad y dejaron que fuera destruida sin oponer prácticamente resistencia, la amenaza debía ser realmente aterradora para ellos. Por otro lado, como sostengo en la novela, en parte el fracaso de Jerjes se debió a la magnitud excesiva de la expedición.

En mis cálculos he seguido más o menos las tesis que el general Frederick Maurice expone en el artículo que menciono en la bibliografía. Maurice, que recorrió en persona toda la zona del Helesponto, señala la dificultad de encontrar agua potable para tantas personas y bestias de carga como el principal problema para movilizar un ejército tan numeroso. Su límite superior para la hueste invasora es de 150.000 hombres. También es sumamente interesante su interpretación de los dos puentes de barcos sobre el Helesponto y las razones por las que eran preferibles a utilizar las naves a modo de transbordadores.

Al parecer, las armas de los hoplitas griegos eran superiores en el combate cuerpo a cuerpo, y eso explica que con el tiempo los reyes persas contrataran mercenarios helénicos para sus ejércitos. Pero la imagen del ejército persa como una horda indiferenciada de esclavos que combaten espoleados por el látigo, tan sólo para ser masacrados por heroicos guerreros griegos a los que, sin embargo, superan en una proporción de diez a uno, es una fantasía que se ha ido sedimentando en las mentes de lectores y espectadores.

En Salamina podría haber utilizado ejércitos de quinientos mil hombres, o incluso de un millón, como se ve en otros libros. Pero, en primer lugar, en esas novelas nunca llega a dar la impresión de que haya tantos soldados. No basta con decir «medio millón de hombres». Hay que mostrarlos, enseñar dónde están, dar verdadera impresión de número. Si un ejército antiguo hubiese querido desplegar de forma mínimamente eficaz a 500.000 soldados en el campo de batalla, habría necesitado un frente de más de 50 kilómetros.

En segundo lugar, no le veo la gracia literaria a tal desproporción. Si los persas eran esos bárbaros salvajes y a la vez refinados y degenerados que se nos muestran, ¿qué mérito tuvo vencerlos? Mi opinión personal es que el ejército de Jerjes era una máquina bien organizada, que sus guerreros poseían un código de virtudes marciales en nada inferior al de los hoplitas griegos y que de no mediar ciertos errores podían haber conquistado Grecia. La propia batalla de Salamina es uno de esos errores. Como señala Cawkwell: «¿Por qué Jerjes quiso una batalla naval que no era estrictamente necesaria? […] La destrucción total de la flota griega debió haber sido una tentación irresistible para la grandeza del Rey de Reyes». Si la flota persa no hubiera entrado en el estrecho, tal vez la historia del mundo habría sido bien distinta. Precisamente por eso, porque la victoria griega no era inevitable, fue una gesta épica.

La clave de Salamina son los trirremes. Aparte de la obra de Casson, que es el clásico por excelencia sobre los barcos de la Antigüedad, me ha sido de una ayuda inestimable The Athenian Trireme. En este libro se explica cómo un consorcio privado construyó, con la ayuda del gobierno griego, un trirreme bautizado Olympias que a partir de 1987 realizó una serie de pruebas con tripulaciones de voluntarios y que ahora se exhibe en un dique seco en Atenas.

Se sabe muy poco de cómo eran los verdaderos trirremes de la época, puesto que las representaciones pictóricas o escultóricas dejan lugar a algunas dudas. No hay pecios de trirremes, ya que no llevaban lastre en sus bodegas y, por tanto, no se hundían. (En contra de lo que aparece en muchas novelas e incluso libros de historia, y de lo que yo mismo creía hasta hace unos años). Puede que algunos detalles de la construcción de la Olympias no se ajusten a la realidad, pero es lo mejor que tenemos, de modo que la he utilizado como modelo para los barcos de Salamina. Además, el libro de Morrison ofrece información muy valiosa sobre las prestaciones de estas naves y la vida cotidiana de sus tripulantes y, sobre todo, de sus remeros. Gracias a él sabemos que una de las principales miserias que debían sufrir en las bodegas era el terrible hedor de ciento setenta cuerpos sudando y encerrados en un espacio tan pequeño.

También me ha sido muy útil A War Like No Other, de Victor Hanson. Aunque centrado en la Guerra del Peloponeso, en el capítulo «Ships» se encuentra abundante y precisa información sobre la forma en que se desarrollaban las batallas navales. En esta época Atenas era la dueña de los mares, hasta tal punto que en el año 429 el almirante Formión se atrevió a enfrentarse a una flota enemiga de 47 barcos con tan sólo 20 trirremes, los rodeó ¡en una maniobra envolvente!, y los derrotó.

La Atenas del 480 aún no había llegado a tal punto. En palabras de Plutarco, fue Temístocles quien convirtió a sus ciudadanos «de inmóviles hoplitas que eran en marinos y navegantes». Los atenienses no tenían por aquel entonces una gran tradición marinera, al contrario que otros pueblos, como los eretrios o los focenses. Por tanto no me resultaba creíble que supiesen manejar sus naves mejor que los fenicios, con quienes chocaron directamente en la batalla de Salamina. Eso puede comprobarse en Artemisio. El relato de Heródoto, como sucede casi siempre en las batallas, es un tanto confuso. Pero aunque asegura que ambos bandos «combatieron con suerte pareja», luego dice que los griegos «habían sufrido un grave revés, especialmente los atenienses, que tenían averiadas la mitad de las naves». En las aguas más abiertas de Artemisio la armada de Jerjes habría impuesto su superioridad numérica y táctica, aunque no de una forma tan decisiva como para aniquilar a la flota griega.

También he reducido el número de naves de Jerjes. Heródoto habla de más de mil doscientos barcos. He respetado esta cifra, pero reduciendo los trirremes a la mitad y dejando el resto como barcos de transporte. El propio Heródoto no sabe muy bien qué hacer con tantas naves. En VII 190 destruye 400 barcos en una tempestad antes de Artemisio, y después, en VIII 13 aniquila el contingente de 200 que habían intentado circunnavegar Eubea por el oeste (en mi novela no aparece este periplo porque los historiadores, en general, no aceptan esta información de Heródoto). Como él mismo dice, «esto ocurría por voluntad de los dioses para que la flota de los persas se nivelara con la de los griegos y no tuviese tanta superioridad numérica».

Más sobre números: según Heródoto, en Salamina los griegos tenían 378 barcos. Yo los he reducido a los 310 de Esquilo en Los persas, que me parece más razonable teniendo en cuenta las bajas que se habían producido en Artemisio.

Sobre la batalla de Salamina en sí también hay muchas discusiones. Como dice Peter Greene en The Greco-Persian Wars (pág. 186): «Paradójicamente, y pese a su trascendental importancia, Salamina debe considerarse como una de las batallas peor documentadas en toda la historia de la guerra naval».

He seguido a Diodoro, al propio Green, a Burn y a Hammond en lo relativo a la escuadra egipcia que parte a bloquear el canal de Mégara. Heródoto no menciona esa maniobra, Strauss la ve con escepticismo y Hignett la niega.

¿Por qué Jerjes envía esa escuadra, si es que la envía, pero en cualquier caso decide plantear la batalla dentro del estrecho y no en aguas abiertas? Es aquí donde interviene el mensaje sobre la supuesta huida de los griegos. Según Heródoto, lo lleva Sicino, el pedagogo de los hijos de Temístocles. Plutarco añade el detalle de que es prisionero de guerra. En cualquier caso, el mensaje sería del propio Temístocles. Según Plutarco: «… Temístocles, general de los atenienses, uniéndose a la causa del rey, era el primero en informarle de que los griegos pensaban retirarse; le aconsejaba por tanto que, lejos de permitirles huir, los atacara y destruyera sus fuerzas navales mientras aún estuvieran en desorden y lejos de su infantería».

Para Esquilo, el mensaje lo llevó un griego, mientras que Diodoro habla de «un hombre». Pero después de la batalla aún hay otro mensaje que manda Temístocles para convencer a Jerjes de que huya cuanto antes, recado que de nuevo lleva Sicino, según Heródoto, o un eunuco llamado Arnaces, según Plutarco.

Las posturas de los historiadores sobre este relato varían, como ocurre con otros detalles: las supuestas disensiones entre los aliados, el intento de construcción del terraplén antes o después de la batalla, el papel de Adimanto y la flota corintia… Para complicar las cosas, ni siquiera hay acuerdo sobre la propia topografía de Salamina. En general, se considera que Psitalea, donde Jerjes apostó soldados de infantería, es la actual isla de Lipsokoutali; aunque Hammond, en su artículo sobre Salamina, sostiene que se trata del islote de San Jorge, al que yo he denominado «Farmacusa Mayor».

Los nombres de Silenia y Cicrea son invención mía hasta cierto punto, ya que no quería utilizar términos modernos como Ambelaki y Paloukia que no tienen sentido en griego clásico. Si los lectores buscan en un mapa moderno la Farmacusa Menor no la encontrarán, ya que está generalmente aceptado que el nivel del mar ha subido desde entonces, y lo que era un islote ahora es poco más que un bajío.

Volviendo a Sicino, al existir tantas dudas y contradicciones sobre él, decidí inventar mi propia historia para la novela; una historia en que el criado de Temístocles es cómplice involuntario. Eso me permitía mostrar algo del zoroastrismo. Esta religión no estaba aún tan extendida como en la época Sasánida (espléndidamente retratada en las novelas de Olalla García, con quien he mantenido interesantes conversaciones sobre este tema), pero parece que Darío y sobre todo Jerjes la favorecían en detrimento del politeísmo ancestral de los pueblos iranios. Si a los lectores les extraña la grafía «Ahuramazda» en lugar de «Ahura Mazda», les diré que es la tradicional en la época Aqueménida. En esto, como en otras cosas, me ha sido imprescindible el manual de antiguo persa de Skjrvo. Se trata de un lenguaje del que se sabe poco, ya que el corpus de inscripciones es reducido, de modo que en ocasiones he tenido que ser audaz y prácticamente inventar palabras.

Parece claro que el nombre Sicino no es persa. Si existió este personaje tal vez habría que entender que no era propiamente persa, sino natural de un país perteneciente al Imperio Persa. Yo prefería que en Salamina sí fuese iranio para mostrar el punto de vista de «los otros», de modo que creé la historia de Mitranes y su nombre falso. No había apenas esclavos persas en Atenas en esta época: como señala Margaret Miller en su libro, parece que los griegos no los tomaban como prisioneros, sino que los mataban. Por eso Sicino se llama así y, para disgusto suyo, no puede vestir pantalones como él querría.

La historia de las arengas separadas es mía, ya que Heródoto sólo menciona que Temístocles pronunció «un gran discurso». Pero quería contraponer los ideales maratonianos, propios de la aristocracia y los hoplitas, y los de la flota de Salamina, que presagian ya la futura democracia radical de Efialtes y Pericles.

Como decía, los relatos de la batalla no son del todo satisfactorios. Durante meses he estado dibujando cientos de rayitas para representar barcos en la pizarra de mi despacho, consultando la carta 1596 del Almirantazgo y conversando con mi amigo León Arsenal, escritor y antiguo marino. El problema para mí era cómo los atenienses —el grueso de la flota griega— pudieron derrotar a marinos con más pericia que ellos. Parece que Salamina no fue tanto una batalla de abordaje «al estilo tradicional», como las denomina Tucídides, sino que se utilizó sobre todo el espolón de proa. En esa táctica los atenienses se convertirían en consumados maestros, pero aún faltaban muchos años para ello. ¿Cómo pudieron maniobrar con la suficiente rapidez para sorprender a los barcos enemigos?

En mi novela lo explico recurriendo a varios factores. En primer lugar, Temístocles se empeña en que las naves se construyan con las maderas más ligeras posibles. Además, los barcos atenienses no tienen cubiertas completas ni regalas, lo que reduce peso y obra muerta. (Años después, en la batalla del Eurimedonte, Cimón equiparía sus barcos con cubiertas cerradas). Por otra parte, la dotación de hoplitas de cubierta es más reducida, lo que mejora la maniobrabilidad del trirreme, pero conlleva riesgos si se produce un abordaje.

Y, por último, recurro al viento. La única referencia aparece en Plutarco: «[Temístocles] se preocupó de que sus trirremes no enfilaran de proa hacia los de los bárbaros hasta que llegó la hora en que todos los días se levantaba del mar una brisa fresca que provocaba marejada en los estrechos». Histórico o no, me parecía un elemento narrativo interesante. Tras consultar artículos diversos y hablar de nuevo con León Arsenal sobre terrales y virazones y la topografía del estrecho, me decidí por recurrir al siroco. (El viento predominante en verano es el etesio, que en griego actual se denomina meltemi, pero no me servía para la batalla).

Para terminar, algunas precisiones sobre medidas y fechas. En cuanto a las primeras, he decidido utilizar kilómetros, litros y kilogramos en lugar de estadios, cotilas o talentos para no obligar a los lectores a realizar cálculos mentales constantemente. Cuando son los personajes los que hablan sí recurro a las medidas originales.

Las fechas de las Guerras Médicas no están tan claras como podría suponerse. Al menos en los años sí hay acuerdo: 490 para Maratón y 480 para Salamina. En el primer caso he utilizado la cronología de Hammond, ya que hay otros autores que sitúan la batalla en agosto y no en septiembre. En cuanto a Salamina, he seguido a Green al fecharla el 20 de septiembre y no el 28 o el 29. La razón es que me permitía condensar temporalmente los hechos, lo cual siempre ayuda a conseguir un mayor dramatismo. Por la misma razón he concentrado el mensaje de Sicino, la decisión de Jerjes y el último consejo de guerra de los griegos en una sola noche y no en dos, como es la opinión mayoritaria.